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INTELIGENCIA ETICA EN LAS ORGANIZACIONES:

ÉXITO Y COMPETITIVIDAD SOSTENIDA.

Rodrigo Alberto Vindas Araya


kaizen@grupokaizen.com

Términos como “inteligencias múltiples” e “inteligencia emocional” han pasado a ser


parte del discurso cotidiano de educadores, psicólogos y administradores, entre
otros, al punto que resultan de obligada “moda” cuando se considera el marco de las
estrategias posibles de gestión organizacional. Ambos términos responden a un
esfuerzo conceptual que trata de superar los alcances reducidos de la “inteligencia
racional” como modelo propio del paradigma científico-industrial; pero resultando,
aun así, de acuerdo con algunos pensadores, en una propuesta limitada al no
considerar la orientación ética que debe estar presente en todo acto humano
inteligente. Esta última perspectiva teórica, aunque pensada en su aplicabilidad al
ámbito de la Educación, no deja de tener -como tantos otros aportes de la Sociología,
la Psicología y la Pedagogía- gran significado en el enriquecimiento de la Teoría
Administrativa y Organizacional. Se ha transitado así del concepto de “inteligencia
racional” al de “inteligencia emocional”, y ahora al de “inteligencia holista” o
“inteligencia ética”, de manera que es posible identificar tres grandes momentos en el
desarrollo del concepto de inteligencia, desde los inicios del siglo XX hasta nuestros
días.

El primero de esos momentos corresponde a la “visión uniforme de la inteligencia”,


que inicia a principios de 1900 cuando Alfred Binet elaboró el test de inteligencia para
medir el desempeño académico de los niños de París. La medida de este test es
conocida como coeficiente intelectual (CI), y en lo fundamental relaciona la
inteligencia con dos capacidades humanas: la lógica-matemática y la verbal. El
concepto nace bajo el paradigma científico-industrial hegemónico en la época, dadas
que las metas de la cultura estaban cimentadas en el desarrollo de las fábricas, las
industrias y la tecnología: “inteligente era quien podía ser eficaz en el manejo de las
máquinas y la tecnología”. Esta visión es, a todas luces, reduccionista y
unidimensional, puesto que valora básicamente la “racionalidad instrumental”.
En 1983, Howard Gardner postula su visión alternativa: “Teoría de las Inteligencias
Múltiples”. Ante la visión unidimensional de la inteligencia, Gardner plantea una
visión pluralista en la que incluye por primera vez aspectos no cognitivos,
reconociendo al menos siete “tipos” de inteligencia: Lógico-Matemática, Lingüística,
Musical, Corporal, Espacial, Interpersonal e Intrapersonal. Este modelo plantea la
idea de que la inteligencia es una pluralidad de capacidades que trabajan juntas para
resolver problemas; “inteligencia, desde esta perspectiva, es definida como la
capacidad para resolver problemas y crear productos que son valorados por una
comunidad”.

Daniel Goleman desarrolla en la década pasada su teoría de la “Inteligencia


Emocional”, basándose en la idea de Gardner sobre las inteligencias interpersonal e
intrapersonal. Para Goleman existe una inteligencia emocional que en la vida real es
más importante que la inteligencia académica o CI; ésta es en su criterio un mejor
predictor de éxito futuro en la vida personal, social y profesional. En el ámbito
organizacional, la inteligencia emocional es la capacidad de relacionarse consigo
mismo y con los demás de forma creativa y productiva, contribuyendo a la eficiencia y
competitividad de la organización. Este planteamiento ha permitido, por cierto, pasar
del concepto economicista de los recursos humanos como “activos”, al concepto de
“capital social” con un contenido psicosociológico superior: el hombre trabaja en un
complejo contexto organizacional de interrelaciones sociales significativas, en el que
las habilidades emocionales y los valores éticos son imprescindibles para potenciar
su contribución al éxito de la organización. En un artículo posterior profundizaremos
al respecto.

Los aportes de Gardner y Goleman, que marcan un segundo momento en el desarrollo


del concepto de inteligencia, constituyen un significativo avance hacia la
comprensión integral de la inteligencia humana. Sin embargo, para algunos autores
ese avance es insuficiente por estar incompleto.
Un científico utilizando su “inteligencia racional” puede diseñar armas de destrucción
masiva, altamente valoradas por la industria de la guerra, con las que se puede
resolver el “problema” de aniquilar a millones de personas. Un político puede ser
eficiente en el uso de su “habilidad emocional” para engañar a sus electores. O bien
el colaborador de una organización puede ser inteligente, racional y emocionalmente,
tanto para ser eficaz y eficiente en su desempeño, como para cometer actos corruptos
y deshonestos en perjuicio de la empresa.

El cuestionamiento señalado orienta entonces hacia un nuevo concepto de


inteligencia capaz de solucionar creativamente los complejos problemas del siglo XXI:
Inteligencia Holística. Según Gallegos (2002), esta inteligencia se basa en los
principios y valores que nutren el espíritu humano, en la capacidad de distinguir lo
verdadero de lo falso, en los principios éticos del bien común, y está orientada a
desarrollar el potencial ilimitado del ser humano. “Es un proceso creativo más cerca
de la sabiduría que del conocimiento; es capacidad de discernir para reconocer la
acción responsable. Está ligada incondicionalmente a los valores humanos: no es
posible separar la inteligencia del amor, la compasión, la libertad, la gratitud, el
respeto, la humildad, la solidaridad, la amistad, la honestidad. Inteligencia es el
despliegue de la comprensión del valor de toda vida y de todo ser humano”. Es
también una cualidad de la conciencia que lleva a la humanización integral del ser
humano, nunca puede ser un proceso que lleve a la deshumanización o a la
destrucción.

Esta “inteligencia holística”, a la que prefiero llamar “inteligencia ética”, puede ser
definida como la capacidad de resolver problemas y crear productos significativos de
forma ética. Aplicado al ámbito de las competencias organizacionales e individuales,
el concepto de “inteligencia ética” abarca tanto las competencias técnicas (“el saber”
y “el saber hacer”) y las competencias emocionales (“saber actuar”), como las
competencias éticas (“el actuar basado en valores”). Por otra parte, en la
“inteligencia ética” se subsumen la inteligencia racional-instrumental y la inteligencia
emocional.
Una organización puede ser racional en su gestión administrativa y productiva, pero
esto será insuficiente para hacer sostenible su éxito y competitividad. A la
racionalidad instrumental hará falta hacerle corresponder una cultura corporativa de
inteligencia emocional y basada en valores significativos. No vaya ser que sus
colaboradores sean altamente competentes en la dimensión técnica, pero
incompetentes emocionalmente, con el agravante de una eventual tendencia a la
práctica de disvalores (entre ellos la deslealtad, la deshonestidad y la corrupción). A
la calidad técnica se deben corresponder la calidad emocional y la calidad ética.

En otro documento afirmamos que la vivencia de una cultura de valores, que no es


más que la práctica de la inteligencia ética, coadyuva a construir organizaciones de
éxito y con ventaja competitiva puesto que:

- Agrega valor al trabajo, haciendo que los colaboradores en su desempeño no


solo apliquen sus competencias técnicas, sino también actitudes y conductas
éticamente sanas y productivas.

- Fortalece la calidad de la dimensión humana de la organización mediante el


perfeccionamiento del capital social, al mejorar las competencias de
inteligencia emocional de los colaboradores.

- Cultiva una conducta íntegra, recta, responsable, leal y creativa en los


colaboradores, fortaleciendo con la conducta ejemplar de cada uno la vivencia
de una cultura ética.

- Fortalece una ética del servicio, que obliga a la eficacia, la eficiencia, la


efectividad y el mejoramiento continuo.
- Dignifica al colaborador y desarrolla una filosofía organizacional como fuente
de realización personal.

- Hace de los valores un “sello de calidad” que se traspasa de una generación a


otra, creando una tradición ética con permanencia en el tiempo.

- Hace de la organización una realidad diferenciada y ejemplarizante.

El reto actual de las organizaciones, no es tanto su requerimiento


de innovación científico-tecnológica, sino su capacidad para construir
una cultura organizacional ética y emocionalmente sostenible.

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