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Aunque uno pueda dudar de la sinceridad de las palabras del Rey cuando afirma que a

nadie le tiene la confianza que le tiene al Artista, lo que realmente genera impresión en el
Artista es sentirse necesitado por su jefe, que es capaz de hablarle con “ternura paterna”. Esta
conversación tiene lugar porque el patrón le encarga a su criado la tarea de infiltrarse en un
bando enemigo para poder averiguar si alguien de la Corte estaba conspirando. Ante esta
propuesta o, más bien, oportunidad:

El Artista abrazó la misión con fe y honor, si bien debió confinar a un


rincón de sus vacilaciones la última frase que le dijo el Rey, y que ahí
quedó, como un zumbido de fondo:
-Llegó la hora de hacerse útil, Artista.1

Otra sacudida para el Artista, a quien seguramente las palabras del Rey lo hacen
replantearse su papel en la Corte: su arte no es útil en el mundo del narco, o por lo menos, no
es lo suficientemente útil. Él no está allí sólo para cantar canciones. Su cualidad más preciada
no es el canto (como ingenuamente creía) sino la que el Rey decida.

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Ídem.
La duda

El Artista, protagonista del relato, se acerca a la Niña para enseñarle una nueva
canción enalteciendo al Rey, a lo cual ella responde:

-Tú no sabes nada de nada, verdad? –dijo ella con desprecio.


-¿Qué es lo que hay que saber?
[…]
-Pues qué va a ser, pendejo –dijo ella antes de que el Artista saliera-, que
ellos son unos hijos de la chingada y que tú eres un payaso.
El Artista se volvió, perplejo, más por el veneno que salía en la voz de la
Niña que por cómo lo despreciaba o por el insulto al Rey.
-Pensé que estabas feliz aquí.
-Eso se le dice a los clientes –lo cortó ella, con crueldad. Luego lo encaró y
dijo-: ¿O qué? ¿No te has oído? Ya hablas como cualquier puto que hace
joyas […].2

Esta conversación con la Niña es una sacudida para el Artista quien empieza a caer en
la cuenta de que el Palacio en el que vive no es un paraíso, que, empezando por la Niña, las
mentiras están a la orden del día y que hay un mundo detrás de lo que se alcanza a ver.
Llegó el día indicado y cumpliendo con su misión, el Artista logra entrar al mundo del
enemigo del Rey:

Surcó bien suavemente la fiesta, bien seguro de dónde pararse, en quién


fijarse y cuándo hablar. No había pierde. La pachanga también tenía su oro
sonajeando, sus muchachas rubias, sus botas rojas de oso hormiguero, su
conjunto con tarima, su asada, sus pistos, su guardia, su cura de cajón. Y el
Artista se abocó a perseguir la plática que balconeara alguna intriga. Y
había muchas, la intriga de un hombre viejo contra su mujer, la de tres
muchachas contra el vestido de la madrina, la de dos gallitos contra un
trajeado, la del cura contra sus deseos de apurar un sotol, pero ninguna que
lo informara. Todo era igual que en la Corte.3

Aquí Herrera iguala el mundo de los dos narcotraficantes. Sus propiedades, su entorno,
sus maneras y su gente son iguales. Quizás es sólo físicamente que Lobo encuentra alguna
diferencia entre el Rey y el otro capo:

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3
Ídem.
Al cantar los corridos al otro rey, un güero sin gracia y con esmoquin, lo
hizo con una naturalidad que debía haberlo alarmado, pues averiguó cuán
fácil se sentía a gusto en el papel de alguien que no tiene deudas de sangre.
Y ahí, en ese momento, desapareció el zumbido que le aquejaba desde que
el Rey le pidió que se hiciera útil. Tuvo una visión minuciosa del rostro del
Rey, como una lupa le vio la consistencia floja de la piel, de una
constitución precaria como la de cualquiera de las personas en este lugar.
Disimuló que el hallazgo lo fulminaba.4

Este narco es humano, nada disímil a cualquier otra persona y, de nuevo, uno de los
personajes de la vida pública, un político de alto rango, es integrante de una fiesta ofrecida
por un narco

Decidió irse, pero antes de encontrar la salida aún tuvo la entereza para
advertir a un hombre que conversaba en la barra, lo registró
concentradamente durante una fracción de segundo, que le bastó para
distinguir esta clase de traje fino y reparar en que era el mismo hombre que
aparecía en las fotos de los diarios en la biblioteca, siempre al lado de otro
tan elegante como él.5

, Luego, el Artista compone una nueva canción como parte del trabajo que le encomendó el Rey
para infiltrarse en la agrupación rival. Estas dos estrofas están cargadas de ambigüedad pues no se
sabe a ciencia cierta si es el Artista ingenuo quien las escribe, si se trata de un viso de sarcasmo, o si es
lo que debería ser: un ataque al Rey que hace parte de la confabulación:

Quesque andabas muy enfermo


Mientras tus hijos peleaban
¿Verdad que nunca dijiste
Al cabo que me sobraban?

Yo sé que aunque calles quieres


Que ya no estemos jodidos
Ni que fueras de vil palo
Somos tus únicos hijos.6

Esta pieza devela el secreto más preciado del Rey: que no puede tener descendencia.
Sin embargo; es un secreto a medias, pues desde las primeras páginas de la novela, el
borracho asesinado por el Rey pareciera insinuar lo que todos alrededor ya saben pero no se
atreven a decir. Estos versos llegan a los oídos del Rey, quien no los toma para nada bien. He
aquí una confirmación del machismo imperante en la Corte, un capo que no puede procrear no
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es digno de respeto; más aún, un hombre incapaz de tener hijos, no es un hombre. El Rey
reacciona:

-Así que soy bien poquita cosa, ¿no? Eso dices. Que no puedo…
Calló. La frase callada y que le hablara de tú sugerían, sí, un nuevo lazo
entre ellos, pero no el que el Artista había esperado.
-Para estar donde yo estoy no sólo basta ser chingón, eh, hay que serlo y
hay que parecerlo. Y yo lo soy. A güevo que lo soy –hizo una pausa, el
Artista sintió cómo la voz del Rey se balanceaba entre el sollozo y un
arrebato de ira-, pero necesito que mi gente lo crea, y ese, pendejito, ese era
tu trabajo. No andar pregonando que yo…
Le temblaba el cuerpo como si cada hueso pugnara por largarse. 7

El narcotraficante se autodefine como alguien que no sólo es chingón sino que también
parece serlo. Se encoleriza cuando su virilidad es cuestionada, cuando los demás conocen
alguna debilidad – o lo que él considera como debilidad.- He aquí la desembocadura de lo que
Herrera interpreta como “el camino de la locura” que siguen los narcos:

Porque no tienen a nadie que les conteste, que les objete sus decisiones. Y
se rodean de un aura de invencibilidad, mística, que los va distanciando de
su cualidad humana. Esto tiene que ver con la mezquindad de los
poderosos y con la fragilidad que tienen los poderosos a pesar de sí
mismos. Con el descubrimiento que ellos eventualmente tendrán que hacer
de su condición de seres mortales, y que están errando constantemente.8

Luego el Artista intenta Apaciguar la furia de su señor al ripostar:

-Señor, yo pensé…
-¿De dónde sacaste que podrías pensar? ¿De dónde? Tú eres un soplido,
una puta caja de música, una cosa que se rompe y ya, pendejo.
Dio dos zancadas hacia el Artista, le arrebató el acordeón, lo arrojó contra
uno de los estantes vacíos y luego lo pateó hasta desparramar teclas y
resortes por todo el cuarto. De espaldas al Artista, los puños cerrados, dijo:
-Pero la culpa la tengo yo, por andar jugando con animales que pegan
mordidas.
El Artista supo que, a continuación, el Rey se volvería para destriparlo, y
sabía que él no tendría la entereza para resistirse o huir.9

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8
Herrera, Yuri. Yuri Herrera habla sobre «Trabajos del reino». 2010.
9
Herrera, Yuri. Trabajos del reino.

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