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Pensamiento Verde

Autor. A. Dobson

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La Pobreza Del Tercer Mundo

Ya hemos visto cómo el análisis de Los límites del crecimiento lleva a la conclusión de que las
actuales tasas de crecimiento económico y demográfico son insostenibles. En este incisivo
fragmento el crítico australiano Ted Trainer confirma esta conclusión y luego la aplica al contexto
del tercer mundo. Sugiere que la pobreza del tercer mundo es un resultado directo de la opulencia
del mundo desarrollado y concluye que el mundo desarrollado tiene buenas razones morales y
cautelares para embarcarse en lo que él llama un programa de «de desarrollo». La razón moral es
que no tenemos derecho a consumir tan plausiblemente a expensas de la pobreza de los otros, y
la razón cautelar es que la «economía convencional» llevará a una guerra de recursos en la que
todos seremos perdedores.

La premisa básica es que algunas de las instituciones y valores medulares de nuestra sociedad
están gravemente equivocados, y a menos que sean radicalmente cambiados nos hallaremos
inmersos en dificultades cada vez más graves en las décadas que vienen, con un riesgo cada vez
mayor de catastrófica autodestrucción. No es que nuestra sociedad intrínsecamente sólida haya
tenido la desgracia de caer en problemas; la afirmación significa que, a causa de su propia natu-
raleza, nuestra sociedad genera inevitablemente problemas tales como la escasez de recursos y
de energía, la destrucción del ecosistema global, la pobreza y el subdesarrollo del tercer mundo, el
peligro de conflicto internacional y guerra nuclear y el descenso de la calidad de vida. Éstas son
consecuencias directas de nuestros compromisos con niveles de riqueza material que son mucho
mayores de los que pueden sostenerse por todo el mundo y con un sistema económico que nos
obliga a afanarnos por un crecimiento continuo de estos patrones de vida material sin tener en
cuenta cuán altos sean ya.

El problema: nuestro compromiso con una forma de vida que no puede ser
opulenta

La forma característica de vida de la gente en los países desarrollados implica tasas de uso de
recursos per capita muy altas. Normalmente son unas cincuenta veces superiores a las de la gente
de los países del tercer mundo.

Los aspectos más notorios y censurables de esta forma de vida son los altos niveles de consumo
innecesario y de desechos. El hogar medio posee muchas más cosas, y mucho más sofisticadas y
caras, de las que son, con mucho, necesarias para una existencia cómoda.

Además de nuestras elevadas tasas de consumo personal utilizamos sistemas extremadamente


caros para suministrar comida, agua, energía, servicios de aguas residuales, alojamiento y muchos
bienes. Estos sistemas tienden a ser centralizados, basados en tecnología sofisticada y
dependientes de un transporte generalizado y de muchas entradas de energía, materiales y capital.
La mayoría de nuestros bienes y servicios se producen mercantilmente, en contraste con los que se
producen en los hogares y en barrios locales, y ello significa que muchos recursos no renovables
cuestan mucho más de lo que deberían. Hemos organizado la producción de un modo que requiere

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una enorme cantidad de transporte y de trabajo. Contraemos altos costes de distribución de agua,
electricidad y bienes porque tienden a producirse en enclaves centralizados distantes.

Cada americano utiliza al año:

29 barriles de petróleo
27 veces más energía que la media de los 2.300 millones de personas más pobres
55 veces más energía que la media de los 80 países más pobres
617 veces más energía que la inedia de los etíopes

Los países desarrollados consumen el grueso de los recursos utilizados en el mundo cada año
porque la forma de vida característica de estos países implica patrones de vida material per capita
muy altos. Este es el origen de muchos de nuestros más graves problemas globales. Cientos de
millones de personas con necesidades extremas deben seguir sin los materiales y la energía que
podrían mejorar sus condiciones mientras estos recursos fluyen a raudales en los países
desarrollados, a menudo para producir frívolos lujos. [...]

Recursos

Casi todas las elucubraciones sobre «si nos quedaremos sin recursos» han tenido que ver sólo con el
aspecto de si ese puñado de países desarrollados podrían continuar obteniendo recursos en can-
tidades crecientes o si tal vez van a carecer de ellos dentro de veinte o treinta años. Las conclusiones
son normalmente optimistas, pero estos informes por lo general no contemplan el hecho de que los
países ricos, conteniendo aproximadamente un cuarto de la población mundial, están consumiendo
unos tres cuartos de la producción anual de recursos en una tasa de consumo por persona cincuenta
veces mayor que la tasa para la mayoría de los individuos del tercer mundo. La pregunta más
importante es si existen suficientes recursos para que todo el mundo los utilice a este ritmo.

Cuando considerarnos las cifras de la cantidad total de recursos energéticos y minerales


potencialmente recuperables que existen en la corteza terrestre podemos ver que si tuviéramos once
mil millones de personas viviendo con los niveles de uso de recursos per capita característicos de los
americanos en los años setenta, las existencias de recursos de casi la mitad de los artículos
universales básicos estarían agotados en unas tres décadas. Las cifras más optimistas sugieren un
tiempo de vida de menos de veinte años. Incluso si ignoramos cualquier cuestión sobre la distribución
equitativa del uso de recursos global, es probable que en las primeras décadas del próximo siglo las
naciones industrializadas encuentren demasiado caro suministrar un número de materiales en
cantidades parecidas a las que nos hemos acostumbrado.

Nuestra forma de vida supone un incremento sin fin de la opulencia. Si el consumo de recursos
americano continuara creciendo en al menos un dos por ciento anual, como sucedió en el período
1950-1970, entonces hacia el año 2050 cada americano estaría consumiendo cuatro veces más cada
año que a mediados de los setenta. Si estamos logrando confirmar una sociedad ya opulenta en la que
hay crecimiento continuado a esta escala, entonces estamos asumiendo que en el año 2050 pueden
suministrarse unas cuarenta veces más de muchos recursos de los que se suministraban en los años

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setenta, y que esto es para que la gente de esos pocos países ricos vivan de esta forma superopulenta
mientras los otros 9.500 millones de personas del mundo no.

De este análisis se desprenden algunas duras consecuencias. A menos que se hagan


presunciones extremadamente inverosímiles, no hay ninguna posibilidad de que todo el mundo
alcance algún día los niveles de riqueza material que disfrutan los americanos en los últimos
setenta, sin considerar ya los niveles que los americanos alcanzarán si el crecimiento de los
patrones de vida material continúan. El corolario es que la gente de los países desarrollados es
hoy rica porque está acaparando los recursos escasos y en disminución; nuestra forma de vida es
posible sólo para los pocos que viven en países desarrollados en tanto continuemos obteniendo y
consumiendo la mayoría de los materiales producidos cada año. Si dividiéramos los recursos
mundiales equitativamente el americano medio tendría que arreglárselas con menos de una sexta
parte de la energía media utilizada ahora.

Si estas cifras son exactas, muestran que nuestros patrones de vida opulenta son groseramente
inmorales y extremadamente peligrosos. Indican que nuestra sociedad no constituye un modelo que
pueda alcanzar todo el mundo, sino sólo una posibilidad para unos pocos que la mayor parte de la
gente del mundo no consigue, y esta resolución por nuestra parte de conservar nuestra forma de
vida opulenta debe con el tiempo generar conflictos de recursos cada vez más graves. [...]

Los problemas de la pobreza y el subdesarrollo del tercer mundo

En este punto es donde debemos afrontar las acusaciones más inquietantes de nuestra forma de
vida. La crítica esencial aquí no es que el puñado de naciones ricas permanezcan indiferentes a la
situación de las naciones pobres y que no hayan hecho los esfuerzos precisos para ayudarlas,
sino que nuestra riqueza es resultado directo de su pobreza, y que nuestros compromisos con
patrones de vida material y con nuestro tipo de sistema económico no pueden llevarse a cabo sin
privar al tercer mundo de su participación equitativa en los recursos del planeta. Para la mayoría
de la gente del tercer mundo no sería posible un desarrollo satisfactorio hasta que las relaciones
económicas existentes entre países ricos y pobres se cambien de forma radical. (Ésta es una
acusación tanto de los rusos en su área de influencia como de las naciones occidentales
desarrolladas en las suyas...) (...)

Las razones de la pobreza en el tercer mundo son complejas e incluyen la corrupción, la


superstición y la ignorancia, pero las principales provienen de la determinación de los países
desarrollados de perseguir patrones de vida siempre crecientes y de la lógica del sistema
económico global que les proporciona su riqueza. Sería mucho más difícil conseguir esa riqueza si
no pudieran importar recursos del tercer mundo o venderle bienes. Su superior demanda efectiva
les permite obtener muchos de los recursos producidos en el tercer mundo y asegurar que las
industrias allí construidas sean industrias que produzcan las cosas que quieren, antes que las
cosas que necesita la gente del mundo pobre. Si las naciones subdesarrolladas fueran capaces de
seguir un modelo de desarrollo más autosuficiente, encaminando sus recursos, por lo general
suficientes, directamente a producir lo que su gente necesita, y no a exportar al exterior, los países
ricos sufrirían la desastrosa pérdida de la mayoría de su consumo de recursos y un tercio de sus

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mercados de exportación. Si, por otra parte, estuviéramos satisfechos con patrones de vida
material que fueran razonablemente adecuados y cómodos, si produjéramos cosas que duraran y
se repararan, si acabáramos con la producción de bienes desechables e innecesariamente com-
plicados y tuviéramos una economía que nos permitiera reducir la producción total y el consumo
de recursos tal vez a la mitad de los actuales, serían liberados recursos suficientes como para
permitir al tercer mundo suministrarse a sí mismo los bienes y servicios básicos que acabarían con
sus problemas más graves. Aun más importante, seríamos mucho menos propensos a arrastrar el
tercer mundo a relaciones de comercio e inversión, que normalmente tienden a entregar mucha de
su riqueza a unos pocos ricos y poco o nada para la mayoría de su gente.

Si estos argumentos son válidos se sigue que nuestra forma opulenta de vida es sumamente
inmoral y que nosotros, los de los países ricos, hemos de aceptar la idea de de-desarrollo;
deberíamos ponernos inmediatamente en marcha en lo que se refiere a reducir nuestros patrones
de vida material para permitir que el tercer mundo tenga un reparto más equitativo de los recursos
disponibles y una parte mayor de la capacidad productiva del tercer mundo se destine a cubrir las
necesidades de su gente. Por encima de todo, esto significa que deberíamos emprender un
cambio fundamental hacia sistemas económicos que no otorguen más riqueza a los que son ya
ricos y no nos obliguen a consumir recursos en proporciones como las actuales. El imperativo se
resume ingeniosamente en el dicho «EI rico debe vivir más sencillamente para que el pobre
sencillamente viva».

La magnitud de la redistribución que se requiere podría fácilmente subestimarse. Si la riqueza del


mundo fuera a igualarse hoy, la persona media de los países desarrollados tendría que arreglárselas
con un tercio del actual consumo de recursos. La redistribución significativa implicará sin embargo
enormes cambios en los patrones de vida y los sistemas sociales de los países desarrollados.

Rehusar considerar el de-desarrollo es adoptar una postura claramente inaceptable, tanto moral
como cautelarmente. Por tres dólares podría suministrarse agua potable a una familia hindú,
mientras los americanos gastan ochocientos millones de dólares cada año en goma de mascar.
Con sólo cinco centavos se compraría cada año suficiente vitamina A para salvar la vista de uno
de los cerca de cien mil niños que quedan ciegos por malnutrición cada año, mientras los
australianos han decidido recientemente gastar cien millones de dólares en un Teatro de la Opera
y lanzar un nuevo modelo de automóvil por idéntica cantidad. La sanidad podría ser llevada a
áreas rurales del tercer mundo con cinco dólares por persona, y tres dólares permitirían vacunar a
un niño contra las seis enfermedades más frecuentes, resultando que la facturación anual de la
industria cosmética estadounidense podría costear la sanidad de mil seiscientos millones de
personas. Según UNICEF, diecisiete millones de niños murieron en 1980. El costo de salvarlos
habría sido aproximadamente el de un submarino Tridente. Una tonelada de fertilizante incremen-
taría la producción de alimentos del tercer mundo lo suficiente como para alimentar a diez
personas cada año, pero cada año los americanos emplean tres millones de toneladas de
fertilizante en sus jardines y césped. Una tonelada de trigo podría alimentar a más de cuatro
personas del tercer mundo durante un año, pero cada año más de cuatrocientos millones de
toneladas de trigo se van en la práctica absolutamente innecesaria de la producción de carne enri-
quecida en los países ricos. El hecho de que optemos por colmarnos de recursos y abarrotar
nuestras tiendas de montones de artilugios, chucherías y lujos innecesarios cuando tal vez miles

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de millones de personas en la tierra siguen sin artículos de evidente primera necesidad debe
figurar junto a los más destacados crímenes morales de la historia humana. La situación es
reseñable porque pocos de los que la perpetúan y se benefician de ella tienen la más mínima idea
de cuán moralmente repugnante es su comportamiento. ¿Cuántos están en desacuerdo cuando se
gastan millones de dólares en campañas publicitarias de perfumes, en la regata de la Copa de
América, en televisores en color, en vacaciones en estaciones de esquí o en la construcción de
restaurantes giratorios? La energía, el acero y el talento que se van en estas aventuras podrían
haberse utilizado para producir comida, ropa, vivienda y servicios sanitarios para gente que
literalmente muere a un ritmo de ochenta mil personas cada día porque no consiguen estas cosas.
Nuestra posición moral sería detestable incluso si poseyéramos y repartiéramos nuestras riquezas
y fuéramos miserables al ayudar a los que tienen necesidades, pero no sólo estarnos
apropiándonos de la mayoría de los recursos disponibles al hacer mejores ofertas que el pobre,
también estamos quedándonos con la mayoría de los recursos de los países pobres que nos
hacen tan ricos. Todos los ciudadanos de los países desarrollados podemos, por lo tanto, ser
considerados partícipes en el crimen; nos beneficiamos de la mala distribución y hacemos poco o
nada por luchar contra los sistemas que la originan.

Si los llamamientos morales son inútiles, tal vez entonces las consideraciones cautelares tengan
más peso. Al final del siglo que viene la gente de los países en la actualidad desarrollados
probablemente sobrepasaría en número en seis u ocho veces a la de los países pobres. De
acuerdo con los análisis ofrecidos más arriba, los primeros podrán entonces disfrutar patrones de
vida opulenta sólo si se quedan con un porcentaje incluso mayor que el actual de la producción de
recursos del mundo e importan aun mayor cantidad de bienes de consumo de un tercer mundo
que será más pobre incluso que ahora. Las luchas por los recursos entre países desarrollados y
los conflictos entre países desarrollados y subdesarrollados van a alcanzar niveles críticos probablemente
mucho antes de ese momento. Aunque sólo fuera para aumentar nuestras propias posibilidades de
supervivencia en el siglo XXI, parecería sensato que los países ricos se comprometieran con un de-
desarrollo relevante.

Nota

1. T. Trainer, Abandone Affluence!, Zed Books, London, 1985, pp. 19 y 176-178.

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