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¿Qué es el duelo?

Entendemos por duelo el proceso psicológico consecuencia


de la muerte o desaparición de persona, objeto situación
significativo para una persona. Esta reacción psicológica no
sólo tiene componentes emocionales, sino también
fisiológicos y sociales. En principio; el duelo no puede ser
considerado como un trastorno sino como un proceso natural
que acompaña a toda pérdida.
Fases del duelo:
1.- Fase inicial o de evitación
Reacción normal y terapéutica, surge como defensa y
perdura hasta que el Yo consiga asimilar gradualmente el
golpe. Shock e incredulidad, incluso negación que dura horas,
semanas o meses. Sentimiento arrollador de tristeza, el cual
se expresa con llanto frecuente. Inicia el proceso de duelo el
poder ver el cuerpo y lo que oficializa la realidad de la muerte
es el entierro o funeral, que cumple varias funciones, entre
ellas la de separar al muerto de los vivos.
2.- Fase aguda de duelo
Dolor por la separación, desinterés por el mundo, la rabia
emerge suscitando angustia. Trabajo penoso de deshacer los
lazos que continúan el vínculo con la persona amada y
reconocer la ambivalencia de toda relación; todas las
actividades del doliente pierden significado en esta fase. Va
disminuyendo con el tiempo, pero pueden repetirse en
ocasiones como los aniversarios y puede durar 6 meses o
más.
3.- Resolución del duelo
Fase final, gradual reconexión con vida diaria, estabilización
de altibajos de etapa anterior. Los recuerdos de la persona
desaparecida traen sentimientos cariñosos, mezclados con
tristeza, en lugar del dolor agudo y la nostalgia.
Nuestra labor terapeútica consiste en ayudar a la persona en
los cuatro aspectos siguientes:
 Aceptar la realidad de la pérdida.
 Experimentar la realidad de la pérdida.
 Sentir el dolor y todas sus emociones.
 Adaptarse a un ambiente en el cual falta el ser que
murió, aprender a vivir sin esa persona, tomar
decisiones en soledad, retirar la energía emocional y
reinvertirla en nuevas relaciones.
Si bien el proceso de duelo no es una enfermedad o trastorno
en sí mismo puede llegar a convertirse en un conflicto para la
persona si su elaboración no es correcta.
1.- Duelo bloqueado: Ocurre una negación a la realidad de
la pérdida, donde hay una evitación del trabajo de duelo, y un
bloqueo emocional-cognitivo que se manifiesta a través de
conductas, percepciones ilusorias, síntomas somáticos o
mentales o relacionales.
2.- Duelo complicado: En ocasiones la víctima se queda
anclada en el proceso de duelo; es decir, en la aparición de
un duelo complicado influyen tanto las características de la
muerte como los recursos personales de la persona y
sociales. Podemos reconocer un duelo complicado cuando la
persona ha sido incapaz de sentir nada durante meses
después de la muerte de un ser querido o a la inversa, se
siente atrapado en un sufrimiento implacable durante meses.
3.- Duelo patológico: La persistencia o intensidad de los
síntomas ha llevado a alguno o varios de los miembros de la
familia a detener la vida laboral, social, académica, orgánica.
4.- Duelo no autorizado: Nosotras interpretamos el duelo
básicamente como un proceso de cambio; una oportunidad
para crecer, evolucionar y fortalecernos personalmente.
En el proceso de duelo hay que volver a aprender "cómo es el
mundo" porque la pérdida ha transformado nuestro mundo
para siempre. Es un proceso de reconstrucción de
significados. Aunque la pérdida es un acontecimiento que no
puede escogerse, la elaboración del duelo es un proceso
activo de afrontamiento lleno de posibilidades.
De una manera adaptativa podemos reconducir todas estas
sensaciones a la relativizar nuestra vida y a aprender a
priorizar y a aprender a dar importancia y valor a cosas que
hasta ese momento nos habían pasado desapercibidas; tan
enfrascados como estábamos en intentar controlar y
comprenderlo todo. Adquirimos un criterio más claro respecto
a lo que es importante.
Actualmente la muerte se vive como gran tabú. En la
antigüedad, la mayoría de las personas morían en casa y el
féretro era paseado por el pueblo en el que vivía. Tanto niños,
como adultos y ancianos participaban en el proceso y en el
ritual.

Hoy en día, la mayor parte de las


personas mueren en hospital rodeadas de máquinas y en el
mejor de los casos con uno ó dos familiares suyos; ya no hay
cuerpo presente en los funerales y a los niños se las
mantiene totalmente apartados "para que no sufran".
Todos estos cambios se han producido en muy poco tiempo.
La sociedad en la que estamos viviendo ha sufrido una gran
transformación, donde los valores del lujo, la belleza, la
riqueza y la juventud imperan por encima de cualquier otro.
Perdiendo el sentido de la muerte, inevitablemente, se pierde
el sentido de la vida. Son dos caras de una misma moneda y
la una es inseparable de la otra.
Uno de los cambios importantes en nuestra sociedad es la
NO expresión de emociones dolorosas. Cuando hay una
pérdida, rápidamente se medica para que la persona no esté
"tan triste, para que no sufra"; se le prohíbe llorar: "no llores,
no ves que te vas a poner peor"; "a él no le gustaría verte
así", "el tiempo lo cura todo", "para estar así, es mejor que se
haya ido"..
Huir de la situación no lo resuelve, el dolor emocional
podemos posponerlo pero nunca evitarlo, siempre acaba
emergiendo y con el tiempo se crece.
El mayor miedo que hoy tenemos es expresar la propia
vulnerabilidad. Nos da miedo hablar de todo lo que es
incómodo y nos despierta sufrimiento.
Los factores culturales y educacionales explican parte de esta
dificultad en conectar y expresar sentimientos difíciles. Pero
las lágrimas de emoción ante una pérdida de un ser querido
son la manifestación más natural de amor que los seres
humanos tenemos. ¿Por qué entonces tratamos de parar
dicha expresión? Nos han enseñado a que no está bien, que
mostrar emociones es ser inadecuado y que el dolor hay que
llevarlo en la intimidad.
Hoy sabemos que no expresar el dolor acarrea
consecuencias graves psicosomáticas, insomnio, trastornos
de ansiedad y depresión, problemas de salud, mayor
incidencia de cáncer y enfermedades coronarias. La
Comunidad Científica evidencia cada día con más fuerza la
relación entre enfermedad física y la manifestación de
conflictos emocionales no resueltos.

Definición de melancolía: Afectación profunda del


deseo, que se caracteriza, en general, por una
específica pérdida subjetiva, la del yo mismo. Es
una entidad clínica y un estado psíquico. El
término deriva del
griego melas  (negra) y khole  (bilis); desde la
Antigüedad, nombra una forma de perturbación
que se distingue por el ánimo sombrío, una
tristeza profunda, un estado depresivo que puede
llevar al suicidio, y por manifestaciones de temor
y desaliento.
Freud la consideraba la psiconeurosis por
excelencia.

Como entidad clínica, la melancolía forma parte


de la reflexión nosológica freudiana; en particular,
de la distinción entre neurosis actuales,
psiconeurosis de defensa o de transferencia y
psiconeurosis narcisistas. Es el paradigma de
estas últimas; se define como una depresión
profunda y estructural, marcada por una
desaparición del deseo y un extremo
desinvestimiento narcisista. En pocas palabras,
es una patología del deseo, que se constituye en
torno a una pérdida narcisista grave.
Como estado psíquico, la melancolía, que debe
distinguirse del duelo, se relaciona con los
conceptos de libido, narcisismo, yo, objeto,
pérdida, etc. Revela claramente las estrechas
relaciones que existen entre el yo y el objeto, el
amor y la muerte; muestra cómo el sujeto se
estructura por la falta.
Freud, en “Duelo y melancolía” (1916), define el
duelo como un estado “normal” debido a la
perdida de un objeto amado, y también como
un trabajo psíquico especial, cuyo objetivo es
que el sujeto pueda renunciar finalmente a ese
objeto perdido. La melancolía, por su parte, no es
sólo un duelo patológico (donde ese trabajo no ha
ocurrido); también se diferencia por la naturaleza
del objeto perdido. Entonces, Freud señala que el
objeto perdido del melancólico es el yo mismo.
De aquí la calificación de la melancolía como
“psiconeurosis narcisista”, ya que en ella se trata
de una ruptura de la función del narcisismo.
En 1923, Freud va a completar la idea: finalmente,
la melancolía produce el mismo trabajo que el
duelo pero, mientras este le permite al sujeto
renunciar al objeto perdido, para poder
reencontrar su propio investimiento narcisista y
su capacidad de desear nuevamente, la
melancolía, llevando al sujeto a renunciar a su yo,
lo lleva también a una posición de renunciamiento
general, de abandono, de dimisión deseante; de
ahí el frecuente pasaje al acto suicida.
Lacan no elaboró una concepción particular y
completa de la melancolía. La ubicó, sí,
netamente, del lado de las psicosis, marcando la
posición que allí ocupa el sujeto: la del “dolor en
estado puro”, el dolor de existir; la melancolía
sería una de las  pasiones del ser.
Hay que distinguir el concepto de pérdida del de
falta. Esta es fundante del deseo subjetivo (solo
se desea porque se carece de algo); aquella, en
cambio, hace vacilar el deseo, porque le trae al
sujeto el sentimiento de que el objeto perdido es
el que verdaderamente deseaba; es decir,
presentifica al objeto faltante, el objeto a,
colmando así su falta y obturando su función.
El objeto perdido del melancólico es aquel que (al
contrario del objeto del neurótico) nunca le ha
faltado: lo posee por medio de su pérdida misma,
y esta posesión sofoca todo deseo.
La melancolía, también, puede ejemplificarse
como un extremo del enamoramiento, ese estado
en que el sujeto no es nada en comparación con
el todo del objeto amado (e idealizado); un
extremo que perdura (mientras el amor
apenas dura) e impulsa definitivamente al sujeto
a la órbita de la pulsión de muerte.
Lacan ve en la melancolía la marca del
desfallecimiento del discurso, cuya ilustración
fundamental es el suicidio: el punto en el que ya
no hay palabra posible ni posibilidad de dirigirse
al Otro.
Apenas introducido en el campo del deseo,
suspendido del deseo del Otro, el sujeto
melancólico se vería enfrentado a la súbita
desaparición o desafección de este último.
Paradójicamente, el significante “nada” explica
la huella dejada por el Otro y garantiza al sujeto
melancólico su inscripción en la cadena
simbólica. Así, más que negarla, afirma la
castración, ya que el Otro no está a la altura del
modelo ideal del que él lo hace portador; el
melancólico repite la catástrofe original (que
ignora), pero cuyos efectos percibe en la falla que
señala en el Otro.
En la génesis de la melancolía, hay interrupción
de un movimiento in statu nascendi que deja al
sujeto víctima del anonadamiento. Y se entiende
así que la defensa primaria contra tal trauma se
construya sobre el rechazo de toda investidura de
la realidad.
Finalmente, ignorando que continúa sucumbiendo
a los efectos de la catástrofe original, al sujeto
melancólico no le queda más recurso que
remitirse a un destino al que atribuye la
omnipotencia del Padre mítico, y detrás del cual
se perfila la crueldad de un superyó arcaico. Al
abandonarse así, el melancólico “acepta” llevar
sobre sí mismo la falta ignorada de las
generaciones, que le asegura el lugar de
excepción que ocupa en el orden de la verdad; y
mantiene su lenguaje en el orden simbólico, pero
sometido a una alternativa absoluta: el ideal o la
muerte.
El melancólico, por una parte, sabe a quién ha
perdido, pero no lo que ha perdido en el objeto
que desapareció; por otra parte, parece
acercarse, más que otros, a esa verdad cuya
cercanía necesariamente enferma.
Se trata de esa verdad que, en el discurso
melancólico, se expresa en forma de argumentos
“filosóficos”: “De todos modos no hay sentido, no
hay una verdad, y por eso no vale la pena
hacer nada”, etc. El sujeto se hunde en una
apatía enfermiza, que lo lleva a repetir
indefinidamente las mismas declaraciones
(generalmente, con una voz neutra, sin ninguna
entonación).
La atención del psicoanalista debe dirigirse a la
posición del sujeto que, así expresada, se habrá
reconocido como una figura particular de la
castración. El melancólico afirma la castración
subrayando el sinsentido de la vida; cree que el
destino le ha legado esa verdad mortal dándole
un lugar de excepción.
Se advierte claramente que, en esta posición, se
entrelazan sufrimiento y goce; por eso, el sujeto
melancólico no está dispuesto a abandonarla sin
alguna compensación.
El hecho de que el melancólico no sepa lo que ha
perdido en el objeto, y trate de resolver las
consecuencias de la pérdida por medio de la
identificación narcisista, indica que, a través del
objeto, apunta a una imagen que puede provocar
su propio derrumbe si sufre la más mínima
modificación. En los melancólicos, se observa ese
tipo de apego que, ante la menor dificultad, se
rompe tan rápidamente como ha comenzado; en
cada caso, se renueva la decepción de una
supuesta “traición”.
Pero ¿en qué medida el propio sujeto anticipa la
ruptura que atribuye al otro? El otro, sin duda, se
ve obligado a sostener una imagen ideal que no
debe desfallecer a ningún precio. La falla
narcisista podría situarse en el nivel de la
constitución de esta imagen que parece
confundirse con un modelo ideal, de tal rigidez
que queda definitivamente fuera de alcance para
el sujeto.
El “no soy nada” del melancólico atestigua esa
experiencia traumática: significa el
desfallecimiento de la imagen especular y la
condena del destino.
Los sueños de los melancólicos suelen poner en
escena personajes de mirada “perdida en la
lejanía”, que el soñante trata de aferrar
vanamente. Ese vacío de la mirada, relacionado
con el sentimiento de desvitalización del mundo,
los incita a buscar, “detrás de las cosas”, indicios
de una verdad oculta.
Pero, detrás del marco vacío (detrás del espejo),
no hay nada.

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