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Un perro muerto yace frente a mí. Un perro negro, enorme, tieso y desnudito.

La
viñeta anterior contrasta firmemente con el colorido de las fachadas y edificios de
formas vistosas en la Metrópolis, Phantomi. Luces neón, autos de colores llamativos
y entradas que enganchan la vista de cualquier turista. Phantomi se ha convertido en
el más grande parque de diversiones para adultos, en parte, por estar rodeada del
paisaje desértico y regirse por las mismas normas que éste: dormir de día y moverse
de noche.
Aunque mi psico-gurú me ordenó trasladarme a este lugar lo más pronto posible
para un respiro, mi visita tiene otras intenciones. Como detective internacional sin
afiliación policiaca, hago trabajos sucios al mejor postor, en ocasiones rozando la
ilegalidad. Mi trabajo aquí es simple: Verónica, una joven novicia del convento de
Santa Katalina de Venus, escapo para seguir su sueño de ser cantante. Este suceso
no le vino en gracia a las cabecillas del convento, siendo esta institución parte de
uno de los cultos más importantes a nivel global, que una de sus fieles más
reconocidas se le viera cantando en estos lares, mancharía la reputación que se han
forjado con los años.
Marcho a paso lento por la calle principal. Cargo conmigo una valija y un maletín.
Con las prisas solo puedo evadir con un paso largo al perro muerto, como si fuese
cualquier cosa. A dos cuadras del aeropuerto me encuentro con el hotel Morognes,
el lugar al que se me fue asignado para operar, con todos los gastos cubiertos. Sólo
con entrar, el mal gusto y la necesidad de exhibir un “estatus” se hace evidente, no
por nada es uno de los hoteles preferidos por los miembros del clérigo en visitas
“oficiales”. Dejo mi equipaje en el suelo reluciente para que el botones lo lleve
hasta mi cuarto. Confirmo mi habitación en la mesa de recepción con un pinchazo
rápido e indoloro en la máquina de identificación genética. Se me ofrece un amplio
catálogo de acompañantes sexuales y de narcóticos, niego con la cabeza a ambos.
Llegado a mi habitación coloco mi mano ante la cerradura genética. El botones se
abre paso empujándome a un lado ansioso por dejar el equipaje. El muchacho
pelirrojo deja caer todo sin cuidado al suelo para después decir de manera
mecánica:<<Si gusta ordenar algo, la aplicación ya fue instalada en su teléfono, se le
retirará al agotarse los fondos o al retirar su estancia, las propinas serán cobradas al
final de su estancia, sea bienvenido.>>
Por fin solo en mi habitación, me quito los zapatos y la chaqueta militar. Enciendo
un cigarro y me dejo caer en la cama. Tomo mi teléfono con la mano derecha
mientras miro las pocas fotos de Verónica. Siendo esta ciudad tan grande, ella pude
haberse perdido entre la multitud u optar por cambiar de imagen, de cabello, de ojos
o incluso de cuerpo completo. Puede ser que esté buscando un fantasma.
Pensé en dormir dos horas, el viaje fue lago e incómodo. Apago la luz, abro una
ventana, dejo la colilla en el cenicero y me quito la ropa. Me dispongo a dormir.
Pasa una hora y me es imposible relajarme, intento culpar a los sonidos exteriores,
cierro la ventana. Pasa otra hora, pero el resultado es el mismo, solo puedo ver el
parpadear del reloj inquietante marcando minuto a minuto apilarse. Hastiado de mis
intentos por dormir. Me visto, tomo mi celular y me dirijo al único rastro seguro que
queda de ella.
Fuera del hotel tomo un taxi con destino al bar de opiáceos: El Rabino. Por la
ventana empañada del auto, la ciudad parece un cumulo de luciérnagas atrapadas
dentro de un frasco, brillando inquietas de arriba a abajo. Es lo que tiene Phantomi,
con todos sus excesos y vicios. No es un lúgubre paraje como otras ciudades que se
han echado a perder. Nació podrida y ha sabido sacar provecho de cada grieta y cada
ventarrón arenoso del desierto.
El taxi se detiene frente a un edificio de tres pisos. Luces neón en la fachada,
hologramas con patrones psicodélicos sobre ellas que alumbran la calle.
Abro lentamente una de las puertas cristalinas y la carta de presentación del lugar es
un fuerte aroma a incienso de sándalo. Un tendero frente a mí en una especie de
recepción, me pide que cierre por el frío de afuera, me acerco a preguntar por el
único nombre que se me ha dado: Big Joel. El recepcionista me pide que lo espere
un segundo, llama a alguien en árabe con un interfón, para después decirme que
tome el ascensor al cubículo 14. Mientras subo por el ascensor, el olor a sándalo se
pierde en una marejada de aromas diversos, dulces y rasposos.
Una luz roja marca el número dos, las puertas del elevador se abrieron lentamente
dejando entrar una combinación variopinta de aromas indescifrables, como un puño
golpeando mis sentidos. Delante de mí, entre paños de seda multicolor y luces
tenues, se encuentra acostado un hombre de aspecto esquelético con múltiples
arrugas y uñas largas, amarillentas. Barba y cabello desenmarañado esparcidos sobre
una túnica y una cama. Big Joel a simple vista es como muchos otros gurúes
perdidos en la droga.
Los delgados dedos del hombre toman una pipa dorada y un encendedor. Con una
seña me pide que tome asiento en una modesta silla junto a su cama. Expulsa el
humo, me extiende la pipa frente a mí, y yo lo rechazo con la mano.
Big Joel comienza a hablar con una voz aguardientosa. Me cuenta que al llegar, era
un alma confundida y turbada por el mundo exterior con apenas unos centavos.
Traía consigo una enorme bolsa de yerba en la maleta, que ocupaba tres cuartas
partes del interior. El sólo era una mula en un apartamento, moviendo marihuana,
opio, cristal y otras drogas que le encargaban desde arriba. Al principio, según él,
esto sólo era un trabajo temporal, una ventana a la que saltó desesperado. Pronto
comenzó a consumir, asediado por el estrés que significaba envolverse con clientes,
por lo que tenía que firmar un pacto de confidencialidad para poder ver. Conforme
más consumía, más abría su mente. Fue precisamente en uno de estos “trances” que
llegó a la conclusión de que aquello no era vida. La droga le daba tanto y él tenía
que consumirla incomodo en oficinas ajenas o baños donde frecuentemente le daban
ataques de pánico por cualquier inesperada intromisión. Así que planifico las cosas,
movió algunas influencias y en un par de años paso de rata de alcantarilla al
anfitrión del primer bar de opiáceos y otros productos fumables, todo esto con las
licencias y permisos correspondientes, un pilar imprescindible dentro de la
comunidad.
Me enciendo un cigarrillo, de manera discreta enciendo la grabadora en mi teléfono,
mientras guardo el encendedor en mi bolsillo. Pregunto si conoce a Verónica, pero
Big guarda silencio. Vuelvo a preguntar, esta vez un poco más alto por si no me
escuchó, pero la reacción fue la misma. Tomo mi celular y busco la foto de
Verónica, sin parar la grabación, se la muestro y pregunto si sabe algo de ella. Joel
toma la pipa una vez más y fuma de ella. Me relajo sobre mi asiento, dejo que el
humo salga de mi boca, bajo los hombros.
Por su condición actual, no puedo afirmar que mi anfitrión me oculte algo, tampoco
puedo obligarlo a decir algo, porque incluso sometiéndolo a presión, lo que diga
puede ser una mentira y puede no ser consciente de ello. Reformulo la pregunta:
“¿Por qué su nombre aparece como única referencia de alguien que abandona su
vida para venir aquí?”.
Me acerco al bordillo de la cama, mirando directamente a los ojos de Joel. Una nube
salió de la boca reseca con labios pegados al cráneo del drogadicto frente a mí. Me
murmura que no es un villano ni un pastor, al igual que la droga, él sólo es una
herramienta para quien elija su camino, es consciente de su función. Sus uñas
amarillentas se aferran a una tarjeta recién impresa del bordillo de la cama y ésta es
entregada a mí. Tras dejar caer la tarjeta en mi mano, Joel esboza una sonrisa y me
pide que salga de su recinto, dice que no quiere tener nada que ver con quien se
niega a mirar más allá de un sendero.
Fuera del muladar neo-hippie, mi brújula apunta a una zona más céntrica, La
parroquia Lilithium, hogar de las vírgenes-mártires poquianchis, nombre rebuscado,
para un prostíbulo con motivos religiosos.
Habiendo pasado la media noche, pido al taxista acelerar. Él pisa a fondo. Las luces
se tuercen mientras más acelera. Llegado a la parroquia, me asombra su fachada, una
gran puerta, imitación madera y un letrero dorado: “Bienvenidos viajeros, hinchados
y venosos”.
En la entrada me reciben dos monjas robustas y armadas. De la mitad de sus labios
salía un humo casi transparente y de la otra mitad, tenían apresados un puro. Entre
velos de humo amargo, las mujeres me explican las reglas del lugar: Nada de golpes
o tratos que no le gusten a la anfitriona, el precio se fija con ella, no se fuma ni se
toma en la casa del Señor.
Dentro de la “iglesia”, me hicieron tomar asiento en una sala amplia con múltiples
retratos al óleo de las monjas del placer, en una mezcla surreal de pin-up y arte
sacro. El resto de las paredes se encontraban tapizadas en un papel imitación
terciopelo, rojo con detalles dorados. Junto a mí se encontraba un hombre calvo y
regordete, sudando a montones, con un regalo envuelto en un papel rosado.
Mi turno era el 30 de la noche y el marcador para la chica que busco apenas tiene un
dígito, lo que significa que estaría, con suerte, hasta pasadas las cuatro de la mañana
esperando en una habitación colmada de aromas varios y rostros que evitan el
contacto visual. Me relajo en una de las sillas anchas de madera barnizada y cojines
de algodón recubierto de imitación piel. Intento conciliar el sueño, sin embargo, la
habitación arranca de mi cualquier animo por el descanso, por lo que ahora estoy
fatigado y ansioso, sin la oportunidad de fumar.
Tras hundirme largo rato en el asiento y ver desfilar clientes ansiosos convertidos en
clientes satisfechos, mi numero aparece en la pantalla bajo el cuadro de Anny
Bonny. Dos monjas robustas me recogen. Una me guía por el corredor tapizado de
fotografías de clientes y la otra me vigila desde atrás y me gruñe si alzo la mirada.
Paramos frente a una puerta blanca decorada con corazones y otros símbolos
rosados. Ellas me detienen antes de entrar, sólo para tomarme una fotografía que
aparece inmediatamente en uno de los portarretratos vacíos de las paredes. Apenas
pude ver mi rostro ojeroso y desanimado de reojo, antes de que mi guardia me
empujara al interior de la habitación.
Escuche la puerta cerrarse tras de mí y tres cerrojos casi al instante. Sobre el marco
hay un reloj de manecillas en cuenta regresiva, con el tiempo justo para mí. Fuera de
aquel reloj, no hay nada más en la habitación que midiera el tiempo, de hecho, no
hay nada que dejara ver algo del mundo exterior. Las paredes están tapizadas de
espejos de cuerpo completo con marcos dorados y lo pequeños huecos entre marco y
marco, pintados de un rosa eléctrico. El suelo está cubierto por una alfombra de
peluche blanco con manchas de colores pastel, un móvil sostiene correas y arneses a
modo de armario, todo con el mismo irritante y chillón color amarillo. Por su parte,
la anfitriona luce un cabello decolorado y un tinte rosado en sus labios regordetes,
hinchados de colágeno. Sus piernas cruzadas se entallan en medias blancas de
encaje.
Al ver mi mirada recorriendo sus piernas, Anny se levanta del bordillo de la cama.
Camina hacia mi, meneando las caderas con el vestido rosa acariciándole las piernas
y las posaderas. Su mirada casi infantil explora cada centímetro de mi vestimenta y
mi rostro mientras pisa la alfombra en línea recta a mí. A pocos centímetros me
preguntó que, si tengo alguna clase de fetiche especial aparte de las apariencias
infantiles, a lo que yo contesto con el ceño fruncido que no estaba aquí para eso.
Comencé a hablarle de Verónica y de mi experiencia con el drogadicto que me
indico venir hasta aquí. Desanimada, camina hasta la cama ya sin hacer gala de
movimientos seductores. Suspiró, me hizo una mueca para indicarme que tomara
asiento junto a ella, a lo que yo obedezco sin problema alguno.
Anny se anuda el cabello en cola, comienza a contarme su vida antes de Phantomi,
como la hija de en medio en un matrimonio ultra-tradicionalista a las afueras de los
bloques de vivienda en Detroit. Se coloca la bata de peluche blanco y camina hasta
el tocador de madera blanca con detalles dorados. Reanuda la historia poniendo
especial énfasis en lo duro que fue su despertar sexual entre sus hermano mayor y
ella, así como la primera vez que se acostó con su maestro de literatura. Sin
embargo, su verdadero primer contacto con lo que ella llama “sexo de autoayuda”,
se dio entre un amigo de su maestro, el antes mencionado y ella, tras ser bateada por
uno de sus compañeros. Dice que se sintió sucio, sin embargo cuando el amigo le
dejó algunos créditos, el hedor del semen en su cuerpo fue más soportable. Una
lagrima sale de sus ojos arruinando su rímel, a lo que de inmediato reacciona.
Tras retocar el maquillaje frente al espejo de acordeón sobre el tocador, me cuenta
su experiencia a la temprana edad en la prostitución, primero tomando el camino
online y arañando la cama por alcanzar los créditos necesarios para poder rentar un
lugar lejos de casa. Me acerco a ella, acaricio su espalda temblorosa mientras ella
cubre su rostro con sus finas manos, sin embargo no detiene el relato, dice que las
cosas fueron cayendo a peor. El ultimo cliente que había tenido en línea se había
obsesionado con ella y le disparo en parte del rostro para después suicidarse frente a
sus ojos. Los vecinos escucharon el alboroto y llamaron a urgencias, lograron
salvarla con gran parte del dinero que tenía ahorrado e hicieron el mejor trabajo que
pudieron para reconstruir su rostro, sin embargo el daño estaba hecho. Sus padres no
tardaron en enterarse de lo sucedido, por lo que la dejaron abandonada en el
hospital, ella dice que el único que volvió a ver, fue a su hermano, quien le dio
dinero y le pidió que no volviera a casa nunca.
Ella rompe a llorar, me alejo asustado, pensando las amenazas de las mujeres de
afuera, intento tranquilizarla, decirle que ahora todo está mejor, pero ella niega con
la cabeza, azota las manos en la madera blanca y grita que nada está bien. Dejo que
llore por alrededor de 20 minutos mirando el reloj y la puerta esperando que en
cualquier momento se azote y alguien entre por mí, aprieto los dientes y puños en la
cama temblando de ansiedad y coraje por perder el control de la situación. Cuando
esta lista, Anny se gira y me mira a los ojos con todas las punturas escurridas, aun
gimoteando me dice que sí conoció a Verónica, que llegó aquí con Big Joel en lo
que él consideraba “el sendero más óptimo”, tras estar mendigando en la calle, me
cuenta como la veía a la hora de la comida absorta en sus pensamientos y con la
mirada cada vez más muerta. Su ceño se frunce con rabia y asco al contarme como
las mojas le propusieron el mismo trato que a ella: pagar todas sus correcciones
estéticas con el doctor Tetsuo a cambio de algunos trabajos. Mi anfitriona se mira de
reojo en los espejos y dice intentando calmarse: “al final, yo siempre he sido mi
propia inversión.”
Fue entonces que la pobre investigación que apenas arrancaba se quebraba frente a
mis ojos, estaba persiguiendo un fantasma, justo como lo creí. El cansancio me hizo
doblar la espalda, la desesperación llevarme las manos a la nuca y la rabia quedarme
sentado, inmóvil conteniendo las ganas de romper todo. La voz dulce de Anny
rompe mi trance al decir, “pero aún puedes encontrarla”. Se pone en cuclillas frente
a mí, intenta sonreírme mientras yo sólo puedo suspirar para tranquilizarme, su
mano acaricia mi cabeza y con la voz cortada murmura que ella no está aquí, pero
sabe dónde fue la última vez que estuvo. Me incorporo lo más aliviado que puedo al
escuchar esto y relajo mis músculos al escucharle decir que Verónica no volvió tras
su última operación intensiva, sin embargo, sabía que ahora era una mujer castaña
de rasgos afilado y nariz respingada, con pecas en el rostro. También, que al ser ella
su única amiga en el lugar, Verónica le contó de su plan para ir al restaurante, Joplin
a las afueras de la ciudad para encontrarse con un cliente que prometió ayudarla con
su carrera.
Me levanté de la cama a 15 minutos de mi hora límite. Ella se incorpora de golpe y
nos quedamos abrazados por los minutos que nos sobran, no como amantes, como
amigos que se verán por última vez. Bunny y yo nos soltamos, le digo que cuando
todo termine, volveré para llevarla fuera de aquí. Ambos sabemos que miento, pero
queremos creer que esto terminará.
Tras pagar la cuota y salir con la mirada baja del prostíbulo, paro un taxi casi
abalanzándome a su defensa. Escucho los reclamos enfurecidos del conductor, a lo
que yo sólo respondo que depositaré créditos extra sobre la tarifa. A bordo del taxi
indico las direcciones que me dieron y le ruego al conductor que acelere, que si es
necesario pagaré todas y cada una de las infracciones. Conforme pasamos los
edificios, las luces neón y los semáforos, Phantomi revela su verdadero rostro. Los
bloques de empleados se extienden como tótems del desierto, vigilando nuestro paso
lunático por los intestinos de asfalto. Dentro de mi crece el miedo que se
transformaba en coraje de los primeros días de mi trabajo, buscando pistas sin
rumbo y dando tropiezos en los lugares incorrectos, todo esto con una estela de
humo sabor a alquitrán y tabaco ilegal. Mientras surcamos el puente que conecta la
línea exterior de la ciudad, el frío aumenta, los controladores climáticos funcionan a
su mínima capacidad en este lugar de mala muerte y yo me siento como en casa.
Antes de que el taxi se detenga, pago la exorbitante suma al conductor, para cuando
éste se detiene cerca de la acera, yo salto al exterior y cierro la puerta mientras el
chofer grita: “ve por ella”. Entro al bar, gallardo, decidido y arrogante. Pido una
cerveza y hago algunas preguntas al bartender, él me responde que una propina
jugosa lo haría pensar más claro, a lo que yo contesto con una suma considerable de
créditos. El cantinero me desliza una cerveza y me responde con un tono
condescendiente que la mujer que esperaba podría aparecer en dos horas más.
Ofuscado inocentemente por la afirmación decido esperar en una equina del bar.
Pasó media hora, el cenicero estaba más lleno que cualquier otros del bar y las
botellas se habían apilado frente a mí. Justo en ese momento, una mujer con la
descripción limitada de la Verónica actual entró y tomó asiento en una de las mesas
del frente. Me acerco a ella, le pregunto si no le importa que le invite un trago y ella
responde que eso es lo que necesita. Conforme nos embriagamos y hablamos, me
doy cuenta de que ella no es Verónica, es solo una mujer que trabaja en el aseo de
un casino. Ella se retira al poco rato de que empiezo a beber más que hablar, por lo
que vuelvo a quedar solo y agobiado por el peso del fracaso; todas las pistas de este
viaje parecieron estar planeadas para este momento, la mierda del gurú, la actuación
de la prostituta y ahora, las palabras del bartender que aún me traía bebidas. Aún si
la pista de Anny no fue alterada por Joel, no era nada seguro, solo quise creerlo.
Estoy envejeciendo para esto, pronto terminare como muchos ex detectives de
menos de cuarenta, arrumbado en un trabajo de oficina mediocre, esperando por el
día de ser remitido a una instalación mental o a un retiro para ancianos.
Me levanto tambaleándome, asalto a los clientes del lugar como el vivo retrato del
ebrio de taberna caricaturesca, apestando todo a su paso y hablando incoherencias,
casi suplicando porque alguien me tirara lo que fuera para continuar el caso. Nada
salió. En menos de lo esperado, siento las manos del bartender aferrarse a mí
camisola y sacarme a rastras del lugar. Afuera, ante la vista de asco de los borrachos
empedernidos y las mujeres atónitas, me obliga a pagar lo consumido, incluso más,
sin embargo, no hago queja alguna.
Trato de regresar al hotel caminando, sintiendo como golpes cada idea. En la
mañana siguiente, los administrativos recibirían mi estado de cuenta y los clérigos
llamarían para pedir adelantos de la información, solo para toparse con un detective
alcalizado, sin rastro del objetivo inicial y que aparentemente sólo estuvo aquí para
darse un chapuzón en la buena vida. Me cortarán los fondos, me quedaré sin techo y
anclado en una ciudad que detesto, rogando por cualquier trabajo para huir
despavorido, sin ningún rumbo.
El cielo comenzó a tornarse naranja a lo lejos, rompía los púrpuras que quedaban de
la noche, mientras acariciaba las puntas de los altos edificios de la ciudad, en una
estampa tan cursi y pretenciosa que me hacía tener nauseas. Me acerqué al borde del
puente a vomitar y llorar. Sentí la brisa enfriadora de los controladores de clima, vi
las siluetas de Phantomi extenderse como dedos temblorosos ante mí, sentí que
podía tocar sus puntas, llegar a la cima. Me entregué a sus callejones difusos y a su
imagen de progreso altanera al amanecer.

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