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De eso que nos pasa y no nos deja igual

Se puede pensar inicialmente por experiencia como eso que ya no nos deja iguales, como
eso
que da cuenta de que algo nos pasó, como una herida que nos atraviesa y que golpea de
adentro hacia afuera, brindándonos la posibilidad detenernos entre tanto afán y preguntar
¿qué me ha pasado? Algo que paradójicamente hemos ido perdiendo cada vez más. De esta
manera, nos conectamos con la experiencia como aquella que permite hablar de eso que
sucede y transforma la existencia del sujeto. Aquella que posibilita nuevos caminos de
interrelación y da pie a otras formas de vivir, distintas a las hegemónicas. Una experiencia
que se hermana con el modo de habitar el mundo, según va aconteciendo en sí. En por eso,
que la experiencia reclama hacer un alto en el camino, porque al irrumpir nuestra
cotidianidad, nos llama a hacer algo con eso que nos pasa, con eso que nos fractura. Ella
nos conduce hacia vivencias que se presenta por fuera de lo establecido, de lo
presupuestado, provocando la creación de otros sentidos.
Ahora bien, cómo saber que eso que nos pasa, ha sido precisamente experiencia, si entre
tanto afán, entre tanto ruido, entre tanta acumulación de sensaciones, ni siquiera percibimos
la vida que pasa. Si antes el cuerpo era el soporte de la experiencia, ahora el cuerpo será el
soporte de la experiencia que ya no alcanzaremos a tocar. Es este sentido, se vuelve
importante recordar la manera en que Benjamín describía la modernidad, como una
acumulación de sentidos a las que el cuerpo apenas puede dar respuesta. Si eso que nos
pasa, nos ayuda a ver las cosas de otra manera, cómo hacerlo ahora con un cuerpo
anestesiado; porque la experiencia con un cuerpo ocupado, sale como un dictado
impersonal. ¿Volveremos a sentir eso que nos pasa y no nos deja igual? Habrá, entonces,
que esperar el despertar de los cuerpos.

Laura Jimena Benavides

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