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agachó sobre el cadáver, hurgó en un bolsillo y sacó un fajo de billetes.

Separó
algunos, se los dio a Lobo y regresó el resto. —Cóbrese, artista —dijo”. Una nueva
característica sale a relucir: es un ser justo, y el homicidio que acaba de cometer es
comprensible en la medida que, de alguna forma está impartiendo justicia.
Lobo quedó absorto con lo que acababa de ver, este sujeto que le recordó a alguien que ya
había visto en el pasado, este ser imponente, protector de hombres y mujeres, perspicaz, justo
y justiciero… este es el narcotraficante que Yuri Herrera describe desde la perspectiva de su
personaje Lobo en la primera escena de su novela.

Pero el Rey no es el único narcotraficante en Trabajos del reino, es el líder de una


organización con numerosos trabajadores que hacen parte también de la ya nombrada
narcomáquina y que, si bien ocupan una posición jerárquicamente inferior, encarnan figuras
imprescindibles para su funcionamiento. Así, estos personajes se definen a su vez a medida
que pasan las páginas, en ocasiones adhiriéndose a imágenes previas salidas de los medios, de
la propaganda institucional o de la sociedad misma. El Artista, antes de haber entrado en la
corte del Rey, el artista es representado como un joven en situación precaria con un pasado
marcado por el abandono y la soledad, proveniente de “una casa endeble donde nadie cruzaba
palabras”. Estas condiciones de vida precarias corresponden a una imagen tratada en el primer
capítulo de este estudio: la del individuo que ingresa en el mundo del narcotráfico para
escapar de la pobreza y lograr cierto estatus que de lo contrario sería imposible alcanzar. Y
para Lobo es particularmente difícil conseguir una promoción social a través de caminos más
convencionales ya que desde la escuela “el profesor lo tenía por bestia”, la vida académica se
borró de su horizonte y “se confinó a la soledad de su cuaderno, […] a ofrecer rimas a cambio
de lástima y centavos”. Es por esto que el encuentro con el Rey es casi una aparición
milagrosa, la vida que ha llevado Lobo magnifica la presencia del Rey.
La novela constantemente recurre a la memoria y la experiencia de Lobo para dar
cuenta de las personas y lugares que conoce; el Rey no sólo se construye a partir de sus
acciones sino también con retazos de los recuerdos del Artista, quien inevitablemente lo
compara con gente que ha visto antes, reacción a todas luces natural pues Lobo necesita
definir a este hombre que parece salirse de todo paradigma. El paralelismo con un Rey nace
de esta necesidad por explicarse al hombre que tiene en frente. Luego, cuando llega a la
hacienda donde vive el capo con sus súbditos, el narrador dice: “Era como siempre se había
imaginado los palacios”. De esta corta frase se pueden conjeturar dos observaciones; la
primera, que el narcotraficante vive en un palacio “sostenido en columnas, con estatuas y
pinturas en cada habitación, sofás cubiertos de pieles, picaportes dorados, un techo que no
podía rozarse”, a esto podemos añadir la existencia de un zoológico en dentro del Palacio. En
síntesis, este narcotraficante cumple con el estereotipo de la narcoestética arquitectónica que
Hector Abad Faciolince resume en estas palabras:

Querer tener fragmentos de Estados Unidos,


calcos parciales de Disney World, forma parte de
esta tendencia a la exageración. Recibe del
gringo nuevorrico el gusto por todo cuanto sea
grande, ruidoso y estridente. Se exagera con lo
foráneo y eso lleva a una estética de objetos,
sobre todo arquitectónicos, puestos solo para
sorprender, y totalmente fuera de contexto; lo que
no es genuino sino facsimilar: la pagoda china, el
castillo medieval, la casa andaluza, el chalet
suizo.1

La segunda observación, por más superflua y evidente que suene, es que Lobo ya se
había imaginado un palacio, esto es importante remarcarlo ya que la estructura de la novela se
va cimentando desde el cantante. Lo que le llega al lector no pasa directamente por la voz del
narrador sino que previamente ha sido interpretado por el Artista y su propia experiencia. Con
lo anterior quiero dejar ver que el propio personaje de Lobo está influenciado por
representaciones previas del mundo, y del mundo del narco por supuesto; cualquier juicio de
valor proferido por Lobo no será generado espontáneamente. Este análisis se concentra en la
representación del narcotraficante y, en Trabajos del reino, de entrada nos damos cuenta que
será difícil obtener una visión original del narco por medio de los ojos del Artista quien asume
que el rey “vino a posarse entre los simples y convirtió lo sucio en esplendor”, atribuyéndole
una cualidad casi metafísica, elevándolo a una condición superior a la del resto de los
mortales.
Gracias a las palabras de los otros personajes de la novela, la imagen del capo se hace
cada vez más clara. Al tratar de ingresar por primera vez al palacio para cantarle al Rey, un
guardia le dice a Lobo: “Más te vale caerle en gracia. […] Aquí el que la riega se chinga”;
otro rasgo se manifiesta: la exigencia del patrón, el poco margen de error que tienen sus
sirvientes cuando se trata de satisfacerlo.

1
Abad Faciolince, Héctor. «Estética y narcotráfico». Revista de Estudios Hispánicos, vol. 42, 1995.
La relación de Lobo y la Niña, su amante, proporciona un nuevo cariz a la figura del
Rey pues “también a ella la había rescatado”. Se configura entonces la imagen de salvador, de
hombre compasivo. Sin embargo, “notaba el Artista en sus ojos [los de la Niña], también tenía
un hambre de otros cariños que no había en Palacio.” Este es quizás el primer signo que
revela una imperfección o carencia respecto a la vida en la corte.
Pareciera que el narrador busca alejar al lector de todo juicio de valor respecto a las
actividades propias del narco, algo es claro, no se está frente a una novela con fines didácticos
ni moralizantes. Por ejemplo, en ciertos pasajes, tras una escena aterradora o cruenta, el
narrador desvía la atención aplacando así la violencia de la historia y evitando que el lector se
convierta en un juez (un juez simple y sesgado) de sus personajes. De golpe, lo que
suponemos es uno de los sicarios de la Corte dice:

Para acordarme de los muertitos en mi haber me llevo un diente de cada


uno y los voy pegando en el tablero de mi troca, a ver cuántas sonrisas
alcanzo a formar.

Acto seguido el narrador afirma que aquellos hombres:

Se querían como hermanos, se picaban la panza, se ponían apodos. A un


guardia al que habían descubierto ensartado con una borrega lo llamaban el
Santo, porque lo amaban los animales.2

Entonces, tras la macabra confesión del hombre que extrae un diente a todos los que
asesina, el narrador irrumpe con un punto de vista que humaniza a ese grupo de asesinos; se
puede hablar incluso de un sentimiento de empatía en donde resalta más la fraternidad que los
une que las atrocidades que puedan haber cometido. O luego:

Un pobre gordo al que le habían machacado los brazos hasta


desprendérselos en una represalia ahora servía como mensajero, cargaba en
las espaldas una mochila en la que metían los recados y él recorría el
Palacio repartiéndolos. Le decían Peligroso: cada que algún guardia lo
venía venir gritaba ¡Peligro! ¡Peligro! Y el Peligroso reía. 3

Una vez más, no es la intención del escritor chocar o generar escozor al narrar la cruel historia de
Peligroso, lo verdaderamente importante por ahora es que prevalezca el espíritu de camaradería que
se vive en el Palacio. En resumen, incluso si suceden cosas horribles, la vida en el Palacio es

2
Herrera, Yuri. Trabajos del reino.
3
Ídem.
agradable. Herrera nos propone un código moral alejado de los cánones tradicionales: el código
moral del Palacio. En palabras de Héctor Abad Faciolince (incluso si él se basa en el caso colombiano,
sus postulados al respecto se pueden transportar perfectamente al mexicano) las sociedades que
han vivido el fenómeno del narcotráfico no sólo redefinen la apreciación estética, cómo ya vimos en
el caso arquitectónico, sino que

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