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En relación a la cuestión planteada, primer lugar, hay que tener en cuenta que la

situación actual es totalmente inédita, es decir, que sepamos, nunca, en ningún período
histórico se ha recluido a tanta gente para ponerla en cuarentena. Las cuarentenas son bastante
antiguas y se citan en textos antiguos como el Antiguo Testamento, en la Biblia, en la que se
indicaba que deberían aislarse por cuarenta días aquellos sospechosos de haber contraído lepra,
una enfermedad, por otra parte, muy frecuente en la época. Con todo, esto se restringía
normalmente al individuo, no a grupos amplios.
Durante la época medieval se popularizan las cuarentenas colectivas, con la sucesión de
varios episodios de peste, específicamente la Peste Negra, en la que podían tapiar la casa de
familias en las que se supiese que uno de sus miembros estuviese contagiado, ya que la
enfermedad suponía casi con toda seguridad la muerte.
Con todo, desde un punto de vista de la magnitud de las mismas, lo que estamos
viviendo en la actualidad son situaciones completamente nuevas en las que los aislados lo son
por millones, con cierre de fronteras, reclusión en los hogares, medidas profilácticas extremas,
etc.
Todas las epidemias tienen, además de un coste humano, un coste económico
importante. Antiguamente solían afectar a las localidades y territorios afectados, pero
actualmente es muy diferente, ya que, con la globalización, el grado de afectación es global, es
decir, todos los países se verán implicados, incluso cuando no experimenten la enfermedad en
sus respectivos territorios o el número de enfermos y fallecidos sea muy bajo.
El único ejemplo que tenemos a mano, desde el punto de vista histórico, que más se
puede aproximar, fue la epidemia de Peste Negra de 1348 que asoló a casi toda Europa, de
forma que se pasó de 60 millones de habitantes poco antes de la crisis a menos de 40 en 1400.
La diferencia con la actualidad es que el número de muertos fue elevadísimo y en este caso,
aunque muy contagioso, el virus actual no parece que vaya a tener esa incidencia demográfica.
Además, hay que contrastar la carencia de medidas higiénicas en la época y una medicina
rudimentaria con los adelantos actuales. Por contra, la velocidad de transmisión de la epidemia
es ahora mucho más rápida que entonces: si desde China a Europa no hemos tardado ni un mes
en tener casos, la peste de 1348 comenzó en Crimea en 1347, venida de China (sí, otra vez)
cuando los ejércitos mongoles lanzaron cuerpos enfermos de peste para vencer la resistencia
de los genoveses en las colonias que tenían en esta región. Barcos comerciales que conectaban
el mar Negro con Italia contribuyeron a transmitir la enfermedad, pero su extensión a Europa
fue por fases hasta 1353.
En lo que sí podemos estar seguros es en el impacto a nivel político, económico y social.
La Peste Negra significó el fin del feudalismo clásico, que ya a finales del siglo XIII, principios del
siglo XIV estaba dando ya señales de agotamiento, por un crecimiento muy rápido de la
población en relación a la tecnología y los recursos existentes, que llevó a un aumento de las
roturaciones de tierra hasta que, por la ley de rendimientos decrecientes, la productividad se
hundió, porque las nuevas tierras cultivadas eran menos fértiles. Por tanto, la población empezó
a estancarse y a no poder hacer frente a las epidemias frecuentes de forma que, cuando llega la
Peste Negra, contribuye a rematar la situación.
En la actualidad también se puede decir que la pandemia global que sufrimos coincide
con un cambio de paradigma. En los últimos doscientos años se ha extendido el sistema
capitalista a nivel mundial, basado en una serie de principios básicos como la ley de la oferta y
la demanda, la búsqueda del máximo beneficio, la acumulación de capital, etc. En los últimos
setenta-ochenta años hemos asistido a cambios sustanciales. Tras la Segunda Guerra Mundial
se experimentó un nivel de desarrollo y de crecimiento económico nunca antes visto, que fue
conocido como los «Treinta Gloriosos» (1945-1975). Se generaliza el Estado del Bienestar como
un acuerdo tácito entre las clases empresariales capitalistas y de los gobiernos de que era
necesario aumentar la protección social dentro de una dinámica de mercado que contrapusiese
ese sistema respecto del modelo de economía planificada socialista de la URSS y sus países
satélites.
En Europa Occidental significó que los cimientos de dicho modelo, asentados ya a finales
del siglo XIX, es decir, no es de ese momento, se fortalecen formando un edificio completo
basado en un sistema de salud público o tendencialmente público, seguros de enfermedad,
desempleo, jubilación, etc., vacaciones pagadas y otros beneficios sociales, dependiendo del
nivel de desarrollo del país, contrastando varios modelos: el escandinavo, el de Europa Central,
el británico y el de la Europa meridional, el nuestro, mucho más escuálido y tardío. Además, la
economía estaba fuertemente participada por el Estado, que detentaba la propiedad y la gestión
de sectores considerados estratégicos como las telecomunicaciones, la aviación, la siderurgia,
los astilleros y otros sectores empresariales, lo cual no impedía la concurrencia de un sector
privado innovador que se beneficiaba, además, de la extensión del modelo de sociedad de
consumo y del pleno empleo, con la masiva incorporación de la mujer al trabajo.
Cuando llega la crisis del petróleo de 1973, los gobiernos se ven, de repente, con un
fenómeno de estanflación, es decir, estancamiento o incluso decrecimiento económico aunado
con una fuertísima inflación derivada de los altos precios del petróleo que, además, constituían
una materia prima importante para muchas industrias. La respuesta fue expansiva, siguiendo las
teorías keynesianas de garantizar el bienestar de la población y amortiguar los efectos de la
crisis, pero ello conllevó un endeudamiento bastante excesivo.
Así, para 1980 se empiezan a poner en práctica medidas neoliberales de la mano de
Margaret Thatcher en el Reino Unido y Ronald Reagan en EE.UU. siguiendo las teorías de la
Escuela de Chicago, con Milton Friedman a la cabeza. Según estas teorías, para salir de la crisis
había que desregular el mercado, supuestamente constreñido por rigideces normativas, para
facilitar la libre circulación del capital. Esta etapa coincide con el auge de sectores como el de la
informática y las telecomunicaciones, que abarataron notablemente los intercambios y empieza
a reducirse el desempleo a costa de una mayor desigualdad y el mantenimiento de un paro
estructural que antes no existía y, por supuesto, con contratos más precarios, ya que se suponía
que el abaratamiento del despido facilitaría la contratación de más trabajadores, al perder el
empresario el «miedo» a contratar. La caída del bloque soviético a partir de 1989 pareció dar
vía libre al «triunfo» de este sistema.
Con todo, las crisis del capitalismo han sido cada vez más frecuentes: una entre 1991 y
1994, una en 1997 en los países asiáticos, una minicrisis en algunos países europeos en 2002,
hasta llegar a la Gran Recesión de 2007-2008. La globalización ha conllevado cambios
fundamentales en el comportamiento económico y social: viajes a escala planetaria, surgimiento
de los llamados «países emergentes», de los cuales China era un ejemplo, extensión de las
relaciones comerciales, deslocalizaciones industriales y, sobre todo, para mí un factor que pocos
tienen en cuenta, el paso de una economía productiva a una economía especulativa. Como
muestra un botón: en 1992, el Sistema Monetario Europeo (SME) que venía a ser una cesta de
monedas en las que la banda de fluctuación de la tasa de cambio era, como máximo, el 20% de
su valor, se vio afectado por movimientos especulativos que hicieron salir del sistema a la libra
esterlina y la lira italiana, que se devaluaron notablemente. Un ejemplo práctico: si yo como
inversor, invierto 50 millones de dólares o euros a que una moneda X va a subir de valor,
normalmente el «mercado» va a responder de la misma forma, de manera que, con solo que
suba diez céntimos la cotización, si vendo todo al final del día, he sacado cinco millones
simplemente por no hacer nada.
Esa economía de casino es la que se ha utilizado para obligar a los países a realizar
recortes a través del aumento de la prima de riesgo, es decir, lo que tienen que pagar los
inversores en seguros por invertir en la deuda soberana de un país en caso de «default», es
decir, de bancarrota, cotización que determinadas organizaciones financieras fijan en función
de lo que ellos consideran la rentabilidad. Es decir, juegan con las cartas marcadas, como se
suele decir. Ello obliga al país emisor a ofrecer unos tipos de interés más altos para poder
endeudarse. Hay que tener en cuenta que todos los países en la actualidad tienen deuda. Baste
pensar en el funcionamiento de una pequeña empresa: para tener flujo de caja, tiene que haber
ingresos, pero mientras tanto tengo que pagar suministros y servicios. Para solucionarlo,
normalmente tendré una cuenta empresarial en la que el banco me ofrecerá líneas de crédito
que me permitan mantener la empresa, aunque no tenga ingresos inmediatos. El Estado es igual:
para poder pagar la sanidad, educación, el mantenimiento del propio Estado, el ejército, la
policía, las inversiones en infraestructuras, etc., es necesario tener flujo de caja constante y no
cuando se produce la liquidación de los impuestos, que se alarga durante todo el año.
Con unos intereses elevados, surge un doble problema: tengo que detraer parte de los
Presupuestos Generales del Estado (PGE) al pago de la deuda, que aumentará si las tasas
aumentan; ello me lleva al segundo problema: no podré dedicar ese dinero a la inversión o al
gasto social, por lo que tendré que recortar en gastos «corrientes».
Durante la crisis reciente, algunos por convencimiento, otros obligados por el contexto
internacional, han realizado recortes brutales en el aparato del Estado, bajo el mantra de que lo
privado es más eficiente, porque su búsqueda de beneficios supuestamente abarata costes por
buscar el máximo beneficio al menor coste posible. Así, hemos visto privatizaciones de empresas
estatales ya desde los 80 y, sobre todo en los 90, así como intentos de privatizar la sanidad y la
educación en algunas Comunidades Autónomas, en el caso de España, por ejemplo, así como
recortes en las aportaciones del Estado en gasto social como desempleo, dependencia,
inversiones en infraestructuras, en I+D+i, etc., en lo que fueron las denominadas políticas de
austeridad, austericidio según algunos pensadores.
Y, ¿qué tiene que ver todo esto con el Covid-19? Todo. Hay economistas que piensan
que estamos entrando en la tercera fase de la crisis que empezó en 2008, cuya primera fase,
hasta 2013-2014 sería de crisis muy profunda; la segunda, desde 2008 a 2019/20 de cierta
recuperación y una tercera de deceleración de la economía, hasta 2024. Además, esto coincide
con cambios de paradigma que se intuyen: crisis climática, inversión en tecnologías «verdes»,
defensa de modelos más sostenibles, etc.
La crisis actual, al menos en el mundo desarrollado, ha puesto al desnudo las carencias
de la globalización: la excesiva dependencia de China, que se había convertido en la fábrica del
mundo, por las deslocalizaciones, unos sistemas económicos muy dependientes unos de otros,
es decir, cuando uno tose, nunca mejor dicho, todos se contagian, coincidiendo con unos
Estados más débiles, que no han superado la crisis anterior. Baste ver, por ejemplo, las carencias
de la sanidad pública, pues la cuarentena se ha establecido precisamente para evitar el colapso
del sistema, que ha obligado a la «nacionalización» de la sanidad privada, que se ha negado en
España a colaborar, derivando a los enfermos a la pública. Por otro lado, el nivel de
endeudamiento de los Estados es mayor, con lo que queda menos margen para políticas
expansivas. Utilizando una descripción gráfica, nos ha pillado «en bragas». En otros países, como
EE.UU., donde la sanidad es totalmente privada y alrededor de unos 70 millones de unos 310
millones de habitantes no tiene seguro y una prueba de detección del virus puede costar 3.000
dólares, los efectos, sin la actuación del Estado, pueden ser devastadores.
Hay países, como China o casi todos los países de la UE que han preferido sacrificar la
economía a tener que sacrificar la población. Aunque «vendría bien» una reducción de las capas
de población más envejecidas por el gasto en pensiones, por ejemplo, el sentido común se ha
impuesto en estos casos, pero no sabemos los costes sociales y económicos que conllevará.
Otros países, como el Reino Unido, han optado por sacrificar a la población en vez de a la
economía, pero se trata de una jugada arriesgada, pues al no establecer cuarentenas ni sistemas
de aislamiento, la mortalidad puede ser mayor, sin que se compruebe, efectivamente, que la
economía no sufre.
No me atrevo a aventurar lo que pueda pasar en un futuro. Tras la Peste Negra el
feudalismo sobrevivió, pero realizando cambios que le permitieron durar varios siglos, con un
reforzamiento de las monarquías, que derivarán en las monarquías autoritarias primero y
absolutas después y una nueva situación social en la que se fueron introduciendo formas
capitalistas en algunos sectores como el trabajo (p. ej. la aparición de jornaleros) o el comercio.
Es posible que la cuarentena prolongada sirva para reevaluar nuestra vida y el sistema.
Quizás se extienda, allí donde sea posible, el sistema de teletrabajo, huyendo del presentismo
actual (que obliga a quedarse hasta que marche el jefe, aunque no haya nada que hacer), sin
duda, menos eficiente. También es posible que las grandes corporaciones reevalúen su sistema
productivo, quizá diversificando proveedores o incluso dando marcha atrás a ciertas
deslocalizaciones para no depender tanto de un solo proveedor/país como puede ser China.
Sobre el papel del Estado no lo tengo tan claro. Para hacer frente a la crisis en España se
va a optar por una política moderadamente expansiva que permita salvar la mayor parte del
tejido productivo, pero no sabemos qué nos exigirán para poder pagar todo eso. Dos tendencias
pueden ser posibles: o bien un reforzamiento del Estado, o bien un debilitamiento aún mayor.
Puede darse el caso de que, tras pasar la crisis inicial (lo que es la cuarentena + el breve
período en el que se vuelve a poner en marcha la rueda de la economía), los «mercados»
comiencen a exigir recortes tras el susto inicial, siguiendo un caso de manual de la denominada
doctrina del «shock», según la cual, una persona en «shock» está dispuesta a aceptar
condiciones que en un estado normal no haría. Un ejemplo muy sencillo y doméstico: las
restricciones a los derechos y libertades en nombre de la seguridad tras atentados como el de
las Torres Gemelas y otros, imponen, por ejemplo, controles aéreos más exhaustivos que no
solucionan el problema, sino más bien un engorro a sus usuarios; o leyes restrictivas como la
actual «Ley Mordaza» en España. Habrá que ver qué se nos va a exigir en nombre de la
«recuperación».
En el caso de un reforzamiento del Estado, podrían darse dos vías. Por un lado, una
respuesta populista, de extrema derecha (había un caldo de cultivo favorable a ello hasta ahora),
que tendería a centrarse en respuestas más «nacionales», más autoritarias, y de mayor control
de la población a través de diferentes recursos: leyes restrictivas en derechos, uso arbitrario de
policía y ejército como agentes represores, etc. Otra opción, podría ser la de dar marcha atrás
en las políticas actuales de recortes y de una tendencia a un Estado mínimo, por un modelo en
el que el Estado actúe como aval, a través de los bancos centrales y del propio Estado, que,
permitiendo y fomentando la actividad privada, permita redefinir algunos de los aspectos que
han puesto al desnudo las costuras del sistema, traduciéndose en una mayor desigualdad.
Hay que tener en cuenta que el problema de la desigualdad es cada vez mayor y
preocupa incluso dentro de las élites económicas, porque países socialmente muy desiguales
tienden a ser muy inestables desde el punto de vista político y económico. De ahí la creciente
preocupación «social» de algunas corporaciones, aunque no se haya traducido en nada. La crisis
del Covid-19 puede dar la puntilla a sectores muy castigados por la globalización, véanse los
trabajadores industriales, los agricultores, los habitantes de las provincias, etc., que se han
traducido en quejas y protestas cada vez mayores: chalecos amarillos, protestas por la libertad
en Hong Kong, etc. El año de 2019 ha sido el de la protesta generalizada y el descontento.
La globalización ha supuesto la concentración del poder político y económico en unos
pocos polos. Hay ciudades, consideradas mundiales, como Nueva York, Londres, París y Tokyo,
cuya influencia global es enorme. Son las grandes ganadoras de la globalización, acompañadas
por un segundo rango de ciudades, de influencia regional, que también se benefician. Eso hace
que las inversiones, las mejores infraestructuras a nivel educativo, sanitario, de transportes y
empresariales se concentren en estos polos en detrimento de otros territorios. Hay países, como
Alemania, con una estructura más o menos equilibrada, en la que los perdedores no son tantos.
En otros, que partían de unos desequilibrios muy importantes, como Francia o España, el
número de perdedores es mayor, no tanto quizá en población, pero sí en territorio. Se trata de
polos que fagocitan todos los recursos, de forma que en los territorios «perdedores» quedan los
cuadros menos especializados, teniendo que recurrir a la emigración hacia los polos de
desarrollo, como es el caso de Extremadura, por ejemplo, respecto de Madrid.
Se contrapone así, una dualidad entre unas sociedades supuestamente cosmopolitas,
abiertas, que atraen inversión y desarrollo, y unas sociedades supuestamente más «paletas», en
expresión reciente de un representante político, que ven cómo se detraen sus recursos en favor
de dichos polos de desarrollo sin ver los beneficios de dicha detracción. En España, la pugna
Madrid-Barcelona, y Cataluña, por extensión, además del elemento identitario, no es ni más ni
menos que la pugna por la influencia a nivel económico de ambos polos. Así, frente a la
posibilidad de crear un país multipolar al estilo alemán, en España se ha optado en buena
medida por crear un país monopolar, al estilo de Francia, con una gran metrópoli, París, frente
al resto. De ahí que unos diseñen políticas para favorecer este modelo, saboteando incluso a la
posible «competencia», frente a otros que vean en la independencia política la única solución
para escapar a esta situación, en vez de intentar, desde ambas posiciones, crear sinergias
complementarias y no contrapuestas.
Lo que sí tengo claro es que el modelo económico, con las nuevas tecnologías, provocará
un doble efecto: uno positivo, de crear nuevos puestos de trabajo más profesionalizados, más
«sofisticados», si así queremos llamarlos, por la creación de nuevas necesidades (piense, por
ejemplo, el hecho de que hasta hace poco no utilizábamos el móvil para casi todo y las
posibilidades que tenemos ahora y las que aparecerán); pero también otro negativo: aquellos
que no consigan subirse al carro de la «modernidad» serán los grandes perdedores,
fundamentalmente los sectores no cualificados y aquellos considerados «prescindibles» por la
automatización de procesos, curiosamente muchos de los empleos más en boga actualmente.
Por ello, yo insisto siempre en la necesidad de que el alumnado se forme (no necesariamente
en las universidades) en lo profesional, ya que la cualificación es un valor en alza.
La crisis actual por la pandemia probablemente acelerará algunos de esos procesos: es
probable que tengamos, durante algún tiempo, bastante paro estructural, aquel de larga
duración, de difícil reconversión. Además, habrá que ver cómo incide en las tendencias
relacionadas con opciones más respetuosas con el medio ambiente, como el coche eléctrico o
cualquier otro que use combustibles no contaminantes, la sustitución de energías fósiles por
renovables, etc.
Me gustaría pensar que esta situación inédita, más que una crisis, fuese vista como una
oportunidad. Una oportunidad para invertir más en el conocimiento científico y que no se
busque la rentabilidad inmediata como único fin posible, sino la responsabilidad social, que
conjugue el derecho legítimo al lucro por las actividades económicas generadas, con una
sociedad más equitativa en oportunidades y en la que aumente el nivel de bienestar. Por
desgracia no soy demasiado optimista al respecto. Sí tengo claro que el sistema capitalista
mutará para garantizar su supervivencia, pero no tengo claro qué formas adoptará. Lo que sí sé
es que caminaremos probablemente hacia un mundo más secularizado, con un menor o nulo
peso de la religión, pero no tengo claro si las redes de solidaridad espontáneas que han surgido
con la crisis se mantengan. La automatización de procesos ha creado individuos que tienden a
funcionar como células autónomas, sin tener en cuenta a los demás, que han limitado
notablemente el contacto humano, ya que todo está al alcance de un «clic» sin que tengamos
que interactuar prácticamente con nadie. Quedará por ver si existen movimientos transversales,
a través de la participación ciudadana, que asuman el reto.
Seguro que me he dejado muchas cosas en el tintero y, probablemente, la lectura de
todo esto le resulte un «totum revolutum» de muchas ideas. En realidad, lo he ido escribiendo
al mismo tiempo que me iban surgiendo. Por eso mi disertación está necesariamente
desestructurada, pero confío en que le resulte de interés y que le dé claves interpretativas para
el momento actual.
Por supuesto, no dude en plantearme otras dudas que tenga. Para mí resulta un
estímulo intelectual al que respondo encantado. No es fácil encontrar personas interesadas a
esos niveles ni, mucho menos, alumnos que cuenten con un grado de capacidad de
entendimiento de los fenómenos estudiados más allá del aprendizaje memorístico. El profesor,
a final de cuentas, debe ser un conductor, un tutor que guíe al alumno, para que, a través de los
conocimientos transmitidos y las herramientas de trabajo, este pueda tener las herramientas
interpretativas que le permitan extraer sus propias conclusiones, que no tienen por qué ser las
mismas. Espero haberlo logrado en este caso.

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