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Las alas de Leopoldo

En la última y celebrada manifestación del Orgullo Gay de Madrid, entre el aire de


fiesta popular veraniega que la acompaña (y que tanto ha hecho por su visibilización, como por
la invisibilización de muchas de las cuestiones que importan de ella) había un reducido grupo
de manifestantes bajo el lema “sin cultura no hay orgullo”. El reducidísimo grupo, entre el
marasmo reivindicativo – y no tanto- general, pasaba casi desapercibido. Aunque su mensaje,
como todo lo que tiene que ver con esa “cultura” que no se pliega a los poderes políticos,
servía casi como recuerdo de que, incluso dentro del colectivo LGTBI+, reproduciendo (en esto
también) las lógicas políticas que gobiernan nuestras vidas a nivel nacional e internacional, no
es posible prescindir de la cultura – de una propia, incluso- si queremos mantenernos firmes y,
sobre todo, recordar de dónde venimos, y evitar alguno de los caminos hacia los que nos
podemos dirigir.

Ante esta reivindicación dentro de la propia reivindicación – periferia de las periferias,


margen de entre los márgenes- uno no podía sino recordar, no sin tristeza, que hace
exactamente una década que dos de los más importantes intelectuales de la denominada
“cultura gay” – o queer, whatever…- nos habían abandonado con tan sólo unos meses de
diferencia: Paco Vidarte, cuya labor filosófica y divulgativa de esa teoría queer que copó las
discusiones de principios del nuevo milenio en nuestro país sigue siendo un legado
indispensable, y que con su Teoría Marica nos dejó un texto que entonces como hoy debe ser
leído no sólo como su más contundente panfleto, sino como una obra fundamental desde la
actualidad; y Leopoldo Alas, figura imprescindible para entender la construcción de esa
“cultura gay” que para Vidarte debía ya a estas alturas ser puesta en cierta cuarentena crítica,
y que sin embargo es imposible de entender – de “entendernos”, nunca mejor dicho- sin
contemplar lo que Leopoldo fue capaz de conseguir durante aquellos noventa en los que,
como él mismo reconocía en una de sus columnas para El País, “en Chueca estaba el
ambiente”. Ese ambiente que, de liberador y necesario, fue haciéndose cada vez más cerrado
– y sometido a los vaivenes del denominado “capitalismo rosa”- quedando completamente
desvirtuado de la necesaria capacidad de atracción con la que nació como centro de reunión,
de ocio, de cultura compartida, e incluso de espacio afectivo en el que poder “entendernos”
entre nosotrxs.

No podría haberlo hecho, sin lugar a dudas, sin una labor como la de Leopoldo,
activista hasta cuando escribía aquellos libros de cocina “para entendidos” que hoy parecen
reliquias de tiempos remotos. Pero no. No sólo se trataba de ampliar el público e incluir –
fuese como fuese- a los y las homosexuales entre el público de la época. Se trataba, sobre
todo, de convertirnos en miembros de pleno derecho ante unas políticas neoconservadoras
que no dudaron en arrebatarle el programa Entiendas o no entiendas de RNE, en el que realizó
una última entrevista, precisamente, a Pedro Zerolo, con el que compartía – junto a activistas
como Carla Antonelli o Boti García- la firme determinación de la defensa de los derechos de los
homosexuales. Y no sólo, pues como él mismo reconoció en más de una ocasión, “escribo para
reivindicar los derechos de las minorías, sean negros, gay, o insumisos”.
Desde luego, a poco que se piense no era pequeña tarea durante unos años en los que
“lo gay”, al tiempo que inflaba su potencia en Chueca, y comenzaba a llamar la atención de
propios y extraños cada 28 de junio, se encontraba atacado por múltiples frentes: desde los
manipuladores casos del Arny al silencio institucional – cuando no la abierta desinformación-
sobre la crisis del sida. Cuando se trataba, sobre todo, de utilizar cualquier herramienta
disponible para hacer “entender”, también a propios y extraños, la importancia del
compromiso y de la creación, incluso, de esa propia “cultura” que todavía se reclama. Quizá
por eso, para la generación a la que pertenezco, más que a esos “postnovísimos” literarios,
Alas pertenece a los “novísimos” creadores del establecimiento de una cultura gay en nuestro
país, con todos los pros los peros que hoy en día se quiera poner al desarrollo de la misma.

Recuerdo, en esos noventa en los que mi generación despertaba a tantas cosas,


precisamente aquellos –entonces- sorprendentes libros en los que uno podía sentirse de algún
modo identificado. Aquellos textos - como Los amores periféricos (1997) o el Ojo de loca no se
equivoca (2002)- en los que con su habitual lucidez llegaba a prever los destinos que
deparaban, de seguir así las cosas, a la propia “cultura gay”: “[…] Hoy todo se vende, pero
cualquier cosa, para poder ser vendida, debe ser previamente identificada. Y el ambiente, que
no iba a ser menos, reforzó sus rasgos de gueto para darse a conocer como tal al resto de la
sociedad y ofrecerse como producto: «Los gays somos así, vamos a estos sitios, hablamos de
esta manera, nos vestimos de esta otra». Y de esta suerte hemos llegado al punto en el que
nos hallamos: hoy existimos, tenemos un lugar en la sociedad pero sólo en la medida que
pertenezcamos a ese nuevo orden gay que los demás pueden identificar gracias a que nos
hemos ocupado de señalarlo y codificarlo con entusiasmo”. Obras que no eran, a fin de
cuentas, sino resúmenes precisos de sus intereses políticos y personales, de su capacidad de
defender por igual el papel de Boris Izaguirre colándose cada noche en las televisiones de
media España – aunque fuese con la imagen tranquilizadora que se esperaba de “lo gay” en la
época- como arremetiendo contra las políticas de un Partido Popular que le acabaron costando
el puesto mediático.

Y aunque siempre es peligroso, qué duda cabe, recurrir a los recuerdos autobiográficos
por lo imparciales que resultan, no puedo sino recordar el momento en el que – después de
tan leído- conocí a Leopoldo en la Galería Sen, y enterado de la investigación que por entonces
andaba llevando a cabo sobre los pintores Costus, me invitó a escribir sobre ellos en la revista
Zero de la que era por entonces asesor– toda una pica en Flandes, dada la inexperiencia en
esos asuntos, y cuando compartir papel con Mendicutti o Juan Vicente Aliaga parecía casi un
imposible-. Más importante, sin embargo, me parece hoy el agradecimiento que me transmitió
por haberme dedicado a “mirar al pasado” de aquello que hasta entonces, también, se había
mantenido como marginal. Era necesario, si, entonces como ahora, mirar al pasado. Y
reconocer, sin duda, que de aquellas alas, podemos disfrutar hoy de muchos de nuestros
vuelos.

Julio Pérez Manzanares

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