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#ElNuevoPobre

Pongamos que me llamo Ricardo. No quiero que mi nombre se sepa. No


quiero avergonzar a los míos con mi desgracia. Aunque, quizás, con lo
que le voy a contar, algunos que me conocen bien van a identificarme.
Estoy seguro de que mi caso se parece al de muchas familias que hoy
sufren en silencio. No podemos izar un trapo rojo en la ventana. No
somos elegibles para ninguna ayuda pública, y tampoco privada. Sin
embargo, lo que está pasando se está llevando todo lo que habíamos
logrado conseguir en la vida.

El mes entrante cumplo 57 años. Soy ingeniero civil, estudié en una de


las mejores universidades de Colombia y saqué mi maestría en Estados
Unidos. Vivo con mi esposa y mi hijo, de 15 años, en un apartamento de
estrato seis en Bogotá. Nos faltan tres años y tres meses, 39 cuotas,
para acabar de pagar la hipoteca. Nuestro hijo estudia en un colegio
bilingüe y la pensión cuesta más de 2 millones de pesos mensuales. Mi
hijo mayor, de mi primer matrimonio, está estudiando en Estados Unidos
y depende totalmente de mí para terminar su carrera. Tenemos dos
carros, uno ya está pagado y al otro le queda un año de deuda. Mi
esposa, que es odontóloga, lleva dos meses sin poder trabajar, pero sí
tiene que pagar su parte del arriendo y gastos del consultorio.

El martes de la semana pasada me sonó el celular, era mi jefe. Pensé


que me llamaba para hablar de uno de los proyectos a mi cargo que está
parado como todo:

–Hombre, no quisiera darle esta noticia. Usted es un gran profesional y


trabaja hace más de 22 años con la compañía –sentí el terror en mi
estómago mientras lo oía– usted sabe que el sector en general, y la
empresa en particular, vienen afrontando enormes retos y con esto del
coronavirus estamos obligados a tomar decisiones muy difíciles.

–Sí, lo entiendo –musité mientras el mundo se me venía encima.

–Por eso tenemos que eliminar varias posiciones. Entre esas,


dolorosamente, está la suya. Como le digo no se trata de usted, ni de su
desempeño que ha sido impecable, sino de una situación imprevisible.

Conozco el discurso porque en el pasado yo mismo he tenido que


comunicar recortes a personas buenas y competentes en su trabajo. Fui
jefe por muchos años y sé lo duro que es despedir gente. Incluso tuve mi
propia empresa, asociado con unos colegas estupendos. Nos fue muy
bien por varios años. Hicimos proyectos muy importantes, pero en la
crisis de la construcción de los noventa nos tocó cerrar. Con dolor tuve
que darle las gracias y entregar la liquidación a cada empleado. Le puse
la cara a todos los acreedores y conseguimos plazos para pagarles.

Mi primer matrimonio no soportó esa crisis. Como decía mi mamá:


“Cuando la pobreza entra por la puerta, el amor sale por la ventana”.

Tuve que volver a transportarme en bus, como cuando era estudiante, y


durante varios años estuve pagando deudas de la compañía, pero no le
quedé debiendo un centavo a nadie.

Tenía la fuerza de mis 33 años y conocía bien mi oficio. Sé dirigir un


proyecto en el terreno, al lado de los maestros de obra y los oficiales de
construcción, pero también soy capaz de manejar una junta en inglés
con un cliente internacional.

Estoy en la plenitud de mi capacidad intelectual y profesional, todo lo


que me han encomendado he podido sacarlo adelante para beneficio de
la compañía, pero súbitamente me siento perdedor en una batalla que ni
siquiera pude dar.

Con la liquidación y los ahorros podemos sostenernos ocho, quizás


nueve meses, si nada más pasa. No veo cómo va a mejorar la economía
en ese tiempo. Mi familia y yo somos miembros de esa clase media
profesional que tiene un pasar decoroso, pero que vive la vida quincena
por quincena.

Ya venía pasando trabajos para mandarle plata a mi hijo estudiante en


Estados Unidos, con el dólar a más de cuatro mil pesos. Ahora no sé qué
voy a hacer. El colegio de mi hijo menor tampoco va a rebajar las
pensiones, aunque los negocios y los salarios de muchos padres estén
afectados por la crisis. Nunca me he atrasado en una cuota de la
hipoteca y me angustia mucho alargar el tiempo de pago en estas
circunstancias, como lo están ofreciendo los bancos.

A veces pienso que lo mejor sería morirme. Así mi familia por lo menos podría cobrar el
seguro de vida. 

En estos días terribles he recordado mucho a mi papá que decía que lo


único que se le podía dejar a los hijos era el estudio. Él y mi mamá
trabajaron de sol a sol para educarnos a mi hermana y a mí. Los dos
tuvimos la oportunidad de especializarnos en el exterior gracias a ellos.
Mi papá era médico general, nunca se pudo especializar porque quedó
huérfano muy joven y tuvo que empezar a trabajar para terminar de
educar a sus tres hermanos.
Abrió su consultorio en un barrio popular de Bogotá. Mi mamá hacía las
veces de enfermera y secretaria: ponía inyecciones, actualizaba
historias clínicas y llevaba un cuaderno con el registro de citas. Nunca
dejaron de atender a nadie que lo necesitara, aunque no tuviera para
pagar la consulta. Mi papá cosía heridas, visitaba enfermos a domicilio,
trataba dolencias crónicas, enviaba pacientes a los especialistas o los
remitía al hospital cuando era necesario. Era acertado en sus
diagnósticos, consagrado a sus pacientes  y amable con la gente que
sufría.

Su gran orgullo fuimos sus hijos profesionales. Hace seis años murió
apaciblemente. Fue terrible para nosotros porque no estaba enfermo, ni
nos esperábamos que eso pasara. Se quedó dormido para siempre en la
silla donde le gustaba leer. En la pared de atrás, estaban colgados su
diploma de la Universidad Nacional de Colombia y las copias en color
enmarcadas del diploma de mi hermana de Francia y el mío de Estados
Unidos.

Siempre nos decía “el estudio los sacará adelante”. Ahora no sé si toda
la vida estuvo equivocado

Esta pandemia no es cualquier enfermedad; su trascendencia va mas alla de quedarnos en


casa para evitar el contagio y convertirnos en los maniaticos del hipoclorito, antibacterial,
mascarillas, guantes y cabinas de seinfeccion. El covid-19 se ha coronado com el nuevo rey
del mundo, que nos obliga a postrarnos ante el; evitando en contacto fraternal,
desconfigurando nuestra economia, disociando familias por el exceso de convivencia,
haciendo que cada dia mas nuestros hogares se transformen en el lugar mas despreciado
por nosotros, trasfromando nuestras porfesiones, donde todo aquel que pueda
emprender satisfaciendo las necesidades del nuevo encierro en el que vivimos es digno de
sobrevivir.

Todas las familias que tienen como proveedor a un empleador podran descansar un dia
mas en paz, pensando en que el proximo mes quizas puedan volver a sus oficinas y dar un
codazo a sus maigos mas cercanos, pero las mentes de todos los idependientes peligran al
igual de todos los pacientes que se encuentran en las clinicas; su mente los carcome, no
pensando en que pasara mañana sino en que pasara en uno o dos meses si esta crisis no
se soluciona, los lujos se convierten en inecesidades, el descanso en incertidumbre y la
paz en agonia. Todos nos aferramos a la idea de que con la ayuda de Dios encneuntren
una vacuna y todo se solucione, pero nada va a ser como antes, vamos a ser mucho mas
concientes de todas las perosnas que nos sirven a diario, de que todo lo que antes
considerabamso necesario es en realidad un privilegio, y que al igual que los habitantes de
la calle nuestra vida prende de un hilo, y lo que dicen de que todo puede cambiar de un
dia a otro si es cierto, pues en esta vida nada esta asegurado.

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