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La paradoja de la soberanía, constitutiva de los estados modernos, se enuncia del

siguiente modo: El soberano está fuera y dentro del ordenamiento jurídico al mismo
tiempo, puesto que al soberano se le reconoce el poder de suspender la ley y situarse por
afuera de la misma para luego decir al resto de los súbditos de su poder que “no hay un
afuera” de la ley (Aagamben, 2006).

Esta idea, como señala Agamben, fundada en el derecho romano arcaico, permite
replantear la noción misma de libertad; ¿Por qué razón? porque ha comenzado a formar
parte de cierto saber vulgar, la creencia injustificada de que en una democracia moderna
las personas pueden hacer lo que quieran, ya que nacen libres, en países libres y
soberanos.

En estos días de pandemia hemos visto, en el caso argentino, como un preparador físico
agredía a golpes a un trabajador de seguridad, cuando este le pedía que cumpliera con la
cuarentena, invocando su derecho a moverse como quisiera; también hemos visto como
turistas desaprensivos se trasladaban de una ciudad a otra buscando solaz y
esparcimiento, pero eran impedidos de ingresar por los pobladores de algunas de las
ciudades que eran visitadas; o bien como un grupo de turistas, varados en el exterior,
exigían bajar del avión de Aerolíneas Argentinas que los mantenía retenidos esperando
hacer los controles sanitarios de rigor.

El conjunto de estas personas creía, en su fueron íntimo, que la cuarentena fijada por el
gobierno nacional estaba por afuera de sus derechos: el derecho a moverse de un lado a
otro, dentro de sus zonas de influencia y también en otras de mayor alcance. Quizás
porque aún no han comprendido la verdadera dimensión de los efectos mortales del
Coronavirus, o quizás porque poco les importa la existencia del “otro” como presencia de
un semejante; lo que evidencia una falta de compromiso ante el dilema ético que se nos
plantea a la hora de decidir romper con una medida de esa envergadura que fue pensada
para proteger a la comunidad en su conjunto.

La idea equivocada de que cada uno puede invocar el principio de la libertad, para explicar
que con su libertad es libre de hacer lo que quiera, confronta con el espíritu con el que las
leyes, normas y prescripciones fijan el ordenamiento jurídico y político en un estado
nación.

Es cierto, se es libre en un estado moderno y democrático, pero se es libre en tanto y en


cuanto cada uno de nosotros se ajusta al sistema de normas, leyes, reglas y prescripciones
que capturan y regulan la vida; fundamentalmente si recordamos, como ya lo dijo el
soberano, que “fuera de la ley no hay nada”.
Se podría haber impuesto el criterio de implementar el estado de sitio, estado de
excepción o toque de queda, figuras mucho más controvertidas para la historia política
argentina, pero sin embargo el estado nacional apeló a la construcción de un enunciado
que contuviera tres nociones que no dejaran lugar a dudas respecto de las verdaderas
razones de la norma y la naturaleza del problema: “el aislamiento social obligatorio”.

Es una falacia aquella sentencia que reza que “la libertad de cada uno termina donde
empieza la de los demás”. La libertad, toma forma a partir de los límites y alcances que fija
la norma; la cual, citando a Kant, tiene un carácter necesario y universal: es decir que es
así y no puede ser de otra manera y vale para todos los casos.

Es precisamente este carácter necesario y universal, el que involucra a todos los miembros
de una sociedad dentro de la norma. Pero como la norma, también, tiene un carácter
social y se caracteriza por poseer una dinámica que no se ajusta a las leyes de las ciencias
formales, tiene excepciones: es decir los que “sí” están autorizados a salir de sus casas
para contribuir, paradójicamente, con el cumplimiento de la cuarentena.

No deberíamos entrar en pánico, ante la emergencia de los dispositivos de seguridad a los


que apela el estado para tratar de aislar la enfermedad provocada por el coronavirus.
Alguien por allí sugirió que los controles policiales y la interpelación a los vecinos a
regresar a sus casas y aislarse, que se hizo a través de los altoparlantes de los móviles de
seguridad, se asemejaban a la idea del estado de sitio. Sin embargo, Foucault nos recuerda
en “Historia de la Locura en la época clásica”, de qué manera los leprosos, los sifilíticos y
los locos, eran confinados en espacios físicos alejados de los grandes centros urbanos en la
Francia del 1547 (Foucault, 2008). Con recursos menos sofisticados, más rudimentarios, a
veces más inhumanos, se separaba a los supuestos indeseables de las supuestas
condiciones de normalidad de la vida francesa.

En este contexto vale la pena traer a colación la noción de «biopolítica», que en Foucault
juega un papel preponderante en la interpretación de la relación que existe entre salud,
vida, política y estado. Para el pensador francés implicaba «la entrada de los fenómenos
propios de la vida de la especie humana en el orden del saber y del poder, en el campo de
las técnicas políticas».

Sin embargo, a diferencia de Foucault, el concepto de “biopolítica”, asegura Tomás Lemke,


“supone la abstracción de la «vida» de su soporte sustancial. Los objetos de la biopolítica
no son existencias singulares humanas, sino sus atributos biológicos que se formulan por
medio de estudios a nivel de la población” (Lemke, 2017).

A partir de estas técnicas es posible definir normas, fijar estándares y establecer valores
promedio; convirtiendo a la «vida» en una medida independiente, objetiva y mensurable y
en una realidad colectiva que “pueda ser remplazada por seres vivos concretos y por la
particularidad de experiencias de vida individuales”.

Mal que nos pese, la puesta en vigencia de distintos dispositivos para regular la vida están
en la génesis de los estados modernos. Capturar la vida, para ordenarla, administrarla y
orientarla, parece ser la función esencial de las tecnologías de poder. El Coronavirus viene
a confirmar que la centralidad de los controles sanitarios tiene como función esencial la
administración de las enfermedades y la regulación de los cuerpos para el mantenimiento
del sistema.

Esta hipótesis puede ser reforzada con el siguiente ejemplo: tanto en España, como en
Italia, el avance de la pandemia superó la infraestructura hospitalaria dispuesta por los
gobiernos de esos países. Los distintos cuadros provocados por la enfermedad, se fueron
organizando sanitariamente en el siguiente orden: los adultos mayores con cuadros más
agudos fueron asistidos en terapia intensiva por medio de respiradores artificiales; los
cuadros de menor complejidad fueron a parar a salas comunes y devueltos a sus casas una
vez recuperados; los más pequeños, que no configuraban población de riesgo no sufrieron
los efectos del virus; pero curiosamente los problemas comenzaron cuando en ambos
países empezaron a detectarse distintos casos en la población de edad media, es decir los
que se ubican en la franja que va de los treinta a los cuarenta años (Clarín, 2020).

El crecimiento acelerado de los casos colapsó el sistema sanitario y obligó a las


autoridades gubernamentales a tener que optar entre jóvenes y viejos para decidir a
quién asistir y dar vida en unos hospitales y clínicas imposibilitados de recibir a tantos
enfermos.

Ahora bien ¿cuál se supone que puede ser el criterio de selección en esos casos? La
respuesta parece ser clara y evidente: a quienes se constituyan en garantes de la
continuidad de la especie, la continuidad de la etnia, la continuidad de determinados
grupos sociales. En todo caso los más jóvenes son la garantía de la sociedad tal y como la
conocemos; los que pueden asegurar la reproducción de una comunidad en todos sus
órdenes y formas.

Los relatos más antiguos que conocemos sobre la cuarentena en la historia de la


humanidad, nos sitúan en varios pasajes de la Biblia: en el Levítico 13:31; 13:46; y en
Números 5:2; 12:14-16; 5:2-3. En todos los casos, unos 900 años antes de Cristo, los
habitantes del mundo antiguo expresaban claramente, mediante el libro sagrado, la
necesidad de aislar por un tiempo a los “leprosos” e “impuros”.

Contrariamente a lo que piensa Byung-Chul Han, cuando afirma que “aunque tengamos
miedo a la pandemia gripal, no vivimos una época viral”, contexto que se lo atribuye al
desarrollado de las técnicas inmunológicas elaborada por la investigación científica, un
virus nuevo vino para quedarse entre nosotros; un virus que, además, agudiza su tesis
central de que en lugar de una época viral, vivimos en una época neuronal, en la que las
nuevas patologías sociales como la depresión, el trastorno por déficit de atención por
hiperactividad, el síndrome de desgaste ocupacional, son el resultado de lo que Han llama
la “sociedad del rendimiento”; una sociedad en la que el tele trabajo es su rasgo más
significativo: a pesar de la pandemia y el encierro debemos trabajar en lo que podamos
desde casa, en el horario que podamos, las veces que sean necesarias, para atender las
demandas de la compañía o el sistema en general (Han, 2012).

Más allá de las hipótesis de conflicto que subyacen a la emergencia del coronavirus,
complejas de demostrar por la vía de la documentación, algo del vaticinio de las películas
de ciencia ficción que abundan en las plataformas de digitales de cine su cumple, aunque
como reza el dicho popular ahora la realidad parece superarla.

Agamben, Giorgio; Homo Sacer, El poder soberano y la nuda vida; Giulio Einaudi Editore;
Pre-Textos, España, 2006.

Foucault, Michel, Historia de la locura en la época clásica; Fondo de Cultura Económica,


México, 2008.

Lemke, Thomas, Introducción a la biopolítica, Fondo de Cultura Económica, México, 2017.

Han Byung-Chul, La sociedad del cansancio, Editorial Herder, Barcelona, 2012.

Diario Clarín, edición digital del mes de marzo de 2020, en la siguiente dirección:
https://www.clarin.com/mundo/coronavirus-italia-confirman-declaraciones-medico-
masacre-ancianos-_0_KTlbdnca.html

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