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Antología de Ensayos
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11º

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The Southern Cross School

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Tabla de contenido

I. Ensayos...........................................................................................................................................................3
Las modas, Benito Jeronimo Feijoo (1728)....................................................................................................3
Elogio de la dificultad, Estanislao Sulueta....................................................................................................13
Como lo porvenir nos preocupa más que lo presente, Michel de Montaigne.............................................16
Una modesta proposición: Para prevenir que los niños de los pobres de Irlanda sean una carga para sus
padres o el país, y para hacerlos útiles al público, Jonathan Swift (1729)...................................................21
El mito de Sísifo, Albert Camus (1942).........................................................................................................26
Las venas abiertas de Latinoamérica, Eduardo Galeano..............................................................................28

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I. Ensayos

Las modas, Benito Jeronimo Feijoo (1728)

§. I

1. Siempre la moda fue de la moda, quiero decir, que siempre el mundo fue inclinado a los nuevos
usos. Esto lo lleva de suyo la misma naturaleza. Todo lo viejo fastidia. El tiempo todo lo destruye. A lo que
no quita la vida, quita la gracia. Aún las cosas insensibles tienen, como las mujeres, vinculada su hermosura
a la primera edad; y todo el donaire pierden al salir de la juventud; por lo menos así se representa a
nuestros sentidos, aún cuando no hay inmutación alguna en los objetos.
Est quoque cunctarum novitas gratissima rerum.

2. Piensan algunos que la variación de las modas depende de que sucesivamente se va refinando más
el gusto, o la inventiva de los hombres cada dia es más delicada. ¡Notable engaño! No agrada la moda nueva
por mejor, sino por nueva. Aún dije demasiado. No agrada porque es nueva, sino porque se juzga que lo es,
y por lo común se juzga mal. Los modos de vestir de hoy, que llamamos nuevos, por la mayor parte son
antiquísimos. Aquel linaje de Anticuarios, que llaman Medallistas (estudio, que en las Naciones también es
moda), han hallado en las medallas, [169] que las antiguas Emperatrices tenían los mismos modos de
vestidos, y tocados, que como novísimos usan las Damas en estos tiempos. De los fontanges, que se juzgan
invención de este tiempo próximo, se hallan claras señas en algunos Poetas antiguos. Juvenal, Sat. 6.
Tot premit ordinibus, tot, adhuc compagibus altum
Aedificatur caput.
Estacio, Silv. 2.
... Celsae procul aspice frontis honores
Suggestumque comae.

3. De modo, que el sueño del año magno de Platón, en cuanto a las modas se hizo realidad. Decía
aquel Filósofo, que pasado un gran número de años, restituyéndose a la misma positura los luminares
celestes, se haría una regeneración universal de todas las cosas: que nacerían de nuevo los mismos
hombres, los mismos brutos, las mismas plantas; y aún repetiría la fortuna los mismos sucesos. Si lo hubiera
limitado a las modas, no fuera sueño, sino profecía. Hoy renace el uso mismo que veinte siglos ha expiró.
Nuestros mayores le vieron decrépito, y nosotros le logramos niño. Enterróle entonces el fastidio, y hoy le
resucita el antojo.
{(a) Hubo también entre las Romanas el uso de los Rodetes en la misma forma que hoy se prectican,
como se puede ver en nuestro Montfocón, tom. 3. de la Antiguedad explicada, lib. 1. cap. 14. en la segunda
lámina que se sigue a esta página; y en el mismo tomo, lib. 2. cap. 2. se lee, que usaban también de agujas,
ya de oro, ya de plata, ya de otros metales inferiores, según el caudal de cada una, en el pelo, a quienes por
tanto llamaban acus crinales.}

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§. II

4. Pero aunque en todos tiempos reinó la moda, está sobre muy distinto pie en este, que en los
pasados su imperio. Antes el gusto mandaba en la moda, ahora la moda manda en el gusto. Ya no se deja un
modo de vestir porque fastidia, ni porque el nuevo parece, o más conveniente, o más airoso. Aunque aquel
sea, y parezca [170] mejor se deja, porque así lo manda la moda. Antes se atendía a la mejoría, aunque
fuese sólo imaginada; o por lo menos un nuevo uso, por ser nuevo agradaba; y hecho agradable, se admitía:
ahora, aún cuando no agrade, se admite sólo por ser nuevo. Malo sería que fuese tan inconstante el gusto;
pero peor es que sin interesarse el gusto haya tanta inconstancia.
5. De suerte, que la moda se ha hecho un dueño tirano, y sobre tirano importuno, que cada dia pone
nuevas leyes, para sacar cada dia nuevos tributos; pues cada nuevo uso que introduce, es un nuevo
impuesto sobre las haciendas. No se trajo cuatro dias el vestido, cuanto es preciso arrimarle como inútil, y
sin estar usado, se ha de condenar como viejo. Nunca se menudearon tanto las modas, como ahora, no con
mucho. Antes la nueva invención esperaba que los hombres se disgustasen de la antecedente, y a que
gastasen lo que se había arreglado a ella. Atendíase al gusto, y se excusaba el gasto. Ahora todo se
atropella. Se aumenta infinito el gasto, aún sin contemplar el gusto.
6. Monsieur Henrion, célebre Medallista de la Academia Real de las Inscripciones de París, por el
cotejo de las medallas halló, que en estos tiempos se reprodujeron en menos de cuarenta años todos los
géneros de tocados, que la antigüedad inventó en la sucesión de muchos siglos. No sucede esto porque los
antiguos fuesen menos inventivos que nosotros, sino porque nosotros somos más extravagantes que los
antiguos.
7. Ya ha muchos dias que se escribió el chiste de un loco, que andaba desnudo por las calles con una
pieza de paño al hombro; y cuando le preguntaban, ¿por qué no se vestía, ya que tenía paño? respondía:
Que esperaba ver en qué paraban las modas, porque no quería malograr el paño en un vestido que dentro
de poco tiempo, por venir nueva moda, no le sirviese. Leí este chiste en un libro Italiano, impreso cien años
ha. Desde aquel tiempo al nuestro se ha acelerado tanto el rápido movimiento de las modas, [171] que lo
que entonces se celebró como graciosa extravagancia de un loco, hoy pudiera pasar por madura reflexión
de un hombre cuerdo.

§. III

8. Francia es el móvil de las modas. De Francia lo es París, y de París un Francés, o una Francesa, aquel,
o aquella a quien primero ocurrió la nueva invención. Rara traza (y más eficaz sin duda que aquella de que
se jactaba Arquímedes) se halló para que en particular moviese toda la tierra. Los Franceses, en cuya
composición, según la confesión de un Autor suyo, entra por quinto elemento la ligereza, con este arbitrio
influyeron en todas las demás Naciones su inconstancia, y en todas establecieron una nueva especie de
Monarquía. Ellos mismos se felicitan sobre ese asunto. Para lo cual será bien se vea lo que en orden a él
razona el discreto Carlos de San Denis, conocido comúnmente por el nombre, o título de Señor de San
Euremont.
9. «No hay país (dice este Autor) donde haya menos uso de la razón que en Francia; aunque es verdad
que en ninguna parte es más pura, que aquella poca que se halla entre nosotros. Comúnmente todo es
fantasía; pero una fantasía tan bella, y un capricho tan noble en lo que mira al exterior, que los Extranjeros
avergonzados de su buen juicio, como de una calidad grosera, procuran hacerse expectables por la
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imitación de nuestras modas, y renuncian a cualidades esenciales, por afectar un aire, y unas maneras, que
casi no es posible que les asienten. Así esta eterna mudanza de muebles, y hábitos, que se nos culpa, y que
no obstante se imita, viene a ser, sin que se piense en ello, una gran providencia; porque además del infinito
dinero que sacamos por este camino, es un interés más sólido de lo que se cree el tener Franceses
esparcidos por todas las Cortes, los cuales forman el exterior de todos los Pueblos en el modelo del nuestro,
que dan principio a nuestra dominación, sujetando sus [172] ojos adonde el corazón se opone aún a
nuestras leyes, y ganan los sentidos en favor de nuestro imperio, adonde los sentimientos están aún de
parte de la liberdad.»
10. Ahí es nada, a vista de esto, el mal que nos hacen los Franceses con sus modas: cegar nuestro buen
juicio con su extravagancia, sacarnos con sus invenciones infinito dinero, triunfar como dueños sobre
nuestra deferencia, haciéndonos vasallos de su capricho; y en fin, reirse de nosotros como de unos monos
ridículos, que queriendo imitarlos, no acertamos con ello.
11. En cuanto a que las modas Francesas tengan alguna particular nobleza, y hermosura, pienso que
no basta para creerlo el decirlo un Autor apasionado. Las cotillas vinieron de Francia; y en una porción la
más desabrida de las montañas de León, que llaman la tierra de los Argüellos, las usan de tiempo
inmemorial aquellas Serranas, que parecen más fieras, que mujeres. No creo que sus mayores, que las
introdujeron, tenían muy delicado el gusto. Si una mujer de aquella tierra pareciese en Madrid, antes de
venir de Francia esta moda, sería la risa de todo el Pueblo: conque el venir de Francia es lo que le da todo el
precio. Cada uno hará el juicio conforme a su genio. Lo que por mí puedo decir es, que casi todas alas
modas nuevas me dan en rostro, exceptuando aquellas que, o cercenan gasto, o añaden decencia.

§. IV

12. Las mujeres, que tanto ansían parecer bien, con la frecuente admisión de nuevas modas, lo más del
tiempo parecen mal. Esto en lo moral trae una gran conveniencia. Aunque lo nuevo place; pero no en los
primeros dias. Aún el que tiene más voltario el gusto, ha menester dejar pasar algún tiempo, para que la
extrañez de la moda se vaya haciendo tratable a la vista. Como la novedad de manjares al principio no hace
buen estómago, lo mismo sucede en los demás sentidos, respecto de sus objetos. Por más que se diga que
agradan las cosas forasteras, cuando llegan a agradar ya están domesticadas. Es preciso que el trato gaste
algún tiempo en sobornar el gusto. La alma no borra en un momento las agradables impresiones que tenía
admitidas; y hasta borrar aquellas, todas las impresiones opuestas le son desagradables.
13. De aquí viene que al principio parecen mal todas, o casi todas las modas; y como la vista no es
precisiva, las mujeres que las usan pierden, respecto de los ojos, mucho del agrado que tenían. ¿Qué sucede
pues? Que cuando con el tiempo acaba de familiarizarse al gusto aquella moda, viene otra moda nueva, que
tampoco al principio es del gusto; y de este modo es poquísimo el tiempo en que logran el atractivo del
adorno, o por mejor decir, en que el adorno no les quita mucho del atractivo.
14. Yo me figuro que en aquel tiempo que las Damas empezaron a emblanquecer el pelo con polvos,
todas hacían representación de viejas. Se me hace muy verisímil que alguna vieja de mucha autoridad
inventó aquella moda para ocultar su edad; pues pareciendo todas canas, no se distingue en quién es
natural, o artificial la blancura del cabello: traza poco desemejante a la de la zorra de Esopo, que habiendo
perdido la cola en cierta infeliz empresa, persuadía a las demás zorras que se la quitasen también,
fingiéndoles en ello conveniencia, y hermosura. Viene literalmene a estas que pierden la representación de
la juventud, dando a su cabello con polvos comprados las señas de la vejez, lo que decía Propercio a su
Cintia.
Naturaeque decus mercato perdere cultu.

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15. ¿Qué diré de otras muchas modas por varios caminos incómodas? Como con los polvos se hizo
parecer a las mujeres canas, con lo tirante del pelo se hicieron infinitas efectivamente calvas. Hemos visto
los brazos puestos en mísera prisión, hasta hacer las manos incomunicables con la cabeza, los hombros
desquiciados de su propio sitio, los talles estrujados en una rigurosa tortura. ¿Y todo esto por qué? Porque
viene de Francia a Madrid la noticia de que esta es la moda. [174]
16. No hay hombre de seso que no se ría cuando lee en Plutarco que los amigos, y áulicos de Alejandro
afectaban inclinar la cabeza sobre el hombro izquierdo, porque aquel Príncipe era hecho de ese modo.
Mucho más se lee en Diodoro Sículo, que los Cortesanos del Rey de Etiopía se desfiguraban, para imitar las
deformidades de su Soberano, hasta hacerse tuertos, cojos o mancos, si el Rey era tuerto, manco, o cojo.
Mas al fin, aquellos hombres tenían el interés de captar la gracia del Príncipe con este obsequio; y si cada
dia vemos que los Cortesanos adelantan la lisonja hasta sacrificar el alma, ¿qué extrañaremos el sacrificio de
un ojo, de una mano, de un pie? Pero en la imitación de las modas, que reinan en estos tiempos, padecen
las pobres mujeres el martirio, sin que nadie se los reciba por obsequio. ¿No es más irrisible extravagancia
esta, que aquella?

§. V

17. Aun fuera tolerable la moda, si se contuviese en las cosas que pertenecen al adorno exterior; pero
esta señora ha mucho tiempo que salió de estas márgenes, y a todo ha extendido su imperio. Es moda
andar de esta, o aquella manera, tener el cuerpo en esta, o aquella positura, comer así, o asado, hablar alto,
o bajo, usar de estas, o aquellas voces, tomar el chocolate frio, o caliente, hacer esta, o aquella materia de
la conversación. Hasta el aplicarse a adquirir el conocimiento de esta, o aquella materia se ha hecho cosa de
moda.
18. El Abad de la Mota en su Diario de 8 de Marzo del año de 1686 dice que en aquel tiempo había
cogido grande vuelo entre las Damas Francesas la aplicación a las Matemáticas, esto se había hecho moda.
Ya no se hablaba en los estrados cosa de galantería. No sonaba otra cosa en ellos que problemas, teoremas,
ángulos, romboides, pentágonos, trapecios, &c. El pobre pisaverde que se metía en un estrado, fiado en
cuatro cláusulas amatorias, cuya formación le había costado no poco desvelo, se hallaba [175] corrido,
porque se veía precisado a enmudecer, y a no entender palabra de lo que se hablaba. Un Matemático viejo,
calvo, y derrengado era más bien oído de las Damas, que el joven más galán de la Corte.
19. El mismo Autor cuenta de una, que proponiéndola un casamiento muy bueno, puso por condición
inexcusable que el pretendiente aprendiese a hacer telescopios: y de otra que no quiso admitir por consorte
a un Caballero de bellas prendas, sólo porque dentro de un plazo, que le había señalado, no había discurrido
algo de nuevo sobre la cuadratura del círculo. Creo que no lo miraban mal, una vez que no se resolviesen a
abandonar este estudio; pues habiéndose casado otra de estas Damas Matemáticas con un Caballero que
no tenía la misma inclinación, le salió muy costoso su poco reparo. Fue el caso, que no pudiendo el marido
sufrir que la mujer se estuviese todas las noches examinando el Cielo con el telescopio, ni quitarle esta
manía, se separó de ella para siempre. Otros acaso querrían que sus mujeres no comerciasen sino con las
estrellas. No sé si aún dura esta moda en Francia; pero estoy cierto de que nunca entrará en España. Acá ni
hombres, ni mujeres quieren otra Geometría que la que ha menester el Sastre para tomar bien la medida.
20. La mayor tiranía de la moda es haberse introducido en los términos de la naturaleza; la cual por
todo derecho debiera estar exenta de su dominio. El color del rostro, la simetría de las facciones, la
configuración de los miembros experimentan inconstante el gusto, como los vestidos. Celebraba uno, por
grandes, y negros los ojos de cierta Dama; pero otra que estaba presente, y acaso los tenía azules, le replicó
con enfado: ya no se usan ojos negros. Tiempo hubo en que eran de la moda en los hombres las piernas
muy carnosas; después se usaron las descarnadas; y así se vieron pasar de hidrópicas a héticas. Oí decir que

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los años pasados eran de la moda las mujeres descoloridas, y que algunas por no faltar a la moda, o por otro
peor fin, a fuerza de sangrías se despojaban de [176] sus nativos colores. Desdicha sería si con tanta sangría
no se curase la inflamación interna que en algunas habría sido el motivo de echar mano de este remedio. Y
también era desdicha que los hombres hiciesen veneno de la triaca, malogrando en estragos de la vida el
color pálido, que debieran aprovechar en recuerdos de la muerte.
21. ¿Quién creerá que hubo siglo, y aun siglos en que se celebró, como perfección de las mujeres, el
ser cejijuntas? Pues es cosa de hecho. Consta de Anacreón (que elogiaba en su dama esta ventaja), Teócrito,
Petronio, y otros antiguos. Y Ovidio testifica, que en su tiempo las mujeres se teñían el intermedio de las
cejas para parecer cejijuntas: Arte supercilii, confina nuda repletis. Tan del gusto de los hombres hallaban
esta circunstancia.
{(a) Madama de Longe Pierre, que tradujo a Anacreón en verso Francés, prueba con pasajes de
Horacio, Luciano, y Petronio, que hubo tiempo en que las frentes pequeñas de las mujeres eran del gusto de
los hombres, y circunstancia apreciable de la hermosura.
2. Esta variedad de gusto se nota más fácilmente en diferentes Naciones, que en diferentes siglos. Los
Abisinios aprecian las narices rebajadas, o con poquísima prominencia. Los Persas las corvas, o aguileñas,
porque así dicen era la de Ciro. Los del Brasil machacan la punta de la nariz a los infantes. Entre los de Sian
se tiene por deformidad la blancura de los dientes, y los tiñen de negro, o encarnado. En Guinea, taladrando
el labio inferior a las niñas, procuran engrosarle, y derribarle, lo que tienen por gran belleza. La idea de la
hermosura en la China es cuerpo pesado, vientre crecido, frente ancha, ojos, y pies pequeños, pequeña
nariz, grandes orejas. Los de Mississippi componen a los niños la cabeza en punta. Y en parte de este
Principado de Asturias les allanan la parte posterior. 3 De lo dicho se infiere, que lo que llamamos belleza
depende en gran parte de nuestra imaginación; y lo más notable es, que la imaginación de muchos suele
provenir de la imaginación de uno solo, esto es, de aquel que por capricho, o antojo fue autor de la moda.}

§. VI

22. Acabo de decir que la mayor tiranía de la moda es haberse introducido en los términos de la
naturaleza; y ya hallo motivo para retractarme. No es [177] eso lo más, sino que también extendió su
jurisdicción al imperio de la Gracia. La devoción es una de las cosas en que más entra en la moda. Hay
oraciones de la moda, libros espirituales de la moda, ejercicios de la moda, y aún hay para la invocación
Santos de la moda. Verdaderamente que es la moda la más contagiosa de todas las enfermedades, porque a
todo se pega. Todo quiere esta señora que sea nuevo flamante; y parece que todos los días repite desde su
trono aquella voz, que S. Juan oyó en otro más soberano: Ecce nova facio omnia. Todas las cosas
renuevo. Las oraciones han de ser nuevas, para cuyo efecto se ha introducido, y extendido tanto entre la
gente de Corte el uso de las Horas. Pienso que ya se desdeñan de tener el Rosario en la mano, y de rezar la
sacratísima oración del Padre nuestro, y la Salutación Angélica; como si todos los hombres, ni aún todos los
Angeles fuesen capaces de hacer oración alguna, que igualase a aquella que el Redentor mismo nos enseñó,
como la más útil de todas. Los libros espirituales han de ser nuevos; y ya las incomparables obras de
aquellos grandes Maestros de espíritu de los tiempos pasados, son despreciados como trastos viejos. En los
ejercicios espirituales cada día hay novedades, no solo atemperadas a la necesidad de los penitentes, más
también tal vez al genio de los directores. Los Santos de devoción tampoco han de ser de los antiguos.
Apenas hay quien en sus necesidades invoque a San Pedro, ni a S. Pablo, u otro alguno de los Apóstoles, si
no es que el Lugar, o Parroquia donde se vive le tenga por Tutelar suyo. Pues en verdad que por lo menos
tanto pueden con Dios, como cuantos Santos fueron canonizados de tres, o cuatro siglos a esta parte. Es
verdad que el gloriosísimo S. José, aunque tan antiguo es exceptuado; pero esto depende de que aunque es
antiguo en cuanto al tiempo en que vivió, es nuevo en cuanto al culto. Conque sólo la devoción de María
está exenta de las novedades de la moda.
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23. En nada parece que es tan irracional la moda, o la [178] mudanza de moda, como en materias de
virtud. Las demás cosas, como ordenadas a nuestro deleite, no siguen otra regla que la misma irregularidad
de nuestro antojo; y así, variándose el apetito, es preciso se varíe el objeto; pero como la virtud debe ser, y
es al gusto de Dios (sino no fuera virtud), y Dios no padece mudanza alguna en el gusto, tampoco debiera
haberla en parte del obsequio.
24. No obstante yo soy de tan diferente sentir, que antes juzgo que en nada es tan útil la mudanza de
moda (o llamémosla con voz más propia, y más decorosa, modo), que en las cosas pertenecientes a la vida
espiritual. Esta variedad se hizo como precisa en suposición de nuestra complexión viciosa. La devoción es
tediosa, y desabrida a nuestra naturaleza. Por tanto, como al enfermo que tiene el gusto estragado, aunque
se la haya de ministrar la misma especie de manjar, se debe variar el condimento; asimismo la depravación
de nuestro apetito pide que las cosas espirituales, salvando siempre la substancia, se nos guisen con alguna
diferencia en el modo.
25. Esta consideración autoriza, como útiles, los nuevos libros espirituales que salen a luz, como sean
nuevos en cuanto al estilo. No hay que pensar que algún Autor moderno nos ha de mostrar algún camino
del Cielo distinto de aquel, cuyo itinerario nos pusieron por extenso los Santos Padres, y los hombres sabios
de los pasados siglos. Pero reformar el estilo anticuado, que ya no podemos leer sin desabrimiento, es
quitar a ese camino parte de las asperezas que tiene; y el que supiere proponer las antiguas doctrinas con
dulces, gratas, y suaves voces, se puede decir que templa la aspereza de la senda con la amenidad de estilo.
26. No sólo en esta materia, en todas las demás la razón de la utilidad deber ser la regla de la moda.
No apruebo aquellos genios tan parciales de los pasados siglos, que siempre se ponen de parte de las
antiguallas. En todas las cosas el medio es el punto central de la razón. Tan contra [179] ella, y acaso más, es
aborrecer todas las modas, que abrazarlas todas. Recíbase la que fuere útil, y honesta. Condénese la que no
trajere otra recomendación que la novedad. ¿A qué propósito (pongo por ejemplo) traernos a la memoria
con dolor los antiguos bigotes españoles, como si hubiéramos perdido tres, o cuatro Provincias en dejar los
mostachos? ¿Qué conexión tiene, ni con la honra, ni con la Religión, ni con la conveniencia el bigote al ojo,
de quien no pueden acordarse sin dar un gran gemido algunos ancianos de este tiempo, como si estuviese
pendiente toda nuestra fortuna de aquella deformidad?
27. Lo mismo digo de las golillas. Los Extranjeros tentaron a librar de tan molesta estrechez de vestido
a los Españoles; y lo llevaron estos tan mal, como si al tiempo que les redimian el cuerpo de aquellas
prisiones, les pusiesen el alma en cadenas.
28. Lo que es sumamente reprensible, es, que se haya introducido en los hombres el cuidado del
afeite, propio hasta ahora privativamente de las mujeres. Oigo decir que ya los cortesanos tienen tocador, y
pierden tanto tiempo en él como las Damas. ¡Oh escándalo! ¡Oh abominación! ¡Oh bajeza! Fatales somos
los Españoles. De todos modos perdemos en el comercio con los Extranjeros; pero sobre todo en el tráfico
de costumbres. Tomamos de ellos las malas, y dejamos las buenas. Todas sus enfermedades morales son
contagiosas respecto de nosotros. ¡Oh si hubiese en la raya del Reino quien descaminase estos géneros
vedados!
{(a) El estudioso afeite, y pulimento de los hombres, no sólo los hace ridículos, y contentibles, mas
también sospechosos. De mi dictamen, las mujeres honestas deben huir su trato, o tratarlos por lo menos
con suma cautela. Oigan a Ovidio, que entendía bien estas materias.
Sede vitate viros cultum, formamque professos
Quique suas ponunt in statione comas.}

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29. He reservado corregir lo que pueden tener de vituperable en lo moral las modas de las mujeres
para la siguiente [180] Carta, en cuya lectura toda Dama bien intencionada puede figurarse haber sido
escrita para ella.

Declamación contra las modas escandalosas de las mujeres


En carta de Teófilo a Paulina

1. Si tú fueses, Paulina, una de aquellas mujeres, en quienes la corrupción del corazón inficiona la
exterioridad, y que no por accidente, sino por designio hacen a los hombres todo el daño que son capaces
de producir la hermosura, y el adorno; me abstendría de darte algún aviso sobre esta materia. Porque ¿qué
podría yo decir, o hacer en ese caso para moverte? ¿Representarte el pernicioso influjo que tienen en el
otro sexo las indecorosas licencias de tu atavío? Eso antes sería confirmarte en tu propósito: que a quien
medita una empresa criminal, le inspira nuevos alientos para intentarla el que le da a conocer las fuerzas
que tiene para conseguirla.
2. Mas debiendo yo contemplarte en muy diferente disposición, pues tu modo de vivir me persuade
que sólo atiendes a conformarte al uso que corre, sin prevenir las consecuencias de ese uso; te las pondré
delante, para que evites advertida el daño que ocasionas incauta.
3. Es la fábrica del hombre admirable; pero tan infeliz, que los propios materiales que componen su
estructura, conspiran a su ruina. En lo natural, los cuatro Elementos puestos en continua lucha, no tocan a la
retirada hasta que acaban con su vida. En lo moral no tiene potencia externa, o interna, exceptuando la
razón sola, que no procure su caída. Las pasiones, que son las que le combaten inmediatamente, reciben
armas de los sentidos, a quienes las ministran los objetos; y aún cuando faltan estas, se fabrican otras sobre
el modelo de aquellas en la oficina de la imaginación, que no por ser fingidas en cuanto a la existencia,
dejan de ser reales en la actividad. [181]
4. Tan dentro de sí mismo tiene el hombre los riesgos, que una potencia tropieza en otra potencia. La
imaginativa arma lazos a la concupiscible: la memoria a la irascible. Las especies de la parte superior son
unas minas inversas, o puestas por arriba, que, como el oro fulminante, rompen hacia abajo, y encienden la
inferior. Esta, con el humo que exhala, ciega a la superior; y en llegando a la razón el humo, todo arde; o
porque la razón ofuscada se deja caer en la hoguera.
5. Creerás que me he extraviado del asunto para hacer ostentación de mi elocuencia. No es así.
Derechamente camino a él. Si te represento la alma de un hombre toda puesta en fuego, es porque te
horrorice el estrago, que aún sin dar parte a tu advertencia, puede causar tu hermosura, ayudada de tu
adorno. Pinto una nueva Troya, porque estoy hablando con una nueva Helena. ¡Oh cuántas veces, sin
pensarlo, habrás sido ocasión de semejante ruina!
6. Considera que cuando pisas las calles públicas, no sólo de tus ojos, de todas tus facciones van
saltando centellas, y que caminas por un sitio todo lleno de heno seco. No es mía esta última metáfora, sino
de un gran Profeta (Isaías digo), el cual llama heno al Pueblo, añadiendo, que es heno marchito, y desecado.
Poco antes había dicho que toda carne es heno. No era menester más explicación para darnos a entender
en qué sentido, y hacia qué género de llama es el hombre un prontísimo combustible.
7. Todas las mujeres tienen obligación a ser modestas; pero mucho más las hermosas. Dióles Dios la
hermosura con la pensión de templarla, de modo que no sea ofensiva. ¡Qué correspondencia tan villana al
Criador, aprovecharse de sus dones para perderle las almas! La modestia es lustre, y juntamente correctivo
de la hermosura, que le quita todo lo que tiene de nociva. Hácela más brillante, y juntamente más sana.
Añádele luz, y le quita [182] fuego. Cuando a las hermosas las llaman soles, óiganlo como un recuerdo de

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que deben hacer lo que el Sol, retirarse de modo que no quemen. El mismo efecto que en el Sol la distancia,
produce en las mujeres la modestia.
8. ¡Oh que bien le está a una Dama aquella decorosa circunspección, que se concilia el cariño,
teniendo a raya el atrevimiento! Gran ventaja ser respetada por el que la mira, no sólo con el semblante,
mas también con el corazón. Este es un privilegio particular del recato. A la señora más alta, en atención a
su calidad, no se le atreven las acciones, ni las palabras. La soberanía de la modesta pone rienda aún a los
pensamientos.
9. Considera dos hermosuras, la una desenvuelta, la otra recatada; y verás qué diferente impresión
hacen en las almas una, y otra. Aquella entra por los ojos traveseando como loca, o como niña; esta
mandando como señora. Aquella la van recibiendo sucesivamente las potencias cuando más con agrado; a
esta con agrado, y con respeto. En llegando al corazón, ves aquí que aquella se halla situada de una turba de
villanos afectos; esta cortejada de bien nacidas atenciones: llámalo simpatía, que tiene la modestia de la
mujer con los más nobles afectos del hombre, o como quisieres, ello así sucede.
10. Quiero apretar más la persuasión. Contempla que cuando alguno te mira, saca con los ojos una
copia tuya, que al momento va a depositarse en lo interior de la alma. ¿Cómo quieres que la trate? ¿Con
ignominia, o con veneración? ¿Que allá dentro de la aje un torpe, y brutal apetito, o la lisonjee un noble
respeto? ¿Que la coloque en el lupanar, o en el trono? Todo esto depende de tí misma. Compón el original
de modo que salga respetable la copia; pues la que forman los ojos, y las que sacan por esta las potencias
internas, no pueden menos de salir tan parecidas al original, que se equivoca la semejanza con la identidad.
Es tu imagen la que padece el ultraje, si el otro es grosero: ya lo veo; no tú misma. Pero yo sé que aquella
Diosa, que se veneraba en Cnido, si fuese [183] verdadera Diosa, castigaría como un horrendo sacrilegio el
insulto de aquel lascivo joven, que manchó su estatua en el Templo. Más parentesco tienen con el original
las imágenes mentales, que las que se forman en mármoles, o en bronces.
11. Opondráseme acaso que quiero hacer muy melindrosa la vanidad de las Damas; y yo te responderé
que en esta materia no tiene inconveniente el exceso del melindre. ¡Ojalá toda la delicadeza del sexo se
convirtiese hacia esta parte! Más altos motivos deben componer tu exterior: ya te los he propuesto. Mas si
estos no te movieren, hágante fuerza tus propios respetos. Paulina, yo no te digo que seas vana; mas si
hubieres de serlo, haz vanidad de ser amada, y respetada juntamente, y no de ser solamente amada.
12. ¡Mas ay, Paulina, que yo te exhorto a que embotes las armas de la hermosura, cuando debía
contentarme conque no las afilases! Estás muy distante de aquel severo recato adonde te encamino. No es
tiempo aún de persuadirte que apagues la llama, sino que no la soples. Ese prolijo cuidado del aliño, ¿qué
otra cosa es que un afán continuado por esforzar la belleza? Como si ella por sí misma no pudiese causar
bastante daño, la confeccionas con el veneno del adorno. ¡Oh cuánta atención, y tiempo te lleva este
cuidado! Tantas veces te compones al día, cuantas es preciso salir en público; y antes dejarás en casa un
sentido, o una potencia del alma, que un dije de la moda. ¿Sabes para quién trabajas? ¿Sabes quién se
interesa en ese estudioso desvelo? Quisiera callártelo, y no puedo. Tu mayor enemigo. El Demonio es quien
debe pagarte el jornal de las horas que cada día gastas en tu aderezo.
13. No pienso que todo lo que entra en esa composición artificiosa, aumente tu atractivo; antes creo
que en parte lo disminuye. Pero a vueltas de lo que tiene la moda de inútil, y aún de fastidioso, que a tí te
sirve de peso, sin redituar a los ojos el menor halago, envuelve algunas [184] menudencias, donde se halla
cierta representación confusa, relativa a los preludios de la torpeza, y que anima sus imágenes en los que
están ya grabados de aquellas impresiones. Explícome lo preciso para instruirte con el concepto, sin ofender
con las voces tu decoro.
14. Yo me holgara de poder ceñirme a expresiones tan abstractas en lo que resta, pero no es posible; o
en caso de ser posible, no es conveniente. Es preciso combatir a fuerza descubierta la circunstancia más
pestífera de la moda. ¿Sabes de cuál hablo? De esa indecente desnudez de pechos, de que haceis gala las
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nobles, siendo oprobio aún en las villanas. Pero mal la llamo moda: pues esta corrupción, en más, o en
menos grados, es de todos tiempos: señal de que tiene motivo general, y constante, que siempre subsiste,
el cual no puede ser otro que la lisonja del apetito. Solo este uso tiene esa indecencia. Para todo lo demás
es inútil. Hácese apreciable a la lascivia, sin añadir valor a la hermosura. Habla en un lenguaje tan torpe a los
ojos, que sólo sirve de reclamo a impuros deseos. Tanto ruido hace en la imaginación, que despierta a la
concupiscencia dormida. No tienen las inmundas rameras atractivo más fuerte, y es muy propio de rameras.
En sus traidores halagos está afianzada la mayor parte de sus criminales conquistas. Aparta, pues, Paulina, si
no quieres hacerte cómplice en innumerables delitos: aparta esos dos estorbos de la continencia, esos dos
tropiezos de la vista, esos dos escollos del alma. Ya advertida del daño que ocasionas, desde la hora en que
lees este escrito, empieza a imputársete como voluntaria.
15. Dirásme acaso, y aún muchos hombres te lo dirán a tí, que no es nuestro sexo tan delicado: que yo
me finjo los hombres muy de vidrio: que ellos se experimentan a sí mismos de constitución más robusta, y
miran con indiferencia, cuando más con curiosidad, lo que yo aseguro no puede verse sin riesgo: que habrá
a la verdad uno, u otro tan combustible, que le encienda el humo; tan resbaladizo, que caiga en tierra llana;
pero que no deben [185] establecerse reglas sobre la particularidad de uno, u otro individuo.
16. Mas yo te certifico, Paulina, que esos hombres, que se te pintan tan valientes, esos son los más
flacos. ¿Por qué te parece que blasonan de invencibles? Por ocultar que son vencidos. De intento buscan el
daño, cuando se meten en el riesgo; y fingen que para ellos no hay riesgo, para esconder que padecen el
daño. Esos, que por los ojos beben, como agua, la maldad, no ignoran que es veneno lo que beben; y te
quieren persuadir que sólo beben agua. Quiero decir, que cuando te registran con la más delincuente
intención, procuran hacer creer que sólo te miran por simple curiosidad.
17. ¡Oh, no te dejes sorprender de tan trivial cautela! Los penitentes, los mortificados apartan los ojos
de esos objetos, conociendo el riesgo; ¿y los que no hacen la menor diligencia por quebrantar la fuerza de
las pasiones, ignoran el peligro? Sería esto lo mismo que suponer corruptibles los cuerpos celestes, e
incorruptibles los sublunares. ¿Por qué tantos celosos Misioneros declaman fevorosamente contra ese
abuso en el Púlpito, sino porque palpan sus funestas consecuencias en el Confesionario? Mas si todo esto,
Paulina, no te hace fuerza, óyeme el suceso que voy a referirte.
18. Cometió Frine, Dama hermosísima de Atenas, que floreció cerca de los tiempos del grande
Alejandro, un delito que merecía pena capital; y siendo acusada ante los Jueces del Areópago, compareció a
ser juzgada en aquel severo Tribunal. Hizo oficio de Abogado suyo Hipérides, Orador famoso de aquella
edad, el cual jugó con exquisito primor todas las piezas de la Retórica, para lograr la absolución de Frine.
Mas como el hecho fuese constante, y el delito gravísimo (algunos capitulan de impiedad), todos los Jueces
permanecieron inexorables, mostrando el ceño del rostro la severidad del dictamen. Advertido esto por
Hipérides, que era no menos sagaz que facundo, cuando ya veía inútil toda su elocuencia, [186] apeló a otra
elocuencia más eficaz. Acercóse intrépido a la bella acusada, y rasgando prontamente la parte anterior de
su vestido desde el cuello a la cintura, puso patentes aquellos escándalos de nieve a los ojos de todo el
concurso. No como si vieran la cabeza de Medusa, se convirtieron aquellos Senadores de hombres en
estatuas; antes de la rigidez de estatuas pasaron a la sensibilidad de hombres. Viéronse al punto mudados
sus semblantes, porque se mudaron sus ánimos; y los ojos, en cuya aireada majestad se veía poco antes
escrita con anticipación la sentencia de muerte, o ya lascivos, o ya piadosos, dieron a leer la absolución. En
fin, llegado a prestar los sufragios, todos los votos salieron a favor de Frine. Aunque tan delincuente como
había entrado, salió absuelta como inocente; y los Jueces, que habían entrado inocentes, todos salieron
culpados.
19. Mira, Paulina, en este suceso la perniciosa influencia de esa desnudez, que ostentas como gala. Y
para que la comprendas mejor, has de saber, que fue el Areópago estimado por el Tribunal más incorrupto
que tuvo la antigüedad: que se jactaba de haber terminado las diferencias de sus propios Dioses: que la

11
seriedad de aquellos Jueces llegaba al extremo de tratar como reo a cualquiera que se reía en su presencia:
que su gravedad subía al punto de una desabrida melancolía; y así en Grecia era modo de decir
antonomástico, para ponderar a un hombre muy melancólico: Es más triste que un Aeropagita; y en fin, que
se componía aquel Tribunal de gran número de Senadores. El Autor, que menos cuenta, señala treinta y
uno. Pues ves, todos estos varones tristes, severos, venerables, a todos, sin dejar uno solo, corrompió
aquella lasciva desenvoltura. Vé ahora, y cree a esos jóvenes, que te dicen que no los excita dentro del alma
el menor tumulto el mismo objeto. Créeles que la fuerza que rompe los bronces, deja intactos los vidrios.
Créeles que el fuego que derrite los mármoles, no quema las aristas.
20. ¡Oh Paulina, no incurra ya más en el delito de incendiaria pública tu belleza! Vendrá tiempo, en
que de [187] fuego no te quede mas que la ceniza, y el dolor del daño que ha causado. Corrige la mal
fundada vanidad, que te da un resplandor tan fugitivo. Como humo se ha de tratar, y no como llama, una
llama que tan presto se desvanece en el humo. No pasa por tí un momento, que no te robe alguna porción
del atractivo. Adelántate con la consideración a aquel término, adonde aún no llegó tu edad. Las hermosas
que viven mucho, padecen dos muertes, una en que expira la vida, otra en que muere la belleza; y no sé
cual de las dos es más dolorosa. ¡Oh qué carga tan pesada es para una mujer anciana llevar siempre sobre
sus hombros el cadáver de su propia hermosura! Esto es con propiedad en aquel tiempo su rostro. En él
contemplan que llevan um motivo para ser vilipendiadas, como un tiempo lo fue para ser atendidas. Lo
mismo es en su aprensión parecer en público, que ponerse a la vergüenza; y aquella triste comparación de
lo que va de ayer a hoy, es una espina, que tienen siempre atravesada en el alma.
21. Esto sucede a las que emplearon sus floridos años en captar las adoraciones de los hombres. No así
las que desde entonces pensaron sólo en agradar a Dios. Estas saben que no las abandona en la vejez aquel
cuyo amor se conciliaron en la juventud. Miran con indiferencia los desvíos del mundo, porque no se
sienten los desprecios de quien se desprecian los aplausos.
22. Trata, pues, Paulina de enamorar a aquel galán, que no te ha de volver las espaldas al verte con
arrugas: a aquel que para quererte te ha de mirar el corazón, y no a la cara: a aquel que te dió esa misma
hermosura, conque triunfas, y te puede dar otra mucho mayor, y más durable: a aquel que no sólo excede a
todos en lealtad, y constancia, mas también en hermosura. Y con esto a Dios, que te guarde.

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Elogio de la dificultad, Estanislao Sulueta

La pobreza y la impotencia de la imaginación nunca se manifiesta de una manera tan clara como cuando se
trata de imaginar la felicidad. Entonces comenzamos a inventar paraísos, islas afortunadas, países de
cucaña. Una vida sin riesgos, sin lucha, sin búsqueda de superación y sin muerte. Y, por tanto, también sin
carencias y sin deseo: un océano de mermelada sagrada, una eternidad de aburrición. Metas
afortunadamente inalcanzables, paraísos afortunadamente inexistentes.
Todas estas fantasías serían inocentes e inocuas, sino fuera porque constituyen el modelo de nuestros
anhelos en la vida práctica.
Aquí mismo en los proyectos de la existencia cotidiana, más acá del reino de las mentiras eternas,
introducimos también el ideal tonto de la seguridad garantizada; de las reconciliaciones totales; de las
soluciones definitivas.
Puede decirse que nuestro problema no consiste solamente ni principalmente en que no seamos capaces de
conquistar lo que nos proponemos, sino en aquello que nos proponemos: que nuestra desgracia no está
tanto en la frustración de nuestros deseos, como en la forma misma de desear. Deseamos mal.
En lugar de desear una relación humana inquietante, compleja y perdible, que estimule nuestra capacidad
de luchar y nos obligue a cambiar, deseamos un idilio sin sombras y sin peligros, un nido de amor, y por lo
tanto, en última instancia un retorno al huevo. En vez de desear una sociedad en la que sea realizable y
necesario trabajar arduamente para hacer efectivas nuestras posibilidades, deseamos un mundo de
satisfacción, una monstruosa sala-cuna de abundancia pasivamente recibida.
En lugar de desear una filosofía llena de incógnitas y preguntas abiertas, queremos poseer una doctrina
global, capaz de dar cuenta de todo, revelada por espíritus que nunca han existido o por caudillos que
desgraciadamente sí han existido.
Adán y sobre todo Eva, tienen el mérito original de habernos liberado del paraíso, nuestro pecado es que
anhelamos regresar a él.
Desconfiemos de las mañanas radiantes en las que se inicia un reino milenario. Son muy conocidos en la
historia, desde la Antigüedad hasta hoy, los horrores a los que pueden y suelen entregarse los partidos
provistos de una verdad y de una meta absolutas, las iglesias cuyos miembros han sido alcanzados por la
gracia –por la desgracia– de alguna revelación. El estudio de la vida social y de la vida personal nos enseña
cuán próximos se encuentran una de otro la idealización y el terror. La idealización del fin, de la meta y el
terror de los medios que procurarán su conquista. Quienes de esta manera tratan de someter la realidad al
ideal, entran inevitablemente en una concepción paranoide de la verdad; en un sistema de pensamiento tal,
que los que se atreverían a objetar algo quedan inmediatamente sometidos a la interpretación totalitaria:
sus argumentos, no son argumentos, sino solamente síntomas de una naturaleza dañada o bien máscaras
de malignos propósitos.
En lugar de discutir un razonamiento se le reduce a un juicio de pertenencia al otro –y el otro es, en este
sistema, sinónimo de enemigo–, o se procede a un juicio de intenciones. Y este sistema se desarrolla
peligrosamente hasta el punto en que ya no solamente rechaza toda oposición, sino también toda
diferencia: el que no está conmigo, está contra mí, y el que no está completamente conmigo, no está
conmigo. Así como hay, según Kant, un verdadero abismo de la acción, que consiste en la exigencia de una
entrega total a la “causa” absoluta y concibe toda duda y toda crítica como traición o como agresión.
Ahora sabemos, por una amarga experiencia, que este abismo de la acción, con sus guerras santas y sus
orgías de fraternidad no es una característica exclusiva de ciertas épocas del pasado o de civilizaciones

13
atrasadas en el desarrollo científico y técnico; que puede funcionar muy bien y desplegar todos sus efectos
sin abolir una gran capacidad de inventiva y una eficacia macabra. Sabemos que ningún origen
filosóficamente elevado o supuestamente divino, inmuniza a una doctrina contra el riesgo de caer en la
interpretación propia de la lógica paranoide que afirma un discurso particular –todos lo son– como la
designación misma de la realidad y los otros como ceguera o mentira.
El atractivo terrible que poseen las formaciones colectivas que se embriagan con la promesa de una
comunidad humana no problemática, basada en una palabra infalible, consiste en que suprimen la
indecisión y la duda, la necesidad de pensar por sí mismo, otorgan a sus miembros una identidad exaltada
por la participación, separan un interior bueno –el grupo– y un exterior amenazador. Así como se ahorra sin
duda la angustia, se distribuye mágicamente la ambivalencia en un amor por lo propio y un odio por lo
extraño y se produce la más grande simplificación de la vida, la más espantosa facilidad. Y cuando digo aquí
facilidad, no ignoro ni olvido que precisamente este tipo de formaciones colectivas, se caracterizan por una
inaudita capacidad de entrega y sacrificios; que sus miembros aceptan y desean el heroísmo, cuando no
aspiran a la palma del martirio. Facilidad, sin embargo, porque lo que el hombre teme por encima de todo
no es la muerte y el sufrimiento, en los que tantas veces se refugia, sino la angustia que genera la necesidad
de ponerse en cuestión, de combinar el entusiasmo y la crítica, el amor y el respeto.
Un síntoma inequívoco de la dominación de las ideologías proféticas y de los grupos que las generan o que
someten a su lógica doctrinas que les fueron extrañas en su origen, es el descrédito en que cae el concepto
de respeto.
No se quiere saber nada del respeto, ni de la reciprocidad, ni de la vigencia de normas universales. Estos
valores aparecen más bien como males menores propios de un resignado escepticismo, como signos de que
se ha abdicado a las más caras esperanzas. Porque el respeto y las normas sólo adquieren vigencia allí
donde el amor, el entusiasmo, la entrega total a la gran misión, ya no pueden aspirar a determinar las
relaciones humanas. Y como el respeto es siempre el respeto a la diferencia, sólo puede afirmarse allí donde
ya no se cree que la diferencia pueda disolverse en una comunidad exaltada, transparente y espontánea, o
en una fusión amorosa. No se puede respetar el pensamiento del otro, tomarlo seriamente en
consideración, someterlo a sus consecuencias, ejercer sobre él una critica, válida también en principio para
el pensamiento propio, cuando se habla desde la verdad misma, cuando creemos que la verdad habla por
nuestra boca; porque entonces el pensamiento del otro sólo puede ser error o mala fe; y el hecho mismo de
su diferencia con nuestra verdad es prueba contundente de su falsedad, sin que se requiera ninguna otra.
Nuestro saber es el mapa de la realidad y toda línea que se separe de él sólo puede ser imaginaria o algo
peor: voluntariamente torcida por inconfesables intereses. Desde la concepción apocalíptica de la historia
las normas y las leyes de cualquier tipo, son vistas como algo demasiado abstracto y mezquino frente a la
gran tarea de realizar el ideal y de encarnar la promesa; y por lo tanto sólo se reclaman y se valoran cuando
ya no se cree en la misión incondicionada.
Pero lo que ocurre cuando sobreviene la gran desidealización no es generalmente que se aprenda a valorar
positivamente lo que tan alegremente se había desechado, estimado sólo negativamente; lo que se produce
entonces, casi siempre, es una verdadera ola de pesimismo, escepticismo y realismo cínico. Se olvida
entonces que la crítica a una sociedad injusta, basada en la explotación y en la dominación de clase, era
fundamentalmente correcta y que el combate por una organización social racional e igualitaria sigue siendo
necesario y urgente. A la desidealización sucede el arribismo individualista que además piensa que ha
superado toda moral por el sólo hecho de que ha abandonado toda esperanza de una vida cualitativamente
superior.
Lo más difícil, lo más importante. Lo más necesario, lo que a todos modos hay que intentar, es conservar la
voluntad de luchar por una sociedad diferente sin caer en la interpretación paranoide de la lucha. Lo difícil,
pero también lo esencial es valorar positivamente el respeto y la diferencia, no como un mal menor y un

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hecho inevitable, sino como lo que enriquece la vida e impulsa la creación y el pensamiento, como aquello
sin lo cual una imaginaria comunidad de los justos cantaría el eterno hosanna del aburrimiento satisfecho.
Hay que poner un gran signo de interrogación sobre el valor de lo fácil; no solamente sobre sus
consecuencias, sino sobre la cosa misma, sobre la predilección por todo aquello que no exige de nosotros
ninguna superación, ni nos pone en cuestión, ni nos obliga a desplegar nuestras posibilidades.
Hay que observar con cuánta desgraciada frecuencia nos otorgamos a nosotros mismos, en la vida personal
y colectiva, la triste facilidad de ejercer lo que llamaré una no reciprocidad lógica: Es decir, el empleo de un
método explicativo completamente diferente cuando se trata de dar cuenta de los problemas, los fracasaos
y los errores propios y los del otro cuando es adversario o cuando disputamos con él. En el caso del otro
aplicamos el esencialismo: lo que ha hecho, lo que le ha pasado es una manifestación de su ser más
profundo; en nuestro caso aplicamos el circunstancialismo, de manera que aún los mismos fenómenos se
explican por las circunstancias adversas, por alguna desgraciada coyuntura. Él es así; yo me vi obligado. Él
cosechó lo que había sembrado; yo no pude evitar este resultado. El discurso del otro no es más que de su
neurosis, de sus intereses egoístas; el mío es una simple constatación de los hechos y una deducción lógica
de sus consecuencias. Preferiríamos que nuestra causa se juzgue por los propósitos y la adversaria por los
resultados.
Y cuando de este modo nos empeñamos en ejercer esa no reciprocidad lógica que es siempre una doble
falsificación, no sólo irrespetamos al otro, sino también a nosotros mismos, puesto que nos negamos a
pensar efectivamente el proceso que estamos viviendo.
La difícil tarea de aplicar un mismo método explicativo y crítico a nuestra posición y a la opuesta no significa
desde luego que consideremos equivalentes las doctrinas, las metas y los intereses de las personas, los
partidos, las clases y las naciones en conflicto. Significa por el contrario que tenemos suficiente confianza en
la superioridad de la causa que defendemos, como para estar seguros de que no necesita, ni le conviene esa
doble falsificación con la cual, en verdad, podría defenderse cualquier cosa.
En el carnaval de miseria y derroche propios del capitalismo tardío se oye a la vez lejana y urgente la voz de
Goethe y Marx que nos convocaron a un trabajo creador, difícil, capaz de situar al individuo concreto a la
altura de las conquistas de la humanidad.
Dostoievski nos enseño a mirar hasta donde van las tentaciones de tener una fácil relación interhumana:
van sólo en el sentido de buscar el poder, ya que si no se puede lograr una amistad respetuosa en una
empresa común se produce lo que Bahro llama intereses compensatorios: la búsqueda de amos, el deseo de
ser vasallos, el anhelo de encontrar a alguien que nos libere de una vez por todas del cuidado de que
nuestra vida tenga un sentido. Dostoievski entendió, hace más de un siglo, que la dificultad de nuestra
liberación procede de nuestro amor a las cadenas. Amamos las cadenas, los amos, las seguridades porque
nos evitan la angustia de la razón.
Pero en medio del pesimismo de nuestra época se sigue desarrollando el pensamiento histórico, el
psicoanálisis, la antropología, el marxismo, el arte y la literatura. En medio del pesimismo de nuestra época
surge la lucha de los proletarios que ya saben que un trabajo insensato no se paga con nada, ni con
automóviles ni con televisores; surge la rebelión magnífica de las mujeres que no aceptan una situación de
inferioridad a cambio de halagos y protecciones; surge la insurrección desesperada de los jóvenes que no
pueden aceptar el destino que se les ha fabricado.
Este enfoque nuevo nos permite decir como Fausto:
"También esta noche, tierra, permaneciste firme.
Y ahora renaces de nuevo a mi alrededor.
Y alientas otra vez en mi la aspiración de luchar sin descanso por una altísima existencia".

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Como lo porvenir nos preocupa más que lo presente, Michel de Montaigne

Capítulo III
Los que acusan a los hombres de marchar constantemente con la boca abierta en pos de las cosas
venideras, y nos enseñan a circunscribirnos a los bienes presentes y a contentarnos con ellos, como si
nuestro influjo sobre lo porvenir fuera menor que el que pudiéramos tener sobre lo pasado, tocan el más
común de los humanos errores, si puede llamarse error aquello a que la naturaleza nos encamina para la
realización de su obra, imprimiéndonos como a tantos otros, la falsa imaginación, más celosa de nuestra
acción que de nuestra ciencia.
No estamos nunca concentrados en nosotros mismos, siempre permanecemos más allá: el temor, el deseo,
la esperanza nos empujan hacia lo venidero y nos alejan de la consideración de los hechos actuales, para
llevarnos a reflexionar sobre lo que acontecerá, a veces hasta después de nuestra vida.
Calamitosus est animus futuri anxius
(El espíritu a quien lo porvenir preocupa es siempre desdichado. SÉNECA, Epíst. 98)
El siguiente precepto es muy citado por Platón: «Cumple con tu deber y conócete.»
Cada uno de los dos miembros de esta máxima envuelve en general todo nuestro deber, y el uno equivale al
otro. El que hubiera de realizar su deber, vería que su primer cuidado es conocer lo que realmente se es y lo
que mejor se acomoda a cada uno; él que se conoce no se interesa por aquello en que nada le va ni le viene;
profesa la estimación de si mismo antes que la de ninguna otra cosa, y rechaza los quehaceres superfluos y
los pensamientos y propósitos baldíos. Así como la locura con nada se satisface, así el hombre prudente se
acomoda a lo actual y nunca se disgusta consigo mismo. Epicuro dispensa a sus discípulos de la previsión y
preocupación del porvenir.
Entre las leyes que se refieren a las defunciones, la que juzgo más fundamentada es aquella por virtud de la
cual se examinan las acciones de los príncipes y soberanos después de su muerte. Ellos son los compañeros,
si no los dueños de las leyes: lo que la justicia no ha podido vencer en su vida, justo es que lo pueda sobre
su reputación y los bienes de sus sucesores, cosas que a veces ponemos por cima de la propia existencia. Es
una costumbre que lleva consigo ventajas singulares para las naciones en que se observa y digna de ser
deseada por todos los buenos príncipes que tienen motivos de queja de que su memoria se trate como la de
los malos. Debemos sumisión y obediencia igualmente a todos los reyes, pero tanto la estima como la
afección la debemos únicamente a su virtud. Concedamos al orden político el sufrirlos pacientemente,
aunque sean indignos; ayudemos con nuestra recomendación sus acciones indiferentes, mientras que su
autoridad ha menester de nuestro apoyo; pero una vez acabadas nuestras relaciones, no es razón el negar a
la justicia y a nuestra libertad la expresión de nuestros verdaderos sentimientos, y principalmente el
rechazar a los buenos súbditos la gloria de haber fiel y reverentemente servido a un dueño cuyas
imperfecciones le eran bien conocidas, quitando a la posteridad tan conveniente recurso. Aquellos que por
respeto de algún beneficio recibido elogian cínicamente la memoria de un príncipe indigno de tal honor,
hacen justicia particular a expensas de la justicia pública. Tito Livio dice verdad cuando escribe «que el
lenguaje de los que viven a expensas de los monarcas está siempre lleno de ostentaciones vanas y
testimonios falsos»; cada cual ensalza a su rey a la primera línea del valer y a la grandeza soberanos. Puede
reprobarse la magnanimidad de aquellos dos soldados que interrogados por Nerón, el uno por qué no le
quería bien: «Te quería, le contestó, cuando eras bueno; pero desde que te has convertido en parricida,
incendiario y charlatán, te odio como mereces.» Preguntado el otro por qué pretendía darle muerte,
respondió: «Porque no veo otro medio de evitar tus continuas malas acciones.» Pero los universales y

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públicos testimonios que después de su muerte se dieron y se darán siempre que se trate de príncipes
perversos como él y demás reyes tiránicos, ¿qué sano espíritu puede reprobarlos?
Me contraría que en pueblo tan bien gobernado como el de los lacedemonios, hubiera una costumbre tan
poco sincera como la de que voy a hablar. Cuando morían sus reyes, todos los confederados y vecinos, así
como los ilotas, hombres y mujeres indistintamente, se hacían cortaduras en la frente en señal de duelo, y
proclamaban con gritos y lamentos que el monarca cuya muerte lloraban, cualquiera que su índole hubiera
sido, era el mejor soberano que habían tenido; así atribuían al rango la alabanza que sólo al mérito
pertenece, y sólo al de la categoría más depurada. Aristóteles, que en sus escritos todo lo abarca y
comprende, habla de la frase de Solón que dice: «Nadie antes de morir puede considerarse dichoso»; sin
embargo, hasta el mismo que ha vivido y muerto a medida de sus deseos, tampoco puede considerarse
como feliz si su ama se desprestigia y si su descendencia es miserable. Mientras nos agitamos sobre la
tierra, por espíritu de preocupación nos trasladamos donde nos place más cuando la vida nos escapa no
tenemos ninguna comunicación con las cosas de por aca; así que podemos reponer al dicho de Solón que
jamás hombre alguno es feliz puesto que no alcanza tal dicha sino que cuando ya no existe:
Quisquam
vix radicitus e vita se tollit, et jecit:
sed facit esse sui quiddam super inscius ipse...
Nec removet satis a projecto corpore sese, et
vindicat.
Apenas si se ve un hombre cuerdo que se sustraiga totalmente a la
existencia. Inseguros del porvenir, los humanos imaginan que una parte
de su ser les sobrevive y no pueden libertarse de este cuerpo que perece
y cae. LUCRECIO. III, 890 y 895

Beltrán Duguesclin murió en el cerco del castillo de Randón, cerca de Puy, en Auvernia; habiendo sido
vencidos los sitiados se vieron obligados a dejar las llaves de la fortaleza junto al cadáver. Bartolomé de
Alviani, general del ejército veneciano, habiendo muerto en las guerras que estos sostuvieron en el
Bresciano y su cadáver trasladado a Venecia, al través de Verona, ciudad enemiga, la mayor parte de sus
tropas fue de parecer que se pidiera un salvoconducto a los veroneses; pero Teodoro Trivulcio se negó a
ello, y antes profirió pasarlo a viva fuerza exponiéndose a los azares del combate, «no siendo propio, decía,
que quien en vida jamás había tenido miedo a sus enemigos, una vez muerto les mostrase algún temor». En
efecto, en caso análogo y por virtud de las leyes griegas, el que pedía al enemigo un cadáver para darle
sepultura renunciaba por este hecho a la victoria, y no lo era ya posible dejar bien puesto el pabellón. Así
perdió Nicias la que ganara en buena lid sobre los corintios; y por el contrario, Agesilao aseguró el triunfo
que estuvo a punto de perder sobre los beocios.
Rasgos semejantes podrían parecer extraños, si no fuera costumbre de todos los tiempos, no solamente
llevar el cuidado de nuestras vidas más allá de este mundo, sino también creer que con frecuencia los
favores celestiales nos acompañan al sepulcro y siguen a nuestros restos. De lo cual hay tantos ejemplos
antiguos, dejando a un lado los nuestros, que no hay para qué insistir. Eduardo I, rey de Inglaterra, habiendo
observado en las dilatadas guerras que sostuvo con Roberto, rey de Escocia, cuanto su presencia hacía
ganar a sus empresas, dándole siempre la victoria en las expediciones que dirigía, hallándose moribundo
obligó a su hijo, por juramento solemne, que cuando dejara de existir hiciera cocer su cuerpo para separar
así la carne de los huesos y que enterrase aquélla; y cuanto a los huesos, que los reservase para llevarlos
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consigo en las batallas siempre que hubiera de sostener guerra contra los escoceses, como si el destino
hubiera fatalmente unido la victoria a sus despojos. Juan Ziska, que trastornó la Bohemia defendiendo los
errores de Wiclef, quiso que le arrancaran la piel después de muerto y que con ella hicieran un tambor para
tocarlo en las guerras que en adelante se sostuvieran contra sus enemigos, estimando que esto ayudaría a
continuar las glorias que él había alcanzado en las lides contra aquellos. Algunos indios de América entraban
en combate contra los españoles llevando el esqueleto de uno de sus jefes, en consideración de la buena
estrella que en vida había tenido; otros pueblos americanos llevaban a la guerra los cadáveres de los más
bravos que habían perecido en las batallas para que la fortuna les fuera favorable y les sirviesen de
estímulo. Los primeros ejemplos no atribuyen a los muertos virtud más que por reputación alcanzada, a
causa de sus acciones, mas los segundos suponen la idea de la acción.
Quizás más digna de señalarse sea la acción del capitán Bayardo, quien sintiéndose herido de muerte por un
arcabuzazo, y aconsejándole que se retirase del combate, respondió que no le parecía, que no estaba por
empezar a volver la espalda al enemigo en los últimos momentos de su vida; habiendo combatido mientras
para ello le quedaron fuerzas, cuando ya se sintió sin aliento, y próximo a caer del caballo, mandó a su
maestresala que le tendiera al pie de un árbol de modo que pudiese morir con el rostro frente al enemigo,
como lo hizo.
Me es necesario consignar este otro ejemplo, tan digno de memoria como los precedentes. El emperador
Maximiliano, bisabuelo del rey Felipe actualmente en vida, era un príncipe a quien adornaban muy
brillantes dotes y entre otras una belleza física singular; pero entre sus caprichos tenía el siguiente, bien
contrario al de los príncipes que, para el despacho de sus más urgentes negocios, convierten en trono la silla
de servicio; jamás tuvo criado de tanta confianza que le permitiera verle cuando hacía menesteres;
ocultábase para orinar tan cuidadosamente como una doncella, y ni ante su propio médico, ni ante ninguna
otra persona, cualesquiera que ésta fuese, mostraba sus desnudeces. Yo, que soy libre de palabra,
propendo sin embargo por temperamento al pudor; si una gran necesidad no me obliga a ello, no muestro a
los ojos de nadie las partes del cuerpo que el decoro obliga a tener guardadas. A tan supersticioso extremo
llevó su hábito el príncipe de que hablo, que dispuso expresamente en su testamento que le atasen bien los
calzoncillos cuando muriese, que la persona que se los sujetase tuviera los ojos vendados. El mandato que
Ciro hizo a sus hijos de que ni éstos ni nadie viese ni tocase su cuerpo luego que el alma se desprendiera de
la materia, atribúyelo a costumbre piadosa, pues así su historiador como aquel monarca, entre otros de sus
relevantes méritos, mantuvieron durante todo el transcurso de su vida un especial cuidado de reverencia a
las religiosas.
Disgustome la relación que un noble me hizo de un pariente mío, distinguido así en la paz como en la guerra
acabando sus días, ya largos, en su casa señorial, atormentado por fuertes dolores de piedra, ocupó sus
últimas horas con un cuidado intenso en disponer la ceremonia de su entierro, e hizo que, todos los nobles
que le visitaron le dieran palabra de asistir a la ceremonia; y a su mismo soberano, que le había oído
disponer semejantes preparativos, suplicole que los de su casa fueran también de la comitiva, empleando
muchos ejemplos y razones para demostrar que tal honor pertenecía legítimamente a un hombre de su
rango. Obtenida que fue la promesa, pareció expirar contento luego que hubo ordenado a su gusto el
acompañamiento del cortejo fúnebre. Apenas he visto otro caso de vanidad tan perseverante.
Otra preocupación opuesta, de que también podría encontrar algún ejemplo en algunas familias, me parece
hermanarse con la anterior, y consiste en cuidarse de un modo meticuloso, en los últimos instantes, en
ordenar el entierro conforme a la más feroz economía, y en reducir todo el séquito a un criado con una
farola. Tal fue el proceder de Marco Emilio Lépido, a quien se alaba por ello, el cual escribió a sus herederos
que para él se llevaran a cabo las ceremonias acostumbradas en tales casos.
¿Testimonia frugalidad y templanza el evitar los gastos y beneficios de cuyo disfrute y conocimiento no
podemos ya darnos cuenta? Es cuando más una privación sencilla y de poco coste. Si hubiera necesidad de

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ordenar tales aprestos, sería mi parecer que en esta como en todas las demás cosas de la vida, cada cual los
dispusiera con arreglo a su estado de fortuna. El filósofo Lycón ordena cuerdamente a sus amigos que
depositen su cuerpo donde mejor les parezca; y en cuanto a los funerales, les dice que no sean ni
demasiado mezquinos ni suntuosos con exceso. En punto a entierro, me acomodaré la costumbre general, y
me encomendaré a la voluntad de -12- aquellos que a la hora de mi muerte me rodeen. Totus me locus est
contemnendus in nobis, non negligendus in nostris (Es un cuidado que debemos desechar para nuestras
personas, mas no para nuestros deudos. CICERÓN, Tuscul. Quaest) Y muy santamente escribe un padre de la
Iglesia: Curatio funeris, conditio sepulturae, pompa exsequíarum, magis sunt vivorum solalia, quam, subsidia
mortuorum (El orden de los funerales, la elección de sepultura y la solemnidad de las honras fúnebres son
menos necesarios para la tranquilidad de los muertos que para el consuelo de los vivos. SAN AGUSTÍN, De
Civit Dei, I, 12.). Por eso Sócrates responde a Critón, que le pregunta en el momento de su muerte cómo
quiere ser enterrado: «Como mejor te cuadre.» Si el temple de mi alma alcanzara a tanto, mejor preferiría
imitar a los que vivos y rozagantes arreglan y hasta disfrutan del orden y disposición de su sepulcro, y se
complacen viendo su marmórea representación funeraria. ¡Dichosos los que saben hacer que sus sentidos
gocen en presencia de la insensibilidad y vivir de su muerte!
Cuando viene a mi memoria la inhumana injusticia del pueblo ateniense, que hizo morir sin remisión, sin
querer siquiera oír sus defensas, a los valientes capitanes que acababan, de ganar contra los lacedemonios
en combate naval que se libró cerca de las islas Arginensas, poco me falta para detestar con irreconciliable
odio toda dominación popular, aunque en el fondo me parezca la más justa y natural. Aquel combate fue el
más reñido, el más encarnizado que los griegos libraran por mar con sus escuadras, y se sacrificó a sus
caudillos porque después de la victoria siguieron la conducta que la ley de la guerra les brindara, mejor que
detenerse a recoger y dar sepultura a sus muertos.
Hace más odiosa todavía esta ejecución la varonil y generosa conducta de Diomedón, uno de los
condenados, hombre dotado de grandes virtudes militares y políticas, el cual, adelantándose para hablar a
sus jueces, luego de haber oído el decreto que le condenaba, que era la ocasión única en que lo era lícito
hablar, en lugar de emplear sus palabras en defensa de su causa y de hacer flagrante la evidente injusticia
de un decreto tan cruel, ninguna palabra dura tuvo para los que le juzgaban; rogó sólo a los dioses que
convirtieran la sentencia en beneficio de los que la dictaron. Y con el fin de que por dejar sin cumplimiento
las promesas que él y sus compañeros habían hecho a las divinidades por haberles otorgado un tan
señalado triunfo, la ira celeste no descargara sobre los condenadores, Diamón explicó en qué consistían
aquéllas. Al punto, sin proferir una palabra más, sin titubear, encaminose al suplicio con heroico continente.
Años después la fortuna les infringió el mismo castigo: Cabrías, general de las fuerzas marítimas, habiendo
tenido la mejor parte en el combate contra Pollis, almirante de Esparta en la isla de Naxos, perdió todos los
beneficios de una victoria decisiva por no incurrir en igual desgracia que los anteriores; queriendo recoger
algunos cadáveres que flotaban en el mar dejó salvarse un número importante de enemigos que les
hicieron pagar bien cara su importuna superstición:
Quaeris, quo jaceas, post obitum, loco?
Quo non nata jacent.
¿Quieres saber dónde irás cuando mueras? Donde están las cosas por
nacer. SÉNECA, Troad., Cor. act. II, v. 30
Ennio concede el sentimiento del reposo a un cuerpo sin alma:
Neque sepulcrum quo recipiatur, habeat portum corporis
ubi remissa humana vita, corpus requiescat a malis?

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Lejos de ti para siempre la paz de los sepulcros donde el cansado
cuerpo halla por fin el descanso. ENNIO, apud Cic., Tuscul
Igualmente la naturaleza nos muestra que algunas cosas muertas guardan todavía relaciones ocultas con la
vida: el vino se altera en las bodegas al tenor de los cambios que las estaciones producen las vides, y la
carne montesina cambia de naturaleza y sabor en los saladeros, del propio modo que la de los animales
vivos, al decir de algunos.

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Una modesta proposición: Para prevenir que los niños de los pobres de Irlanda
sean una carga para sus padres o el país, y para hacerlos útiles al público,
Jonathan Swift (1729)

Es un asunto melancólico para quienes pasean por esta gran ciudad o viajan por el campo, ver las calles, los
caminos y las puertas de las cabañas atestados de mendigos del sexo femenino, seguidos de tres, cuatro o
seis niños, todos en harapos e importunando a cada viajero por una limosna. Esas madres, en vez de
hallarse en condiciones de trabajar para ganarse la vida honestamente, se ven obligadas a perder su tiempo
en la vagancia, mendigando el sustento de sus desvalidos infantes: quienes, apenas crecen, se hacen
ladrones por falta de trabajo, o abandonan su querido país natal para luchar por el Pretendiente en España,
o se venden a sí mismos en las Barbados.
Creo que todos los partidos están de acuerdo en que este número prodigioso de niños en los brazos, sobre
las espaldas o a los talones de sus madres, y frecuentemente de sus padres, resulta en el deplorable estado
actual del Reino un perjuicio adicional muy grande; y por lo tanto, quienquiera que encontrase un método
razonable, económico y fácil para hacer de ellos miembros cabales y útiles del estado, merecería tanto
agradecimiento del público como para tener instalada su estatua como protector de la Nación.
Pero mi intención está muy lejos de limitarse a proveer solamente por los niños de los mendigos declarados:
es de alcance mucho mayor y tendrá en cuenta el número total de infantes de cierta edad nacidos de
padres que de hecho son tan poco capaces de mantenerlos como los que solicitan nuestra caridad en las
calles.
Por mi parte, habiendo volcado mis pensamientos durante muchos años sobre este importante asunto, y
sopesado maduradamente los diversos planes de otros proyectistas, siempre los he encontrado
groseramente equivocados en su cálculo. Es cierto que un niño recién nacido puede ser mantenido durante
un año solar por la leche materna y poco alimento más; a lo sumo por un valor no mayor de dos chelines o
su equivalente en mendrugos, que la madre puede conseguir ciertamente mediante su legítima ocupación
de mendigar. Y es exactamente al año de edad que yo propongo que nos ocupemos de ellos de manera tal
que en lugar de constituir una carga para sus padres o la parroquia, o de carecer de comida y vestido por el
resto de sus vidas, contribuirán por el contrario a la alimentación, y en parte a la vestimenta, de muchos
miles.
Hay además otra gran ventaja en mi plan, que evitará esos abortos voluntarios y esa práctica horrenda,
¡cielos!, ¡demasiado frecuente entre nosotros!, de mujeres que asesinan a sus hijos bastardos, sacrificando
a los pobres bebés inocentes, no sé si más por evitar los gastos que la vergüenza, lo cual arrancaría las
lágrimas y la piedad del pecho más salvaje e inhumano.
El número de almas en este reino se estima usualmente en un millón y medio, de éstas calculo que puede
haber aproximadamente doscientas mil parejas cuyas mujeres son fecundas; de ese número resto treinta
mil parejas capaces de mantener a sus hijos, aunque entiendo que puede no haber tantas bajo las actuales
angustias del reino; pero suponiéndolo así, quedarán ciento setenta mil parideras. Resto nuevamente
cincuenta mil por las mujeres que abortan, o cuyos hijos mueren por accidente o enfermedad antes de
cumplir el año. Quedan sólo ciento veinte mil hijos de padres pobres nacidos anualmente: la cuestión es
entonces, cómo se educará y sostendrá a esta cantidad, lo cual, como ya he dicho, es completamente
imposible, en el actual estado de cosas, mediante los métodos hasta ahora propuestos. Porque no podemos
emplearlos ni en la artesanía ni en la agricultura; ni construimos casas (quiero decir en el campo) ni
cultivamos la tierra: raramente pueden ganarse la vida mediante el robo antes de los seis años, excepto
cuando están precozmente dotados, aunque confieso que aprenden los rudimentos mucho antes, época

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durante la cual sólo pueden considerarse aficionados, según me ha informado un caballero del condado de
Cavan, quien me aseguró que nunca supo de más de uno o dos casos bajo la edad de seis, ni siquiera en una
parte del reino tan renombrada por la más pronta competencia en ese arte.
Me aseguran nuestros comerciantes que un muchacho o muchacha no es mercancía vendible antes de los
doce años; e incluso cuando llegan a esta edad no producirán más de tres libras o tres libras y media corona
como máximo en la transacción; lo que ni siquiera puede compensar a los padres o al reino el gasto en
nutrición y harapos, que habrá sido al menos de cuatro veces ese valor.
Propondré ahora por lo tanto humildemente mis propias reflexiones, que espero no se prestarán a la menor
objeción.
Me ha asegurado un americano muy entendido que conozco en Londres, que un tierno niño sano y bien
criado constituye al año de edad el alimento más delicioso, nutritivo y saludable, ya sea estofado, asado, al
horno o hervido; y no dudo que servirá igualmente en un fricasé o un ragout.
Ofrezco por lo tanto humildemente a la consideración del público que de los ciento veinte mil niños ya
calculados, veinte mil se reserven para la reproducción, de los cuales sólo una cuarta parte serán machos; lo
que es más de lo que permitimos a las ovejas, las vacas y los puercos; y mi razón es que esos niños
raramente son frutos del matrimonio, una circunstancia no muy estimada por nuestros salvajes, en
consecuencia un macho será suficiente para servir a cuatro hembras. De manera que los cien mil restantes
pueden, al año de edad, ser ofrecidos en venta a las personas de calidad y fortuna del reino; aconsejando
siempre a las madres que los amamanten copiosamente durante el último mes, a fin de ponerlos regordetes
y mantecosos para una buena mesa. Un niño llenará dos fuentes en una comida para los amigos; y cuando
la familia cene sola, el cuarto delantero o trasero constituirá un plato razonable, y sazonado con un poco de
pimienta o de sal después de hervirlo resultará muy bueno hasta el cuarto día, especialmente en invierno.
He calculado que como término medio un niño recién nacido pesará doce libras, y en un año solar, si es
tolerablemente criado, alcanzará las veintiocho.
Concedo que este manjar resultará algo costoso, y será por lo tanto muy apropiado para terratenientes,
quienes, como ya han devorado a la mayoría de los padres, parecen acreditar los mejores derechos sobre
los hijos.
Todo el año habrá carne de infante, pero más abundantemente en marzo, y un poco antes o después: pues
nos informa un grave autor, eminente médico francés, que siendo el pescado una dieta prolífica, en los
países católicos romanos nacen muchos mas niños aproximadamente nueve meses después de Cuaresma
que en cualquier otra estación; en consecuencia, contando un año después de Cuaresma, los mercados
estarán más abarrotados que de costumbre, porque el número de niños papistas es por lo menos de tres a
uno en este reino: y entonces esto traerá otra ventaja colateral, al disminuir el número de papistas entre
nosotros.
Ya he calculado el costo de crianza de un hijo de mendigo (entre los que incluyo a todos los cabañeros, a los
jornaleros y a cuatro quintos de los campesinos) en unos dos chelines por año, harapos incluidos; y creo que
ningún caballero se quejaría de pagar diez chelines por el cuerpo de un buen niño gordo, del cual, como he
dicho, sacará cuatro fuentes de excelente carne nutritiva cuando sólo tenga a algún amigo o a su propia
familia a comer con él. De este modo, el hacendado aprenderá a ser un buen terrateniente y se hará
popular entre los arrendatarios; y la madre tendrá ocho chelines de ganancia limpia y quedará en
condiciones de trabajar hasta que produzca otro niño.
Quienes sean más ahorrativos (como debo confesar que requieren los tiempos) pueden desollar el cuerpo;
con la piel, artificiosamente preparada, se podrán hacer admirables guantes para damas y botas de verano
para caballeros elegantes.

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En nuestra ciudad de Dublín, los mataderos para este propósito pueden establecerse en sus zonas más
convenientes, y podemos estar seguros de que carniceros no faltarán; aunque más bien recomiendo
comprar los niños vivos y adobarlos mientras aún están tibios del cuchillo, como hacemos para asar los
cerdos.
Una persona muy respetable, verdadera amante de su patria, cuyas virtudes estimo muchísimo, se
entretuvo últimamente en discurrir sobre este asunto con el fin de ofrecer un refinamiento de mi plan. Se le
ocurrió que, puesto que muchos caballeros de este reino han terminado por exterminar sus ciervos, la
demanda de carne de venado podría ser bien satisfecha por los cuerpos de jóvenes mozos y doncellas, no
mayores de catorce años ni menores de doce; ya que son tantos los que están a punto de morir de hambre
en todo el país, por falta de trabajo y de ayuda; de éstos dispondrían sus padres, si estuvieran vivos, o de lo
contrario, sus parientes más cercanos. Pero con la debida consideración a tan excelente amigo y meritorio
patriota, no puedo mostrarme de acuerdo con sus sentimientos; porque en lo que concierne a los machos,
mi conocido americano me aseguró, en base a su frecuente experiencia, que la carne era generalmente
correosa y magra, como la de nuestros escolares por el continuo ejercicio, y su sabor desagradable; y
cebarlos no justificaría el gasto. En cuanto a la mujeres, creo humildemente que constituiría una pérdida
para el público, porque muy pronto serían fecundas; y además, no es improbable que alguna gente
escrupulosa fuera capaz de censurar semejante práctica (aunque por cierto muy injustamente) como un
poco lindante con la crueldad; lo cual, confieso, ha sido siempre para mí la objeción más firme contra
cualquier proyecto, por bien intencionado que estuviera.
Pero a fin de justificar a mi amigo, él confesó que este expediente se lo metió en la cabeza el famoso
Psalmanazar, un nativo de la isla de Formosa que llegó de allí a Londres hace más de veinte años, y que
conversando con él le contó que en su país, cuando una persona joven era condenada a muerte, el verdugo
vendía el cadáver a personas de calidad como un bocado de los mejores, y que en su época el cuerpo de una
rolliza muchacha de quince años, que fue crucificada por un intento de envenenar al emperador, fue
vendido al Primer Ministro del Estado de Su Majestad Imperial y a otros grandes mandarines de la corte,
junto al patíbulo, por cuatrocientas coronas. Ni en efecto puedo negar que si el mismo uso se hiciera de
varias jóvenes rollizas de esta ciudad, que sin tener cuatro peniques de fortuna no pueden andar si no es en
coche, y aparecen en el teatro y las reuniones con exóticos atavíos que nunca pagarán, el reino no estaría
peor.
Algunas personas de espíritu agorero están muy preocupadas por la gran cantidad de pobres que están
viejos, enfermos o inválidos, y me han pedido que dedique mi talento a encontrar el medio de
desembarazar a la nación de un estorbo tan gravoso. Pero este asunto no me aflige en absoluto, porque es
muy sabido que esa gente se está muriendo y pudriendo cada día por el frío y el hambre, la inmundicia y los
piojos, tan rápidamente como se puede razonablemente esperar. Y en cuanto a los trabajadores jóvenes,
están en una situación igualmente prometedora; no pueden conseguir trabajo y desfallecen de hambre,
hasta tal punto que si alguna vez son tomados para un trabajo común no tienen fuerza para cumplirlo; y
entonces el país y ellos mismos son felizmente librados de los males futuros.
He divagado excesivamente, de manera que volveré al tema. Me parece que las ventajas de la proposición
que he enunciado son obvias y muchas, así como de la mayor importancia.
En primer lugar, como ya he observado, disminuiría grandemente el número de papistas que nos invaden
anualmente, que son los principales engendradores de la nación y nuestros enemigos más peligrosos; y que
se quedan en el país con el propósito de entregar el reino al Pretendiente, esperando sacar ventaja de la
ausencia de tantos buenos protestantes, quienes han preferido abandonar el país antes que quedarse en él
pagando diezmos contra su conciencia a un cura episcopal.

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Segundo, los más pobres arrendatarios poseerán algo de valor que la ley podrá hacer embargable y que les
ayudará a pagar su renta al terrateniente, habiendo sido confiscados ya su ganado y cereales, y siendo el
dinero algo desconocido para ellos.
Tercero, puesto que la manutención de cien mil niños, de dos años para arriba, no se puede calcular en
menos de diez chelines anuales por cada uno, el tesoro nacional se verá incrementado en cincuenta mil
libras por año, sin contar el provecho del nuevo plato introducido en las mesas de todos los caballeros de
fortuna del reino que tengan algún refinamiento en el gusto. Y el dinero circulará sólo entre nosotros, ya
que los bienes serán enteramente producidos y manufacturados por nosotros.
Cuarto, las reproductoras constantes, además de ganar ocho chelines anuales por la venta de sus niños, se
quitarán de encima la obligación de mantenerlos después del primer año.
Quinto, este manjar atraerá una gran clientela a las tabernas, donde los venteros serán seguramente tan
prudentes como para procurarse las mejores recetas para prepararlo a la perfección, y consecuentemente
ver sus casas frecuentadas por todos los distinguidos caballeros, quienes se precian con justicia de su
conocimiento del buen comer: y un diestro cocinero, que sepa cómo agradar a sus huéspedes, se las
ingeniará para hacerlo tan caro como a ellos les plazca.
Sexto: esto constituirá un gran estímulo para el matrimonio, que todas las naciones sabias han alentado
mediante recompensas o impuesto mediante leyes y penalidades. Aumentaría el cuidado y la ternura de las
madres hacia sus hijos, al estar seguras de que los pobres niños tendrían una colocación de por vida,
provista de algún modo por el público, y que les daría una ganancia anual en vez de gastos. Pronto veríamos
una honesta emulación entre las mujeres casadas para mostrar cuál de ellas lleva al mercado al niño más
gordo. Los hombres atenderían a sus esposas durante el embarazo tanto como atienden ahora a sus yeguas,
sus vacas o sus puercas cuando están por parir; y no las amenazarían con golpearlas o patearlas (práctica
tan frecuente) por temor a un aborto.
Muchas otras ventajas podrían enumerarse. Por ejemplo, la adición de algunos miles de reses a nuestra
exportación de carne en barricas, la difusión de la carne de puerco y el progreso en el arte de hacer buen
tocino, del que tanto carecemos ahora a causa de la gran destrucción de cerdos, demasiado frecuentes en
nuestras mesas; que no pueden compararse en gusto o magnificencia con un niño de un año, gordo y bien
desarrollado, que hará un papel considerable en el banquete de un Alcalde o en cualquier otro convite
público. Pero, siendo adicto a la brevedad, omito esta y muchas otras ventajas.
Suponiendo que mil familias de esta ciudad serían compradoras habituales de carne de niño, además de
otras que la comerían en celebraciones, especialmente casamientos y bautismos: calculo que en Dublín se
colocarían anualmente cerca de veinte mil cuerpos, y en el resto del reino (donde probablemente se
venderán algo más barato) las restantes ochenta mil.
No se me ocurre ningún reparo que pueda oponerse razonablemente contra esta proposición, a menos que
se aduzca que la población del Reino se vería muy disminuida. Esto lo reconozco francamente, y fue de
hecho mi principal motivo para ofrecerla al mundo. Deseo que el lector observe que he calculado mi
remedio para este único y particular Reino de Irlanda, y no para cualquier otro que haya existido, exista o
pueda existir sobre la tierra. Por consiguiente, que ningún hombre me hable de otros expedientes: de crear
impuestos para nuestros desocupados a cinco chelines por libra; de no usar ropas ni mobiliario que no sean
producidos por nosotros; de rechazar completamente los materiales e instrumentos que fomenten el lujo
exótico; de curar el derroche de engreimiento, vanidad, holgazanería y juego en nuestras mujeres; de
introducir una vena de parsimonia, prudencia y templanza; de aprender a amar a nuestro país, en lo cual
nos diferenciamos hasta de los lapones y los habitantes de Tupinambú; de abandonar nuestras
animosidades y facciones, de no actuar más como los judíos, que se mataban entre ellos mientras su ciudad
era tomada; de cuidarnos un poco de no vender nuestro país y nuestra conciencia por nada; de enseñar a
los terratenientes a tener aunque sea un punto de compasión de sus arrendatarios. De imponer, en fin, un
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espíritu de honestidad, industria y cuidado en nuestros comerciantes, quienes, si hoy tomáramos la decisión
de no comprar otras mercancías que las nacionales, inmediatamente se unirían para trampearnos en el
precio, la medida y la calidad, y a quienes por mucho que se insistiera no se les podría arrancar una sola
oferta de comercio honrado.
Por consiguiente, repito, que ningún hombre me hable de esos y parecidos expedientes, hasta que no tenga
por lo menos un atisbo de esperanza de que se hará alguna vez un intento sano y sincero de ponerlos en
práctica. Pero en lo que a mí concierne, habiéndome fatigado durante muchos años ofreciendo ideas vanas,
ociosas y visionarias, y al final completamente sin esperanza de éxito, di afortunadamente con este
proyecto, que por ser totalmente novedoso tiene algo de sólido y real, trae además poco gasto y pocos
problemas, está completamente a nuestro alcance, y no nos pone en peligro de desagradar a Inglaterra.
Porque esta clase de mercancía no soportará la exportación, ya que la carne es de una consistencia
demasiado tierna para admitir una permanencia prolongada en sal, aunque quizá yo podría mencionar un
país que se alegraría de devorar toda nuestra nación aún sin ella.
Después de todo, no me siento tan violentamente ligado a mi propia opinión como para rechazar cualquier
plan propuesto por hombres sabios que fuera hallado igualmente inocente, barato, cómodo y eficaz. Pero
antes de que alguna cosa de ese tipo sea propuesta en contradicción con mi plan, deseo que el autor o los
autores consideren seriamente dos puntos. Primero, tal como están las cosas, cómo se las arreglarán para
encontrar ropas y alimentos para cien mil bocas y espaldas inútiles. Y segundo, ya que hay en este reino
alrededor de un millón de criaturas de forma humana cuyos gastos de subsistencia reunidos las dejaría
debiendo dos millones de libras esterlinas, añadiendo los que son mendigos profesionales al grueso de
campesinos, cabañeros y peones, con sus esposas e hijos, que son mendigos de hecho: yo deseo que esos
políticos que no gusten de mi propuesta y sean tan atrevidos como para intentar una contestación,
pregunten primero a lo padres de esos mortales si hoy no creen que habría sido una gran felicidad para
ellos haber sido vendidos como alimento al año de edad de la manera que yo recomiendo, y de ese modo
haberse evitado un escenario perpetuo de infortunios como el que han atravesado desde entonces por la
opresión de los terratenientes, la imposibilidad de pagar la renta sin dinero, la falta de sustento y de casa y
vestido para protegerse de las inclemencias del tiempo, y la más inevitable expectativa de legar parecidas o
mayores miserias a sus descendientes para siempre.
Declaro, con toda la sinceridad de mi corazón, que no tengo el menor interés personal en esforzarme por
promover esta obra necesaria, y que no me impulsa otro motivo que el bien público de mi patria,
desarrollando nuestro comercio, cuidando de los niños, aliviando al pobre y dando algún placer al rico. No
tengo hijos por los que pueda proponerme obtener un solo penique; el más joven tiene nueve años, y mi
mujer ya no es fecunda.

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El mito de Sísifo, Albert Camus (1942)

Los dioses habían condenado a Sísifo a empujar sin cesar una roca hasta la cima de una montaña, desde
donde la piedra volvería a caer por su propio peso. Habían pensado con algún fundamento que no hay
castigo más terrible que el trabajo inútil y sin esperanza.
Si se ha de creer a Homero, Sísifo era el más sabio y prudente de los mortales. No obstante, según otra
tradición, se inclinaba al oficio de bandido. No veo en ello contradicción. Difieren las opiniones sobre los
motivos que le convirtieron en un trabajador inútil en los infiernos. Se le reprocha, ante todo, alguna
ligereza con los dioses. Reveló sus secretos. Egina, hija de Asopo, fue raptada por Júpiter. Al padre le
asombró esa desaparición y se quejó a Sísifo. Éste, que conocía el rapto, se ofreció a informar sobre él a
Asopo con la condición de que diese agua a la ciudadela de Corinto. Prefirió la bendición del agua a los rayos
celestes.
Por ello le castigaron enviándole al infierno. Homero nos cuenta también que Sísifo había encadenado a la
Muerte. Plutón no pudo soportar el espectáculo de su imperio desierto y silencioso. Envió al dios de la
guerra, quien liberó a la Muerte de manos de su vencedor. Se dice también que Sísifo, cuando estaba a
punto de morir, quiso imprudentemente poner a prueba el amor de su esposa. le ordenó que arrojara su
cuerpo sin sepultura en medio de la plaza pública. Sísifo se encontró en los infiernos y allí irritado por una
obediencia tan contraria al amor humano, obtuvo de Plutón el permiso para volver a la tierra con objeto de
castigar a su esposa. Pero cuando volvió a ver este mundo, a gustar del agua y el sol, de las piedras cálidas y
el mar, ya no quiso volver a la sombra infernal.
Los llamamientos, las iras y las advertencias no sirvieron para nada. Vivió muchos años más ante la curva del
golfo, la mar brillante y las sonrisas de la tierra. Fue necesario un decreto de los dioses. Mercurio bajó a la
tierra a coger al audaz por la fuerza, le apartó de sus goces y le llevó por la fuerza a los infiernos, donde
estaba ya preparada su roca. Se ha comprendido ya que Sísifo es el héroe absurdo. Lo es en tanto por sus
pasiones como por su tormento. Su desprecio de los dioses, su odio a la muerte y su apasionamiento por la
vida le valieron ese suplicio indecible en el que todo el ser dedica a no acabar nada. Es el precio que hay que
pagar por las pasiones de esta tierra. no se nos dice nada sobre Sísifo en los infiernos. los mitos están
hechos para que la imaginación los anime. Con respecto a éste, lo único que se ve es todo el esfuerzo de un
cuerpo tenso para levantar la enorme piedra, hacerla rodar y ayudarla a subir una pendiente cien veces
recorrida; se ve el rostro crispado, la mejilla pegada a la piedra, la ayuda de un hombro que recibe la masa
cubierta de arcilla, de un pie que la calza, la tensión de los brazos, la seguridad enteramente humana de dos
manos llenas de tierra. Al final de ese largo esfuerzo, medido por el espacio sin cielo y el tiempo sin
profundidad, se alcanza la meta. Sísifo ve entonces como la piedra desciende en algunos instantes hacia ese
mundo inferior desde el que habrá de volverla a subir hacia las cimas, y baja de nuevo a la llanura. Sísifo me
interesa durante ese regreso, esa pausa. Un rostro que sufre tan cerca de las piedras es ya él mismo piedra.
Veo a ese hombre volver a bajar con paso lento pero igual hacia el tormento cuyo fin no conocerá. Esta hora
que es como una respiración y que vuelve tan seguramente como su desdicha, es la hora de la conciencia.
En cada uno de los instantes en que abandona las cimas y se hunde poco a poco en las guaridas de los
dioses, es superior a su destino. Es más fuerte que su roca. Si este mito es trágico, lo es porque su
protagonista tiene conciencia.
¿En qué consistiría, en efecto, su castigo si a cada paso le sostuviera la esperanza de conseguir su propósito?
El obrero actual trabaja durante todos los días de su vida en las mismas tareas y ese destino no es menos
absurdo.
Pero no es trágico sino en los raros momentos en se hace consciente. Sísifo, proletario de los dioses,
impotente y rebelde conoce toda la magnitud de su condición miserable: en ella piensa durante su
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descenso. La clarividencia que debía constituir su tormento consuma al mismo tiempo su victoria. No hay
destino que no venza con el desprecio.
Por lo tanto, si el descenso se hace algunos días con dolor, puede hacerse también con alegría. Esta palabra
no está de más. Sigo imaginándome a Sísifo volviendo hacia su roca, y el dolor estaba al comienzo. Cuando
las imágenes de la tierra se aferran demasiado fuertemente al recuerdo, cuando el llamamiento de la dicha
se hace demasiado apremiante, sucede que la tristeza surge en el corazón del hombre: es la victoria de la
roca, la roca misma. La inmensa angustia es demasiado pesada para poderla sobrellevar. Son nuestras
noches de Getsemaní.
Sin embargo, las verdades aplastantes perecen al ser reconocidas. Así, Edipo obedece primeramente al
destino sin saberlo, pero su tragedia comienza en el momento en que sabe. Pero en el mismo instante,
ciego y desesperado, reconoce que el único vínculo que le une al mundo es la mano fresca de una
muchacha. Entonces resuena una frase desesperada: «A pesar de tantas pruebas, mi edad avanzada y la
grandeza de mi alma me hacen juzgar que todo está bien». El Edipo de Sófocles, como el Kirilov de
Dostoievsky, da así la fórmula de la victoria absurda. La sabiduría antigua coincide con el heroismo
moderno. No se descubre lo absurdo sin sentirse tentado a escribir algún manual de la dicha. «¿Cómo? ¿Por
caminos tan estrechos...?». Pero no hay más que un mundo. La dicha y lo absurdo son dos hijos de la misma
tierra. Son inseparables. Sería un error decir que la dicha nace forzosamente del descubrimiento absurdo.
Sucede también que la sensación de lo absurdo nace de la dicha. «Juzgo que todo está bien», dice Edipo, y
esta palabra es sagrada. Resuena en el universo y limitado del hombre. Enseña que todo no es ni ha sido
agotado. Expulsa de este mundo a un dios que había entrado en él con la insatisfacción y afición a los
dolores inútiles. Hace del destino un asunto humano, que debe ser arreglado entre los hombres. Toda la
alegría silenciosa de Sísifo consiste en eso. Su destino le pertenece. Su roca es su cosa. Del mismo modo el
hombre absurdo, cuando contempla su tormento, hace callar a todos los ídolos.
En el universo vuelto de pronto a su silencio se alzan las mil vocecitas maravillosas de la tierra. Lamamientos
inconscientes y secretos, invitaciones de todos los rostros constituyen el reverso necesario y el premio de la
victoria. No hay sol sin sombra y es necesario conocer la noche. El hombre absurdo dice que sí y su esfuerzo
no terminará nunca. Si hay un destino personal, no hay un destino superior, o, por lo menos no hay más que
uno al que juzga fatal y despreciable. Por lo demás, sabe que es dueño de sus días. En ese instante sutil en
que el hombre vuelve sobre su vida, como Sísifo vuelve hacia su roca, en ese ligero giro, contempla esa serie
de actos desvinculados que se convierten en su destino, creado por el, unido bajo la mirada de su memoria
y pronto sellado por su muerte. Así, persuadido del origen enteramente humano de todo lo que es humano,
ciego que desea ver y que sabe que la noche no tiene fin, está siempre en marcha. La roca sigue rodando.
Dejo a Sísifo al pie de la montaña. Se vuelve a encontrar siempre su carga. Pero Sísifo enseña la fidelidad
superior que niega a los dioses y levanta las rocas. Él también juzga que todo está bien. Este universo en
adelante sin amo no le parece estéril ni fútil. Cada uno de los granos de esta piedra, cada trozo mineral de
esta montaña llena de oscuridad forma por sí solo un mundo. El esfuerzo mismo para llegar a las cimas
basta para llenar un corazón de hombre.
Hay que imaginarse a Sísifo dichoso.

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Las venas abiertas de Latinoamérica, Eduardo Galeano

INTRODUCCIÓN: CIENTO VEINTE MILLONES DE NIÑOS EN EL CENTRO DE LA TORMENTA


La división internacional del trabajo consiste en que unos países se especializan en ganar y otros en perder.
Nuestra comarca del mundo, que hoy llamamos América Latina, fue precoz: se especializó en perder desde
los remotos tiempos en que los europeos del Renacimiento se abalanzaron a través del mar y le hundieron
los dientes en la garganta. Pasaron los siglos y América Latina perfeccionó sus funciones. Este ya no es el
reino de las maravillas donde la realidad derrota a la fábula y la imaginación era humillada por los trofeos de
la conquista, los yacimientos de oro y las montañas de plata. Pero la región sigue trabajando de sirvienta.
Continúa existiendo al servicio de las necesidades ajenas, como fuente de reservas del petróleo y el hierro,
el cobre y la carne, las frutas y el café, las materias primas y los alimentos con destino a los países ricos que
ganan consumiéndolos, mucho más de lo que América Latina gana produciéndolos. Son mucho más altos los
impuestos que cobran los compradores que los precios que reciben los vendedores; y al fin y al cabo, como
declaró en julio de 1968 Covey T. Oliver, coordinador de la Alianza para el progreso, “ hablar de precios
justos en la actualidad es un concepto medieval. Estamos en plena época de la libre comercialización...”
Cuanta más libertad se otorga a los negocios, más cárceles se hace necesario construir para quienes
padecen los negocios.
Nuestros sistemas de inquisidores y verdugos no sólo funcionan para el mercado externo dominante;
proporcionan también caudalosos manantiales de ganancias que fluyen de los empréstitos y las inversiones
extranjeras en los mercados internos dominados. “Se ha oído hablar de concesiones hechas por América
latina al capital extranjero, pero no de las concesiones hechas por los Estados Unidos al capital de otros
países ... es que nosotros no damos concesiones”, advertía, allá por 1913, el presidente norteamericano
Woodrow Wilson.
Él estaba seguro: “Un país –decía- es poseído y dominado por el capital que en él se haya invertido”. Y tenía
razón. Por el camino hasta perdimos el derecho de llamarnos americanos, aunque los haitianos y los
cubanos ya habían asomado a la historia, como pueblos nuevos, un siglo antes que los peregrinos del
Mayflower se establecieran en las costas de Plymouth. Ahora América es, para el mundo, nada más que los
Estados Unidos: nosotros habitamos, a lo sumo, una sub América, una América de segunda clase, de
nebulosa identificación.
Es América Latina, la región de las venas abiertas. Desde el descubrimiento hasta nuestros días, todo se ha
trasmutado siempre en capital europeo o, más tarde, norteamericano, y como tal se ha acumulado y se
acumula en los lejanos centros de poder. Todo: la tierra, sus frutos y sus profundidades ricas en minerales,
los hombres y su capacidad de trabajo y de consumo, los recursos naturales y los recursos humanos. El
modo de producción y la estructura de clases de cada lugar han sido sucesivamente determinados, desde
fuera, por su incorporación al engranaje universal del capitalismo. A cada cual se le ha asignado una función,
siempre en beneficio del desarrollo de la metrópoli extranjera de turno, y se ha hecho infinita la cadena de
las dependencias sucesivas, que tiene mucho más de dos eslabones, y que por cierto también comprende,
dentro de América Latina, la opresión de los países pequeños por sus vecinos mayores y, fronteras adentro
de cada país, la explotación que las grandes ciudades y los puertos ejercen sobre sus fuentes internas de
víveres y mano de obra. (Hace cuatro siglos, ya habían nacido dieciséis de las veinte ciudades
latinoamericanas más pobladas de la actualidad).
Para quienes conciben la historia como una competencia, el atraso y la miseria de América Latina no son
otra cosa que el resultado de su fracaso. Perdimos; otros ganaron. Pero ocurre que quienes ganaron,
ganaron gracias a que nosotros perdimos: la historia del subdesarrollo de América Latina integra, como se
ha dicho, la historia del desarrollo del capitalismo mundial. Nuestra derrota estuvo siempre implícita en la
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victoria ajena; nuestra riqueza ha generado siempre nuestra pobreza para alimentar la prosperidad de
otros: los imperios y sus caporales nativos. En la alquimia colonial y neocolonial, el oro se transfigura en
chatarra, y los alimentos se convirtieron en veneno.
Potosí, Zacatecas y Oruro Preto cayeron en picada desde la cumbre de los esplendores de los metales
preciosos al profundo agujero de los socavones vacíos, y la ruina fue el destino de la pampa chilena del
salitre y de la selva amazónica del caucho; el nordeste azucarero de Brasil, los bosques argentinos del
quebracho o ciertos pueblos petroleros del lago Maracaibo tienen dolorosas razones para creer en la
mortalidad de las fortunas que la naturaleza otorga y el imperialismo usurpa. La lluvia que irriga a los
centros del poder imperialista ahoga los vastos suburbios del sistema. Del mismo modo, y simétricamente, el
bienestar de nuestras clases dominantes –dominantes hacia dentro, dominadas desde fuera- es la maldición
de nuestras multitudes condenadas a una vida d bestias de carga.
La brecha se extiende. Hacia mediados del siglo anterior, el nivel de vida de los países ricos del mundo
excedía en un cincuenta por ciento el nivel de los países pobres. El desarrollo desarrolla la desigualdad:
Richard Nixon anunció, en abril de 1969, en discurso ante la OEA, que a fines del siglo veinte el ingreso per
capita en Estados Unidos sería quince veces más alto que el ingreso en América Latina. La fuerza del
conjunto del sistema imperialista descansa en la necesaria desigualdad de las partes que lo forman, y esa
desigualdad asume magnitudes cada vez más dramáticas. Los países opresores se hacen cada vez más
ricos en términos absolutos, pero mucho más en términos relativos, por el dinamismo de la disparidad
creciente. El capitalismo central puede darse el lujo de crear y creer sus propios mitos de opulencia, pero los
mitos nos se comen, y bien lo saben los países pobres que constituyen el basto capitalismo periférico. El
ingreso promedio de un ciudadano norteamericano es siete veces mayor que el de un latinoamericano y
aumenta a un ritmo diez veces más intenso. Y los promedios engañan, por los insondables abismos que se
abren, al sur del río Bravo, entre los muchos pobres y los pocos ricos de la región . En la cúspide, en efecto,
seis millones de latinoamericanos acaparan, según las Naciones Unidas, el mismo ingreso que ciento
cuarenta millones de personas ubicadas en la base de la pirámide social. Hay sesenta millones de
campesinos cuya fortuna asciende a veinticinco centavos de dólar por día; en el otro extremo los
proxenetas de la desdicha se dan el lujo de acumular cinco millones de dólares en sus cuentas privadas de
Suiza o Estados Unidos, y derrochan en la ostentación y el lujo estéril ofensa y desafío y en las
inversión total, los capitales que América Latina podría destinar a la reposición, ampliación y creación de
fuentes de producción y trabajo.
Incorporadas desde siempre a la constelación del poder imperialista, nuestras clases dominantes no tienen
el menor interés en averiguar si el patriotismo podría resultar más rentable que la traición o si la
mendicidad es la única forma posible de la política internacional. Se hipoteca la soberanía porque “no hay
otro camino”; las coartadas de la oligarquía confunden interesadamente la impotencia de una clase social
con el presunto vacío de destino de cada nación.
Josué de Castro declara: “Yo, que he recibido un premio internacional de la paz, pienso que, infelizmente,
no hay otra solución que la violencia para América Latina”.
Ciento veinte millones de niños se agitan en el centro de esta tormenta. La población de América latina
crece como ninguna otra; en medio siglo se triplicó con creces. Cada minuto muere un niño de enfermedad
o hambre, pero en el año 2000 habrá seiscientos cincuenta millones de latinoamericanos, y la mitad tendrá
menos de quince años de edad: una bomba de tiempo.
Entre los doscientos ochenta millones de latinoamericanos que hay, a fines de 1970, cincuenta millones de
desocupados o sub ocupados y cerca de cien millones de analfabetos; la mitad de los latinoamericanos vive
apiñados en viviendas insalubres. Los tres mayores mercados de América Latina Argentina, Brasil y
México no alcanzan a igualar, sumados, la capacidad de consumo de Francia o de Alemania occidental,
aunque la población reunida de nuestros tres grandes excede largamente a la de cualquier país europeo.

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América Latina produce hoy día, en relación con la población, menos alimentos que antes de la última
guerra mundial, y sus exportaciones per capita han disminuido tres veces, a precios constantes, desde la
víspera de la crisis de 1929. El sistema es muy racional desde el punto de vista de sus dueños extranjeros y
de nuestra burguesía de comisionistas, que ha vendido el alma al Diablo a un precio que hubiera
avergonzado a Fausto. Pero el sistema es tan irracional para todos los demás que cuanto más se desarrolla
más agudiza sus desequilibrios y sus tensiones, sus contradicciones ardientes. Hasta la industrialización,
dependiente y tardía, que cómodamente coexiste con el latifundio y las estructuras de la desigualdad,
contribuye a sembrar la desocupación en vez de ayudar a resolverla.
Se extiende la pobreza y se concentra la riqueza en esta región que cuenta con inmensas legiones de brazos
caídos que se multiplican sin descanso. Nuevas fábricas se instalan en los polos privilegiados de desarrollo
-Sao Paulo, Buenos Aires, la ciudad de México- pero menos mano de obra se necesita cada vez. El sistema
no ha previsto esta pequeña molestia: lo que sobra es gente. Y la gente se reproduce. Se hace el amor con
entusiasmo y sin precauciones. Cada vez queda más gente a la vera del camino, sin trabajo en el campo,
donde el latifundio reina con sus gigantescos eriales, y sin trabajo en la ciudad, donde reinan las máquinas:
el sistema vomita hombres. Las misiones norteamericanas esterilizan masivamente mujeres y siembran
píldoras, diafragmas, espirales, preservativos y almanaques marcados, pero cosechan niños; porfiadamente,
los niños latinoamericanos continúan naciendo, reivindicando su derecho natural a obtener un sitio bajo el
sol en estas tierras espléndidas que podrían brindar a todos lo que a casi todos niegan.
A principios de noviembre de 1968, Richard Nixon comprobó en voz alta que la Alianza para el Progreso
había cumplido siete años de vida y, sin embargo, se habían agravado la desnutrición y la escasez de
alimentos en América Latina. Pocos meses antes, en abril, George W. Ball escribía en Life: «Por lo menos
durante las próximas décadas, el descontento de las naciones más pobres no significará una amenaza de
destrucción del mundo. Por vergonzoso que sea, el mundo ha vivido, durante generaciones, dos tercios
pobre y un tercio rico. Por injusto que sea, es limitado el poder de los países pobres». Ball había encabezado
la delegación de los Estados Unidos a la Primera Conferencia de Comercio y Desarrollo en Ginebra, y había
votado contra nueve de los doce principios generales aprobados por la conferencia con el fin de aliviar las
desventajas de los países subdesarrollados en el comercio internacional.
Son secretas las matanzas de la miseria en América Latina; cada año estallan, silenciosamente, sin
estrépito alguno, tres bombas de Hiroshima sobre estos pueblos que tienen la costumbre de sufrir con los
dientes apretados.
Esta violencia sistemática, no aparente pero real, va en aumento: sus crímenes no se difunden en la crónica
roja, sino en las estadísticas de la FAO. Ball dice que la impunidad es todavía posible, porque los pobres no
pueden desencadenar la guerra mundial, pero el Imperio se preocupa: incapaz de multiplicar los panes,
hace lo posible por suprimir a los comensales.
«Combata la pobreza, ¡mate a un mendigo!», garabateó un maestro del humor negro sobre un muro de la
ciudad de La Paz. ¿Qué se proponen los herederos de Malthus sino matar a todos los próximos mendigos
antes de que nazcan? Robert McNamara, el presidente del Banco Mundial que había sido presidente de la
Ford y Secretario de Defensa, afirma que la explosión demográfica constituye el mayor obstáculo para el
progreso de América Latina y anuncia que el Banco Mundial otorgará prioridad, en sus préstamos, a los
países que apliquen planes para el control de la natalidad. McNamara comprueba con lástima que los
cerebros de los pobres piensan un veinticinco por ciento menos, y los tecnócratas del Banco Mundial (que
ya nacieron) hacen zumbar las computadoras y generan complicadísimos trabalenguas sobre las ventajas de
no nacer: «Si un país en desarrollo que tiene una renta media per capita de 150 a 200 dólares anuales logra
reducir su fertilidad en un 50 por ciento en un período de 25 años, al cabo de 30 años su renta per capita
será superior por lo menos en un 40 por ciento al nivel que hubiera alcanzado de lo contrario, y dos veces
más elevada al cabo de 60 años», asegura uno de los documentos del organismo. Se ha hecho célebre la

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frase de Lyndon Johnson: «Cinco dólares invertidos contra el crecimiento de la población son más eficaces
que den dólares invertidos en el crecimiento económico». Dwight Eisenhower pronosticó que si los
habitantes de la tierra seguían multiplicándose al mismo ritmo no sólo se agudizaría el peligro de la
revolución, sino que además se produciría «una degradación del nivel de vida de todos los pueblos, el
nuestro inclusive».
Los Estados Unidos no sufren, fronteras adentro, el problema de la explosión de la natalidad, pero se
preocupan como nadie por difundir e imponer, en los cuatro puntos cardinales, la planificación familiar. No
sólo el gobierno; también Rockefeller y la Fundación Ford padecen pesadillas con millones de niños que
avanzan, como langostas, desde los horizontes del Tercer Mundo. Platón y Aristóteles se habían ocupado
del tema antes que Malthus y McNamara; sin embargo, en nuestros tiempos, toda esta ofensiva universal
cumple una función bien definida: se propone justificar la muy desigual distribución de la renta entre los
países y entre las clases sociales, convencer a los pobres de que la pobreza es el resultado de los hijos que
no se evitan y poner un dique al avance de la furia de las masas en movimiento y rebelión.
Los dispositivos intrauterinos compiten con las bombas y la metralla, en el sudeste asiático, en el esfuerzo
por detener el crecimiento de la población de Vietnam. En América Latina resulta más higiénico y eficaz
matar a los guerrilleros en los úteros que en las sierras o en las calles. Diversas misiones norteamericanas
han esterilizado a millares de mujeres en la Amazonía, pese a que ésta es la zona habitable más desierta del
planeta. En la mayor parte de los países latinoamericanos, la gente no sobra: falta. Brasil tiene 38 veces
menos habitantes por kilómetro cuadrado que Bélgica; Paraguay, 49 veces menos que Inglaterra; Perú, 32
veces menos que Japón. Haití y El Salvador, hormigueros humanos de América Latina, tienen una densidad
de población menor que la de Italia. Los pretextos invocados ofenden la inteligencia; las intenciones reales
encienden la indignación. Al fin y al cabo, no menos de la mitad de los territorios de Bolivia, Brasil, Chile,
Ecuador, Paraguay y Venezuela está habitada por nadie. Ninguna población latinoamericana crece menos
que la del Uruguay, país de viejos, y sin embargo ninguna otra nación ha sido tan castigada, en los años
recientes, por una crisis que parece arrastrarla al último círculo de los infiernos. Uruguay está vacío y sus
praderas fértiles podrían dar de comer a una población infinitamente mayor que la que hoy padece, sobre
su suelo, tantas penurias. Hace más de un siglo, un canciller de Guatemala había sentenciado
proféticamente:
«Sería curioso que del seno mismo de los Estados Unidos, de donde nos viene el mal, naciese también el
remedio». Muerta y enterrada la Alianza para el Progreso, el Imperio propone ahora, con más pánico que
generosidad, resolver los problemas de América Latina eliminando de antemano a los latinoamericanos.
En Washington tienen ya motivos para sospechar que los pueblos pobres no prefieren ser pobres. Pero no
se puede querer el fin sin querer los medios: quienes niegan la liberación de América Latina, niegan también
nuestro único renacimiento posible, y de paso absuelven a las estructuras en vigencia.
Los jóvenes se multiplican, se levantan, escuchan: ¿qué les ofrece la voz del sistema? El sistema habla un
lenguaje surrealista: propone evitar los nacimientos en estas tierras vacías; opina que faltan capitales en
países donde los capitales sobran pero se desperdician; denomina ayuda a la ortopedia deformante de
los empréstitos y al drenaje de riquezas que las inversiones extranjeras provocan; convoca a los
latifundistas a realizar la reforma agraria y a la oligarquía a poner en práctica la justicia social. La lucha de
clases no existe -se decreta- más que por culpa de los agentes foráneos que la encienden, pero en cambio
existen las clases sociales, y a la opresión de unas por otras se la denomina el estilo occidental de vida.
Las expediciones criminales de los marines tienen por objeto restablecer el orden y la paz social, y las
dictaduras adictas a Washington fundan en las cárceles el estado de derecho y prohíben las huelgas y
aniquilan los sindicatos para proteger la libertad de trabajo.
¿Tenemos todo prohibido, salvo cruzarnos de brazos? La pobreza no está escrita en los astros; el
subdesarrollo no es el fruto de un oscuro designio de Dios. Corren años de revolución, tiempos de

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redención. Las clases dominantes ponen las barbas en remojo, y a la vez anuncian el infierno para todos. En
cierto modo, la derecha tiene razón cuando se identifica a sí misma con la tranquilidad y el orden, es el
orden, en efecto, de la cotidiana humillación de las mayorías, pero orden al fin: la tranquilidad de que la
injusticia siga siendo injusta y el hambre hambrienta. Si el futuro se transforma en una caja de sorpresas,
el conservador grita, con toda razón: «Me han traicionado». Y los ideólogos de la impotencia, los esclavos
que se miran a sí mismos con los ojos del amo, no demoran en hacer escuchar sus clamores. El águila de
bronce del Maine, derribada el día de la victoria de la revolución cubana, yace ahora abandonada, con las
alas rotas, bajo un portal del barrio viejo de La Habana. Desde Cuba en adelante, también otros países han
iniciado por distintas vías y con distintos medios la experiencia del cambio: la perpetuación del actual orden
de cosas es la perpetuación del crimen.
Los fantasmas de todas las revoluciones estranguladas o traicionadas a lo largo de la torturada historia
latinoamericana se asoman en las nuevas experiencias, así como los tiempos presentes habían sido
presentidos y engendrados por las contradicciones del pasado. La historia es un profeta con la mirada
vuelta hacia atrás: por lo que fue, y contra lo que fue, anuncia lo que será.
Por eso en este libro, que quiere ofrecer una historia del saqueo y a la vez contar cómo funcionan los
mecanismos actuales del despojo, aparecen los conquistadores en las carabelas y, cerca, los tecnócratas en
los jets, Hernán Cortés y los infantes de marina, los corregidores del reino y las misiones del Fondo
Monetario Internacional, los dividendos de los traficantes de esclavos y las ganancias de la General Motors.
También los héroes derrotados y las revoluciones de nuestros días, las infamias y las esperanzas muertas y
resurrectas: los sacrificios fecundos. Cuando Alexander von Humboldt investigó las costumbres de los
antiguos habitantes indígenas de la meseta de Bogotá, supo que los indios llamaban quihica a las víctimas
de las ceremonias rituales. Quihica significaba puerta: la muerte de cada elegido abría un nuevo ciclo de
ciento ochenta y cinco lunas.

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