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CÓMO

LOS
DUQUES
ROBARON
LA
NAVIDAD
ANTOLOGÍA UN ROMANCE FESTIVO

TESSA DARE
SARAH MACLEAN
SOPHIE JORDAN
JOANNA SHUPE

Título original: How the Dukes stole Christmas


A Holiday Romance Anthology
ÍNDICE

~2~
Argumento
Encuéntrame en Mayfair - Tessa Dare (Meet me in Mayfair)
Capítulo Uno
Capítulo Dos
Capítulo Tres
Capítulo Cuatro
Capítulo Cinco
Capítulo Seis
Capítulo Siete
Capítulo Ocho
Capítulo Nueve
Capítulo Diez
Capítulo Once
Capítulo Doce
Capítulo Trece
Capítulo Catorce
Epílogo
El Duque de las Navidades Presentes- Sarah MacLean (The Duke of
Christmas Present)
Capítulo Uno
Capítulo Dos
Capítulo Tres
Capítulo Cuatro
Capítulo Cinco
Capítulo Seis
Capítulo Siete
Capítulo Ocho
Capítulo Nueve
Capítulo Diez
Epílogo
Heredera Solitaria- Sophie Jordan (Heiress Alone)
Capítulo Uno
Capítulo Dos
Capítulo Tres
Capítulo Cuatro
Capítulo Cinco
Capítulo Seis
Capítulo Siete
Capítulo Ocho
Capítulo Nueve
Capítulo Diez
Capítulo Once
Capítulo Doce
Navidades en Central Park- Joanna Shupe (Christmas in Central Park)
Capítulo Uno
Capítulo Dos
Capítulo Tres
Capítulo Cuatro
Capítulo Cinco
Capítulo Seis

~3~
Capítulo Siete
Capítulo Ocho
Capítulo Nueve
Capítulo Diez
Shortbread o galletas de mantequilla
Más de Tessa, Sarah, Sophie y Joanna

TRADUCIDO POR

Argumento

La magia navideña está en el aire... Desde los salones de baile de


Londres, a los abandonados castillos escoceses, o a las calles nevadas de la
Edad de Oro de Nueva York, cuatro autoras escriben un romance
inolvidable... con un poco de ayuda de algún shortbread encantado; las
tradicionales galletas de mantequilla escocesas.

Encuéntrame en Mayfair - Tessa Dare

~4~
Louisa Ward necesita un milagro navideño. A menos que esta noche
atrape a un marido rico en el baile, el horrible y despiadado duque de
Thorndale desalojará a su familia de su preciado hogar en Mayfair. Pero
cuando una amiga le pide cambiar las tarjetas de baile, Louisa acaba
bailando el vals con el enemigo; el horrible, despiadado... e
inesperadamente atractivo Thorndale. Actualmente es el duque quien
sostiene el futuro de Louisa en sus manos... y no lo dejará escapar.

El Duque de las Navidades Presentes - Sarah MacLean


Rico e implacable, Eben, duque de Allryd, no tiene tiempo para
festividades. Las fiestas son solo ilusión y encanto, las dos únicas cosas que
su dinero no puede comprar. Lady Jacqueline Mosby tiene bastante de los
dos, incluso ahora, doce años después de que se fuera a ver mundo. Por
eso, cuando Jacqueline regresa para pasar la Navidad en solitario, Eben no
es capaz de resistirse a la mujer a la que nunca dejó de amar... o al futuro
que una vez tuvo al alcance. Hará falta un milagro para convencerla de que
se quede... pero si hay alguna época propicia para los milagros, esa es
Navidad...

Heredera Solitaria - Sophie Jordan


Cuando la familia de Annis Ballister la deja atrás en su prisa por
escapar de una tormenta de nieve inminente, ella se queda atrapada en las
Highlands, abandonada para defenderse de los forajidos que aterrorizan el
campo robando casas durante el invierno. Su única esperanza recae en su
vecino, un duque maleducado que la deshace con una mirada, y un beso...
hasta que teme que el peligro para su corazón supere el peligro a los
forajidos y las tormentas de nieve.

Navidades en Central Park - Joanna Shupe


Las mujeres de toda América devoran la columna semanal sobre
recetas y consejos que escribe la señora Walker. Nadie sabe que Rose, la
autora, ni siquiera sabe hervir agua. Cuando el dueño del periódico, Duke
Havermeyer, insiste en que sea la anfitriona de una cena de Navidad, Rose
debe esforzarse para encontrar un esposo, una mansión vacía y una
cocinera. Pero Duke no es un hombre fácil de engañar y ella teme que su
plan perfecto esté fallando... especialmente cuando las atenciones de Duke
hacen que sienta algo muy poco profesional. ¿Renunciará a su oportunidad
de amar para salvar su carrera?

ENCUÉNTRAME EN MAYFAIR

TESSA DARE

~5~
Capítulo Uno

Navidad no iba a ser Navidad este año. Una nube se alzaba sobre la
alcoba de las hermanas Ward, y no era del tipo de las que dispersaban
brillantes copos de nieve. Estas serían sus últimas fiestas en Mayfair. O lo
sería a menos que Louisa lograra hacer un milagro.
Esta noche.

~6~
Gracias a su amistad con la señorita Fiona Carville, había sido invitada
a asistir al lujoso baile navideño de los Carville. Si lograba atraer a un
caballero esta noche, si dicho caballero fuera rico y agradable, y si él se
interesaba en ella lo suficiente como para proponerle matrimonio dentro de
las próximas dos semanas, entonces y solo entonces Louisa salvaría esta
Navidad y las de toda su familia.
«Sin presión», pensó con ironía. «Ninguna en absoluto».
Respiró hondo y contempló su reflejo a medio peinar en el espejo. No
podía permitirse el lujo de dar rienda suelta a sus nervios. No con unas
tenazas para rizar ardiendo a solo unos centímetros de su cuero cabelludo.
—Comete esto. —Kat empujó un plato bajo su nariz.
Sin mover la cabeza, Louisa lanzó una mirada al chamuscado y
deforme bulto de... algo. Un discreto resoplido hizo que su estómago se
revolviera. Los experimentos de su hermana pequeña en repostería eran
francamente atroces. Cuando les dabas un bocado, ellos te devolvían el
mordisco.
—Está delicioso —canturreó Kat, agitando el shortbread de un lado a
otro bajo la nariz de Louisa.
—Está quemado.
—Tonterías. ¿Qué importancia tiene que esté un poco marrón en los
bordes? —Kat la rodeó, atacando desde el otro lado. Sostuvo el plato frente
a su boca e imitó una aguda y chirriante voz que venía de la galleta de
mantequilla—. ¡Cómeme, Louisa! ¡Cómeme!
—No gracias.
—Déjala en paz, Kat. —Maggie alzó las tenazas en señal de
advertencia. A pesar de ser la hermana mediana, el papel disciplinador de
la familia era algo natural en ella.
Desafortunadamente, con solo doce años, Kat ejercía el papel de
demonio irrefrenable con la misma naturalidad. Ella no era tan fácil de
disuadir.
—Tienes que comértelo, Louisa —insistió Kat—. Mientras guardaba los
libros en cajas encontré la receta en una enmohecida colección de folclore
escocés. Un bocado, y cada hombre que conozcas se enamorará de ti. Está
garantizado para hacerte irresistible.
—Garantizado para hacerme vomitar, eso seguro.
—Pero esta es nuestra última oportunidad —suplicó Kat—. Toda la
familia depende de ti.
Cierto. Como si Louisa necesitara un recordatorio.
Hace años, su padre había pedido dinero prestado a un buen amigo, un
amigo que por casualidad era un duque, para comprar la casa de Mayfair
que llamaban su hogar. Durante décadas, el viejo duque había ignorado la
deuda a causa de su amistad. Pero al morir el año pasado, de repente y sin
previo aviso, el nuevo y misterioso duque de Thorndale le reclamó la deuda
a su padre. Exigiéndole no solo la cantidad original, sino también el valor de
décadas de intereses. Su padre había enviado cartas a la propiedad de
Thorndale en Yorkshire, incluso se tragó el orgullo y visitó a los abogados
del duque en Londres... pero ninguna súplica había persuadido a ese
hombre para mostrar indulgencia.

~7~
En Año Nuevo, esta casa, su amada casa, pertenecería a un extraño.
Kat empujó la galleta de nuevo hacia ella otra vez.
—Solo un mordisco. Si vas a atrapar a un esposo en el baile, necesitas
toda la ayuda que puedas obtener.
Ella suspiró.
—Gracias por tu fe en mi atractivo, muñequita.
—Louisa sería una esposa excepcional para cualquier caballero. —
Maggie sacó una horquilla de su boca para asegurar uno de los rizos
castaños.
Y, sin embargo, se lamentó en silencio, hasta el momento los
caballeros no habían estado de acuerdo.
Los padres de Louisa la habían criado para creer en su propio valor. Era
inteligente, le encantaba reírse, y era lo suficientemente bonita como para
que las amigas de su madre lo comentaran de vez en cuando, pero no
poseía el tipo de belleza que haría que un hombre cruzara la habitación y,
mucho menos, le convencería de pasar por alto sus defectos. Ya había
desanimado a más de un aspirante a pretendiente con sus opiniones
sinceras y su carácter directo. En la familia Ward se alentaba a las tres hijas
a leer, aprender y a expresar sus ideas de la misma manera que sus tres
hermanos. Un hábito difícil de romper.
Esta noche tenía que intentarlo.
Si atrapara a un marido rico, uno lo suficientemente magnánimo para
pagar las deudas de su padre, la familia Ward permanecería en Londres. Si
fallaba, tendrían que irse este mismo mes. Y no para vivir en una
encantadora casa de campo en los Cotswolds o en un aletargado pueblo en
Surrey. Oh, no. La única posibilidad de empleo de su padre los llevaría, de
todos los lugares, a la Isla de Jersey.
¡Jersey!
Bien podría estar a dos mil kilómetros de distancia.
—Creo que este plan de matrimonio es una tontería. Si yo fuera la
mayor, esta noche llevaría a cabo un plan diferente —insinuó Kat.
Maggie suspiró.
—Ya lo hemos discutido. Asesinar al duque no es un plan.
—Claro que no —respondió Kat—. Asesinar al duque es el objetivo. Un
plan requiere detalles específicos. Una pistola oculta. Una daga escondida.
Dardos con punta envenenada.
—Este shortbread —sugirió Louisa.
En represalia, Kat le dio en el brazo un fuerte pellizco.
—Prométeme una cosa. —Maggie ató una cinta de terciopelo verde
esmeralda en la garganta de Louisa—. Si tienes que mostrar alguna de tus
habilidades esta noche, no recites poesía escandalosa.
—Byron no es escandaloso. Bueno, no mucho —reconsideró Louisa—.
Muy bien, tocaré el piano.
Maggie hizo una mueca.
—No, eh... mejor recita poesía. ¿Recuerdas al menos a Milton o
Shakespeare?
—¿Milton en una fiesta? Buen Dios.
—Y no blasfemes.

~8~
Con un suspiro, se levantó del tocador y se dirigió al espejo de cuerpo
entero. Corrigió su postura, alisó el satén de su vestido marfil con las manos
enguantadas y habló a su reflejo:
—Me comportaré con una serena elegancia. Mostraré la apariencia de
una dócil y complaciente prometida. Y prometo que sujetaré mi lengua.
Kat se dejó caer en la cama con un gemido.
—Estamos sentenciados.
Su hermana tenía razón. De una forma u otra, Louisa estaba
sentenciada. Siempre había esperado casarse por amor. Ser cortejada por
un caballero que la admirara por su mente y espíritu, y no los desdeñara.
Un caballero cuya inteligencia y principios merecieran su admiración en
igual medida.
Alguien que la amara por sí misma, no por lo que la sociedad deseaba
que fuera.
No era un duque al que asesinaría esta noche, sino sus esperanzas de
un matrimonio por amor. Y el hombre que sostenía la espada contra su
pecho era el cruel y despiadado duque de Thorndale.
Oh, cómo odiaba a ese hombre.
Louisa miró la galleta quemada. Quizás debería intentarlo, por si acaso.
Si una antigua superstición escocesa tenía la más mínima posibilidad de
salvarla, ¿quién era ella para rechazarla?
Sin embargo, antes de que alcanzarla, su hermano menor, Harold, gritó
desde la parte inferior de la escalera.
—¡Lou-iiii-saaa! El carruaje de los Carville ya está aquí para llevarte.
Ya era la hora.
—Intenta no parecer tan triste —le recomendó Maggie—. Es casi
Navidad.
—Por suerte para nosotros. —Kat apoyó la barbilla en su mano—.
Porque esta familia necesita un milagro.

Capítulo Dos

El pulso de Louisa se aceleró cuando entró al salón de baile de Carville


House. Esto es lo que perdería; la música animada, la compañía de amigos,

~9~
los aromas festivos a nuez moscada y vegetación en el ambiente. Más que
nada, se perdería la atmósfera de emoción y posibilidades. No había nada
como un baile para que alguien se sintiera vivo.
Rogó para que esta baile no fuera el último.
Tan pronto como pudieron escapar, Fiona y ella se retiraron a un rincón
del salón. A la llegada de Louisa habían intercambiado las cortesías
habituales. Pero con lord y lady Carville cerca, no habían tenido la
oportunidad de hablar adecuadamente.
Y Louisa necesitaba hablar.
Si este indecoroso plan para conseguir un pretendiente tenía alguna
oportunidad de éxito, necesitaba la ayuda de su amiga. Como hija de un
lord, las conexiones de Fiona eran bastante más superiores. Podría
presentarla a los caballeros ricos más elegibles que asistieran. Muchos de
los terratenientes de la alta burguesía se habían ido a sus fincas para las
fiestas, pero lo mejor del resto de ellos estaba presente esta noche.
Primeros hijos, viudos, familias con dinero nuevo que no tienen propiedades
propias. Seguramente algunos de los caballeros estarían en el mercado
matrimonial para buscar una esposa.
—Fiona, por favor. Tengo que pedir tu ayuda...
Su amiga la agarró de la muñeca.
—Él está aquí.
Louisa parpadeó, confundida.
—¿Quien está aquí?
—Ralph. Está aquí. Lo vi justo afuera.
—¿Ralph? Seguramente no te refieres a “Ralph el hijo de Ralph Steward
el administrador de tu padre”.
Un brillo rosado iluminó las mejillas de Fiona.
—Sí, ese Ralph. Mi Ralph.
Pobre Fiona. Como hijo del administrador de su padre, Ralph tenía,
lamentablemente, una clase muy inferior a la hija de un lord, pero los
corazones no obedecían a las reglas de la sociedad. Los dos estaban
enamorados desde hace años.
—Esta es nuestra oportunidad —susurró Fiona—. Nos vamos a fugar
esta noche.
—¿Fugaros? —Debido a la sorpresa, se olvidó de bajar la voz. Después
de una mirada apresurada a su alrededor, continuó murmurando—: ¿Por
qué no me lo has contado antes?
—Eres mi mejor amiga. Pero por mucho que confíe en ti, no me atreví a
dejar escapar ningún indicio de nuestros planes. A nadie. Por favor, no te
enfades conmigo. Dime que me entiendes.
—Nunca podría enfadarme contigo. Y por supuesto que te entiendo.
Louisa lo entendía mejor de lo que su amiga se imaginaba. Ella había
estado ocultando sus propios secretos a Fiona, es decir, la terrible situación
financiera de su padre y la factible marcha de la familia Ward de Londres.
Lo primero era demasiado embarazoso para admitirlo, y en cuanto a lo
segundo... Esperaba que un milagro los salvara.
Pero su milagro se estaba escapando por segundos. Si Fiona se
marchaba del baile, ¿quién la presentaría a los caballeros elegibles?

~ 10 ~
—Necesito tu ayuda. —Fiona puso su tarjeta de baile en la mano de
Louisa—. Por favor. ¿Te ocuparás de mis bailes? Dile a mis parejas que me
he retirado a mi habitación con dolor de cabeza. De esa manera no me
buscarán, ni mi ausencia llamará la atención de mi madre. Ella está
demasiado ocupada con sus deberes de anfitriona para darse cuenta de lo
contrario.
—Pero...
—Sólo hasta medianoche. A medianoche es cuando sale el carruaje del
Royal Mail. Es el camino más rápido a la frontera escocesa. Una vez que
salgamos de Londres, no tendrán ninguna esperanza de atraparnos.
—Oh, Fiona.
—No te preocupes. Mis padres me perdonarán. Sé que lo harán.
Siempre les ha gustado Ralph. Y ya casi es Navidad. ¿Quién se enfadaría en
Navidad? —Fiona miró por encima del hombro—. Tengo que irme ya. Estará
esperándome.
—Pero...
¿Pero qué? ¿Qué iba a decirle a su amiga? ¿Rechaza tu felicidad tan
largamente esperada para darme una pequeña oportunidad a mí? No, claro
que no.
—Entonces ve. Corre hacia él. Te excusaré con todos.
—Qué buena amiga eres. —Fiona le dio un rápido y feroz abrazo—. Solo
desearía que pudieras estar en la boda para acompañarme como dama de
honor.
Louisa sonrió.
—Exijo ser la madrina de tu primogénito a cambio.
—Hecho. —Con un último apretón en la mano, Fiona se escabulló.
Cuando su amiga desapareció, Louisa se encontró con una tarjeta de
baile llena. El miedo se arrastraba por sus venas. Fiona tenía el hábito de
aceptar a las parejas de baile menos elegibles, los más inapropiados. No
habría pretendientes potenciales. Con su corazón ya entregado en otra
parte, ella había estado tratando de evitar una propuesta.
Louisa miró la lista. Resultaba incluso peor de lo que había temido.
La cuadrilla se la había prometido al señor Younge, un viudo mayor que
no tenía planes de volver a casarse. Fiona le había ofrecido el baile
campestre a un cuarto hijo de un conde sin herencia y que estaba
destinado al clero. Y la tercera serie le pertenecía al señor Haverton, un
hombre entrañable y “soltero empedernido” que no mostraría ningún
interés en Louisa, ni tampoco en ninguna dama.
Después del baile del señor Haverton tocarían un vals justo antes de la
medianoche. Fiona se lo había prometido a...
Miró con atención el nombre escrito con una letra estrecha y severa.
No.
No podía ser. Ese hombre estaba en Yorkshire, ¿verdad?
Louisa parpadeó con fuerza y miró de nuevo, esperando que las letras
garabateadas se hubieran reorganizado mientras tanto. El destino no podía
ser tan cruel.
El vals de medianoche se lo había prometido a nadie más y menos que
a...

~ 11 ~
—Su Excelencia, el duque de Thorndale.
Capítulo Tres

—Su Excelencia, el duque de Thorndale.


Durante un largo momento, James no se movió. Probablemente la
multitud pensaría que se mostraba altanero o disgustado. La verdad era
que necesitaba un instante para reconocer ese grandioso título como suyo.
Dios, cómo deseaba que no lo fuera.
No estaba destinado a ser un duque.
Ni destinado para estar en Londres, ni para la alta sociedad, ni para
llevar restrictivos chaqués ni apretadas botas. Era demasiado grande,
demasiado rudo, demasiado impaciente. Pertenecía a los campos de avena
de North Riding, con las mangas remangadas hasta el codo y las botas
hundidas unos quince centímetros en el barro.
St. John debería de haber estado aquí esta noche. Mientras James
aprendía a llevar las tierras de su padre, su hermano se preparaba para
asumir el título de su tío después de años de educación y un
comportamiento entrenado. Pero St. John estaba muerto y James era el
duque, y ningún deseo o rezo conseguiría cambiarlo. Dios sabía que había
intentado las dos cosas.
«Entonces, sigue con esto».
Había evitado los bailes desde que llegó a la ciudad, pero los Carville
eran parientes lejanos. No pudo rechazar la invitación.
Tomó una copa de vino de la bandeja de un sirviente que pasaba y se
bebió el contenido de un solo trago. Ya escuchaba los rumores zumbando a
su alrededor, pinchándole como avispas.
Había venido a Londres por dos -y solo dos- razones. Primera, para
resolver las finanzas de la finca. Y la segunda, para sufrir su obligatoria
presentación ante la Corte.
Le explicó estas dos razones -y solo dos- clara y repetidamente a
cualquiera que se lo preguntara.
Así que, naturalmente, toda la alta sociedad había decidido que estaba
en Londres para encontrar esposa.
Y se aseguraron de que no le faltaran candidatas. Cada mujer casadera
que encontraba se sintió halagada y adulada por él. Se inventaban excusas
para tomar su brazo y elogiar las habilidades que no tenía. Declaraban un
deseo prolongado de vivir casi al lado de los áridos páramos de Yorkshire.
Todas insistieron en que anhelaban la vida rústica. Qué encantador era
todo.
Él sabía lo que querían. No era la vida en el campo, y ciertamente
tampoco era él, era el título de duquesa. Más de una se habría subido a su
carruaje al día siguiente sin tener ni idea de lo que habían acordado asumir.
Y luego, una vez que le hubieran dado el heredero y el repuesto
necesarios, todas habrían regresado corriendo a Londres. Si no al otro lado
del mundo.
Sabía lo que sucedía cuando una mariposa delicada llegaba al norte
azotada por el viento. Volaba hacia el sur con la siguiente migración. Su

~ 12 ~
madre había confirmado esa regla. Fuera cual fuera el ilusionado cortejo
que la había embelesado en Londres, se desvaneció cuando descubrió la
realidad del norte. Y nada en Yorkshire fue suficiente para que se quedara.
James no había sido suficiente para hacerla quedarse.
Ni el encaprichamiento ni el romance tenían lugar en su lista, este año
o ningún otro. Cuando finalmente se casara, sería con una mujer en la que
pudiera confiar. Alguien que dijera lo que quería decir, que fuera leal a sus
promesas y que entendiera lo que significaba compartir su vida.
Mientras los músicos afinaban sus instrumentos, se retiró a un lado del
salón y echó un vistazo al interior de su puño izquierdo consultando la lista
de nombres que había garabateado allí. Era verdaderamente injusto que las
damas tuvieran tarjetas de baile y, sin embargo, se esperaba que los
caballeros recordaran a sus parejas de memoria.
Ya había arreglado sus bailes específicamente de antemano, visitando a
las pocas familias en Londres con las que su familia tenía algún tipo de
conexión y preguntando qué hija o hermana estaba convenientemente
presente para reservarle un baile. No quería encontrarse emboscado de
nuevo como había estado en la fiesta de los Hadleigh. ¿Cómo iba a saber
que el hombre tenía nueve hijas? Nunca se había imaginado que un hombre
pudiera tener nueve hijas.
James realizó los primeros bailes sin incidentes. Un milagro. Por otra
parte, esos eran fáciles, bailes en los que todos se paraban en dos líneas y
se movían con lentitud, y él salía del apuro observando al caballero que
estaba a su lado.
La verdadera prueba era el vals.
Afortunadamente, su pareja era la señorita Fiona Carville, la hija de sus
anfitriones y su prima segunda. ¿O era su prima tercera?
Echó un vistazo al salón. Si la memoria no le fallaba, la señorita Carville
era una mujer delgada y joven con el cabello cobrizo. Tendría que cuidar de
no pisarle los pies y convertirle los dedos en astillas.
—¿Su Excelencia?
James giró sobre sus talones y vio a una mujer joven parada frente a él,
evidentemente no era Fiona. Su cabello no era cobrizo, sino de un castaño
brillante. Y aunque era pequeña de estatura, no tenía nada de etérea en
absoluto. Ella reclamaba el espacio que ocupaba sin arrepentirse.
Y por Dios, era muy agradable. Sus rasgos eran atractivos de una
manera que desafiaba la admiración indiferente. Intentó descubrir su
belleza, su mirada vagó de su boca ancha y mejillas rosadas a los ojos
oscuros enmarcados por pestañas aún más oscuras. James no lograba
identificar la fuente de su belleza.
Pero, ¿dónde estaba la belleza de un páramo de Yorkshire? ¿Oculto en
el reflejo del cielo? ¿Detrás de una roca escarpada o debajo de un poco de
brezo? No. El efecto venía de todo eso junto. En la forma en que hizo que su
pecho se expandiera. La forma en que borró todas las preocupaciones de su
mente.
La forma en que le quitó el aliento.
—Su Excelencia. —Ella le hizo una profunda reverencia.
Él se inclinó.

~ 13 ~
—Estoy a su servicio, señorita...
—Ward. Señorita Louisa Ward.
—¿Nos han presentado? No consigo recordar el nombre. —Estaba
seguro que no lo tenía escrito en su puño. Si hubiera conocido a esta joven,
la recordaría.
—No. No hemos sido presentados. —Algo tiró de sus labios. Una
especie de sonrisa, o un intento de una. Más bien, una curva rosada sin
ningún sentimiento detrás. Eso le puso en guardia. Había visto muchas de
esas sonrisas falsas últimamente y estaba aprendiendo a despreciarlas.
Había llegado a creer que la sinceridad era más rara en Londres que los
tigres de Bengala.
Sintió una sensación de desilusión con la señorita Louisa Ward.
—Soy amiga de la señorita Carville. Se ha tenido que retirar por un
dolor de cabeza y me pidió que me ocupara de sus bailes.
Y ahí estaba. La típica excusa. Sin embargo, esta maniobra en
particular era nueva.
—Qué conveniente.
—¿Conveniente? Esa no es la palabra que usaría para describir la
enfermedad de una amiga.
—Simplemente quise decir que es bastante afortunado que usted no
tenga pareja en este baile y esté dispuesta a ocupar su lugar. Es una
autentica coincidencia.
Una coincidencia demasiado grande para ser creída.
Atractiva o no, ella era como todas las demás que había conocido
desde que llegó a Londres. Hipócrita, intrigante e intentando cazar a un
duque. ¿La única diferencia?
Por una vez, James se sintió decepcionado.
—Señorita Ward, seguro que su amiga se sentirá bien al contar con su
ayuda, pero no hay necesidad de sacrificarse para mi beneficio. La liberaré
y puede elegir una pareja de su agrado.
—Su Excelencia es muy amable por sugerirlo, pero...
—Realmente, insisto.
La mujer se negó a entender la indirecta. En cambio, clavó los tacones
de sus zapatillas de seda en el suelo.
—Parece que no lo entiende. La señorita Carville me pidió que me
ocupara de sus bailes. Se lo prometí a mi amiga, y siempre cumplo mis
promesas.
Él casi se rió en alto. En medio de este engaño descarado, ¿se pintaba
a sí misma como leal y honesta? Un buen chiste.
La música comenzó. No creía que hubiera alguna forma de escapar de
esto sin crear una escena. Aunque sus modales eran muy inexpertos,
incluso James sabía que alejarse sería el colmo de un comportamiento
impropio de caballeros.
—Muy bien. —Con un suspiro que no intentó reprimir, le ofreció el brazo
—. Tendremos que hacerlo, ¿no?

~ 14 ~
Capítulo Cuatro

Cuando se unieron al vals, Louisa hervía por dentro.


Tendremos que hacerlo, ¿no?
El duque había pronunciado esas palabras. En voz alta. A ella. Todas, en
ese orden, con una pizca de ironía.
¿En serio? ¿De verdad?
Y, por supuesto, no recordaba su nombre. ¿Por qué debería saber el
nombre de una familia que estaba a punto de desalojar de su hogar?
Seguramente arruinaba tantas vidas que no podía recordarlas todas.
Un gruñido indignado se elevó en su garganta. Tuvo que esforzarse por
acallarlo.
«Louisa, debes controlar tus emociones».
Se recordó que el futuro de Fiona dependía de esto. Ninguna otra cosa
la habría convencido de bailar con este hombre insensible y espantoso.
Injustamente, su apariencia exterior no reflejaba al hombre interior. Es
decir, le faltaban cuernos, una lengua bífida y forúnculos purulentos.
Él era, por mucho que le doliera admitirlo, atractivo. No demasiado. Su
aspecto era menos de ser un sillón lujoso de terciopelo y más de ser un
banco de una iglesia rural. Sólidamente constituido y envejecido durante
décadas. Su cabello castaño era un poco más largo de lo normal, y rizado
detrás de las orejas. ¿No tenía un valet para decirle que necesitaba
cortárselo?
La atrapó mirándolo fijamente. Ella quiso desaparecer.
El siguiente cuarto de hora se extendió ante ella como una sentencia
de quince años de trabajos forzados. Peor aún, después él la llevaría a
cenar y la atendería durante la comida.
A menos que, eso era, le mostrara su verdadera cara a todo el mundo y
la abandonara sin tener en cuenta la etiqueta del salón de baile. No le
extrañaría nada. No estaba haciendo el menor intento de conversar con
ella, simplemente la llevaba por el salón como un colegial testarudo
obligado a bailar con su hermana.
Después de un silencio aparentemente interminable, ya no pudo
contener su lengua. Alentada, le dijo alegremente:
—Claro que sí. Estoy disfrutando de la velada. Muchas gracias por
preguntar, Su Excelencia.
—No he preguntado nada.
—Precisamente —suspiró Louisa—. Un poco de conversación es típico
en tales eventos, sin importar lo superficiales que sean.
—Sí, supongo que quiere hacerme las preguntas habituales. Todas las

~ 15 ~
damas lo hacen; ¿Es verdad que he heredado la mitad de North Riding?
¿Estoy buscando casarme este año? ¿Qué me parece Londres? Le ahorraré
la molestia de preguntar. No a la primera, no a la segunda. En cuanto a la
ciudad, me parece que la detesto.
—¿La detesta? Esa es una afirmación bastante dura.
—Y una muy precisa. Londres está lleno de maquinaciones y rumores.
Cada encuentro está compuesto de insinuaciones y pretensiones. Nadie
dice lo que realmente quiere decir.
Louisa estaba suprimiendo varias de sus verdaderas opiniones en ese
momento.
—Qué pena que se haya formado una opinión tan pobre de la sociedad
de Londres. Quizás debería conocer a gente diferente.
Él le dirigió una mirada fulminante.
—Sin duda.
Hombre insoportable.
Al comenzar el baile, Louisa había albergado una mínima esperanza de
que el duque fuera más agradable en persona de lo que era por
correspondencia. Tal vez si le explicaba la situación de su familia, le
convenciera de concederle a su padre un indulto.
Esa esperanza había sido una estupidez, sin duda. El duque no era más
agradable en persona. Era peor; Despectivo, arrogante, inflexible. Y
orgulloso de serlo.
—Se ha quedado muy callada. ¿Le ha sorprendido mi honestidad,
señorita Ward?
—Al contrario. No estoy sorprendida ni en lo más mínimo.
—Bueno. No me criaron para decir falsedades.
¿Qué estaba insinuando?
—A mí tampoco. Y le agradecería que no insultara a mis padres con esa
sugerencia. Son muy buenas personas. Amables y decentes. No merecen su
desprecio, ni su... —Louisa se mordió la lengua con tanta fuerza que
saboreó la sangre—. Por favor, olvídese de esta conversación. No necesita
recordarla.
—Estoy de acuerdo.
—No tenemos nada en común, y poco que discutir.
—Tiene razón.
—Después de todo, no es como si ninguno de los dos quiera establecer
una relación con el otro.
—Yo... —interrumpiéndose bruscamente, la miró—. Espere un minuto.
Ha dicho que no quiere establecer una relación.
Louisa no sabía cómo ser más clara.
—Después de que concluya este baile dudo que nos volvamos a ver, y
me imagino que nos sentiremos igualmente aliviados.
James se quedó mirando al vacío.
—Interesante.
Ella se rió.
—¿Algo interesante? ¿En Londres? Debe de haberse quedado muy
impactado.
—Cierto. Verá, pensé que me sentiría aliviado cuando me separase de

~ 16 ~
usted. Pero de repente, lo estoy reconsiderando.
Ahora Louisa fue la sorprendida. ¿Reconsiderándolo? ¿Qué demonios
significaba eso?
Si bien se salvó de tener que descifrarlo. El baile finalmente,
finalmente, llegó a su fin.
El duque le hizo una brusca reverencia. Louisa le hizo otra con alivio. El
suplicio había terminado.
O terminaría tan pronto como le soltara la mano. Algo que no mostraba
intención de hacer.
En cambio, hizo un gesto con la cabeza hacia el comedor.
—Permítame que la acompañe a la cena.
—No, gracias.
Los invitados notarían su ausencia, pero Louisa se inventaría una
excusa. Un dobladillo rasgado, o la necesidad de aire fresco.
Todavía podía salvar la noche. Este era el último baile que le había
prometido a Fiona aceptar. Los demás caballeros ya habrían notado que
había bailado con un duque. Así que no le faltarían parejas el resto de la
noche. Le daba cierta satisfacción pensar que el duque de Thorndale le
estaba haciendo un favor sin saberlo.
A pesar de todo lo que él amenazaba con quitarle, ella le estaba
robando algo.
Tal vez no todo estaba perdido.
—Si no es la cena, resérveme otro baile.
¿Otro baile? Louisa estaba asombrada. Después de un momento se
echó a reír, agudamente consciente de lo infantil y nerviosa que sonaba.
—No quiere eso.
—Sé lo que quiero. —Su intensa mirada clavó sus pies en el suelo.
Las otras parejas ya habían entrado al comedor, dejándolos solos en un
salón de baile vacío. Un espacio recóndito, sin ningún lugar donde
esconderse. Sólo quedaban los sirvientes limpiando los cuencos vacíos de
ponche y las bandejas de dulces.
Y aún así, el duque no le había soltado la mano.
—Llevo en Londres casi un mes y estoy famélico por tener una
conversación sincera.
Si se moría de hambre por sinceridad, a Louisa no le importaría
ofrecerle un plato colmado. Le encantaría destriparlo con palabras afiladas
por reclamar deudas olvidadas y avergonzarlo por su trato cruel a un buen
amigo de su tío. Pero si comenzaba, no sabría cómo terminar, y no podía
permitirse el lujo de organizar una escena.
—Su Excelencia... quizás su reciente llegada a Londres le haya
desorientado de las costumbres sociales. Un caballero no le pide a una
dama dos bailes en la misma noche. No, a menos que tenga la intención
de... —«No, a menos que tenga la intención de hacerle una proposición de
matrimonio». Ese comentario era demasiado absurdo para decirlo en voz
alta—. La gente hablará.
—No me importa lo que diga la gente.
—Aunque no pasa nada cuando un duque ignora los chismes, una
dama joven y soltera no disfruta de ese lujo.

~ 17 ~
—Seguramente la reputación de una dama joven y soltera solo se
elevaría por captar la atención de un duque.
No le dejaba más excusa que una muy contundente.
—No quiero bailar con usted —replicó, con los dientes apretados—. Le
encuentro insufrible y arrogante. ¿Dice que detesta Londres? Pues bien, yo
detesto a las personas que detestan todo.
—Espere un instante. Yo nunca he dicho que lo detesto todo.
—Supongo que no. Es evidente que tiene una alta opinión de usted
mismo. Se cree por encima de todos en este salón.
—No por encima de ellos. Simplemente aparte de ellos. No pertenezco
a este lugar. No tengo paciencia para cortesías vacías.
—Eso explica por qué salta sobre todos y directamente empieza a decir
cosas desagradables. —Intentó dominar su furia, sin éxito—. No solo me ha
ofendido a mí, sino a mi amiga, a mi familia y al lugar al que llamo hogar.
En cuanto a sus atenciones, sin duda hay muchas damas aquí que con
mucho entusiasmo harían cola para experimentar esa vertiginosa
“elevación” que usted describe. Yo no soy una de ellas.
Él la miró bastante rato.
—Empiezo a creer que no lo es.
—Me alegro de que nos entendamos. —Trato de soltar su mano.
El duque la mantuvo en su lugar.
—Espere.
Louisa miró fijamente sus manos unidas, desconcertada. Su sujeción
era firme. No tan firme como para parecer controlador, pero lo
suficientemente fuerte como para mostrar resolución.
Cuando volvió a hablar, su actitud era completamente diferente. Ni
rígido ni desaprobador, sino abierto y natural.
—Escuche, hemos empezado mal y es por mi culpa. Está en lo correcto.
La he tratado abominablemente para mi pesar y vergüenza. Pero si me
concede otro baile, le prometo comportarme. O al menos, portarme mal de
otras maneras.
Su boca esbozó una media sonrisa. Una que mostraba una preocupante
insinuación de calidez y humor.
No, no. Thorndale no era cálido. Ni divertido. Era un villano con un
corazón de hielo. Un hombre cruel e implacable que pretendía apropiarse
de la casa de su familia, con sus suelos rayados, sus alfombras gastadas y
todo lo demás.
—Su Excelencia, no...
—Dice que no quiere tener nada que ver conmigo y, por extraño que
parezca, eso me hace querer saber todo sobre usted. No soy capaz de
hablar como los presumidos petimetres de Mayfair, pero aprecio a una
mujer que dice lo que piensa.
«Por favor, no digas eso».
El pecho de Louisa se apretó. Esas eran las palabras que había estado
deseando escuchar... de cualquier otro hombre de Inglaterra.
Tenía que irse. La dejaba completamente aturdida. Necesitaba
esconderse, reponerse, y regresar al salón de baile preparada para ser
alguien diferente. Una dama recatada y complaciente que captara el interés

~ 18 ~
de un caballero casadero.
—La sala de retiro —balbuceó—. Mi aire está rasgado. Es decir, necesito
un dobladillo fresco. No puedo... —tragó con fuerza—. Simplemente no
puedo hacer esto.
Tiró con fuerza, soltando la mano y dándose la vuelta tambaleante en
su prisa por escapar. Su huída se vio impedida por un desprevenido
sirviente que llevaba un cuenco de cristal tallado medio vacío de ponche
rojo.
Cuando chocó con el sirviente, Louisa captó el aroma a clavos, canela y
vino clarete caliente.
La ola roja se estrelló en el blanco marfil de su vestido.
Y sus esperanzas de un milagro navideño se ahogaron con él.

Capítulo Cinco

Maldición.
James lo había visto venir. La había alcanzado y agarrado de los brazos
retirándola antes de que el vino creara una inevitable cascada.
Desafortunadamente, llegó un instante demasiado tarde.
El criado aterrado murmuró algo de ir a buscar bicarbonato antes de
huir de la escena.
James giró a la señorita Ward para enfrentarlo. Estaba paralizada por la
conmoción, con los labios abiertos y los ojos desenfocados. Una gota roja se
había quedado atrapada en su pestaña, luego tembló y cayó, deslizándose
por su mejilla. Sacando su pañuelo, hizo amago de secar el líquido oscuro
que empapaba su vestido. Solo consiguió extenderlo más. Ni un montón de
bicarbonato eliminaría la mancha.
La señorita Ward se puso rígida bajo su mano.
James se dio cuenta de que, en sus esfuerzos por eliminar la mancha,
había estado acariciando vigorosamente sus pechos. Dios, era un torpe
patán. Por eso pertenecía a un campo de avena en lugar de a un salón de
baile.
¿Qué haría un buen duque en este momento?
Maldita sea si lo sabía. Cualquier otra cosa, supuso.
—Está bien. —Arrugó el pañuelo—. ¿Con qué disculpa debería
empezar? ¿El vino o el manoseo?
—No se moleste con ninguno de los dos. —Louisa le quitó el pañuelo y
se secó el vestido.
—Entonces, deje que la ayude.
—No hay nada que hacer. Tendré que irme a casa.
—Si me da su tarjeta de baile la excusaré con sus otras parejas.
—No tengo otras parejas. Y no importaría si las tuviera. Se acabó. —
Miró fijamente su vestido—. Se acabó todo.
—Habrá otros bailes.

~ 19 ~
—No para mí.
James sinceramente lo dudaba. Era demasiado guapa y vivaz para
quedarse sentada sola en casa.
—¿Ha venido con su familia?
—Los Carville me enviaron un carruaje. —Se llevó los dedos a la sien y
murmuró un leve juramento—. Están ocupados organizando la cena. No
quiero molestarles.
—En ese caso, voy a pedir mi carruaje.
—Pero...
—Insisto.
Louisa suspiró con resignación.
—Muy bien. Parece que no tengo ninguna alternativa.
—¿Hay alguien que la acompañe? Un acompañante, una carabina.
—No.
—¿Y la señorita Carville?
—No puede —dijo, rápidamente y con un chillido—. Está enferma,
¿recuerda?
—Sí, por supuesto. Un dolor de cabeza. —James se estremeció,
recordando la manera grosera como había expresado su escepticismo. Ni la
señorita Carville ni la señorita Ward se merecían su desprecio—. Si no hay
nadie que la acompañe, yo la escoltaré a casa.
Los ojos de Louisa brillaron con alarma.
—No puede hacerlo. No podemos...
—Nadie notará que nos hemos ido.
—Claro que se darán cuenta. Esta es la sociedad londinense. La gente
vive para darse cuenta de esas cosas.
Él la guió a la entrada.
—Tranquilícese. No voy a intentar nada inapropiado.
—Si intentara algo inapropiado, lo lamentaría. Tengo tres hermanos. Sé
cómo lanzar un puñetazo.
—Advertencia recibida. Y tomada en cuenta. —James sonrió para sí
mismo. Cuanto más lo desafiaba, más intrigado estaba. No le asustaban sus
bordes espinosos. Según su experiencia, las flores más espinosas eran las
que más merecía la pena recoger—. ¿Donde está su capa?
—Los sirvientes la tomaron cuando llegué.
—No importa. —Quitándose el chaqué, se lo puso sobre sus delgados
hombros.
—No tiene que hacer esto.
—Oh, pero quiero hacerlo. —Tiró de las solapas, ajustándole el chaqué
—. Puede que usted sepa todo sobre la sociedad de Londres, señorita Ward,
pero no me conoce a mí. Cuando la responsabilidad recae en mis manos,
hago lo que me parece más conveniente. Tenga la seguridad de que su
honor permanecerá intacto. La llevaré a casa y regresaré antes de que
terminen de cenar para explicárselo a lady Carville.
—Pero...
—Cualquiera que se atreva a sacar conclusiones lascivas, responderá
ante mí. —Ya había arruinado su vestido y su noche. Estaría condenado si
también permitía que su reputación se arruinara—. Y aclararé la situación

~ 20 ~
con su padre, si esa es su preocupación.
—¿Mi padre? —Alzó la cabeza con sorpresa—. ¿Quiere hablar con mi
padre?
—Naturalmente. Si llevo a su casa a una dama joven y soltera,
difícilmente puedo hacer otra cosa. ¿Espera que simplemente reduzca la
velocidad y la arroje al pavimento cuando pase el carruaje? Incluso yo no
soy tan maleducado.
—Supongo que tiene razón. Nadie es tan horrible. Ni siquiera usted.
James fue vagamente consciente del insulto, pero su atención estaba
centrada en otra parte. Ella sostenía juntos los lados de su chaqué con la
mano, y su dedo jugueteaba con un botón de latón. Moviéndolo hacia atrás,
luego hacia adelante... atrás y delante de nuevo. Un gesto sutil e
inconsciente de su parte que removió algo en su pecho. Sin motivo, su boca
se hizo agua y su lengua se secó simultáneamente.
Le había prometido que no intentaría nada inapropiado. No había dicho
nada acerca de no querer hacerlo. Si besarla era parecido a conversar con
ella, lo llevaría a la locura de múltiples maneras.
Después de una pausa, ella se enderezó.
—Muy bien.
«Aleluya, que suenen las trompetas celestiales». Se había tomado su
tiempo para decidirse.
James la acompañó fuera, a la noche invernal. El carruaje no estaba
preparado en la puerta. No era raro, solo había pasado la mitad del baile. La
condujo por el callejón oscuro hasta las caballerizas. Allí se enfrentaron a
una interminable fila de carruajes negros. Con esta iluminación todos se
veían idénticos.
Maldición.
James avanzó en la oscuridad, inspeccionando el panel lateral de cada
vehículo.
La señorita Ward se dobló a su lado, susurrando:
—¿Por qué caminamos así?
—Estoy buscando mi carruaje.
—¿No sabe cómo es su carruaje?
—Por supuesto que sé cómo es mi carruaje. Tiene el aspecto de un
carruaje. Negro, con ruedas, costados y puertas. En casa es el único en
kilómetros a la redonda. Nunca he necesitado buscarlo entre un montón. —
Pasó al siguiente—. Estoy buscando el del emblema de Thorndale.
—Le ayudaré. ¿Qué aspecto tiene el emblema?
James se esforzó por recordar. ¿Eran dos leones? ¿Un león y un dragón?
Dios mío, por lo que sabía, el emblema podría representar un montón de
estiércol de ovejas—. No estoy seguro.
—¿Qué clase de duque no conoce su propio emblema?
—La clase de duque que se suponía que nunca sería un duque —
refunfuñó—. De esa clase. —James se sentía a menudo fuera de su
elemento en estos días, pero rara vez tan estúpido.
Louisa tiró de su manga y señaló.
—Ese debe ser.
Él entrecerró los ojos. Sí, era el suyo. Ahora lo recordaba. Ni leones, ni

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dragones, ni estiércol de oveja. Sólo rosas. Tres, entrelazadas.
—¿Como lo ha sabido?
Ella se encogió de hombros.
—Rosas, Thorndale... (Espina). Van juntas.
Afortunadamente, los caballos estaban enganchados e impacientes, a
juzgar por la forma en que el carruaje crujía. Desafortunadamente, el
conductor no estaba por ninguna parte.
—¿Dónde está el cochero?
—Dios sabe. —Molesto, James apretó la mandíbula—. Iré a buscarlo.
Espere en el carruaje. Estará más caliente.
Alcanzó el pestillo de la puerta preparándose para ayudar a subir a la
señorita Ward. Sin embargo, cuando abrió la puerta de par en par, se
encontraron con una visión sorprendente; un trasero desnudo encajado con
entusiasmo entre un par de muslos carnosos.
—Cierra la maldita puerta —gritó el dueño del encorvado trasero—. Ya
te he dicho que serás el siguiente en tener tu turno con ella.
Debajo de él la mujer invisible gimió con fingida alegría.
—Oh. Oh. Tómame, magnífico semental.
James cerró la puerta.
Buen Dios. Parpadeó con la mano en el pestillo de la puerta, sin saber
cómo mirar a la señorita Ward. La había convencido para que se fuera del
baile sola, jurándole no dañar su reputación. Y menos de cinco minutos
después, la había llevado a escondidas por un callejón oscuro y expuesto a
un acto obsceno que sin duda la dejaría conmocionada, confundida y
posiblemente marcada de por vida.
—Oh, Dios mío. —Detrás de él, ella se echó a reír.
Tal vez no la dejara completamente marcada de por vida. La opresión
en su pecho disminuyó. Su furia, sin embargo, no. James no sabía cómo
manejaría esta situación un verdadero duque, pero el malhumorado norteño
en él tenía algunas ideas.
—Mire hacia otra dirección, señorita Ward. —La giró por los hombros
para que mirara una pared de ladrillos—. Y cúbrase las orejas. Las cosas
están a punto de ponerse muy desagradables.

~ 22 ~
Capítulo Seis

Cuando el duque de Thorndale emitió su orden, Louisa la desobedeció


rápidamente. No solo no se cubrió las orejas, sino que también se volvió
para mirar por encima del hombro. No iba a perderse nada de las “cosas
desagradables” que sucederían a continuación.
—Deja de tirártela. —El duque tiró del cochero por el cuello de su
librea, arrojándolo al suelo de la misma manera que los trabajadores
arrojaban montones de carbón—. ¿Qué diablos crees que estás haciendo,
cerdo en celo? Y en mi carruaje, nada menos.
La mujer que estaba con el cochero salió rápidamente del carruaje,
recogió su ropa arrugada y se escurrió por el callejón. Louisa esperaba que
la mujer le hubiera exigido el pago por adelantado.
—S... Su Excelencia. —El hombre se irguió apresuradamente y caminó
con los pantalones bajados, dos actividades que no eran adecuadas para
realizarse simultáneamente—. Deje que le explique. Yo... sólo estábamos...
El duque solo tuvo que empujarlo con la punta de su bota para enviarlo
nuevamente sobre su trasero desnudo.
—Lo que estás haciendo es salir de mi vista, repugnante cretino. Te
aconsejo que no vuelvas. No será bueno para ti.
El cochero se tambaleó, sosteniendo sus pantalones con una mano y
agarrando sus costillas doloridas con la otra. Louisa combatió el deseo de
reírse.
El duque se dio la vuelta y ella giró la cabeza para que no la
sorprendiera espiando. Mientras lo hacía, su mejilla rozó la fina lana del
chaqué. El calor fue un bálsamo bienvenido para la mordedura helada del
aire y, oh, olía celestial. No a colonia o pomada maloliente, sino a jabón y
aire de la noche. El olor del abrazo de un hombre cuando regresaba a casa

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de una salida al clima frío, entrando por la puerta con las mejillas rojas y
sacudiéndose las botas.
Maldición. Tenía que dejar de pensar de esa manera. No quería que le
gustara accidentalmente, ni siquiera mínimamente.
Él se quitó los guantes y los arrojó dentro.
—A este ritmo voy a deberle a su padre muchas explicaciones.
Sí, de hecho, Thorndale le debía muchas explicaciones a su padre. Por
ejemplo, por qué había reclamado tan cruelmente la deuda, con años y
años de interés, ignorando los deseos de su propio tío. Cuando el duque la
llevara a casa, se vería obligado a entrar y enfrentarse al hombre sincero y
de buen corazón cuyas súplicas había ignorado durante meses. Entonces el
duque tendría que darle las excusas y explicaciones que quisiera. En
persona.
—Tendré que encontrar otro carruaje para llevarla a casa. No voy a
hacerla viajar en uno que ha sido profanado de esta manera. Huele a
perfume barato y viruela.
—Podemos tomar uno de alquiler.
—¿De alquiler? No la voy a llevar a casa en uno así —emitió un sonido
impaciente—. Seguro que hay algo mejor que eso.
Ella se puso rígida.
—Yo suelo viajar en uno de alquiler. Mi familia no tiene ni carruaje ni
caballos. Sé que usted es un duque acaudalado que no tiene que
preocuparse por el vencimiento de la factura del verdulero. Pero no todas
las familias de Londres son tan afortunadas. Mi padre es un tercer hijo. No
tiene ninguna herencia. Siempre ha hecho lo mejor para nosotros, más de lo
que nadie podría esperar. No me avergüenzo de mi familia ni de nuestras
circunstancias.
—No es eso lo que quise decir. —Le puso la mano en la parte baja de la
espalda, guiándola inesperadamente por el callejón—. Tiene que haber algo
mejor que un coche de alquiler porque se merece algo mejor después de
esta absurda noche. Eso es todo.
—Oh. —Bueno, eso no se lo discutiría. Toda su familia merecía un mejor
trato por su parte.
—Yo también soy un segundo hijo —continuó mientras caminaban por
el callejón—. Tampoco me criaron con la promesa de una herencia. De
hecho, no tenía expectativas más allá de la vida de un caballero rural hasta
que... —su voz se apagó.
—Hasta que su hermano murió —terminó por él.
Si era un segundo hijo, y ahora era el duque, eso significaba que había
perdido a un hermano mayor. Ese hecho no debería ablandar su corazón,
pero lo hizo. La gente moría. La mayoría de sus amigos habían perdido un
hermano, si no dos, algunos en la infancia, otros más tarde. Pero la familia
Ward había sido bendecida con buena fortuna, y Louisa nunca había
conocido ese dolor. No se imaginaba la desolación de perder a uno de sus
amados hermanos o hermanas. No se lo desearía ni a su peor enemigo.
El duque era su peor enemigo, y a pesar de ese hecho, su corazón se
lamentaba por su pérdida.
Le tocó el brazo.

~ 24 ~
—Lo siento mucho.
Un brusco cabeceo fue su única respuesta.
Louisa se preguntaba por qué los hombres adultos consideraban que
las palabras más pequeñas eran las más difíciles de pronunciar. “Gracias”,
“por favor”, “lo siento”. Por la forma en que sus lenguas se trababan con las
sílabas, cualquiera pensaría que esas palabras eran nombres en latín para
especies de hongos exóticos. Y cuando se trataba de la palabra “amor”,
algunos hasta perdían el habla por completo.
Llegaron a la calle principal al otro extremo del callejón. Algunos
coches de alquiler pasaron, pero ninguno se detuvo ante la señal de
Thorndale.
—A esta hora de la noche estarán todos ocupados —reconoció ella.
—Tiene que haber alguno libre. —Se pasó la mano por el pelo oscuro,
extendiendo una ráfaga de cristales blancos.
—Oh. Está nevando.
Levantó el brazo y observó cómo unos copos giraban sobre la manga
oscura del chaqué. La imagen le produjo una felicidad irreprimible e infantil
que atravesó su cuerpo. Siempre había adorado la nieve. En esta época del
año era muy raro verla en Londres.
Tomó una repentina decisión.
—Me voy andando a casa.
—¿Qué?
—Ya ha realizado todos los intentos caballerosos que eran necesarios.
Lo liberaré del resto. Vuelva al baile. Habrá dejado al resto de sus parejas, y
a sus madres, realmente decepcionadas. No se preocupe. Puedo ir andando
sola.
Louisa volvería a casa sola. Conocía Mayfair. Le encantaba Mayfair. Un
paseo por la nieve sería una despedida agridulce del lugar al que siempre
había llamado su hogar.
Sin embargo, un paseo solitario no era exactamente lo que buscaba en
este momento.
—¿Caminar sola? No sea absurda.
—Mi casa no está muy lejos de aquí.
—No me importa si se trata de una distancia de diez pasos —replicó
con impaciencia—. No permitiré que vuelva a casa sin compañía.
«Oh, sé que no lo harás. De hecho, cuento con ello».
—Pero Su Excelencia...
—Deje de discutir. Se lo dije, cuando estoy decidido, lo estoy de verdad.
—Sujetando su muñeca, le pasó el brazo por el suyo—. Si se empeña en
caminar, voy con usted.
Louisa suspiró teatralmente.
—Si insiste.
Interiormente, aplaudió el triunfo. Curvó los dedos sobre su camisa de
lino. Su antebrazo era duro como una roca, aunque era posible que existiera
suavidad en alguna parte de él.
Como su padre, Thorndale era un hijo menor. Había conocido el dolor
de la pérdida. Tenía cierta medida de amabilidad en su carácter. Por
supuesto, ofrecerle a una dama su chaqué era una cosa, pero perdonar una

~ 25 ~
deuda de varios miles de libras era otra. Y a pesar de haber rechazado las
peticiones escritas de su padre, tal vez, solo tal vez, convenciera al duque
para que lo reconsiderara cara a cara. Después de todo, era casi Navidad.
Estando al tanto de su mala opinión de las damas de Londres, Louisa
no se atrevió a explicarle la situación y suplicarle abiertamente. Si lo
intentaba, Thorndale pensaría que su encuentro en el baile era una especie
de truco. La acusaría de mentir y planear todo para conseguir sus propios
fines.
Pero si le hacía entender, incluso mínimamente, lo que su hogar
significaba para la familia y lo que Mayfair significaba para ella... quizás al
final del paseo, cuando se reuniera con su padre, su corazón de piedra se
ablandara.
Quizás.
Louisa sabía que estaba amontonando todas sus frágiles esperanzas en
una última expectativa con forma de duque. Pero era la única estrategia
que le quedaba. No se rendiría sin intentarlo, sin importar lo pequeñas que
fueran las probabilidades.
Ya sabía desde el principio que sería esta noche o nunca.
Bueno, la noche no había terminado.
Todavía no.

Capítulo Siete

Por una vez la ciudad estaba tranquila. Vacía. El frío recorría las calles
como una escoba, dejando el aire limpio y fresco. Sin niebla ni hollín
asfixiante.
Mirando a su alrededor, James casi consideró bonito este pequeño
rincón de Londres.
Por otra parte, tal vez solo le parecía bonito porque la señorita Louisa
Ward estaba a su lado.
Mientras caminaban, la mirada de James se sentía atraída hacia ella,
sin importar lo mucho que intentara desviar los ojos. Era imposible. El frío
hacía que sus mejillas rosadas lo estuvieran todavía más, al igual que sus
labios rojos y sus ojos brillantes. Ya le había parecido atractiva en el baile,
pero ahora se sentía peligrosamente cerca de...
Acabar atrapado.
Se sobresaltó.
Ella lo miró.
—¿Quiere recuperar su chaqué?
—No. —James se retorció ante la mera sugerencia. Sería capaz de
cenar babosas en escabeche en Navidad antes de pedirle a una dama que
le devolviera el chaqué—. ¿Por qué clase de caballero me toma? —Después
de una breve pausa, agregó—: No conteste a eso.
—Lo pregunto porque está temblando.

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—No estoy temblando.
—Oh, por favor. Hace frío. No es vergonzoso admitirlo. Tampoco sirve
de nada negarlo. —Le pasó los dedos enguantados por la muñeca expuesta,
sintiendo que cada uno de sus pelos se erizaba—. Tiene la piel de gallina.
«Eso no es por el frío, amor».
—Soy un hombre del norte de Yorkshire. Esto es un clima tropical para
mí. Lo que no entiendo es por qué quiere caminar a casa con este clima.
—Es mi última oportunidad para disfrutar de Mayfair nevado.
—¿Se va de Londres el resto del invierno?
—Me voy de Londres en un futuro cercano. Quizás para siempre.
«¿Siempre?».
Esa era una buena palabra para que alguien continuara curioseando
hasta obtener una explicación, pero James no era un hombre entrometido.
Despreciaba los chismes. A menos que ella eligiera compartirlos, sus
asuntos familiares privados debían seguir siendo precisamente así;
privados.
—Qué envidia.
—¿Cómo puede envidiarlo? Si tuviera sus recursos nunca me iría de
Londres.
James frunció el ceño.
—¿Qué encuentra aquí que le guste tanto? Está sucio, saturado, huele
mal. No se distingue el cielo. Apenas puedo respirar, ni en las calles, ni en
un salón de baile. Mi único propósito al venir era solucionar algunos
asuntos. Tengo algunas propiedades para vender, cuestiones que resolver.
Cuando acabe me iré a casa, a Yorkshire, habiéndome liberado de todos los
vínculos con este lugar. Tengo la intención de dejar Londres sin mirar atrás.
Nunca sería capaz de sentirme cómodo aquí.
Tal vez debería reconsiderar la última parte de su declaración. Se sentía
muy cómodo en este momento. Era un alivio desahogarse después de
semanas de ser cortés.
—Solo odia Londres porque no la conoce. Es más que bailes, fiestas y
tés. Tiene mucho más. Museos, parques, conciertos, teatros. Juzgar una
ciudad tan mal y con tan poca experiencia... Bueno, es de tercos e
ignorantes —se mordió el labio—. Se lo advertí, me educaron para
expresarme libremente.
—Sí. Por eso prefiero estar aquí con usted que de vuelta en el baile de
los Carville.
—Según mi experiencia, la mayoría de los caballeros no aprecian a una
dama que expresa opiniones contrarias.
—Y según la mía, las damas de la alta sociedad no expresan opiniones
contrarias o de otra manera. Ni se imagina cuántos “Oh, sí, Su Excelencia”
he soportado las últimas semanas. Me he vuelto loco de aburrimiento.
Cuando todos se apresuran a estar de acuerdo contigo, la conversación es
realmente aburrida.
—Espero que, al menos, yo no le resulte aburrida.
James se echó a reír.
—Ciertamente no.
Louisa se quedó en silencio y él aprovechó la oportunidad para mirarla.

~ 27 ~
Todos los vistazos que le robaba le estaban convirtiendo en un ladrón
habitual. Cada vez que pasaban bajo una farola, su piel brillaba como la
obra maestra de un artista holandés.
—Así que aprecia un debate, pero, ¿tiene la mente abierta? ¿Está
dispuesto a reconocer que su opinión no es la correcta?
—En raras ocasiones —admitió a regañadientes—. Pero solo cuando me
muestran un razonamiento sólido y una evidencia convincente.
—Entonces está decidido. —Louisa levantó la barbilla—. Voy a
presentarle mi evidencia más convincente y mostrarle un argumento bien
razonado para demostrar que está equivocado con respecto a Londres.
—¿Y cómo va a hacerlo?
—Le haré un recorrido por Mayfair. Esta noche.
—¿Qué? No. —Se detuvo de golpe en la acera cubierta de nieve—. La
voy a llevar a casa. Ya es imperdonablemente tarde.
—No, es perfecto. Esta podría ser mi última oportunidad de ver los
lugares que adoro. —Ella arqueó una ceja y esbozó una sonrisa—. Además,
no puede llevarme a casa si no le digo dónde vivo.
Maldición. Lo tenía atrapado.
No sabía su dirección y el honor no le permitía abandonarla. Si ella
quisiera, podría arrastrarlo por todo Londres como un perro con una correa.
Y lo que era peor, no se sentía decepcionado por ese motivo. La
perspectiva de pasar más tiempo con ella, a solas, le calentaba el cuerpo
de una manera como ningún chaqué lograría hacer.
Sus ojos brillaban de satisfacción.
—Parece que está a mi merced, Su Excelencia.
«En más formas de las que te imaginarías, señorita Ward».
—Si vamos a hacer esto, hazme un favor. No quiero volver a escuchar
“Su Excelencia” el resto de la noche —le pidió, tuteándola por primera vez.
—¿Y cómo quieres que me dirija a ti? ¿Te llamo Thorndale? —le
preguntó, también con un tratamiento informal.
—Dios, no. Llámame James.
—¿Ese es el apellido de tu familia?
—No, es mi nombre de pila.
Su sorpresa fue evidente.
—¿De verdad?
—No parezcas tan sorprendida. James es un nombre bastante común.
—Bueno, sí, claro. Pero no creía que nadie se pudiera dirigir a un duque
por su nombre de pila. No los simples conocidos, al menos.
James hizo un gesto de mirar arriba y abajo de la calle vacía, y se
inclinó para murmurar su respuesta:
—Yo no lo contaré si tú no lo haces.
Louisa sonrió.
—Muy bien entonces, James.
Aleluya. Escuchar su nombre en sus labios lo liberó de alguna manera.
Se sintió como un niño que se despojaba de su uniforme escolar el último
día de Pascua.
—Vamos, pues. —Tomándole de la mano, tiró de él—. Prepárate para
sorprenderte.

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En realidad, ya lo estaba.
Y si no era más cuidadoso manteniendo el control... antes de terminar
la noche él también lograría sorprenderla.

Capítulo Ocho

Si iba a mostrarle Mayfair tal y como ella lo veía, Louisa decidió que
comenzaría desde el principio.
—Por aquí. —Lo guió por una calle y se detuvo frente a la iglesia—. St.
George’s Hanover Square.
James contempló nada impresionado el edificio de columnas.
—También tenemos iglesias en Yorkshire. Iglesias que no están
encerradas como pollos y manchadas de hollín.
—Sí, pero esta iglesia es como si fuera nuestra. Mis padres se casaron
aquí, al igual que mis abuelos, y el año pasado mi hermano mayor, unas
semanas antes de que enviaran a su regimiento a Canadá. Es una tradición
familiar. —Lamentablemente, una que Louisa no continuaría. Se casaría en
una pequeña capilla en Jersey, si es que se casaba—. También me
bautizaron aquí. A todos los hermanos Ward.
—¿Todos? ¿Cuántos sois?
—Seis. Tres chicas y tres chicos. Francis -Frank- el mayor. Después voy
yo, seguida por Margaret y Katherine. El pobre Frank se desesperó
queriendo tener un hermano hasta que finalmente llegó Harold. William es
el más joven, solo tiene siete años. —Siguieron caminando—. ¿Y tú?

~ 29 ~
—No tengo mucha familia de la que hablar. Mi padre se fue y mi
hermano también. Murieron los dos.
—¿Y tu madre?
—Se fue, y no en el sentido eufemístico. No era feliz con su matrimonio.
Una vez que cumplió con su deber y le dio dos hijos a mi padre, se fue a
Nueva York. No la he visto desde que era un niño.
—Lo siento mucho.
James tensó el brazo bajo su mano.
—No te aburriré con los detalles.
—No me aburres. ¿Eras cercano a tu hermano?
—Cuando éramos niños, sí. Pero luego St. John se fue a vivir con mi tío,
tenía que prepararse para asumir el título. Yo me quedé con mi padre y
aprendí a encargarme de la tierra.
—Vaya. Eso suena terriblemente solitario.
—Realmente no lo era.
—¿Solo estabais vosotros dos en una granja en medio de Yorkshire?
—Éramos dos en una posición respetable en el norte de Yorkshire, con
arrendatarios, un pueblo cercano y una ciudad comercial a trece kilómetros
por la carretera.
—¿Trece kilómetros hasta la ciudad más cercana?
—Es una distancia corta. En carro son menos de dos horas de viaje.
—¿Dos horas ida y vuelta?
—Dos horas por trayecto.
Louisa estaba horrorizada.
—¿Cómo puedes tardar dos horas en recorrer trece kilómetros en un
carro?
Él se burló de la pregunta.
—Sospecho que nunca has visto una carretera de Yorkshire.
Sí, lo había adivinado correctamente. Con la excepción de algunas
visitas a amigos en Surrey, Louisa nunca había visto una carretera fuera de
Middlesex.
Por dios. Dos horas de viaje para llegar al mercado más cercano. Si
estaba tan convencido como para considerar que era una distancia corta,
Louisa sabía cuál sería la próxima parada en esta gira.
Bond Street.
Las tiendas estaban cerradas a esta hora de la noche. Al no haber
tráfico fueron por el centro de la calle. Como si el mundo, y todos sus
tesoros, les pertenecieran a ellos solos.
Los escaparates estaban decorados con bastante vegetación navideña
y estrellas doradas. Combinado con la resplandeciente capa de nieve,
ofrecía una vista impresionante, incluso con todos los escaparates a
oscuras.
—Mira. —Balanceó el brazo en un arco extravagante—. Productos de
todo el mundo apretados en esta calle. Puedes comprar un excelente vino
de Madeira, un exquisito pañuelo indio y una pluma de emú australiano,
todo en una tarde.
—No me imagino comprando vino, pañuelos y plumas todo en una
tarde. —Su voz se hizo más profunda—. A menos que haya planeado una

~ 30 ~
velada muy interesante.
Qué granuja era. Louisa sospechaba que estaba tratando de ponerla
nerviosa. No le daría esa satisfacción.
—No se trata solo de productos exóticos. También hay muchas cosas
prácticas y cotidianas para comprar.
—Puedo obtener todas esas cosas prácticas y cotidianas que necesito
en Yorkshire.
—Ah, sí —bromeó—. A una distancia corta de trece kilómetros. ¡Solo
dos horas a caballo y en carro!
Abandonando la discusión por el momento, Louisa se acercó a un
escaparate y presionó la frente contra el cristal hasta que su aliento fundió
un círculo en la escarcha.
—¿Qué miras? —Él se acercó—. Una confitería, a juzgar por la forma en
que estás salivando.
—No —soltó un suspiro melancólico y anhelante—. Son libros. Muchos
libros—. No es una librería muy grande. El Templo de las Musas y Hatchard
tienen selecciones mucho más amplias. Sin embargo, esta es mi favorita —
confesó ella.
James ahuecó las manos y miró por el escaparate.
—Parece bastante desordenada.
—Lo sé. ¿No es maravillosa?
—Será imposible encontrar lo que estás buscando.
—Por eso es tan maravillosa. Si fuera fácil encontrar los libros que
quiero nunca encontraría los que no sabía que existían, pero que una vez
que los encuentro no puedo vivir sin ellos.
Con un último y prolongado suspiro, se alejó del escaparate y siguieron
paseando.
—Si te quedaras varado en una isla, ¿qué tres cosas llevarías?
Él respondió sin dudarlo.
—Comida, agua y un bote.
—No seas intencionalmente obtuso. Sabes a lo que me refiero. Supón
que la isla tiene mucha comida y agua, y un barco vendrá a rescatarte en el
transcurso del año. Así que, ¿qué tres objetos elegirías para llevarte?
James metió las manos en los bolsillos del chaleco y miró al cielo con
los ojos entrecerrados en busca de inspiración.
—Una sirena.
Louisa puso los ojos en blanco.
—Eso es uno. ¿Y los otros?
—Dos sirenas más.
—Esa es una respuesta ridícula.
—En realidad no lo es. Es una respuesta mucho mejor que vino, un
pañuelo y plumas de avestruz.
—Emú —le corrigió—. Son plumas de emú.
—Si tú lo dices. En cualquier caso es una pregunta absurda. Ya tendrías
que haber esperado una respuesta igual de absurda.
—No es una pregunta absurda para mí. Es un dilema bastante real y
apremiante. Cuando nos vayamos a Jersey, yo...
—¿Jersey? ¿La isla de Jersey? ¿La que está más cerca de Francia que de

~ 31 ~
Inglaterra?
—Sí. Esa es la isla real de la pregunta, y dentro de un mes estaré
varada allí. Cuando nos vayamos me permiten llevar tres baúles, ninguno
más. Uno será para los vestidos, medias y demás. El segundo mi madre
insiste en que sea para mi ajuar. Algo bastante inútil, ya que allí no habrá
ningún...
Louisa se mordió la lengua. Había estado a punto de decir que no
habría ningún caballero rural interesante o atractivo, a pesar de estar
caminando con un caballero rural interesante y atractivo en la actualidad.
Uno con un sentido del humor diabólico, una afición por las mujeres que
exponían su opinión, y la fuerza necesaria para arrojar a un cochero con el
trasero desnudo a la calle.
Y también olía maravillosamente.
Oh, Dios. Retiró esos pensamientos a un lado. A un lado muy lejano, al
límite de su mente, donde, con suerte, se caerían por un precipicio.
—Así que me queda exactamente un baúl en el que encajar el resto de
mis posesiones mundanas. Será todo de libros, claro está. ¿Pero cuáles? He
tenido ataques de nervios intentando elegirlos. —Se le ocurrió una nueva
idea—. Tal vez saque las cosas inútiles del ajuar como pañuelos, una
colcha... y esconda los libros debajo. ¿Quién necesita manteles de mesa
bordados, de todos modos?
—No te lo sabría decir. Pero si quieres un consejo, cualquier recatado
camisón también sobra. A ningún hombre recién casado le apetecería ver
eso.
Louisa esperaba que la oscuridad ocultara su feroz sonrojo.
—Por lo menos siempre tendré a mi familia. Me evitarán morir de
aburrimiento. Nos divertimos y atormentamos continuamente. Mi hermana
Kat tiene las ideas más irracionales. Ayer mismo desenterró un libro de
magia escocesa e hizo un shortbread de mantequilla atroz.
Caminaron en silencio unos minutos.
—La Isla de Jersey. ¿Por qué tu familia se muda a Jersey?
«Por ti», quería gritarle. «Porque exigiste una vieja deuda que ya
estaba casi perdonada. Porque mi padre ahora es insolvente y no le ha
quedado más remedio que aceptar el primer empleo que le ofrecieron.
Debido a que toda nuestra familia es uno de esos asuntos de negocios que
estás desesperado por resolver para irte de Londres y no volver a mirar
atrás».
No se atrevió a decir ni una palabra en alto. Aún no. Hasta el momento
no había logrado convencerlo de que se repensara nada. Ni siquiera sus
hábitos de compra.
Se detuvieron donde Bond Street terminaba en Piccadilly.
—El palacio de St. James está bajando por ahí —señaló—. Si fuera de
día lo verías desde aquí.
—Ya lo he visto. Y también por dentro.
—¿En serio? ¿Es tan grandioso como dicen?
—Supongo que sí. Principalmente quería irme lo antes posible. Prefiero
la grandeza de la naturaleza.
—¿Naturaleza? Bien entonces. Iremos por aquí. No se puede hacer un

~ 32 ~
recorrido adecuado de Mayfair sin un paseo por Hyde Park.
La agarró por el brazo, frenándola.
—Ni hablar. No vamos a ir más lejos. Ya te he complacido el tiempo
suficiente. Ahora te llevaré a casa.
—No puedes llevarme a casa. No sabes dónde es. Ya lo hemos
discutido, James.
Él gimió.
—Vamos al parque —decidió ella.
James la detuvo de nuevo.
—Aún no. Primero encontraremos un lugar para calentarte. Tu nariz
está roja y te castañetean los dientes. Cuando finalmente te lleve a casa no
será con neumonía.
—No hay ningún lugar adónde ir a estas horas. Todos los
establecimientos están cerrados.
Él miró la calle.
—¿Y por ese camino? Parece que hay bastante movimiento.
—Sí, pero eso es St. James Street. Allí están todos los clubs de
caballeros. White’s y Boodles y los demás.
—Ah, sí. Me hicieron miembro de uno de ellos. Sinceramente ni siquiera
recuerdo de cuál.
—Eres un duque. Seguro que serás bienvenido en cualquiera de ellos.
—Entonces vamos a uno, por Dios. Tienes que entrar en calor.
—¿Ir a uno? Nunca he ido por St. James Street. Mi madre nunca lo
permitiría. Es demasiado escandaloso.
Su mirada expresó un desafío diabólico.
—En ese caso tienes una opción. Puedes ser una buena chica y darme
tu dirección, así te llevaría directamente a casa con tu madre. O de lo
contrario este tour tuyo incluye St. James Street y lo recorremos juntos.
Ahora.

Capítulo Nueve

Paseando por St. James Street del brazo del duque de Thorndale... Y era
real. Los sonidos de placer se filtraban desde la hilera de clubs,
aumentando la emoción de invadir lo prohibido.
—Creo que es este —declaró James, deteniéndose frente al club en
cuestión—. Me parece recordar haber recibido una comunicación. “En honor
a la membresía de mi tío les complacería invitarme a visitarlos...” y seguía
con más. No respondí, pero supongo que me admitirán igualmente. —Se
dirigió a la puerta.
Louisa se quedó en su lugar.
—¿Qué estás esperando? Vamos a entrar.

~ 33 ~
—No se me permite entrar. No se permiten mujeres. Bueno, quizás
algunas mujeres tienen permiso, pero no son respetables.
—Te admitirán si estás conmigo. Soy un Thorndale y eso tiene que
servir para algo.
Ella se mantuvo firme.
—No soy una mujer muy convencional, pero incluso para mí eso
provocaría un gran escándalo. Me arriesgo demasiado a ser reconocida.
Algunos chismes pueden seguir a una mujer incluso hasta Jersey.
Con un juramento murmurado, él se pasó una mano por el pelo.
—Entonces espera aquí. Volveré en dos minutos. Si alguien, o algo te
asusta, grita.
—¿Gritar qué?
—“Ayuda”, supongo. O “Fuego” o “Asesinato”. En un apuro con “James”
será suficiente.
—“Tómame, magnífico semental”, también lo es.
Él la miró y rió suavemente. Como si no se estuviera riendo de su
broma, sino de una broma dicha hace mucho tiempo.
—Sabía que me gustabas por algo.
Y la dejó con esa asombrosa declaración, sin darle más elección que
reorganizar su corazón y su mente para analizarlo.
Sabía que me gustabas por algo.
¿En serio? ¿También le gustaría una vez que supiera cómo estaban
conectados por la deuda y las circunstancias? ¿Estaba siendo desleal con su
familia si a ella también le agradaba?
Estaba en grandes problemas y no tenía nada que ver con quedarse
sola en St. James Street después de medianoche.
Él habló con el portero de la entrada del club antes de desaparecer en
el interior. Fiel a su palabra, salió minutos después con una botella de
brandy bajo el brazo.
—Vámonos.
Una vez que doblaron la esquina y estuvieron a una distancia segura de
los clubs, se metieron en un portal oscuro que ofrecía algo de protección
contra el viento. James sacó del bolsillo un vaso y le sirvió un dedo de
brandy.
—Toma. Esto debería calentarte.
No queriendo parecer mojigata, Louisa aceptó el vaso y vació el
contenido de un solo trago. Un gran error. Casi lo tosió de vuelta. Apretando
los labios, tragó con gran concentración, forzando el fuego líquido por su
garganta. Sus ojos se humedecieron. Y todo para parecer mundana.
James tomó un trago directamente de la botella y ella lo encontró
ridículamente masculino y atractivo. Para cuando le sirvió un segundo vaso,
esta vez se lo tomó lentamente, ya empezaba a calentarse. El rubor la
calentó desde afuera hacia adentro, y el brandy de adentro hacia afuera.
Estaba caliente por todas partes.
«Oh, Señor. Louisa, para».
El portal que compartían parecía estar encogiéndose, empujándolos
cada vez más cerca. Louisa sintió su mirada fija en ella y eso la puso
nerviosa, así que se quedó mirando el vaso. Cuando ya no pudo soportarlo

~ 34 ~
más, levantó la cabeza. Sus ojos se encontraron y sostuvieron. Se le aceleró
la respiración.
«Es el brandy», se dijo a sí misma. «Es solo el brandy lo que le hace tan
desesperadamente atractivo. Es solo el brandy lo que te hace desear un
beso».
No, no un beso.
Su beso.
James le quitó el vaso y lo sostuvo entre dos dedos, balanceándolo
fácilmente en la misma mano con la que sostenía la botella de brandy.
«No puedes, no puedes. Él es el enemigo».
El enemigo tocó su cabello, luego su mejilla.
—Eres extraordinaria.
Extraordinaria. No era “bonita” ni “encantadora” ni ninguno de los
pocos cumplidos superficiales que había recibido de los hombres a lo largo
de los años, todos seguidos rápidamente por la palabra “pero”. Bonita, pero
franca. Encantadora, pero demasiado atrevida.
James la había llamado extraordinaria, sin una pausa. Sin un “pero”.
Posó la mirada en sus labios. Él se movió hacia ella con una rapidez
vertiginosa, inclinando su rostro. Ella contuvo el aliento.
De repente, la puerta de la casa se abrió de par en par, revelando a un
hombre con un gorro y una camisa de dormir.
—¿Qué es esto? ¿Quiénes sois vosotros?
Los dos se levantaron de golpe. Sobresaltados, miraron al caballero,
luego al otro, y al final volvieron a mirar al caballero.
Louisa tragó saliva.
—Ohhhh...
—Dios os guarde en alegría, señores—cantó James en un fuerte tono de
barítono—. Que nada os desaliente.
Ella parpadeó hacia él cuando le clavó el codo en las costillas.
Siendo una soprano renuente, cantó la siguiente frase del villancico.
—Por Cristo nuestro Salvador, nacido el día de Navidad.
James se unió de nuevo y cantaron al unísono, sus voces ganando
fuerza. Era como si hubieran llegado a un acuerdo. Se habían lanzado a
esta locura y tenían que terminarla. Así que bien podían hacerlo con un
completo espíritu festivo.
—Para salvarnos a todos del poder de Satanás cuando nos
extraviamos. Oh noticias de consolación y alegría, consolación y alegría...
Al final de los tres versos ya cantaban con total confianza. La casa
entera del señor Gorrodedormir se había reunido en la puerta. A instancias
de la audiencia, continuaron el primer villancico con otros dos y se vieron
obligados a intercambiar muchos saludos navideños antes de escapar.
Llegaron hasta el final de la calle y doblaron una esquina antes de
estallar en carcajadas. Pasaron varios minutos antes de que alguno de los
dos consiguiera hablar.
Louisa se enjugó las lágrimas de los ojos.
—Eso fue brillante. Pensaste muy rápido.
—Hubiera sido un desastre si no me hubieras seguido la corriente.
—Se lo puedes agradecer al brandy. ¿Dónde aprendiste a cantar así?

~ 35 ~
—Bueno, el North Riding, en Yorkshire, no es Londres. No tenemos
salas de espectáculos, pero nos las arreglamos para hacer nuestros propios
conciertos. —Mientras caminaban marcando huellas en la fina capa de
nieve, la empujó con el codo—. Tú tampoco lo hiciste muy mal.
—Qué alabanza más grande.
—Lo he dicho en serio.
—Lo hicimos bien juntos, ¿verdad?
Eso le recordó el momento anterior a su improvisada actuación, cuando
casi la había besado en la puerta. ¿Se mezclarían sus labios tan bien como
sus voces?
Louisa cambió de tema.
—Debemos haberlo hecho lo suficientemente bien. Nos ganamos un
pudín. —Levantó una rebanada de pastel relleno de ciruelas y envuelto en
papel marrón—. Cuando lleguemos a Hyde Park haremos un buen picnic.

Capítulo Diez

—Ya estamos. —Una vez que llegaron al parque, Louisa extendió los
brazos y se giró, señalando el esplendor de la nieve recién caída—. Incluso
tú no eres capaz de negar que es precioso.
—Muy bien. Admito que Londres tiene alguna belleza.
Sus ojos se clavaron en ella con una intensidad desconcertante. Louisa
sintió el poder de esa mirada hasta llegar a su núcleo.
—Y ahora, es mi turno. Es el espíritu del juego limpio —replicó él.
—¿Tu turno? ¿A qué te refieres?
—A demostrar la superioridad de la campiña.
~ 36 ~
Ella se echó a reír.
—No sé cómo pretendes lograrlo. No tengo ninguna prisa por regresar a
casa, pero creo que incluso mis padres se opondrían si desapareciera en
Yorkshire.
—No tenemos que ir a Yorkshire. Te lo mostraré aquí mismo.
Agachándose, comenzó a moldear figuras en la nieve fresca,
rompiendo la delgada capa de hielo con un dedo. Louisa se agachó a su
lado, subiéndose el vestido hasta las rodillas.
—La finca está situada justo aquí, en un promontorio que domina el
valle. En un día claro, la posición ventajosa del sur extiende las vistas
muchos kilómetros por los cultivos verdes. Hacia el norte, —Moldeó la nieve
en una meseta accidentada—, están los páramos. Escarpados y dispersos
sin fin. No puedo describirlo, pero es muy hermoso. Una especie de
magnífico vacío. El viento te azota y golpea. No puedes detenerlo, pero
tienes la sensación de estar presionando contra él. Como si fueras
absolutamente insignificante, pero invencible al mismo tiempo. —Salió de
su ensueño—. Lo estoy explicando muy mal.
—En absoluto. —Louisa nunca lo habría dicho, pero su descripción
sonaba completamente romántica.
James continuó haciendo dos montones de nieve alargados.
—Aquí está el valle. El centeno lo recorre entero.
Se animó, agregando surcos y arroyos a su maqueta. Louisa no pudo
evitar sonreír mientras lo observaba. Un cierto entusiasmo juvenil lo había
atrapado, atenuado por el ojo de un ingeniero planificando.
—Suena maravilloso.
—Sí, así es. —Su acento del norte se acentuó—. Al menos las vistas son
muy bonitas. Para un granjero es un lugar difícil para vivir. El problema está
aquí. —Pasó un dedo por un largo y sinuoso trecho de nieve virgen
flanqueada por montículos improvisados—. Sería un suelo rico para plantar,
si no se inundara con cada aguacero fuerte.
—Eso en Inglaterra es...
—Imposible. Exactamente. Con las cosechas fallidas de los últimos
años, necesitamos desesperadamente más tierras cultivables. —Agachó la
cabeza y miró su obra—. He trazado planes para un sistema de canales de
drenaje. —Con un palo, dibujó diagonales a través de los campos
bosquejados en la nieve—. Los tradicionales ladrillos huecos son el material
más duradero. Pero si salen muy caros habrá que hacerlos con guijarros y
paja.
De repente, levantó la vista, lanzándole a Louisa una sonrisa tímida.
—Lo siento. No pretendía abstraerme con el drenaje y los costes de las
propiedades. Te estoy aburriendo.
—Al contrario. Lo encuentro fascinante.
Para ser sincera, Louisa no estaba particularmente fascinada por el
drenaje, pero si por la forma en que contaba sus planes. Se inquietó
bastante por sus pequeños montones de nieve, o más bien, por las vastas
extensiones de tierra que representaban.
Yorkshire era su hogar, de la misma forma que Mayfair era el suyo.
Si solo los esfuerzos de James por salvar su hogar no pusieran a Louisa

~ 37 ~
al borde de perder el suyo.
—No es una tarea pequeña. —Se sacudió la nieve de las manos
mientras se levantaba—. Necesito fondos. Por eso he venido a Londres. Hay
algunas propiedades que quiero vender lo antes posible. Necesito volver a
Yorkshire antes de la temporada de siembra.
Una de esas propiedades, por supuesto, era la casa de su familia, una
vez que él los echara de ella. Su pecho se apretó.
—Seguramente eso es bastante repentino. Es decir, me refiero a los
ocupantes actuales de esas propiedades.
—Creo que la mayoría son almacenes.
—Pero no todos. Seguramente algunos son negocios y hogares.
Se encogió de hombros.
—Las propiedades son competencia de mis abogados. A mí me
preocupa la gente.
—¿Gente? —Louisa no pudo ocultar la emoción—. Te preocupas por tus
inquilinos en Yorkshire, sin duda conoces hasta el último granjero, esposa e
hijo por su nombre, sin embargo, no has pensado en absoluto en los
inquilinos que tienes aquí en Londres.
—Londres está lleno de edificios. Demasiados edificios. Hay casas por
todas partes. Mis granjeros no tienen a dónde ir. ¿Quieres que vuelva a
Yorkshire y les diga a todos que lo siento, que podría evitar que pasaran
hambre el próximo invierno, pero que tengo que salvar a algunos
londinenses del inconveniente de mudarse de casa?
—Naturalmente, no se puede permitir que la gente se muera de
hambre, pero eso no elimina la compasión por los demás. Que alguien
pierda su casa es más que un simple inconveniente. Ciudad o campo, norte
o sur.
Él hizo un gesto de impaciencia ante su escultura nevada.
—Acabo de explicarte lo que está en juego aquí y parecías entenderlo.
Pero quizás solo estabas fingiendo escuchar. Sé cómo están entrenadas las
jóvenes para sonreír y asentir.
—Sabes bien que no soy una señorita aduladora de cabeza hueca. Por
otra parte, las señoritas con cabezas huecas y aduladoras no son tan
comunes como crees. En cuanto a las mujeres que reprimen sus opiniones
para obtener la aprobación de un hombre, tal vez deberías considerar que
sus familias, la pobreza o simplemente a causa de su sexo femenino están
obligarlas a hacerlo —respiró rápidamente—. Si a las mujeres se les
concediera una décima parte de las libertades que disfrutan los hombres,
nunca tendríamos que rebajarnos asintiendo con la cabeza y sonriendo
mientras un duque habla monótonamente sobre tierras de cultivo y drenaje.
—¿Hablar monótonamente? Dijiste que era fascinante.
—Lo que me fascina es tu hipocresía. Pensé que preferías a una mujer
que dice lo que piensa. Pero parece que solo disfrutas cuando sus opiniones
reflejan las tuyas.
—Nunca debería haber aceptado tu sugerencia de volver caminando.
—No habría habido necesidad de caminar si no me hubieras empapado
de vino.
—Yo no te empapé de vino. Fuiste tú sola.

~ 38 ~
—Oh, desearía no haber bailado contigo.
James alzó las manos hacia el cielo.
—Es un milagro de Navidad. Hemos encontrado algo en lo que estamos
de acuerdo.
Louisa gruñó con irritación. La maqueta cuidadosamente construida de
su propiedad de Yorkshire yacía a sus pies. Ella levantó la cabeza, captando
la atención de James, y arqueó una ceja.
Él bajó la voz a un susurro.
—No te atreverás.
—¿No lo haré? —Ella señaló con un dedo enguantado un montón de
nieve—. ¿Qué es esto? ¿Thorndale Hall?
—La Abadía de Thorndale.
—Hum. —Acumulándola, lentamente moldeó la nieve con sus manos. Y
luego le lanzó el helado misil directamente a la cabeza. El impacto estalló
en un fuego artificial satisfactorio de un blanco brillante.
Mientras James se limpiaba la nieve de la cara, el vapor se elevaba de
sus orejas.
—Te advierto que estoy a punto de darte una respuesta
extremadamente poco caballerosa. Provócame más y no seré responsable
de las consecuencias.
Louisa reunió otro puñado de su hogar ancestral y lo convirtió en una
segunda bola, está aún más helada que la primera, y se la arrojó.
James la esquivó fácilmente y se inclinó por un puñado de nieve.
—Muy bien. Si es pelea lo que quieres, la tendrás.
—Eres un sinvergüenza.
Eso fue todo. La batalla estaba en marcha.
La puntería de James era muy precisa, y como Louisa llevaba un
vestido de noche no lograba igualar su agilidad. Una injusta ventaja más,
concerniente a los hombres. Él disparó dos bolas de nieve con una
velocidad asombrosa. Una le dio en el hombro, empujándola hacia un lado,
y su siguiente disparo la golpeó entre los omóplatos.
—¡Me has disparado por la espalda! —Louisa se agachó y corrió para
cubrirse detrás de un árbol—. Eso es poco deportivo.
—Los juegos son deportivos. Esto es la guerra.
Jugaron al gato y al ratón, rodeando el tronco del árbol con pasos
cautelosos.
—Ríndete.
—Nunca.
Louisa fingió que iba hacia la izquierda, pero corrió a la derecha. Al
parecer su estrategia no le confundió, ya que a los diez pasos la tenía
agarrada por la cintura. Ella chilló de la risa cuando él la empujó hacia la
nieve.
Girándose, la tiró del suelo colocándola en su regazo y con su chaqué
alrededor de los dos como una manta.
—Por fin —resopló—. Te he atrapado. No trates de escapar.
Louisa no tenía ni la respiración ni el corazón para intentarlo. Sus
brazos la mantuvieron cautiva en un firme abrazo. Su fuerza masculina
convocaba a una parte profunda y femenina de su ser, y su cuerpo

~ 39 ~
respondió. El júbilo corría por sus venas.
¿Sería así como se sentiría parada en uno de esos páramos azotados
por el viento que describió, contemplando una extensión sin límites y
enfrentando el viento? Invencible. Vulnerable. Jadeante.
Había tanto que ella no había experimentado del mundo. Tanto que de
repente deseaba explorar. Y todo comenzaba aquí, con el desenfreno entre
los dos.
Él le apartó un frío mechón del rostro.
—¿Sobre qué estábamos discutiendo?
—Lo he olvidado.
La inevitabilidad se enroscaba entre ellos como un muelle. Cuanto más
se acercaban, más aumentaba la tensión.
Y luego... por fin... un beso.

Capítulo Once

James no era poeta. No tenía un talento particular para expresar


emociones tiernas con palabras. Pero los besos...

~ 40 ~
Los besos eran un lenguaje diferente.
Él posó una serie de besos ligeros y tiernos contra sus labios, dándole
tiempo para calentarse en su abrazo. Solo cuando su boca se suavizó bajo
la de él y su aliento se mezcló con el suyo, James profundizó el beso,
poseyéndola con una pasión apenas contenida.
Ella sabía a Navidad, brandy, pudín de ciruela, vino caliente y nieve.
Todavía no le gustaba Londres, pero si Louisa.
Louisa le rodeó el cuello con los brazos, apretándolos con fuerza.
Sí, de verdad le gustaba mucho.
La atrajo hacia sí, acunándola contra su cuerpo. Tal vez le disculpara
con el pretexto de mantenerla caliente. En verdad, quería sentirla.
Necesitaba sentirla. La forma de su cuerpo, el temblor de su pulso.
Sus labios se separaron y sus frentes se encontraron.
A regañadientes, él dijo:
—No debería estar haciendo esto.
—Ambos estamos haciendo esto.
—Sí, pero no te lo he preguntado.
—Yo no me opongo.
James se estaba quedando sin excusas. Y necesitaba excusas, o iba a
llevar esto demasiado lejos.
—Apenas nos conocemos.
—Podemos remediarlo. ¿Perros o gatos?
—¿Qué?
—¿Prefieres perros o gatos?
—Perros. ¿Té o café?
—Té. ¿Otoño o primavera?
—Otoño. ¿Cuál es tu color favorito?
—Naranja.
—¿Naranja? El naranja no es el color favorito de nadie.
—Por eso es el mío. Mis hermanos reclamaron todos los demás, y yo
estaba decidida a apartarme de ellos.
—Has logrado apartarte. —Él le acarició la mejilla—. Magníficamente.
James pensó que estaba sonrojándose ante su cumplido, pero la luz de
la luna no reflejaba ningún tono rosado. Su piel, sus labios, sus ojos, su
cabello, estaban teñidos con un plateado tono violeta.
El violeta era su color favorito. Algo extraño, ya que hasta este
momento siempre había creído que era el verde.
Ella se mordió el labio.
—¿James?
—¿Sí?
—Creo que nos conocemos lo suficientemente bien ahora.
Louisa presionó sus labios contra los suyos y él aceptó la invitación. Y
entonces, que Dios le perdonara, comenzó a tomar más. Trazó un camino
de besos por su cuello. Dejó que sus manos vagaran, jurándose que las
contendría en el momento en que ella se pusiera rígida o se alejara.
Ella no se apartó. Cuando él bajó la mano por su columna, Louisa
contuvo el aliento. Entonces su respiración se reanudó, más rápida que
antes, y ardió contra sus labios. Le clavó los dedos en los hombros mientras

~ 41 ~
él deslizaba su mano hacia arriba, rozando el costado de su pecho. Luego la
movió, ahuecando un pecho, calentando su cuerpo y calmando su
endurecido pezón. El deseo tenía a James rígido y dolorido.
«Eres un bestia. Como un lobo saltando sobre una liebre blanca como
la nieve».
No había planeado tomarse tantas libertades, pero todos sus
pensamientos y planes se habían derretido como copos de nieve por el
calor entre ellos. Habían construido su propio fuego y este lamía todo su
cuerpo como llamas. Y también el interior de su cuerpo...
Existía algo entre ellos, y podría existir más. Mucho más. Ella encajaría
bien, tanto debajo de él como a su lado.
James le puso los brazos alrededor otra vez, atrayéndola en un abrazo
menos escandaloso... aunque no exactamente uno casto. Se besaron, más
y más. Como si recorrieran un camino que se extendía ante ellos en el
tiempo y no tuvieran nada más que hacer que explorarlo.
—Ojalá pudiéramos congelar el tiempo.
James soltó una carcajada.
—Hay partes de mí que se congelarán si nos quedamos aquí mucho
más tiempo. Y realmente tengo que llevarte a casa.
—Sí. Es cierto. Pero una vez que me lleves a casa todo se habrá
acabado.
—¿Por qué tiene que acabar?
—Me voy a Jersey dentro de quince días y tú...
Dong. En la distancia sonó una campana.
Él maldijo.
—Ya es la una...
Dong
—No, las dos en punto.
Dong
Se miraron horrorizados.
Dong
Dong
Finalmente, silencio.
—Oh, no. —Louisa se llevó la mano a la boca—. Las cinco de la
mañana. Mi familia estará fuera de sí.
—Sin duda. Y los chismosos estarán encantados.
—¿Te preocupa que me hayas arruinado? Me voy a mudar a Jersey en
quince días. Mi vida social ha terminado de todos modos.
Fuera como fuera, le debía a su padre bastantes explicaciones y...
Dios. Y a Louisa la oferta de su mano.
Era una locura. Pero James comenzaba a pensar que eso no era tan
terrible.
De hecho, era lo mejor que le había sucedido en su vida.

~ 42 ~
Capítulo Doce

La primera nevada del invierno resultó agradable y hermosa hasta que


se heló. En lugar de correr a casa, se vieron obligados a patinar sobre la
acera a un ritmo frustrantemente lento. Las zapatillas de baile de Louisa,
con sus suelas diseñadas para deslizarse sobre una pista de baile,

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patinaban cada tres pasos, lo que forzaba a James a detenerse y atraparla
antes de que se cayera.
Cuando sus pies resbalaron por centésima vez Louisa maldijo en voz
baja. James la sujetó más fuerte del codo, evitando lo que hubiera sido una
peligrosa caída.
—No está lejos —le prometió.
—Esto es culpa mía. Perdí la noción del tiempo.
—No, es mi culpa. Yo he sido la que te ha arrastrado por todo Mayfair.
—Bueno, me ha gustado mucho.
—Me alegra saber que disfrutaste de las vistas.
—Louisa. —James se detuvo de repente y ella se tambaleó sobre sus
pies. La giró para enfrentarlo. Esos ojos color avellana que al principio ella
pensó que eran fríos, ahora resultaban cálidos y afectuosos cuando la
miraban fijamente—. Sabes bien que no son las vistas lo que he disfrutado.
Oh.
El corazón de Louisa se oprimió con una emoción agridulce. Solo
estaban a un tiro de piedra de su casa, la casa que estaba a punto de
convertirse en su propiedad. Después de pasar la noche juntos paseando,
hablando, discutiendo, bebiendo, cantando villancicos, peleando con bolas
de nieve, besándose... tenía una verdadera razón para la esperanza. Era
posible que él entendiera su situación y se comportara con nobleza.
Aunque Louisa no podía seguir adelante con esa expectativa.
Al fin y al cabo, su padre le debía dinero. James tenía todo el derecho a
cobrarlo. Él no estaba motivado por la avaricia sin compasión, sino por el
deseo de ayudar a sus inquilinos de Yorkshire. Emboscarlo en este
momento y rogarle que lo reconsiderase... Bueno, no sería justo.
Principalmente porque le había ocultado la verdad.
Y en cuanto a Jersey... ¿Sería tan terrible ver un poco más de mundo?
Quizás James tenía razón. Ella siempre amaría Londres, pero tal vez se
beneficiaría si ampliaba sus horizontes. Tomó prestado el cielo azul y el aire
fresco que él había descrito con tanto cariño y se imaginó una tarde de
verano. Maggie ayudando a su madre en un jardín lleno de flores. Harold y
William corriendo descalzos entre los verdes campos. Kat metiendo un libro
bajo su brazo y desapareciendo en el pajar.
Louisa sumergiendo los dedos en el mar.
Que irónico. Louisa se había pasado toda la noche tratando de cambiar
la opinión de James y, en lugar de eso, él había logrado expandir la suya.
—Mi casa está justo en esta calle. Creo que deberíamos despedirnos
aquí.
Él asintió con gravedad.
—Sí, es mejor hacerlo antes de que me encuentre mirando el cañón del
rifle de tu padre. No queremos tentar a la suerte.
Ella extendió la mano como actualmente estaba de moda.
—Adiós, James. Te deseo la mejor de las suertes con tu drenaje.
—Espera, estaba bromeando sobre lo del rifle, pero tú hablas como si
no fuéramos a volver a vernos nunca más.
—No creo que lo hagamos —se tragó el nudo de la garganta—. Jersey
está bastante lejos de Yorkshire.

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Él tomó su mano, no para agitarla, sino para sostenerla en la suya.
—Quiero verte de nuevo.
—Pero...
—Eres inteligente y cálida. Encantadora. Y lo mejor de todo, honesta.
Auténtica. Eso es raro. No puedo dejarte ir una vez que te he encontrado.
El corazón de Louisa se encogió. Nada le habría gustado más que
volver a verlo. Y llamarlo amigo... o algo más. Pero no era posible.
—¡Louisa! ¡Louisa! —Kat la saludó desde la ventana del dormitorio
antes de desaparecer de nuevo en el interior—. ¡Louisa ha vuelto! ¡Y ha
traído a un hombre!
Ella se acobardó. Esto iba a ser un desastre.
Louisa se volvió hacia James.
—Por favor, vete —le pidió apresuradamente—. No te preocupes por
mí. Lo explicaré todo, me inventaré una excusa.
James se mostró ofendido.
—Nadie va a inventarse excusas por mí. Te llevaré a salvo dentro y me
presentaré. Eso para empezar.
Tenía la intención de presentarse. Y solo era el principio. Oh, Señor.
—De verdad que estoy bien. —Le intentó dar la vuelta y enviarlo por la
otra dirección antes de que fuera demasiado tarde.
Pero ya era demasiado tarde.
Toda la familia, o la mayoría, salió por la puerta, hablando,
reprendiéndola y abrazándola al mismo tiempo. Un caos.
Una vez que la soltaron todos se giraron para mirar a su compañero.
—Les pido perdón. —James se aclaró la garganta—. Sé que todo esto es
muy deplorable... Traer a su hija a casa a estas horas. Sin embargo, dada la
oportunidad, quiero explicárselo al señor Ward. ¿Está dentro?
—No —respondió su madre—. Tu padre está buscándote, Louisa. Fue a
casa de los Carville y todos estaban muy agitados por Fiona, y después,
cuando no regresaste a casa...
—Lo siento mucho, mamá.
—Las disculpas las tengo que pedir yo —declaró James—. Señora Ward,
¿puedo tomarme la libertad de esperar a que el señor Ward regrese?
—Sí, por supuesto. Claro que sí. —Su madre le indicó que entrara—.
Entre. Hay té en la cocina. Haré que Nancy lo traiga al salón.
—Por favor, no quiero molestar. La cocina está bien.
—Es muy amable de su parte, ¿señor...?
—James —intervino Louisa—. Su nombre es James.
—Gracias, señor James. —Cuando se dio la vuelta, su madre le dirigió a
Louisa una mirada inquisitiva y levantó una ceja.
Kat, por otro lado, dio saltitos con un regocijo mal disimulado.
—¡Lo hiciste!
Louisa agarró a su hermana por el codo y la llevó a un lado.
—Oh, estoy tan feliz —chilló Kat—. ¡Estamos salvados! Nunca pensé
que lo conseguirías.
—No estamos salvados —susurró Louisa—. Él no me lo ha propuesto.
—Bueno, no pensé que te lo hubiera propuesto todavía. Está esperando
para hablar con papá primero.

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—No me lo va a proponer.
—Así que necesita un poco de valor. No digas más.
Louisa apretó los dientes.
—Kat. Tu comprensión de la situación es completamente opuesta a la
verdad, y si no te callas estaremos en un lío aún mayor.
—Pero...
—Silencio. Lo digo en serio. Una palabra más y te encierro en el
desván.
A regañadientes, pero callada, Kat la siguió a la cocina. James ya
estaba sentado a la mesa con una taza de té con leche y azúcar, hablando
con su madre y sin poner ninguna objeción mientras Harold vaciaba
descaradamente sus bolsillos. William sacó el reloj del chaleco de James, lo
sacudió y se lo llevó a la oreja.
Se veía muy... cómodo.
Louisa se quitó el chaqué y colocó la prenda en el respaldo de su silla,
rozándole el hombro con los dedos. «Gracias por prestarme el chaqué».
Sosteniendo la taza con una mano, James sacó la silla que estaba junto
a la suya. «Siéntate a mi lado».
Ella aceptó con renuencia, alejando la silla un poco para dejar espacio
entre ellos. «No quiero dar ideas a mi familia».
Debajo de la mesa, él agarró la pata de su silla con la bota y la acercó.
«Deja que se hagan sus ideas».
El corazón le revoloteaba en el pecho. No habían intercambiado una
sola palabra durante todo el suceso. Ni siquiera una mirada. Sin embargo,
mientras Louisa se servía un té, él casualmente empujó el azúcar en su
dirección, como si lo hubiera estado haciendo todas las mañanas durante
años y años.
—Y dígame, señor James —empezó su madre—. ¿Lleva mucho tiempo
en Londres?
—No, llegué a Londres hace solo quince días. Espero volver a Yorkshire
lo antes posible.
—¿Tan pronto?
—Una vez que concluya mis asuntos de negocios. Tengo algunas
propiedades...
—¿Pan? —Louisa empujó un plato lleno hacia él.
James se quedó mirando el plato con desconcierto.
—Gracias.
—¡Oh! —Kat se levantó de golpe de la silla—. Si tiene hambre debería
probar el shortbread. Es maravilloso.
Louisa se atragantó con espanto.
—Kat, no.
—¿No le gustan los shortbread, señor James? —Kat puso su mejor
mirada inocente. Cuando ella quería podía ser angelical y encantadora.
—Sí que me gustan.
—Este lo he hecho yo misma —sonrió Kat.
—Entonces no lo rechazaré. —James partió un trozo del shortbread
quemado.
Louisa agachó la cabeza y se llevó la mano a la frente. No quería

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mirar... Aunque no lo consiguió del todo.
Dentro de una hora esta agradable escena acabaría en tragedia.
Probablemente el final menos doloroso posible fuera que James se
atragantara con el shortbread.
Cuando mordió la espeluznante galleta, su mandíbula se congeló.
Louisa vio la batalla dentro de él. Sus modales no le permitían escupirlo,
pero su boca se negaba a masticar.
El conflicto, sin embargo, se resolvió antes de que alguien más lo
notara.
Masticó pensativamente, tragó y luego le dirigió a Kat una ligera
sonrisa.
—Delicioso.
Oh Señor. Tal vez era verdad que la brujería escocesa funcionaba. Y ese
shortbread realmente hacía a una persona irresistible para el sexo opuesto.
Porque cuando James se tragó la terrible galleta y sonrió, ese fue el
momento en que Louisa se enamoró de él.
De repente, su padre irrumpió con el pelo y la ropa desaliñada.
—Louisa.
Ella corrió hacia él, parándose a su lado.
—Papá, lo siento mucho. Hubo un percance... luego no había coches de
alquiler... y no tenía ni idea de cuánto tiempo había pasado... —Se dio una
palmada en el vestido—. Es solo vino.
—Las explicaciones pueden esperar, cariño. Déjame mirarte primero.
¿Estás bien, seguro?
Ella asintió.
—Entonces eso es todo lo que importa.
Louisa se arrojó a sus brazos. Otros padres la habrían regañado, pero el
suyo nunca lo haría.
Aún así, tuvo que responder a su inexorable pregunta.
—¿Dónde has estado?
James se puso a su lado.
—Estaba conmigo.
—¿Y usted es?
—El señor James —dijo Kat.
—Es solo James, en realidad. —Se aclaró la garganta—. James Standish,
duque de Thorndale.
La cocina quedó en silencio. Louisa sintió que todo se evaporaba.
—¡Oh, Louisa! —Kat corrió y abrazó a Louisa por la cintura—. Lo has
hecho. ¡Le has convencido para que no nos eche de nuestra casa!
—¿La casa? —James estaba confuso.
—Kat, cállate.
Lamentablemente, decirle a Kat que se callara era como decirle al agua
que se secara.
Su hermana pequeña giraba en círculos.
—No es maravilloso. No tendremos que mudarnos a Jersey. Nos dejará
quedarnos y Louisa ni siquiera ha tenido que asesinarlo.
William se subió en la silla, saltó sobre la espalda de Harold, y los dos
galoparon como un caballo y un jinete por la cocina, gritando y vitoreando.

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Maggie atrapó una taza de té derribada justo antes de que cayera al suelo.
En medio de todo el alboroto, James miró a Louisa.
—¿Qué es lo que ha dicho?
—Oh, así es Kat. No le hagas caso.
—Ha dicho que he cambiado de opinión. Que te puedas quedar. —Miró
alrededor de la cocina—. ¿Yo...? ¿Soy el dueño de esta casa?
—Sí —suspiró. No quedaba más remedio que decir la verdad—. O será
tuya dentro de unas semanas. Papá estaba en deuda con el viejo duque.
Reclamaste la deuda y él no tiene forma de pagar, por eso nos vamos a...
—Jersey.
—Sí.
Él asintió lentamente.
—Ya veo.
La mirada de sus ojos hizo que se le encogiera el corazón. Louisa había
esperado que se pusiera furioso cuando se enterara de la verdad. Pero lo
que ella vio en su mirada fue mucho peor.
Estaba herido.
—Y ese era tu objetivo. Manipularme. Conseguir lo que quieres de mí.
O, alternativamente, asesinarme. Supongo que eso explica el shortbread. —
Levantándose, agarró su chaqué—. Tengo que irme.
—James, espera. Sé lo que debe parecer, pero...
Pero él ya estaba saliendo por la puerta.
Maldición. Louisa recogió su chal de un perchero junto a la puerta y
metió los pies en las botas de Maggie. Lo alcanzó unas cuantas casas más
abajo.
Sujetó la manga de su abrigo, jadeando.
—Por favor, al menos deja que te lo explique.
La ira y el dolor se mezclaban en su mirada.
—Y yo que pensaba que eras la primera persona genuina que había
conocido en Londres. Qué estúpido he sido. Todo fue un engaño. El cambio
de bailes con la señorita Carville. Ese “accidente” con el ponche caliente. Tu
insistencia en caminar a casa recorriendo todo Londres hasta la noche. El
parque.
Louisa se erizó.
—No te atrevas a decir que lo que compartimos en el parque no fue
real.
Se irguieron, mirándose el uno al otro y resoplando pequeñas nubes de
vapor.
Louisa cerró los ojos intentando calmarse.
—Te voy a decir la verdad. Anoche esperaba atrapar un pretendiente
rico. Uno que pagara las deudas de mi padre. Era la única forma de salvar
nuestra casa. Pero nunca pensé en atraparte. Ni siquiera sabía que estarías
en el baile.
—Lo encuentro difícil de creer. Eres amiga de la señorita Carville. Era el
baile de su familia. Soy su primo.
Ella se sorprendió.
—¿Eres primo de Fiona?
—Primo tercero... O primo segundo. No lo recuerdo nunca, pero no

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importa. El asunto es que sabías que yo estaría allí. Y así pusiste en marcha
tu astuta trampa.
Louisa levantó las manos.
—¡Rechacé un segundo baile contigo! ¡Cuando insististe en
acompañarme a casa traté de negarme!
—Y luego me llevaste durante horas de paseo por Mayfair. Ese no es el
comportamiento de una mujer ansiosa por deshacerse de su pareja.
—Lo sé. Pero eso se me ocurrió después. Cuando insististe en llevarme
a casa y hablar con mi padre. Pensé que si pasábamos algo de tiempo
juntos tal vez entendieras que siento el mismo amor por Londres que tú por
Yorkshire. Cada uno amamos nuestro hogar. Tal vez te habría persuadido
para que reconsideraras exigir la deuda. Pero resultaste ser tan agradable y
decente, y tener tan buenas razones para necesitar el dinero. Y... y en algún
lugar del camino me di cuenta de que mi hogar no era necesariamente esta
casa, esta calle o esta ciudad, sino las personas que amo y que me aman.
Él negó con la cabeza, ignorando sus ambiguas confesiones.
—Casi me engañaste. Dios, qué idiota soy. Estaba pensando en
casarme contigo.
Las cejas de Louisa se elevaron con incredulidad.
—¿Qué?
—Estuvimos juntos toda la noche, solos. Me sentía obligado a proteger
tu honor. Debes pensar que soy un tonto.
—No, en absoluto, yo... creo que eres maravilloso.
—Ahórrame la adulación.
—No es adulación. Nada de eso era adulación. Lo juro, no tenía
expectativas de una propuesta. Ni siquiera quería que me la ofrecieras. No
porque no me agrades. Si no porque me gustas mucho y era demasiado
pronto... —Se llevó una mano a la frente—. Lo estoy diciendo todo mal.
Vuelve adentro y toma una taza de té, te lo explicaré correctamente.
—Lo entiendo bastante bien, gracias.
—James...
—No me llames así. Ese grado de familiaridad está reservado a los
amigos.
Louisa retrocedió, dolida.
James hizo una brusca reverencia.
—Adiós, señorita Ward. Les deseo a usted y a su familia toda la
felicidad en la Isla de Jersey.
Las lágrimas escocían en sus ojos mientras veía como se marchaba.
Siguió su silueta menguante mientras caminaba por la calle con paso
enérgico y furioso... y entonces giró en la esquina equivocada.
—Izquierda —le gritó ella—. Tienes que ir a la izquierda.
James se detuvo, hizo una mueca de resentimiento y se marchó por la
izquierda.
Y ni una vez miró hacia atrás.

Capítulo Trece

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—Lady Carville. —James hizo una profunda reverencia cuando entró en
el salón de la residencia de los Carville ese mismo día—. Perdone por venir
sin previo aviso.
Lady Carville palideció.
—Oh, querido. No me diga que ya se ha extendido el rumor.
Desconcertado por el saludo, James se quedó inmóvil.
—No he oído ningún rumor. Espero irme de Londres pronto, así que he
venido a despedirme y, si me lo permite, a preguntar por la salud de la
señorita Fiona.
—Oh, no —gimió ella, presionando un pañuelo en la boca—. Supongo
que fueron los Waterford los que se lo han dicho. Sabía que no se podía
confiar en ellos.
«¿Confiado con qué?». ¿Qué Fiona se había retirado del baile con dolor
de cabeza? A los londinenses les encantaban los chismes, pero
seguramente un dolor de cabeza, ya fuera real o fingido, no merecía la
pena.
—Los Waterford no me dijeron nada de su indisposición. La señorita
Ward me informó. —Mientras pronunciaba su nombre, su corazón se apretó
como un puño.
—¿Louisa Ward? —Lady Carville se removió en su asiento como una
gallina agitando las alas—. No mencione su nombre. Estoy excesivamente
molesta con esa joven.
—¿Usted también?
—Esa joven terrible. Debería de habérmelo dicho. —Lady Carville se
sonó la nariz con el pañuelo de flores—. Fiona es mi única hija y ahora es
demasiado tarde.
«¿Demasiado tarde?». Incluso aunque el dolor de cabeza fuera real,
seguramente no era tan grave.
James se sentó en una silla.
—Dígame exactamente lo que ha pasado. Quizás pueda ser de ayuda.
—Oh, no hay nada que hacer. Carville quería ir tras ellos, naturalmente,
pero yo lo impedí. Ya estarán a mitad de camino de Escocia. Nunca los
habría atrapado a tiempo.
—A medio camino de Escocia. ¿Quiere decir que ella se ha fugado?
—Usted también puede saber la verdad. Es de la familia, y dentro de
poco no se podrá ocultar.
James estaba aturdido.
—Me dijeron que se retiró del baile con dolor de cabeza. He venido a
preguntar por su salud.
—Era mentira. —El aliento de lady Carville se atascó con un sollozo—.
Todo mentiras inventadas por esa intrigante señorita Ward. —Sacó un papel
arrugado de su pecho y se lo pasó.
Él lo aceptó a regañadientes, sujetándolo con dos dedos. Poniendo el
papel desagradablemente húmedo en su muslo, alisó las arrugas lo
suficiente para leer su contenido.
Querida mamá,
Para cuando leas esto ya estaré en el carruaje del correo rumbo a

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Escocia con Ralph Bettany. Estamos enamorados y lo hemos estado desde
hace años. No puedo ser feliz sin él y espero que con el tiempo lo
comprendáis. No te preocupes y no dejes que papá haga un viaje inútil en
nuestra búsqueda. Fugarnos ha sido decisión mía y lo hago
voluntariamente, con todo mi corazón. Pregúntale a Louisa si dudas, pero
no seas severa con ella, por favor. Es una amiga muy querida.
Tu afectuosa hija.
Fiona
James dejó a un lado la carta.
—Dios mío. Este Bettany debe ser el peor de los hombres.
—No, no. Él es el hijo del administrador de Carville. Es muy educado.
Los Bettany son una buena familia cristiana.
—¿Está tras su dote? Tal vez tenga dificultades financieras.
—Si ese fuera el caso, él sabe que Carville le ayudaría —suspiró—. No
es por codicia, es más simple. Los dos son amigos desde la infancia. Es
natural que ella haya acabado con Ralph, pero pensábamos que Fiona era
más sensata. Podría haberlo hecho mucho mejor.
James reflexionó sobre eso. Podría haberlo hecho mejor. ¿En serio? ¿O
ella ya lo había hecho mejor? Si ese Ralph Bettany era un hombre decente y
honesto que la amaba, Fiona realmente no lo habría hecho peor.
Naturalmente, la conmoción de sus padres era enorme. Para la hija de un
barón casarse con el hijo del administrador era un escándalo. James
sospechaba que con el tiempo los Carville llegarían a aceptar el
matrimonio.
Por el momento, lady Carville era un mar de llanto. Ella volvió a
meterse la carta en el pecho y retorció el pañuelo.
—Oh, esa Louisa. Seré tan severa con ella como desee. Esto es todo
culpa suya.
—¿Por qué es culpa de la señorita Ward?
—¡Porque la ayudó a escapar! Fiona debió de escabullirse pronto
durante la noche. Pero nadie se dio cuenta. Carville fue a la sala de cartas,
como siempre, y yo conversé con los invitados. Y esa terrible Louisa contó
la historia del dolor de cabeza y aceptó los bailes de Fiona para que nadie lo
investigara. Esa chica impertinente. Sus padres siempre fueron demasiado
indulgentes. —Agitó una mano en su pecho—. ¡Oh! El simple hecho de
hablar de esto me provoca un ataque.
Mientras lady Carville pedía el té y un polvo medicinal, James analizó
esta nueva información.
Así que Louisa había dicho la verdad. No había planeado aceptar la
tarjeta de baile de Fiona, ni sabía que su nombre estaría en ella.
No lo había engañado.
O más bien, sí que lo había engañado. Pero no había mentido con el
objeto de atraer su atención, había estado alejando la atención de su amiga
fugitiva. Recordó la forma en que ella había insistió cuando le sugirió que
encontrara otra pareja. Sin duda le habría alegrado hacerlo, teniendo en
cuenta cómo la había tratado él. Pero Louisa se mantuvo firme.
Se lo prometí a mi amiga, y siempre cumplo mis promesas.
Todas sus acusaciones anteriores resonaron en sus oídos como los

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desagradables sonidos que eran. ¿En qué había estado pensando? ¿Que
Louisa planeó tropezar con un cuenco de ponche y luego ordenó a su
cochero que se metiera con una prostituta en el carruaje de Thorndale? Ah,
y también ordenó la caída de la nieve.
Louisa era una mujer inteligente, pero eso habría sido toda una hazaña.
James no reconsideraba a menudo sus opiniones, y una vez que
tomaba una decisión rara vez tenía motivos para lamentarlo. Pero desde el
momento en que se conocieron, Louisa había conseguido que lo
reconsiderara todo.
Y si no corregía este error, sabía que lo lamentaría el resto de su vida.

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Capítulo Catorce

Y aun así, la Navidad siguió siendo Navidad, después de todo.


El 25 de diciembre la familia Ward se despertó en una casa que, dentro
de una semana, ya no sería suya. Y sin embargo eso no impidió que Louisa,
junto con sus hermanos y hermanas, bajaran corriendo las escaleras en
calcetines y batas saludando a sus padres con cálidos abrazos y sentándose
frente a una verdadera montaña de desayuno. Chocolate caliente, bollos
dulces de mantequilla, salchichas crujientes por fuera y jugosas por dentro.
Incluso naranjas.
El paraíso.
Por lógica, los regalos fueron pequeños. Nadie tenía espacio de sobra
en sus baúles para algo más grande que un molde de mantequilla. Pero
hubo canciones, juegos, libros y bromas. Alegría de todas las clases.
En un momento de silencio Maggie le dio un codazo a Louisa.
—No estés triste. Volveremos para hacer visitas.
—Sólo estoy pensando en las musarañas. —Louisa apretó la mano de
su hermana—. Estoy bien.
En verdad estaba un poco triste, pero no por la casa.
El hogar podía ser Mayfair o Jersey. Dondequiera que fuera la familia
Ward, sabía que el amor viajaría con ellos.
Aún mejor, el amor no ocupaba espacio en los baúles de Louisa.
Sin embargo, era incapaz de dejar de pensar en James. Era la cosa más
estúpida del mundo, preocuparse por el hombre que iba a desalojar a su
familia de su hogar. Debería estar furiosa con él, y en parte lo estaba.
Pero otra parte pensaba diferente. A pesar de que solo habían pasado
la noche vagando por Mayfair -sabía de parejas que se cortejaron durante
meses y compartían menos conversaciones honestas-, sentía que ya lo
conocía y que él la entendía.
Y él también debió de creerlo si había estado dispuesto a casarse con
ella.
Cada vez que su mente vagaba por esos recuerdos recordaba esa
chispa de ira en sus ojos. Su instintivo retroceso cuando ella fue a tocarlo y
el hielo en su voz.
James había erigido una pared de hielo entre ellos.
Pero las paredes se construían para protegerse, ¿no? Tal vez no estaba
simplemente enfadado con ella, sino consigo mismo. Era un hombre que no
confiaba en nadie fácilmente, y ahora pensaba que su juicio le había
traicionado.
«Oh, James».
Las emociones eran mucho más fáciles de administrarlas de una en
una, o eso suponía Louisa. Nunca lo sabría. Su vida siempre las entregaba

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en paquetes, atadas con una cuerda increíblemente anudada.
—¡Lou-iii-saaa! —Harold gritó desde la entrada—. Alguien ha traído una
carta para ti.
Louisa arrebató el sobre de la mano de su hermano. La carta solo podía
ser de Fiona.
Después de la noche del baile no se había atrevido a visitar a los
Carville. Pero su madre se había enterado de que los nuevos señor y señora
Bettany estaban de luna de miel en Escocia hasta finales de enero.
Presumiblemente, la pareja de recién casados esperaba que el tiempo y la
distancia suavizaran el golpe. Poco sabían que lady Carville ya estaba
redecorando el cuarto de los niños en previsión de su primer nieto.
Se acurrucó en la silla más cercana al fuego y pasó la uña por debajo
del sello de cera. Una mirada más minuciosa al sobre la confundió. La carta
no estaba dirigida correctamente, solo llevaba su nombre, sin dirección. No
venía de Escocia. Ni había llegado a través del correo.
Aún más extraño, cuando rompió el sello y abrió el sobre no contenía
una carta. Ni siquiera una breve nota de explicación. Solo un documento
terriblemente largo escrito con una letra casi indescifrable.
Mientras examinaba el papel sus manos comenzaron a temblar.
Kat miró por encima del hombro, impaciente.
—No seas egoísta. ¿Qué es?
Louisa no estaba segura. Nunca había visto una antes. Pero creía que
era la escritura de una propiedad.
Esta propiedad.
Empujó con el codo a Kat y se puso de pie, corriendo hacia el vestíbulo.
—¿Harold? —Se paró en las escaleras y volvió a llamarlo—. Harold,
¿quién te ha entregado esto?
—Yo.
La grave y profunda voz vino de detrás de ella. El corazón de Louisa
latió con fuerza al darse vuelta sabiendo a quién encontraría.
El duque de Thorndale estaba en la puerta con el sombrero en las
manos.
James.
Abrió la boca para hablar, pero él le hizo un gesto de silencio.
—No avises a la caballería todavía. Necesito hablar contigo, a solas. Si
va bien, entonces hablaré con tu padre.
—¿Mi padre?
—No para pedir tu mano.
—Ah.
—Todavía no, al menos.
Louisa estaba completamente aturdida.
James miró al techo, inspiró profundamente y luego volvió a mirarla.
—Vamos a empezar de nuevo.
—Eso sería lo mejor.
—Me refiero a declarar mis intenciones de cortejarte. Es decir, si estás
de acuerdo. No te culparía si no lo haces. Las cosas que te dije... —Sacudió
la cabeza censurándose—. Una visita a lady Carville me abrió los ojos a la
mañana siguiente. Cuando me habló de la fuga de Fiona supe de inmediato

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que yo había sido un imbécil. Quería volver y verte de inmediato, pero tenía
que esperar.
—¿Por qué?
—Porque habría sido demasiado pronto, demasiado apresurado,
demasiadas preguntas confusas. Y si un cortejo adecuado demostraba que
no nos conveníamos, habríamos temido decepcionar a tu familia. Y por
mucho que odie admitirlo, siempre me habría preguntado si era la casa lo
que realmente querías o a mí. —Jugueteó con su sombrero—. No me deja
muy bien parado que haya sido tan rápido para sospechar de los motivos
de los demás. Pero he estado solo durante mucho tiempo.
—Lo sé.
—Mi madre nos abandonó. Mi hermano se fue a la escuela. Mi padre
era un buen hombre, pero yo no tenía —señaló con el sombrero el alegre
estruendo de la sala—, nada de eso. Y de repente me convierto en duque y
todos se apresuran a ganarse mi favor. Es demasiado fácil creer que la
gente quiere lo que puede obtener de mí en lugar de... bueno, en lugar de
quererme a mí.
El corazón de Louisa dio un fuerte vuelco en su pecho.
—James.
—Así que decidí acabar con las dudas por completo. Esta casa es tuya.
No tienes que devolvérmela, así que no te sientas obligada. Si estás de
acuerdo empezaremos lentamente. Quizás me permitas llevarte a dar una
vuelta por el parque. Y si no lo he estropeado totalmente, tal vez a una
velada en uno de esos teatros de los que me hablaste.
Louisa sonrió.
—Eso suena maravilloso.
James colgó el sombrero en un gancho y se quitó los guantes,
metiéndolos en el bolsillo.
—Voy a ser claro. Mi intención es ganarte y la paciencia no es una de
mis virtudes. Pero te juro que no te meteré prisa. Te mereces la oportunidad
de pensar mucho antes de tomar cualquier decisión.
—¿Y qué hay de tus decisiones? Deberías pensarlas también algún
tiempo.
—¿Yo? —se rió—. Me decidí la primera noche. He tenido tiempo de
pensar en ello desde entonces. Largas noches de caminatas por Mayfair
solo y triste, bebiendo botellas de los mejores Madeira y mirando a través
de los escaparates de las librerías.
—Qué imagen tan patética.
—En efecto. Incluso el pensamiento de tres sirenas no me ofreció
consuelo.
Louisa se sobresaltó.
—Oh, pero las tierras de cultivo. Si me has regalado esta casa, ¿qué
hay de tus planes de drenaje?
—Decidí que eres más hermosa que los drenajes del campo y mucho
más agradable de besar.
—Pero sé lo importante que es para ti, lo que significaría para tus
inquilinos. No deberías ponerme antes que sus intereses. No es...
Él la hizo callar presionando los dedos contra sus labios.

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—Louisa. Estoy bromeando. Tenías razón. Tengo personas en las que
pensar tanto aquí como en Yorkshire. No es correcto vender propiedades sin
pensar en los ocupantes. Todavía quiero aumentar el capital, pero lo haré
con más cuidado. Me quedaré en Londres por un tiempo.
—¿Cuánto tiempo?
—Todo el tiempo que sea necesario.
Louisa sintió que su corazón se derretía como la escarcha al sol.
—Y aunque nos compenetremos bien tendrás que visitar mi patrimonio
antes de aceptarme. Yorkshire no es una isla, pero está bastante lejos. Te
quedarías aislada sin esperanza de ser rescatada si decidieras que no
podías ver mi rostro.
—Me gusta tu rostro.
Él acunó sus mejillas con las manos.
—El tuyo también me gusta.
—Oh, Señor —susurró ella—. Eres un duque. Y si me casara contigo
sería una duquesa. Yo posiblemente...
—No dudes de ti misma, mi amor. No empieces ahora.
James le rozó los labios con el pulgar mientras deslizaba la otra mano
hacia su nuca y por su cabello suelto, enviando oleadas de placer a su
cuerpo. Los párpados de Louisa revoloteaban de felicidad.
Entonces la besó. Suave y castamente. Su familia estaba en la sala de
al lado. Tan inocente como era, el beso envió un dulce escalofrío hasta los
dedos de sus pies.
Su beso sabía a shortbread. Cremoso, dulce.
Irresistible.
Cuando se separaron, alguien en el salón se acercó al piano y tecleó los
primeros acordes de un villancico.
Louisa tomó su mano y tiró de él.
—Entra y únete a la familia. Necesitamos un barítono.

~ 56 ~
Epílogo

Fue la boda por excelencia de Mayfair.


Se anunció en el Times.
La fecha estaba fijada para la primera semana de junio. La ceremonia
se celebró en el St. George’s Hanover Square. El banquete de bodas fue a
cargo de Gunthers.
Y la noche de bodas en el mejor hotel de Londres.
Tan pronto como se cerró la puerta detrás de ellos, James alzó a su
novia y la llevó a la cama.
—¿Qué hay de la cena? ¿No tienes hambre?
—Oh, estoy hambriento. —James le bajó el corpiño del vestido y pasó la
lengua por sus pechos. Su otra mano fue a la falda.
—Tengo pétalos de rosa para el baño —jadeó—. Y un camisón de seda.
—No me importa.
—Me costó mucho trabajo elegirlo. Tendrías que verlo mejor.
—Me ocuparé después. Lo prometo. —Le besó la garganta,
recostándola en la cama—. Louisa. Te necesito.
Le había prometido un cortejo apropiado e hizo su mejor esfuerzo. Se
había conformado con besos y ocasionales caricias robadas. Una vez, en el
palco del teatro, logró deslizar la mano bajo sus enaguas por encima de la
liga hasta su muslo desnudo. La forma en que su respiración se aceleró, lo
volvió salvaje. Sabía que serían tan explosivos juntos en la cama como en
cualquier otro lugar.
James había esperado meses para tenerla. No podía esperar otra hora.
Ahora era su esposa. Quería explorarla libremente, por dentro y por
fuera. Seguro que Louisa también exigiría hacer sus propias exploraciones,
y él anhelaba esa parte.
Deslizó los dedos por el suave surco entre sus piernas.
—No estés nerviosa. Iré tan despacio como quieras.
—¿Y si deseo que vayas más rápido?
Miró a su esposa.
—Te amo.
Seguramente ella lo sabía. Tenía que saberlo. Pero él se había guardado
las palabras hasta hoy, al igual que todos los placeres más dulces.
Mientras la besaba, el calor y la determinación recorrían sus venas.
Unas horas antes había pronunciado sus votos en la iglesia, repitiendo las
palabras después del cura. Realmente no había absorbido su importancia
con su cerebro confuso. Pero su sangre había estado prestando atención.

~ 57 ~
Amor, su corazón latía con fuerza cuando sus cuerpos se unían. Honor.
Valorar. Proteger.
Y, por supuesto, el voto más aplicable al momento actual:
Con mi cuerpo te venero.
James se tomó su tiempo para incitar su placer al máximo, y luego
encontró su propia liberación con una presteza que habría sido vergonzosa
si ella no fuera una virgen sin un modelo de referencia para juzgar.
Finalmente la abrazó, rodando sobre su espalda para no aplastarla bajo
su peso.
—Prométeme que haremos montones de bebés —dijo James.
Louisa se echó a reír.
—Lo digo en serio. Quiero una gran familia.
Ella se sentó, apoyando las manos en su pecho.
—James, cariño. Te acabas de casar con una.
Era cierto, lo había hecho. Y lo habían acogido en el redil con
sorprendente calidez para una familia a la que casi había desalojado de su
hogar. Pasar tiempo con los Ward había requerido un ligero ajuste por su
parte. Las risas, las discusiones, el ruido de todos. Pero para su propia
sorpresa estaba aprendiendo a disfrutar del caos.
Aprendiendo a quererlos y a ser querido.
Cuando llegara el momento de compartir una casa con ellos... esa sería
la verdadera prueba. Le había prometido a Louisa que siempre irían a
Londres para Navidad, y que su familia sería bienvenida cada verano en la
Abadía de Thorndale.
James le acarició el brazo, deleitándose con la insoportable suavidad de
su piel antes de tomar su mano. Rozó su anillo de boda con el dedo.
Louisa admiró la esmeralda de talla cuadrada engastada en oro.
—Te has gastado demasiado en esto.
—No es cierto. —James le besó la mano—. Te lo mereces. Eres una joya
entre las mujeres.
Ella frunció el ceño.
—¿Qué? Estaba siendo romántico.
—Sí, pero... no me gusta que me elogien de una manera que
desapruebe al resto de las de mi sexo. El mundo tiene innumerables
mujeres dignas de joyas. No soy la única.
Él gimió en protesta.
—Por una vez acepta un cumplido. ¿No puedo decir que te destacas de
la multitud?
—Bien. —Louisa recorrió un camino con el dedo a través del vello de su
pecho—. Supongo que soy la única novia en el mundo que se ha visto
comprometida por un ponche y embrujada por un shortbread.
—Eres única de todas las maneras.
—¿Oh?
—Eres la única novia en el mundo que es mía.
Su dedo se detuvo.
Ah, ahí estaba esa tímida sonrisa y el sonrojo que había esperado ver. A
pesar de su descaro, Louisa tenía sus momentos de duda y sus puntos
débiles. Necesitaba el abrazo de unos brazos fuertes de vez en cuando, y a

~ 58 ~
él le complacía enormemente proporcionárselo.
—Te amo tanto —le susurró ella—. Lo sabes, ¿verdad?
James asintió.
—Prométeme que no lo dudarás. Ni siquiera cuando me muestre
mordaz o terca o me olvide de decírtelo algunos días. —Lo miró a los ojos—.
Nunca debes dudar de mi amor por ti.
James apenas podía respirar, mucho menos hablar.
En lugar de responder, la atrajo para besarla. Louisa le devolvió el beso
con dulzura, pasión y necesidad.
—Me parece recordar que mencionaste un camisón de seda —murmuró
él.
—Hum. Dijiste que no te importaba.
—Dije que me ocuparía más tarde. —James rompió el beso—. Ya es más
tarde.

~ 59 ~
El DUQUE DE LAS NAVIDADES
PRESENTES

SARAH MACLEAN

~ 60 ~
Capítulo Uno

Nochebuena
El duque de Allryd estaba asombrosamente borracho cuando escuchó
al fantasma de las cocinas.
La ironía de la situación, por supuesto, era que cualquier otra noche del
año habría estado sobrio como un juez. El duque de Allryd era un notorio
abstemio.
La mitad de la sociedad lo consideraba demasiado rígido, la otra mitad
demasiado extraño (aunque debería señalarse que tal evaluación era una
especie de enigma del huevo y la gallina, ya que, cuando se la presionaba,
esa misma mitad señalaría a ese abstemio como prueba de la extrañeza
que inspiraba su abstinencia).
La verdad era que el duque de Allryd no tenía tiempo para beber.
Apenas tenía tiempo para dormir. Tenía tiempo para trabajar. Tenía tiempo
para comer y respirar porque podía hacer ambas cosas mientras trabajaba.
Mientras construía y reconstruía sus vastas propiedades, mientras revisaba
y volvía a revisar sus vastas cuentas, mientras que convocaba y ordenaba a
su vasta gama de abogados y administradores de bienes.
Al menos esa era la verdad que él exponía.
No la verdad real.
La verdad real era que beber resucitaba la memoria, y él no tenía
ningún interés en la resurrección de la suya.
O en la resurrección de fantasmas, aunque el que estaba en su cocina
parecía ansioso por ello.
Hay que decir que Eben James, duque de Allryd, no creía para nada en
los fantasmas. De hecho, existían una docena de razones por las que los
sonidos que hacían las tazas no deberían considerarse fantasmales. Ante
todo, los fantasmas no existían. Al menos Allryd nunca había visto indicios
de tal cosa.
Además, los espíritus de otro mundo que carecen de existencia
corporal también debían de carecer de interés en las artes culinarias, lo que
sin duda se le habría ocurrido a su mente lógica y ordenada si no fuera por
la influencia de media botella del mejor whisky de Escocia.
De hecho, cualquier otra noche, Allryd habría considerado la posibilidad
de rufianes, bandidos, policías de Bow Street Runners, niños callejeros o
(probablemente) su propio personal. Pero en ese momento, minutos antes
de la medianoche de la víspera de Navidad, Allryd no lograba imaginar una
sola explicación al ruido de la cocina excepto una; un fantasma.
Así que hizo lo que cualquier lord de una mansión que se precie haría
en esas mismas circunstancias, fue a enfrentarlo.
A mitad de la negra escalera principal se le ocurrió que debía armarse

~ 61 ~
para lo que podría ser una batalla de otros tiempos. Así que cuando llegó al
vestíbulo seleccionó un escudo y una espada oxidada de una armadura
increíblemente útil. Bien equipado, se dirigió a desterrar al espíritu.
La casa estaba desierta, le recordó el oscuro y silencioso pasillo de la
cocina. Lawton había pasado semanas convenciéndole de que los
empleadores decentes les permitían a sus empleados tener tiempo libre en
Navidad y, finalmente, el duque había sucumbido a la culpa, como lo hacía
una roca al agua incesante. La casa estaba en silencio mientras dos
docenas de sirvientes disfrutaban de banquetes y festividades, lo que fuera
que eso significara, en otro lugar durante setenta y dos horas, dejando a
Allryd por su propia cuenta.
Con su trabajo y la misma actividad que había adoptado cada
Nochebuena durante los últimos doce años. Beber hasta el olvido.
Era lo mejor, pensó mientras se dirigía a la cocina armado con esas
armas antiguas para luchar contra el fantasma que había interrumpido sus
planes de evitar la Navidad a toda costa.
La luz parpadeó, cálida y tentadora, derramándose en un caos dorado
al final del pasillo. Se dirigió hacia su fuente, seguro de haber apagado
todas las velas antes de ir a sus habitaciones. Levantó el escudo y la
espada, como un soldado asaltando una fortaleza.
Un fuerte ruido salió del interior seguido de un firme:
—¡Maldita sea!
Esto hizo que Allryd se detuviera. El fantasma era un malhablado. Y era
femenino.
Llegó a la puerta y miró inmediatamente al otro lado de la habitación.
Una figura se tambaleaba sobre un pequeño taburete de madera
intentando alcanzar un estante alto. Se le ocurrió vagamente que un
fantasma no tendría que necesitar tal hazaña de equilibrio.
Y un fantasma tampoco debería tener tanta vitalidad; un cabello que
brillaba como el fuego cayendo en cascada a su alrededor mágicamente; ni
la piel dorada por el sol; ni unas voluptuosas y seductoras caderas
marcándose bajo el elegante terciopelo verde del color de los pinos
bañados por el sol.
Y él tampoco debería sentirse atraído instantáneamente por un
fantasma.
Por lo tanto, este no era un fantasma común.
La punta de la espada tintineó cuando rozó el suelo.
El espectro miró por encima del hombro hacia el sonido, sin
sorprenderse, como si supiera que él había estado allí todo el tiempo. No se
parecía en nada a un fantasma, con los ojos brillantes, la piel pecosa y los
labios llenos del color del rubor. El color de su rubor.
Entonces ella sonrió, con esa sonrisa que siempre le había vencido. La
que siempre le había desgarrado. Ya no era un hombre adulto. Era un joven
de dieciocho años con un único e irracional propósito.
Ella.
No era un fantasma, era algo peor
Ella era su memoria.
Un reluciente y dorado recuerdo que le golpeó con una avalancha de

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sorpresa y un deseo debilitador en su cuerpo. Pero ahora era un hombre, un
duque por el amor de Dios, y que le condenaran si le mostraba lo que ella le
había hecho.
—Oh, bien, estás aquí —exclamó ella, como si no fuera Nochebuena, no
estuvieran solos en una casa de Mayfair, él no estuviera borracho, y ella no
hubiera regresado después de doce años ausente—. No alcanzo la
chocolatera. ¿Te importa?
Pero Allryd no olvidaba todas esas cosas. Así que se irguió y dijo lo
único que se le ocurrió. Lo que había jurado no volver a decir porque
siempre lo sentía como una promesa rota.
—Jack.
Los ojos marrones de la mujer se arrugaron en las esquinas, apenas la
prueba de los años que habían pasado.
—Nadie me ha llamado así en más de una década.
Claro que no lo habían hecho. Ese era el nombre que él le dio a ella.
Extraído de un libro de cuentos sobre piratas que solo Dios sabía de dónde
había salido. Y lady Jacqueline Mosby, la chica que vivía en la casa de al
lado, dos años más joven e intensamente exasperante, había sido una
pirata, robando la vida de Allryd y todo lo que ella deseaba.
Y él le había dejado, por supuesto. Le había dado todo lo que quiso...
hasta que no pudo darle lo que deseó y ella se fue a buscar a alguien que sí
que pudiera.
—¿Pensabas atravesarme con eso? —Allryd sujetó la espada con más
fuerza cuando ella curvó los labios—. Parece que esa cosa no se ha afilado
desde hace un par de siglos. No creo que hiciera mucho daño.
Nada como el daño que ella podría hacerle a cambio.
—Eben —dijo después de un silencio prolongado, usando el nombre
que nadie había pronunciado en toda su vida. Sus ojos volaron a los de ella
cuando el pasado se estrelló contra él—. Esto va a hervir.
De alguna manera, él entendió el significado mirando
instantáneamente el fuego, donde las llamas lamían el fondo de una
cacerola con leche.
Dejó la espada en la mesa y apoyó el escudo allí, moviéndose antes de
darse cuenta de que una vez que la alcanzara estaría muy cerca de ella.
Dudó, perdiendo el paso, desequilibrándolo un instante, aunque no lo
suficiente como para que nadie lo notara.
Jack sí lo notó, y ladeó la cabeza en un movimiento burlón. Movimiento
que nadie notaría.
Allryd lo notó.
Era ridículo que siguieran notando sus movimientos. Habían pasado
doce años, demasiados para pensar que aún se conocían. Que tenían algún
motivo para conocerse. Así que se esforzó por ignorar ese detalle, incluso
mientras ella permanecía en el taburete con las manos en la cintura
esperando que la alcanzara.
No, a ella no. A eso. Alcanzar eso.
¿Qué era lo que él estaba buscando?
La chocolatera.
Era capaz de alcanzar una maldita chocolatera sin darse cuenta que

~ 63 ~
ella estaba a su lado. Y casi lo consiguió. Estaba frente a ella, extendiendo
el brazo hacia el estante. Si no hubiera tenido que rodearla no habría tenido
que acercarse tanto.
Y habría sido capaz de no notar su calor, como el sol. O su aroma, a sol
y limones. O el sonido de su respiración, cerca de su oreja, mientras
peleaba para agarrar el asa de la maldita chocolatera.
«Ya la tengo».
La sacó del estante con la intención de retroceder. Poner distancia
entre ellos y olvidar todas esas cosas antes de que resucitaran recuerdos
que era mejor dejar muertos.
Le afectaban.
Había sido descuidado. Desequilibrado. No había dejado suficiente
espacio entre ellos. Fue su culpa que se rozaran el uno al otro, el terciopelo
de su corpiño rozó la manga de su camisa lo suficientemente áspera como
para atrapar la delicada tela. Y tirar de él. Calentar su camisa y con ella, a
él.
Estaba seguro que había sido culpa suya.
Excepto que ella inhaló. No fue una ingesta normal de oxígeno. Fue
más larga de lo necesario. Más profunda. Emitió un sonido suficiente como
para no poder evitar mirarla.
Tenía los ojos cerrados. Sus labios curvados. Y parecía... complacida.
Cuando ella exhaló fue un suspiro pequeño, casi imperceptible.
Allryd lo percibió. Todo.
Amplió los ojos y apenas evitó que su mandíbula cayera. No pudo
evitar la parte de él que se quedó dura como el acero. Nunca había podido
evitarlo con ella.
Consiguió contener el resto de su cuerpo y lo hizo con un inmenso
orgullo personal, como si hubiera luchado contra un batallón de enemigos o
salvado a la Reina de un ataque. Ambas acciones habrían sido más fáciles
que lo que él hizo; se apartó de Jack como si ella estuviera ardiendo, arrojó
la chocolatera plateada junto a la espada y consideró recuperar el arma por
un breve momento. Parecía que su embriagada preparación sí que había
tenido un propósito; su casa estaba bajo sitio.
Habría preferido al fantasma.
Puso la mesa entre ellos y se volvió a mirarla. Ahora Jack estaba
removiendo el contenido de la cacerola con una cuchara de madera.
Observó el movimiento lento y constante imaginando que la leche se
arremolinaba bajo su serenidad y, por primera vez en su vida, se resintió
con un líquido.
Porque él no estaba en absoluto tranquilo, especialmente cuando ella
comentó como si estuviera hablando del clima:
—Hueles igual.
Ella también.
Allryd sacudió la cabeza.
—¿Qué?
—He dicho que hueles igual, lo que parece imposible, sinceramente. A
salvia y cedro. Como si estuvieras en el campo. —Alzó la voz para hablar,
como si él no pudiera escuchar todo lo que decía. Cada crujido de su falda.

~ 64 ~
Cada roce de la cuchara en el fondo de la cacerola.
«Mi cacerola».
«Mi cocina».
—¿Qué haces aquí? —le preguntó Allryd.
—¿Has estado en el campo?
«¡Qué demonios!».
—No.
—No, claro que no.
Y ahí estaba, golpeándole el más duro de los recuerdos. La decepción
de Jack. La aguda conciencia de que él nunca sería lo que ella quería que
fuera. Pero esto era peor. Porque hoy no sonaba decepción en sus palabras.
Sólo honestidad. Conciencia. Y aceptación.
Jack había sido su futuro una vez. Entonces él heredó un ducado y un
inmenso patrimonio endeudado y tuvo que tomar decisiones basadas en la
responsabilidad y el futuro de un ducado, y no en los irreflexivos deseos de
un joven.
Y eso fue todo. Pero eso no cambiaba el hecho de que ella estaba
haciendo chocolate en su maldita cocina. Sin haber sido invitada.
—¿Qué haces aquí? —Volvió a repetir.
—¿Creerías que es un milagro navideño?
—No.
Ella lo miró un largo momento.
—Lástima. Hubo un tiempo en el que lo habrías creído.
Él sacudió la cabeza en un intento inútil de aclarar sus ideas.
—Eso fue hace mucho tiempo.
Los dos observaron la leche mientras se preparaba.
—¿Me has echado de menos?
«Igual que el frío echa de menos el calor».
—Una vez más, ¿qué haces aquí?
El suave susurro de la cuchara resonaba entre los dos.
—Creándome mi propia aventura.
Jack siempre había sido capaz de crear aventuras... más de las debidas.
Ella fue quién descubrió el pasadizo secreto entre sus casas. En realidad, ni
siquiera era un pasadizo. Era una puerta cerrada con llave por ambos lados,
desde la esquina más alejada de su sala de música hasta la esquina más
alejada de la biblioteca de Mosby. Un día Jack estaba curioseando la amplia
colección de atlas de su padre para explorar el hemisferio sur cuando notó
un tirador en la pared detrás de ellos.
El joven Allryd estaba practicando con el violín, como hacía a diario,
cuando empezaron los golpes detrás de una pintura al óleo de unos sátiros
jugando. Y una aventura fue enteramente lo que lady Jacqueline Mosby
creó.
Al abrir la puerta, Jack se convirtió en una aventura total. Todos los
días. Hasta el día en que ella se fue.
El día en que él la hizo huir.
Jack sacó la cacerola del fuego y se acercó a la mesa con una sonrisa.
—Si quieres saberlo, estoy aquí porque no tengo chocolate en mi
cocina.

~ 65 ~
—Y por eso invadir otra casa es el siguiente paso lógico.
—Bah —se burló ella—. No es una invasión si la puerta no está cerrada.
—No he pensado en esa puerta en una década.
Mentira.
Ella hizo una mueca.
—Además vas muy bien armado. Cualquier intruso se encogería
completamente ante tu espada oxidada y un escudo que sin duda era el
mejor de su clase en la Edad Oscura.
Allryd miró el escudo que tenía a sus pies y dijo lo único que se le
ocurrió.
—Creí que eras un fantasma.
—¿Estás ebrio?
—No lo sé.
—¿Has estado bebiendo?
—Sí.
—Creo que estás borracho.
—Es posible.
—¿Por qué?
—Porque es Navidad.
Los dos se congelaron al oír esas palabras, producto de una lengua
suelta por el whisky. Eben quiso mirar hacia otro lado, pero no pudo. Así que
tuvo que ver cómo se alzaban sus cejas y los labios se separaban un poco
sin emitir ningún sonido, como si ella entendiera exactamente lo que
significaba.
La habitación se volvió más cálida y Eben se apresuró a disimular la
verdad.
—¿Debo tener una razón? Es mi casa. Es una noche oscura. Creí que
estaba solo. Tienes suerte de no haberme encontrado merodeando por la
sala de música.
—¿O qué? ¿Me habrías golpeado con un oboe?
—No tengo un oboe, pero el arco de un violín es bastante efectivo.
Ella lo miró y él juraría que estaba recordando. Aunque en seguida
lanzó un destello de una sonrisa despreocupada.
—Una vez más, Eben, si no deseas intrusos debes cerrar la puerta.
—Tú eres la única que sabe que la puerta existe.
—Pues lo tomaré como una invitación personal. —Cuando él frunció el
ceño, agregó—: De todas maneras, parece incluso peor que estés en tu
propia casa en plena noche y solo.
—¿Peor que qué?
—Peor que estar con otra persona.
¿Había temido encontrarlo con alguien más? No. Él no era agradable
con los demás. ¿No era por eso que ella se había marchado?
—¿Me estás ofreciendo tu compañía?
Era evidente que no se la estaba ofreciendo. Su compañía no había
estado disponible para él durante doce años. No desde que él la había
rechazado demasiadas veces y ella había sido lo suficientemente orgullosa
y fuerte como para alejarse.
Pero Jack no dijo nada. Solo sonrió, pensativa.

~ 66 ~
—Siempre hemos sido buenos amigos, ¿no es así?
Esas palabras abrieron una avalancha de recuerdos no deseados, pero
antes de que él decidiera no hablar, ella cambió de tema haciéndole sentir
aún peor.
—Se enfriará la leche.
—¿Cómo sabes que tengo chocolate?
Esa suave sonrisa de nuevo.
—Siempre tienes chocolate, Eb.
Quizás fuera por el diminutivo que nadie más había usado. O que ella
recordaba lo mucho que a él le gustaba el chocolate. O esa sonrisa por la
que siempre había estado dispuesto a hacer cualquier cosa. O tal vez era el
alcohol. Fuera lo que fuera, Allryd ya estaba dirigiéndose a un estante
cercano para recuperar un pequeño recipiente de porcelana, deslizándolo
por la mesa hacia ella.
Jack dejó la cacerola en la mesa y abrió el recipiente mirando dentro.
—Esto es... —olfateó y lo miró—. ¿Qué es?
—Chocolate en polvo. Lo hacen en Ámsterdam. Está endulzado. Es más
fácil de mezclar.
Ella sonrió y en sus ojos apareció una expresión del pasado.
—Siempre te ha gustado demasiado el dulce.
Él frunció el ceño ante esas palabras, como si fueran viejos amigos. «¿Y
no lo fueron?». Allryd alejó ese pensamiento.
—No es cierto.
Jack lo ignoró mientras mezclaba y agitaba el chocolate en la cacerola
antes de probar la mezcla y cerrar los ojos, suspirando.
—Delicioso.
Allryd contuvo el aliento y, desesperado por evitar sus recuerdos de
ella y su promesa, buscó tazas y una lata con galletas que había planeado
comerse para el almuerzo de Navidad. Cuando colocó la lata en la mesa,
advirtió que las galletas prolongarían la visita de medianoche de Jack. Algo
que no debería desear.
Pero siempre la había deseado y nunca había tenido suficiente de ella.
Ese era el problema.
—Supongo que no necesitas que guardemos el protocolo —dijo ella,
olvidándose de la chocolatera plateada y empezando a volcar la cacerola
sobre las tazas.
Él asintió y ella sirvió el chocolate, el vapor se extendió entre ellos,
dirigiendo la mirada de Allryd hacia el corpiño de su vestido, hacia la curva
de sus pechos y el medallón de oro que yacía allí como si fuera su lugar
habitual.
Jack no había usado ese medallón cuando eran más jóvenes.
Ignorando ese pensamiento, alcanzó una taza cuando ella dejó la
cacerola a un lado y se sentó, abriendo la lata de galletas.
—Oooh. Echaba de menos los shortbread.
Él levantó una ceja.
—¿Los shortbread son algo que puedes echar de menos?
—Claro que sí —replicó, con la boca llena de galletas—. Son deliciosos.
Allryd se llevó el chocolate a la boca, ocultando una sonrisa ante su

~ 67 ~
entusiasmo y olvidando por un momento que ella no estaba aquí todos los
días. Que éste no era su ritual privado.
—Solo es mantequilla, azúcar y harina.
Ella agitó la mano despectivamente.
—Precisamente por eso.
Allryd admitió que tenía razón. Alcanzó una galleta.
—¿Dónde has estado para que no hayas comido shortbread?
Jack tragó y tomó un sorbo de chocolate antes de responder:
—En todas partes. Bueno, en todas partes dónde la tía Jane deseaba ir.
En cada país del continente; Francia, España, Italia, Grecia. Y otros lugares;
el norte de África. Turquía. Persia. Rusia.
Él ya lo sabía. Había seguido sus viajes. Jack se marchó de Londres
hace doce años como acompañante de lady Jane, la baronesa Danton, una
conocida viuda que una vez fue bastante escandalosa -y ahora era una
excéntrica- adorada por los periódicos de escándalos. Se había leído las
columnas de chismes buscando noticias suyas, y cuando se vio obligado a
mezclarse con la aristocracia, el nombre de Jack fue el único que le
importaba escuchar.
Aunque no lo iba a admitir.
—Nunca he estado en ninguno de esos lugares.
Ella se encontró con su mirada, sus ojos marrones llenos de demasiado
pasado.
—Tus viajes han transcurrido entre fincas y libros de contabilidad.
Escuchó la sensatez en esas palabras, pero ella no se imaginaba la
forma en que él las odiaba. La forma en que lo avergonzaban. La forma en
que sintió la necesidad de defenderse contra ellas.
—Soy responsable de cientos de personas.
—Lo sé.
—Eso es lo que pasa cuando heredas un ducado. Heredas la
responsabilidad. Heredas los pecados del pasado. Heredas los errores. Y
tienes que quedarte y arreglarlos. No tienes la opción de ver mundo. No al
principio.
Lo que comenzó como defensa terminó con un gran deseo de irritarla.
Recordarle que ella lo había dejado. Que él todavía estaba allí, en la misma
casa en la que vivía el día en que se conocieron, y que ella fue la que se
marchó. Quería que ella mordiera el anzuelo.
No lo hizo. Solo le dirigió una pequeña sonrisa.
—Hay más de una manera de ver mundo.
Allryd odiaba esas palabras, un recordatorio de su pasado. De su
partida y de su propia permanencia. Él no había sido suficiente para ella,
¿no? Jack había querido más. Allryd había trabajado para reconstruir una
casa, un título y una vida digna de ella, y nunca había sido suficiente. Y aún
así, aquí estaba ella, de regresó y tan tranquila a pesar de los años y el
pasado.
Y aquí estaba él, completamente incómodo por la manera en que ella
iluminaba todos los lugares oscuros que había aprendido a ignorar.
Antes de que él expresara esa incomodidad, ella habló:
—En Egipto hacen una especie de caramelo con plantas de malva.

~ 68 ~
Tardan dos días en hacerlo; es esponjoso y blanco, y muy dulce, puedes
endulzar el chocolate con él. Seguro que te encantaría.
Se produjo un largo silencio durante el cual Allryd no supo qué decir.
Estaba medio borracho, habían pasado doce años, y ella estaba de vuelta y
hablando de dulces en plena noche.
—Te habrían encantado muchas de las cosas que vimos.
Y allí estaba de nuevo, el futuro que él podría haber tenido. El que ya
no podía tener.
—¿Has vuelto para quedarte? —le preguntó con irritación.
Ella dudó, y por un momento él se aferró a esa pausa, esperando a
partes iguales que hubiera regresado y desesperado por que se fuera.
—De momento, sí.
El asintió sintiendo dolor en el pecho. ¿Por qué debería importarle? No
tenía derecho a su tiempo. No tenía derecho a ella. Lo había abandonado
hace años, en todos los sentidos, pero con los malditos recuerdos que no
conseguía evitar.
—¿Por cuánto tiempo? Parece que no estás preparada para la Navidad
si no tienes chocolate en tu casa.
—Me voy el domingo.
El Boxing Day, el 26 de diciembre. Tenía sentido. Jack había pasado
doce años viajando por el mundo y Londres no era muy agradable en enero.
Pero aún así, dos días parecían... fugaces.
—¿Y a dónde irás?
—A Escocia.
—Tu tía no parece ser una mujer que desee pasar el invierno en
Escocia. —La baronesa rara vez se detenía en Gran Bretaña cuando viajaba
por el mundo, gracias al marido que había enterrado tres años después de
casarse.
Jack bebió y dejó la taza, mostrando un bigote de chocolate en el labio
superior. Se lo lamió de una manera poco apropiada. Allryd sintió el
movimiento en cada centímetro de su piel. Repentinamente, la temperatura
en la fría cocina se volvió increíblemente caliente.
Al igual que los fuegos del infierno, que era seguramente el lugar
donde acabaría al pensar en todas las cosas que él haría con esa lengua.
—No lo es. De hecho, ella también se va el domingo. A Constantinopla.
—¿Sin ti?
—Con una nueva compañera. Una más joven. Alguien capaz de seguirle
el paso. —Sonaba cansada.
Allryd frunció el ceño.
—No me creo que no puedas seguirle el ritmo. Nunca he conocido a
alguien tan dispuesta a la aventura como tú.
—Siempre pensaste que era un defecto.
—No lo pensaba.
Jack le lanzó una mirada incrédula.
—No lo pensaba —insistió él. Jack siempre había saltado al mundo con
los pies por delante, asumiendo que aterrizaría en una suave nube de
oportunidades. Y ella había aterrizado en esa nube. Cada una de las veces.
Todas, menos una.

~ 69 ~
—Si no es la tía Jane, ¿quién es tu compañera en Escocia?
—Mi... —Hizo una pausa—... esposo.
Allryd se congeló, apenas controlando un estremecimiento.
—¿Estás casada?
—Lo estaré pronto —contestó. Él escuchó la vacilación en su voz, como
si no quisiera decírselo. O tal vez fue su propia vacilación que no quería
escucharla.
—No he visto las amonestaciones. —No es que él fuera a la iglesia,
pero ese no era el asunto. Jack no podía casarse con otro.
—Nos casaremos en Escocia —añadió rápidamente, seleccionando otra
galleta de la lata como si no hubiera disparado un cañón en su cocina.
—¿Por qué?
Dio un mordisco, masticó y tragó.
—Porque he regresado de Grecia y me dirijo a la finca que Fergus tiene
allí.
«Fergus».
Era un nombre simple. La clase de nombre que alguien le pondría a un
sabueso. Un gran perro peludo con una larga lengua que asomaba por su
boca.
Jack no podía casarse con Fergus.
Sin embargo, ella continuó hablando como si el hecho fuera muy real.
—Como nos casaremos allí no necesitamos publicar aquí las
amonestaciones.
—Por eso no hay amonestaciones. ¿Por qué te casas?
—No es nada raro, ¿no? ¿A menos que te refieras a mi avanzada edad?
—Por supuesto que no. —Jack tenía treinta y dos años, no ochenta y
dos. Treinta y dos hermosos años. Y con la piel bañada por el sol en
diciembre, algo que parecía increíble. Perfectamente casadera—. Me
refería... —se detuvo. No sabía a qué se refería—. Creía que querías algo
más que el matrimonio.
Jack alzó las cejas.
—No. Quería algo más que el matrimonio con un hombre que se
preocupaba menos por mí que por su patrimonio.
Esas frías palabras lo pusieron serio. La ira, frustración y algo que no se
atrevía a nombrar, le recorrieron por la clara referencia al pasado.
—No me importaba más eso. —El silencio cayó durante largos minutos,
hasta que no lo soportó más—. A Fergus no le gustaría que estuvieras aquí
en plena noche.
Ella abrió la boca y él vio la vacilación mientras consideraba sus
palabras.
—Fergus sabe que somos viejos amigos.
—¿Es eso lo que somos?
Conozco el sonido de tus suspiros cuando te besan adecuadamente.
Conozco el sonido de tus gemidos cuando te desmoronas en mis
brazos.
Te conozco. Cada centímetro de ti.
Eras mía antes de que Fergus alguna vez soñara contigo.
Pero no dijo nada de eso. Ni podía quedarse aquí con ella. No cuando

~ 70 ~
Jack era su pasado y ningún asomo de futuro.
Levantándose, se dirigió a la puerta.
—Limpia tu desorden antes de irte. Llévate los shortbread. Y el
chocolate. Con mis mejores deseos con motivo de tu compromiso.

Capítulo Dos

Nochebuena, catorce años antes.

Se suponía que las damas no debían colarse en las casas de los


caballeros en plena noche.
Eso era el doble para las señoritas.
Y triple para las señoritas solteras.
No importaba que fuera Nochebuena. Tampoco que la joven hubiera ido
a escondidas durante años a casa del caballero en cuestión.
Aunque, sinceramente, Jacqueline Mosby, la hija menor del conde de
Darby, siempre había estado más segura de su lugar en el mundo que la
mayoría de los hombres adultos, y ese lugar le había asegurado que nunca
se preocupara por lo que se suponía -o no- que debía hacer. No tenía mucho
interés en cómo debían ser las cosas. No, Jack siempre había estado más
interesada en lo que podía hacer. Lo que podría hacer. Y eso, por supuesto,
era su desastre.
Porque Jack siempre fue la chica que trepaba a la cima de un árbol para
ver las vistas, y que solo se preocupaba por las consecuencias una vez que
alcanzaba el dosel y descubría que no podía bajar. Por supuesto, incluso
entonces, Jack veía lo mejor de la situación, comiendo manzanas y
contemplando el amplio mundo desde su nuevo punto de vista hasta que
resolvía cómo bajar de la copa de los árboles.
Y fue esa amplitud de miras, ese optimismo, esa disposición a afrontar
cualquier desafío, lo que hizo que la puerta secreta entre la biblioteca de
Mosby y la sala de música de Allryd fuera más de Jack que de Eben.
Para Jack, la puerta era libertad; esconderse de su institutriz, escapar

~ 71 ~
de sus hermanos y hermanas, escabullirse para compartir con Eben un
dulce especialmente delicioso del almuerzo y acurrucarse con un libro
mientras él practicaba con su violín.
Para Eben, sin embargo, la puerta era un escape.
La mayoría de las noches el padre de Allryd bebía hasta que no podía
parar y se quedaba dormido en el estudio, con solo sus lágrimas para
consolarlo. Pero en las malas noches, el duque no bebía lo suficiente o su
tristeza cambiaba a melancolía e iba en busca de alguien a quien castigar
por su miseria. Miseria por la que culpaba a Eben, su heredero y único hijo,
todo lo que quedaba de la esposa que una vez había amado más allá de la
razón.
En más de una ocasión Eben se había escabullido por la puerta secreta
para esconderse solo en la oscura biblioteca de Mosby, hasta que el día se
deslizaba por el cielo como una esperanza pálida y lavanda.
O, al menos, había estado solo hasta la noche en que Jack, con diez
años, se había sentado junto a él, metiendo las piernas debajo del camisón
y los dedos de los pies asomando por el dobladillo de encaje. Se sentaron
en silencio durante lo que parecieron horas antes de que ella tomara su
mano entre las suyas y apoyara la cabeza en su hombro, deseando que él
sintiera una pizca del confort que ella tenía. Una certeza de que ella, incluso
entonces, sabía que era un privilegio poco común.
No habían hablado, y Jack se había quedado dormida sin moverse
cuando Eben la rodeó con el brazo disfrutando de su paz, hasta que llegó el
alba y la despertó para enviarla de vuelta a la cama antes de que los
atraparan.
Pero en las noches que siguieron, sí hablaron. Jugaron al ajedrez.
Estudiaron detenidamente los mapas mientras ella le mostraba todos los
lugares que planeaba visitar cuando fuera mayor. Jack le había leído
historias de los más grandes corsarios del mundo y habían decidido que
algún día contratarían un barco y viajarían por el mundo. Ella deseaba el
futuro, y él estar lejos del pasado.
Se habían hecho amigos.
Amigos lo suficientemente buenos como para que ella lo echara de
menos cuando él se fue a la escuela. Excepto que echarle de menos pronto
dio paso a otra cosa, algo más poderoso. Algo que hizo que su corazón
latiera con fuerza pensando en usar la puerta para verlo cuando Eben
regresaba para los descansos y vacaciones. Algo que la ponía demasiado
nerviosa esperando que él la abriera. Algo que hizo que ella la abriera,
escondiéndose en la casa silenciosa para encontrarlo.
La primera vez que llamó a la puerta de su dormitorio ella tenía catorce
años, y él dieciséis. Eben le dijo que no podía quedarse. Después de todo,
era un marqués y ella una joven dama, y ya no eran niños. Las habitaciones
no eran lugares apropiados para sus reuniones. Y menos los dormitorios en
la oscuridad de la noche, pero para estar seguros, los dormitorios con
cualquier tipo de iluminación y en cualquier momento del día debían
evitarse.
Solo había tardado un par de segundos en convencer a Eben para que
desechara esas estúpidas reglas. Después de todo, eran amigos, y él rara

~ 72 ~
vez regresaba a casa de Eton -pronto sería desde Oxford- y las visitas
nocturnas eran clandestinamente perfectas, no porque fueran
escandalosas, sino porque eran de los dos.
Después de esa noche pasaban escasos segundos entre su suave golpe
y la apertura de la puerta de su dormitorio. Se sentaban en las sillas junto a
la chimenea. Jack se acurrucaba, él le servía chocolate y susurraban en la
oscuridad, reviviendo sus meses separados. Eben le contaba historias
largas y elaboradas, respondiendo a todas sus preguntas, incluso las
escandalosas, y Jack lo vivía indirectamente a través de ellas, recordando
los nombres de todos los chicos de su clase y las cosas salvajes que hacían
cuando los supervisores, instructores y decanos no estaban mirando. Y
Eben también le preguntaba; los detalles de los libros que ella había leído,
los vestidos que había usado, y las cosas ridículas que sus hermanas
mayores hacían para atrapar a un conde o a un marqués.
Continuaron así durante años, hasta que murió su padre y Jack, con
dieciocho años, había corrido por los oscuros pasillos de Allryd House
desesperada por verlo. Pero esa noche ella había llamado a la puerta y él no
había abierto.
Así que ella misma la abrió, sabiendo, incluso mientras el tirador giraba
bajo su mano, que todo había cambiado.
Eben estaba acostado en su cama, mirando el lujoso dosel de
terciopelo. No miró hacia la puerta cuando Jack entró. Tampoco cuando ella
ignoró las sillas junto a la chimenea.
Ni cuando se subió a la cama encajándose contra él sin vacilar y
posando un brazo en su cintura. Un ancla en la tormenta.
Allryd la rodeó con el brazo y la apretó contra él.
—No deberías estar aquí.
—No me importa.
—Ni en mi habitación. Y definitivamente no en mi cama.
Otra vez.
—No me importa.
Silencio. Entonces, Eben susurró:
—No quiero que te vayas.
Ella nunca lo dejaría.
—Michael no me dejó asistir al funeral. —Por supuesto que su hermano
no lo había hecho. Los funerales no eran lugar para chicas—. Me enfurecí,
pero nadie me hizo caso.
—Fue mejor que no estuvieras allí —declaró, aunque no sonaba muy
convencido.
Jack evidentemente no lo creía.
—Yo quería estar allí. Quería estar contigo.
—No habrías estado conmigo. Yo estaba en el frente. Tú... no habrías
estado conmigo.
Ella apretó su agarre lo suficiente para sacarlo de su estupor, deseando
ver su hermosa mirada verde.
—Habrías sabido que yo estaba allí. Yo quería estar contigo —se calló,
incapaz de apartar la mirada de él. Queriendo estar más cerca. Acariciarlo.
Llegar a él—. Eben... debería haber estado contigo.

~ 73 ~
Jack sintió el dolor en su pecho. Sus padres habían muerto años antes,
la tragedia sucedió cuando su carruaje se desvió del camino en una
carretera helada en medio de una tormenta de invierno. Y Eben estaba
ausente en la escuela, demasiado lejos para regresar al funeral. Pero le
había escrito. Todavía guardaba la carta, llena de miles de palabras,
palabras que ahora entendía completamente.
Las repitió con reverencia.
—Debería haber estado contigo.
Eben no respondió, excepto para apretar el brazo a su alrededor
agradeciéndoselo. Jack le apoyó la mejilla en el pecho, los fuertes latidos de
su corazón bajo su oreja. Ahora estaba con él. Y se quedaría toda la noche
si lo deseaba, sin importarle nada lo que su tía y hermanos tuvieran que
decir. Eben la necesitaba.
Se quedaría toda la noche. El día siguiente. Y el siguiente.
Hasta que Eben encontrara las palabras que sabía que tenía que decir.
Permanecieron en silencio durante mucho tiempo, hasta que la vela
que estaba junto a la cama apenas fue un tocón. Hasta que Eben respiró
hondo y le contó su secreto más oscuro. El que ella ya conocía.
—Me alegro de que esté muerto. —La confesión fue un susurro
temeroso, como si su padre pudiera escucharlo y retomar su obsesión.
Jack no le soltó.
—Yo también.
—Era un borracho.
—Estaba roto. No se podía arreglar. —Eben la miró y ella se encogió de
hombros—. Y un cabrón.
Eben sonrió ante esa concluyente evaluación.
—Lo era. También un mal padre. Y un mal duque.
—Tú serás uno mejor.
—Lo dices como si fuera una conclusión irrevocable.
Jack se giró en la cama para apoyar la barbilla en su pecho y decirle la
verdad.
—Lo es.
Él dejó escapar un largo suspiro y miró una vez más el dosel de
terciopelo.
—Todo va a cambiar.
—No lo importante. —No esto. No ellos, juntos. «Por favor. No nosotros,
juntos».
—Ahora soy un duque.
—Siempre pensé que no eras lo suficientemente impactante como para
ser un marqués.
Él se echó a reír, y la alegría se extendió a través de ella ante el sonido.
Eso no había cambiado. Adoraba su risa, como un secreto entre ellos.
—Sabes que los duques tienen más alcurnia que los marqueses,
¿verdad?
Ella igualó su sonrisa.
—Sí, pero creo que la palabra “marqués” tiene un sonido más elegante.
Prefiero a los marqueses.
—Bueno, actualmente soy los dos.

~ 74 ~
—¿Ves? Ya eres un fanfarrón insoportable. —Se acercó más a él.
Su brazo se tensó de nuevo y susurró:
—¿Cómo lo voy a hacer?
La pregunta irradiaba el cambio que había predicho. Irradiaba miedo.
Pánico. Responsabilidad. Edad adulta. Ella colocó la mano sobre su pecho,
en su corazón.
—Yo te ayudaré.
—¿Tienes mucha experiencia en ser duque?
A ella no le gustó la pregunta. La juzgaba a la ligera.
—No, pero no puede ser tan difícil. Los hombres te harán una
reverencia y te adularan y las mujeres desearan cortejarte.
—Eso parece una buena evaluación de toda la situación.
—Me estarás eternamente agradecido de que yo esté allí para
mantenerte firme en la tierra. —Eben resopló una risita, y Jack se esforzó en
que siguiera así... libre, solo por un momento—. ¿Cómo empezamos? ¿Debo
seguirte y recordarte que una vez sudaste la gota gorda para encontrar
Constantinopla en un mapa?
—No lo hice. El mapa estaba al revés.
Ella sonrió ante la eterna discusión. Terreno firme. Igualdad de
condiciones.
—Oh, sí, Turquía se mueve en el mapa cuando se ve al revés.
—¿Crees que mi falta de habilidad geográfica frenará mi capacidad
para atraer mujeres?
Ella se quedó en silencio ante la pregunta, el tiempo pareció acortarse.
—¿Estás interesado en cortejar mujeres?
—¿No lo están todos?
«¿Qué clase de mujeres?». No lo preguntó. No era asunto de ella.
Especialmente no esta noche. Después de todo, no era como si no hubiera
esperado que las mujeres no le llamaran la atención. Ni como si no se
hubiera imaginado que había mujeres con las que él deseaba...
Pero no le gustaba imaginárselas. En absoluto.
Lo odiaba.
No significaba nada. Podía cortejar mujeres si quería. Dios mío,
deseaba no haber mencionado el cortejo. Eran amigos. Y a los amigos no
les importaban esas cosas.
Excepto que parecía que a Jack sí que le importaban mucho esas cosas.
Cerró los ojos con fuerza y deseó que todo volviera a la normalidad. Él tenía
razón. Todo iba a cambiar.
—¿Jack?
En este instante se sentía como un carruaje fuera de control, incapaz
de ser detenida.
—Jacqueline —susurró ella.
—¿Qué?
—Ya no soy una niña jugando a los piratas, Eben —declaró, sin apartar
la mirada de la mano en su pecho.
Él permaneció inmóvil durante un largo rato, lo suficiente como para
que ella sintiera que se moriría de la mortificación. Lo miró a sus ojos,
notando la confusión y sorpresa y algo más, como si estuviera intentando

~ 75 ~
comprender el amanecer.
Oh Dios. Era humillante.
Jack agachó la cabeza.
—No importa.
Pero ya estaba dicho, y de repente ninguno de los dos era un niño. Y no
solo porque él dijera su nombre completo.
—Jacqueline.
No lo miró, ni siquiera cuando susurró su respuesta.
—¿Sí?
—Hoy te he echado de menos.
Ella cerró los ojos con fuerza. Le diría la verdad.
—Yo también.
Silencio de nuevo.
—No quiero cortejar mujeres.
Su corazón comenzó a latir con fuerza.
—¿Por qué no?
—Porque no las necesito.
Ella contuvo la respiración.
—¿Por qué no?
—Porque te tengo a ti.
Jack levantó la cabeza, sus ojos encontraron y sus labios se separaron
con un pequeño suspiro de sorpresa cuando él agachó la cabeza y le robó
un beso, justo como le había robado el corazón.
Fue el primer beso de docenas, cientos, miles en los siguientes dos
años, besos que se mezclarían en un mar de recuerdos de momentos
clandestinos y de deseos desesperados. Pero ese, el primero, no formó
parte de ese mar. Fue un recuerdo aparte, especial por ser el primero.
El resto de su vida Jack recordaría cada torpe segundo de ese beso; la
forma en que la atrajo hacia él, los pensamientos salvajes que la
atravesaron cuando deslizó las manos por su cabello manteniéndola inmóvil
mientras se exploraban mutuamente, el calor de su cuerpo contra el de
ella, el roce de su mejilla sin afeitar, la firmeza de su torso, la certeza de
que ese momento perfecto estaba en conflicto con la incertidumbre, ¿la
deseaba tanto como ella a él?
Cuando su lengua trazó la línea de sus labios y Jack se abrió a él
dejándolo entrar, gruñó profundamente, un sonido que ella no había
escuchado antes. Y en un instante, la amiga que una vez le había adorado
desapareció. En su lugar, Jack encontró al hombre al que siempre amaría.
El hombre que la hacía enloquecer.
Jack desechó su inexperiencia con entusiasmo y comenzó a aprender,
apoyándose contra su pecho para devolverle el beso, explorando con
insistencia y desconcierto, su lengua probando la plenitud de su labio
inferior, su suavidad.
Suave como el cielo. Dulce.
Cuando ella suspiró de placer, Eben se puso rígido, liberándola. Ella se
apartó abriendo los ojos de golpe y encontrándose con su clara mirada
verde.
—No te atrevas a parar. Este es mi primer beso y no quiero que lo

~ 76 ~
hagas hasta que haya terminado.
Unos segundos después, él exhibió una lenta y tierna sonrisa. Una que
nunca había visto antes. Una que tenía su estómago girando con salvaje
placer.
—Eres terriblemente autoritaria. También es mi primer beso.
La ola de placer casi la derribó.
—¿Lo es?
El rubor se extendió por sus mejillas ante la pregunta. Eben se aclaró la
garganta.
—No es como si no hubiera tenido oportunidades...
—Oh, por supuesto que sí —respondió ella con una sonrisa, deseando
besar sus mejillas rosadas—. Pero no lo has hecho.
Eben se aclaró la garganta de nuevo.
—No lo he hecho. —Hizo una pausa y añadió—: Entonces, ¿no puedo
opinar sobre cómo va?
Jack sacudió la cabeza, su mirada se dirigió a su boca, sus párpados
estaban medio cerrados queriendo más.
—No puedes hacerlo.
—¿Por qué no? —preguntó, el bajo retumbar de su voz agradablemente
irreconocible.
—Por dos razones. La primera porque probablemente invocarás un
sentido del deber fuera de lugar y te detendrás.
—Me encanta que pienses tan bien de mi sentido del honor.
—No lo pienso. Creo que es una tontería esta noche.
Eben la apretó más cerca.
—Entendido. ¿Y la segunda razón para que te hagas cargo del asunto?
Ella asintió, felizmente.
—Porque las chicas sueñan con su primer beso con un duque, así que
tengo que asegurarme de que esté a la altura.
Eben torció los labios.
—¿Las chicas tienen fantasías con besar duques?
—Oh, sí —respondió ella, con los ojos risueños. ¿Existía algo mejor que
besos y risas?—. Con lo viejos y decrépitos que son, ¿cómo no vamos a
fantasear con ellos?
—Pero yo no soy viejo ni decrepito.
Ella asintió, fingiendo decepción.
—Como los duques jóvenes y atractivos escasean, supongo que tendré
que conformarme contigo.
—Tienes una boca muy irreverente.
—¿No tienes suerte de poder besarla?
En respuesta, él la hizo rodar y la presionó contra la cama, mirándola a
los ojos mientras sus dedos se enroscaban en su cabello.
—No me creo que esto esté pasando.
Jack le bajó la cabeza.
—Tal vez lo creas con más práctica.
Practicaron hasta altas horas de la madrugada, cuando esa familiar luz
púrpura se extendió por el horizonte y él la acompañó por los oscuros
pasillos de la casa que ahora era suya por derecho. Cuando abrió la puerta

~ 77 ~
secreta y le robó otro beso, fue la primera mañana de su segunda vida, la
que había comenzado con ese primer beso que ninguno de ellos olvidaría
jamás.
Casi había cerrado la puerta cuando ella puso una mano en la madera y
susurró su nombre.
Eben la miró y ella sonrió.
—Feliz Navidad. —Y entonces Jack le juró clara y perfectamente—.
Nada cambiará. Todavía estoy aquí. Los dos todavía estamos aquí.
Pero ella estaba equivocada. Todo cambió.

Capítulo Tres

Día de Navidad

Jack era suave, cálida y estaba desnuda en sus brazos, como un regalo,
justo donde él había soñado que estuviera para siempre. La atrajo hacia sí y
la olió, un jardín increíblemente exuberante en pleno invierno. Ella susurró
su nombre como un pecado.
—Allryd...
Golpe. Golpe.
Allryd se alzó sobre ella presionándola contra la cama, enterrando sus
labios en el hueco de su hombro, saboreando la dulce sal de su piel,
lamiendo su hombro mientras sus manos acariciaban su cuerpo.
—Allryd...
Su nombre otra vez. Una oración. Una promesa.
Gruñó y exploró la curva de sus pechos, buscando y encontrando un

~ 78 ~
tenso pico marrón, tomándolo entre sus labios y adorándolo con tirones
lentos y lánguidos, sabiendo lo mucho que a ella le gustaba que lo hiciera...
prolongándolo hasta que se retorcía de deseo.
Golpe. Golpe.
Jack agarraba su cabello con una aspereza que no podía dominar,
acercándolo y dirigiéndolo sobre su piel increíblemente suave, más allá de
la cálida y maravillosa hinchazón de su vientre, hacia donde él deseaba
estar... Su boca se humedeció cuando ella abrió los muslos.
Golpe. Golpe. Golpe.
¿Ese era su corazón? Debía estar golpeando desesperado. Cristo...
¿Cuánto tiempo había esperado por esto? ¿Por ella? ¿Porque volviera su
amor?
—Allryd...
«Un momento. Algo iba mal».
No. Él la sujetó con más fuerza.
«Ella nunca lo llamaba así».
Jack se estaba alejando de él. Su calor desapareciendo. Levantó la
cabeza para mirar sus ojos. Si pudiera encontrar sus ojos, tal vez ella se
quedara.
Golpe, golpe, golpe.
No podía encontrarlos. Ni sentirla. Se había ido.
—¡Joder! —rugió mientras abría los ojos y agarraba las sábanas, duro
como el acero, con la cabeza y el corazón palpitando, lleno de furia y
desesperación y algo peligrosamente cercano a la locura.
Solo.
—Cristo —susurró, frotándose violentamente la cara.
Incorporándose, se detuvo agarrándose la zumbante cabeza con las
manos. Sin ningún sentido recordó que había almorzado jamón hacía dos
días. Seguramente habría algo para comer en esta gélida casa. Aunque eso
significaba tener que salir de la cama y bajar.
Y arriesgarse a verla.
No es que verla le importara.
Realmente no le importaba.
E incluso si la veía, recordó que le había dejado más que claro que
tenía poco interés en volver a verla. Fue lo de después lo que estaba...
borroso.
Consecuencia de haber estado bebiendo.
Dios, la habitación estaba fría. Gimió, notando que el fuego había
sucumbido en la chimenea. La habitación no estaba simplemente fría,
estaba congelada.
La Navidad significaba para él que no había sirvientes y que no tendría
comida ni calor a menos que él mismo se lo proporcionara. Algo que era
más que capaz de hacer si tan solo la habitación dejara de girar.
Tal vez el aire frío atemperara el dolor de cabeza. Y el de su miembro.
Se puso de pie, maldiciendo sus elecciones de la noche anterior y
desesperado por tener un pensamiento claro, que doce años de experiencia
en el día de Navidad le indicaron que no tendría por lo menos en otras seis
horas. Algo que no le parecía mal ya que planeaba estar solo y con sus

~ 79 ~
libros de contabilidad. Encontraría comida fría y una bebida caliente y
comprobaría la contabilidad de sus propiedades, como hacía el veinticinco
de cada mes. Diciembre no sería diferente.
Le daba igual que fuera el día de Navidad.
Y realmente también le daba igual que ella estuviera en la casa de al
lado.
Toc. Toc. Toc.
Allryd se giró ante el sonido, el eco del sueño ahora desaparecido. Su
atención se dirigió a la puerta de su dormitorio en la que una fuerte bestia
golpeaba.
Toc. Toc.
Probablemente no sería una bestia si subía escaleras y golpeaba
puertas.
Tal vez fuera Jack.
No era Jack. Le había dejado claro que no era bienvenida allí. Eso, y que
ella no habría golpeado. Habría entrado y subido a su cama, como lo había
hecho cientos de veces antes.
El deseo volvió. El frío era incapaz de combatir los pensamientos de
ella en su cama.
Aunque esta vez no se habría subido. Esta vez tenía un prometido.
Quien sin duda tenía su propia cama.
Y maldita si la idea de Jack en la cama de otro hombre no hacía que
Allryd quisiera derribar las paredes para evitarlo.
Toc. Toc.
—¡Maldita sea! ¡Ya basta! —gritó, odiando el sonido de su voz que
atravesó su cráneo como un hacha. Si lo de la puerta era una bestia quizás
lo sacara de su miseria.
La puerta se abrió.
—Te ves como el infierno.
No era una bestia. Era Lawton. Alto, fuerte, bien afeitado, e
impecablemente vestido como siempre; las botas brillaban a la perfección,
su corbata blanca con elaborados pliegues contrastaba contra su piel
morena, su chaleco carmesí y dorado era, sin duda alguna, un guiño a la
fecha de hoy.
—¿Qué haces aquí?
—¿Has olvidado que tengo un despacho abajo? ¿Justo al lado del tuyo?
—Creía que querías tiempo libre para celebrar las fiestas —gruñó
Allryd.
—Yo también lo creía —contestó, recostándose casualmente contra la
jamba de la puerta—, pero trabajo casi tan duro como tú, así que no tengo
a nadie con quien celebrarlas.
El hermano de Charles Lawton era dueño de una taberna en
Marylebone, donde muchos de los trabajadores portuarios de Londres
pasaban las noches. Tenía esposa y dos niños que habitualmente se
presentaban en casa de Allryd para colgarse ruidosamente en la pernera
del pantalón de su demasiado alegre tío.
Allryd entrecerró la mirada.
—Eso es mentira.

~ 80 ~
Lawton esbozó una sonrisa.
—Joan no quiere que estés solo en Navidad.
—¿Por qué todo el mundo está tan preocupado por mi soledad estas
fiestas?
—¿Todo el mundo?
De ninguna manera le contaría a Lawton nada de la llegada de Jack en
plena noche. Su socio de negocios era como una anciana tomando el té en
la iglesia cuando se trataba de chismes.
—Tú.
—Me importa un comino donde pasas las fiestas. Y, sinceramente, creo
que no es necesario que Joan se preocupe por ti por más que le guste
contarles a sus amigas acerca del duque que viene a almorzar. O que a los
chicos les guste el “extraño ricachón”.
Allryd gruñó, ignorando la satisfacción que le producían esas palabras.
Los chicos le caían bien. La mayoría de las veces le gustaban más que su
tío, que aún seguía hablando en perjuicio de los golpes en su cabeza.
—Su afinidad por ti es desconcertante, lo sé, ya que no hay nada en ti
que sea agradable, pero son niños y por lo tanto son bastante inocentes.
Allryd ignoró la pulla.
—Has perdido el tiempo. Deberías de haberles dicho que estaba
ocupado.
—Es el día de Navidad, Allryd. Nadie está ocupado.
—Yo sí. Estoy trabajando.
—¿En qué? ¿Durmiendo hasta estas horas y soportando esto? —replicó
Lawton, entrando en la habitación—. La habitación está helada y apesta a
alcohol. —Se acercó a la ventana y abrió las pesadas cortinas—. Deberías
abrir la ventana y ventilarla.
Allryd cerró los ojos y le dio la espalda al cielo.
—Maldita sea, es diciembre. ¿Por qué el sol es tan brillante?
Lawton se volvió hacia él.
—Está nevando.
Se quedó inmóvil. Jack estaría eufórica.
No. No tenía tiempo de pensar en Jack. Ni le interesaba cómo
reaccionaría ante la nieve. Se aclaró la garganta.
—Entonces será mejor que regreses a tu fiesta. No te gustará si la
nieve te retiene aquí. Como me convenciste para que dejara que los
sirvientes tuvieran tiempo libre no tengo nada con que alimentarte.
Lawton le dirigió una mirada cortante.
—Dejando de lado el hecho de que sé que la despensa está repleta, te
aseguro que tu estado actual, desnudo como un bebé y apestando a
ginebra, no es un incentivo para quedarme.
Allryd buscó la bata.
—Era whisky.
Lawton se paralizó.
—¿Mi whisky?
—Como estaba en mi casa, tu sentido de la propiedad no es
exactamente preciso.
El hombre entrecerró la mirada.

~ 81 ~
—¿Estaba exactamente en mi despacho? —Cuando Allryd se cubrió sin
responder, Lawton hizo un sonido de disgusto—. Ni siquiera bebes. Lo has
desperdiciado.
—Bebí anoche, y el whisky cumplió su función —le informó Allryd,
atando el nudo de la bata—. Tengo un dolor de cabeza para demostrarlo.
—Un día con mis ruidosos sobrinos es el castigo que mereces —
respondió su perverso compañero ya en dirección a la puerta—. Ponte
presentable. Mi cuñada nos espera a las dos. Te esperaré en la cocina. Si
tienes suerte habré hecho café.
Lawton se fue, dando un portazo y aumentando el dolor palpitante de
su cabeza, dolor que empeoró cuando lanzó una maldición a la puerta
cerrada.
Maldita sea. No entendía por qué bebía la gente. Era un hábito estúpido
que no servía para nada. Después de todo, la única noche del año en que
bebía era para olvidar, y lo que había intentado erradicar de su memoria se
había hecho realidad en su cocina.
Y qué maravillosa realidad había sido.
Jack se veía igual que cuando eran jóvenes, alta y curvilínea, con esos
ojos audaces, esa sonrisa brillante, y una piel pecosa y bronceada por
demasiado tiempo al sol.
No demasiado. Sólo lo suficiente.
Había pensado en esas pecas durante años, acostándose despierto por
la noche y contándolas cuando el sueño se deslizaba en los bordes de su
conciencia. Había soñado con pasar la lengua por su nariz y las manzanas
de sus mejillas, besarlas en su hombro izquierdo, encontrar todas las demás
escondidas bajo el satén y el lino esperando su búsqueda.
Ahora tenía más, en el pecho y los hombros, un beso del sol, junto con
arrugas en las esquinas de sus ojos y unas curvas más pronunciadas, todo
pruebas de su ausencia. Quería explorar cada uno de esos cambios.
Pensar en explorar a lady Jacqueline Mosby lo endureció de nuevo,
incluso mientras su cabeza zumbaba con los efectos de la noche anterior.
Maldijo y se dirigió al lavabo para lavarse, salpicando agua fría en su cara y
dispuesto a alejar el resultado del deseo perdido.
La estrategia fracasó. Se había pasado todos los días de los últimos
doce años tratando de no recordarla. Tratando de no imaginar cómo habría
madurado. Cómo habría cambiado. Cómo sería la mujer en la que se
convertiría, una versión más elegante, completa y perfecta de la joven que
había conocido.
La joven que había amado.
La joven con la que debería haberse casado.
Ahora no tenía que imaginárselo. Ya lo sabía.
Aunque ya no era importante. Ella iba a casarse con otro. Fergus, el
escocés de lengua larga y cabeza de repollo.
Allryd se salpicó violentamente más agua fría en el rostro, frotándolo
como si así la borrara de sus pensamientos. Finalmente hundió la cabeza en
el lavabo, disfrutando de la conmoción mientras se mojaba el cabello y la
nuca.
Suponía que el escocés no merecía esa descripción... No se imaginaba

~ 82 ~
a Jack atándose a alguien que careciera de cerebro, pero de alguna manera
le ayudaba pensar que el hombre que iba a arrebatarle su vida era menos
que él.
Su vida.
Surgió del agua ante ese pensamiento, apoyando las manos en la mesa
que sostenía la palangana, las gotas caían sin que las notara.
Jack no era su vida.
Lo fue una vez, pero él había elegido algo diferente. Había elegido la
responsabilidad y una herencia endeudada junto con un título devastado.
Ella se merecía algo mejor que lo que él podía darle, sin dinero,
comodidades o incluso tiempo.
Había hecho bien en irse.
A pesar de haberle arrancado el corazón del pecho cuando se marchó.
Y no se enteró hasta que se dio cuenta de que ella nunca regresaría.
Sacudió la cabeza, anhelando que los recuerdos volaran con el agua
desparramada en todas direcciones.
Jodidas fiestas y su sensiblera nostalgia. Irse de Mayfair sería una muy
buena idea.
Se pasó las manos por el pelo, domesticándolo ligeramente antes de
lavarse los dientes y enjuagarse la boca. Lawton le había prometido café y
una comida caliente. Más importante aún, esa comida estaría lejos de
Jacqueline Mosby y los demonios que la seguían.
Excepto que, mientras bajaba las escaleras de los sirvientes hacia la
cocina, bastante orgulloso de haberse arreglado sin un valet para hacer el
trabajo, descubrió que hoy tampoco iba a conseguir evitar a Jack y sus
compañeros demonios.
Porque ella estaba una vez más en su cocina.
Y esta vez era más peligrosa porque se reía. Eben no había escuchado
esa risa en doce años. Más tiempo. En algún momento, durante su
juventud, ella había dejado de reírse.
O él había dejado de oírla.
Pero ahí estaba, un sonido que había echado de menos inmensamente
y que no sabía que había olvidado. Era suave y pleno, como un milagro. O
una maldición. Sí. Una maldición. Jack era una maldita maldición navideña.
Se detuvo en la entrada para observar su aspecto, como si
perteneciera allí, con un funcional vestido de día cubierto por un delantal y
una amplia sonrisa mientras dejaba una taza en la mesa para Lawton.
Ella pertenecía allí.
Eben se opuso a esa idea al mismo tiempo que su socio miraba la taza
unos segundos antes de decirle:
—No sabía que había chocolate aquí.
Jack amplió su sonrisa y se limpió las manos en el delantal blanco.
—Ahora puedes tomarlo cuando quieras.
Allryd había tenido a lo largo de los años su cuota de frustración con
Lawton, un hombre tan despreocupado como cuidadoso era Eben. Gastaba
el dinero en frivolidades ridículas como si fuera agua, como chalecos con
hilos de oro y faetones resplandecientes. Continuamente se burlaba de
Eben por su cautela monetaria y su mal genio, y la mitad de las actrices de

~ 83 ~
Drury Lane se lanzarían a sus brazos en cualquier momento porque las
mujeres acudían a Lawton con la misma facilidad que el dinero, y el hombre
les daba la bienvenida felizmente.
Pero ver a su socio en el lado receptor de la brillante sonrisa de Jack
hizo que Eben quisiera hacerle bastante daño. Maldita sea la asociación
empresarial y la amistad.
Su sonrisa no era para Lawton.
Ni para otros.
«A excepción de su prometido».
Ignorando ese pensamiento insidioso, Eben disimuló su fastidio.
—No creo que vuelva a tomar chocolate cuando quiera, ya que es mío.
—Considéralo un intercambio por mi whisky. —Lawton agitó la taza con
un aire de suficiencia.
—¿Fue tu whisky lo que le emborrachó? —le preguntó alegremente Jack
—. Hizo un excelente trabajo.
—¿Lo hizo? —preguntó Lawton, con sus curiosas cejas levantándose
hacia Eben ante la revelación de que Jack lo había visto borracho. Eben
frunció el ceño y el hombre agregó—: ¿Cómo está tu cabeza?
Eben hizo caso omiso de la pregunta.
—Como ninguno de vosotros ha sido invitado, ¿podríais explicarme qué
demonios estáis haciendo en mi casa esta mañana?
Las palabras sonaron amenazadoras y frías, lo suficiente como para
que cualquier otra persona en Londres se hubiera acobardado en una
esquina o huido aterrada.
Ninguno de los intrusos se inmutó.
Jack le dirigió esa amplia sonrisa y fue él quien consideró correr. Era
mucho más amenazadora con su calor que él con su frío, su sonrisa calentó
al instante la casa helada como si el fuego rugiera en cada chimenea.
—Feliz Navidad, Eben.
Ignoró las palabras y la forma en que su corazón se saltó un latido.
—No estoy muy seguro de tu saludo.
Jack levantó la cuchara de una olla.
—He hecho chocolate.
—¿Porque no lo haces en tu propia casa?
Jack ladeó la cabeza, su expresión le provocaba cosas extrañas.
—¿Quizás... ayude que también esté cocinando tu almuerzo de
Navidad?
—No. —Así que ese era el delicioso olor—. Vete a casa.
Ella sacudió la cabeza y se volvió hacia la estufa.
—No.
Antes de que Eben la echara a la fuerza, Lawton sonrió.
—Imagina mi sorpresa cuando descubrí a una hermosa mujer
trabajando duro en tu cocina, Eben.
Eben gruñó ante el énfasis en su nombre de pila, un nombre que
Lawton nunca había usado antes de este momento. Un nombre con el que
nadie, excepto Jack, había estado nunca del todo cómodo, ni siquiera el
propio Eben.
La irritación y la frustración estallaron.

~ 84 ~
—No es hermosa.
Se arrepintió de las palabras en el momento en que salieron de su
boca, incluso antes de que las cejas de Lawton se unieran un instante con
censura. Incluso antes de que la respiración de Jack se atascara
ligeramente, tan sutilmente que no debería haberlo notado. Por supuesto, él
lo notó. Notaba todo sobre ella ahora que ya no era suya para apreciarlo.
Odió las palabras antes de advertir que la lastimaban. Porque eran una
maldita mentira. Habría hecho cualquier cosa para negar la verdad si no
fuera tan condenadamente hermosa... así podría tener una oportunidad de
sobrevivir sin ella.
Aun así, no era capaz de mirarla. Sentía como si estuviera mirando al
sol.
—Al contrario —respondió Lawton—. Lady Jacqueline es la cosa más
hermosa que he visto en Navidad, y eso que cuando era niño mi padre me
regaló un soldado de hojalata como nunca imaginarías.
Le guiñó un ojo a Jack y ella se rió.
—Nunca me han comparado con un soldado de hojalata, pero lo tomaré
como un gran cumplido.
—Debes hacerlo —dijo Lawton, levantando la taza frente a él—. Fue mi
juguete favorito durante años.
—¿Ya no? —bromeó Jack. Eben odió la relación instantánea y cómoda
entre los dos. La compenetración que solía ser suya, mil años antes.
—Ahora me interesan juguetes más interesantes.
—¿Por ejemplo?
Lawton le hizo un guiño por encima del borde de la taza.
—Bueno, esta Navidad, soy un admirador de los ángeles de cabello
castaño.
Ella se sonrojó. Eben consideró volcar la mesa.
—Eres un coqueto terrible.
—¿De verdad? Siempre me he considerado bastante bueno —respondió
Lawton.
Su sonrisa compartida fue suficiente, maldita sea.
—Vas muy mal encaminado, Lawton. La dama está comprometida.
Su amigo se puso una mano en el pecho.
—Mis sueños navideños acaban de frustrarse.
Jack se rió.
—Lo creas o no hay otro que me encuentra muy repulsiva.
—Yo no he dicho que fueras repulsiva —protestó Eben—. No lo eres.
—Cálmate, corazón mío —replicó ella antes de prestar atención a varias
ollas que hervían—. Es asombroso que permanezcas tan imperturbable
considerando tus comentarios. Sorprendente.
Sintiéndose como un animal miró a Lawton, que los observaba con la
mandíbula ligeramente caída, lo que hizo que Eben quisiera darle un
puñetazo.
—¿Qué pasa?
Lawton negó con la cabeza.
—Nunca he visto a nadie menos intimidado por ti que esta mujer. Si le
pagáramos para que nos diera lecciones, nunca volveríamos a hacer otro

~ 85 ~
trato comercial que no fuera sólido.
—Al duque no le gustaría que arruinaras sus negocios. —La voz salió de
detrás de Eben, una voz instantáneamente familiar.
Se giró, con un rayo de felicidad recorriéndolo.
—Tía Jane.
La anciana le dirigió una mirada implacable.
—Soy lady Danton para ti, muchacho.
La mandíbula de Eben se aflojó. Nunca había llamado a la dueña de la
casa de al lado lady Danton. Siempre había sido tía Jane para él, al igual
que para Jack.
Sin embargo, supuso que ya no podía reclamar a Jack, así que tampoco
debería esperar reclamar a la tía Jane.
Tal vez no le hubiera dolido tanto si ella no hubiera mirado a Lawton en
ese momento, examinando al hombre alto que se había levantado cuando
entró en la cocina.
—Jacqueline —preguntó con curiosidad su tía—, ¿quién es nuestro
invitado?
«Un momento. ¿Nuestro?».
Eben parpadeó.
—Esta sigue siendo mi cocina, ¿no es así?
Lawton se inclinó.
—Charles Lawton, milady. Permítame decirle que es un honor
conocerla; su reputación la precede. —Le regaló su sonrisa más impactante,
la que Eben había visto como impresionaba a innumerables mujeres.
La baronesa observó a Lawton durante un largo momento.
—¿Y qué reputación es esa?
—La de una mujer con un persistente gusto por la aventura.
Eben puso los ojos en blanco. Tía Jane tenía más del doble de años que
Lawton.
La baronesa rió, coqueta.
—Tú, querido, puedes llamarme tía Jane.
—Me siento profundamente honrado.
Los labios de la mujer se curvaron suavemente.
—Me recuerdas a un chico que conocí hace mucho tiempo. Tenía una
sonrisa que hacía girar las faldas.
—¡Tía Jane! —Jacqueline intervino desde su lugar en la estufa—. ¡Vas a
asustar al pobre hombre!
—Tonterías. Él se ha enfrentado a cosas peores que yo.
Lawton se echó a reír recostándose en la mesa, con los ojos negros
brillando como si nunca se hubiera divertido tanto con alguien.
—De hecho, tendrá que hacerlo mucho peor para asustarme, milady.
—Exactamente lo que he dicho. Después de todo, trabaja con Allryd.
—Os pido perdón —replicó con sarcasmo Eben, sintiendo que debía
defenderse.
—Oh, ¿estás ofendido por mi evaluación de tu compañía? —preguntó
tía Jane.
—Sí, lo estoy.
—Bien.

~ 86 ~
Lawton soltó una carcajada y un largo instinto enterrado hizo que Eben
se volviera hacia Jack, ¿para que lo defendiera, quizás? O tal vez para ver si
ella también se reía de él. No se estaba riendo. Removía suavemente el
contenido de la olla.
No iba a defenderlo. Y no podía culparla. Él no se lo merecía.
Eben devolvió la atención a Lawton.
—¿No tienes un almuerzo de Navidad al que acudir?
Lawton desestimó el comentario.
—Tengo tiempo para quedarme y ver esto, es raro ver a dos mujeres
tan desinteresadas en soltar risitas tontas ante ti.
—Hace mucho que conozco a Eben para que me ría tontamente ante él
—indicó Jack.
—Nunca te has reído tontamente en tu vida —rebatió Eben.
Ella volvió la cabeza ante eso, sus ojos marrones se encontraron con
los suyos.
—Cierto. Es posible que esa sea la razón por la que nunca he
conseguido un marido.
«¿Se reía así ante ese idiota escocés y eso era lo que la alejaba de él?».
Rechinó los dientes al pensar en el escocés.
—¿No deberías estar también en otro lugar celebrando las navidades?
¿Con Fergus?
No había tenido la intención de gruñir el nombre.
Aunque sí lo había hecho. La presencia de todos en su cocina le parecía
un sufrimiento y un castigo. Como una penitencia por sus pecados pasados
y la promesa de un futuro expiatorio sin ella.
—¿Quién es Fergus? —curioseó Lawton, como si esto fuera una visita
para tomar té y pastel con el vicario y no una invasión de su espacio
privado.
—El prometido de Jack —contestó Eben.
No tuvo tiempo de considerar el sonido de desaprobación de tía Jane
antes de que Lawton preguntara, confundido:
—¿Jack?
—Yo. Jacqueline.
No para Eben. Nunca para Eben. Se preguntó como la llamaría el
sabueso Fergus.
—Es escocés —explicó Eben—. Se van mañana a casarse allí. En su
finca. —Buen Dios. ¿No iba a callarse? ¿Qué estaba mal con él?
—Felicidades —expresó Lawton a Jack.
Otro resoplido de tía Jane.
—¿Te importa? —Jack miró a su tía antes de responder a Lawton—.
Gracias.
Eben quería asesinar a alguien. Deseaba irse. Pero deseaba aun más
quedarse, y allí estaba el sufrimiento y el castigo. Abatido, se sentó al otro
lado de la mesa fingiendo no darse cuenta cuando ella puso una taza de
chocolate humeante frente a él. Fingiendo despreocupación, preguntó:
—¿Y bien? ¿Dónde está ese perfecto escocés?
Una pausa.
—En camino.

~ 87 ~
—¿Por qué no está aquí ya? O mejor dicho, ¿por qué no está en tu casa
ya?
Jack encogió un hombro.
—Llegará para el almuerzo del día siguiente a Navidad.
—Si yo fuera él, ya estaría aquí. —No tendría que haberlo dicho. El
comentario salió, producto de la irritación, antes de lograr detenerlo.
Antes de reflexionar por qué lo había dicho, sintió el peso de la mirada
de Jack.
—¿Para verme remover la salsa de ciruela?
«Para asegurarme de que no te eche encima de su hombro y te lleve a
la cama».
Dios. No podía decir eso.
Alzando la taza, bebió, el líquido hirviente fue un castigo que se negó a
reconocer. Como si no fuera suficiente, llegó la observación de tía Jane.
—Pero no eres él, ¿verdad?
Eben no podía hablar, y la lengua quemada no tenía nada que ver con
eso. La acusación en las palabras escaldaba peor que el chocolate.
—Tía Jane —susurró Jack. Eben odió la suave censura. Odió que saltara
para detener la amonestación de su tía. Odió la silenciosa insinuación del
pasado en su voz.
La mujer lo observó unos minutos antes de dirigirse al horno.
—Mis shortbread están listos para sacarlos.
—¿Has hecho shortbread?
—No para ti —contestó tía Jane.
—Sí, para él —contradijo Jack—. Anoche me comí todas sus galletas.
—Deberían ser para Fergus —objetó su tía.
El idiota escocés que se consiguiera el mismo sus malditos shortbread,
pensó Eben.
—Pero son para Su Excelencia.
«Su Excelencia». Buen Señor. Jack nunca lo había llamado así. Le dieron
ganas de saltar sobre la mesa y hacer que lo retirara.
—Es mejor que te asegures que quieres que este lote sea para él —
pronunció tía Jane.
Jack suspiró y Eben reconoció el sonido, uno que había escuchado mil
veces. Estaba exasperada. Se volvió hacia la estufa y abrió otra olla más
grande. Atraído por los deliciosos aromas que le llamaban desde el interior,
se levantó y miró dentro.
—Crema de chirivía.
—Tu favorita —murmuró Jack—. Me pareció que tenías que disfrutarla
hoy.
¿Cómo lo recordaba? ¿Por qué se la haría ahora después de doce años?
¿Por qué recordaría que a él le encantaba el chocolate lo suficiente como
para esconder botes por toda la cocina? La respuesta estaba allí, era
innegable. Lo recordaba tal y como él recordaba sus gustos; su amor por la
melaza y la tarta de frambuesas.
Recordaba el sabor de esas bayas de verano en sus labios cuando la
besó.
Y entonces descubrió que estaba mirando sus labios, separados para

~ 88 ~
tomar aire. Apartó la mirada alzándola a sus ojos, solo para encontrarlos
enfocados en su boca.
¿También ella recordaba esos besos?
—Una maldición navideña —susurró Eben.
—¿Qué?
—Eso es lo que eres.
Ella frunció las cejas.
—¿Porque estoy cocinando?
—Porque me estás interrumpiendo.
—¿Estabas muy ocupado? Me pareció ver que solo estabas
durmiendo...
—Es mi prerrogativa.
—Como es mi prerrogativa cocinar una comida festiva.
Estaba enfurecida.
—¡Es tu prerrogativa hacerlo en tu maldita cocina!
Jack se encogió de hombros, como si no estuvieran de acuerdo con la
ropa de abrigo adecuada para el clima y no con la intrusión de su hogar.
—La tuya está mejor surtida.
Jack era desquiciante.
No, no lo era. Era la misma de siempre, rápida, inteligente,
encantadora y completamente despreocupada con él.
Cristo, la había echado de menos.
No. No. No la echaba de menos. No podía hacerlo. Si la echaba de
menos nunca dejaría de hacerlo, y eso le mataría.
Ya era suficientemente malo que nunca hubiera dejado de amarla.
Tenía que deshacerse de ella e hizo lo único que se le ocurrió. Lo dejó
correr.
—De cualquier manera, no importa. —Miró a Lawton—. Me esperan en
el almuerzo de Navidad con Lawton.
Si no hubiera estado tan atraído por ella, tan concentrado, no habría
visto la pequeña arruga en su frente. La tensión casi imperceptible en la
comisura de sus labios. El estremecimiento en su cara en forma de corazón.
Decepción.
Tenía que estar equivocado. Ella iba a casarse con Fergus, el perfecto
escocés. Y se marcharía a algún lugar lejano al norte, donde la tierra era
implacable y el lenguaje indescifrable. Se iba mañana. No era decepción.
Excepto que eso era lo que ella había revelado.
Él lo había visto durante un segundo antes de que lo disimulara. Y
luego escuchó el silencioso “Oh” que precedió.
—Bueno, claro. Entonces no dejes que te retrasemos.
Otro hombre no hubiera notado la pequeña sílaba consternada. El
perfecto Fergus no lo notaría. Pero Eben sí. Se rezagó con ese detalle, como
un niño pequeño mirando fijamente los pasteles del té.
Su pecho se apretó.
¿Jack quería que se quedara?
—No os vais a ir. —La atención de todos se dirigió a tía Jane.
—¿Perdón? —dijo Jack.
—Que no se van.

~ 89 ~
—¡Condenadamente que sí!—profirió Eben.
Lawton habló con un poco más de aplomo.
—Me temo que tenemos que irnos, milady. Mi cuñada espera mi
regreso... con el duque a cuestas.
—No lo dudo —respondió tía Jane—, pero os sugiero que miréis fuera.
—Agitó una mano hacia la ventana—. La tormenta se ha vuelto bastante
seria. No conseguiríais recorrer cincuenta metros, y mucho menos... ¿a
dónde ibais?
—A Marylebone —informó Lawton.
—Oh, no. Ciertamente no llegaríais.
—Estaremos bien —le aseguró Eben, desesperado por salir de esta
enloquecedora situación.
—No. —La única palabra de Jack fue dura e inflexible. Todos la miraron.
Observaba por la ventana el paisaje oculto por un muro de blancura
arremolinada, perdida por un momento en el pasado.
Maldita sea. Él había hablado sin pensar.
—Los caminos serán demasiado peligrosos —continuó ella, con los ojos
nublados y serios.
Doce años desaparecieron entre ellos.
—No vamos a ir —afirmó Eben, siendo recompensado con una sencilla
y larga exhalación, la tensión se relajó de sus hombros. Anheló acariciarla, y
no pudo evitar repetirlo suavemente—. No iremos.
Sin percibir lo que había ocurrido entre ellos, Lawton preguntó:
—¿No iremos?
Eben no dejaba de mirar a Jack.
—No. El carruaje no será seguro.
Pasó un largo momento antes de que Lawton se encogiera de hombros.
—Si tan solo fueras de esa clase de hombre que tiene un trineo, Allryd.
La seca declaración distrajo a Jack, provocándole una pequeña risita.
Eben la miró.
—¿Qué es tan divertido?
—La idea de ti en un trineo.
—¿Por qué?
—No te imagino en uno.
—¿Por qué no?
—Bueno... creía que los considerabas algo frívolos. Y nunca te has
preocupado por la frivolidad.
—Eso no es cierto. —El silencio cayó, tan espeso como la nieve del
exterior. Miró a todos—. No lo es.
—Di una cosa frívola que hayas hecho —le retó Lawton, con los brazos
cruzados en el pecho.
La cara de Eben se calentó. Dios, ¿se estaba sonrojando?
—He hecho cosas frívolas.
¿Por qué demonios les importaba?
—Excelente. Cuéntanos una.
Eben se quedó inmóvil, un solo recuerdo inundó sus pensamientos.
Consumiéndolo. Miró a Jack, notando el color de sus mejillas y supo al
instante que a ella también la consumía.

~ 90 ~
Pero estaría maldito si lo compartía con los demás. Permaneció
obstinadamente en silencio.
Después de unos minutos, la tía Jane intervino:
—No temas, Charlie... ¿Puedo llamarte Charlie?
Lawton le dirigió una sonrisa desvergonzada.
—Nada me causaría más placer.
La anciana continuó:
—Para compensar tu lamentable falta de familia este día, te contaré las
historias del duque y el hombre que pudo haber sido. —Las palabras
cayeron como plomo en las entrañas de Eben cuando tía Jane prosiguió con
un toque de humor en su tono—. ¿Sabías que mi sobrina y él estuvieron
comprometidos una vez?
Eben oyó el jadeo de Jack desde donde estaba sentado. Lo escuchó y lo
aborreció. Aborreció que él también tuviera problemas para respirar. ¿Era
esa la palabra para lo que habían sido? ¿Comprometidos? Era más que eso.
Como algo que no podía ser simplemente disuelto. Pero se disolvió, como la
nieve bajo el sol, en un momento estaba y al siguiente se fue.
No fue tan sencillo.
Encontró la mirada de Jack leyendo el pasado en sus ojos y lamentando
la verdad en ellos. Y lamentando también una verdad diferente; que nunca
había dejado de amarla. Que nunca lo haría. Ni siquiera cuando estuviera
felizmente casada con otro.
Se puso de pie, desesperado por irse de esta habitación con su calor
empalagoso y sus recuerdos.
—Si la nieve te mantiene aquí —le indicó a su compañero—, que así
sea. Y si estas excéntricas no tienen nada mejor que hacer que cocinar para
ti, lo mismo digo. Pero yo no tengo ninguna necesidad de quedarme y
escuchar historias estúpidas de un tiempo pasado. Tengo trabajo que hacer.
Y se marchó de la cocina.

~ 91 ~
Capítulo Cuatro

Nochebuena, trece años antes.

El trueno sacudió las paredes de Darby House, una tormenta


implacable que amenazaba con sacudir el lugar hasta las vigas. Jack
temblaba, con los dientes castañeteando mientras corría por los pasillos
oscuros hacia la biblioteca, sin necesitar luz para encontrar la puerta
escondida. Sería capaz de encontrarla en la oscuridad y con los ojos
cerrados.
La puerta se abrió antes de que ella la alcanzara, y allí estaba él, con
los pantalones y la camisa desabrochados, vestido a toda prisa porque
venía a por ella. Siempre venía a por ella.
Ella voló a sus brazos abiertos y él la atrapó, acercándola y metiendo
su cabeza bajo la barbilla.
—Te tengo —le susurró. Y otra vez—. Te tengo, amor. —Besó su cabeza
y la abrazó con fuerza.
—Has... venido —balbuceó.
—Tan pronto como oí la tormenta. —Las palabras retumbaron
profundamente en su pecho—. Siempre vendré a por ti.
La promesa comenzó a calmarla.
—Es tan estúpido. Es solo mal tiempo.
—No es el clima. Es el pasado. —La noche en que sus padres viajaban
durante una tormenta terrible, los truenos asustaron a los caballos y
causaron que el carruaje se deslizara sobre los resbaladizos adoquines
hasta el helado Támesis.
Jack apenas tenía catorce años, y después de eso no soportaba los
truenos, buscando la compañía de Eben cuando estaba en casa y fingiendo
ser valiente. Pero él siempre había sabido la verdad.
Ella respiró hondo y expulsó el aire. Se permitió sentir sus brazos. Su
calor. La verdad.
—Estás aquí.
—Gracias a Dios. —Acariciándola, la abrazó con fuerza—. ¿Sabes
cuántas noches he pasado despierto mirando los relámpagos? ¿Escuchando
los truenos retumbar por el campo y deseando que se quedaran lejos de
aquí? ¿Lejos de ti?
Jack hundió la cara en su pecho, su confesión la calentaba.
—No puedes detener el clima.
—Eso no significa que no lo intente, amor. Y cuando esté en Londres
siempre mantendré a raya las tormentas.
Fue una promesa tonta. Una promesa imposible. Y aún así, ella le
creyó.
El rumor de la tormenta disminuyó mientras la sostenía, como si su
voluntad realmente la ahuyentara. Cuando finalmente terminó, Jack levantó
la cara y agarró su camisa.
—Estás aquí. No estaba segura de si vendrías.
~ 92 ~
Eben le apartó un mechón de pelo, sus ojos verdes estaban llenos de
promesas.
—Claro que estoy aquí. Es Navidad.
Ella se sonrojó.
—Han pasado setenta y tres días desde que te fuiste.
Él asintió, como si él también los hubiera estado contando.
—Desearía haber llegado antes. Iba a sorprenderte mañana.
—Esa hubiera sido una muy feliz Navidad, pero me alegra que hayas
venido esta noche. —Le puso una mano en la mejilla, donde se veía una
incipiente barba. Un presagio—. Quiero cada minuto que pueda robar
contigo.
Él se apartó, tomó su mano y la condujo a través de la puerta hasta la
sala de música.
—Si vas a ser una ladrona, hazlo en mi casa donde tu tía Jane no me
colgará por tentarte en la oscuridad.
Jack sonrió y cerró la puerta mientras encendía una pequeña lámpara
en el piano.
—Todos pensarán que fui yo quien te tentó a ti.
Eben se sentó en un banco bajo y tiró de ella para colocarla entre sus
largas piernas. Jack le volvió el rostro observando los círculos oscuros bajo
los ojos, las nuevas líneas alrededor de la boca que lo envejecían mucho
más allá de los veintiuno. Pasó los dedos sobre sus oscuras cejas.
—Te ves cansado.
Acercándola, apoyó la frente contra su torso e inhaló, como si un
suspiro pudiera darle fuerza.
—Las propiedades están en ruinas. Los inquilinos sufren. Los rebaños
están famélicos. Llega el invierno y con él, el frío, y no hay dinero. Están
enfadados, frustrados y llenos de tristeza, y él nunca hizo nada.
Su padre.
Jack lo abrazó con fuerza, acurrucándose y deseando poder consolarlo.
—Lo conseguirás.
Otra respiración profunda.
—No sé cómo. La finca cuelga de un hilo. Tengo una lista de
necesidades más larga y cara de la que el tiempo y los fondos me permiten.
Cada hora se impone una nueva reparación, cada una más urgente que la
anterior. El molino de Gales prácticamente se está cayendo. El ganado de la
finca de Surrey está enfermo. La comida para los inquilinos de Newcastle
escasea.
Y todo recaía en los hombros de Eben. Demasiado para que él lo
resolviera todo a la vez.
La sentó en su regazo.
—No puedo arreglarlo todo. Soy tan malo como él.
—Eres diez veces el hombre que él no era. Un centenar.
Posó la frente en la de ella y cerró los ojos.
—Nadie te dice lo difícil que es soportar el manto de la responsabilidad.
—Abrió los ojos, con la mirada fija en un punto más allá de su hombro y
agregó—: Nadie te dice todo a lo que debes renunciar.
A Jack le atravesó una chispa de miedo al escucharle. Sacudió la

~ 93 ~
cabeza, tocándole, como si así pudiera detener lo que fuera que venía.
—Eben. Déjame ayudarte.
Su mirada voló a la de ella, penetrante. Con comprensión.
—No.
Jack suspiró.
—Tengo un montón de dinero. No lo suficiente para salvar un ducado,
pero sí para ayudar. —Volvió a poner la mano en su cara—. Déjame
ayudarte.
—No. No aceptaré tu dinero. Cada error que se ha cometido tengo que
rectificarlo yo. Cada pecado. Esta es mi responsabilidad. Tengo un plan. No
te haré pensar que me caso contigo por algo más que tú. Y no permitiré que
te cases conmigo pensando que soy menos de lo que mereces.
Lo habían discutido una docena de veces. Un centenar. En persona y
por correo. Jack sabía que no debía insistir. Le ahuecó el rostro con las
manos.
—Eres el mejor hombre que conozco.
Cuando lo besó, él gimió, incapaz de evitar profundizar la caricia.
Capturando su rostro la mantuvo inmóvil, tomando el control.
—Te he echado de menos —dijo, arrancando las palabras directamente
de la mente de Jack.
—Setenta y tres días son demasiados —afirmó ella antes de que le
lamiera los labios, con una pregunta que apenas necesitaba respuesta.
Ella se abrió para él y se besaron, larga y lentamente. Cuando
finalmente se separaron, los dos jadeaban.
—Tengo un regalo para ti.
Una oleada de emoción la recorrió.
—¿Qué es?
Eben reveló una sonrisa devastadora.
—No lo recuerdo.
Ella fingió un ceño fruncido.
—Dámelo.
Otro beso, rápido y delicioso.
—Ven conmigo.
Lo siguió sin dudarlo, incluso mientras bromeaba:
—No sé si debería hacerlo. Son las dos de la mañana. Nada bueno pasa
a las dos de la mañana en compañía de un caballero soltero.
Eben se echó a reír.
—Te aseguro, amor, que todo lo bueno pasa a las dos de la mañana en
compañía de un caballero soltero.
—Será para el caballero.
—También lo haré bueno para ti, lady Jacqueline.
—Le dijo el león al ratón —respondió, siguiéndole sin dudar. Ella
siempre lo seguiría.
La condujo a través de su despejada casa, ahora vacía de tantas cosas
que una vez le habían importado, cosas que había vendido por dinero para
salvar a la gente que confiaba en él.
Era un hombre magnífico. Y algún día esta casa no estaría vacía, pensó
Jack. La llenarían juntos, hasta el techo, con amor y un futuro. Y una familia.

~ 94 ~
Riquezas más allá de la imaginación.
—Lo siento, la casa está muy fría. No hay sirvientes.
Era raro que un aristócrata concediera a sus sirvientes vacaciones. Con
demasiada frecuencia se requería que el personal trabajara, poniendo su
propia celebración antes que las suyas. Pero Eben había tenido que reducir
sus salarios este año en lugar de proporcionarles regalos de Navidad.
La culpa por lo que tenía que hacer para mantener al personal
empleado había sido la fuente de media docena de cartas entre Jack y él.
Les había ofrecido a cada uno la opción de quedarse o irse con unas buenas
referencias, y todos menos tres habían decidido quedarse, confiando en que
el joven los trataría mejor que su padre.
Para mostrar su gratitud, Eben les dio a aquellos que se quedaron lo
único que pudo, tiempo libre. Y con esa decisión, Jack se había enamorado
aún más de él. Le apretó la mano.
—Me alegra pasar tiempo a solas contigo.
Se detuvieron en el centro del gran vestíbulo, y él la dejó para
encender una docena de velas alrededor. Cuando ella estuvo bañada por
una luz dorada, él se acercó y tomó sus manos entre las suyas, besándolas
antes de decir:
—En todos los años que nos conocemos nunca ha nevado en Navidad.
Jack levantó una ceja de desaprobación.
—No tienes que recordármelo, Eben.
—No me queda ninguna duda que me lo habrías recordado mañana.
Igual que lo has hecho durante todos estos años.
—Se supone que debe nevar en Navidad. Es lo típico en estas fechas.
—Bueno, no estoy seguro de que sea lo típico, pero esa es una
discusión para otro momento.
Un trueno retumbó fuera y ella se acercó más. Eben envolvió un brazo
con fuerza a su alrededor y Jack disimuló su incomodidad con una protesta:
—Y para agregar más sal a la herida, este año está lloviendo.
—Quédate aquí.
Jack abrió los ojos con curiosidad, pero le obedeció, observándolo
mientras iba a las escaleras, recogía una caja pequeña y subía al segundo
piso. Se detuvo a mitad de las escaleras.
—Es un regalo tonto.
Jack no sabía qué había en la caja, pero seguro que no sería nada
tonto.
—Dámelo.
Pero lo que realmente quiso decir fue; Te quiero.
Eben lo entendió, si el fuego en sus ojos era una indicación. Jack
observó cómo el hombre que amaba subía a lo más alto con pasos largos y
elegantes antes de pararse en el rellano de arriba, mirándola por encima de
la barandilla seis metros más abajo y llevando solo un camisón rosa y una
bata de terciopelo a juego.
—No llevas zapatillas, Jack. Estoy viendo tus pies descalzos.
—Sí, tu frío suelo me lo recuerda. Y bien, ¿dónde está mi regalo?
—Eres muy exigente.
—Es una de mis peores cualidades.

~ 95 ~
Eben se rió, un sonido bajo que le calentó los mismos pies de los que
estaban hablando.
—Te prefiero así.
Antes de que ella pudiera responder, él levantó la caja y gritó:
—Feliz Navidad, amor.
Y luego, hizo nevar.
Jack chilló al ver cientos de pequeños copos de nieve, cada uno
cuidadosamente elaborado, revoloteando hacia ella y volviendo el aire
blanco entre ellos. Aproximándose, gritó su nombre con despreocupada
felicidad. Él se echó a reír con alegría y naturalidad, y Jack pensó que nunca
escucharía otra cosa en toda su vida que amara tanto como ese sonido.
Eben ya estaba bajando las escaleras, corriendo para alcanzar la nieve.
La alcanzó a ella al mismo tiempo que al último de los copos, capturándola
a mitad de un giro y tirándola hacia él incluso mientras Jack se lanzaba a
sus brazos, besándolo antes de que Eben se retirara y recogiera un
pequeño disco de papel de su cabello, blandiéndolo como el premio de un
héroe.
Jack lo aceptó y volvió a reírse sin aliento.
—¿De dónde los has sacado?
Eben expandió el pecho con los ojos llenos de orgullo.
—Los he hecho yo.
—¡No es posible! ¡Debe haber cientos de copos de papel!
—Sólo cincuenta o algo así.
Tenía que haber sido la cosa más elaborada que había hecho en meses
que no fuera para la finca. Sacudió la cabeza, girando, mirando los
pequeños copos de nieve bailar y dispersarse por su falda.
—¿Cuando?
—Por la noche, en el carruaje, cada vez que tenía tiempo. —Miró hacia
otro lado, frotándose la nuca y sonrojándose bajo su apasionado escrutinio
—. Aunque no recomendaría empuñar un cuchillo en la parte trasera de un
carro.
—No me lo esperaba —dijo con un pequeño y feliz suspiro antes de
sacudir la cabeza—. Eben... esto es...
Él esperó a que encontrara la palabra.
Llegó con una risa salvaje y bienvenida.
—¡Es magnífico! —Se arrancó otro copo del cabello y lo lanzó al aire,
observando cómo se agitaba y aterrizaba en su hombro—. ¡Has hecho que
nevara para mí!
—Lo siento, no tengo más.
Jack todavía estaba mirando sus pies, donde yacían un montón de
pequeños círculos, pero sus palabras atrajeron su atención
instantáneamente.
—¿Qué has dicho?
—Un hombre más rico te habría dado joyas. O pieles. O... no sé... un
jarrón.
Ella parpadeó
—¿Crees que hubiera preferido un jarrón?
—Bueno, tal vez no un jarrón.

~ 96 ~
—Definitivamente no un jarrón.
Él se rió.
—Entendido. Nada de jarrones. Nunca.
Jack sonrió, sujetándole los brazos.
—No, si puedo tener otra nevada.
Eben se inclinó y la besó una vez más.
—Te lo prometo, solo tienes que pedirlo y haré que nieve.
—Te arrepentirás de esa promesa.
—Aquí hay una de la que no me arrepentiré. Prometo que recuperaré
mi fortuna y luego me casaré contigo. Te colmaré de regalos. Joyas. Todo lo
que desees.
Jack se quedó sin aliento, el comentario hizo que su corazón se
acelerara, su estómago se revolviera y sus piernas se debilitaran. Lo único
que deseaba era a este hombre en sus brazos para siempre, sin importar el
clima.
Le ahuecó la cara con las manos y lo atrajo para darle un beso.
—Si te casas conmigo, Eben, ya tendré todo lo que deseo.
Si él solo la hubiera creído.

~ 97 ~
Capítulo Cinco

Día de Navidad

—La gente diría que soy yo quien debería estar evitándote.


Eben levantó la vista de un libro y miró por encima de su hombro a
Jack, parada en la puerta del estudio y con un plato en la mano.
—No te estoy evitando.
Una ceja perfectamente arqueada se alzó con incredulidad. Entró en el
despacho.
—¿No?
—No —gruñó, volviendo al libro de contabilidad e inclinándose lo
suficiente para bloquear su visión detrás de un montón de informes. Pensó
en alguna excusa para que se fuera—. Tengo trabajo que hacer.
—Es el día de Navidad.
—Sí. Es Navidad... igual que todos los demás días. Tengo
responsabilidades. ¿No es por eso por lo que finalmente me dejaste?
—No. No fue por eso.
«¿No lo fue?».
Entonces, ¿por qué demonios le dejó?
Ni se le ocurriría preguntárselo. Intentó concentrarse en la línea de
números que tenía delante, intentando contar la cantidad de ganado en la
finca ducal de Gales. Era una granja de ovejas, resucitada de entre los
muertos. Hace unos años apenas se podía contar con esa finca debido a las
deudas y ahora proporcionaba una parte significativa de la lana de la Reina.
¿Era posible que esa parte significativa viniera de solo trece ovejas?
Maldita sea. Jack estaba arruinando su habilidad matemática.
Miró por encima del hombro una vez más y gruñó:
—¿No tienes que preparar la comida?
Ella ni se inmutó.
—¿Lamentas que Lawton no pueda regresar a casa?
—Por supuesto que sí, aunque no veo por qué eso es relevante.
Jack se apoyó en el marco de la puerta, como si perteneciera allí. Y
realmente parecía que pertenecía allí. Bastaba con esa idea para que Eben
se sintiera tentado a hacer un hábito del acto de beber.
—¿O simplemente lamentas no poder irte con él?
La culpa estalló, mezclada con irritación.
—No quiero ir con él. No hay nada que quiera menos que pasar el día
actuando como un encantador duque.
—Oh —dijo con inocencia—. No sabía que tenías el encanto en tu
repertorio.
Él frunció el ceño.
—Detesto estas fiestas.

~ 98 ~
—Antes te gustaban.
«Eso fue antes de que te fueras».
—Eso fue hace mucho tiempo.
Eben se preguntó si pagándole se marcharía. Renunciaría felizmente a
la mayor parte de su fortuna si tuviera la garantía de que nunca la volvería
a ver.
Mentira.
La idea de no volver a verla era un veneno. Doce años sin ella parecían
haberse desvanecido.
—Es posible que Lawton piense que eres más que tu título si viene a
buscarte para que almuerces con él en Navidad.
Él volvió la atención al libro de contabilidad y gruñó en respuesta.
Jack continuó:
—Creo que te considera un amigo.
—Le gusta el dinero que hacemos juntos.
—¿Cómo llegaste a ser su socio?
Eben había necesitado su dinero.
—Lawton dirigía el mercante más exitoso de los muelles. Tenía un gran
entendimiento de lo que los marineros buscaban cuando desembarcaban
después de un largo viaje, y estaba buscando expandirse.
El hecho de que el dinero de Eben no hubiera sido lo suficientemente
bueno para otros socios aristocráticos fue un regalo del destino; Lawton era
un brillante hombre de negocios que no pensó dos veces en el pasado de
Eben, sabiendo que el dinero de un ducado fallido se gastaba igual de bien
que el dinero de cualquier otro lugar.
—Trabajamos bien juntos. —Un eufemismo. Ahora poseían un número
significativo de negocios en el muelle y una de las compañías de transporte
terrestre más grandes de Gran Bretaña.
—Debes estar muy orgulloso.
Reflexionó sobre esa observación. El orgullo nunca había formado parte
de nada. Había sentido muchas cosas en los años transcurridos desde que
Lawton y él emprendieron juntos sus negocios; determinación, alivio,
gratitud, pero nunca orgullo. Solo había estado orgulloso de una cosa.
«Y la había perdido».
Apartó ese pensamiento.
—Estoy satisfecho.
Jack sonrió con ironía.
—Tan satisfecho que estás trabajando el día de Navidad.
Él ignoró el argumento, simulando estar fascinado con el libro de
contabilidad y deseando que se fuera.
No funcionó.
—Me alegra que tengas un amigo, Eben.
Otra vez esa palabra tan extraña. Algo que ni siquiera había
considerado antes de que ella lo dijera, ya que había pasado mucho tiempo
desde que tuvo un amigo.
—Es un socio de negocios.
—Uno con quien habrías ido a pasar el día de Navidad.
—Bajo coacción. Gracias a Dios por las tormentas de nieve.

~ 99 ~
—No seas tan rápido con tu gratitud. Ahora estás pasando la Navidad
conmigo.
Eben permaneció concentrado en los papeles, odiando el placer que el
combate verbal le provocaba.
—Todavía hay tiempo para que cambies de opinión y te vayas a casa.
Su risa fue suave y sorprendente, calentándole hasta los huesos.
Aunque no lo admitiría ante nadie.
—Haré un trato contigo, Eben. Te dejaré solo y volveré a casa con mi tía
si me dices una cosa.
—Cualquier cosa. —Cualquier cosa para terminar con la tortura de su
presencia. El arrepentimiento que le consumía. El deseo. Se repitió,
desesperado por deshacerse de ella y la forma en que lo perseguía—.
Cualquier cosa.
—Dime en qué estabas pensando cuando insististe en que habías
hecho cosas frívolas.
No.
Estaba dispuesto a renunciar a cualquier cosa para que ella se fuera,
pero responder esa pregunta sería renunciar a todo su ser. Requeriría que le
diera voz a un recuerdo que no creía que pudiera soportar. No con ella allí,
de pie ante él.
—En nada.
—Los dos sabemos que eso no es cierto.
Miró de nuevo el libro.
—Quédate entonces. No me importa.
Ella se quedó. Peor aún, se acercó. Oía su falda rozando la alfombra.
Contra sus piernas. Y luego, como si hubiera sido invitada, como si fuera la
dueña del lugar, dejó el plato en el centro de su libro y se sentó frente a él.
Por un solo instante a Eben se le ocurrió que era la dueña del maldito
lugar. Que podría poseerlo. Todavía.
Señaló con la pluma el plato cubierto.
—¿Qué es eso?
—Shortbread.
Eben no la quería horneando para él. Hornear le hacía pensar en sus
manos. Y pensar en sus manos le hacía pensar en la forma en que gemía
cuando besaba el interior de su muñeca, y eso no era beneficioso para
nada.
—No los quiero.
—Veo que los años te han hecho cada vez más amable.
La miró a los ojos y dijo, a propósito:
—No los quiero, gracias.
Jack se recostó, demasiado indiferente con su rudo comportamiento, y
se quitó una pelusa de la falda.
—Es una receta especial. Te ayudará con tu cabeza.
Eben frunció el ceño.
—No hay nada malo con mi cabeza.
—Eso es debatible.
—¿Te irás si me los como?
—Un duque puede soñar —sonrió ella.

~ 100 ~
Tirando de la tela del plato, él agarró una galleta y le dio un enorme y
fuerte mordisco, como para demostrarle que estaba dispuesto a hacer
cualquier cosa para que se fuera.
Y de inmediato se arrepintió.
—Dios mío —exclamó—. Esto es asqueroso. —Levantándose, se dirigió
al aparador para servirse un vaso de agua que se bebió de un trago. —
Realmente asqueroso.
Jack ensanchó los ojos.
—No hay necesidad de ser grosero.
—No soy grosero si es verdad.
—Es absolutamente grosero aunque sea verdad.
Todavía saboreaba la horrible adición que le había hecho a la inocente
galleta.
—Demonios. ¿Qué le has puesto?
—Es un secreto de familia —replicó, lanzando una mirada de soslayo al
ofensivo plato.
—Pues debería mantenerse como tal.
Ella hizo una mueca ante eso.
—No puede ser tan malo.
—Te lo aseguro, lo es. —Regresando al escritorio, le ofreció el plato.
Ella puso los ojos en blanco y aceptó una galleta con una débil valentía.
Cuando le dio un mordisco, sus ojos se abrieron de par en par y tosió
encima de la galleta.
—Mmmm.
Eben luchó contra el impulso de sonreír.
—¿Delicioso?
Jack asintió con la cabeza, algo que contradecía la humedad de sus
ojos.
—Mucho.
—Al menos ahora sé que no estabas intentando envenenarme.
—¿Me creerías si te dijera que es una ofrenda de paz?
—La única manera en que encontraré paz hoy es si tú y tu tía regresáis
a vuestra casa por el pasadizo secreto.
—Ella no conoce el pasadizo secreto.
Eben se quedó inmóvil.
—¿No?
—No. Nadie lo sabe. Mi tía entró por la puerta trasera —hizo una pausa
—. Nunca se lo he contado a nadie.
Él tampoco. Había sido su secreto. Solo lo había compartido con ella. Ni
siquiera después de años de haberlo utilizado por última vez.
—¿Por qué no?
Ella miró hacia otro lado.
—Supongo que no quería que nadie se enterara.
El dolor le encogió el pecho.
—No lo has usado en doce años.
Jack sonrió con una triste sonrisa llena de secretos.
—Eso no significa que no haya deseado hacerlo.
Esas palabras casi detuvieron su corazón. ¿Lo había deseado? ¿Había

~ 101 ~
querido volver a él? No. Era imposible.
—¿Debo creer que pensaste en esa puerta mientras vagabas por
Pamplona? ¿Escalabas por la Acrópolis? ¿Explorabas Pompeya?
Ella se inclinó, jugueteando con el antiguo ábaco del escritorio.
—Especialmente en Pompeya.
—Supongo que ese lugar sería divertido. —Todo ese tiempo, mientras
ella estaba fuera viendo el mundo, él se había quedado aquí, trabajando.
Extrañándola. Anhelándola. Presionando su maldita oreja contra la maldita
puerta y rogando al universo que la devolviera al otro lado. Deseando que
el tirador girara. Él habría hecho cualquier cosa para que ella abriera esa
puerta. Y ella se estaba divirtiendo.
—No fue divertido.
—Entonces ¿qué fue?
Jack vaciló y él casi perdió la cabeza ante ese silencio.
—Cuando el Vesubio entró en erupción, la gente de Pompeya no tuvo
tiempo de escapar de la ira del volcán. Muchos supieron lo que iba a ocurrir
y que no tendrían más remedio que rendirse —hizo una pausa, deslizando
una cuenta de ébano de un lado del ábaco al otro—. Mientras estás allí no
puedes evitar preguntarte cómo eligieron pasar sus últimos minutos. No
hay forma de saberlo, pero las madres debieron de acunar a sus hijos. Los
amigos haberse tomado las manos. Y los amantes... —Su voz se apagó.
No. No podía dejarlo así. No con el corazón latiéndole en el pecho por
primera vez en doce años.
—¿Qué habrían hecho? —preguntó Eben.
—Sabían que iban a morir. Se habrían abrazado. Enfrentándolo juntos.
—Lo miró, sus ojos marrones nadando en lágrimas—. Se habrían elegido el
uno al otro.
«Elígeme a mí».
Un recuerdo conservado entre cenizas.
Poniéndose de pie, Jack se dirigió a la salida, sus palabras resonaron
alrededor de él como una explosión. Destruyéndolo. Al menos pensó que lo
hicieron, pero aun quedaba algo que destruir, y ella terminó el trabajo
cuando se volvió a mitad de camino hacia la puerta y dijo:
—Pensé en la puerta, justo cuando tú pensaste en los copos de nieve.
Ante eso, él se levantó de la silla lleno de ira, frustración y el agudo
conocimiento de que nadie lo conocía igual que ella, sin importar cuánto
deseara que no fuera así.
Porque realmente había pensado en los malditos copos de nieve. Cada
momento de su vida que valía la pena recordar tenía que ver con ella.
Entonces se fue, llevándose su futuro, para ver mundo, vivir su vida y
enamorarse de otro. Y él se había quedado aquí, solo, atrapado en la basura
del pasado con nada más que el recuerdo de su risa, su alegría y sus besos.
Dios, esos besos lo perseguían.
Y él odiaba su recuerdo. Casi tanto como lo amaba.
Pero no dejaría que lo persiguieran por más tiempo.
Se abalanzó sobre ella, medio esperando que huyera. Esperando que
no le dejara abrazarla. Que no le dejara besarla.
No obstante, ella no huyó. Se mostró orgullosa, fuerte y valiente como

~ 102 ~
siempre. Se quedó en el centro de su estudio, viéndolo acercarse. Y cuando
la alcanzó, todo lo que ella hizo fue levantar la barbilla en un desafío puro y
sin fingimientos.
Un desafío que él enfrentó con agonía y placer.
Ella no se resistió, al contrario, se fundió con él y se puso de puntillas
para apoderarse de su boca con la misma frustración salvaje que Eben
sentía. Le sujetó la cara mientras tomaba el control y la reclamaba con todo
el doloroso deseo que había sentido por ella durante años. Cristo, la había
echado tanto de menos. Había echado de menos su sonrisa, sus ojos y
esto... su impresionante, libre y abandonado beso. Este beso que siempre lo
había roto y llenado de esperanza, alegría y libertad.
Jack suspiró ante la caricia, agarrando sus brazos y clavando los dedos
en sus músculos, usándolo como apoyo para estirarse y devolverle el beso.
Él se tensó bajo sus manos, dándole fuerza, dándole la bienvenida para
utilizarlo. Sin desear que dejara de hacerlo. Podía usar su cocina, su fuerza,
su cuerpo, su mente, lo que ella eligiera, siempre y cuando no detuviera el
beso.
Abrazándola con fuerza, rozó la línea de sus labios, un eco de la caricia
que habían compartido mil veces. Como lo había hecho todas esas veces,
Jack soltó un suspiro, dándole la bienvenida mientras él acariciaba su boca,
saboreándola como si fuera una especia, bebiéndola como el vino.
Y como el vino su sabor había cambiado, se había vuelto más profundo,
más exquisito, más cálido. Él gimió, sintiendo cada músculo tan tenso como
un arco, la sangre golpeando con este nuevo descubrimiento. En todas las
veces que había soñado con ella los últimos doce años, nunca se imaginó
que se volvería más tentadora.
Pero un simple toque y él estaba duro como una piedra, incapaz de
pensar en nada más que en ella. En cuanto la necesitaba. Necesitaba
tocarla, besarla, saborear su dulce sabor salado. Tomada la decisión, la giró
sin romper el beso, llevándola hasta el escritorio y levantándola para que se
sentara en el borde.
Un montón de papeles cayeron al suelo, el sonido rompió su
concentración mutua. Jack se apartó, observando el abanico de documentos
contra la gruesa y oscura alfombra. Eben no miró. Estaba demasiado
paralizado por la nuca de Jack, donde su pulso tronaba como una prueba de
que se sentía tan afectada como él.
Eben bajó la cabeza y lamió su piel lentamente, una, dos veces. La
tercera vez, ella gimió, el sonido le puso increíblemente más duro. La rozó
con los dientes y sus dedos se enroscaron en su cabello, apretándolo
mientras ella jadeaba.
—Tu trabajo...
Había trabajado durante doce años... sin ella.
—No importa. —Le robó un largo beso.
No lo suficientemente largo.
Ella se apartó, con los ojos castaños recordando el pasado.
—Por supuesto que importa. Siempre ha importado.
El pasado siempre se interponía entre ellos.
—Hoy no... —comenzó y luego, sin saber qué decir, volvió a besarla,

~ 103 ~
deseando que ella entendiera, incluso aunque él no lo hiciera.
«No contigo. Nunca más».
Jack le devolvió el beso con una desesperación semejante, como si
odiara los recuerdos tanto como él. Como si lo deseara tanto como él a ella.
Todo quedó en el olvido, las fiestas, la casa, su historia, y se deleitó en
esta mujer magnífica y deslumbrante cuyas manos, boca y cuerpo lo
reclamaban con un simple beso.
Había regresado. Y era suya una vez más. La recuperaría de nuevo.
Ahora tenía los fondos. Podía darle cualquier cosa que deseara. Todo.
Comenzando con el mayor placer que jamás había experimentado.
Estaba a punto de recordarle esa promesa cuando ella se apartó
bruscamente, jadeando y retirándolo. El único sonido en la habitación eran
sus respiraciones ásperas.
—Espera.
La suave y susurrada palabra sonó como un disparo. La soltó como si
estuviera ardiendo.
—¿Jack?
Jack negó con la cabeza, paralizada mientras miraba los papeles.
—No.
La confusión se mezcló con frustración cuando lo empujó y se dirigió
hacia la puerta, el suave roce de su falda acarició sus tobillos. Eben quiso
guardar silencio, pero no lo consiguió:
—Me dejaste.
Eso la detuvo en seco, la falda se arremolinó en sus piernas mientras
enderezaba los hombros. Le habló mirando la puerta, reacia o incapaz de
mirarlo.
—Tú me dejaste primero.
Las palabras se extendieron desagradablemente entre ellos.
—He estado aquí todo el tiempo. Cada maldito día durante doce años.
Jack se giró para mirarlo, con un rubor rojo vivo en las mejillas.
¿Vergüenza?
Enfado.
—Y sin embargo ya te habías ido. Me esforcé mucho por cuidarte. Por
aferrarme a ti. Pero desapareciste, un poco a la vez, todos los días. Perdías
en esto, —Agitó la mano por la habitación, su escritorio, los papeles del
suelo—, la vida.
Él pensaba lo mismo, como si se tratara de una pálida aproximación de
la realidad y, sin embargo, no había otra descripción para decirlo. Odiaba lo
bien que Jack lo sabía, arremetiendo para demostrárselo.
—Lo siento, no pude rendirme a los caprichos de tu infancia.
—¿Mis... caprichos? —Había incredulidad en la respuesta. Incredulidad
y algo parecido a la rabia—. Mi único capricho fuiste tú.
¿Eso era cierto?
—Querías el mundo. Por eso te fuiste. Porque querías más de lo que yo
podía darte.
—Es cierto.
«Y ahora te lo puedo dar».
—Me cargaron con la responsabilidad de cientos de personas. El

~ 104 ~
ducado se estaba desmoronando, arruinado por mi padre, quien nunca se
preocupó por la responsabilidad tanto como lo hizo por la bebida. Tuve que
reconstruirlo. Y me dejaste.
Ella miró hacia el techo como si buscara fuerzas.
—Querías que fuera invisible. Que estuviera aquí, pero sin ser vista.
¿Por cuánto tiempo?
—¡Hasta que hubiera reconstruido lo suficiente!
—¿Suficiente para qué?
—¡Para ti! —Las palabras resonaron por la habitación, un silencio
furioso se instaló rápidamente entre los dos. ¿Es que no lo había visto? Todo
lo que había hecho fue para mejorar. Para hacer lo correcto.
—No, Eben. Nunca lo quise.
Era mentira. Ninguna mujer deseaba a un duque empobrecido. Ninguna
esposa deseaba atarse a deudas y dificultades.
Pero ella añadió suavemente:
—Sólo te quería a ti. —Y él casi la creyó—. Solo quería estar a tu lado y
vivir nuestro futuro, fuera el que fuera.
O, más bien, la creyó lo suficiente.
—¿Entonces por qué te fuiste?
Ella sonrió con tristeza.
—¿Y para que te servía mi amor si no me dabas tu confianza?
El silencio se extendió, lastimándolo, con cada músculo tenso
esforzándose por no acercarse o tocarla de nuevo. Y demostrarle que nunca
la había olvidado. Que se había quedado allí, congelado en el tiempo,
anhelándola.
—¿Por qué has regresado? —preguntó, sin saber qué más decir.
Excepto, por supuesto, lo que no podía decir.
«¿Por qué no te quedas?».
—Tal vez quería ver si... —se calló. Eben odió el silencio, la ausencia de
ella a la que se había acostumbrado y ahora, de repente, no podía soportar.
Intentó llenar ese silencio, su voz ronca y quebrada, como si no hubiera
hablado desde que ella se fue.
—¿Por qué has vuelto, Jack?
Su mirada voló hacia él, esos hermosos ojos marrones en una cara que
había extrañado tanto y durante mucho tiempo. Se moría por saber la
respuesta.
—Quería ver si todavía estabas aquí.
«Estoy aquí. Siempre estaré aquí». Pero no lo dijo.
—Siempre estuve aquí —declaró en cambio como un tonto.
Jack miró por la ventana, hacia donde la nieve se arremolinaba.
—Te acuerdas...
—Lo recuerdo todo. —Cada minuto. Cada segundo.
—¿Recuerdas que una vez prometiste que siempre vendrías por mí?
Esas palabras parecían traicioneras. Hirientes. Tristes. Él habría
aceptado cualquiera de ellas, escondiéndose en su actitud defensiva. Pero
no escuchó ninguno de esos sentimientos. Solo la verdad.
Y eso era peor, porque lo dejaba desnudo y abatido.
Era una de las muchas promesas que nunca había cumplido.

~ 105 ~
—He venido a decirte que almorzaremos a las dos.
No quería comer. Quería besarla de nuevo, olvidar el pasado y vivir
esto, una vez más, en el presente.
Pero ese era el problema con besarla; no solo atraería a Eben al
presente, sino que le robaría toda esperanza de futuro.
«Te quiero».
El antiguo y sincero pensamiento llegó de repente.
Algo irrelevante.
Jack ya no era suya. Él se había asegurado de ello.
Capítulo Seis

Día de Navidad, doce años antes.

—Hace demasiado calor para dormir.


Eben todavía estaba trabajando cuando ella lo encontró en su estudio,
después de haberlo buscado en medio de una noche inusualmente cálida,
un clima más adecuado para un día soleado de mayo que para unas fiestas
invernales. La ciudad soportaba una ola de calor y, sin nadie capaz de
predecir cuándo volvería el invierno, las casas sufrían sin las comodidades
moderadas que solían tener con el clima cálido; las ventanas seguían
cerradas y las cortinas resultaban pesadas y opresivas, como el aire mismo.
De todos modos, Jack no debería sorprenderse... había poca alegría en
las festividades de este año. Todos sus hermanos se habían ido de la ciudad
a sus respectivos lugares en el campo y, aunque Jack habría sido más que
bienvenida en cualquiera de sus casas, ella había elegido quedarse en
Londres, en su hogar de la infancia, diciéndose que deseaba unas últimas
fiestas con su tempestuosa tía antes de que la mujer viajara por el mundo
en lo que ella llamaba su “Gran Tour”.
Si se convencía de que se quedaba en Londres debido a su deber de
sobrina no tenía que reconocer la verdad, que no creía que pudiera soportar
una ronda de festejos familiares en el campo lleno de felices matrimonios,
risas y bebés meciéndose en las rodillas de sus padres. No cuando cada vez
estaba más convencida de que esa clase de matrimonio no estaba en su
futuro.
Y, si se repetía que se quedaba en Londres por la tía Jane, no tenía que
reconocer tampoco la otra verdad; que se quedaba por Eben.
Ni tenía que reconocer que era la última Navidad con él.
Una última oportunidad para conquistar al hombre que amaba, el
mismo que temía que ya se le había escapado.
Estaba parada en la puerta, con una pequeña caja en la mano,
observándolo serio y concentrado como siempre en el libro de contabilidad
que tenía delante, trabajando en las cuentas, viendo como aumentaban por
pura fuerza de voluntad. Su pecho se apretó mientras lo contemplaba, la
caída enmarañada de su cabello oscuro sobre la frente, la tensión de su
mandíbula, los fuertes brazos bajo las mangas de la camisa que había
enrollado, una concesión al calor o a que ya era de noche, o a las dos cosas.
El joven que amaba había desaparecido. Dos años y toda una vida de

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responsabilidad lo habían convertido en un hombre, y ella suspiraba por él.
Por su calidez. Por la sonrisa que una vez había esbozado con tanta
facilidad.
—Creo que mis navidades están malditas porque nunca nieva.
Él la miró y luego a la rueda del calendario incrustada en una caja
encima de su escritorio. No reveló su sorpresa por la fecha, pero Jack lo
notó. Había olvidado que era Navidad.
Miró de nuevo los números.
—Está claro que has hecho que una deidad se enfade increíblemente
contigo.
Jack resopló con un suspiro dramático.
—Nunca he conocido a San Nicolás.
Eben pasó un dedo por una columna de números y contestó
distraídamente:
—Bueno, entonces es un castigo por tu obvio desinterés por él.
Jack se acercó, animada por las burlas. Por la insinuación de que podría
estar dispuesto en jugar.
—¡Estoy sumamente interesada en él! Quizás es a ti a quien está
castigando. Después de todo, tú eres el que trabaja en Navidad. Pero no te
has dado cuenta de eso, ¿verdad?
Eben escribió una nota en un papel.
—Me parece que no he visto a un sirviente desde hace bastante
tiempo.
—¿La falta de sirvientes ha sido tu única pista?
«Mírame».
Él lo hizo, buscándola entre las sombras sin lograrlo. La vela se había
consumido casi hasta el final, la luz no la iluminaba, apenas abarcaba los
montones de documentos esparcidos por su escritorio.
—Esta casa no celebra la Navidad.
Las palabras resonaron en el aire, y ella no pudo detener el sarcasmo
en su respuesta.
—De hecho, si lo hace.
—Los inquilinos, sí. Y los criados —replicó con calma—. Pero alguien
debe vigilar mientras beben ponche y bailan.
La falda crujió contra la alfombra mientras se acercaba.
—¿Y tú eres ese alguien?
—No hay otro duque que lo haga.
—Eres admirable. En apenas dos años has cambiado el rumbo de este
barco. Hay estómagos llenos este año y más por venir. Ellos creen en ti.
Igual que yo.
—No es suficiente.
«¿Por qué no?».
—Eben... No has conseguido arreglarlo del todo. Aun no has terminado.
Pero hay cosas por las que tendrías que estar agradecido. Eres mejor duque
de lo que tu padre habría soñado ser.
Él gruñó una respuesta, pero no dijo nada.
Jack respiró hondo, lanzándose a la batalla.
—¿Pero qué hay del resto de ti? ¿Qué pasa con el hombre?

~ 107 ~
—Te lo aseguro, Jacqueline. Sigo siendo un hombre.
Rodeó el escritorio, apoyándose contra él y tomando el lugar que había
reclamado cientos de veces.
—¿No se les permite a los hombres tener fiesta una vez al año?
Él se recostó en silencio.
—Jack...
El reloj sonó en el pasillo. Una vez. Dos. Tres veces.
—Es Navidad —le indicó, acariciándole el cabello, adorando su
suavidad y la manera en que él se apoyó en su caricia. Odiando el dolor en
su pecho.
—Déjalo. Esto seguirá estando aquí mañana.
«Por favor. Por favor, esta vez, mírame de verdad. Mírame».
—No puedo.
La decepción estalló, ardiente, enfadada y algo peor. Devastadora.
—Odio lo que esto te hace.
—Te gustará cuando seas una duquesa rica más allá de tus sueños más
salvajes.
«No, siempre lo odiaré. Porque te aleja de mí. Y a mí de ti».
Dejó de acariciarle. De aguantarlo. Sabiendo lo que tenía que hacer,
reuniendo fuerzas en su cuerpo. Fuerzas y algo más.
—Mis sueños más salvajes no tienen nada que ver con el dinero.
—Eso es porque siempre lo has tenido.
—No —respondió después de un largo instante—. Es porque una vez te
tuve y ahora ya no te tengo.
La luz de las velas reflejó ángulos rígidos y sombras profundas en su
rostro. Sus ojos se oscurecieron. Las sombras dibujaban la línea de su
mandíbula como el filo de un cuchillo. Y sus labios, ¿cuándo la había besado
por última vez?
—Es tarde —replicó él.
Como intuía que no había nada más que decir, ella asintió y respondió:
—¿Vendrás a almorzar? La tía Jane y yo hemos planeado tus platos
favoritos; el ganso más gordo que hemos encontrado, patatas asadas que
crujirán en tus dientes... —Miró hacia la ventana—. Y una crema de chirivía
muy buena, aunque lo diga yo misma.
—¿Mañana?
—Hoy —le corrigió.
A él le costó un momento entenderlo.
—Sí, por supuesto. Hoy. Allí estaré.
Con un gran dolor de corazón dejó la caja que llevaba sobre el
escritorio, la que había envuelto cuidadosamente con papel y atado un
pedazo de acebo. La empujó hacia él. Él la miró.
—¿Qué es esto?
—Es habitual que la gente intercambie regalos en Navidad. —Forzó una
sonrisa—. Lo que deberías recordar ya que el año pasado dejaste el listón
bastante alto... con toda esa nieve.
Era difícil de creer que solo hubiera pasado un año. Parecía toda una
vida. Todavía lo recordaba acercándola y prometiéndole hacerla feliz. Tan
pronto como salvara la finca. Tan pronto como se librara de la negligencia

~ 108 ~
de su padre.
Ya había demostrado que no era como su padre en los últimos dos
años. Sus inquilinos habían llegado a creer en él. También los empleados de
las fábricas. Solo tenía veintidós años, pero la fuerza e inteligencia de
cualquiera de los hombres que se sentaban con él en la Cámara de los
Lores, aunque él no lo veía. De hecho, se consumía salvando su patrimonio,
restaurando la reputación del ducado, asegurando los fondos necesarios
para rectificar el pasado, como si eso fuera posible. Como si no hubiera
simplemente un presente y un futuro para vivir.
Y cada vez que ella le preguntaba por qué, solo le daba una respuesta.
—Por ti.
Pero no era para ella. Nunca lo sería.
Eben negó con la cabeza.
—Yo... yo no...
No había ningún regalo para ella. Ella asintió.
—No esperaba que lo tuvieras. —Aunque realmente sí lo esperaba—.
Quizás toques para mí más tarde. —Las cejas de Eben se alzaron
sorprendidas, como si hubiera olvidado que alguna vez había tocado el
violín para ella—. Echo de menos tu música —Era la única confesión que le
diría.
Él miró de nuevo la caja.
—No creo...
Jack lo interrumpió, no quería malgastar fuerzas convenciéndole, en su
lugar señaló la caja.
—Ábrela.
Cuando lo hizo, le faltó la emoción de alguien que recibía un regalo. Y
al levantar la tapa del hermoso cubo de cuero tallado para revelar su
regalo, ella contuvo la respiración.
En silencio alzó el reloj de bolsillo de oro, girándolo en la mano para
pasar el pulgar por la fina filigrana grabada.
—Es el mejor regalo que he recibido.
—Tiene una inscripción. —Jack no pudo resistirse a indicárselo—.
Dentro.
Eben abrió el cierre del reloj revelando la maquinaria que daba vueltas
dentro. Alcanzó la vela y sostuvo la luz en alto.
Jack pretendía obligarle a ver más que las palabras: Por el tiempo que
aún tenemos.
Más que el diminuto copo de nieve perfectamente grabado.
Lo obligaba a ver cómo sufría por él. Cómo lo amaba. Cómo deseaba un
futuro con él más que nada en el mundo.
Él no lo vio.
Al menos, no lo mostró cuando la miró.
—Gracias.
El rostro de Jack se ensombreció, pero él tampoco lo notó. Eben ya
estaba mirando hacia otro lado, de vuelta al libro de contabilidad. Ya estaba
olvidando el regalo. Olvidándola a ella.
—Feliz Navidad —susurró. Las palabras se perdieron en el momento en
que las pronunció. Desaparecidas en la oscuridad.

~ 109 ~
«Te quiero». Pero no lo dijo. No podía decirlo.
—Acudiré al almuerzo —respondió Eben.
Y él estuvo allí. Puntualmente a las dos.
Jack, sin embargo, no estuvo allí.

Capítulo Siete

Día de Navidad

Ya habían empezado a comer cuando Eben acudió al almuerzo.


Llegó deliberadamente tarde, diciéndose que quería mantenerlos a la
espera... quería que les importara si llegaba o no. No. Quería que a ella le
importara si él llegaba o no.
Aunque realmente temía que ella no estuviera allí.
Se detuvo frente a la puerta sabiendo que no debería. Esconderse en el
pasillo y escuchar una conversación nunca terminaba bien. Pero de todos
modos lo hizo, así que le pareció justo que cuando llegó al comedor
descubriera al trío riéndose estridentemente, como si fueran amigos desde
siempre y su pasado estuviera lleno de una vibrante alegría de la que él no
estaba al tanto.
—¡No te creo! —insistía Lawton.
—Te prometo que es cierto —respondió Jack, su risa irritó a Eben.
—No me creo que él toque...
—No solo toca —le interrumpió ella—. Tiene un gran talento.
Eben contuvo el aliento.
—Eso sí que no —bromeó Lawton—. ¿Realmente quieres hacerme creer
que tiene un gran talento para el violín?
—Sí.
—Eben, el duque de Allryd.
El trío volvió a reír, lo suficientemente fuerte como para hacerle
rechinar los dientes.
—El mismo —replicó Jack—. Y no simplemente Mozart o lo que sea...
también toca melodías alegres y ruidosas. Nunca le he oído perder una nota
—dijo con un tono lleno de recuerdos—. Ni he escuchado a nadie tocar con
la velocidad con la que él toca sin perder una nota.
Sus recuerdos asomaron. Jack había bailado ese ritmo estridente en
más de una ocasión, ya que él tocaba cada vez más rápido, y había girado
hasta que Eben casi prendía fuego a las cuerdas de los arcos. Y luego Jack

~ 110 ~
casi le prendía fuego a él y colapsaban juntos en un mar de faldas
enredadas, jadeos y felicidad. Entonces Eben le contaba sus planes para
que ella bailara para él todos los días por el resto de sus vidas.
«Hasta que él lo arruinó todo».
—Increíble. —Lawton interrumpió sus pensamientos—. No consigo
imaginármelo en su tiempo libre, y mucho menos siendo divertido y
entretenido.
Eben frunció el ceño. Solo era una persona calmada.
El silencio inundó la habitación. Y entonces escuchó su tranquila
respuesta.
—Pues yo no consigo recordarlo sin su carácter alegre.
El corazón amenazaba con salirse de su pecho.
—Eso se debe a que no deseas hacerlo, muchacha boba. —Ese
comentario llegó de tía Jane, cortante y con un toque de frustración—.
Tienes que recordar que no había nada de alegría al final. No desde hace
tiempo.
Eben odió ese argumento y el silencio que dejó detrás, como si nadie
en la sala fuera capaz de discutirlo.
¿Y por qué lo harían?
No había tenido música. Ni diversión. Se había concentrado demasiado
en recuperar la propiedad, un título y una vida, diciéndose a sí mismo que
tenía que hacerlo en ese orden para ser digno de ella. Y al haber estado tan
preocupado por hacerse digno de ella se olvidó de Jack por completo.
Qué imbécil había sido. Qué imbécil seguía siendo. Era indudable que
estaría encantada con la llegada de su prometido escocés, quien
probablemente no fuera un imbécil.
Si resultaba que era un imbécil, Eben lo mataría felizmente.
No se perdió la ironía de esa verdad.
—Bueno, la gente cambia —expuso Jack
Antes de considerar esas palabras, tía Jane y Lawton se echaron a reír,
como si Jack hubiera contado la broma más escandalosa que alguien había
escuchado.
Eben ya había tenido suficiente. Entró en el comedor como un
depredador preparado para una pelea. Furioso. Hasta que la vio.
Estaba envuelta en terciopelo rojo, se había cambiado la ropa que
llevaba al principio del día. Ya pensaba que estaba preciosa de verde la
noche anterior, pero ahora en rojo, un rojo profundo y perfecto con dorado,
parecía una caja navideña. Como algo para ser desenvuelto. Como algo
para merecer.
Quería merecerla.
Dejando el pensamiento a un lado posó la mirada en la mesa, en el
ganso, ya trinchado, en el vino, ya servido, en las patatas, ya repartidas, y
ejerció su derecho más ducal alzando una ceja.
—Ya veo que habéis elegido esta Navidad para acabar con la etiqueta.
Lawton tomó un bocado de ganso y sonrió.
—No creímos que mereciera la pena que la comida se enfriara.
—Esperando al dueño de la casa, ¿quieres decir?
—No diste ninguna señal de que quisieras venir —objetó Jack.

~ 111 ~
¿Jack creía de verdad que después de besarla de esa forma no se había
sentido hechizado por ella? Por supuesto que había acudido a almorzar. No
existía ningún otro lugar donde quisiera estar, sin importar el hecho de que
no merecía sentarse y disfrutar de lo que había cocinado. Él no tenía lugar
aquí, con ella, en Navidad, disfrutando de su alegría.
Jack no era suya, aunque él siempre lo sería para ella.
Ella había elegido una vida diferente. Un hombre diferente.
Por su culpa.
Y, sin embargo, en el fondo de su mente quedaba un vestigio de algo
inmensamente peligroso. Jack le había devuelto el beso. Y la esperanza
había murmurado como un pecado, una tentación, un señuelo imposible.
—Estoy aquí —apuntó, dirigiendo su atención al final de la mesa, su
lugar como dueño de la casa.
Se congeló, contemplando el instrumento a un lado. Un violín con un
arco desgastado.
Su violín
La miró, observando la curiosa sonrisa de sus labios.
—¿Lo has encontrado?
Jack contrajo la boca.
—No ha sido muy difícil. Estaba justo donde lo dejaste.
En la sala de música, junto al atril más cercano al pasadizo secreto.
Donde lo había dejado la última vez que se sintió atraído hacia esa
habitación oscura, esa habitación en la que había tocado en el pasado. Con
ella.
Solo iba allí cuando las noches le resultaban demasiado oscuras y
atormentadas. Se sentaba en el suelo cerca de ese estúpido cuadro de
criaturas míticas y tocaba para ellas, deseando que pudieran convocar a
Jack para reparar y comenzar todo una vez más.
Entonces el día llegaba y él volvía a su despacho, recordando que los
nuevos comienzos eran una mentira. Aumentaría su fortuna y trataría de
olvidarla. Y funcionaba, hasta que no lo hacía y repetiría el ciclo, haciendo
que el instrumento gimiera con su melancolía.
—Lo confieso —intervino Lawton con un gesto al violín—. Estoy
sorprendido por la revelación de que eres músico.
—No lo soy.
—Eso no es cierto —repuso Jack.
—Me falta práctica.
—Tal vez deberías volver a practicar —alegó Lawton—. A tu salud le
convendría trabajar menos.
La tía Jane resopló.
—Allryd ha estado trabajando desde el día en que se convirtió en
duque. No esperes que cambie ahora.
—Eso le hace parecer una figura trágica. —Fue la divertida respuesta
de Lawton—. Con su triste y solitaria existencia.
Eben parpadeó.
—Te das cuenta de que aun estoy aquí, ¿no?
Lawton lo miró.
—Si te sentaras probarías esta deliciosa comida —hizo una pausa y

~ 112 ~
añadió con un brillo en los ojos—: ¿O quizás te gustaría tocar? Una fiesta
como esta merece algún entretenimiento.
Eben le dirigió una mirada fulminante, tentado entre el delicioso aroma
del ganso asado y la posibilidad de evitar una comida con este trío
empeñado en su incomodidad hasta que Jack preguntó:
—¿Es solitaria?
—No. —Sólo cuando pensaba en ella.
—Desesperadamente —contestó Lawton al mismo tiempo.
Eben entrecerró los ojos a su compañero de negocios.
—¿Qué? —Lawton le lanzó una mirada inocente, el muy idiota—.
Simplemente estoy respondiendo la pregunta.
Dios sabía por qué, pero retiró la silla y se sentó.
—No veo cómo puedes tener información relacionada con la pregunta.
—No necesito información, Duque. Tengo ojos.
Un plato apareció bajo la nariz de Eben sujeto por un perfecto brazo
besado por el sol. Se centró en la comida en lugar de en su irritación
avergonzada, observando los bocados selectos de ganso y la patata con
costra junto a las zanahorias perfectamente cocinadas y una exquisita
crema de chirivía.
Jack le había servido las mejores partes, las partes que debería haber
guardado para sí misma y, en un momento de locura, se imaginó
llevándosela a ella y al plato a un lugar tranquilo para rectificar la injusticia.
Alimentándola hasta que estuviera llena de lo mejor que él podía comprar,
y él se deleitaría con lo único por lo que tenía hambre...
Ella.
Estaba claro que se había vuelto loco si un plato de ganso asado le
hacía pensar en besarla. A pesar de que en todo momento pensaba en
besarla. Su voz, su risa, ese hermoso vestido rojo con el corpiño bellamente
confeccionado, revelando la larga línea de su cuello, la curva de sus pechos,
la piel deliciosamente pecosa y ese medallón dorado de nuevo, ¿de dónde
había salido?
Del escocés, sin duda.
Eben frunció el ceño ante el pensamiento, sus ojos se elevaron a los de
ella que estaban llenos de curiosidad. Apartó la mirada, refunfuñando un
“gracias”.
Tía Jane se sirvió vino y arrojó la primera piedra.
—Dinos por qué crees que el duque es tan solitario, Charlie.
Eben deseó que Lawton guardara silencio. No tuvo suerte. El hombre se
volvió hacia tía Jane.
—Bueno, no lo sé con seguridad, pero creo que es por el modo en que
trabaja todo el tiempo.
—Pues bien te gusta gastar los fondos que consigo.
Sorprendido, Lawton levantó una ceja.
—Los fondos que conseguimos, amigo.
Eben frunció el ceño.
—Alguien debe ser quien investigue todos los presentimientos que
insistes que son un buen negocio.
Lawton sonrió.

~ 113 ~
—Mis corazonadas son siempre un buen negocio, pero dejaremos el
tema para otra ocasión, esta conversación es sobre ti.
De repente, Eben se arrepintió de haberse metido en negocios con
Lawton.
—Tú y el hecho de que nunca haces nada más que trabajar y contar tu
dinero como si te mantuviera abrigado —prosiguió su socio.
—Eso no es cierto.
Excepto que sí lo era.
—¿Y es una gran cantidad de dinero? —preguntó tía Jane. Nunca
fallaba, la gente adinerada siempre se interesaba por el dinero de los
demás.
Eben apuñaló un pedazo de ganso y se lo comió. Le resultaría más
delicioso si no estuviera tan centrado en la conversación.
—Sí lo es. Una gran cantidad —explicó Lawton.
Más que eso, si era honesto. En doce años había convertido el ducado
de Allryd en uno de los más ricos de Gran Bretaña. Y Lawton también había
cooperado lo suficiente como para encontrar oro para toda la vida.
—¿Y lo hace? —curioseó Jack, con un tono algo punzante.
Eben levantó la vista, encontrándose con sus ojos marrones.
Demasiado grandes. Demasiado sabios.
—¿El qué?
—El dinero. ¿Contarlo te mantiene caliente?
«No he estado caliente desde que te fuiste».
Permaneció en silencio.
Lawton respondió por él.
—No ha entrado en calor hasta la noche anterior, cuando acabó con mi
mejor whisky.
—A nadie le gustan los borrachos —soltó tía Jane, brindando con otra
copa de vino.
—Allryd borracho es una rareza. Nunca bebe, excepto en Nochebuena.
—Lawton lo miró con un brillo de complicidad en los ojos—. ¿Por qué será?
Eben entrecerró los ojos.
—Te estás sobrepasando.
—No lo creo. —Ahora era Jack. Tranquila, firme y aterradora con el
conocimiento que él deseaba que no tuviera—. Estabas bebido anoche. ¿Por
qué?
«Porque esperaba olvidar que me dejaste en Nochebuena».
—A un hombre se le permite celebrar la Navidad, ¿no?
Ella lo miró, esos ojos que lo habían perseguido durante doce años
parecían verlo todo. «No te preocupes por mí, Jack», quería decirle. «No te
atrevas a preocuparte por mi y luego irte para casarte con otro».
—Creía que detestabas las fiestas —le recordó ella, haciéndose eco de
su conversación anterior.
Hubo un momento en que ese tono burlón le habría incitado.
—Tal vez estaba celebrando mi soledad.
Ella lo observó unos segundos, la inspección silenciosa acentuada por
el gran peso de su audiencia.
—El pasado no tiene que condicionar el futuro, Eben.

~ 114 ~
Sus palabras le robaron el aliento, y él volvió la mirada al plato sin ver
la comida, ni a ella con su serena verdad. Ya fue bastante malo oírla cuando
añadió:
—No necesitas estar solo en Navidad.
Era una esperanza más dolorosa de lo que se hubiera imaginado, ya
que Jack se equivocaba al prometer tal cosa. Y él se equivocaba al
esperarlo. Llevaba doce años solo en Navidad. Había estado solo desde la
Navidad en que ella se fue.
Incluso ahora estaba solo. Porque mañana se casaría con otro y lo que
era pasado condicionaría su futuro. Estaba grabado en piedra.
El pensamiento era una llaga supurante.
Él habría sido capaz de tolerarlo si ella no hubiera decidido pasar el
último día de su asalto nevado con él, tentándolo a tocarla, hablarle y
besarla sin sentido.
—Ah, pero no estoy solo en Navidad. Aquí está mi abigarrada
tripulación.
—Qué suerte tienes de tenernos. —Jack sonrió, brillantemente.
Cegadoramente.
—¿Suerte?
¿Jack siempre había tenido tantos dientes blancos y rectos?
—No todos los duques pueden contar con una compañía tan valorada.
—Lawton, que preferiría estar en Marylebone, tía Jane, que preferiría
estar en alta mar, y tú... quien sin duda preferiría estar con su prometido.
«Niégalo. Niégalo y dame una pequeña esperanza de recuperarte».
Qué jodido masoquista era.
La sonrisa de Jack se suavizó.
—Quizás lo que importa es que estamos destinados a estar aquí.
Ella estaba destinada a estar con él, maldita sea. Siempre había estado
destinada a estar en el otro extremo de la mesa, con media docena de
niños y veinte invitados entre ellos. Estaba destinada a encontrarse con su
mirada, levantar su vaso y brindar por sus vidas; el pasado, el presente y el
futuro de todos.
Y él estaba destinado a tocar el maldito violín mientras ella bailaba.
Estaba alcanzando el instrumento antes de que el pensamiento estuviera
completo, incapaz de detener el movimiento mientras tres pares de ojos lo
seguían y la sala se quedaba en silencio.
Se congeló.
Lawton fue el primero en hablar.
—Hazlo, Allryd.
Eben levantó el violín incapaz de apartar la mirada de Jack, que estaba
fascinada con el instrumento.
Tal vez toques para mí más tarde, le dijo ella hace años, esa última
noche, cuando se acercó a él y le dio una última oportunidad para que todo
estuviera bien. Cuando él lo había arruinado todo. Cuando había puesto
toda esta horrible situación en marcha.
¿Y si hubiera tocado para ella esa noche?
¿Y si tocaba para ella ahora?
Era demasiado tarde.

~ 115 ~
Sacudió la cabeza y devolvió el violín a la mesa.
—No deberías haberlo traído.
Ignoró el silencio, la exhalación apenas contenida de la tía Jane, el
sonido de la chaqueta de Lawton crujiendo cuando se recostó en la silla.
Y de Jack, nada. Ningún movimiento. Ninguna respuesta.
No hasta que se levantó sin una palabra y se fue, el sonido de su falda
resonó como un disparo en la habitación, interrumpido por un chasquido,
que se escuchó como un cañón, cuando cerró la puerta.
Se quedó destrozado.
Por su propia culpa.
—Muy bien —comentó Lawton.
—Cállate —respondió Eben.
Gracias a Dios, su compañero se calló.
—Me gustaría ver como intentas decirme lo mismo —intervino tía Jane,
con una helada mirada azul. Cuando él permaneció en silencio, prosiguió—:
Ah, así que aun conservas algo del sentido común que tenías de niño.
La mujer se levantó, pareciendo de repente mucho más alta de lo que
era, y escupió las palabras lanzándolas como un arma.
—Esa joven ha pasado doce años pensando en ti. La mayoría de ellos
llevándote también en su corazón. Y tú has pasado doce años aquí, sin
pensamientos ni corazón, según parece.
No era cierto. A ella no le preocupo él después de irse. Eben le había
prometido un futuro con todo lo que Jack se merecía. Y todo lo que tenía
que hacer era esperar por él.
Una vez prometiste que siempre vendrías por mí.
Él no pudo ir por ella. Jack lo había dejado. ¿Es que nadie lo veía? ¿Por
qué no lo hacía nadie? Él era quien se había consumido con sus
pensamientos. Era su corazón el que había soportado el peso del amor
perdido, un amor que lo había dejado y regresaba solo cuando estaba a
punto de casarse con otro.
Sin embargo, no dijo nada, ya que Jane fue hacia el aparador y tomó el
plato lleno de los asquerosos shortbread.
—No te equivoques, Duque —escupió el título honorífico—, no te la
mereces.
—Eso nunca lo he dudado.
—Y no mereces mis shortbread.
Tenía la sensación de que sí que merecía mucho esos shortbread. Pero
no creía que la anciana apreciara su desacuerdo en ese tema, por lo que
permaneció en silencio mientras ella salía del comedor.
—Yo sí que me merecía esos shortbread.
Miró a Lawton.
—Te aseguro que no te los merecías.
Su compañero levantó la copa y se recostó en la silla, con los ojos
oscuros repletos de desagrado.
—Eres un imbécil.
Verdad.
—¿Por lo de los shortbread?
Lawton no mordió el anzuelo.

~ 116 ~
—¿A qué dedicas tu vida? —Cuando Eben no respondió, continuó—: La
pregunta no es retórica. ¿Al dinero? Porque tienes un montón de dinero,
más de lo que puedes gastar en una vida.
—Tengo un ducado en el que pensar —gruñó Eben, convencido de que
era una respuesta estúpida.
—También hay suficiente para eso, lo suficiente para mantenerlo
saludable y eficaz mucho después de que te hayas ido, algo que no
importará ya que no tienes hijos para que lo hereden, aunque ese es otro
problema para el ducado. Hay dos fuera de la lista; ni es dinero, ni son
niños.
Hubo un tiempo en el que Eben deseó tener hijos; niños y niñas de pelo
rojo y grandes ojos marrones, su madre llenándoles las cabezas con sueños
sobre el amplio mundo, y él planeando asegurarse de ver cada minuto de
eso.
—¿Te digo para qué he pensado siempre que era todo esto?
Eben resistió el impulso de volcar la mesa.
—No.
Lawton se apartó de la mesa y bebió, parecía ver todo.
—Siempre pensé que era para una mujer.
La sala estaba demasiado caliente. Eben se comió una patata aunque
no la saboreó mientras su amigo continuaba:
—No dudo que es un pensamiento ridículo por mi parte, debido a tu
falta de gracia social y al hecho de que la única vez que sales de casa es
cuando hay votación en el Parlamento.
—Eso no es cierto.
—Tienes razón. También vas al banco. En cualquier caso, creí que la
idea de que existiera una mujer en tu vida era una estupidez. Y luego va y
aparece una en tu cocina en la mañana de Navidad. Y no cualquier mujer.
Una con una bonita sonrisa y una risa aun más bonita.
—Ninguna de las cuales es para ti —gruñó Eben antes de conseguir
detenerse.
Lawton ladeó la cabeza.
—¿Son para ti?
—No.
—¿Y por qué no?
—Porque ella me dejó.
—Eso es porque eres un autentico idiota. Buen Dios. Esa mujer te
cocinó un ganso sin que tú se lo pidieras. —Pinchó un trozo de carne de su
plato y continuó instigándole—. Un maldito buen ganso asado.
—Hoy no —le aclaró Eben—. Me dejó hace doce años. Salió de esta
casa y se fue al día siguiente, a una vida en la que yo no formaba parte.
Justo como se marcharía mañana.
—¿No te invitó a esa vida? ¿O elegiste no ir?
—¿Importa? Ella me dejó.
¿Por qué sentía que era la peor mentira que alguna vez había dicho?
—Jack ha encontrado a otro —agregó en voz baja, un recordatorio para
sí mismo más que nadie. La había perdido
Lawton asintió y se puso de pie.

~ 117 ~
—Excepto que es el día de Navidad, y ella está aquí contigo y no con él.
Eben se sentó en el comedor vacío durante mucho tiempo después de
que sus invitados lo dejaran, recordando las últimas palabras de Lawton,
diciéndose una y otra vez que ella estaba allí debido a la nieve, hasta que
esa simple palabra fue todo lo que le quedó.
Nieve.

Capítulo Ocho

La encontró afuera bajo la luz de la tarde, sin capa y sumergida en


quince centímetros de nieve, el impresionante vestido rojo se arruinaba
más cada segundo, su rostro vuelto hacia el cielo pareciendo parte ángel y
parte demonio.
No se volvió hacia él cuando dejó que la puerta de la cocina se cerrara,
atrancando la casa vacía que lo había perseguido desde el día en que ella
se fue. Jack se quedó quieta bajo la nieve, y él sintió envidia de los copos
que tenían permiso para acariciar su rostro.
La observó durante un momento, inmóvil. Tal vez si no se movía... si no
hablara... entonces este momento no terminaría y ella no se iría, y él no
estaría solo una vez más.
Pero tenía que hablar.
—Lo siento.
—¿Por qué? —le preguntó mirando el cielo, y estúpidamente Eben miró
las nubes, como si pudieran responder por él. No lo hicieron. Tenía
demasiado que debía expiar.
«Por todo».
—Por ser un idiota.
Sus labios besados por los copos de nieve se curvaron en una pequeña
sonrisa que vino y se fue antes de poder disfrutarla.
—¿Por qué no te has casado?
—Nunca he querido hacerlo. —Era mentira.
—Estoy segura que te han cortejado innumerables mujeres. Seguro que
eran hermosas, divertidas, ricas y perfectas.
No lo habían sido. E incluso aunque hubieran sido así, no era capaz de
imaginar a una mujer más perfecta que Jack. Pero no sabía como decírselo.
Así que se limitó a repetir:
—Nunca he querido hacerlo.
~ 118 ~
Jack lo miró con las mejillas enrojecidas por el frío.
—Ni siquiera conmigo.
«Contigo sí. Siempre contigo».
—¿Qué querías decir cuando dijiste que la gente cambia?
—¿Qué?
—Dentro. En el almuerzo.
Ella dibujó una sonrisa pequeña y conocedora.
—Sospechaba que estabas escuchando a escondidas.
—No estaba escuchando a escondidas.
—¿No?
Las mejillas de Eben se calentaron.
—No. Es imposible escuchar a escondidas dentro de tu propia casa.
—Eso no es totalmente cierto.
Cuando él no respondió, ella consideró sus siguientes palabras con
cuidado, como si no fuera Jack. Odiaba eso. Quería la respuesta inmediata y
no la elaborada. La verdad, y no la mentira.
—Supongo que quise decir que no es imposible que seas capaz de
encontrar la felicidad una vez más.
A Eben tampoco le gustó eso. Como si fuera un perro callejero con el
que se debía tener cuidado.
—¿Eso es todo? ¿Estás aquí para intentar repararme?
Jack ignoró ese desafío.
—¿Eres reparable?
—No según tú.
—¿Por qué no?
—Porque... —Se detuvo de repente.
«Porque no quiero que me repare otra».
Infiernos, no se lo diría.
Sus enormes ojos parecían verlo todo, localizando todos los fragmentos
que había estado tratando de ocultar desde que la había encontrado en su
cocina en plena noche. Desde antes.
Finalmente Jack asintió, volviéndose hacia la nieve.
—Se está haciendo de noche. Pronto no podremos ver la nieve.
Eben se quedó atrapado por los copos que se enredaban en su cabello,
muriéndose de ganas de acariciarla y completar su transformación en un
ángel navideño.
—Siempre quisiste que nevara en Navidad.
Ella sonrió, desgarrándolo.
—Y ahora lo hace.
—Es posible... —dijo antes de enmudecer. Se aclaró la garganta—. Es
posible que sea una señal.
—¿De qué?
—Para que el futuro te traiga todo lo que quieras.
—¿Comenzando ahora?
—Parece que un matrimonio es un buen momento para comenzar un
futuro.
—Entonces será mañana.
Él asintió, odiando el nudo de la garganta.

~ 119 ~
—Un día más del pasado, y luego, el futuro.
—Una noche más, quieres decir.
¿Estaba diciendo lo que él pensaba que estaba diciendo?
«Siempre estábamos mejor por la noche».
Eben asintió.
¿Habría algo que él no le diera a ella?
¿Qué haría Jack si él se lo pidiera? Por los viejos tiempos. O, mejor aún,
si él se acercaba a ella y la abrazaba. Deseaba hacerlo. Sus manos la
anhelaban, se morían por acariciar su cabello y quitarle las horquillas.
¿Cuántas veces lo había hecho? ¿Le dejaría hacerlo una vez más?
Le costó cada pizca de su voluntad quedarse quieto.
Jack miró de nuevo los jardines, con los ojos recónditos.
—El último sitio donde estuvimos fue Grecia. Hay una isla en las
Cícladas, en el corazón del mar Egeo, que se llama Naxos. El agua allí es
tan azul como los zafiros, y los edificios blancos como las nubes. La ciudad
principal es un pueblo de pescadores lleno de ancianos que juegan con
piedras brillantes y lisas, niños que gritan y chapotean en el agua, y
jóvenes que traen la pesca y mujeres que la limpian.
»La ciudad de Chora está construida sobre una colina con calles tan
intrincadas que son literalmente un laberinto. Pueden llevarte a una casa, al
médico, a una librería o a un restaurante, pero también hacerte regresar
donde empezaste. Los lugareños dicen que la ciudad elige quiénes pueden
quedarse. En el centro del laberinto hay un mercado donde se venden
chucherías y golosinas, dulces de miel y conos llenos de pescado, y debe
haber un centenar de gatos, todos esperando para abrirse paso entre tus
tobillos y robarte el almuerzo. Es el lugar más bonito en el que he estado.
Eben estaba celoso de ese lugar, de sus recuerdos. Y enfadado porque
un lugar así era parte de ella y él no había estado allí. A pesar de que le
hacía verlo como si estuvieran los dos allí, con los pies en la arena cálida en
lugar de la fría nieve.
—A unos ochocientos metros al norte de la ciudad se encuentra
Portara, una enorme puerta de mármol que se eleva a una altura de nueve
metros desde el mar hasta el cielo. Es lo que queda de un templo olvidado
que ya no existe. Pero los que viven allí la llaman la puerta de Apolo.
¿Conoces la historia de Apolo y Dafne?
—No —contestó con la voz ronca.
—Apolo era —agitó una mano vagamente—, el dios de básicamente
todo. Los rebaños, la caza, la música, la poesía, la enfermedad, la salud, el
sol, el conocimiento. Y un gran guerrero.
—Parece como si fuera un regalo del cielo.
—De hecho, era un regalo del cielo. Y un gran fanfarrón.
—¿Y Dafne lo tiró de su pedestal?
Jack se volvió hacia el cielo que se oscurecía rápidamente.
—A Apolo no le gustó que Eros recibiera iguales elogios que él de los
humanos...
—¿Eros es Cupido? ¿El bebé corpulento?
Ella le dirigió una mirada maliciosa.
—Un bebé corpulento con flechas muy afiladas.

~ 120 ~
Algo se calmó en él y sonrió, disfrutando. Siempre le habían encantado
sus historias.
—Sigue.
—En cualquier caso... Será mejor que aprendas algo de esta historia, ya
que Apolo también pensó que Eros se merecía menos respeto que él mismo
y así se lo dijo.
Eben metió las manos en los bolsillos y se balanceó sobre los talones.
—Supongo que a nuestro infante no le preocupó eso.
—No. Inmediatamente ensartó una de sus flechas de oro y le disparó a
Apolo en el corazón, y el dios se enamoró locamente de una ninfa joven y
hermosa. Dafne.
Eben se imaginó fácilmente el momento.
—Afortunado Apolo.
—Olvidas que es un mito griego, Su Excelencia —bromeó—. Ninguno es
afortunado.
—No me digas. El bebé ataca de nuevo.
Jack se echó a reír, y él apretó las manos para resistir tirar de ella y
besarla.
—Literalmente. Mientras que Apolo estaba sin aliento y paralizado por
la belleza de Dafne y su propio amor casi insoportable, Eros preparó una
segunda flecha, esta de plomo.
A pesar de lo vergonzoso que era, Eben se encontró incapaz de
respirar, obstaculizado por una belleza diferente y su historia.
—Apuntó a su objetivo y la flecha de plomo llenó a Dafne de un fuerte
odio por Apolo.
Eben maldijo suavemente, pero Jack lo escuchó y asintió.
—Exactamente. Así que Apolo persiguió a la mujer que amaba y Dafne
huyó del hombre que odiaba. Y Eros se echó a reír porque había
demostrado su poder. Dicen que si te paras en la puerta de Naxos te
arriesgas al mismo destino que Apolo y Dafne. Te arriesgas a ser golpeado
por una de las flechas de Eros.
—¿De oro? ¿O de plomo?
—No hay manera de saberlo. Debes arriesgarte. Rendirte al amor o al
odio. A los dos contrastes más claros de nuestra humanidad.
—¿Y lo hiciste? ¿Te rendiste?
—Sí.
—¿Y qué pasó? ¿Fue oro o plomo?
Jack extendió la mano hacia la nieve una vez más.
—Deseé plomo.
Las palabras le sacudieron como la flecha a la que hacía referencia.
—¿Y la recibiste?
Ella sacudió la cabeza. La respiración de Eben se volvió más áspera.
Había regresado a Inglaterra después de eso. A Londres. A él.
—¿Y en qué pensaste dentro de esa puerta?
Permaneció concentrada con la nieve en la mano cayendo en copos
salvajes, fundiéndose en su piel. Convirtiéndose en parte de ella. Estaba
celoso de la nieve, Grecia, los gatos y una puerta antigua que había dejado
que el viento del pasado azotara su cabello y su falda en un frenesí.

~ 121 ~
—Pensé en lo mismo que en todos los lugares a los que íbamos... Cada
vez que veía algo hermoso. O mágico. O intacto. O imperfecto.
Él se acercó y ella levantó la mirada, clara y honesta. Alzó una mano y
se la puso en la mejilla rosada por el frío.
—¿En qué?
Jack cerró los ojos y un copo de nieve aterrizó en sus pestañas. Eben se
quedó hechizado por esa pequeña mota blanca; parecía que su peso le
mantenía los ojos cerrados mientras susurraba:
—Pensé en ti. Pensé en ti y volví a casa.
Eben rozó la nieve y las palabras de sus labios, permaneciendo el
suficiente tiempo como para probar el frío contra su aliento caliente.
Cuando apartó su boca de la de ella y abrió los ojos, fue para encontrarla
mirándolo otra vez, con los ojos llenos de lágrimas.
—Te he echado mucho de menos. Cada minuto.
La declaración lo rompió. Presionó la frente contra la de ella.
—No como lo he hecho yo. No como el aire. No como el calor.
Ella respiró hondo, soltando un largo suspiro, y él escuchó el temblor, lo
vio en la bocanada de aire que liberó en la fría noche. Y entonces la acunó,
desesperado por besarla de nuevo, abrazarla, hacerle sentir calor. Para
hacerla suya.
La atrajo más cerca, como lo había hecho cientos de veces, mil si
contaba sus sueños, y ella se fue acomodando, sus manos localizando su
lugar en su cabello nevado, mientras él volvía a apoderarse de su boca con
brusquedad en un beso abrasador. El beso que había querido darle desde
hace veinticuatro horas. El beso que la marcaría. Que los marcaría a ambos.
Ella era suya.
Lo había sido desde el principio. Ella era un disparo con una flecha de
oro. Tal como lo era él. Era suya, y era Navidad, y la tendría esta noche
aunque mañana lo condenara. Por una vez en su vida tendría lo que quería.
Y le daría todo lo que quisiera a cambio.
—No como el cielo. —La besó una y otra vez, recorriendo con las manos
su piel fría por la nieve, acercándola más hasta que estuvieron jadeando
por aire y él se apartó lo suficiente para declarar:
—Eres mía. —Observó su mirada vidriosa y distante en la oscuridad—.
Esta noche, Jack, eres mía de nuevo.
Ella asintió sin vacilar, tirando de él para encontrarse con su boca.
—Sí. Soy toda tuya.
Entonces lo besó. Y Eben sintió todo lo que había olvidado y recordado
durante doce largos y vacíos años; su magnífico sabor, su entusiasmo
salvaje, la forma en que le hacía arder con su lengua. Sus pequeños
suspiros, sus dedos, sus dientes y su lengua reclamándolo incluso mientras
él la reclamaba a su vez.
Él la dejó tomar la iniciativa por un tiempo, deleitándose con su tacto y
sus besos, con la prueba de la pasión y del deseo que coincidía con el suyo.
No. No coincidía.
Nada podía igualar cuanto la deseaba. Cómo la había anhelado.
Nada podía igualar cómo suspiraba por ella ahora.
Nada podía igualar el placer que les daría a ambos.

~ 122 ~
La llevó de vuelta a casa en brazos, caminando con largas zancadas
hacia la escalera trasera, al lugar donde ella le atormentaba cada noche
como un fantasma.
Pero no había nada fantasmal en esta Jack cuando la puso de pie y se
desvistieron mutuamente, cada movimiento era un recuerdo. La chaqueta y
la camisa desaparecieron en un instante, sus manos acariciaban sus
hombros mientras él presionaba un suave beso en el lugar donde su cuello
se unía con su clavícula.
La giró y deshizo los lazos de su vestido, desenvolviéndola como un
regalo y desprendiendo el terciopelo rojo y el corsé, hasta que estuvo
mirando con la boca seca la larga línea de su espalda. Levantó la mano
para tocarla.
Fue su turno de temblar.
Durante doce años había anhelado esto. Tener libre acceso a ella. Otra
oportunidad para tocarla. Para complacerla. Para amarla ¿Cómo iba a
dejarla ir mañana?
No podía.
Nunca la dejaría ir de nuevo.
Mientras vacilaba, ella se volvió sujetando el vestido que le había
bajado, escondiéndose de él. Eben miró el medallón dorado contra su piel, y
el lugar de su pecho donde la piel bronceada cubierta de pecas se volvía
blanca, una línea seductora y sensual, el territorio que pertenecía al sol y al
cielo... y que también le pertenecía a él.
Acarició esa línea, incapaz de resistirse a tocarla, abrasándose.
—Desearía haber estado contigo. Ojalá hubiera conocido el sol que te
marcó aquí.
—Yo también lo hubiera deseado.
—Quiero llevarte de vuelta a ese lugar. Quiero estar en esa puerta. —
Algo brilló en los ojos de Jack, incredulidad. Y siguió hablando, ansioso por
mantener el control—. Quiero tumbarme al sol y contar las nuevas pecas
que te salgan.
El rubor se alzó bajo su toque.
—Se supone que no tienen que gustarte las pecas.
—¿Quién lo dice?
—Las revistas para mujeres. Dicen que las pecas no son atractivas.
Eben soltó una pequeña risa.
—Jack, te aseguro que tus pecas son muy atractivas.
Ella se echó a reír, pero el sonido cambió a un suspiro cuando él rozó
con su boca la piel bañada por el sol, sujetando el vestido que ella
agarraba. Jack lo soltó, devolviendo las manos a su cabello, su toque
amenazaba con derribarlo al suelo.
—¿Te digo por qué deseo tus pecas? —preguntó, con la voz ronca.
—Claro que sí —susurró, llena de deseo. Eben se puso increíblemente
más duro con el sonido.
—Las quiero porque muestran dónde has estado. El mundo que has
visto. Las quiero porque son todos los años que me he perdido. Las quiero
porque podría aprender de ellas y volver a vivir esos años, pero esta vez
contigo.

~ 123 ~
Bajó la boca y adoró cada marca mientras seguía la línea hasta la piel
más pálida, y después a la punta suplicante de un pecho.
—¿Sabes cuántas veces he soñado con esto? —le murmuró a la aureola
arrugada pidiendo su toque—. ¿Sabes cuántas noches me he imaginado
llevándote de nuevo a mi boca? ¿Cuántas horas he pasado tratando de
recordar el tono exacto del gemido que sé que puedo hacerte emitir si te
toco aquí?
—Eben... —Jack apretó las manos en su cabello—. Por favor.
—¿Comprobamos si lo recuerdo correctamente? —dijo excitado y burlón
mientras la amamantaba con fuerza, adorando la forma en que ella echó la
cabeza hacia atrás y jadeó, suspiró, y cuando trazó su lengua sobre su
carne sensible, gimió.
Era tal y como lo recordaba.
Era infinitamente mejor.
Eben estaba duro como el acero y amenazaba con correrse en ese
momento ante el sonido de su placer, pero no le importó. No mientras él
disfrutara de su satisfacción.
Soltando el pezón, asaltó su boca una vez más y tiró su ropa al suelo
antes de levantarla hasta la cama, lo suficientemente alta como para que
sus piernas colgaran. Ella lo agarró.
—Ven y únete conmigo...
Aún no. No después de doce años de abandonarla. Y además, por más
que quisiera unirse a ella, quería algo más.
Quería adorarla.
Eben se encajó entre sus muslos y presionó besos sobre la suave piel
de sus pechos y la perfecta hinchazón de su vientre, incluso mientras ella
intentaba detenerlo para ocultar lo que percibía como imperfección en su
cuerpo perfecto.
No se detendría, colocándose entre sus muslos, la presionó contra la
cama. Ella suspiró de nuevo, sus manos se deslizaron por su cabello, otro
recuerdo.
—Soñé con... —comenzó Jack y se fue apagando mientras él acariciaba
el suave pliegue entre su muslo y la cadera.
Levantó la cabeza.
—¿Qué amor?
Ella apretó sus manos, dirigiéndolo. ¿Qué le estaría diciendo? El
pensamiento le excitó con la necesidad de hacerlo. Cristo, esperaba que
ella se lo propusiera. Eben la dejaría guiarlo por el resto de sus días. La
devoraría cuando ella quisiera.
Puso la boca en su centro.
—Soñé con esto —susurró ella, levantando las caderas para
encontrarse con su lengua. Era tan dulce, tan maravillosa—. Me moría por
esto —añadió, abriendo los muslos mientras le confesaba su necesidad una
y otra vez.
Él la consumía, manteniéndola abierta mientras lamía y chupaba,
haciéndole el amor con movimientos lentos y placenteros. Ella sabía igual.
Deliciosa como el vino, oscura como el placer. Deseaba beberla para
siempre. Fue lento y suave, explorando los surcos resbaladizos que había

~ 124 ~
soñado durante años, pasando la lengua por los lugares que recordaba que
le gustaban, una y otra vez, hasta que ella jadeó su nombre y le presionó
más la cabeza, permitiéndole devorarla hasta que sintió su salvaje
necesidad, rogándole por su placer.
Y él se lo dio. Lentamente, y después rápido, su lengua se movió hasta
que ella levantó las caderas y estiró su cabello, más rápido... Jack gritó su
nombre y él abrazó sus caderas mientras ella se dejaba llevar por su
orgasmo, satisfecho de su habilidad para dárselo.
Se quedó quieto, prolongando su clímax con una suave y constante
succión, hasta que ella soltó el aliento que retenía y se relajó en la cama,
deshecha. Perfecta.
Suya.
Cuando finalmente Jack levantó la cabeza, él se acostó en la cama,
abrazándola con fuerza y punteando besos en su barbilla hasta que ella
empezó a besarlo con arrojo. Ella acarició los músculos de su torso hasta el
lugar que él ansiaba, enganchando un dedo en la cintura de sus pantalones.
—Más, por favor.
Eben cerró los ojos, agradeciendo a Dios por haberla recuperado, y le
dejó desabrocharle los pantalones. Levantó las caderas de la cama para
que se los quitara y... sí, trepara a horcajadas sobre él, como si fuera algo
que hubieran hecho muchas veces, como si ella hubiera estado en sus
sueños todas las noches cuando se lo había imaginado.
—Jack —susurró. Él acarició su cintura, deslizando las manos hasta sus
pechos llenos y volviendo a bajar por sus exuberantes curvas para agarrar
sus caderas y ajustarla a él, su calor como fuego contra su duro eje erguido.
—Por favor, Eben... necesito...
—Lo sé, amor. —La besó, lamiendo sus labios para saborearla. Él
también la necesitaba. La había necesitado siempre. Todos los días. Cada
hora. Cada minuto desde que ella le dejó—. Lo sé.
Se posicionó contra su entrada, perdiéndose justo antes de su apretada
y ardiente funda antes de detenerse. Ella sacudió las caderas, y él la
mantuvo inmóvil.
—Eben... —se quejó ella.
—No —dijo con los dientes apretados—. Quiero mirarte.
—Mírame después.
Eben gruñó cuando ella se movió contra él y la detuvo de nuevo.
—Te miraré ahora. He estado desesperado por ver esto desde que te
fuiste. —Se mantuvo quieto, deleitándose con su mirada. Jack elevándose
por encima de él, tentándolo más allá de la razón. Él era tan duro y ella tan
suave, y Dios, había pasado mucho tiempo desde que la había tocado.
Demasiado tiempo.
—No quiero hacerte daño.
Jack le puso las manos en el pecho.
—No lo harás. Maldita sea, Eben. Por favor.
—Chica codiciosa.
—Sólo contigo. Solo por ti.
No pudo resistir las palabras, el deseo en ellas que coincidía tan bien
con el suyo, y la soltó, dejando que ella se sentara, apretada, caliente y tan

~ 125 ~
gloriosamente húmeda que casi llegó con ese movimiento único y
grandioso.
No. Jack primero. Jack siempre.
Alargó la mano hacia la sensible y constreñida carne justo sobre el
lugar donde se unían, acariciando y girando como sabía que le gustaba
mientras ella se movía sobre él ajustándose a su longitud, deslizándose,
jadeando, otorgándole el mejor placer que alguna vez había conocido.
No la dejaría ir mañana.
No la dejaría ir nunca más.
La desesperación luchó con el placer, y sus manos sujetaron sus
caderas una vez más manteniéndola inmóvil, llenándola... henchido de ella.
—Mírame.
Ella obedeció la orden sin dudar y a él le dolió el pecho cuando la
miró... por primera vez en mucho tiempo. Sacudió la cabeza.
—Nunca debería haberte dejado ir. —Jack cerró los ojos ante las
palabras, y él distinguió su dolor. Distinguió el anhelo en ella. Lo reconoció
como propio—. Debería haberte puesto lo primero. Por encima de todo.
Jack se quedó inmóvil.
—Yo no quería eso. Solo quería ser parte de esto.
Cristo, él había sido un imbécil.
—No sabía cómo hacerlo.
—Lo sé. Pero ya es pasado.
—No. No lo es. Aun está aquí. Jack, tú lo eras todo. Y cuando te fuiste...
—La elevó, el deslizamiento de su suavidad un latigazo a lo largo de su dura
longitud. Si lograra hacerla sentir placer, si le recordara cómo habían sido
una vez... —Tú eres todo. Y sin ti, yo no soy nada en absoluto.
Entonces la hizo rodar en la cama, colocándose encima y acunándola
en sus brazos, desesperado por sentirla en todas partes. Sosteniendo su
rostro en las manos deseó que lo escuchara. Que le comprendiera.
—He vivido en el pasado durante doce años.
Sus ojos, sus hermosos ojos, se humedecieron con lágrimas y susurró:
—Como yo. Estaba tan llena de recuerdos que no tenía espacio para
hacer nuevos.
—Perdóname. —La volvió a besar. Ella le entendería y volvería con él—.
Por favor, amor. Por favor, perdóname.
Jack movió sus caderas y él siseó de placer.
—¿Creamos un nuevo recuerdo ahora?
Maldita sea. Sí.
Comenzó a moverse, el recuerdo se afianzó. Sí.
—Eben...
—Dime.
—Más adentro...
Sí.
—Mi amor.
—Más fuerte...
Sí.
—Eben...
Le dio todo lo que le pidió, hablándole al oído, diciéndole la verdad,

~ 126 ~
todas las cosas que él hubiera deseado haberle dicho antes de que se
fuera.
—Siempre has sido tú. Todo siempre ha sido por ti. —Y luego, como una
oración—. Te amo.
Jack gritó apretándolo fuerte y llevándolo con ella. Él gimió, empujando
profundamente, moviéndose contra ella y exprimiendo todo su placer.
Jack. Pasado, presente y futuro.
Entonces ella susurró su propia verdad como un regalo.
—Siempre fuiste tú, Eben. Siempre fue esto.
Sí.
Presionó su frente contra la de ella, respirándola, apoderándose de sus
labios en un beso largo y prolongado, poniendo toda su alma en sus
caricias, deseando poder borrar el pasado y comenzar de nuevo desde aquí.
A partir de este momento único y perfecto.
Deseando poder volver a empezar y ser el hombre que ella merecía.
Jack se aferró a él jadeante, suspirando su consternación cuando él se
incorporó. No la dejaría. Nunca. Los tapó con las mantas y ella se movió en
sus brazos, apoyando la cabeza en su pecho, descansando en el lugar que
había estado vacío desde que se había ido. El lugar que él había guardado
para ella.
Deslizó los dedos por su piel increíblemente suave. Ella levantó la
cabeza y le dio un beso en el pecho.
—Tu corazón está palpitando.
Eben frotó una mano sobre él.
—Ha estado parado durante mucho tiempo. Está aprendiendo a latir de
nuevo.
Jack lo observó durante un momento antes de capturar su mano entre
las suyas y presionarla contra su pecho.
—Los dos tienen que volver a latir juntos.
Su mirada se dirigió donde sus dedos se entrelazaban, maravillados
ante el tacto, ante su presencia, antes de deslizarse al medallón dorado con
incrustaciones de enredaderas finamente enrolladas. Levantó el colgante.
¿De dónde había salido? Trazó el dibujo con un dedo. ¿Se lo había dado
su prometido perfecto? Una ráfaga de renuencia lo recorrió al pensar que
era el regalo de otro hombre el que se posaba contra su cálida piel, que
había estado allí con los dos cuando se habían deleitado el uno con el otro.
Jack registró su atención y tomó el medallón, sujetando con fuerza el
cierre. Él la miró a los ojos, amplios y llenos de emoción.
—Lo compré el día que me fui de Londres. Un regalo.
La vergüenza lo recorrió. El regalo que él no había pensado darle. Era
casi peor que descubrir que era el regalo de otro hombre.
—Para comenzar tu futuro —dijo en un suspiro bajo y áspero. Un futuro
sin él.
Un futuro que podría haber tenido también si no hubiera sido tan
estúpido.
—No, Eben. —Sus ojos llenos de lágrimas de nuevo—. No. Para llorar mi
pasado.
Jack manipuló el colgante, abriendo el pestillo para revelar el tesoro

~ 127 ~
que escondía dentro, contra su corazón. Eben entrecerró la mirada en el
pequeño compartimento, examinando el círculo de papel pequeño y
amarillento.
Un copo de nieve.
Su corazón comenzó a tronar.
—Supongo que ya no lo necesito —susurró ella.
¿Qué? No pensaría que lo iba a dejar. Ahora no. No era posible que Jack
creyera que la dejaría ir. No cuando tenía la oportunidad de recuperarla de
nuevo.
E iba a recuperarla, maldita sea.
Sosteniendo el medallón, lo cerró, protegiendo el pequeño círculo de
papel y colocándolo de nuevo en su pecho, besándola antes de apartarse
de ella, reacio a soltarla incluso mientras se inclinaba y buscaba en el suelo
su chaleco y soltaba la larga cadena de oro del bolsillo. Se giró con el reloj
colgando en la mano. La sorpresa se reflejó en la mirada de Jack cuando se
enfocó en el reloj, sorpresa seguida por una felicidad radiante y bienvenida
que le hizo sentir como un rey.
—Tu reloj.
—No es un reloj. Es un talismán. —Abrió la parte trasera revelando la
verdad de sus palabras, mostrándole el lugar donde estaba la inscripción ya
suavizada por haberla frotado continuamente. Y allí dentro, otro copo de
nieve amarillento. La marca de Jack. Ella contuvo el aliento y acarició el
papel como si fuera tan frágil como un verdadero copo de nieve.
—Era todo lo que me quedaba de ti —le explicó con voz ronca—.
Después de ahuyentarte.
Una lágrima corrió por su mejilla y él dejó caer el reloj, abrazándola, su
pecho apretado por la emoción. Él podía soportarlo todo, doce años sin
ella... pero no sus lágrimas.
—No mi amor. No llores. No por mí. No lo valgo. No merezco tus
lágrimas.
Ella le acarició el cabello, abrazándolo mientras más lágrimas caían y,
finalmente, lo apartó lo suficiente para encontrarse con sus ojos y que él
reconociera sus sentimientos.
Furia.
—Siempre has tomado esa decisión por mí. Lo que vales. Y estoy
cansada de eso.
Jack se alejó de sus brazos, levantándose como Venus, fuerte y
hermosa, envolviéndose en una manta de la cama mientras se ponía de pie.
—Decidiste que debíamos esperar para casarnos. Decidiste que tenías
que ser rico. Decidiste que la finca tenía que salir a flote. Decidiste que no
podía estar a tu lado mientras trabajabas. Decidiste que no podía amarte
mientras eras pobre. Decidiste que tú... —Se quedó sin aliento y él se
incorporó, acercándose nuevamente a ella, siendo rechazado otra vez—.
No... —Él bajó la mano al instante, incluso mientras ansiaba tocarla para
borrar el dolor que siguió—. Me pintaste la perfección. Me pusiste en un
pedestal y me convencí de que era demasiado frágil para ser tuya.
La declaración lo destruyó. Se sentó en la cama.
—¿Qué? No. Nunca fue así. —Siempre la había querido a su lado. Solo

~ 128 ~
era... —. Quería ser lo suficientemente bueno para ti. Quería que todo fuera
digno de ti.
—Eso es una estupidez. Yo podría haberlo construido contigo.
Podríamos haber estado juntos. Arreglarlo juntos.
Él se quedó inmóvil. ¿Cuántas veces había soñado con esto? ¿Acostarse
hambriento y cansado y seguro de poder olerla y sentirla contra él?
Pero había sido demasiado tarde. Él la había hecho huir con su deber y
su obsesión con lo que algún día podía darle, olvidando todo el tiempo lo
que él podía darle todos los días. Rico o pobre. En la enfermedad y en la
salud.
Mientras los dos vivieran.
—¿Por qué no viniste por mí después de irme?
—Quería hacerlo.
Más que respirar.
—Me prometiste que lo harías.
—Quería hacerlo —repitió—. Pero Jack, estabas viendo el mundo. ¿Qué
podría ofrecerte aquí? Una insignificante vida sumida en el pasado.
Jack soltó un suspiro de exasperación.
—Me habrías dado el futuro con el hombre que amaba. Eso era todo lo
que siempre quise.
La verdad se enrolló en su interior y le atravesó. Había pasado doce
años sin reconocerla. La rodeó con la mano, su piel desnuda contra su brazo
de seda. La atrajo y ella se acercó, sujetándole la cabeza mientras él
presionaba su rostro contra su vientre.
—Podrías habérmelo dado todo.
Todavía podía.
—Lo he jodido.
—Lo hiciste, y bastante.
—Desde el comienzo.
—No. Solo desde el medio.
No desde el medio. A él le parecía desde siempre.
No. Desde el pasado.
—No puedes casarte con tu idiota escocés.
—¿Por qué no?
—Porque él nunca te amará como te amo yo.
Su mirada se suavizó, y el placer se acumuló en lo profundo de él,
como el hielo agrietándose en el primer día cálido de primavera.
—Él nunca me hizo sentir dolor ni tristeza como tú.
Eben se puso de pie, acunando su rostro con las manos.
—Lo siento. Déjame arreglarlo. Dime cómo arreglarlo.
—Sólo quería que me eligieras. Sólo quise que me amaras.
—Lo hago —declaró, tomando su boca en un largo y exuberante beso,
desesperado por su toque. Por sentirla—. Maldita sea, Jack. Todo... todo lo
que tengo... todo lo que soy... es todo tuyo.
—No lo quiero. Solo te quiero a ti.
—Siempre me has tenido. Recorriendo el mundo, con más de una
década entre nosotros, me tenías. —Se besaron de nuevo durante mucho
tiempo, hasta que ella se estremeció en sus brazos.

~ 129 ~
Eben fue hasta la chimenea, dándole la espalda mientras se agachaba
para golpear el pedernal y avivar las llamas. Una vez que el fuego ardió, se
volvió, esperando que ella estuviera lejos de la cama, en algún lugar donde
pudieran hablar, volver al pasado, comenzar de cero.
Excepto que ella ya estaba donde pertenecía, en su cama una vez más,
con las sábanas hasta la barbilla mientras lo observaba, el brillo naranja del
fuego se reflejaba en sus ojos.
—Vuelve a la cama —le pidió con ternura.
Eben sacudió la cabeza y se desvió hacia el escritorio del otro extremo
de la habitación, donde había dejado el violín a primera hora de la noche.
Levantándolo, se volvió hacia ella.
—Te debo una deuda.
Jack agrandó los ojos y se sentó, sosteniendo las sábanas contra su
pecho mientras una sonrisa se extendía por su rostro.
—Me he arrepentido de no haber tocado para ti todas las noches desde
la última. Solía acostarme en esa cama y mirar la oscuridad preguntándome
si te hubieras quedado si tan solo...
Dejó que las palabras se desvanecieran mientras levantaba el
instrumento hasta su barbilla, colocaba el arco en las cuerdas y tocaba para
la mujer que amaba. Cerró los ojos en el momento en que comenzó la
música, infundiéndolo con su arrepentimiento y su deseo y amor por Jack,
quien, por algún milagro, había regresado a él. Tocó como si fuera su única
oportunidad de convencerla de quedarse, su única oportunidad de
recuperarla, su única esperanza.
Y cuando los últimos acordes de la música se desvanecieron en silencio
a su alrededor abrió los ojos, encontrando de inmediato los suyos, viendo
las lágrimas manchar sus mejillas.
—Eben —murmuró su nombre como una oración, calentándolo desde
adentro—. Lo echaba mucho de menos.
Él bajó el violín.
—Feliz Navidad, Jack.
Una lágrima rodó por su mejilla y musitó:
—Te amo.
Pero Eben la escuchó y dejó caer el instrumento a la alfombra,
subiéndose a la cama para besarla.
Jack chilló ante su toque.
—¡Estas frio!
—Tú eres el sol —respondió, acercándola y adorando su calor.
Amándola
Ella sonrió, apoyando la cabeza en su pecho, su cálido y maravilloso
peso contra él. Eben besó su cabeza.
—Está nevando en Navidad.
Jack bostezó, con los ojos cerrados.
—Es un milagro.
Eben la sostuvo así durante lo que pareció una eternidad, hasta que su
respiración se acompasó y se durmió en sus brazos en su cálido capullo,
olvidándose de todo lo que había en el mundo.
Permaneció despierto durante horas en la oscuridad, con miedo de

~ 130 ~
dormir. Temiendo que ella no estuviera allí cuando él despertara.
Temiendo que este milagro no se prolongara.

Capítulo Nueve

Isla de Naxos, dos meses antes.

Jack estaba de pie en la Portara, mirando el mar Egeo, incapaz de ver el


agua zafiro o el brillo del sol poniente cuando Fergus MacBride habló desde
detrás.
—¿Oro o plomo?
Sorprendida, Jack se volvió y vio al escocés apoyado contra la enorme
jamba de la puerta de piedra, con los brazos cruzados y una curiosa sonrisa
en su apuesto y joven rostro. Sacudió la cabeza.
—Yo no...
—¿Oro o plomo? —repitió—. Las flechas de Eros.
—Ninguna.
—Mentirosa.
Jack resopló, ligeramente sorprendida por la acusación.
—No es una mentira.

~ 131 ~
—Es una pena. Esperaba que te dispararan con amor por mí,
muchacha.
No consiguió evitar igualar su amplia sonrisa seductora.
—Tienes veintiséis años y eres lo suficientemente guapo como para
hacer creer a una chica que el Diablo vino directamente de Escocia. Podrías
tener a la mujer que quisieras.
Él le guiñó un ojo.
—Quizás he estado buscando a una mujer mayor para que me
concediera su mano.
Hizo un gesto hacia la ciudad en la distancia, donde su tía Jane y ella se
habían quedado durante el último mes.
—Mi tía está leyendo en la terraza.
Su risa se desvaneció en el mar y el silencio hasta que, finalmente,
Fergus dijo:
—¿Lo harías?
Ella miró sus cálidos ojos marrones.
—¿Hacer qué?
—Concederme tu mano.
La confusión la asaltó. Fergus había estado viajando con Jack y tía Jane
durante tres meses. Lady Darby era famosa por coleccionar aduladores,
pero lo que había comenzado en Constantinopla como uno de los caprichos
de su tía terminó con Fergus y Jack convirtiéndose en amigos. Pero nunca,
en todo el tiempo que habían viajado juntos, se le había ocurrido que
Fergus considerara su amistad como... algo más.
—¿Estás...? —se calló.
Fergus sonrió, mostrando una expresión avergonzada.
—Dijiste que te estabas cansando de los viajes de tu tía.
Era cierto. Tía Jane sería capaz fácilmente de pasar el resto de sus días
viviendo con sus atestados baúles sin volver nunca a Londres. Pero doce
años eran mucho tiempo para Jack, el tiempo suficiente para que añorara
su hogar.
Para que añorara al hombre que una vez había considerado su hogar.
El pensamiento se tropezó con la mirada de Fergus.
—Lo estoy, pero... —Una vez más, se quedó sin palabras.
—Te estás cansando de ser la compañera de una dama y yo no puedo
viajar por el mundo para siempre. Tengo un hogar en Escocia que me llama
y finalmente necesitaré una esposa como tú.
—Finalmente.
Levantó un hombro con un encogimiento de hombros despreocupado.
—No necesito esperar cuando he encontrado a una buena amiga.
—Amiga.
Él sonrió.
—¿Tienes problemas para entenderme, lady Jacqueline?
—No. Te entiendo muy bien.
Fergus se enderezó en toda su altura, su pelo rojo demasiado largo
cayendo sobre su frente.
—Déjame decírtelo más claro. Necesito una esposa. Y creo que tú
necesitas un marido. ¿Qué te parece si lo intentamos?

~ 132 ~
La primera propuesta de matrimonio de Jack pronunciada cuando el
viento los envolvía desde el mar Egeo, el brillo de la puesta de sol dorada
convertía el momento en un paraíso. Excepto que no era el paraíso. Porque
no era la propuesta que ella quería.
Nunca lo sería.
—Es una encantadora oferta.
Él ladeó la cabeza.
—Pero no una que estés dispuesta a aceptar.
—No puedo casarme contigo.
—¿Por qué no?
—Porque no me amas.
Él asintió con la cabeza, y el alivio embargó a Jack.
—Me gustas mucho, muchacha. Y los buenos matrimonios se basan en
menos que eso.
Era una buena oferta. Fergus era un buen amigo. Atractivo y amable,
con fondos interminables y una finca en Escocia para vivir.
—¿Por qué no admites la verdad? —preguntó, arrancándola de sus
pensamientos.
Ella se limitó a mirarlo unos minutos.
—De acuerdo. No te quiero. —Las palabras no contenían malicia.
Tampoco se lo pareció a él, si el destello de los dientes blancos de Fergus
era una indicación.
—Pero te gusto mucho.
Jack sonrió.
—Cuando no te estás comportando como un loco, también me gustas.
—Cuéntame. ¿Cuántas veces has pensado en volver con él?
La pregunta llegó de la nada. Fergus no debería saber que había un
“él” por quien preguntar. No había nadie sobre quien preguntar, ¿verdad?
Habían pasado doce años, y seguramente todo el mundo había avanzado.
No era como si ella hubiera pedido enamorarse de Eben.
Pero lo había hecho. Lo había hecho y no había ningún hombre que
quisiera tener como él; el chico que había mantenido a raya a las
tormentas, le había regalado nieve y la había hecho creer en el amor. Y
después llegaron las lágrimas. El recuerdo de los brazos de Eben, de sus
amplias sonrisas, de sus hermosos ojos, sus anchos hombros y sus suaves
besos. El anhelo por él.
Le contó la verdad.
—He pensado en volver con él todos los días desde que me fui.
No hubo sorpresa en la respuesta de Fergus, solo una comprensión
amable.
—¿Y por qué no lo has hecho?
Miró al mar, susurrando al viento.
—Porque... nunca vino a buscarme.
—Bueno, claramente es un bawbag, un cabrón.
Ella se echó a reír sorprendida por el insulto escocés.
—Sí, más bien lo es.
—Pero tú tienes la cabeza llena de nubes —agregó Fergus.
—¿Cómo dices?

~ 133 ~
—¿Lo amas?
—Sí.
—¿Todavía?
Respiró hondo, dejando que el sol y la sal se extendieran por ella, sus
pensamientos lejos de Londres, donde ya se estaba enfriando con el aire
fresco del otoño. Extrañaba el frío cuando las noches se hacían más largas,
y recorrer la casa sin ser vista. Hasta la biblioteca.
Hasta Eben.
—Siempre.
—Entonces, ¿por qué lo dejaste?
Observó las olas romperse e ir hacia la orilla durante una eternidad.
—Porque no podía quedarme y dejar que él me abandonara primero.
—No te culpo por eso. Todos huimos de algo. —Fergus estuvo en
silencio unos minutos—. Pero me han dicho que el corazón quiere lo que
ama.
Dios sabía que eso era verdad.
—No quiero amarlo.
—Me parece que si no quisieras amarlo, no lo amarías.
—No vino a por mí. —Le dolía el corazón por la confesión. ¿Cuánto
tiempo había esperado que apareciera? ¿Qué la encontrara, se arrodillara y
le rogara que fuera suya? Pero no había venido.
Igual que ella no había regresado.
—Eso es porque es un idiota. —Ella se rió de nuevo, limpiándose las
lágrimas de las mejillas cuando Fergus agregó—: Si viniera, ¿te irías con él?
No había razón para no decir la verdad.
—Sí. Sin dudarlo.
Fergus hizo una pausa antes de decir ásperamente.
—Entonces tú también eres una idiota.
Solo quedaba un poco de sol, volviendo la piedra rosa y naranja y
sumergiendo toda la ciudad en una luz mágica, robando el aliento de Jack.
Lastimando su corazón, igual que lo hizo mientras recorría el mundo. Doce
años de exploración, presenciando la belleza del mundo, explorando sus
secretos y conociendo a su gente, y Jack no había pasado un día en que no
hubiera olvidado su amor por Eben.
Se volvió hacia Fergus, el temor recorriéndola.
—Y si vuelvo... ¿Y si soy la única que recuerda?
—¿Y si no lo eres?
—¿Y si él no me ama?
—¿Y si lo hace?
¿Y si él estaba allí, esperando? ¿Tal como ella?
—¿Qué pasa si me quedo destrozada?
Él sonrió y extendió las manos ampliamente.
—Si te quedas destrozada, siempre existirá Escocia.
El miedo dio paso a la esperanza. Siniestra y maravillosa esperanza.
—¿Llegaremos a él antes de Navidad?

~ 134 ~
Capítulo Diez

Boxing Day, 26 de diciembre

El duque de Allryd se despertó en una habitación fría, el sol cegador


entraba por la ventana, seguro de haber desperdiciado la mañana más
importante de su vida. Se incorporó, volviéndose hacia la mujer que había
tenido la noche anterior, y descubriendo nada más que un puñado de
sábanas frías.
Se había ido.
Era el Boxing Day, y ella se había ido.
Se suponía que tenía que marcharse hoy para casarse. Para comenzar
su vida en Escocia. Para tener un futuro.
¿Él había perdido su futuro?
Salió de la cama sin casi recordar recoger la bata antes de salir de la
habitación, con las piernas desnudas, atándosela mientras bajaba las
silenciosas escaleras y entraba en la cocina.
Vacía.

~ 135 ~
Giró sobre sus talones y se dirigió a otros lugares donde podría estar.
La biblioteca. Vacía. Sintió un nudo en la boca del estómago cuando se
dirigió al comedor, ¿estaría desayunando? Aunque ya sabía la respuesta.
Vacío.
¿Lo habría dejado?
No podía hacerlo. No podía dejarlo.
¿Lo había soñado? ¿A ella?
Sus perturbados pensamientos se estaban volviendo cada vez más
irracionales. Regresó al vestíbulo, tal vez estuviera allí.
No estaba, pero Lawton estaba sentado en su escritorio, trabajando.
Levantó la vista cuando Eben entró con la mirada feroz observando todos
los rincones oscuros del estudio.
—No sabía que hoy tocaba vestirse tan ligero —pronunció secamente
su compañero.
—¿Qué hora es?
Lawton arqueó las cejas, pero miró el reloj de su escritorio.
—Las nueve y media.
—¿Has visto...? —se detuvo, preguntándose ridículamente si realmente
la habría soñado. Se pasó una mano por el pelo—. ¿A Jack? ¿Lady Jack?
¿Lady Jacqueline Mosby?
Lawton inclinó la cabeza, con una ligera diversión en su mirada.
—Yo no la tengo. ¿La has perdido?
Eben frunció el ceño.
—La última vez que la vi estaba justo donde pertenecía.
—¿En su propia casa preparando su ajuar de boda?
—En mi cama. —¿La había perdido? El pánico le invadió—. Charles... no
puedo perderla. No cuando acabo de recuperarla.
Un latido. Lawton se levantó, se quitó las gafas y las puso sobre el
escritorio, con la boca mostrando una línea determinada.
—Bien. Tenemos que encontrarla antes de que se vaya.
Eben negó con la cabeza.
—Ya se ha ido.
—No es posible. No puede ser. Hay casi metro y medio de nieve afuera.
No se habrá aventurado a marcharse.
Nieve. La esperanza se inflamó. La milagrosa tormenta de nieve que él
había pensado era un regalo del universo para ella. No había sido así. Era
un regalo para él.
Lawton se acercó y le dio una palmada en el hombro.
—Está nevando. Ella está en casa. Está aquí.
La afirmación le golpeó.
No. Ella no estaba en casa. Pero eso no significaba que se hubiera ido.
Eben fue a la sala de música seguido por un curioso Lawton. Abriendo la
puerta, entró en la oscura sala con un propósito inquebrantable.
—¿Tienes la intención de convocarla con música? —preguntó su socio.
Eben lo ignoró y levantó la mano hacia la pintura de los sátiros.
—Allryd —agregó Lawton, muy cuidadosamente, como si estuviera
hablando con un loco—. No creo que esta sea la... —se calló cuando el
cuadro giró sobre sus goznes para revelar la puerta de la pared—. Bueno.

~ 136 ~
Esto ha sido bastante inesperado.
«Por favor que esté desbloqueada».
Si estaba bloqueada sería una señal. La prueba de que Jack se había
ido. Eben puso una mano en el tirador y lo movió.
La puerta se abrió, y él exhaló un breve suspiro de alivio antes de
cruzar la puerta y entrar en la biblioteca, donde tía Jane estaba sentada en
una ventana baja contemplando el paisaje gris.
Ella se dio la vuelta, sin inmutarse al ver a los dos hombres, uno de los
cuales no llevaba nada más que una bata, que entraban por una puerta
desconocida interrumpiendo su silencio matutino. Dirigió una mirada
entendida hacia Eben sin vacilación.
—Ya era hora de que cruzaras esa puerta.
Eben no tenía tiempo para que le sorprendiera que tía Jane supiera lo
de la puerta secreta entre las casas. Estaba demasiado ocupado
cruzándola. Justo como debería haberla usado hace doce años cuando Jack
abandonó su estudio en plena noche. Justo como debería haberla usado
todos los días desde entonces, hasta que la encontrara. Hasta que él la
buscara.
—Me voy a casar con ella.
Una ceja gris se arqueó.
—No si él se casa con ella primero.
Su corazón comenzó a latir con fuerza.
—¡Y un cuerno!
Ella asintió hacia la puerta de la sala.
—Entonces será mejor que sigas tu camino.
Y eso hizo. Eben salió corriendo a toda velocidad, desesperado por
reclamar su amor y su futuro.
La encontró descendiendo los escalones del vestíbulo de la casa, con
un vestido de día normal de un hermoso azul marino que contrastaba con el
rico bronce de su garganta bañada por el sol y acariciaba las exuberantes
curvas del corpiño, cayendo en amplias ondas al suelo.
Parecía la perfección. Como una reina.
—Eres preciosa. —Era una verdad sin adulterar. Jack se sonrojó, un
rubor rosa que se extendió por sus mejillas y salpicó la piel de encima del
corpiño.
Jack parpadeó al mirar su atuendo, abriendo los ojos ante la bata
ceñida, sus labios se abrieron con un jadeo sorprendido al ver sus piernas y
pies desnudos. Miró por encima del hombro a tía Jane y Lawton, una
audiencia no deseada de lo que iba a suceder.
Pero Eben había tenido doce años para hacer esto correctamente,
perseguirla por todo el mundo y convencerla de que merecía una segunda
oportunidad, y ya se había quedado sin tiempo. Él se acercó, la
desesperación recorriéndole. Jack no podía dejarle para casarse con otro.
No después de lo de anoche. No después de dejar que la tocara. No
después de dejar que la amara.
No podía dejarlo roto y vacío, no cuando todo lo que quería era llenar
su vida con ella y con felicidad.
—Jack. —Casi la había alcanzado. Ella se paró en el segundo escalón,

~ 137 ~
alzándose como la realeza. Eben fijó la mirada en su pecho, donde el
medallón de oro yacía contra su piel. El medallón que guardaba su copo de
nieve. Su pasado.
La incredulidad lo persiguió. No lo llevaría contra su corazón mientras
se prometía a otro, ¿verdad?
—Eben... —susurró, y él se sintió golpeado con dos emociones gemelas,
un deseo desesperado de escuchar lo que tenía que decir y el abyecto
terror de que estaba a punto de decirle que había llegado demasiado tarde
y elegido a otro.
—Espera —dijo, deteniéndola—. Cuando apareciste en mi cocina hace
dos noches te dije que no había pensado en la puerta desde hace años. Era
mentira. He pensado en ella todos los días. La desbloqueé para ti todos los
días. Cada noche. Desde la noche que te fuiste. Nunca la cerré. Nunca quise
hacerlo. Siempre quise que la cruzaras.
Las lágrimas brillaron en los ojos de Jack.
—Yo deseaba volver y utilizarla. Pero... tenía miedo.
El temor lo recorrió.
—¿De mí?
—De la idea de que no quisieras que la cruzara.
—Lo deseaba —le juró—. Más que nada.
—Y de ti no utilizándola.
Qué tonto había sido.
—Lo he hecho ahora. Sólo dime que no es demasiado tarde y...
Un fuerte e insistente golpe sonó detrás de él. Jack alzó la vista y él se
giró para seguir su mirada hacia la enorme puerta de roble con
incrustaciones talladas de hiedra. Por un momento, el silencio impregnó el
vestíbulo, como si nadie de los presentes estuviera seguro de cuál era el
protocolo a seguir para este momento en particular.
—Hoy no hay personal —explicó tía Jane.
—Deberíamos... —comenzó Lawton.
—No —dijo Eben—. Yo lo haré.
Se dirigió a la puerta, el terror afectándole profundamente mientras la
abría y revelaba el cielo de un azul perfecto, acompañado por una ráfaga
de aire helado y nieve que casi lo derribó de frío y removió la tela de su
atuendo inapropiado.
En el escalón había una figura alta y delgada envuelta en una capa
negra, cuya capucha cubría todo menos una mandíbula angular y bien
afeitada. Y apoyada sobre el hombro de la figura, una herramienta de
mango largo. Una pala.
El hombre empujó la capucha hacia atrás para revelar una cara
atractiva, campechana y una amplia sonrisa.
—¡Buen día! —saludó con un grueso acento escocés—. ¡He venido al
rescate! —Miró las piernas desnudas de Eben y agregó—: ¡Mejor déjame
entrar, hombre, antes de que tu mitad inferior se congele!
Detrás de él, Eben escuchó la risa sorprendida de Lawton.
Eben dio un paso atrás, observando cómo el hombre entraba
quitándose la capa y sacudiendo la cabeza como un gran perro, enviando
nieve a todas partes antes de mirar a los reunidos y presentarse.

~ 138 ~
—Fergus MacBride —repuso, antes de mirar a Jack reflejando en sus
ojos algo tan aterrador como la alegría—. Milady, te ves hermosa como una
brisa.
Tal vez Eben habría tolerado al jovial escocés en un momento diferente
y en un lugar diferente. O haberlo encontrado entretenido y amable.
Probablemente no, pero puede que sí.
Excepto que Jack se relajó ante el brillo de la mirada de Fergus, y ese
fue el fin de cualquier posible afinidad que pudiera tener con los escoceses
porque, maldita sea, ella era suya.
Lo sabía desde que eran niños. Desde la primera vez que la abrazó y
ella le susurró sus sueños, sueños que él había jurado hacer realidad.
Sueños que aún tenía tiempo de hacer realidad.
Si la convencía de que merecía la pena.
Solo quería que me eligieras, le susurró la noche anterior. Solo quise
que me amaras.
Seguramente eso significaba que ella también lo amaba, ¿no es así?
No significaba que amaba a Fergus... un Fergus que estaba
acercándose a ella.
No. Ella amaba a Eben. Estaba seguro. Completamente.
—Un momento.
Cuatro pares de ojos volaron hacia él, pero solo se preocupó por uno de
ellos; su amor. Su corazón, arrancado de él doce años antes, salió a la
superficie.
—Te amo —declaró, desgarrado y desesperado. Se acercó a ella
ignorando la audiencia. Dirigiéndose solo a Jack—. Te he amado desde
siempre. Te llevo conmigo, la única luz en mi aburrida y oscura vida.
»Todo ese tiempo te dije que era por ti. No lo era. Era por mí. Para
demostrarte que era el hombre que deseaba ser cuando estaba contigo. Y
esa es la verdad. Nunca seré lo suficientemente bueno para ti. Pero te
amaré siempre, Jack.
—Eben.
Eben le pasó el dedo por la mejilla y sacudió la cabeza.
—Si lo eliges a él no me opondré —dijo, sorprendido y no a la vez por
sus palabras—. Dios sabe que nunca he probado mi valía. Pero quiero que
sepas... —Apoyó la frente en la de ella—... Que nunca he dejado de amarte.
Todo lo que soy. Todo lo que tengo. Siempre ha sido tuyo. Y siempre lo será.
Ella posó las manos en sus hombros, sosteniéndolo con fuerza, y él
cerró los ojos adorando el toque aunque le lastimara.
—Jack —susurró—. Destrocé nuestro pasado. Déjame compensarte.
Déjame darte el futuro. Quédate.
Las lágrimas no dejaban de brotar, y cada una de ellas le encogía el
pecho. Eben las limpió de sus mejillas, mirándola fijamente.
—Quédate conmigo.
Jack respiró hondo.
—Quédate conmigo, por favor —le suplicó de nuevo—. Tengamos el
futuro que deberíamos haber tenido desde el principio. Por favor, déjame
amarte. —Sujetó sus manos y se arrodilló ante ella, como un caballero
prometiendo lealtad a su reina. Jack contuvo la respiración y apretó su

~ 139 ~
mano mientras la miraba—. Soy un estúpido egoísta, Jack. Y un codicioso.
Pero te quiero. Por siempre.
¿Por qué estaba ella sacudiendo la cabeza? No podía decir que no. Le
sujetó más fuerte las manos, como si esa acción la retuviera y así no fuera
capaz de escabullirse. Si ella decía que no... tendría que dejarla ir.
—Eben. —Le acunó las mejillas sin afeitar—. No tienes que
convencerme de amarte. Siempre te he amado. Todavía te amo. Te amaré
por siempre.
Jack presionó suavemente sus labios contra los de él. El triunfo lo
recorrió haciéndolo débil, luego poderosamente fuerte, lo suficientemente
fuerte como para que las manos le picaran y le dolieran los brazos por
abrazarla.
Excepto que había una asamblea reunida.
En particular el escocés jovial que iba a casarse con ella, pero que no
parecía en absoluto descontento con la escena que se desarrollaba ante él.
—¿Ya se lo has preguntado? —preguntó Fergus.
—No —respondió Jack. Eben escuchó la vacilación en su voz—. Tenía
que estar segura de que él lo deseaba.
—Lo deseo —le aseguró Eben—. Lo que sea. Lo deseo. Debería haber
ido por ti. Ahora estoy aquí. Lo estaré siempre.
—Eso parece prometedor —replicó el escocés, balanceándose en sus
pies—. No hay tiempo como el presente, Jacqueline.
Eben miró a Fergus, frunciendo el ceño.
—¿Preguntarme qué? —Miró a Jack, todavía con los ojos húmedos y una
sonrisa en el rostro—. ¿Preguntarme qué?
El vestíbulo se quedó en silencio, y ella tragó. Estaba nerviosa.
—No me voy a casar con Fergus.
El alivio lo recorrió.
—No vas... —Alivio y algo más. Comprensión—. Espera. ¿No vas a
hacerlo?
Jack se estremeció.
—No debería de habértelo dicho, pero tenía miedo... —le confesó en un
murmullo.
Él la escuchó de todos modos. Le había mentido sobre Fergus. Sobre la
boda.
Tendría que estar furioso. Pero aunque lo intentó, le fue imposible
encontrar las fuerzas para hacerlo. Le había mentido. Ella no sabía muy
bien lo que había hecho.
No, no estaba enfadado. Estaba eufórico.
Sin embargo, antes de que poder decírselo, ella respiró hondo.
—¿Quieres ..? —se interrumpió, las palabras se atascaron en su
garganta.
«Cualquier cosa que desees».
Él tomó su rostro entre sus manos.
—Sí. Sea lo que sea, Jack, es tuyo.
Jack lanzó un resoplido de risa. Era perfecta.
—Todavía no puedes decir que sí. Tengo que preguntártelo.
Eben asintió sin comprender, pero queriendo que ella tuviera todo lo

~ 140 ~
que soñaba.
—Entonces, dímelo.
—Eben, ¿te casarás conmigo?
La sangre rugió en sus oídos ante la pregunta tan inesperada. Él iría
tras ella como un perro con una correa si eso era lo que le ofrecía. Claro que
se casaría con ella. Pero un sí, no parecía una respuesta suficiente. La besó,
alzándola hacia él y tomando su boca hasta que le rodeó con los brazos y
pensó en llevarla a la cama.
No le importaban los testigos. Ella iba a ser su esposa, y los esposos
llevaban a sus esposas a la cama, maldita sea.
Era vagamente consciente de la respuesta colectiva de los reunidos: un
grito salvaje del escocés, una risa profunda de Lawton y un pequeño
resoplido de tía Jane, quien añadió:
—Todavía no creo que la merezcas, pero si ella es feliz...
Eben levantó la cabeza, incapaz de evitar besar a Jack y sonrió.
—Sé muy bien que no la merezco, pero prometo hacerla siempre feliz.
—¡Ha funcionado! —Fue la arrogante respuesta de tía Jane.
Jack puso los ojos en blanco.
La frente de Eben se frunció.
—¿Qué ha funcionado?
—¡El shortbread! —alardeó su tía.
Jack se echó a reír, el radiante sonido agrietó a Eben, llenando su
oscuridad de luz.
—El shortbread casi lo mata, tía Jane.
—Tonterías. Ese shortbread ha unido matrimonios por amor durante
generaciones.
Matrimonios por amor.
Las piezas encajaron en su lugar. Nochebuena. Los recuerdos de su
pasado. Sus comidas favoritas.
—Has regresado por mí —farfulló Eben, incapaz de evitar la emoción de
su voz.
—Tuve que hacerlo.
—Volviste a mí.
—Tenía que saber si me amabas aun.
—Lo hago.
Lawton intervino, confundido.
—¿Pero entonces no había un prometido? Bueno, esto ha sido muy
inesperado.
Fergus intervino:
—Para ser justos, me ofrecí a casarme con ella.
Eben no apartó la vista de Jack cuando respondió al escocés.
—No te vas a casar con ella.
Fergus sonrió.
—Es difícil casarse con una muchacha tan enamorada de otro.
—Eres un buen amigo —le dijo Jack al escocés antes de volverse hacia
Eben—. Se ofreció a casarse conmigo si yo no era capaz de recuperarte.
Como si alguna vez hubiera tenido la oportunidad de no conseguirlo.
—Soy yo quien podría no haberte recuperado.

~ 141 ~
—Pues seguro que no estoy ofreciéndote matrimonio a ti, Duque.
Eben ignoró al escocés y la risa de los demás, enfocándose solo en su
amor.
—Déjame recuperarte, Jack. Déjame mostrarte cómo es.
—Ya sé cómo es. Lo he estado soñando desde el día en que crucé esa
puerta por primera vez.
El corazón de Eben se llenó de algo desconocido, abriéndose con un
chirrido y latiendo con alegría.
—Regresaste por mí.
—¿Me perdonas?
No había nada que perdonar.
—¿Perdonarte? No estoy seguro de cómo agradecértelo. Tendré que
conformarme con amarte más allá de la razón.
—Te lo permitiré.
—¡Te dije que las galletas funcionaban! —volvió a presumir tía Jane, y
Jack se rió.
Eben respondió sin apartar la mirada de su futura esposa.
—Ya éramos un matrimonio por amor. Tus galletas venenosas no eran
necesarias.
—¡Tonterías! —Tía Jane hizo un gesto con la mano antes de dirigirse a
Lawton y Fergus—: Ninguno de vosotros se irá de esta casa sin probarlas. —
La anciana se llevó a los caballeros reacios y demasiado educados de vuelta
a la cocina, sin duda para atiborrarlos de cosas espantosas.
—Mejor ellos que yo —añadió Eben contra la boca divertida de Jack,
robándole otro beso.
—No lo sé —jadeó Jack después de un largo rato, mientras Eben
deslizaba su boca por su barbilla hasta detenerse en su oreja—. Tal vez
fueron las galletas.
—No lo fueron —le contradijo, levantándola en brazos y subiendo las
escaleras con el sonido de su risa—. Fuiste tú. Mi brillante y hermoso
pasado. Mi milagro presente.
E inmediatamente se dispuso a darle el futuro que ella merecía.

Epílogo

... Y nevó cada Navidad a partir de entonces.

~ 142 ~
HEREDERA SOLITARIA

SOPHIE JORDAN

~ 143 ~
Capítulo Uno

La habían abandonado.
Annis Ballister dio otra vuelta por la casa para estar segura, sus pasos
hacían eco en el silencio. El salón, la salita, todas las habitaciones... todo
vacío. Incluso el fantasmal salón de baile que no se usaba desde hace
décadas y que necesitaba urgentemente una buena limpieza estaba vacío.
A sus hermanas pequeñas les gustaba divertirse allí, imaginando que eran
debutantes en un gran baile en Londres. En cualquier lugar que no fuera
aquí.

~ 144 ~
Pero ahora no estaban. El sitio estaba vacío.
—¿Hola? —Su voz resonó en las vigas del viejo castillo escocés que su
padre había ganado en una partida de whist.
Su padre había pensado que unas vacaciones en las Highlands de
Escocia eran una idea perfecta. Un escape de la ciudad. Había cazado
ciervos con mucha alegría mientras su madre languidecía en el interior,
bebiendo jerez y desesperada por su exilio a un lugar tan primitivo mientras
releía viejos periódicos de escándalos.
A Annis no le importó irse de la ciudad, era un respiro. De todos modos
casi no había nadie en Londres en los meses de invierno. Aunque la verdad
sea dicha, incluso en el apogeo de la Temporada, ella hubiera preferido
quedarse en el campo. Aunque nadie había tenido en cuenta sus deseos en
ese asunto.
Continuamente se había sentido juzgada, examinada y considerada
insuficiente por la buena aristocracia... y considerando que esas eran las
únicas personas con las que su madre se mezclaba, la vida resultaba
tediosa.
A decir verdad, Annis encontraba una absoluta belleza en las
Highlands, incluso cubierta de nieve y con un frío desagradable en esta
época del año, conmovían su alma. Una circunstancia fortuita ya que,
aparentemente, su familia se había olvidado de ella. La habían dejado y
regresado a esa jaula dorada por la que penaba su madre.
Estaba completa y verdaderamente sola. Abandonada.
—Increíble —murmuró mientras se levantaba las faldas y se dirigía a la
cocina. Aunque tampoco le provocaba demasiada molestia. Como una de
seis hermanas rara vez podía concederse el lujo de estar sola. En parte le
agradaba el eco del silencio. Por el tiempo que durara. Y no podía durar
mucho. Volverían una vez que se dieran cuenta de que la habían dejado.
Annis bajó los escalones de piedra con cuidado, mirando dónde
colocaba los pies y temblando cuando el frío se intensificó. Se apretó el chal
en los hombros y entró en la cocina, escuchando el zumbido de Fenella. Un
sonido que conocía bien, ya que había pasado mucho tiempo en la cocina
disfrutando de la compañía del ama de llaves. Fenella era una persona
interesante, llena de animadas historias casi demasiado descabelladas para
creérselas.
Así que... no estaba enteramente sola. Se sintió agradecida. Fenella
estaba de espaldas a Annis atareada con algo sobre la mesa que tenía
delante.
—Hola —la saludó Annis, su voz resonando en las paredes de la
cavernosa cocina.
Fenella chilló, arrojando un montón de masa al aire. Se giró para mirar
a Annis con una mano nudosa presionando su delgado pecho.
—¡Muchacha! ¡Me has dado un susto!
—Lo siento.
El ama de llaves sacudió la cabeza.
—¿Qué haces aquí? Deberías haberte ido esta mañana con tu familia.
Ya tenía la confirmación, se habían marchado mientras ella dormía. Por
improbable que pareciera, su familia la había olvidado. Algo fácil de

~ 145 ~
entender. Eran una familia numerosa con numerosos empleados y al
parecer se habían ido con cierta prisa. Ni siquiera era mediodía. Sus
hermanas eran muy madrugadoras. Si no se hubiera quedado despierta
leyendo tan tarde a la luz de las velas, se habría levantado a su hora
habitual.
—No sabía que nos íbamos hoy. —Habían planeado quedarse hasta
mañana. Para gran disgusto de su madre, su padre le había dicho que iban
a permanecer allí durante una quincena y nadie le obligaría a irse antes.
Quería tener bastantes oportunidades para cazar y afirmó que tendrían
tiempo suficiente para llegar a Londres antes de Navidad. Se había
mostrado muy decidido con ese asunto. Annis no se imaginaba lo que le
habría hecho cambiar de opinión y precipitar una partida tan temprana.
Fenella agitó un brazo.
—¿No has oído el tumulto?
Annis se resistió a señalar que ocupaba el dormitorio más alejado en el
tercer piso. Eso tampoco había sido aleatorio. Había elegido la habitación
por su lejanía de todos los demás, ansiando esa rara privacidad.
Fenella continuó:
—Angus despertó a todos temprano. La nieve está aumentando en el
paso, y a la velocidad con la que cae todos corríais el riesgo de quedaros
atrapados aquí.
Ah. Annis asintió. Su madre no hubiera aguantado quedarse atrapada
aquí ni un día más de lo necesario. Se imaginaba el frenético éxodo de su
familia y el personal.
—Bien. Me imagino que mi padre enviará a uno de los cocheros a
buscarme una vez que se den cuenta que me he quedado atrás —sonrió.
Tendría algo que reprochar a sus padres. Quizás lo utilizara como chantaje
para no acudir al siguiente baile o fiesta al que su madre la intentara forzar
a ir.
Justo en ese momento la puerta que conducía al exterior de las cocinas
se abrió, dejando pasar una ráfaga de viento frío. Angus, el jardinero y
hermano de Fenella, sacudió la nieve de sus hombros y se quitó el sombrero
dándole un golpe en el pantalón, deteniéndose a mitad del movimiento
cuando su mirada se posó en Annis. Se enderezó.
—¡Ah! ¿Qué estás haciendo aquí, muchacha?
—¡Se han olvidado de ella! —exclamó Fenella, con indignación en su
voz mientras señalaba a Annis con el dedo.
Sus grandes ojos pasaron de Annis a Fenella antes de fijarlos en su
hermana.
—¿Y ahora qué? ¿Qué hacemos con ella? —le preguntó a Fenella.
—Estoy segura que mi padre enviará un carruaje a buscarme —repitió
Annis a Angus.
La miraron fijamente.
Expectante, esperó su confirmación. Realmente no veía razón para
tanta agitación.
—No —respondió Angus, sacudiendo la cabeza lentamente y con tono
solemne—. No hay forma de atravesar el paso. Estás atrapada aquí hasta
que la nieve se derrita.

~ 146 ~
—¿Se derrita? —El estómago se le anudó. No podía ser tan malo como
sonaba—. ¿Y cuándo será eso?
Angus se encogió de hombros e intercambió una mirada sombría con el
ama de llaves.
—Quizás... en marzo.

***

Annis movió sus cosas a una de las habitaciones más grandes.


La habitación que sus padres habían ocupado tenía una chimenea de
proporciones gigantescas y el resto del castillo estaba un poco sucio. Estaba
muy segura de que querría calentarse durante los próximos meses.
Meses. Se quedaría aquí durante meses. No pasaría la Navidad en
Mayfair con su bulliciosa familia. Tenía sentimientos encontrados sobre ese
asunto. Adoraba los adornos de Navidad en la ciudad. Los villancicos. Las
ramas de acebo. El ganso gordo de Nochebuena. Pero su familia era
abrumadora. Daba la bienvenida a la paz de un respiro. Tiempo para leer
sin interrupciones. Nadie tomando prestadas sus cintas o su ropa. Ni peleas
que requirieran su mediación.
Suspirando, retiró la pesada colcha y se deslizó debajo. Estaba
cansada, a pesar de no haber hecho nada más que sentarse y mirar por la
ventana la nieve que caía sin parar, esperando ver a su padre como si
Angus se hubiera equivocado. Como si su padre apareciera milagrosamente
para rescatarla.
La fortaleza contaba con una impresionante biblioteca, así que tendría
libros para entretenerse durante su estancia. Y tenía a Fenella y Angus,
tampoco estaba completamente sola. No obstante, era muy poco consuelo
cuando pensaba en lo preocupado que estaría su padre. Llamaba a Annis su
hija más razonable, lo que significaba que no se entregaba a la histeria
como lo hacían sus hermanas y su madre. Al menos su padre se sentiría
reconfortado ante el hecho de no quedarse sola. Su madre, a su manera,
también se preocuparía.
Los vientos cargados de nieve aullaban fuera de la torre y golpeaban
las contraventanas de la única ventana de la cámara. Apagó la vela de la
mesita lateral. Sólo la luz proyectada por el fuego salvaba la habitación de
la oscuridad total.
Cerrando los ojos, se acomodó en la gran cama y se dispuso a dormir.

~ 147 ~
Capítulo Dos

Annis se despertó repentinamente, sentándose en la cama con un


jadeo ahogado. Temblando, tiró de las mantas hasta la barbilla. Cielos,
hacía frío.
Parpadeó en la oscuridad, luchando a través de la niebla de su mente.
No parecía su habitación en Mayfair. Para empezar nunca estaba tan
helada. Por lo general, si se despertaba a media noche era porque una de
sus hermanas había invadido su habitación por alguna razón. Las gemelas
compartían una habitación y cuando llegaban a los golpes, lo que ocurría
con frecuencia y en todo momento, una de ellas invadía el dominio de Annis
para escapar de la otra, sin importar que eso significara acabar con su paz.
Pero ni Cordelia ni Deidra estaban alrededor. Escudriñó la penumbra de
la habitación. Estaba sola.
Un grito lejano llegó desde abajo y sus manos aferraron las gruesas
mantas. Salió de la cama y sus pies rozaron la alfombra antigua, lo recordó
todo rápidamente.
Estaba en Escocia. Nevaba. La habían dejado atrás solo con Fenella y
Angus como compañía.
Otro grito sonó desde algún lugar profundo en las entrañas de la
fortaleza. Preocupada porque Fenella o Angus se hubieran caído o
estuvieran en algún apuro, se puso la bata mientras salía corriendo del
dormitorio y bajaba las escaleras curvas, esperando que su imaginación
fuera lo más terrorífico del asunto.
Con los pies descalzos recorrió el pasillo poco iluminado, la bata se
agitaba en los tobillos. En el rellano del segundo piso miró por encima de la
barandilla hacia el vestíbulo.
Llevando un grueso camisón de lana, Fenella conversaba con una
imponente figura encapuchada. La nieve salpicaba su sombrero y su abrigo.
Estaba claro que el hombre no era Angus. El jardinero se veía frágil y
diminuto en comparación con este extraño.
Annis frunció el ceño y se inclinó más, curiosa por un visitante que
llegaba tan tarde en la noche en medio de una tormenta de nieve, nada
menos.
No podía escuchar lo que decían, pero dio un pequeño salto cuando
Fenella de repente vociferó llamando a Angus.
Annis gritó:
—¿Fenella? ¿Algo anda mal? —Como la hija de su padre, y el único
miembro de su familia presente, ella era la dueña de la casa. Era una
responsabilidad que no debía tomarse a la ligera.
Ambas cabezas se alzaron para mirarla, pero ella solo tenía ojos para el
extraño.
El aliento se quedó atrapado en su pecho, una gran burbuja en su
interior cuando la mirada fija del hombre se centró en ella. Excepto que él
no era un extraño. Desafortunadamente, lo conocía.
De hecho, lo recordaba bien. Los ojos oscuros. El atractivo rostro. Oh,
sí. Conocía a este hombre. Lo reconocería en cualquier parte. La

~ 148 ~
mortificación la inundó cuando recordó su mirada helada rozándola como si
fuera una sabandija arrastrada por el gato.
Echó hacia atrás los hombros y levantó la barbilla. Esta era su casa. Él
era el intruso. No tenía por qué avergonzarse. No esta vez.
No había esperado volver a verlo, especialmente cuando ella tenía un
aspecto tan desaliñado. Su cabello se estaba deshaciendo de la trenza que
se hizo hace horas y su nariz estaba tan fría que estaba segura que era del
color rojo de las bayas. Y sus pies descalzos se asomaban bajo el dobladillo.
A pesar de lo vergonzoso que era su aspecto desastroso, no era más
embarazoso que la primera vez que el duque de Sinclair la miró. No quería
revivir ese recuerdo.

***

Hace nueve días...

Annis salió del carruaje y se detuvo para inspeccionar Glencrainn, el


gran castillo que tenía delante y que se alzaba hasta los cielos. La
estructura gris pálida era varios tonos más clara que el cielo tormentoso de
invierno sobre ella. Ese efecto lograba que el castillo que su padre había
ganado pareciera una modesta casa señorial.
—Deja de perder el tiempo, Annis. También queremos bajar. —Un fuerte
golpe en la espalda la impulsó hacia adelante y la envió al suelo lleno de
nieve. Era imposible decir cuál de sus hermanas la había empujado. Ahora
que Imogen había conseguido un prometido con una baronía, todas las
hermanas Ballister restantes tenían más ganas que nunca de encontrar un
buen partido. Como si les hubieran lanzado un guante. Ningún atroz
comportamiento estaba por encima de ellas. Cada una era heredera por
derecho propio.
Las manos de Annis salvaron su rostro de un impacto peor. Los codos,
sin embargo, golpearon el suelo. Su dignidad tampoco se salvó.
Sus hermanas salieron detrás, prácticamente pisándola en su prisa. Se
golpearon y empujaron las unas a las otras, atacándose como un nido de
víboras.
—En serio, Annis —proclamó Regan en tono acusador. Su segunda
hermana más joven era considerada la más hermosa de las chicas Ballister
—. ¿Tienes que ser tan torpe?
¿Torpe? No. Por lo general, no lo era. ¿Ocasionalmente patosa? Sí. Casi
siempre.
Annis escupió la nieve de su boca. Levantó la vista y se quedó helada
cuando fijó los ojos en un par de botas desgastadas directamente en su
línea de visión. Se apoyó en los codos doloridos siguiendo el camino de las
botas por unos ajustados y muy usados pantalones, y subió por el largo
cuerpo hacia unos ojos insondables sin sentido del humor que la miraban
fijamente. Una mirada neutra. Boca seria. Su mandíbula cuadrada estaba
tensa. Necesitaba afeitarse. Una incipiente barba le ensombrecía la barbilla,
pero incluso eso no le restaba valor a su atractivo.
El hombre no hizo ningún movimiento para ayudarla.

~ 149 ~
—Tú. El de ahí —llamó su padre, mirando al hombre de cara estoica
mientras bajaba los peldaños del carruaje—. Busca a tu señor y ocúpate de
nuestro carruaje. —Vio a Annis en el suelo—. ¿Hija? ¿Qué estás haciendo en
el suelo?
Absteniéndose de girar los ojos, Annis se puso de rodillas.
—¡Este lugar es enorme! —bramó Cordelia, girando en círculo en el
patio con la boca abierta—. ¿Te imaginas ser la dueña de un lugar tan
grandioso? Compensaría la vida tan lejos de Londres.
—Sí, sí, me lo imagino perfectamente. —Deidra dio un tirón a sus rizos
—. Pero no te molestes en aumentar tu imaginación, ya que nunca serás la
dueña de este lugar. El duque de Sinclair nunca querría casarse con una
inútil con cara de boba como tú.
—¡Deja de decir eso! ¡Somos gemelas! —chilló Cordelia—. ¡Idénticas!
—Ni hablar. Yo soy la más guapa. Todo el mundo lo sabe —rebatió
Deidra, chillando cuando Cordelia se lanzó hacia ella con los puños
levantados. Regan, desafortunadamente, se metió en su camino y recibió
un puñetazo en la barbilla que la lanzó a un gemido incesante.
—¡Chicas! ¡Chicas! —exclamó su padre con cansancio.
—¡Papá! —Penélope, la hermana de quince años, dio un pisotón en el
suelo—. Son vergonzosas. ¿Y si el duque las ve?
Su padre se frotó la cara con una mano enguantada, sin duda
lamentando haber acompañado a su horda de hijas solteras en este viaje.
No es que su madre le hubiera dado otra opción. Según ella, lo único bueno
que tenía el que su padre las arrastrara a este rincón de la tierra era que un
duque vivía en la zona. Incluso aunque fuera escocés, un duque era un
duque, y su madre quería que cada una de sus hijas se casara con un título.
El hombre rudo finalmente habló:
—Sinclair no acepta avisos para visitar a nadie.
Cuando Annis se puso de pie sacudiéndose la ropa, le pareció
extrañamente irreverente que un sirviente se refiriera a su amo con tanta
indiferencia, pero ¿qué sabía ella? ¿Sería un trato normal escocés?
Su padre echó los hombros hacia atrás con irritación. No había
amasado una fortuna sin haber ganado un montón de arrogancia. No
toleraría que un sirviente lo rechazara tan bruscamente.
Señaló la casa.
—Sé un buen tipo y hazle saber al duque que su nuevo vecino, Evered
Ballister, le está convocando.
Sus hermanas se calmaron, como si sintieran que nadie les estaba
haciendo caso, y miraron expectantes al sirviente listas para soltar un
puchero o una rabieta, lo que fuera que resultara del asunto.
El hombre no se movió. Annis se preguntó si había escuchado a su
padre. Su mirada se fijó en ellos.
—Sinclair no tiene nada que decir a ninguno de ustedes.
Annis parpadeó, observando que su labio superior se curvaba
ligeramente.
El pecho de su padre se hinchó ante la impertinencia del sirviente.
—Escucha...
Sorprendentemente, el hombre se volvió sin siquiera molestarse en

~ 150 ~
escuchar el discurso de su padre y les dio la espalda a todos.
Cordelia resopló.
—¡Qué patán tan insolente! El duque debería despedirlo.
La cara de su padre estaba roja y Annis sabía que no estaba seguro de
cómo proceder.
—Papá, tal vez deberíamos entrar —sugirió. Para empezar, no había
querido venir, pero su madre había insistido. Annis era la segunda hermana
mayor. Aunque no era una belleza como Regan o Imogen, su madre
esperaba que Annis encontrara un marido por sí misma, daba igual que
quisiera tal cosa o no.
—¿Entrar? —exigió Regan—. ¿Sin conocer al duque? ¡No podemos!
Mamá dijo que tenemos que encontrarnos con él. Una de nosotras
seguramente lo conquistará. Mamá insiste en que, naturalmente, se
enamorará de una de nosotras ya que somos iguales en herencia, pero, ¡yo
soy la más guapa! ¡Quiero ser duquesa! —Dio un pisotón.
Annis parpadeó lentamente y negó con la cabeza, segura de que el
duque las estaba escuchando desde donde se escondiera dentro del
castillo. Era mortificante.
El sirviente estaba casi en la puerta principal cuando se detuvo y,
dándose la vuelta, se dirigió a todos.
—Puedo asegurarles que Sinclair no se enamorará de ninguna de
ustedes. Desperdicien su tiempo y esfuerzo en otro lugar y regresen a casa.
—¿Cómo lo sabes? —exigió Cordelia con un beligerante movimiento de
su barbilla.
Él se tomó su tiempo para responder, dio un paso adelante y Annis
notó la longitud de sus piernas musculosas envueltas en pantalones de lana
y botas. Se alzaba sobre todos ellos. Una brisa ásperamente fría se levantó,
removiendo su cabello oscuro alrededor de su cabeza. Su duro atractivo era
muy parecido a la campiña circundante: salvaje, despiadado y un poco
peligroso.
—Porque soy el duque. —El anuncio cayó como una roca entre ellos—.
Y preferiría besar el trasero de una oveja antes que casarme con cualquiera
de ustedes, muchachas.
Dicho esto, entró por la gran puerta de madera y la cerró con un golpe
seco.

~ 151 ~
Capítulo Tres

En la actualidad...

Annis aún escuchaba el ruido de esa gruesa puerta cerrándose frente a


ellos mientras todos se quedaban como un cuadro sorprendido, congelado.
El sonido había resonado en sus oídos todas estas noches.
Ahora ese hombre horrible estaba aquí, en su casa. En su vestíbulo.
El calor se extendió por su cara y agradeció la distancia entre ellos. Ella
estaba arriba y él abajo. Ojalá no detectara sus ardientes mejillas. Era
posible que ni siquiera la reconociera. Al fin y al cabo, había sido una de las
cinco jóvenes del patio. Y su aspecto era diferente. Llevaba camisón y
estaba a varios metros de él en un vestíbulo sombreado.
—Tú. —Su profunda voz resonó en el gran vestíbulo.
Demonios. La había reconocido.
Annis agarró la barandilla y se recordó a sí misma que esta era su casa.
Ella pertenecía aquí. Duque o no, él no.
Ella levantó la barbilla.
—¿Qué estás haciendo aquí?
—He venido a buscar a Fenella y Angus. —Su acento era un poco
menos intenso que los otros habitantes. Una pizca más culto. Debería
haberlo notado cuando asumieron que era un sirviente.
Annis frunció el ceño. Primero había dicho que preferiría besar el
trasero de una oveja en lugar de casarse con ella, o con cualquiera de sus
hermanas, y ahora estaba aquí para robarle el personal de la casa y dejarla
realmente sola en este gran montón de piedras. No. No sucedería.
—¿Qué estás haciendo aquí? —le exigió—. Pensaba que tu familia ya se
había ido. —Miró a ambos lados de ella, como si esperara que sus hermanas
aparecieran de repente.
—Oh, se han ido. —Fenella lanzó una mirada hacia Annis—. Pero se
olvidaron de ella.
La vergüenza la enrojeció ante la osada declaración.
El duque miró a Annis y a Fenella antes de preguntarle al ama de
llaves:
—¿La han olvidado? ¿Qué quieres decir con que se han olvidado de
ella? —El desconcierto resonó en su voz.
Annis soltó un fuerte suspiro. La mortificación se intensificó.
—Tengo una gran familia —increpó en defensa.
Él la miró como si tuviera dos cabezas.

~ 152 ~
—¿Por eso te olvidaron?
¿Por qué sonaba mucho peor cuando se pronunciaba en voz alta?
—Se fueron apresuradamente. La nieve estaba cerrando el paso.
Fenella asintió sabiamente.
—Ella está atascada aquí.
El duque gruñó algo en gaélico y se pasó una mano por el pelo cubierto
de nieve. Se paseó en un círculo, encharcando el suelo.
Annis lo miró con recelo. Refinado o no, aún era difícil de creer que este
hombre fuera un duque y no un sirviente. Ya había visto duques en Londres;
todos desde lejos, pero los había observado y él no se parecía a esos nobles
dignos y elegantes.
Recorrió con la mirada su figura. Con ese desgastado abrigo se parecía
más a un campesino común que a un noble. Era grosero, rudo y...
masculino.
El duque se detuvo y la miró.
—Muy bien entonces —espetó, cada musculo vibrando con hostilidad—.
Reúne algunas cosas. También tendrás que venir.
—No voy a ninguna parte contigo, y tampoco Fenella y Angus. Ahora, si
eres tan amable de retirarte de mi casa. Es bastante tarde.
Por un momento pareció divertido, pero la ráfaga de risa que se le
escapó no sonó alegre.
—Te vienes conmigo. Una banda de ladrones está aterrorizando la zona
robando todas las casas desocupadas durante el invierno. No voy a dejar a
un anciano, a una mujer, y a una joven tonta para defenderse contra esa
desagradable banda.
—Ladrones —repitió ella. Una imagen de rufianes salvajes asaltando el
castillo cruzó por su mente. Miró hacia la puerta que estaba ligeramente
entreabierta, con el viento y la nieve entrando por la ligera abertura.
—Sí, bandidos. —La profunda voz volvió a captar su atención—. El
vicario de un pueblo cercano se ha arriesgado a venir para avisarme. Si
deseas volver a casa en primavera con tu virtud y tu vida intactas, te
sugiero que vuelvas a tu habitación y te pongas ropa adecuada para viajar
a mi castillo.
Annis no se movió. La historia de los bandidos no podía ser cierta. En
esta época moderna esas cosas no ocurrían.
Y su sugerencia, no, demanda, de que ella lo acompañara para
protegerla... Ridícula. Era un patán malhumorado y no iría a ninguna parte
con él.
Recuperó la voz.
—Aprecio tu preocupación, pero estaremos bien. Las puertas tienen
cerrojos y las ventanas...
—¿Estás loca, muchacha? —Sacudiendo la cabeza, se dirigió hacia ella.
Annis se alejó de la barandilla.
—¿Qué estás haciendo? —Él no estaba subiendo las escaleras. No se
atrevería—. ¡Detente ahí, Sinclair! —Sí. Era un duque, pero el título se
quedó en su garganta. Era un tratamiento demasiado educado, demasiado
formal, demasiado elegante para un hombre como él.
Aún así siguió avanzando, sus pies pisaban con fuerza los escalones.

~ 153 ~
Annis se apartó de la barandilla observando que su cabeza aparecía
primero, luego los hombros y el resto de él. Cielos, realmente era alto.
No se paró hasta que llegó al rellano y se detuvo a un par de metros de
ella. Solo estaban ellos dos.
—No deberías estar aquí. Es bastante inapropiado. —¿Era suya esa
estrangulada voz chillona?
—Vístete para el viaje. Nos vamos.
—No me voy.
—Eres una muchacha egoísta. —Su mirada azul la fulminó donde
estaba—. Si no te preocupas por ti misma, entonces piensa en la pareja que
está abajo. —Extendió un dedo señalando a Fenella—. Si te quedas, ellos se
quedan. No podré persuadirles de lo contrario. E intentarán defender este
lugar. Y a ti. ¿Qué crees que esos rufianes les harán? ¿O no te importa un
maldito cuerno?
Annis soltó un suspiro tembloroso, afectada por el escenario que
describía. Aunque solo fuera mínimamente verdad, no podía quedarse aquí.
—¿Qué vas a hacer? —la presionó—. ¿Vendrás voluntariamente como
una buena muchacha o tendré que llevarte? Porque no voy a dejar que
Fenella y Angus mueran por ti.
Su mirada sostuvo la de ella, dura y resuelta. Annis se obligó a no
apartar la vista. Nunca se había sentido así... tan expuesta. Con tantas
hermanas estaba acostumbrada a ser invisible.
—¿Y bien?
No. Tampoco quería que les hicieran daño por ella. No quería que nadie
saliera herido.
Necesitaba dejar de lado la estúpida vergüenza por su primer
encuentro. La conveniencia de viajar sola con él, con solo dos sirvientes
como carabina, no importaba. Esta era una situación grave. Además. Nadie
se enteraría de que, durante un corto tiempo, estuvo sola con el nada
convencional duque de Sinclair. Detendrían a los bandidos y regresaría aquí
con Fenella y Angus hasta que el paso se despejara.
Ignoró el pequeño temblor de emoción que la recorrió ante la
perspectiva de una aventura con este hombre impresionante. Ella no era
como sus hermanas que se dejaban impresionar rápidamente por una cara
bonita.
—Muy bien. Voy a cambiarme de ropa.

***

Calder la recordaba bien.


Ella era a quien habían empujado desde el carruaje. Se había caído en
un montón indigno de faldas con volantes con varias hembras chillonas a su
alrededor.
No recordaba nada de las demás hijas de Ballister, aparte de que le
habían hecho sangrar las orejas con todos sus penetrantes maullidos. Solo
se acordaba de ella. La muchacha se había quedado en silencio. Lo
recordaba. Sus ojos eran tan grandes y azules como un cielo primaveral, y
su rostro se había vuelto rosa mientras el drama se desarrollaba a su

~ 154 ~
alrededor.
¿Qué clase de personas olvidaban a su propia hija y hermana?
Sacudiendo la cabeza, bajó las escaleras donde estaba Fenella
mirándolo.
El ama de llaves apoyó los puños en sus estrechas caderas.
—Escucha, muchacho, no tienes que ser rudo con ella. Ella es muy
agradable. No como sus hermanas que son unas inútiles.
Se encogió de hombros, no le gustaba que la opinión de Fenella
coincidiera con la suya. Esta era diferente de sus hermanas, pero no lo
suficiente. Todavía era inglesa. Todavía quería atrapar a un duque. Y
tampoco pertenecía a estas tierras.
Y a él no le interesaba el matrimonio. Especialmente no con alguien
con una familia como la de ella. Hizo una mueca al recordar la multitud de
hermanas gritonas. Ni siquiera había conocido a la madre, pero las hijas
habían sido más que suficiente. De ninguna manera se ataría a ese clan.
Se dirigió a Fenella.
—¿Estás preparada?
Ella frunció los labios.
—No finjas que ella no es bonita. Ya lo sabes.
—Una cara bonita no me afecta.
Fenella lanzó una risa seca.
—Afecta a todos los hombres.
—Aunque fuera la mujer más hermosa de Escocia yo no...
—Necesitas una novia y Glencrainn necesita sangre nueva.
Sus palabras cayeron como pesas en su pecho, presionando y
empujando el aire fuera. No era la primera vez que escuchaba a alguien
expresar esa opinión. A Fenella le gustaba especialmente decirle cómo vivir
su vida, lo había hecho desde que era un niño. Solo últimamente, desde
que cumplió los treinta años, los que compartían esa opinión se estaban
volviendo más insistentes al respecto.
—¿Estás sugiriendo que la muchacha y yo...? —Calder no fue capaz de
articular el resto. ¿De verdad Fenella estaba sugiriendo tal cosa? ¿Quería
que tomara a una Sassenach, una inglesa, como esposa? ¿La misma Fenella
que seguía pensando que la victoria inglesa en Culloden ocurrió ayer y no
hace casi un siglo...?
—Sí. Lo has aplazado el tiempo suficiente. ¿Cuántos años tienes ahora?
—No soy muy viejo —espetó.
—Hum... hum. —Ella levantó las cejas dubitativamente—. Más viejo que
tus padres cuando murieron.
—Gracias por ese sombrío recordatorio. —Fenella lo decía de tal
manera como si él fuera a morir en cualquier momento... y eso de una
mujer que llevaba viva desde que se firmó la Carta Magna... en 1215...
—La vida es fugaz. —La anciana chasqueó los dedos para enfatizar, sus
nudillos rojos e hinchados por las labores de la vida—. Fue una señal
cuando todas esas chicas aparecieron por aquí. —Miró hacia el cielo—. Y
luego se olvidaron de ella... ¡y es la mejor de todas! ¡Es providencial! —
Señaló las escaleras alegremente—. Esa muchacha es para ti. No seas terco
o corres el riesgo de perderla.

~ 155 ~
Calder se quedó mirando fijamente su rostro delgado y arrugado.
¿Habría sucumbido finalmente a la senilidad?
—Estás loca.
Fenella chasqueó la lengua.
—Estoy tan sana como puedo estar y veo las cosas perfectamente.
Mejor que tú. Oh, ya sé lo que necesitas.
El duque suspiró y miró hacia la puerta. Todavía nevaba, el frío soplaba
por la pequeña abertura. La cerró. Realmente necesitaban ponerse en
camino. No tenían tiempo para este retraso.
Fenella continuó:
—Sé exactamente lo que te ayudará.
Él la miró con recelo.
—¿Qué estás diciendo?
—Espera aquí —le ordenó, señalándolo con un dedo.
—Despierta a Angus —voceó el duque—. Y trae tus cosas. Necesitamos
ponernos en camino cuanto antes.
—Lo despertaré. Ese hombre dormiría hasta el fin del mundo.
La observó alejarse, una fuerte ansiedad se aferró a su pecho. Se
sentía así desde el momento en que le contaron lo de los bandidos y
recordó que Fenella y Angus estaban solos y a su merced. Ahora, después
de encontrar a la joven también aquí, la opresión en su pecho se hacía más
fuerte.
Conocía a Fenella y Angus desde que era un niño y su primo vivía
aquí... Antes de que su primo perdiera su herencia en un estúpido juego de
cartas con Ballister. Prácticamente había vivido bajo este mismo techo
después de que sus padres murieran, apoyándose en su primo mayor. Eso
fue hasta que Dougall decidió ir a divertirse y gastar el dinero que no
poseía. Lo último que había escuchado era que Dougall estaba recorriendo
Europa. Maldito idiota irresponsable.
Esperó con tensión, mirando por la ventana alta como la nieve caía
sobre un fondo nocturno. Calder dudó que la sensación incómoda en su
pecho cediera hasta que estuviera a salvo en Glencrainn con sus
protegidos. Hizo una mueca. A pesar de estar atrapado con una heredera
ávida por su título. Era evidente que llevar a la hija de Ballister a casa con
él la comprometería, pero no había nada que pudiera hacer para evitarlo.
No podía abandonarla aquí.
Lanzó otra rápida mirada a la puerta. Normalmente los bandidos
atacaban por la noche y dudaba que dejaran este lugar fuera de su
invasión, especialmente dado su estado de baja ocupación. Solo sería una
cuestión de tiempo antes de que golpearan con sigilo. Estos ladrones eran
fantasmas. Estaba claro que tenían amigos dispuestos a ocultarlos. De lo
contrario, Calder y sus hombres los habrían encontrado. Dios sabía que lo
habían intentado.
Incluso su hogar, que era más formidable y tenía muchos más
ocupantes, estaba en riesgo. Estos bandoleros eran audaces y numerosos.
Esperaba que esta noche no fuera la noche en que planearan atacar
cualquiera de los dos lugares.
Miró con fastidio las escaleras. Con suerte, la señorita Ballister no

~ 156 ~
estaría preparando nada más que una simple maleta. No llevaría un baúl
encima de su caballo.
Finalmente escuchó pasos. Se volvió para ver a Fenella cargando una
bolsa y un libro. Sus nudosas manos acariciaban la desgastada piel de
cuero del tomo que abrazaba cerca de su pecho.
—Está justo aquí —comentó ella, como si él hubiera preguntado.
Calder observó el libro, confuso.
—¿Qué es eso?
—Magia.
El duque parpadeó, una sensación incómoda ondeaba en su piel.
—¿Magia?
—Sí, es un libro de recetas que me regaló hace muchos años mi primo
Fergus.
—¿Es necesario que te lleves tu libro de recetas?
—¿No me escuchas? Hay magia en estas páginas. Una receta en
particular. —Acarició el cuero desgastado—. Esto vale más que el oro. No
puedo dejarlo aquí por si esos sinvergüenzas lo roban. —Lo miró con rabia,
como si él hubiera sugerido que dejara a su hijo—. Tan pronto como
lleguemos a Glencrainn prepararé algunas de mis galletas especiales y te
arreglaran, terminando con esta tontería. Un bocado y verás que la
muchacha y tú sois perfectos el uno para el otro. —Asintió en dirección
donde Annis había estado antes de subir.
—Fenella —suspiró, frotándose la frente—. ¿Me estás diciendo que es
un libro de... hechizos?
—Muérdete la lengua. No soy una bruja. —Miró por encima del hombro
como si alguien estuviera al acecho para escuchar una acusación tan grave
—. Soy simplemente un ama de llaves que pone algo especial en la comida.
—¿Especial? Como, eh... ¿magia?
—En efecto.
¿Y Fenella no llamaba a eso brujería? Los bandidos, la inesperada
presencia de la muchacha y ahora esto... Su cabeza comenzaba a palpitar.
—No me digas que crees que ese libro contiene una receta para...
Ella se rió y asintió con satisfacción.
—Este no es un shortbread ordinario, puedes estar seguro. Galletas de
amor. Sí. Esa sería una descripción más correcta.
Fenella... Estaba... Loca. Tendría que mantenerla alejada de los
cubiertos afilados.
—Estoy lista.
Levantó la vista cuando la señorita Ballister bajó las escaleras, su altivo
tono inglés le irritaba los nervios.
Llevaba un vestido de montar de lana azul oscuro con botones
enjoyados en la chaqueta del corpiño, guantes a juego con adornos de piel
en las muñecas y botas de cuero fino asomando por debajo del dobladillo.
Seguro que iba vestida a la última moda. No había visto nada parecido por
estos lugares, nada de tal calidad en ninguna de las aldeas o incluso
cuando visitó Inverness. Si los ladrones la vieran con sus galas, sin duda la
secuestrarían para pedir un rescate. Suponía que eso sería mejor que la
muerte.

~ 157 ~
Apartó la mirada. Ella era peligrosa. Una chica inglesa ansiosa por
títulos y con la mente en el matrimonio, que viajaba en su compañía sin
una carabina. Era una plaga que necesitaba evitar.
Sabía que los Ballister eran obscenamente ricos, cada hija era una
heredera por derecho propio. Se había asegurado de aprender todo sobre la
gente que serían sus vecinos más cercanos. No es que hubiera tenido que
investigar demasiado profundamente. Su abogado en Glasgow había
respondido a todas sus preguntas. Evered Ballister consiguió su riqueza en
los ferrocarriles y la señora Ballister era conocida por la sociedad británica
por su determinación de ver a sus hijas casadas con la aristocracia.
Como el abuelo de Calder había recibido el título de duque de Sinclair
por su servicio en Waterloo, Calder sabía que solo sería cuestión de tiempo
antes de que las mujeres Ballister aparecieran en su puerta. Un duque era
un duque, después de todo. Incluso aunque sus bolsillos no fueran tan
profundos como el de Ballister. O que fuera escocés y dueño de un simple
castillo en las Highlands.
Mirando a la más calmada de las Ballister, la sospecha surgió en el
fondo de su mente. Casi se imaginó que la habían dejado aquí a propósito.
Deliberadamente.
Si la intrigante señora Ballister sabía algo del invierno en estas partes,
no sería demasiado difícil concebir un plan así. Sin embargo, ¿cómo habría
previsto que los bandidos aterrorizarían los hogares de toda la campiña?
Era demasiado descabellado.
Angus surgió con una pequeña mochila a cuestas.
—No estoy dispuesto a que me asesinen en mi propia cama. Vámonos
ya.
Calder asintió y liberó a la señorita Ballister de su bolsa, deteniéndose
cuando notó que la mirada arrogante de Fenella se estrechaba en los dos.
Era evidente que leía demasiado en una simple cortesía. Reconoció la
picardía. Probablemente se estaba preguntando como de pronto
conseguiría colarle las malditas galletas de amor en la garganta.
—Necesitaré usar tu cocina —declaró Fenella, confirmando sus
sospechas—. Espero que tu cocinera no se interponga en mi camino —
espetó belicosamente.
Fenella y su cocinera definitivamente acabarían a golpes. A su cocinera
no le gustaría que otra persona invadiera su cocina.
Se volvió hacia la puerta, más ansioso que nunca por seguir su camino.
Necesitaba un respiro de las ridículas ideas de Fenella.
Annis arqueó una ceja al abrir la puerta.
—¿Pasa algo?
—No —se rió Fenella, acariciando el libro y pasando delante de ellos
adentrándose en el frío—. Una vez que los dos os comáis mis galletas todo
irá bien.
La delicada frente de Annis se arrugó desconcertada cuando se puso la
capa forrada de piel que llevaba en el brazo.
—¿Galletas?
—Ah, no hables más de tus galletas de amor, mujer —espetó Angus
desdeñosamente.

~ 158 ~
—Esas galletas son responsables de muchas parejas felices —detalló
Fenella en tono indignado—. El vicario, la viuda Grant y el hijo del herrero.
Ese muchacho puede agradecerme que la muchacha de Orson le esté
teniendo en cuenta.
—¿Galletas de amor? —repitió Annis mientras salía, con la voz
contraída en un grito ahogado de sorpresa ante el repentino frío.
Calder levantó las solapas de su abrigo para protegerse mejor de la
picadura del aire.
—Se refiere a los shortbread. Nada más. Ignora a Fenella —le aconsejó
mientras Angus cerraba la puerta principal. Una precaución débil. Con el
castillo vacío los bandidos entrarían fácilmente por las ventanas.
—Mucha suerte con eso —gruñó Angus, metiendo las llaves dentro de
su abrigo antes de moverse hacia el viento y la nieve—. Fenella no es una
persona a quien ignorar en cualquier asunto.
—Palabras a las que debes prestar atención —intervino Fenella con un
fuerte asentimiento, su mirada aguda moviéndose entre Calder y la
muchacha—. A las que debéis prestar atención.
Sacudiendo la cabeza, Calder se dirigió al establo, pero se detuvo al ver
la sonrisa de la señorita Ballister en sus labios. Labios rosados y llenos que
se separaban lo suficiente como para revelar sus dientes blancos y rectos,
excepto por un incisivo ligeramente torcido. Esa pequeña imperfección
fascinó y atrajo su mirada, tensando los músculos de su estómago. Su
sonrisa era un débil sol en medio de la noche de invierno.
Miró hacia otro lado. No tenía sentido buscar el sol en esta tormenta.
—Vamos a darnos prisa.

~ 159 ~
Capítulo Cuatro

Por supuesto que Sinclair solo había traído tres caballos. No contaba
con su presencia.
Como no había otros caballos en los establos, su familia se los había
llevado todos cuando se fueron, cuatro personas tendrían que montar en
tres. Las matemáticas nunca habían sido su materia más fuerte. Era más
experta en historia, ciencia e idiomas, y a pesar de ello, incluso ella sabía
que los números no cuadraban. Dos de ellos montarían un caballo.
Annis sabía que ese destino sería el suyo incluso antes de notar que la
mirada del duque se posaba en ella. No pudo hacer nada más que rechinar
los dientes cuando sus manos le rodearon la cintura y la levantaron,
sentándola en la silla. Él montó detrás y recogió las riendas.
Annis se apoyaba cómodamente contra él. No había otra opción,
aunque no detenía la incómoda vergüenza. Ningún hombre la había
abrazado tan de cerca. Especialmente ningún hombre como él. Un hombre
que afectaba sus sentidos.
El frío los envolvió cuando tomaron un camino que no se veía, sintiendo
los remolinos de viento y la nieve enroscándose.
La nieve caía como un diluvio, golpeando con fuerza la piel expuesta de
su cara y cuello e ignorando su capucha. Estaría bastante mojada para
cuando llegara a su casa. Eso la hizo retorcerse inquieta. Había leído
muchos relatos de personas que murieron cuando estuvieron expuestas a
condiciones como estas.
A pesar de los elementos, avanzaron a un ritmo constante. Incluso con
los cálidos ramalazos de vergüenza que la recorrían por la proximidad del

~ 160 ~
cuerpo del duque, no podía dejar de temblar. La capa de piel era
perfectamente adecuada en la ciudad, pero no era suficiente para
protegerse del viento de las Highlands.
Sinclair murmuró algo y la atrajo contra su pecho. Ella había estado
tratando valientemente de evitar acercarse de nuevo hacia él. Ahora él la
aproximó más, abriendo su abrigo para acurrucarla dentro y compartir su
calor.
Ella separó sus dientes castañeteando.
—No tienes que...
—Calla —gruñó.
—No tienes que ser tan grosero...
—Estás temblando tan fuerte que puedo escuchar tus dientes
chasquear.
Annis sopló sus manos enguantadas intentando calentarse.
Continuaron durante la noche de invierno. Era inquietantemente silenciosa,
solo el murmullo de la nieve, el susurro del viento y los cascos que
resonaban.
Pensó en su familia. Seguramente estarían pasando la noche bajo las
mantas en alguna posada caliente. Sus hermanas probablemente se
estarían peleando, su gran número las obligaría a compartir camas. Ella
sabía que odiarían cada momento y no le dedicarían ni un pensamiento
pasajero. Sacudiéndose el sombrío recordatorio de la familia que la
abandonó, redirigió su atención.
—¿Está muy lejos? —No lo sabía, ya que había llegado en un carruaje
con su familia y viajaron por una carretera.
Sinclair no respondió. Annis intentó rellenar el silencio.
—Fenella es... interesante. Un poco excéntrica.
—Sí. Tienes razón. Interesante. Excéntrica. Posiblemente senil.
Posiblemente una bruja. Tiene suerte de ser lo suficientemente apreciada
en este lugar y no la hayan llevado a juicio. —Annis sintió que se encogía de
hombros y eso solo la hizo más consciente, más sensible a la amplitud de
su pecho—. ¿Quién sabe?
—¿Una bruja? ¿Bromeas? —Se giró para verle el rostro y comprobar si
hablaba en serio. No consiguió leer nada en su expresión. No obstante, fue
asaltada con el recordatorio de lo apuesto que era. Ojos azules y pelo como
la medianoche. Las pestañas serían la envidia de cualquier mujer.
Rápidamente volvió a mirar hacia adelante, con la respiración un poco más
rápida.
—¿Cómo llamarías a una mujer que cree en shortbread mágicos? —
preguntó con un resoplido.
Annis soltó un lento suspiro, reflexionando sobre la pregunta. Le lanzó
una mirada furtiva a la anciana. Fenella tenía una expresión estoica,
mirando al frente, pero sus labios se movían en una conversación privada,
hablando consigo misma. No estaba lo suficientemente cerca para que
Annis la escuchara. ¿Sería algún encantamiento?
—Es posible que confundas su interés en hacerlos con la senilidad. —
Porque ciertamente no había tal cosa como galletas mágicas. Era absurdo.
—Oh. ¿Quieres decir que no crees en los hechizos o en el poder de las

~ 161 ~
galletas de amor?
Annis encogió un hombro, sintiéndose repentinamente un poco mal por
Fenella.
—Para ser justos, hay algunas cosas, muchas cosas en esta vida, que
están más allá de una explicación lógica.
—¿Crees en esas ideas fantasiosas?
—Yo no he dicho eso. —Se erizó ante la mera sugerencia. Ella no era
como otras mujeres. No era como sus hermanas. No creía que hubiera ahí
fuera un caballero de brillante armadura para ella. No creía que el romance
y el amor estuvieran predestinados. Tampoco era la heroína dramática de
las novelas imaginarias—. ¿Cómo hemos llegado a esta charla sobre
galletas de amor? ¿Y... qué se supone que hace una galleta de amor?
—Ah, ¿no lo sabes?
Annis negó con la cabeza, nerviosa por alguna razón. El caballo
relinchó, haciendo chasquear la brida como si sintiera su repentina
inquietud.
—Fenella tiene la intención de hacer esas galletas para mí —explicó.
—¿Para ti?
—Sí, quiere asegurarse de que me rindo a tus encantos. Fenella cree
que sus infernales galletas son capaces de ejercer cierta influencia en los
asuntos del corazón.
Annis abrió la boca y la cerró varias veces, su mortificación se
profundizó. Se había escapado de los esfuerzos de emparejamiento de su
madre... ¿y ahora tenía que lidiar con Fenella? De repente, sintió el cuerpo
de Sinclair tan grande como una roca, como una sombra profunda e
imposible de escapar. Se separó un poco para cortar el contacto entre ellos.
—¡Eso es absurdo!
Annis se giró y observó a Fenella que trotaba unos metros detrás, sus
labios aún moviéndose con su conversación. La momentánea pena que
sintió por la anciana, se desvaneció.
—¿Por qué haría eso? ¿Por qué nos quiere...? —Ni siquiera podía decirlo
en voz alta. Era demasiado descabellado. Esto era peor que lo de su madre.
Su madre no había tratado de relacionarla específicamente con él. Le habría
lanzado al duque a todas sus hijas solteras a la cabeza con la esperanza de
que alguna lo atrapara. Annis se sintió incómodamente seleccionada.
—Al parecer le gustas. Y mucho.
Annis analizó eso. Había pasado buenos ratos charlando con el ama de
llaves los últimos quince días. La compañía de Fenella era una mejora sobre
sus hermanas. No se había dado cuenta de que plantaría tales ideas en la
cabeza de la anciana.
—¿Y por eso piensa que deberíamos... unirnos?
—Sí, correcto.
—Si ni siquiera nos conocemos. —Y sin embargo estaría bajo su techo
durante meses.
—Eso no le importa. Nos conoce y le gustamos los dos, así que ha
decidido que haríamos una buena pareja.
—Tan pronto como lleguemos a tu casa la persuadiré para que se olvide
de esa idea. —Y de sus absurdas galletas de amor.

~ 162 ~
Él gruñó y ella lo sintió moverse en la silla contra ella. Cielos. El era
duro. Sólido. Definitivamente no como su padre blando y rechoncho. Incluso
el futuro marido de Imogen no era como él. El barón era joven, pero era un
centímetro más bajo que Annis y tan regordete y blando como un bebé.
La diferencia entre este hombre y los hombres que conocía era
evidente. Por mucho que rechazara reconocer que era atractivo, su cuerpo
lo aceptaba sin ninguna duda.
Tembló, y esta vez no estaba del todo segura que fuera por el frío.
—La capa que llevas no es adecuada para este clima.
—No estoy tan acostumbrada como tú a este frío.
—¿No se lo dijiste a tus padres?
—¿Mis padres? —¿Qué tenían que ver sus padres con el clima de este
lugar?
—Sí, cuando te enviaron a tocar a mi puerta con la esperanza de
atraparme, ¿les explicaste que los inviernos de las Highlands no te
sentaban bien?
—¿Atraparte? —La indignación estalló en su pecho. Ya era
suficientemente malo que Fenella estuviera jugando a ser una
casamentera, pero que él pensara que era cómplice de las maquinaciones
de sus padres...
—Confieso que no me considero un premio, pero este molesto título
que tengo es otra cosa. Es un yugo en mi cuello, aunque codiciado por
muchos.
—¡Pues no por mí!
—¿En serio? —Esas dos palabras estaban llenas de incredulidad.
—En serio. Tu título no me resulta atractivo, ni tú tampoco. —Era
completamente mentira—. Se necesitaría más que un título para inducirme
al matrimonio.
Sacudió la cabeza dentro de su capucha demasiado grande. Su cabello
cubierto de hielo le golpeó las mejillas con sacudidas punzantes. Deseó
haberse tomado el tiempo de recogerse la pesada mata, pero había tenido
mucha prisa.
—Debería advertirte —dijo cerca de su oído—. No te sientas alentada
porque has fascinado a Fenella. Si tienes algún plan para mí, no funcionará.
No importa cuánto tiempo estemos juntos. No me ataré a alguien como tú.
—¿Como yo? —¡Vaya arrogancia!
—Sí.
¡Como si ella fuera un demonio que viniera a corromperlo! Qué
equivocado estaba. La sugerencia de querer estar atada a cualquier hombre
era absurda. Se rió con ganas, sin poder detenerse.
—¿He dicho algo divertido? —protestó el duque.
—Sí. Piensas que intento casarme contigo. Es muy divertido. Mis
hermanas indudablemente lo pensarían. Soy la más rebelde de todas y eso
es por elección. Mi elección.
El resopló.
—Ninguna mujer elegible se opone al matrimonio. Sospecho que es una
cualidad de nacimiento.
—Yo me opongo. Quiero tomar los votos.

~ 163 ~
—¿Tomar los votos? —repitió, con la voz cargada de escepticismo.
Deseó borrarle las dudas. La verdad lo haría. Y muy bien.
Miró su rostro, molesta al ver la duda reflejada allí. Él no la conocía de
nada. Y pensaba que estaba cortada con el mismo patrón que sus
hermanas.
—Sí —afirmó Annis—. Quiero ser monja.

Capítulo Cinco

La declaración le sorprendió. Quería ser monja. Calder no sabía lo qué


le había impresionado más. ¿Las palabras o la gran decepción que sintió?
Decepción que no tenía derecho a sentir. Ella deseaba una vida al servicio
de Dios. Tendría que admirarla por eso. No envidiarla.
Incluso con una abadía no muy lejos de Glencrainn, nunca había
conocido a una joven que tomara el velo y entrara en sus sagradas
paredes. Ninguna de las chicas con las que había crecido tenía tales
aspiraciones. Todas querían ser esposas y madres.
Se había encontrado con las monjas de la abadía en más de una
ocasión a lo largo de los años. Eran mujeres de edad avanzada. Intentó
imaginar a la muchacha entre ellas. Era una imagen difícil de conseguir. Ella
era joven y vibrante... y prácticamente estaba sentada sobre su regazo
afectándolo de una manera en que una monja no debería afectarlo.

~ 164 ~
—¿Por qué quieres ser monja? —Sabía que no debería importar. No
debería importarle a él. Ni tampoco ser tan consciente de lo bien que su
cuerpo encajaba con el suyo. O el delicioso aroma floral de su cabello
flotando en el aire helado. Deseaba quitarle la capucha y enterrar la nariz
en él.
No era una mujer frágil. Su proximidad lo confirmaba. Era firme y
curvilínea, hecha para el placer. Calder era un hombre grande y ella
encajaría perfectamente con él. Pensar en ella envuelta en un hábito y un
velo durante el resto de sus días era bastante triste.
Maldición. Había pasado demasiado tiempo desde que estuvo con una
mujer. Eso era todo. Tenía que rectificarlo y dejar de pensar en cómo se
vería sin ropa la muchacha, la autodenominada futura monja.
—Quiero pasar los días en una contemplación pensativa. Sin hermanas
chillando. Dedicando el tiempo a la jardinería. Paseando tranquilamente. Y
tener tiempo para leer libros de historia y ciencia. Las abadías cuentan con
bibliotecas impresionantes, ya sabes.
—Y a la oración —le recordó, divertido porque ella no había enumerado
ese detalle bastante significativo—. No olvides las horas dedicadas a la
oración.
—Sí. Claro. A la oración —asintió con algo de agitación—. Ya lo sé —
espetó.
¿Realmente lo sabía? ¿Había considerado seriamente ser monja?
—¿Seguro? Porque suena como si estuvieras contemplando ingresar en
un convento de monjas para escapar de tu familia.
—Pues estas equivocado. Soy una persona muy espiritual. —La afrenta
destilaba de su tono cortante y su cuerpo, con todas sus curvas agradables,
se tensó contra él.
—Confieso que no pareces de esa clase.
—¿De esa clase?
—Sí. De esa clase de monjas —sonrió. Realmente era bastante cómico
imaginarlo. Ella era demasiado ardiente. Definitivamente. Lo había notado a
los pocos minutos de conocerla.
—¿Y qué sabes de las monjas, Sinclair? ¿O de mí, para el caso? ¿No
parezco una persona espiritual? —La indignación zumbó a través de ella y
de su cuerpo rígido, apartándose de él. Calder tiró de ella, le gustaba la
sensación de su calor y detestaba que se apartara, a pesar de estar siendo
un imbécil comportándose como si el que ella se convirtiera en monja fuera
un insulto personal para él.
De repente, Calder advirtió que estaba sonriendo. Era medianoche y se
le estaban congelando las bolas, pero la muchacha estaba malditamente
desorientada. De hecho, llevaba sonriendo durante toda la conversación.
No recordaba un momento en el que se hubiera divertido tanto con una
mujer.
Borró su sonrisa. Ella no era divertida. Era inaceptable en todos los
sentidos. Una heredera inglesa con una familia insoportable. No sabía nada
de las Highlands. Ni de sus costumbres, ni de su gente. Ah, y estaba el
hecho, no tan pequeño, de que planeaba ser monja.
Necesitaba sacar su mente del fango y dejar de disfrutar de la

~ 165 ~
sensación de ella contra él. La muchacha seguiría su camino dentro de un
tiempo. Cuando esta nieve infernal se derritiera y su familia la reclamara.
«No lo suficientemente pronto para su tranquilidad».
—Puedes estar tranquilo. A diferencia de mis hermanas no tengo
planes para ti. Mi padre me prometió dejar que ingresara en un convento si
no me había casado antes de cumplir los veintiún años. A mi madre no le
gusta esa idea, pero su palabra es definitiva.
—¿Y cuándo será?
—¿Cuándo será qué? —Se giró para mirarlo, su parte trasera se sentía
alarmantemente aplastada contra él y aumentó la excitación directamente
a su ingle.
—¿Cuándo es tu cumpleaños?
—Dentro de seis meses.
Seis meses y ella entraría en un convento. La certeza de que estaba
equivocada le recorrió.
«Qué desperdicio». El pensamiento cruzó inesperadamente su mente.
Inesperado y no deseado.
¿Por qué debería importarle lo que la joven sentada frente a él hacía
con su vida? Acababa de conocerla. Solo era su responsabilidad porque sus
padres la habían abandonado, pero ahí terminaba todo.
Ni siquiera sabía el nombre de esta muchacha que ocupaba demasiado
sus pensamientos y su regazo.
—¿Cómo te llamas?
La pregunta la arrastró el viento, pero aun así ella la escuchó.
—Ya sabes mi apellido.
—Tu nombre de pila. Ya hemos dejado atrás las formalidades. —Dobló
la mano en su cintura como para recordarle la intimidad entre los dos, pero
fue un error porque le hizo aún más consciente de cómo su cintura se
curvaba en su amplia cadera, caderas que se mecían contra él mientras su
montura los llevaba a casa. La apretó y no logró evitar la ligera extensión
de sus dedos en su curvado cuerpo.
—Oh —suspiró ella, claramente consciente de su toque—. Annis.
—Annis. —Hermana Annis.
Tenía un sonido espantoso. Excepto que no la llamarían así. Adoptaría
otro nombre después de tomar el velo. Porque entonces sería otra persona.
Alguien en quien no era capaz de pensar de esa manera. Alguien que nunca
pensaría en él o en este maldito tiempo en Escocia. Y eso le molestaba
porque estaba seguro que él no la olvidaría.

~ 166 ~
Capítulo Seis

Cabalgaron hacia la noche, con la luna en lo alto, y la nieve cayendo y


cubriendo la tierra de un silencio blanco.
Los cascos del caballo se hundían en la nieve en una sucesión de
pasos. Annis se maravilló de no perderse en la interminable extensión de
nieve, pero el duque guiaba a su semental con confianza. Sus largos brazos
se envolvieron alrededor de ella, sosteniendo las riendas sin apretar. Lo
sentía como un abrazo sin fin. Seguía teniendo frío, pero sabía que sería
mucho peor si no tuviera el calor de su cuerpo cálido.
Se alegró por el refugio de su cuerpo. Sinceramente. A pesar de la
velocidad de su pulso o los pensamientos contrarios que recorrían su mente
ante su proximidad. Era muy desconcertante. Antes había sentido su mano
en la cadera como una marca. A través de todas las capas de ropa, su
toque la había chamuscado, el único punto de calor en su cuerpo.

~ 167 ~
No era alguien que se quedara pasmada por un hombre guapo.
Siempre se había enorgullecido de eso. Le gustaban los libros, los paseos y
la jardinería (para disgusto del jardinero) y su soledad, tan difícil de ganar
como era. No se dejaba los ojos en los periódicos de escándalos ni vigilaba
a cada noble sin una joroba en la espalda y un mal aliento crónico. El
criterio de sus hermanas no era demasiado específico.
Una vez que tuviera los pies plantados en el suelo de nuevo y a cierta
distancia del duque de Sinclair, todos los pensamientos inapropiados sobre
él serían cosa del pasado. Estaba segura.
A veces él se detenía, y dándose la vuelta comprobaba que Angus y
Fenella iban incondicionalmente detrás de ellos.
¿Quién lo diría? Al duque le importaban. Era solícito con los demás.
Gruñón, pero solícito.
Era desconcertante.
¿Qué noble duque dejaría su hogar en el frío de la noche para buscar a
dos sirvientes de una propiedad cercana porque temía por su seguridad?
Pensó en otro duque que había conocido. Bueno, lo conoció cuando se
mudaron a Londres por primera vez. Nunca se había sentido tan pequeña
como en ese único encuentro.
El duque de Sommerton era tan viejo como su padre y estaba
demasiado pagado de su propia importancia como para hablar con ella en
la única ocasión en que estuvieron en contacto. Además de despreciarla,
también había menospreciado a su padre, algo que resultaba ser una
inmensa absurdez cuando el duque se dignó a invertir en una de las
muchas empresas comerciales de su padre, reuniéndose varias veces por
ese motivo. Pero en los relucientes salones de la aristocracia, Sommerton
se negaba a saludar a su padre o a su familia.
Él los había rechazado públicamente, mortificando a su madre. En ese
momento, su madre prometió que todas sus hijas encontrarían títulos y
emprendió esa búsqueda con una resolución tenaz. Para disgusto de Annis,
sus hermanas y ella se vieron inmersas en una educación intensa sobre
todo lo relacionado con la aristocracia. Tenían que citar de memoria todas
las familias nobles del país. Fueron constantemente instruidas en temas de
etiqueta, baile, arreglos florales, clases de voz y piano.
Una tortura, y fue entonces cuando Annis decidió que entraría en un
convento. Le había parecido un plan de escape sensato.
Su padre no había sido demasiado difícil de persuadir sobre el asunto. Y
su madre era una católica muy devota, así que los vestigios de la fe todavía
permanecían.
Annis solo tenía que sufrir seis meses más en el mercado matrimonial.
Seis meses más de vivir en una jaula, de sentirse como un pedazo de carne
en una subasta, despreciada por hombres como el duque de Sommerton.
Según Fenella, tres de esos seis meses los pasaría en las Highlands.
El hombre se movió y le recordó que, si bien se ahorraría los últimos
esfuerzos desesperados de su madre por encontrar un marido para Annis,
no se salvaría del duque.
Sin embargo, no era posible librarse del duque. Estaría con él esos tres
meses. Al menos algún tiempo. No los tres meses enteros.

~ 168 ~
Algún día detendrían a los ladrones y ella, Fenella y Angus volverían a
su casa. Sería muy indecoroso quedarse más tiempo del necesario en
Glencrainn. Sobre todo con un duque que no la quería cerca y que
sospechaba que había planeado quedarse atrás para atraparlo en un
matrimonio.
A pesar de eso, no se parecía en nada a Sommerton. Él le hablaba. La
veía como una persona. Una persona que valía la pena salvar de la
amenaza de los bandidos. Ahí estaba. Era como lo contrario a un duque.
Algo bueno. Aunque había expresado el deseo de besar el trasero de una
oveja en lugar de casarse con ella, había algo decididamente noble en él.
Echó la montura a un lado y observó a la pareja mayor otra vez.
—¿Están bien? —le preguntó, apretando los dientes contra el frío
mordaz.
Fenella y Angus habían envuelto sus cabezas con un pesado tartán,
dejando solo sus ojos para ver.
—¿Esos pájaros viejos? Están bien. Entre los dos han vivido más de cien
inviernos escoceses.
Annis asintió en comprensión. Se estaban manejando mejor que ella.
En este instante estaba tan fría que ya no sentía los dedos de los pies. Pero
no se quejó. Sólo podían seguir adelante. No había vuelta atrás.
—¿Y cuántos inviernos escoceses has vivido tú, Duque? —indagó ella
temblando, con los dientes castañeteando.
—¿Es esa una forma de preguntarme mi edad? —Su profundo acento
vibró desde su pecho hasta su espalda—. ¿Quieres decir que tu madre dejó
eso fuera de su investigación? —Se ajustó detrás de ella, su amplio pecho
pegado a su espalda. La bocanada blanca de su aliento fluyó en el aire
frente a ella—. Y aquí todos me llaman Sinclair.
Era evidente que él evitaba la formalidad. Había hecho todo con una
aparente oposición a la pompa y a los modales ducales.
—Mi madre habla de muchas cosas. Confieso que no le presto atención
a todas.
Cuando su madre comenzó a hablar del duque, Annis bloqueó su voz.
Sommerton la había alterado mucho.
—Tengo treinta años.
—¿Y aun no estás casado? Hum. Quizás deberías escuchar a Fenella y
casarte. Tengo varias hermanas, como ya sabes.
Sinclair soltó un ruido que sonaba sospechosamente a risa. Fue
agradable, un sonido profundo y delicioso. Como chocolate caliente en una
mañana fría.
—¿Cuál me recomendarías? ¿La que te tiró del carruaje? ¿O la que le
dio un puñetazo en la cara a la morena?
Annis contuvo una risita. No fue divertido. En ese momento ella había
sentido más ganas de llorar que de reír, pero aquí estaba, divirtiéndose con
él.
De repente, Sinclair se calló. Tiró de las riendas e hizo un gesto a
Fenella y Angus para que se detuvieran y también se callasen.
Miró en el tramo de sombras.
Ella siguió su mirada, distinguiendo solo un horizonte de montañas

~ 169 ~
cubiertas de nieve. Contuvo el aliento mirando la noche, agradecida por la
luz de la luna que se reflejaba en la nieve y los salvaba de la oscuridad
total.
—¿Qué...?
Sinclair hizo un gesto para silenciarla.
—Ven. Rápidamente —Desmontando, la bajó a su lado. Ella se
tambaleó inestable al pisar la espesa nieve. Fenella y Angus siguieron su
ejemplo. Llevaron a los caballos a un pequeño grupo de árboles,
adentrando a los animales entre los troncos nudosos que se asomaban
desde la nieve.
El duque les indicó que se agacharan. Las rodillas de Angus crujieron
cuando se hundieron en la nieve. Fenella murmuró algo en gaélico que se
escuchó amortiguado por su grueso tartán.
Annis se estremeció mirando con el pulso acelerado entre los árboles,
sin saber qué era lo que estaban esperando.
Entonces lo vio. O mejor dicho, los vio. Al menos una docena de jinetes.
—Ahí están. Esos miserables ladrones —se quejó Fenella—. Obligando a
una anciana a salir de la cama por la noche y caminar en la nieve.
—Ssh. —El duque le lanzó a Fenella una mirada de reproche.
Annis no apartaba la vista del grupo de hombres. Nunca antes había
visto a un criminal de cerca, y en este instante había una docena frente a
ella.
Eran una banda heterogénea vestida con ropa oscura y tartanes
descoloridos. Puñados de nieve cubrían sus pobladas barbas. Se veían
fuertes y endurecidos, con las cabezas inclinadas contra el embate del
viento y la nieve mientras cabalgaban a toda velocidad.
—Se dirigen a nuestra casa —susurró Fenella—. No conseguirán robar
mucho de la despensa.
Sinclair asintió con gravedad, sin apartar la mirada de ellos.
Annis soltó un jadeo tembloroso. Esos hombres habrían sido su destino.
Si Sinclair no hubiera ido a por ellos, habría tenido que enfrentarlos sola,
con Angus y Fenella a su lado. Le estaba profundamente agradecida en ese
momento.
Un pequeño ladrido atrajo su atención. Un perro pastor corría al frente
de los jinetes. Se detuvo y levantó el hocico, olfateando, indiferente a los
jinetes que avanzaban sin él.
Los perros poseían un agudo sentido del olfato. ¿Los detectaría? ¿Los
expondría?
Sin pensarlo, agarró el brazo de Sinclair. Sus cálidos dedos cubrieron su
mano y la apretaron tranquilizadoramente. Debería alejarse de ese contacto
íntimo, pero no había nada prudente en esta situación. Su toque, su
cercanía, la hacían sentir segura.
Uno de los jinetes se detuvo y gritó una orden. El perro desvió su
atención y trotó tras los bandidos.
Annis soltó un profundo suspiro. Aunque el alivio no hizo nada para
aliviar la tensión. Estaba demasiado fría para relajarse. Sus músculos
estaban rígidos y congelados.
Los cuatro esperaron hasta que los jinetes estuvieron fuera de la vista

~ 170 ~
antes de enderezarse. Annis dio un paso antes de notar que el duque aún
sostenía su mano.
La torpeza la abochornó. La única vez que un hombre le había tomado
la mano era mientras bailaba. Esto se sentía decididamente diferente.
Tropezó al mirar sus manos unidas. Incluso a través de los guantes, sentía
cada línea, cada cicatriz y el pulso en la base de su palma.
Extraños y pequeños aleteos recorrieron su cuerpo. Al soltarle la mano
con más fuerza de la necesaria perdió el equilibrio. Balanceó salvajemente
los brazos mientras trataba de evitar la caída. Retrocedió un paso
esperando equilibrarse. Pero su pie pisó una retorcida raíz que sobresalía.
Se desplomó con un agudo grito.
Captó un destello de la cara de Sinclair al intentar agarrarla. Después
nada. Ni frío. Ni nada de nada.
Oscuridad.

Capítulo Siete

Calder la llevó dentro sin molestarse en explicar nada de la mujer


inconsciente de sus brazos a su ama de llaves de rostro siempre severo que
se apresuró a reunirse con ellos en el vestíbulo. Annis estaba helada, su
vestido y capa completamente empapados por la nieve y cubiertos de hielo.
La tela crujía contra sus dedos enguantados.
—Señora Benfiddy, por favor, ocúpate de Fenella y Angus. Y que
traigan más mantas a mi habitación.

~ 171 ~
No tenía ninguna duda de que los maliciosos hermanos le contarían
todo a su ama de llaves. Fenella y Angus eran primos hermanos de la
señora Benfiddy. De hecho, la pareja estaba relacionada con la mayoría de
los empleados de su hogar. Esta parte de las Highlands estaba muy unida.
Ya habían pasado muchas décadas, pero los efectos de Culloden todavía se
sentían. Los que no murieron en Culloden o de hambre en los años
siguientes o emigraron, se habían unido más. Todavía estaban unidos... a
pesar de que su abuelo hubiera sido investido con un título ridículo por un
monarca inglés. Él todavía formaba parte de esta tierra y de esta gente, sin
importar cuántas buscadoras de títulos aparecieran en su puerta.
Subió las escaleras, Annis seguía inconsciente. Su piel mostraba un
aspecto pálido y no tenía muy buena pinta. Calder aceleró el paso.
El fuerte olor a abeto y pino inundó su nariz. El personal había
decorado la barandilla de vegetación para celebrar las fiestas como hacían
todos los años. El castillo estaba atiborrado de ramas, cintas y acebo,
preparado para la reunión de Nochebuena.
La señora Benfiddy insistía en que fueran los anfitriones cada año. La
gente asistía desde los pueblos cercanos. Este año, sin embargo, con los
recientes robos, no habría tales festividades. La señora Benfiddy no estaba
contenta con su decisión, pero representaría un riesgo demasiado grave
que sus inquilinos dejaran sus hogares sin seguridad. No convertiría a su
gente en víctimas.
Llevó a Annis a su habitación y la colocó en la misma cama que su
bisabuela había traído en un barco desde Francia. Era una monstruosidad
extravagante de cuatro postes situada en el centro. Tal vez tendría que
acomodarla en otro sitio, pero este le parecía un buen lugar. Era la cama
más bonita del castillo y ella se lo merecía.
Acostándola, fue rápidamente hacia la chimenea. Era la más grande del
castillo, incluso mayor que la del gran salón. Cabían varios hombres dentro
de ella. Arrojó varios troncos más y avivó el fuego casi inactivo a un rugido
crepitante.
Volviendo hacia la cama intentó quitarle las botas, pero los cordones
estaban congelados. Tardaría una eternidad en desatarlos. Con un gruñido,
desenvainó su daga y los cortó. Tiró las botas a un lado y le quitó las
medias, jadeando cuando tocó los fríos bloques de sus pies. Y la muchacha
no había pronunciado ni una queja.
—Ah, infiernos. —Se los frotó con las manos para hacer desaparecer el
color azul de su piel.
—Échate a un lado y déjanos deshacernos de toda su ropa mojada —
escuchó el eficiente tono de la señora Benfiddy cuando entró en la
habitación con un montón de mantas. Una doncella la seguía apresurada,
cargada de botellas de cerámica con agua caliente. Su ama de llaves dejó
las mantas al pie de la cama e hizo un breve gesto para desvestir a Annis,
haciéndole un gesto para que se alejara un segundo antes de que la
doncella y ella le quitaran la camisa.
—Ahora dame más mantas.
Girándose, observó que ya estaba metida bajo las sábanas, solo sus
hombros desnudos asomaban por el borde. Tragó saliva y maldijo entre

~ 172 ~
dientes. Ahora no era el momento de anhelar un vistazo de su cuerpo. Él no
era un pervertido. Desplegando una manta, la cubrió. El ama de llaves
agregó otra y examinó la cabeza de Annis y el golpe que había recibido
cuando se cayó.
—Tropezó y se golpeó la cabeza —le explicó Calder con nerviosismo.
—Parece un golpe desagradable —suspirando, dejó caer las manos en
los costados.
El duque la miró expectante.
—¿Y ahora qué? —Su mirada se desvió de la mujer de la cama a su
ama de llaves, una mujer que creía que era tan vieja como las paredes de
piedra que los cobijaban. Estaba aquí desde mucho antes de su nacimiento,
sospechaba que varias décadas más. Se veía exactamente como cuando él
era un niño de cinco años. Cabello blanco, piel ajada, translúcida, delgada y
pálida como la leche. Era la persona más sabia que conocía y había criado
más bebés que estrellas en el cielo. Ella lo crió después de que perdiera a
sus padres, y no existía nadie en el mundo que lo tranquilizara más. Solo en
este momento se estaba quedando corta en ese sentido.
El ama de llaves se alejó de la cama y se encogió de hombros.
—No sé si el golpe en la cabeza hizo un daño real. Si despierta, se
pondrá bien. —Agitó una mano como si fuera una madre excesivamente
irritable.
Difícilmente era un consejo muy alentador.
—¿Y eso es todo?
—Mantenla caliente. Reza. Y espera. —El ama de llaves salió de la
habitación, cerrando la puerta sin preocuparse por las formalidades. Como
si un caballero trajera todo el tiempo a casa a una desconocida mujer
inglesa inconsciente y tuvieran que quitarle la ropa para meterla en la
cama. Sólo otro día en Glencrainn.
Calder volvió a mirar la palidez alarmantemente gris de Annis. Esperar
y rezar. No se consideraba muy bueno en ninguna de esas tareas. Rezó y
esperó mientras sus padres y su hermana pequeña enfermaron por una
epidemia de cólera hace casi dos décadas. También había sido en Navidad.
Se había sentado ante el pequeño Belén que su madre puso en el salón y le
rezó al pequeño niño Jesús. Aun así, los había perdido.
Cada Navidad, desde entonces, era una época sombría de días que
simplemente soportaba. Permitía las festividades habituales entre su
personal. No era tan gruñón como para evitar que se celebraran. No decía
nada mientras decoraban el castillo de arriba a abajo. Ellos lo celebran. Él
no. La Navidad era una alegría para los demás, pero a Calder solo le
recordaba el dolor y la pérdida.
Se quedó mirando a Annis, con un extraño nudo en la garganta
mientras contemplaba la posibilidad de que pudiera morir. Tal como le
ocurrió a su familia.
Annis sacudió la cabeza y dejó escapar un pequeño gemido de dolor,
moviéndose más hasta que su garganta y hombros quedaron expuestos a la
vista. Su cabello castaño claro se enredaba alrededor de sus hombros. Y sus
labios aún estaban teñidos de azul, algo que no era bueno.
Había vivido suficientes inviernos en las Highlands para conocer las

~ 173 ~
señales de alguien al borde de la congelación.
Le tocó la frente. Todavía estaba helada. Miró alrededor del dormitorio.
El fuego estaba en pleno auge, pero no calentaba lo suficientemente rápido.
El frío había clavado sus garras en ella y no quería soltarla. Maldición. Se
miró a sí mismo, todavía completamente vestido con la ropa mojada por la
nieve.
Supuso que las formalidades habían dejado de ser una consideración
desde el momento en que la sacó del castillo de su familia y la llevó al suyo.
No es que pudiera haberla dejado atrás. Además, le había quitado la ropa y
acostado en la cama, sin importar que su ama de llaves hubiera tenido que
realizar la mayor parte de la tarea, él ya estaba por encima del límite de lo
respetable.
Annis se veía pequeña en su gran cama. Pequeña y muy sola. Se quedó
mirando su cara pálida. Su cuerpo necesitaba calor. Ella le necesitaba.
—Maldición. —Con fieros movimientos tiró de su ropa. No había tiempo.
Necesitaba actuar. La tela se rompió, pero no le importó.
Deslizándose bajo la pesada colcha acercó su delgado cuerpo contra el
suyo. Siseó en el instante del contacto. Su piel era puro hielo.
No había nada como el calor corporal compartido para expulsar el frío.
Le frotó la espalda enérgicamente con los ojos puestos en su rostro,
volviendo a ver color en sus mejillas y labios.
—Ven, dulce muchacha. Quédate conmigo.
Ella gimió ante sus atenciones y él se detuvo ante el sonido largo y
gutural. Un rayo de calor lo atravesó y apuntó directamente a su eje.
Murmuró una maldición. No era lo suficientemente depravado como
para aprovecharse de una mujer herida... No importaban los tentadores
sonidos que hiciera. O el hecho de que ambos estuvieran desnudos y
acurrucados juntos.
Decidido a ignorar su desnudez y olvidar su excitación, continuó
frotando su espalda. Dios, la piel de esta mujer se sentía como la seda. Ella
gimió y se encogió contra él, buscando su calor. Calder se tragó un gemido
ante el suave movimiento de sus pechos aplastados contra el suyo.
Infiernos. Esto era un castigo por todos sus muchos pecados. Aunque lo
soportaría. Su salvación sería su infierno. La muchacha se aferró a él como
si fuera un trozo de madera flotante en el mar, lo único que le impedía
hundirse.
Él ignoró todos sus impulsos más bajos ante su proximidad.
Esto era instintivo. Respondería a cualquier mujer desnuda presionada
contra él.
Cerrando los ojos, bloqueó la mirada. Y eso solo lo hizo más consciente
de su figura. Más miserable.
Abrió los ojos y miró un punto en la pared, fijando la vista allí.
«No la miraré. No le echaré ni un vistazo».
No se aprovecharía de la situación. Sus manos continuaron frotándole
la espalda, impregnándola de su propio calor corporal. Una cosa era tocarla
con el propósito de salvar su vida y otra muy distinta mirar y desear a una
muchacha que no quería agradarle. Y sin embargo, temía que fuera
demasiado tarde. Ya le gustaba.

~ 174 ~
Iba a ser una noche muy larga.

***

Las bisagras necesitadas de aceite crujieron ruidosamente. Calder


levantó la cabeza cuando la pesada puerta de madera golpeó contra el
muro de piedra. Parpadeó para despertarse, frotándose los ojos y sin
sentirse descansado en lo más mínimo. De alguna manera, se las había
arreglado para quedarse dormido incluso en sus circunstancias actuales.
Fenella entró en la cámara sosteniendo un plato, claramente
inconsciente y despreocupada de estar interrumpiendo el sueño de alguien.
—Oh, bien. —Recorrió con la mirada la cama, evaluando primero a él y
luego a la mujer que estaba a su lado. Asintió con satisfacción—. Justo
como yo quería.
—Fenella. —Agarró la colcha, asegurándola para que no bajara de su
cintura.
Su mirada achacosa se deslizó sobre él otra vez, notando el
movimiento de sus manos.
—No hay necesidad de ser tan tímido, muchacho. He visto tus “cosas”
antes.
—Cuando tenía cuatro años —replicó con ironía.
Ella resopló.
—¿Cual es la diferencia?
—Me gustaría pensar que hay una gran diferencia desde entonces.
Fenella se detuvo a un lado de la cama y lo miró con los ojos
entrecerrados. No solo a él, por supuesto. Su mirada saltó hacia Annis antes
de retroceder hacia él.
—Diferencia o no, parece que no has hecho ningún progreso con la
muchacha.
¿Progreso? Observó a la dormida muchacha y luego a la anciana.
—¡Está inconsciente... y herida! —Si hubiera tenido alguna duda con
respecto a la solidez de la mente de Fenella, ya no la tenía. La mujer estaba
loca.
Ella dejó el plato en la mesa con estrepito.
—La muchacha está bien. Solo bastante conmocionada. Te dará
muchos hijos.
Calder suspiró y se frotó la frente que empezaba a dolerle. No se
molestó en negar el argumento de que le daría muchos hijos. No tenía
sentido discutir ese disparate.
Annis todavía estaba pálida. Deseó sentirse tan seguro como Fenella
cuando decía que estaba bien.
—Fenella, no tengo la costumbre de aprovecharme de las mujeres
inconscientes.
—Ah, hombre. La muchacha está bien. Se despertará pronto y entonces
podrás comenzar a cortejarla en serio. He traído esto para que os ayude.
Comete unos cuantos... y una vez que ella despierte se los das también.
En el plato había una docena de pequeñas galletas. No se veían como
shortbread de mantequilla. Se parecían más a piedras que a algo

~ 175 ~
comestible.
—¿Fenella, son estas tus... galletas? ¿No tendrían al menos las
supuestas galletas de amor que parecer más apetitosas?
—Sí, pero tu cocinera ha sido muy poco servicial. Tuve que amenazarla
con un rodillo para que me dejara usar el horno —negó con la cabeza
tristemente—. No ha entendido que me estoy ocupando de una tarea
importante.
—Fenella —gimió. Si Marie no estaba contenta tendría que soportar su
comida chamuscada. No veía ningún ganso de Navidad en su futuro—. Para
con estas tonterías. —Señaló a la muchacha que estaba a su lado—. Ella y
yo no nos...
—Dijiste que casi todas las chicas te han tirado los tejos durante la
última década. Ya no eres un muchacho. Tienes una herencia que legar. Se
lo debes a la gente y a tus padres, que sus almas descansen en paz.
Se movió incómodamente en la cama.
—Mis padres querrían que fuera feliz.
—Sí, felizmente casado. Ahora comete una galleta, muchacho.
Calder miró con horror el plato.
—Ni hablar.
—No crees que tengan propiedades mágicas, ¿verdad? —Encogió un
hombro huesudo—. Muy bien. Entonces no te importará comerte una, ¿no?
Un buen argumento. Aún así, dudó.
—Pues venga —insistió—. Hazlo y te dejaré volver a dormir y calentar a
la muchacha.
Calder hizo una mueca. ¿Por qué sus palabras sonaban tan
pervertidas? Simplemente estaba tratando de calentarla... para revivirla.
—Bien —espetó, alcanzando una galleta. Era tan dura como parecía,
pero la mordió de todos modos, intentando no romperse un diente—.
Agghh. —Se atragantó cuando la masa dura como una piedra se rompió en
trozos más pequeños de piedra con mal sabor—. Esto... es... horrible.
¿Seguro que no te has equivocado en algún paso?
Ella lo miró con irritación.
—Las he hecho esta noche. Los ingredientes son de tu cocina y todos
estaban frescos.
Masticó la galleta hasta que logró romperla en trozos lo
suficientemente pequeños como para tragarlos. Miró con reproche el resto
de la galleta y con desafío a Fenella.
—Cómetela entera —le ordenó, señalándolo con el dedo.
—Bien —murmuró y se metió el último bocado de pasta seca en la boca
—. Sólo me voy a comer una —le indicó con voz ahogada, aguantando las
arcadas producidas por el vil shortbread.
Fenella entrecerró los ojos y contempló las galletas restantes un
momento.
—Muy bien. —Dejó el plato en la mesa—. Pero cuando despiertes,
quiero que te comas otra.
El asintió. En ese momento estaría de acuerdo con cualquier cosa para
que ella lo dejara en paz.
Fenella sacudió las manos.

~ 176 ~
—Te veré a ti y a la muchacha por la mañana.
En el momento en que la puerta se cerró detrás de ella, dejó caer la
cabeza sobre la almohada. Esa mujer era una amenaza. No se sentiría
seguro hasta que ella y Annis estuvieran de vuelta en sus propias camas.
En cualquier parte menos aquí.
Con el ceño fruncido, dispuso las mantas para crear una barrera entre
ellos y no se tocaran. Satisfecho, se acurrucó más cerca de Annis, de modo
que su calor corporal le llegara a través de la tela.

***

Annis se despertó sintiéndose acalorada. Una notable mejora teniendo


en cuenta que su último recuerdo fue el de estar helada de frío.
Se sentía cómoda, envuelta en un auténtico capullo. Abrió los ojos. Un
gran muro firme bostezó ante ella. Un pecho masculino. Veía poco más allá
de eso. Inhaló. Si el calor era un olor, entonces este era el olor. Irradiaba de
él. A sal. Levantó la vista y miró la cara del hombre dormido. Sinclair.
Sentía dolorida la parte trasera de la cabeza. Sin embargo, ni siquiera
ese dolor sordo la distraía del cuerpo masculino que compartía la cama con
ella. Una cama. Retiró las mantas para echar un vistazo. Estaba desnuda.
Se revolvió, disfrutando de la sensación de las sábanas cálidas contra su
desnudez. Tendría que estar alarmada. Horrorizada. Volvió a tocarse la
cabeza. Su último recuerdo era estar montada en un caballo con Sinclair.
Vieron unos bandidos. Se debió golpear la cabeza en algún momento
después de eso. ¿Se habría caído?
En cualquier caso, Sinclair la había llevado a salvo a su casa... y a su
cama. Pero no la había tocado. Él dormía en el otro lado con la manta
subida hasta la cintura, el material funcionaba como barrera entre ellos. Eso
hablaba de su honor. No se había aprovechado de ella. No muchos hombres
habrían respetado a una mujer inconsciente y accesible. Era un buen
hombre, incluso estando de mal humor.
Lo estudió a su antojo, esto era algo muy inapropiado para ella. De
hecho, todo lo relacionado con este asunto era inapropiado. Sin embargo,
durante este momento de libertad sin ser observada, no le importó.
Era el hombre más guapo que había visto en su vida, y por el momento
era suyo para disfrutarlo. Oscuras pestañas formaban sombras crecientes
en sus mejillas. Su pecho se levantaba en una suave respiración.
Durmiendo y callado resultaba bastante agradable, a diferencia de sus
encuentros anteriores. Sofocó una risita asombrada, presionando los dedos
contra los labios. La acción hizo que le doliera la cabeza y se estremeciera.
Nunca antes había compartido la cama con un hombre. Y
probablemente nunca lo haría de nuevo. Quería absorber por completo esta
ocasión accidental. Dentro de unos años, cuando estuviera en el convento,
tendría este recuerdo secreto. Vacilante puso una mano en su hombro,
deseando no temblar... Deseando más, necesitando aumentar este
recuerdo. Ansiaba la sensación de su piel.
Se imaginaba a su madre dándole instrucciones para hacer lo mismo
que hacía en este minuto. Todo lo posible para comprometerse y forzar un

~ 177 ~
matrimonio. Por el bien de un título. Por un ducado.
Excepto que eso no le preocupaba ni en lo más mínimo. Alejó los
pensamientos de su madre.
Esto solo era tentación. Era todo lo que perdería cuando entrara en el
convento. La idea le hizo fruncir el ceño. ¿Perder? Jamás había pensado en
tomar los votos en esos términos. Antes pensaba que era un escape, una
reclamación de paz para ella. Ninguna vez lo había sentido como privación.
Ni como si se estuviera engañando a sí misma. Ahora, sin embargo, con su
cuerpo zumbando y su corazón acelerado... sentía esos sentimientos muy
agudamente. Sentía la tentación. La necesidad.
Así que, en lugar de saltar de la cama como debería, en lugar de
desenredar sus piernas de las de él, se quedó tumbada y deslizó la mano
por su cuerpo. Acurrucándose un poco más en el colchón, se dejó llevar.
Observó sus largas pestañas. La nariz que parecía haberse roto. Los labios
que en el sueño resultaban demasiado llenos, demasiado vulnerables para
cualquier hombre. Lo miró una y otra vez.
Entonces se relajó y lo tocó. Crearía un recuerdo para sí misma. Ahora
mismo.
Porque mañana, la próxima semana, dentro de tres meses... no tendría
la oportunidad. Un peso se alojó en su pecho, hundiéndola, amenazando
con aplastarle. Esta oportunidad puede que nunca volviera a repetirse.
Ahora era su oportunidad. Y aprovecharía el momento.

***

Calder se despertó lentamente, poco a poco, con su eje duro, dolorido,


y empujando contra la dulce carne femenina buscando la liberación.
Maldición. La barrera de mantas le había fallado, reviviéndolo.
No era la primera vez que se despertaba en este estado, o con una
mujer en la cama. No había vivido como un monje, por supuesto, pero esta
era la primera vez que estaba en la cama con una mujer con quien no tenía
la libertad de compartir intimidades.
Era un asunto que requería moderación.
Su cuerpo era un infierno, ardiendo bajo las mantas y escaldando su
piel. Retirando las mantas, se apoyó en los codos y desvió la mirada hacia
la muchacha que no estaba preparada para encontrarle así... tan
“despierto”.
Los grandes ojos azules lo miraron fijamente sin parpadear. Su control
se deslizó por una senda peligrosa, pero siguió aferrándose a él. No era
como algunos hombres que no tenían moral. Él era un hombre moderado,
incluso con personas que conocía bien. Su vida era, y siempre sería,
moderada.
Calder la miró en silencio unos segundos antes de encontrar la voz.
—Hola.
—Hola. —Ella le devolvió el saludo.
—¿Cómo estás? —¿Realmente estaban intercambiando sutilezas?
Annis se humedeció los labios y él siguió el rastro de esa lengua
rosada.

~ 178 ~
—Creo que... bien. —Se tocó ligeramente la cabeza—. ¿Qué pasó? No
recuerdo...
—Caíste y te golpeaste la cabeza. —Levantó la mano y le retiró el pelo
castaño de la frente. Acarició su pelo hasta que encontró el bulto en la
cabeza—. ¿Te duele?
Annis siguió sus dedos para comprobar la zona.
—Sólo un poco.
—Cuando llegamos aquí estabas empapada y casi muriéndote por la
congelación. Tuvimos que calentarte. —Sonaba apaciguador. Aunque no era
necesario. Él le había salvado la vida.
—Oh. —Posó la vista entre ellos, observando su estado de desnudez.
Sus mejillas enrojecieron mientras tiraba de la colcha más arriba de su
pecho—. Supongo que eso explica esto.
Calder esperó, seguro de que su sensibilidad femenina se pondría en
acción. Se preparó, esperando que comenzaran los gritos, algo que
cualquier buena monja pronto haría.
Excepto que nunca llegaron.
Las manos de Annis se flexionaron sobre sus hombros y fue entonces
cuando descubrió que lo estaba tocando. Voluntariamente. Su mente había
tardado en procesarlo, pero su cuerpo ya lo sabía. Había reconocido su
cercanía, su tacto. Apostaría a que eso fue lo que le despertó con una
furiosa erección.
—Siempre me he preguntado... —Las manos bajaron por sus hombros
hasta su pecho, con los ojos curiosos. ¿O puede que aturdidos? ¿O sería
consecuencia del chichón en la cabeza?
Necesitaba controlarse por los dos. Tenía que salir de la cama y poner
espacio entre ellos. Volver a vestirse. Salir del dormitorio hasta que este
inconveniente deseo disminuyera.
Pero en vez de eso, preguntó:
—¿Qué te preguntabas?
Annis levantó la vista de su pecho, con los ojos entrecerrados bajo las
pestañas.
—Me preguntaba cómo sería estar... con un hombre.
El duque se tragó un gemido.
Seguro que no había querido decir eso. No era posible. Era una
inocente destinada a la santidad de la iglesia. Solamente había pasado por
una terrible experiencia y estaba sufriendo los efectos.
—Es evidente que estás sufriendo una lesión en la cabeza.
Sus bonitos labios esbozaron una leve sonrisa.
—¿Eso es lo que piensas?
Ella era una sirena.
De repente, se sintió inmovilizado. Como si él fuera el inexperto y ella
la experta amante.
Sus bocas estaban muy cerca. ¿Él había bajado la cabeza o ella había
subido su boca cerca de él?
—Se supone que vas convertirte en monja —le recordó en un susurro
junto a sus labios.
—Pero todavía no lo soy.

~ 179 ~
Calder bajó la cabeza, apoderándose de sus labios.
Justo como él temía. Annis era la cosa más dulce que jamás había
probado. Desafortunadamente, ¿o afortunadamente?, las mantas les
separaban, evitando que todas sus partes íntimas se tocaran. Era la única
razón por la que no estaba ya entre sus muslos. Si ese hubiera sido el caso,
no habría podido evitar introducirse en su cuerpo en el momento en que
ella lo invitó.
Calder asoló más su boca y ella separó los labios con un suspiro. Él lo
aprovechó, acariciando su lengua. Ella respondió, tanteando y lamiendo
hasta que él se sintió aún más caliente que cuando despertó, estaba
ardiendo.
Apartó la boca.
Ella le persiguió con un suave y pequeño gemido. Él tomó su cara con
una mano y la miró, con la respiración jadeante. Esta muchacha lo estaba
enredando en su red.
—¿Dónde aprendiste a besar así, Annis? —No era como él esperaba
que besara una candidata a un convento.
Ella sonrió tímidamente.
—He besado a unos cuantos chicos...
—¿Chicos? —Odiaba esa idea. Casi más de lo que le disgustaba que
ella se convirtiera en monja. Preferiría que ella se quedara cerca... A su
alcance, por imposible que fuera. Su padre había ganado un castillo para
que lo disfrutaran en vacaciones. No existía ninguna posibilidad de que ella
se quedara aquí.
—Sí. Cuando vivíamos en Bristol. Antes de mudarnos a la ciudad. —Su
sonrisa flaqueó y de pronto pareció menos confiada—. Supongo que piensas
mal de mí por eso —dijo con tono indignado—. No sé por qué tiene que ser
así. Nunca me ha parecido muy justo que los hombres disfruten de toda
clase de libertinajes y sean excusados por cada uno. ¿A cuántas chicas has
besado, Sinclair?
Enfadada resultaba encantadora. El rubor salpicaba sus mejillas.
—Calder —respondió él.
Annis lo miró sin comprender.
—¿Qué?
—Me llamo Calder, y no me importa a cuántos chicos has besado,
Annis. Porque yo soy el primer hombre a quien has besado.

~ 180 ~
Capítulo Ocho

Annis había tenido una institutriz que insistía en que ella era la más
difícil de todas las hermanas. Naturalmente, Annis era una excepción. No
tenía rabietas. No peleaba con sus hermanas ni trataba a ninguno de los
sirvientes de la casa con desdén. Nunca se quejaba por el pudín o el té o el
otro montón de cosas que sus hermanas consideraban adecuadas para
quejarse.
Tú eres la que me preocupa que se lance por un precipicio. Cuando una
idea te atrapa, no la dejas pasar. Nunca he enseñado a una muchacha tan
testaruda.
«Lanzarse por un precipicio». No era cierto. Ella era la práctica. Era
testaruda, pero no dada a pensamientos o impulsos fugaces. Había
atribuido esos comentarios al terrible juicio de carácter de la institutriz.
Excepto en este momento, ahora mismo... Este era un comportamiento
impulsivo. No era capaz de negarlo.
Quizás la institutriz la había conocido mejor que ella misma.
Esto era imprudente y completamente fuera de lugar, pero ya había
decidido que sería su única oportunidad. Una vez para rendirse. Una vez
que siempre recordaría.
Una vez para que su sangre ardiera. Ya la tenue luz del amanecer se
deslizaba por las gruesas cortinas de damasco. Pronto el día estaría sobre
ellos y no sería tan fácil olvidar o fingir.
Sentía su virilidad, dura y palpitando contra su cadera. Sabía lo que
era. Lo que significaba. Era una gran lectora de historias y documentos
científicos y eso incluía los textos médicos de la biblioteca de su padre. El
material de lectura que estaba segura que escandalizaría a su madre si se
enterara.
Él se apoyó contra ella y Annis se movió para que su dureza rozara el

~ 181 ~
vértice de sus muslos. Ni siquiera quería parar. En nombre de la
investigación tenía que explorar el asunto más a fondo. Ansiaba esa
dureza... allí. Gimió suavemente mientras se apretaba contra él.
El hecho de haber besado a unos cuantos chicos no significaba que
tuviera experiencia con estos asuntos. Aunque, mientras se arqueaba más
contra Calder, suponía que no debía subestimar el poder del instinto.
Con un movimiento que arrancó el aire de su boca, Calder se giró sobre
su espalda llevándola consigo y colocándola a horcajadas sobre él.
Ella jadeó y posó las manos sobre sus anchos hombros, afirmándose.
La colcha se deslizó hasta la cintura, dejándola expuesta.
Sus profundos ojos azules la recorrieron, absorbiendo su desnudez
completa antes de descansar sobre sus pequeños pechos.
La conciencia se apoderó de ella. Su hermana Regan estaba bastante
bien dotada y le gustaba pavonearse ante Annis y las demás que estaban
menos desarrolladas. La falta de escote nunca le había molestado antes.
Ahora quería más. Más por él.
Levantó las manos para ocultarse, pero él las apartó con un chasquido
de la lengua.
—No escondas esto de mí.
Entonces sus manos la cubrieron, tocando sus pezones hasta que
estuvieron duros y tensos. Ella arqueó la espalda, gritando y bastante
desconcertada por las sensaciones abrasadoras que salían de sus pechos
directamente a su núcleo. Le cubrió las manos con las suyas, ejerciendo
presión, guiándolo con ese instinto que parecía estar sirviéndole tan bien.
Él apartó las manos un instante y ella gimió de decepción. Agarrándola
por la cintura, la ajustó hasta que estuvo sentada perfectamente alineada
con su virilidad. Ella emitió un jadeo sorprendido.
Notaba cada centímetro de él contra su calor húmedo. Largo y tenso,
pulsando en su abertura pero sin introducirse. No, no hacía ningún
movimiento. Ella contuvo la respiración, evitando los gemidos mientras lo
miraba.
Sus ojos hambrientos y oscuros la observaron, esperando algo de ella.
Annis también esperó.
Hasta que no pudo esperar más.
—¿Calder? —escuchó el tono quejumbroso de su voz. Estaba ardiendo y
comenzó a moverse. Meciéndose sobre él. Apretándose a su dura longitud.
La fricción era deliciosa. Un gemido salió de sus labios mientras se volvía
resbaladiza.
Él murmuró palabras de aliento, sus manos vagando por ella, tocando y
acariciando hasta que Annis se deshizo. El placer ardía en su cuerpo,
hinchándose y creciendo. Comenzó a temblar incontrolablemente,
suplicando algo, más.
Un sollozo vibró en su pecho, estrangulándose en su garganta y, de
repente, su piel chisporroteó y vibró. Ella estalló. Por un momento su visión
se volvió borrosa. No era capaz de ver nada. Sólo podía sentir. Solo podía
ahogarse cuando las ondas de placer recorrieron su cuerpo.
Y de pronto estaba de espaldas, Calder se cernía sobre ella, su gran
cuerpo entre sus muslos. Sus palabras ahogadas llegaron a sus oídos, pero

~ 182 ~
le tomó un momento entenderlas. Su acento se había espesado de tal
manera que le hacía temblar la piel.
—Oh, eres una muchacha de sangre caliente...
Ella abrió la boca para responder, pero de repente la puerta se abrió y
se escuchó una exclamación alegre.
—¡Venga a levantarse! No pensareis holgazanear todo el día, ¿no?
¿Es que nadie llamaba a la puerta en este infernal castillo?
Annis chilló y trató de esconderse bajo el cuerpo de Calder.
Afortunadamente, era un hombre musculoso y la protegía de la vista de la
mujer.
—En el momento oportuno —murmuró el duque tan bajo que ella
apenas distinguió las palabras. Calder giró el cuello para mirar a la anciana
que estaba en la puerta. Sus hombros cayeron con una gran exhalación,
escuchándose la profunda decepción en el sonido, decepción que ella
también sentía. Este fascinante momento había llegado a su fin.
—Buenos días, señora Benfiddy.

***

Después de solicitar amablemente su partida, el ama de llaves se fue


para que pudieran vestirse. Nada en la expresión estoica de la mujer
revelaba lo que pensaba al ver a su señor en la cama con una mujer
desnuda, lo que llevó a Annis a preguntarse si esto sería algo habitual. Y
eso la hizo fruncir el ceño. No quería ser una de muchas. Una de las muchas
mujeres que calentaran su cama.
«¿Qué deseas?».
Sacudiendo la cabeza, terminó de vestirse apartando los ojos de él
mientras se negaba a responderse a esa pregunta.
Decir que el estado de ánimo entre ellos había desaparecido sería un
eufemismo. No pasó mucho tiempo antes de que llegaran la vergüenza y
las recriminaciones. A la luz del día no existían ni las fantasías ni los
escondites. Ella era la señorita Annis Ballister, de Bristol, ahora residente en
Londres y destinada a ser monja.
Tenía planes. Su futuro estaba decidido. Ella lo había decidido. No sus
padres. Ni la sociedad. Ciertamente no este duque. No iba a cambiar de
opinión. No podía estar teniendo dudas ahora. No las tendría...
Las manos le temblaron cuando terminó con el último botón. Entonces
vio un plato en la mesa y se quedó inmóvil.
—¿Qué es eso?
Él siguió su mirada hacia el plato de lo que parecían... galletas.
¡Galletas! El estómago se le anudó. No, no, no, no, no.
—Ah. Nada. Solo un plato de... —Su voz se desvaneció.
—¿De qué? —le exigió rápidamente, la sensación enfermiza por
enterarse provocaba que su estómago se apretara más. Cuando él se
mantuvo en silencio, ella señaló el plato insistiendo para obtener una
respuesta—. ¿Quién lo ha dejado ahí?
Aún así, el duque titubeó, con una expresión extrañamente neutra.
—Fenella lo hizo, ¿no es así? —Al seguir en silencio, ella presionó—:

~ 183 ~
¿Esas son las galletas? ¿Las galletas mágicas? —No es que se creyera esa
estupidez. Ella tenía una mente científica. Sin embargo, era una gran
coincidencia...
Calder sacudió la cabeza con un suspiro.
—La magia no existe...
—¿Te comiste alguna? —Era muy importante saberlo. De repente, su
respuesta era lo más importante de la historia—. ¿Lo hiciste?
El duque lo admitió lentamente:
—Solo... una.
—Una —repitió. El nudo de su estómago dio paso a las náuseas. Había
comido una de las galletas de amor de Fenella antes de casi...
Ni siquiera podía pensarlo. Lo que casi habían hecho. No era el
momento oportuno de recordarlo. Por mucho que rechazara la idea de la
magia, la respuesta repentina y ardiente de este hombre hacia ella era
desconcertante. Había vivido toda su vida a la sombra de sus hermanas
mucho más hermosas. Sus artimañas femeninas no eran tan evidentes.
Era posible que quizás hubiera algo de magia en ese shortbread.
El duque se echó a reír.
—Venga. No creerás que eso tiene algo que ver con lo que tú y yo...
—No lo sé —le interrumpió, sin querer escucharle decir las palabras. Si
no podía pensarlo, desde luego no quería escucharlo—. Y sin embargo, es
una coincidencia. — Demasiada coincidencia.
Ahora todo lo que pasara entre ellos parecería sospechoso. Ella había
sido la que lo inició. Quien lo despertó acariciándole. Si las galletas
realmente poseían propiedades afrodisiacas eso, combinado con su
asertividad, lo habría vuelto a él... vulnerable. No debería importarle ya que
estaba destinada al convento, pero todavía le escocía.
—Sé lo que estás pensando y te equivocas. —Recogió sus botas—. Es
incluso ridículo.
Annis se erizó, observándole ponerse las botas.
—No me conoces a mí o a lo que pienso.
—Reflejas tus pensamientos y emociones claramente en tu cara, y en
este momento estás pensando que esas asquerosas galletas de Fenella
hicieron que me... —se detuvo bruscamente apartando la mirada.
Enamorara. La palabra que él no diría. Por supuesto. Porque eso sería
ridículo.
Las emociones no tenían cabida en esto... y menos el amor. Lo que
habían hecho era físico. Annis frunció el ceño. Su visión le agitaba el
estómago. Un malestar comenzó en su garganta.
Él no la amaba. Los hombres eran capaces de comprometer sus
cuerpos sin comprometer sus corazones. Lo sabía. Era ciencia. Biología.
Como un animal en el corral. Ni siquiera la quería aquí. Y no obstante había
actuado como si la deseara cuando estuvieron en esa cama. Entonces no
había habido burlas o desprecio por su parte. Se había comportado como si
ella fuera su mundo entero. Como un hombre obsesionado... con ella.
Annis observó desconfiada las galletas. Tal vez habían lanzado algún
hechizo sobre él. Se le encogió el pecho al pensar que lo que había ocurrido
entre ellos no había sido real... que fue completamente unilateral por su

~ 184 ~
parte. Tan ilusorio como un sueño.
La humillación ardió en su garganta. Su institutriz había tenido razón.
Annis había hecho justo lo que decía, lanzarse a un precipicio. Tenía suerte
de haber sobrevivido.
No volvería a cometer ese error.

***

Annis pasó el resto del día en la cama. No por elección, si no porque


cada vez que insistía en que estaba bien las ancianas la empujaban en la
cama y eran mucho más fuertes de lo que parecían.
Era dolorosamente consciente de estar en la cama del duque y que él
la había ocupado también la noche anterior... y hecho cosas allí que nunca
imaginó hacer con ningún hombre. Durante mucho tiempo estuvo decidida
a no casarse nunca. Ahora, a la luz del día, el hecho de haber participado
en un comportamiento tan descarado (a pesar de haberlo justificado en ese
momento) la aturdía.
Tenía que irse de esta habitación. ¿Y si volvía? ¿Qué pensaría él si
todavía la encontraba descansando en su cama?
Arrojó hacia atrás la colcha y se paseó por el gran dormitorio, su cuerpo
vibraba nervioso. Incluso aunque no estaba aquí, lo olía, ese toque a cuero,
viento y hombre.
Respiró con fuerza. Dentro de seis meses entraría en la abadía y
comenzaría su año de postulantado. No debería estar pensando tanto en él
e imaginando que podía olerle en todas partes. Lo notaba incluso ahora,
cuando no se estaban tocando.
Especialmente después de saber que se había comido las horribles
galletas de Fenella.
La duda ya estaba plantada. A pesar de ser tan irracional como
resultaba, no era capaz de ignorarla. Siempre se cuestionaría su deseo por
ella. No confiaría en ese deseo. No confiaría en él. No es que importara
mucho... con una decidida falta de promesas entre ellos, pero se sintió mal.
Aplastada.
Nerviosa, recorrió la habitación con la mirada. Se sentiría
inmensamente mejor en un espacio que no le perteneciera a él. Volvería a
ser ella misma. Otra vez.
—¿Qué haces fuera de la cama?
La acusadora pregunta quedó suspendida en el aire cuando se giró
hacia la mujer de aspecto irritado de la puerta. Ni siquiera había oído la
puerta abrirse, pero Fenella estaba allí, con los ojos fijos en Annis.
—Eh, Fenella. Estoy bien...
—No. Vuelve a la cama. —Fenella apoyó sus puños huesudos en sus
estrechas caderas.
Ella negó con la cabeza obstinadamente, incluso mientras la anciana se
acercaba.
—No me quedaré ni un momento más en su cama.
—Es más que probable que él te salvara la vida, así que ten cuidado
con esa lengua descarada —la reprendió Fenella mientras la empujaba de

~ 185 ~
nuevo en la cama y reorganizaba las mantas a su alrededor, tapándola
como si fuera una niña. Annis no se perdió las miradas furtivas que lanzó al
plato de galletas. Una sonrisa complacida arrugó la boca de la anciana al
mirar las migajas, restos de la que él se había comido.
—Me gustaría cambiarme a uno de los dormitorios de invitados.
—Debes quedarte aquí, es la más cómoda. Esta es la habitación más
cálida del castillo.
—Fenella. —Miró a la mujer, muy consciente del juego que estaba
jugando. Ahora comprendía por completo lo que era ser una experta
manipuladora. El ama de llaves había horneado sus galletas mágicas en
medio de la noche y, de alguna manera, logró que el duque se comiera una
porque pensó que eso lo dejaría aturdido de lujuria—. Esto es muy
indecoroso. Ya deberías saberlo.
Fenella agitó una mano con desdén.
—No te preocupes más por eso. Estarás bien y decentemente
comprometida ante los ojos de cualquiera. Tu padre forzará a Sinclair para
que pida tu mano.
Su estómago se revolvió mientras consideraba la veracidad de la
declaración. Si sus padres se enteraran de los acontecimientos de la noche
anterior... ¡Cielos! Posó la mano en su estómago inestable.
Si su madre lo supiera, nadie sería capaz de disuadirla para que no
insistiera en que Sinclair se casara con ella. Comenzaría de inmediato a
organizar la boda.
Dejó caer la cabeza en la almohada.
—Tienes razón. Estoy arruinada. —Sí, la noche anterior no había sido
una noche para pensar las cosas de manera lógica y racional, y ahora intuía
que realmente estaba comprometida. Un hecho que no se podía deshacer,
ni pasar por alto tan fácilmente como creía. Las circunstancias en caso de
que salieran a la luz dictarían que se casaran, y una mirada a la expresión
decidida de Fenella le indicó que no perdería el tiempo para informar a sus
padres de su desliz con Sinclair. Menos mal que una reputación un poco
manchada no importaría mucho como monja. Se sabía que los conventos
ofrecían refugio a mujeres con mala reputación. Miró tristemente el plato
junto a la cama. Las galletas parecían piedras.
—¿Entonces por qué te molestas en darle tus galletas al duque?
—Porque siempre es mejor si estás feliz y deseando casarte porque te
crees enamorado y amado a su vez.
Annis se rió débilmente.
—Es gracioso. No creí que estuvieras demasiado preocupada por mi
felicidad cuando presionaste al duque para que me metiera en la cama. —
No es que ella creyera en el poder mágico de las galletas de amor, sino en
el azar...
Fenella se rió entre dientes.
—Sospecho que ya estaba medio enamorado de ti antes de comerse el
shortbread. He visto las chispas entre los dos. Fue lo mismo con sus padres,
que Dios los bendiga. —Rápidamente hizo la señal de la cruz—. Las galletas
simplemente aceleraron el asunto. —La anciana recogió la bandeja del
almuerzo y se dirigió a la puerta—. Haré que una doncella te prepare un

~ 186 ~
baño. Querrás verte mejor cuando él regrese esta tarde. Hoy está ocupado
comprobando que estamos debidamente protegidos contra esos bandidos
que nos atormentan.
—Gracias. —Le encantaría darse un baño. Aunque no necesitaba verse
lo mejor posible para él—. ¿Y lo de cambiarme a otra habitación? —le gritó
sin estar dispuesta a renunciar, pero Fenella ya se había ido, cerrando la
puerta con un ruido sordo.
Como había prometido, las criadas regresaron pronto y echaron agua
humeante en una bañera con un lado más alto para reclinarse. Annis
rechazó la oferta para que la atendieran. Una vez más, se despojó de la
ropa y se hundió en el agua humeante de la bañera de cobre con un
suspiro. Después de un momento, sumergió la cabeza en el agua para
mojarse el cabello.
Alcanzando el jabón con aroma a lavanda hizo espuma con las manos y
comenzó a lavarse, avanzando gradualmente por el resto de su cuerpo
hasta que estuvo cubierta de burbujas y oliendo a ese agradable aroma.
Agarrando el cubo lleno que estaba al lado de la bañera, se roció con agua
fresca, enjuagando el jabón.
Suspirando, relajó la cabeza en el borde de la bañera.
No se quedaría mucho. A pesar de saber que Sinclair no regresaría
hasta la tarde, necesitaba averiguar cómo cambiarse a una habitación
diferente y mantenerse lo más lejos posible de él.

Capítulo Nueve

Calder pasó toda la mañana explorando la propiedad y asegurándose


de que Glencrainn estaba bien fortificada, sin puertas, ventanas ni áreas
exteriores vulnerables. Después de haber comprobado el exterior centró su
atención en el interior del castillo. Dos hombres iban a su lado buscando
todas las posibles debilidades.
Había pasado mucho tiempo desde que el castillo tuvo que enfrentarse
a invasores, pero ahora que había visto a los bandidos con sus propios ojos
y sabía que estaban bien armados y eran una docena, tenía la intención de
tomar todas las precauciones. Su personal no estaba entrenado en el
manejo de armas, pero superaban en número al enemigo, un hecho que él
usaría para su ventaja.
Recordó a su padre contándole historias del castillo y su larga historia.

~ 187 ~
Del ataque de los clanes enemigos y cómo los Sinclair habían construido un
túnel secreto para que la familia escapara en caso de un ataque. La entrada
al túnel estaba situada en la cocina. Ya no era un medio de paso seguro o
viable, ahora gran parte estaba en ruinas y lleno de escombros y rocas.
Impenetrable o no lo había bloqueado, varias sirvientas de la cocina lo
vigilaban mientras amasaban pan para la comida.
El túnel era una tradición local. Los bandidos fácilmente se habrían
enterado de su existencia. No dejaría nada al azar ni arriesgaría a ninguno
de los suyos. Las mentes criminales eran muy retorcidas. Si había una
grieta en sus defensas, la encontrarían. Asintió con satisfacción hacia los
barriles apilados contra la puerta.
Se sintió más tranquilo al saber que había tomado las precauciones
necesarias para proteger su hogar.
—¿Qué estás haciendo, laird?
Sheila se acercó balanceando las caderas y le dio al frágil algodón de
su corpiño un buen tirón hacia abajo para que la hinchazón de sus
prodigiosos pechos se mostrara mejor. La muchacha pelirroja le había
enviado a menudo miradas interesadas. La señora Benfiddy frunció el ceño
y expresó en silencio su desaprobación.
Esa muchacha ambiciosa... Tiene la vista fija en convertirse en la
futura dama del castillo.
Calder siempre había estado en guardia con Sheila, sin intención de
casarse con la muchacha por muy hermoso que fuera su rostro.
—Comprobando la seguridad. No tienes que preocuparte.
Los ojos color avellana de la sirvienta revolotearon hasta los barriles.
—¿Crees que los rateros intentaran entrar por el túnel?
—Posiblemente. No es ningún secreto que el pasadizo existe. Hasta que
no sean capturados, no les daré ninguna oportunidad.
Ella se inclinó, empujando sus amplios pechos contra él y cubriendo su
brazo con una mano.
—Me consuela estar bajo tu protección, laird. —La sirvienta contoneó
sus pechos.
Calder le retiró la mano y adoptó un tono inflexible.
—Creo que tienes deberes, Sheila.
Por alguna razón, el rostro de Annis cruzó su mente y le resultó algo
raro. No estaba intentando tener nada inapropiado con Sheila, pero sentía
un sentimiento de lealtad hacia Annis. Como si ella fuera la única mujer que
podía ponerle las manos encima, como si fuera la única mujer que él quería
que le tocara. Porque lo era.
La mera idea de distraerse con alguien que no fuera la mujer que había
dejado en su cama lo dejaba frío. Y eso era algo aleccionador. Se removió
inquieto, negándose a examinarlo demasiado minuciosamente en este
momento.
Sheila hizo un puchero.
—¿Es esa muchacha de arriba? Yo también puedo ser una buena dama.
Lo seré un día. Ya lo verás.
—Estoy seguro de eso, Sheila.
—¡Sheila! —espetó Marie—. ¡Deja al jefe tranquilo y vuelve a tus

~ 188 ~
deberes antes de que tire de tus orejas, muchacha descarada!
Ella le frunció el ceño a la cocinera, pero hizo lo que le decían
alejándose de Calder con reproche.
Él se volvió, solo para detenerse al ver a su ama de llaves asomada a la
puerta de la cocina. Se sentía como un niño atrapado en una travesura.
—Está demasiado encaprichada contigo, laird.
Ella quería su posición, no él. A diferencia de Annis. Lo que existía entre
ellos no tenía nada que ver con su posición... ni con su titulo. A pesar de sus
sospechas anteriores, ahora creía que no le importaban ni su título,
propiedad o riqueza. El castillo no le interesaba en absoluto. Annis no tenía
la mente fija en el matrimonio, y eso marcaba la diferencia. Irónicamente, la
hacía más atractiva. Lo que sentía era más que lujuria. Annis. Annis. Por el
amor de Dios, su nombre le hacía marearse.
La señora Benfiddy lo miró expectante.
—Ten la seguridad que no tengo ningún interés en ella —le aseguró él.
La anciana se hizo a un lado permitiéndole salir de la cocina.
Calder subió la escalera de caracol hacia su dormitorio. Se frotó la
nuca, sus pensamientos se dirigieron a Annis una vez más... y a la noche
anterior. Ella había culpado al maldito shortbread. Pensaba que esas
galletas asquerosas eran la razón por la que la había besado. Tocado.
Excitado. Muchacha tonta. Él no estaba bajo ningún hechizo. Era un hombre
de carne y hueso que respondía a una mujer atractiva que se apretaba
contra él. Nada más.
Al menos eso es lo que se había estado diciendo todo el día.
Abrió la puerta del dormitorio y se quedó inmóvil. Estaba
completamente convencido de que a estas alturas ella ya habría cambiado
de habitación.
¿Por qué estaba todavía aquí? ¿Y por qué se alegraba? El calor le
recorrió al encontrarla bañándose en su bañera. Bañándose. Gotas de agua
rodaban por la suave pendiente de su espalda. Su cuerpo asomaba entre
las burbujas y su boca se secó al instante.
Tenía el cabello amontonado en la cabeza, con diminutos zarcillos
escapándose y extendiéndose por su nuca. Era la vista más erótica que
jamás había visto.
Debió haber hecho un ruido porque ella se dio la vuelta y jadeó,
levantando las rodillas y protegiéndose los pechos de su vista.
Abrió los ojos de par en par, enormes y asustados, como un animal
atrapado ante la vista de un depredador.
—¿Qué haces aquí? —le preguntó con voz chillona.
—Eh... —se aclaró la garganta, repentinamente apretada mientras la
recorría con la mirada disfrutando de su cuerpo mojado—. Es mi habitación.
¿Qué haces tú aquí?
—No se suponía que regresaras hasta más tarde, y estoy aquí en
contra de mi voluntad —respondió rápidamente—. Sigo pidiendo que me
cambien, pero Fenella no me lo permite y me preparó el baño.
Fenella. Claro.
Encogiéndose de hombros, se dirigió hacia un banco cerca de la
chimenea. Sentándose, se quitó las botas. Le daba algo que hacer además

~ 189 ~
de mirarla boquiabierto. Algo más que mirar toda esa piel rosada.
—En realidad, un baño parece una buena idea. ¿Hay sitio para mí?
Él sonrió ante el sonido de su fuerte respiración y el inmediato ruido de
salpicaduras de agua mientras salía de la bañera.
—¿Qué te pasa? ¿Es que no tienes decencia?
Calder le lanzó una mirada y se quedó inmóvil. Annis se había puesto
una toalla para cubrirse, pero la tela estaba mojada y era casi translúcida al
presionarse contra su cuerpo.
Su corazón latía salvajemente. Quizás estaba equivocado. Tal vez
estaba bajo un hechizo. Pero no un hechizo lanzado por unas galletas
mágicas. Ella había forjado un encantamiento sobre él. Ella sola. La había
comprometido la noche anterior y estaría muy feliz de hacerlo de nuevo.
Malditas sean las consecuencias. No actuaría sin honor. Se casaría con ella.
Por tenerla en este momento haría cualquier cosa.
Libre de las botas y calcetines se acercó, con los pies descalzos por la
alfombra mientras contemplaba a esta mujer que se había metido en su
vida cayendo a sus pies. Literalmente.
—Te rescaté de un inminente asalto de los bandidos. Te salvé del
congelamiento. Creo que he traspasado cualquier medida de decencia.
Ella negó con la cabeza. Calder se fijó en todo ese glorioso cabello
apilado sobre su cabeza, sus manos anhelaban tocarlo, enterrarse en él.
Intentó hablar, pero no emitió ningún sonido.
Continuó con su ansiosa observación sometiéndola a un examen
exhaustivo, su mirada persistente en sus pechos casi desnudos. Eran
pequeños, pero perfectos. Se le hizo la boca agua. Sus manos picaban. Era
la mujer más deliciosa que jamás había visto, mojada y expuesta como una
fruta jugosa lista para degustar.
Dios. Estaba duro. Ella solo necesitaba mirar hacia abajo y ver la
evidencia.
Como si leyera su mente, Annis bajó la mirada. Un fuerte rubor cobró
vida en su rostro.
Maldición... Realmente no tenía decencia. Después de todo, él la había
traído aquí. Había puesto a una futura monja en su cama y hecho cosas que
no debería hacerle a una mujer virtuosa con tan santas aspiraciones. Ella
tenía razón. No era un hombre decente. Solo quería continuar justo donde
lo habían dejado esta mañana y corromperla como un demonio.
Pero al verla así no quería ser decente... y eso le hizo pensar en varias
realidades incómodas. Sí. La haría suya y se casaría con ella. En este
momento era el epicentro de su universo. Era lo único en lo que podía
concentrarse. En ella y en su rabiosa y palpitante erección.
El avanzó
La expresión de Annis se tensó y comenzó a retroceder. Algo se
encendió en él, un impulso primitivo y largamente enterrado de cazar y
reclamar. Para demostrarle a esta muchacha de lengua afilada que ella no
quería una vida de abstinencia. Annis lo deseaba.
—Quizás tienes razón y no soy decente. Quizás la verdadera razón por
la que no has salido de mi habitación es porque quieres estar aquí.
Conmigo. Ahora. Otra vez.

~ 190 ~
Annis lo negó, húmedos mechones de cabello rozaban sus hombros
lisos.
—No.
—Querías que volviera. —Hizo un gesto hacia la bañera—. ¿Por eso has
planeado toda esta escena tentadora?
—¡Oh! —El rojo de sus mejillas se intensificó—. No lo he hecho. Me
dijeron que no regresarías hasta esta noche. Y ya te he dicho que no voy
detrás de un título. No soy como mis hermanas. No trato de atraparte...
—Lo sé. —Se detuvo frente a ella. No. Era más problemática. Si fuera
como una de sus hermanas sería fácil ignorarla. Fácil de resistir.
No creía que estuviera intentando atraparlo en un matrimonio. Era
peor. Sobre todo porque a él no le importaría que lo hiciera.
Calder olfateó la lavanda, haciéndole más consciente de su proximidad.
—¿Qué ocurre? —susurró Annis, con un desconcierto casi infantil. Una
parte de él quería calmarla, pero no era posible cuando el deseo crecía
furiosamente entre ellos. Un calor crepitante que le acercó más.
—Esto —dijo, con tono espeso cuando le quitó la toalla arrojándola a un
lado y dejándola desnuda ante él, con el cuerpo húmedo y delicioso.
Calder la tocó, comenzando por su clavícula y bajando entre sus
pechos con un largo movimiento.
Annis tembló bajo la caricia. A él también le temblaba la mano. Se
sentía como un muchacho inexperto con su primera mujer. No como un
hombre experimentado.
Detuvo la mano entre la protuberancia de sus pechos. El pulso
palpitaba bajo su palma.
Ella se arqueó, presionando contra la mano. No estaba huyendo. Era
todo lo que Calder necesitaba. Era todo lo que podía soportar.
Movió la mano para ahuecar un pecho, frotando un pezón con el pulgar.
Se endureció al instante, pequeño y rosado como una frambuesa. Calder
soltó un suspiro ante el dulce peso que llenaba su mano. Ahuecó el otro
pecho y ella gimoteó, con las piernas cediendo y doblándose. Él la atrapó,
sosteniéndole una mejilla suavemente redondeada mientras reclamaba sus
labios. Annis gimió en su boca, devolviéndole el beso.
Entonces la agarró, apretándola y empujando su dureza contra su
suave estómago en una pálida imitación de lo que realmente quería
hacerle.
Le acarició el trasero, deleitándose con los pequeños gemidos que
soltaba.
—Annis —gruñó contra sus labios.
—Sí —jadeó.
El beso se profundizó y la alzó, caminando con ella hasta que la apoyó
contra una pared. Annis jadeó contra su boca y él tragó su aliento,
absorbiéndolo profundamente como si quisiera tomarla y devorarla hasta
que fueran una sola entidad. Ella parecía ser de la misma opinión.
Le arañó los brazos como si no pudiera obtener suficiente de él. A
Calder no le importó, su única objeción era que todavía estaba vestido.
—¡Oh, perdonadme!
Calder vio a Fenella en el umbral con una sonrisa triunfante en su boca.

~ 191 ~
¡Maldición! ¿Es que en este castillo nadie llamaba nunca a las puertas?
Era evidente que necesitaba convocar una reunión con su personal y
recordar esa simple formalidad.
Annis le golpeó el hombro.
—¡Calder!
El duque cuidó de mantener su cuerpo bloqueando el de ella.
Fenella no dejó de sonreír.
—Venía a ver si Annis necesitaba ayuda en el baño. Lo siento mucho,
laird. —La sonrisa revelaba que no lo lamentaba ni en lo más mínimo—. He
llamado a la puerta, pero nadie ha respondido, y después del estado en que
estaba la muchacha anoche...
—Es comprensible. No te preocupes —declaró Calder con firmeza—.
Annis está bien. ¿Nos permites un momento a solas?
—Por supuesto. Tómate tu tiempo. —Fenella salió de la habitación y
cerró la puerta.
Calder rogó brevemente que se mantuviera cerrada esta vez, y miró a
Annis mientras ella se deslizaba entre él y la pared, escapando como una
ráfaga de viento. Tomando la bata de la cama, se la puso, cubriendo
desafortunadamente todas sus deliciosas curvas.
—Esto es una locura. Yo no soy así... —Annis hizo un gesto vago con la
mano y negó con la cabeza—... N... no hago esto.
Él asintió lentamente.
—Si lo eres. No estás hecha para ser monja. Estás hecha para esto.
—«Para mí». Las palabras se deslizaron en su mente de inmediato, pero no
las expresó. Annis ya se veía tan asustadiza como un conejo. Necesitaba
que se aclimatara a la idea de ellos dos juntos. Él mismo todavía se estaba
adaptando a la idea, pero la certeza estaba allí. La deseaba. Quería
conservarla. Quería que ella lo quisiera.
No estaba seguro de por qué o cómo lo sabía, pero lo hacía. Igual que
durante años se había sentido seguro de su estatus de soltero, seguro de
que ninguna de las jóvenes en Glencrainn o sus alrededores eran para él,
en este momento sabía que ella lo era. Annis era para él.
Ella sostuvo su mirada.
—Eso no es cierto. O me trasladas a otro dormitorio o encontraré uno
por mi cuenta. Este castillo es lo suficientemente grande. Estoy segura que
no será demasiado difícil. —Miró por encima de su hombro como si
estuviera juzgando la distancia hasta la puerta.
¿Pensaría en correr hacia la puerta? ¿Creía que él la encerraría en esta
habitación, en su cama, como un antiguo invasor vikingo?
El duque retrocedió e hizo un gesto hacia la puerta. No era de esa clase
de hombres y se lo demostraría aunque eso lo matara.
—Por supuesto.
Annis se apresuró a cruzar la habitación hasta donde estaba su bolsa y
hurgó a tientas, echándole un vistazo por encima del hombro. Con un
puñado de prendas en los brazos, se ocultó detrás del biombo del vestidor.
Los suaves sonidos de sus movimientos traspasaron la delgada barrera.
Calder inhaló e intentó no imaginarla desnudándose. Se aferró a su
moderación. Una mujer como ella requería un cortejo experto. No estaba

~ 192 ~
seguro de poseerlo, pero lo intentaría.
Minutos después ella salió alisándose la falda arrugada con las manos.
La recorrió con la mirada. Llevaba un modesto vestido de día de color
burdeos adornado con ribetes morados. Era la perfecta dama de Londres.
Intocable. Pero eso no le impidió recordarla como la había visto antes, con
su cuerpo desnudo, resplandeciendo fresco y rosado. Con sus manos en ese
cuerpo.
Sus mejillas se ruborizaron cuando recogió la bolsa y cruzó la cámara
hacia la puerta, sin duda leyendo sus pensamientos.
Calder se interpuso en su camino, bloqueando su huida.
Annis levantó sus inocentes ojos hacia él. ¿Cómo había pensado alguna
vez que era una dama ávida de títulos? No existía engaño en ella. Ningún
engaño en absoluto.
Le quitó la bolsa de la mano.
—Te acompañaré.
Ella asintió bruscamente. Calder abrió la puerta y le hizo un gesto para
que saliera al pasillo. Annis lo miró con incertidumbre unos segundos y pasó
delante de él.

Capítulo Diez

~ 193 ~
El duque la condujo a otra cámara sin decir nada. Sin otra palabra
seductora. Se inclinó cortésmente sobre su mano y la dejó sola. Allí fue
donde permaneció todo el día y la noche, descontando cuando una doncella
le llevó una bandeja con la cena.
Tan sola como cuando su familia se olvidó de ella y la abandonó.
La melancolía se apoderó de ella. Sabía que no debería sentirse así...
abandonada. No era lo mismo que cuando su familia la dejó. Sinclair no era
su familia. Ni por asomo.
Además, deseaba la soledad. Bendita paz. No tener que soportar
estridentes hermanas peleándose. Ni madres que ignoraran sus deseos. En
este momento estaría metida en un carruaje, luchando por el espacio del
asiento y soportando las dramáticas voces de sus hermanas mientras
regresaban a casa.
A la mañana siguiente una doncella le trajo el desayuno, la ayudó con
el cabello y el vestido y luego se retiró. Annis se preguntó si sería así como
pasaría el tiempo aquí. Oculta. Olvidada. ¡Cuernos! No le importaba. Era lo
mejor.
Debería estar agradecida de que se hubieran detenido antes que él la
despojara completamente de su virtud. Demonios. Calder se sentiría
obligado a casarse con ella. No era capaz de pensar en un destino peor que
ser forzado a un matrimonio sin amor, afecto y respeto, simplemente
porque sería lo correcto. Casada con Sinclair... Un extraño aleteo se movió
por su vientre.
Dejada a su suerte, tomó uno de los libros apilados en una mesa
auxiliar y se instaló en un sillón cerca de la ventana, cubriéndose las
piernas con una gruesa manta de lana. El fuego de la chimenea arrojaba el
calor suficiente para llegar hasta donde estaba sentada. No había leído el
libro, un tratado sobre el significado de la Carta Magna, pero ahora no era el
momento más oportuno para concentrarse en él.
A menudo levantaba la cabeza y miraba por la abertura de las pesadas
cortinas de damasco, contemplando los terrenos cubiertos de nieve.
Contrajo la nariz ante la esencia de nuez moscada y clavos. Alguien estaba
horneando. ¿Probaría el resultado de su trabajo? Inhaló profundamente el
aroma. Olía a Navidad.
Reflexionó sobre la noche anterior, pasando los dedos por sus labios,
recordando la boca de Sinclair y cómo la había sentido. Estaba claro que él
sabía cómo usar esa boca.
No estás hecha para ser monja. ¿Y si tenía razón? ¿No debería estar
más segura antes de comprometerse de por vida? Antes creía que estaba
segura de su decisión. Ahora no lo estaba tanto.
Se sobresaltó al oír un golpe. Dejando a un lado el libro, se dirigió a la
puerta. Al abrirla, se encontró cara a cara con el duque con la mano
preparada para llamar de nuevo.
Retrocedió un paso, alzando la mano hacia su garganta.
—¡Tú! Hola. —El saludo le pareció estúpido. Se sintió tonta. Todo era tan
nuevo y extraño. Le gustaba este hombre... lo deseaba.
—Sí. Yo. —Él se removió, en realidad se veía nervioso... y era la primera
vez que lo veía nervioso—. He pensado que te gustaría salir fuera.

~ 194 ~
—¿Fuera?
—Sí.
Annis miró hacia la ventana, observando las ráfagas de nieve por la
abertura de las cortinas.
—No iremos muy lejos —agregó, pasándose la mano por el cabello
rápidamente y desordenando sus mechones oscuros—. La señora Benfiddy
dice que necesitamos más acebo.
—¿Acebo? —repitió como si nunca hubiera oído hablar de algo así.
Calder levantó una esquina de su boca.
—¿Vas a quedarte ahí parada y repetir todo lo que digo o vas a venir
fuera conmigo? No nos llevará mucho tiempo. Todavía hace un frío
espantoso, pero nos abrigaremos bien.
Annis soltó un rápido suspiro. Realmente era guapo, especialmente
cuando sonreía así. Lo observó, mirándolo de arriba a abajo. Le estaba
pidiendo que recogiera acebo con él como si se tratara de una fiesta
normal. Como si ella fuera una invitada bienvenida y no alguien con quien
tenía que cargar. El calor la inundó.
Tenía que recordar que no la quería aquí.
Tendría que negarse y quedarse sola hasta que recordara que todo lo
que siempre había deseado era paz y soledad. No ir a recoger acebo con un
hombre que hacía que su sangre corriera más rápido en sus venas.
Rechazarlo. Eso era lo que debía hacer.
—Muy bien. Iré encantada. —«Derecha al precipicio...».

***

Fenella los vio alejarse agitando una mano y con los ojos entrecerrados
mientras cruzaban las puertas. Probablemente estaría suponiendo que sus
galletas infernales habían funcionado.
Annis apartó la mirada del castillo. Contó a ocho jinetes que los
acompañaban mientras se abrían paso con un pequeño carro por el bosque
que rodeaba la fortaleza.
—No iremos muy lejos —declaró Sinclair como si estuviera preocupada
por el asunto.
Nunca se le ocurriría preocuparse. Aunque, con los bandidos que
acechaban, suponía que el tema de la seguridad debería haber pasado por
su mente. Le dirigió a Sinclair una mirada de reojo. Sospechaba que tenía
que culparle, o agradecer, por su falta de preocupación.
La hacía sentir... segura. Entre otras cosas.
Peleó contra un montón de sensaciones incómodas mientras se movía
en el banco del carro. No pensaría en el tiempo que pasaron en su cama.
Había sido un... sueño. Y como un sueño, no era real. Aunque una parte de
ella, tal vez una parte muy grande, lo deseara.
Los dos estaban sentados en el banco. Ella tenía las manos
enguantadas en el regazo. El duque la había tapado con una gran manta de
piel declarando que su capa y su ropa no eran suficientes. Annis no había
protestado. Después de estar casi a punto de morir congelada tomaría
todas las precauciones para evitar una repetición.

~ 195 ~
Lo último que necesitaba era terminar desnuda en su cama otra vez.
Chispazos de calor se extendieron por su cuerpo... No se sentía como lo
último que necesitaba. Se sentía como lo único que necesitaba.
Los hombres del duque miraban los árboles. Incluso el propio duque se
mantenía vigilante, evaluando los alrededores.
—Estás preocupado —pronunció ella.
—Simplemente cauteloso.
Annis recorrió el paisaje lentamente con la mirada, buscando una cara
amenazadora entre las ramas.
—Es poco probable que ataquen a la luz del día. O a un grupo de este
tamaño. No son salteadores —le recordó—. Se limitan a robar casas poco
habitadas.
La nieve caía suavemente sobre ellos salpicando ligeramente la manta
y su ropa.
—Ya hemos llegado —declaró, deteniéndose ante un robusto seto de
acebo. Los jinetes también se detuvieron cerca.
Calder saltó al suelo y la ayudó a bajar. Después sacó una cesta de la
parte trasera del carro, se la entregó y sacó otra para él. Se notaba una
ligereza en sus pasos cuando se acercaron al seto.
El duque le ofreció unas tijeras y ella las aceptó, con cuidado para que
sus dedos enguantados no le rozaran. Colocando el asa de la cesta en el
brazo empezó a cortar acebo y meterlo en la cesta.
—Me sorprende que recoger acebo sea una de tus prioridades, Duque.
Él se detuvo abruptamente y la miró de manera irritada ante su
tratamiento formal.
—Sinclair —se corrigió Annis.
—Es importante para la señora Benfiddy. Todavía espera que la casa
esté decorada para Navidad, con bandoleros o sin ellos.
—¿Así que tienes miedo de tu ama de llaves?
—¿No debería estarlo? Ella tiene mucho poder. Una palabra suya y me
quedaré sin sábanas limpias en la cama y comidas calientes.
Annis se rió.
—Pero eres su empleador.
Sonriendo, se encogió de hombros.
—La heredé junto con el castillo. Ella no se irá a ninguna parte.
—Ah. Entonces es tu legado.
—En efecto. Prácticamente me crió después de que mis padres
murieran.
Como él era duque, Annis había asumido que su padre había fallecido
heredando así el título, pero no sabía nada del resto de su familia. Se quedó
en silencio, sintiendo una repentina pena. Aquí estaba él, un huérfano, y
Annis tenía tanta familia que solo se le ocurrían formas de escapar de ella.
—¿Tienes hermanos?
—La epidemia que se llevó a mis padres también se llevó a mi
hermana.
—Lo siento —murmuró, sintiéndose egoísta. ¿Qué habría pensando de
ella cuando le dijo que quería ser monja para conseguir soledad y paz?
Sinclair había perdido a toda su familia.

~ 196 ~
—Ocurrió hace mucho tiempo —respondió, cortando una rama de
acebo y dejándolo en la cesta—. Fue hace veinte años, en Navidad.
Annis miró las bayas rojas de acebo, un recordatorio por excelencia de
la Navidad.
—Esta debe ser una época del año difícil para ti.
Sinclair se encogió de hombros, sin negar la acusación.
—Sigo adelante. Eso es lo que hacen los vivos. Vivimos incluso cuando
los que amamos no lo hacen. Solo podemos recordarlos y honrarlos.
Sonaba muy práctico. Lógico, pero también... muy frío. Aislado.
—Aun así, no habrá sido fácil —comentó.
Su mirada se deslizó hacia ella.
—¿Qué quieres que diga? ¿Que lloré durante años al irme a dormir? Sí.
¿Que cada Navidad lloraba su ausencia? Sí. Lo hice. —Se encogió de
hombros—. A veces todavía lo hago.
Annis parpadeó ante esa admisión... ante ese lado vulnerable que no
se imaginaba que lo tuviera.
Recortando más acebo, Calder continuó:
—Pero le debo a mi familia vivir como mejor pueda.
Espiándole, lo miró como si fuera la primera vez. Era considerado,
valiente y fuerte. Ni de cerca lo que pensó estando tirada en un montón
ignominioso en su patio cuando él, sin ceremonias, le ordenó a su familia
que se fuera. Y ahora no era capaz de pensar en otra cosa. Ni dejar de verlo
como era. Diablos. No solo era atractivo. Era interesante.
Se obligó a seguir con la tarea, cortando una ramita de acebo y
metiéndola detrás de su oreja. Inmediatamente el aroma de acebo llenó su
nariz.
—Seguro que te están mirando con orgullo.
—¿Lo dices en serio?
Sonaba poco convencido.
—Claro que sí. Eres un buen hombre. —Le agarró el brazo,
apretándoselo con la esperanza de convencerle.
Todo pareció desvanecerse cuando ella lo miró a los ojos y se preguntó
si, quizás, sería justificable besarlo. Hacer lo que había hecho con él otra
vez... y más, ya que era innegablemente agradable.
En este momento estaba muy cerca. Seguro que la iba a besar.
Y ella estaba segura de que lo dejaría.
Su voz profunda retumbó entre ellos.
—¿Todavía quieres ser monja?
—¿Por qué lo preguntas?
—Besar a un hombre no es exactamente un comportamiento de monja.
—Su mirada rozó su rostro, deteniéndose en la ramita de acebo escondida
detrás de su oreja. Tocó la diminuta planta y su pulgar enguantado se
extendió a su mejilla con un lento arrastre de cuero. Se le puso la piel de
gallina.
Annis levantó la cara ligeramente, acercándole más la boca.
—¿Todavía encuentras la Navidad tan objetable?
La voz se le quebró.
—Creo que me está empezando a gustar algo más.

~ 197 ~
De repente, una explosión estalló cerca y se encontró aplastada contra
el suelo, sintiendo la nieve fría en su pecho y el peso de Calder
empujándola hacia abajo.
Los gritos de los hombres del duque estallaron a su alrededor. Era una
locura. Se escuchaban pasos. Disparos a su alrededor. El duque maldijo
levantando la cabeza para mirar.
—Mantén la cabeza baja. —Agarrándola de la mano, la arrastró tirando
de ella hacia el costado de la carreta donde estaban mejor protegidos. Sacó
una pistola de su abrigo.
—Seamus —llamó a uno de los hombres que estaban cerca. El hombre
barbudo se escabulló hacia el carro.
—Sí. —Seamus blandía su propia arma.
Calder asintió con la cabeza hacia ella.
—Quiero que te lleves de aquí a la muchacha y que la protejas.
—¿Qué? —Annis jadeó, agarrando su brazo—. ¿Y tú?
El duque ni siquiera la miró mientras se dirigía a Seamus.
—Los distraeré y alejaré los disparos de ti y de la muchacha.
—¿Qué? ¡No! —Podían herirle o matarle. El corazón se apretó
dolorosamente ante la perspectiva, y entonces lo supo. Descubrió lo mucho
que él le importaba.
Calder le soltó la mano del brazo y la empujó hacia Seamus.
—Toma a la muchacha. Escóndete en el bosque. Protégela.
Annis le agarró la mano.
—No. No te dejaré aquí para que mueras. Huiremos juntos al castillo.
Sinclair la miró por fin, pero en sus ojos ella leyó una determinación
feroz que no auguraba nada bueno.
Le quitó los dedos de nuevo, dirigiéndole una sonrisa descarada.
—No te preocupes. No te desharás de mí tan fácilmente. —Con una
última mirada, se fue, deslizándose a lo largo del carro y rodeándolo. Ella se
apresuró a ir tras él, pero Seamus la rodeó con el brazo y la pegó a él.
En ese instante escuchó la voz de Calder retumbar en el aire, con un
tono profundo y resonando con autoridad:
—Soy el duque de Sinclair, laird de Glencrainn.
Los disparos cesaron.
—Esa es la señal. —Seamus la levantó y tiró de ella hacia los árboles,
hacia el castillo, mientras Calder seguía hablando. Su voz se convirtió en un
eco cuando pasaron los gruesos árboles. Se resistió, intentando volver y
asegurarse de que Calder estaba a salvo.
—Venga, señorita. No haga esto peor. Muévase. ¿Quiere que el laird se
preocupe por usted? Se las arreglará muy bien. Ahora tengo que ocuparme
de su seguridad.
Annis rezó fervientemente mientras obedecía a Seamus y obligaba a
sus piernas a moverse. Calder estaría bien. No le harían daño. No le harían
daño. El corazón no dejaba de retorcerse en su pecho, incluso mientras esa
súplica rondaba en su cabeza.
Los guardias en las puertas estaban preparados cuando llegaron al
castillo, sin duda habían escuchado los disparos. Rápidamente dejaron
entrar a Annis, Seamus y otros dos hombres del duque. El resto del grupo

~ 198 ~
se había quedado en el bosque con los bandidos. Un hecho que la
enfermaba. Se paseó por el patio, sintiéndose completamente indefensa e
irritada consigo misma por haber dejado a Calder... y con Calder por hacerla
marchar. Quería agarrar un arma y volver de nuevo allí. Si él moría nunca
se lo perdonaría. O a él.
La señora Benfiddy apareció y le indicó que entrara en el gran salón.
—Ven, Annis. Ven a calentarte por dentro.
—Me quedaré aquí hasta que Sinclair regrese.
El ama de llaves frunció el ceño.
—No te preocupes por el laird. Estará bien, muchacha.
—No tendría que haberme ido de allí.
La señora Benfiddy se acercó, retorciendo las manos frente a ella.
—Sí, bueno, pensé que disfrutaríais de la excursión y esos bandidos
suelen atacar por la noche. Ha tenido que disminuir el botín de sus robos
para que ataquen a la luz del día.
—¿Pensaste que yo disfrutaría de la excursión? Creía que le pediste que
trajera más acebo.
—Sí, para que pasarais un tiempo juntos.
Annis cerró los ojos.
—¿Así que tu arte de casamentera es la razón por la que salimos del
castillo?
—No soy una casamentera. No me confundas con Fenella. Simplemente
vi al muchacho ansiando tu compañía así que le di una razón para verte.
¿Ansiando su compañía? ¿Sería verdad? No tenía tiempo para
analizarlo. Solo miraba hacia las puertas esperando que se abrieran para
verlo entrar sano y salvo. Les gritó a los hombres en las murallas.
—¿Lo veis?
Levantándose la falda, se dirigió a una de las escaleras que conducían
al parapeto para buscarle.
De repente, escuchó disparos fuera de las puertas. Los hombres de las
murallas dispararon hacia abajo.
—Calder —susurró su nombre pronunciándolo como una oración y subió
los peldaños.
—Muchacha, ¿qué estás haciendo? —la llamó la señora Benfiddy—.
¡Vuelve aquí!
Pero ya estaba a mitad de la escalera, ignorando al ama de llaves,
cuando la orden de abrir las puertas rugió desde algún lugar por encima de
ella. Se quedó paralizada mirando cómo las gruesas puertas de madera se
abrían y los hombres del duque entraban tropezando.
Su corazón se retorció y latió rápido mientras escaneaba el grupo en
busca del duque. Un momento antes de que la puerta se cerrara de nuevo,
lo vio. Sinclair se tambaleaba con un brazo alrededor de uno de sus
hombres que estaba herido.
Annis bajó la escalera examinando la escena caótica. Los guardas se
adelantaron acosando al grupo.
Calder dio órdenes y aparecieron varios sirvientes que atendieron
rápidamente a los hombres.
Aunque se sentía muy aliviada, el miedo seguía allí. Nunca había

~ 199 ~
sentido nada parecido. Como si no estuviera recibiendo suficiente aire en
los pulmones.
Lo devoró con la mirada en la distancia, examinándolo, asegurándose
de que no estaba herido.
Calder fue abordado por el alboroto del ama de llaves. Al ser una buena
cabeza más alto que el ama de llaves, el duque recorrió el patio.
Su mirada se posó en Annis y allí se quedó. Algo parpadeó en sus ojos
tormentosos, hablándole a ella, tirando de algo profundo donde su miedo
acechaba.
Con un grito ahogado, Annis se dio la vuelta y huyó.

~ 200 ~
Capítulo Once

Annis se refugió en su dormitorio, paseándose y frotándose las manos


como si eso la librara del nerviosismo. No le sirvió para nada. Las manos no
dejaban de temblarle. Con miedo. Alivio. Era demasiado para que lo
comprendiera.
La puerta se abrió y se dio la vuelta.
Calder estaba allí. El corazón se le disparó, salvaje como un pájaro
suelto dentro de su pecho demasiado apretado. La observó fijamente y ella
no fue capaz de moverse.
—No deberías haber hecho eso —le escupió ella con voz temblorosa. Su
cuerpo temblaba—. No deberías haberme enviado lejos mientras te
enfrentabas a esos forajidos.
Todo se ralentizó. La sangre se precipitó en sus venas, un rugido sordo
en sus oídos. Podía escuchar el latido de su propio corazón.
—¿Qué es lo que tendría que haber hecho? ¿Arriesgarme a que te
lastimaran? —Él negó con la cabeza enfáticamente, y algo se estremeció
recónditamente dentro de ella, comenzando en su núcleo y extendiéndose
por todo su cuerpo.
—Podrías haber muerto —le acusó, deseando que dejara de mirarla de
esa desconcertante manera.
—Estoy aquí. Vivo.
—Ya lo veo —murmuró Annis, con el corazón latiendo ahora tan fuerte
que estaba segura que él lo oía.
Calder cerró de golpe la puerta, encerrándolos. Moviéndose al unísono,
se lanzaron a los brazos del otro.
Sus bocas colisionaron, fundiéndose, apartándose solo el tiempo que
les llevó quitarse la ropa rápida y salvajemente. Todo fue frenético.
Desesperado. Violento en su ferocidad. Una capa cayó al suelo seguida por
la otra. El vestido acabó desabrochado apresuradamente y suelto.
Era una locura total, algo impropio de ella. Una liberación de la
agitación del día y su roce con la muerte. Pero cuando el fugaz pensamiento
cruzó su mente supo que era falso, un breve intento de racionalización. Esto
era necesidad. Deseo. Una afirmación de la vida.
Se besaron apasionadamente.
Calientes y atormentados, las lenguas batallando. No tenía sentido y
era salvaje. No había nada suave o civilizado al respecto. La destrozaba.
Calder le bajó el corpiño, revelando sus pechos cubiertos con el corsé.
Ella jadeó ante el aire frío en su carne expuesta. Sus manos rozaron las
puntas, las palmas ásperas abrasaban su piel mientras su boca devastaba
la de ella. No fue amable, aunque ella no quería que lo fuera. No la trató
como a un frágil trozo de cristal, y a Annis le encantó.

~ 201 ~
Posó una mano en su pecho, apretando el pequeño montículo,
haciéndola sentir como la criatura más exuberante y hermosa del mundo.
El duque le desató los cordones de delante con las manos un poco
temblorosas. Al instante abrió su camisa y expuso sus pechos
completamente al aire... Bajó la cabeza, llevándose un pecho a la boca. Ella
gritó, sus dedos se aferraron a su cabeza, enroscándose en su cabello.
Se tumbaron en la cama, su dura longitud sobre ella. Él se echó hacia
atrás, mirándola, deslizando la mano por su mejilla, enterrando los dedos
en su cabello para quitarle las horquillas. Le agarró la cabeza besándola de
nuevo, su boca caliente consumiéndola.
Annis cubrió con las manos la parte delantera de sus pantalones,
desabotonándolo ansiosamente para liberarlo. Calder se removió para
quitarse la chaqueta, la camisa y empujar los pantalones por las caderas.
Ella lo observó, devorándolo con la mirada, la respiración entre ellos
era entrecortada y áspera. Se volvieron a juntar, sus cuerpos desnudos se
deslizaban sinuosamente uno contra el otro. Le subió la falda del vestido
hasta la cintura y se acomodó entre sus muslos.
Annis se quedó sin aliento ante la sensación de sus caderas encajadas
entre sus muslos extendidos.
Se sentía demasiado perverso y correcto.
Él besó sus pechos otra vez y ella gimió, arqueándose, ofreciéndole
más, deseando más. Posó la boca en un pezón tirando profundamente, y
ella apretó sus músculos. Calder se movió y empujó su virilidad contra su
apertura.
Ella jadeó, sujetándole la nuca, aferrándose y acercándolo más
mientras alzaba las caderas necesitándolo en su interior.
—¿Annis? ¿Estás segura?
Si, si, si. Esto sería todo lo que tendría de él una vez que la nieve se
derritiera y se fuera de aquí. Por ahora lo aceptaría todo. Hambre. Deseo
crudo. A Calder.
Jadeando, rodó sus caderas y empujó contra él.
—Te necesito. Te necesito, Calder.
Sus ojos brillaban con fuerza. Annis miró entre ellos, observando cómo
él se tomaba con la mano, agarrando su miembro duro y guiándolo dentro
de ella. Annis gimió, fascinada y excitada ante la vista.
Calder le rodeó la cintura y la acercó, sosteniéndola firmemente
mientras se hundía dentro de ella. Sus ojos se encontraron con los de Annis.
Fue un momento irreal, mirándolo a los ojos, sintiendo que su cuerpo se
unía al de ella, llenándola con una quemadura que no era del todo
placentera.
Annis relajo el cuerpo para acomodarlo, jadeando mientras se adaptaba
a él.
—Estás muy apretada —siseó él, aplastando sus pechos con su torso
mientras su virilidad pulsaba profundamente en su interior—. ¿Te hago
daño?
—No. —Arqueándose, Annis presionó la boca contra la suya, besándolo
con ímpetu. Retorciéndose bajo él, jadeó en su boca mientras ráfagas de
placer surgían de donde estaban unidos.

~ 202 ~
Le marcó la espalda con las uñas.
—Sigue —le ordenó con una voz que ni siquiera sonaba a la de ella.
Calder obedeció, meciendo sus caderas. Annis gritó.
—Oh, te sientes tan bien. —Se retiró y regresó de nuevo—. Lo siento,
muchacha. Será mejor la próxima vez.
¿La próxima vez? Ni siquiera podía pensar en nada más allá de ahora.
No mientras esto se sintiera tan increíble. Una presión dolorosa se acumuló
dentro de ella a medida que él se movía más rápido, aumentando el ritmo y
la fricción y apretando esa espiral invisible en su vientre.
Annis se retorció, desesperada por liberarse.
—Calder —le suplicó.
En respuesta, le puso una mano bajo la rodilla, haciendo que le rodeara
la cintura con la pierna y penetrándola aún más.
Su siguiente empuje la rompió y gritó, clavándole los dedos.
Nunca había sentido algo tan increíble. La visión se volvió borrosa
mientras continuaba moviéndose dentro de ella, embistiendo a un ritmo
constante que la dejó salvaje y jadeante.
—Annis —gruñó él en su oído.
Recorrió sus músculos sólidos, adorando la libertad de tocarlo, de
acariciarlo con sus manos.
Los estremecimientos la sacudieron, arrancando su nombre de sus
labios.
Calder enterró las manos en su cabello y la miró a los ojos mientras
empujaba, arremetiendo más fuerte, llegando a un lugar oculto donde toda
sensación parecía comenzar y terminar.
De repente, todas sus terminaciones nerviosas ardieron y explotaron.
Ella gritó, arqueándose bajo él.
—¡Ah!
Calder se apoderó de su boca y Annis gimió, sintiendo que su propia
liberación lo seguía y palpitaba a través de él, vaciándose en ella.
Regresaron juntos a la tierra, con Calder encima de ella. Tan pesado
como era, Annis no quería que se moviera nunca. Se quedaría así para
siempre.
Él rodó sobre su espalda y tiró de ella contra su costado. Annis sonrió
soñadora, somnolienta y repleta después de la ruptura de su unión.
—Me siento como si fuera capaz de dormir durante dos semanas —
murmuró después de unos momentos acariciando su pecho.
—¿Dos semanas? Eso no va a funcionar teniendo en cuenta que me
gustaría volver a hacerlo. Muy pronto.
—¿Otra vez? —Ella levantó la cabeza—. ¿La gente lo hace de nuevo?
¿Más de una vez al día?
Calder se rió entre dientes y la atrajo más cerca, besándole la nariz.
Sonriendo, le bajó la cabeza y acurrucó la mejilla contra su pecho, su
corazón resonaba con un latido reconfortante y firme contra su oreja. De
repente, su estómago gruñó.
—Alguien tiene hambre —comentó ella.
—Sí. Necesitas descansar y yo sustento antes de volver a darte placer.
—A pesar de las palabras, deslizó la mano por su espalda y la curvó en una

~ 203 ~
mejilla de su trasero, amasándolo y apretándolo de una manera que arrojó
una nueva ráfaga de calor a su núcleo.
—Creo que nos saltamos el almuerzo —suspiró ella, agitada por el
deseo.
—¿Y si llamo para que nos traigan algo? Podemos comer en la cama.
Casi no he desayunado, solo he comido un par de galletas.
Annis se puso rígida ante el comentario, sin dejar de pensar en él.
Intentó descartarlo llamándose tonta y demasiado sensible. Y, sin embargo,
no se deshacía del horrible sentimiento que la perseguía y mataba su
euforia.
Se sentó, tapándose con las mantas mientras lo miraba.
—¿Has comido más galletas? ¿Las galletas de Fenella? —La distinción
era importante.
—¡Dios no! No pondría más de esas cosas asquerosas en mi boca. Son
incomibles.
Ella lo miró fijamente, la cautela todavía zumbaba en su cuerpo.
Sabía que sospechar que las galletas le influenciaban era ridículo, pero
casi tenía más sentido que la alternativa, que este hombre atractivo, un
duque, la deseaba desesperadamente.
—Annis —continuó—, te estoy diciendo la verdad. No he comido una de
esas galletas infernales desde la primera.
Sí, pero ¿lo creía? Él sabía cómo se sentía ella con respecto a las
galletas y su maldición sobre el libre albedrío.
Ella siguió mirándolo fijamente, apretando con más fuerza las mantas.
—Annis —gruñó, ladeando la cabeza, sus ojos perspicaces mientras se
fijaban en ella—. No seas absurda. Incluso si volviera a comer una de esas
galletas, no son mágicas. No me obligaron a hacer nada que no quisiera
hacer.
Y había otra consideración, si se permitía creer que los shortbread
poseían propiedades mágicas, ¿cuánto tiempo mantenía el hechizo una de
las galletas de Fenella?
Annis se humedeció los labios.
—Creo que necesito estar sola.
Sola para pensar. Sola para reagruparse.
—Sola —espetó él—. En efecto. Tu gran sueño... Estar sola.
Ella se estremeció
—Es increíble. ¿Confías tan poco en mí? ¿En nosotros? Esto no es el
resultado de un hechizo. Es real y estás aterrorizada.
Annis contuvo el aliento. El miedo le anudó el estómago. No estaba
equivocado. Miedo era una descripción precisa. Tenía planes para su vida
después de este receso forzado. Planes que no implicaban enamorarse.
Cuando regresara con su familia comenzaría los preparativos para ingresar
en el noviciado. Entonces no pensaría en él.
No lo desearía. Porque no estaba enamorada de él.
Amor. Su corazón se detuvo.
No. No podía ser. No necesitaba el romance. Ella era la única hija
Ballister sin intenciones de casarse. La única que no caería presa de los
propósitos de su madre y se uniría desesperadamente a un noble.

~ 204 ~
Pero ¿y si ya era demasiado tarde? ¿Qué pasaría si ya estaba unida?

***

Calder la miró fijamente esperando que respondiera. Ella le devolvió la


mirada con una expresión de horror en el rostro. Soltó un suspiro y se pasó
la mano por el pelo.
Tenía que aplastar sus dudas y convencerla de que la deseaba
voluntariamente. La amaba. No había otra razón. Ese era su único
pensamiento urgente cuando la puerta de la alcoba se abrió de golpe. La
madera chocó contra la pared con un golpe y tres rufianes de aspecto rudo
entraron en su cámara empuñando cuchillos y pistolas.
Annis gritó, tapando su desnudez. Él se puso de pie, pero solo dio un
paso antes que una pistola se presionara contra su pecho. Miró a los ojos
fríos del hombre que empuñaba el arma.
¿Cómo? ¿Cómo habían conseguido entrar en la fortaleza? Había sido
muy cuidadoso. El castillo estaba completamente sellado desde el interior.
Se culpó por haber sido sorprendido. Tan vulnerable como cualquier
hombre desnudo en la cama con la mujer que amaba a su lado.
Sí. La amaba.
Desde el primer momento en que la vio, cuando ella se cayó de bruces
frente al carruaje de su familia en el patio... tan diferente del resto de
hermanas. Diferente a cualquier mujer que hubiera conocido.
—No pensarías que nos habíamos visto por última vez, ¿verdad? —
preguntó el líder del grupo.
—¿Cómo has conseguido...? —interrumpió la pregunta cuando vio a
Sheila justo detrás del ladrón.
El ladrón siguió su mirada.
—Sí, la encantadora Sheila es una muchacha complaciente. Ella nos
dejó entrar.
Calder miró a la doncella.
—¿Cómo pudiste?
Ella levantó la barbilla con orgullo.
—Quiero más para mí que este lugar. Están dispuestos a darme una
salida. Me llevan con ellos a América, donde puedo ser más que una
sirvienta y hacer cualquier cosa que desee.
—Silencio, muchacha —espetó otro de los ladrones—. No necesitan
saber nuestros planes.
El líder simplemente sonrió.
—Dudo mucho que el gran laird nos siga hasta América. Creo que le
alegrará que nos vayamos de esta zona.
Calder asintió.
—Cierto. —Buen viaje.
La mirada del ladrón se deslizó hasta donde Annis se encogía detrás de
él.
—Hay sitio para más equipaje. Igual también me la llevo con nosotros.
—Una amplia sonrisa ladina se extendió por su rostro—. ¿Qué dices,
muchacha? ¿Quieres ver la grandeza de América?

~ 205 ~
—Acércate a ella y te mataré —declaró Calder con calma. Le daba igual
que no dispusiera de armas o ropa. O que varios hombres armados lo
rodearan. Usaría sus propias manos y mataría a cualquiera que intentara
arrebatársela.
Annis le agarró el brazo, apretándolo como si estuviera preparada para
detenerlo si era necesario.
El ladrón se rió entre dientes.
—Veo que eres parcial con la muchacha. Bueno, nunca me acusaran de
destrozar el amor verdadero. —Todavía riéndose se marchó, gritándoles a
sus hombres—. Llevadlos abajo con el resto.
Les concedieron unos minutos para vestirse mientras algunos de los
bandidos los vigilaban de cerca. A Annis se le permitió un mínimo de
privacidad detrás del biombo antes de llevarlos al gran salón donde se
amontonaba el personal. Calder los miró aliviado al ver que no mostraran
señales de maltrato. Se mantuvo cerca de Annis, con una mano en su
brazo. Ella agarró el escote de su vestido en un esfuerzo por preservar su
modestia. Se lo había puesto rápidamente y se abría en el frente.
Esperaron mientras los ladrones saqueaban la fortaleza. Varias de las
mujeres lloraban y se abrazaban. Otros fulminaban con la mirada a los
ladrones que hacían guardia.
Calder se enfureció, pero mantuvo su ira bajo control, frunciendo el
ceño a los cabrones que invadían su casa y asustaban a su gente. Y en
Navidad, nada menos. Sabía que ese detalle no debería importar, pero lo
hacía.
En cualquier momento del año este acto delictivo lo habría irritado,
pero en Navidad se sentía peor. Este era un momento especial para su
gente. Por esa razón seguía adelante y les permitía sus festividades.
Siempre ignoraba los recuerdos dolorosos que rodeaban la Navidad y se
centraba en la felicidad de los demás. Y además, esta era la primera vez en
muchos años que se sentía feliz durante las fiestas. A causa de Annis.
Que le condenaran si dejaba que estos bandidos lo arruinaran.
Uno de los ladrones entró en el salón con los brazos llenos de cuadros
enrollados, retratos, probablemente cortados de los marcos. Otro entró con
un cofre lleno de joyas de la madre de Calder. La indignidad del hecho agrió
el estómago de Calder.
—Canallas —susurró Annis.
Él contuvo la furia y le dio un apretón en la mano.
—Son solo cosas —murmuró, aunque las palabras parecían pedazos de
vidrio en su boca—. Las cosas se pueden reemplazar.
Lo que importaba era que todos los que estaban aquí, su gente, Annis,
permanecieran a salvo.
Sus ojos se encontraron y él vio sus lágrimas. Lágrimas por él.
El líder entró en el salón mordiendo una gran pata de ave. Sheila iba a
su lado, con una bolsa en el brazo. La joven se acurrucó junto a él, sin
sentirse avergonzada en lo más mínimo incluso con tantos miembros del
personal mirándola.
—¡Eso es la cena de esta noche! —protestó Marie. Alguien la hizo
callar, pero no le sirvió de mucho—. Se está comiendo mi ganso —exclamó

~ 206 ~
la cocinera temblando de indignación.
—Oh, deja que se lo coman para que se vayan pronto —dijo Fenella
secamente, apretando más en sus brazos el pesado libro de recetas.
—¿Qué tienes ahí? —Uno de los villanos se dirigió a Fenella.
La anciana abrazó el tomo y retrocedió un paso, lo que seguramente no
fue la reacción apropiada para buscar desviar el interés.
Como un depredador olfateando la sangre, el bandido se aproximó
más.
—Enséñamelo, vieja. Deja que le eche un vistazo.
—No —clamó ella, girándose para poner el libro más lejos de su
alcance.
El ladrón que masticaba la pata de ganso se unió al otro, acercándose a
Fenella.
—¿Qué tienes ahí?
Calder fulminó con la mirada el libro de recetas, sin importarle nada si
lo robaban. El maldito libro ya le había causado suficientes problemas.
Annis dudaba de su deseo por ese motivo.
Con una repentina inspiración, se escuchó decir:
—Es un libro mágico.
—¿Mágico? —se burló uno de los ladrones.
—Sí, hay una receta para hacer shortbread mágicos. Son muy
poderosos —fanfarroneó.
—¡Laird! —gritó Fenella, con una expresión retorcida por la afrenta—.
¡Este libro es más valioso que cualquier cosa en este castillo! ¡No les
permitas que lo roben!
—Cierto, es muy valioso —se mostró de acuerdo el duque, esperando
parecer convincente.
—¡No fastidies! —escupió un ladrón.
Él asintió sombríamente.
—Todos saben que Fenella es parte hechicera.
El líder sonrió.
—¿Sí? ¿Qué parte es esa?
—La parte que os maldecirá a la condenación eterna si os lleváis las
riquezas de este castillo, créeme. —Calder sostuvo su mirada sin pestañear.
Mientras ese libro de recetas existiera en su órbita, Annis siempre dudaría
de su amor.
Se produjo un momento de silencio. Los ladrones intercambiaron
miradas incómodas entre sí. Uno se santiguó y dio un paso atrás. Calder
reprimió una sonrisa. Arriesgó una mirada hacia Annis que lo miraba con los
ojos muy abiertos.
El líder miró a Sheila.
—¿Dice la verdad, muchacha? ¿La vieja es una hechicera?
Sheila parecía preocupada.
—Hay rumores de eso, sí, y ella es más vieja que las colinas. Sólo una
bruja puede tener tantos años.
—Yo no me arriesgaría a su ira —aconsejó Calder. Señaló el botín que
habían reunido, el legado de su familia esparcido en un descuidado montón
—. Te diré qué hacer. Llévate el libro con nuestra bendición. Las recetas que

~ 207 ~
hay escritas hacen más que llenar el vientre de un hombre. Te traerán
fortuna al comenzar tu nueva vida en América. A cambio... deja todo lo
demás aquí.
Fenella resopló.
El líder bajó la pata de ganso a medio comer y se acercó para ver mejor
el libro, claramente intrigado.
Su compañera le tiró del brazo.
—Ian, no creo que debamos...
Ian alcanzó el libro con una mano. Fenella chilló y lo retiró.
—Quieta, Fenella —la regañó Calder—. Dáselo ahora.
—Calder —susurró Annis a su lado—. ¿Qué haces?
—Me estoy deshaciendo de ese maldito libro para que sepas que es a ti
a quien deseo. Te quiero, Annis Ballister, y esa es la verdad —le murmuró
solo para sus oídos.
—¡Fenella! ¡Haz lo que te dicen! —Angus se adelantó de repente
arrancando el volumen de sus manos y tirándoselo al ladrón.
Ian acarició el cuero casi con reverencia.
—Ian... No sabes qué puede hacer ese libro. Déjalo —le aconsejó uno
de sus hombres.
—No. —Ian sacudió la cabeza—. Nos traerá buena fortuna. Puedo
sentirlo. Así como dijo el laird. Mientras la anciana lo dé voluntariamente no
tendré ninguna maldición siguiéndome a través del océano.
—Lo hará siempre que dejes todo lo demás y no le hagas daño a nadie
—respondió Calder.
Ian asintió.
—Sí. No tomaremos nada más. —Miró a Fenella esperanzado.
—Fenella —le instó Calder.
—Sí, muy bien. Llévatelo con mi bendición —gruñó ella.
—Gracias —sonriendo y exponiendo los dientes manchados y torcidos,
Ian le entregó el volumen a Sheila—. Guárdalo bien, muchacha.
Sheila abrazó el libro como si nunca fuera a soltarlo.
Fenella emitió un sonido ahogado al verlo pasar, pero no hizo ningún
movimiento hacia ella.
—Ahora vete. Ya tienes lo que quieres —ordenó Calder.
—Claro que sí. —Ian se llevó los dedos a la frente en un saludo casual
—. Hombres, vámonos. Laird, no olvidaré tu hospitalidad. Te recordaré con
afecto mientras cruzamos el océano.
Y después de decir eso, el líder y sus hombres se marcharon del
castillo.

~ 208 ~
Capítulo Doce

Esto no debería estar sucediendo. Nada de esto. Sus padres no


deberían de haberla olvidado. Al menos una de sus hermanas tendría que
haber dejado de ser egoísta durante un segundo para mirar a su alrededor
y descubrir que Annis no estaba con ellas. Nunca debería de haberse
cruzado con el duque más allá de ese primer encuentro bochornoso... y
mucho menos terminar en su cama. Este no debería ser su destino, pero así
era. Aquí estaba ella, completamente comprometida, con su corazón
involucrado de manera total e irrevocable, y su cuerpo anhelando el de
Calder.
Ahora se sentía completamente abrumada al recordarlo todo, sus
besos, su sabor, sus caricias cruzando su mente sin parar. Y lo peor de todo
era el recuerdo de sus palabras repitiéndose en su cabeza:
Me estoy deshaciendo de ese maldito libro para que sepas que es a ti a
quien deseo. Te quiero, Annis Ballister...
No lo había dicho en serio, ¿verdad?
Cuando los ladrones huyeron en la noche, el personal se ocupó de
restaurar el orden en el castillo. No comprendía lo que había pasado con el
libro de recetas de Fenella. Calder se lo había dado a los ladrones. Era lo
único que se habían llevado... gracias a su rapidez mental.
El ama de llaves ordenó agitadamente a Annis que subiera a su
dormitorio. Echó un último vistazo a Calder que hablaba con varios de sus
empleados. Sus ojos conectaron por un breve momento antes de que ella
se alejara.
Sintió un escalofrío mientras recordaba sus cuerpos enredados. Había
sido tan intenso. Tan increíble. No era así para todos, ¿verdad? Cerró los
ojos fuertemente. Diablos. Empezaba a pensar que lo que tenían era
especial.

~ 209 ~
«Oh, Annis. Estás en problemas...».
Tumbándose en la cama, se puso una almohada en la cabeza y gimió,
el sonido fue amortiguado por su espesor. Inmediatamente la asaltó el olor
de él en la funda de la almohada. Espléndido. Levantó la almohada de su
cara y la arrojó con toda la fuerza que pudo reunir.
—Impresionante.
Annis se incorporó de golpe ante la profunda voz.
El duque cerró la puerta y se adentró en el dormitorio.
—Tienes un buen brazo. Con suerte no me tirarás nada más peligroso
que una almohada.
¿Dónde se había ido todo el aire de la habitación?
—¿Qué haces aquí?
—¿Por qué no iba a estar aquí?
El corazón le aguijoneaba al verlo. Se humedeció los labios.
—Has regalado el libro de Fenella. —La receta de los shortbread... se
había ido para siempre.
—No quiero oír nada más de galletas, magia o hechizos. El libro se ha
ido y eso es lo mejor. No hay galletas. Las que quedaban se las he arrojado
a los cerdos. —Le pasó el dedo por la mejilla—. El único hechizo que me
afecta es el que tú me has lanzado. Quiero que te quedes aquí, Annis.
Conmigo.
Ella sacudió la cabeza.
—Yo... no puedo hacerlo. Tengo que volver. Los ladrones ya no son una
amenaza. Sería indecoroso quedarme...
Calder apoyó las manos a cada lado de ella, obligándola a recostarse
en la cama. Él la siguió, con el rostro rígido e intenso.
—Te estoy pidiendo que te quedes. Admite que tu objetivo en la vida no
es ser monja... que no es la soledad. Que es estar conmigo. —Las palabras
cayeron entre ellos como objetos sólidos.
Ella parpadeó.
El momento se alargó. Interminable. Sabía que ya lo amaba, pero...
¿Era capaz de aceptar esto?
Se recordó que esto no era lo que deseaba. Romance. Amor.
Matrimonio. Al menos... no creía que lo deseara.
Mirando fijamente su rostro, tan resuelto, tan desgarradoramente
apuesto, pensó en su bulliciosa familia. En todos los días de la Navidad. Las
ruidosas fiestas. Los villancicos. La comida y los regalos mientras su madre
sonreía con cariño, viendo a sus hijas gritar y pelearse entre ellas. En
realidad, no era tan horrible.
Incluso lo echaba de menos un poco. Muy bien. Más que un poco.
La Navidad consistía en disfrutar del amor y la familia.
Entonces, ¿por qué estaba huyendo? ¿Por qué estaba luchando contra
esto?
¿Sería tan terrible tener esas cosas con Calder? Se imaginó pequeños
bebés con los ojos de Calder. Unas navidades en el futuro. Otras fiestas,
cosechas, bautizos y cumpleaños. Su corazón se hinchó. ¿Por qué creía que
estaba tan mal tener todo eso? ¿Especialmente si podía tenerlo con este
hombre? ¿Era tan imposible que él la amara? ¿Que esto fuera real? ¿Por qué

~ 210 ~
Calder no podría amar a alguien como ella? Él no era un duque corriente. Y
ella no era una heredera corriente. Tal vez Fenella tuviera razón y fueran
apropiados el uno para el otro.
Abrió la boca, pero solo farfulló.
Calder le ahuecó la cara.
—¿Annis? ¿Me amas? Eso es todo lo que importa. Lo único. —Sus dedos
se movieron en pequeños círculos en sus mejillas—. ¿De qué tienes miedo?
—Me he enamorado de ti muy rápido y profundamente —susurró—. Y
tú no me amas. Algún día te darás cuenta de que todo esto es un error y no
me querrás a tu lado.
—Demasiado tarde. Ya te amo. No es un error y no te alejaré de mí.
Puedes quedarte aquí en Glencrainn. —Él se encogió de hombros—. O te
seguiré. Estás atrapada conmigo, Annis. Incluso te seguiría a Inglaterra si
fuera necesario.
Ella se ahogó con un pequeño sollozo.
—Esas son palabras muy serias.
—Pero verdaderas —asintió sombríamente—. No haría eso por nadie
más.
Annis soltó una breve carcajada.
—Realmente me amas.
Él la miró solemnemente.
—Cásate conmigo.
Después de un largo instante de silencio, Annis le rodeó el cuello con
los brazos soltando un suspiro roto. Pronto se estaban besando entre
palabras de “para siempre”, y se empezaron a quitar la ropa
apresuradamente.
—Sabes lo que esto significa, ¿no? —le preguntó ella, jadeando cuando
Calder le mordió el lóbulo de la oreja—. Ahora también eres parte de mi
familia.
Annis sonrió ante la murmurada maldición de Calder contra su
garganta y alegremente se dispuso a despojarle de la ropa.

~ 211 ~
NAVIDADES EN CENTRAL PARK

JOANNA SHUPE

~ 212 ~
Capítulo Uno

Guarda las hojas usadas del té durante unos días, remójalas durante
media hora y luego cúbrelas. Usa el líquido para limpiar tus muebles
lacados. Se limpian mejor que con jabón.
El Semanario de la Señora Walker.

La Gaceta Diaria de Nueva York, diciembre de 1889.

Se decía que las opiniones eran como los codos; todos tenían uno o
dos.
La señorita Rose Walker tenía suerte. No solo estaba llena de opiniones,
sino que también se le pagaba para que las diera.
Rose salió del ascensor y entró en la ruidosa oficina del periódico
ubicada en Printer Row. Los reporteros iban de un lado a otro, el zumbido
constante de las máquinas de escribir servía como una corriente
subterránea en este caos. Los hombres escribían historias y seguían pistas,
informando con entusiasmo al público sobre corrupción e infracciones.
Cómo deseaba unirse a ese frenético club de periodismo masculino.
En cambio, ella era el secreto mejor guardado del periódico, la señora
Walker. En su popular columna semanal, la misteriosa señora Walker
proporcionaba recetas elegantes, consejos de limpieza de una mansión y
asesoramiento en las relaciones con los maridos en la ciudad de Nueva
York.
No importaba que Rose no estuviera casada, ni supiera hervir agua y
viviera en una pequeña habitación en una pensión de mujeres.
Sin embargo, a nadie le importaba lo que una joven de veintiún años

~ 213 ~
tenía que decir. Había aprendido rápidamente que las mentiras siempre se
vendían mejor que la verdad.
Con la cabeza agachada, Rose se apresuró a la oficina de su jefe, con
su última columna sobre jardinería de primavera en la mano. No le habló a
nadie y ni un alma la reconoció. El editor en jefe, el señor Pike, era la única
persona del personal de La Gaceta que conocía la verdadera identidad de la
señora Walker.
Era un comienzo. Algún día tendría un escritorio en la oficina del
periódico donde reinaría como la escritora más conocida del país. Luego, al
final del día, iría a su lujosa casa en Central Park, como aquella en la que
trabajaba su madre, y se relajaría con su atractivo esposo.
Mantén tus pies firmes en el suelo, le solía decir su madre cuando la
atención de Rose vagaba. Sin embargo, Rose creía que las cosas buenas
estaban por llegar. Había más para ella en este mundo que esconderse
detrás de un nombre ficticio.
No es que ella fuera desagradecida con “la señora Walker”. Hacerse
pasar como una matrona ante la sociedad le había dado a Rose su primer
trabajo en un periódico y la columna había desarrollado un público devoto.
Pronto se abriría camino, escribiría otras historias y se convertiría en una
famosa periodista reconocida en la calle.
La puerta de Pike estaba entreabierta. Cuando se asomó al interior, vio
al hombre de cabello gris colocar las cosas de su escritorio en un pequeño
baúl. ¿Estaba... recogiendo sus enseres?
—Señor Pike.
Él alzó la cabeza.
—Walker. Adelante. —Casi nunca hablaba con oraciones completas, sus
conversaciones eran tan rápidas como el ritmo de la sala de redacción. Era
una de las cosas que más le gustaban de él.
—¿Se está cambiando de oficina?
—No. —Se enderezó, poniéndose las manos en las caderas. Las
voluminosas patillas blancas no ocultaban su expresión hosca—. Me han
destituido.
—¿Destituido? —¿No llevaba trabajando aquí desde siempre?
—Sí, expulsado. Depuesto. Rechazado. Mostrado la puerta.
—Sé lo que significa destituido. ¿Y por qué le han hecho eso?
Él la miró como si estuviera chiflada.
—¿No has visto los periódicos de ayer? ¿Cualquiera de ellos?
—No. He estado escribiendo mi columna. —Levantó el sobre que
contenía sus quinientas palabras—. La tengo aquí.
—Déjala y se la daré a otro editor. A Reese. Ya no estoy entre el
personal.
—¿Qué? —Ella parpadeó y lo miró boquiabierta. ¿También le habían
despedido de la redacción? Pike era su salvavidas en La Gaceta. Nunca
había tratado con nadie más. ¿Quién demonios era Reese?
En lugar de responder, él tomó un periódico y lo arrojó en su escritorio.
Era el New York World.
EXPUESTOS LOS SOBORNOS OSCUROS ACEPTADOS POR LA GACETA
EDITOR PAGADO POR EMPRESAS ELÉCTRICAS CULPA A LOS

~ 214 ~
TRABAJADORES
—Oh, no. Esto... No lo ha hecho usted, ¿verdad?
—No, fue Frank MacHenry. Pero Havermeyer también me ha despedido
a mí. Dice que es mi personal, mi responsabilidad.
Se rumoreaba que Duke Havermeyer III, presidente de Havermeyer
Publishing y director de La Gaceta, era despiadado e implacable. Su
bisabuelo había hecho una fortuna en las minas de cobre de Montana antes
de ir a Nueva York y comprar un periódico arruinado. Havermeyer Publishing
Corporation, cuyas siglas eran HPC, tenía actualmente diez periódicos en
todo el país, diez periódicos que publicaban el semanario de la señora
Walker.
Dejando de lado la reputación de Havermeyer, despedir a Pike no era
justo.
—Eso es... absurdo.
—Havermeyer nunca reconsidera una decisión una vez que la toma. —
Pike continuó tirando cosas al pequeño baúl del suelo—. Y él es el gran jefe.
Él me quiere fuera, y estoy fuera.
—Usted es un gran editor. Lamento que se marche.
Él suspiró.
—Yo también. He pasado cuarenta y dos años en este periódico.
Empecé mi carrera con el periódico número dos de Havermeyer.
—¿Y qué hará? ¿Trabajar para otro periódico?
—No creo. Soy demasiado viejo. Supongo que pasar más tiempo con
mis nietos.
¿Nietos? Rose había estado tan concentrada en el trabajo que nunca le
había preguntado por su vida personal. «Vaya reportera que eres, Rose».
—Antes que me olvide. Havermeyer quiere reunirse contigo. Le dije que
vendrías esta mañana para dejar tu columna. Así que ve al último piso y su
secretaria te mostrará su despacho.
El estómago de Rose se hundió, como esa vez que había intentado
hacer la receta del pastel de limón de la señora Walker y se había olvidado
de agregarle azúcar. ¿Por qué demonios querría verla Havermeyer? ¿La
despediría también a ella?
Oh, Dios. Necesitaba este trabajo. No tenía ahorros y lo último que
quería hacer era trabajar sirviendo, como su madre. Rose había visto de
primera mano el daño que una vida de restregar, doblarse y fregar le hacía
a una mujer. Quería una vida diferente, una que no disminuyera sus dedos
hasta el hueso. Una que le permitiría a su madre retirarse antes de
agotarse.
Además, a Rose le gustaba su trabajo. Mucha gente de todo el país le
escribía para pedirle consejo.
«No, él dueño no te despedirá. Tú eres la señora Walker». ¿Por qué iba
a despedir a su columnista de consejos más popular?
Recordó la primera vez que vio a Duke Havermeyer III. Un hombre alto
y atractivo vestido con un traje elegante, había resplandecido junto a ella
en el ascensor. El ascensorista se había dirigido a él como señor
Havermeyer mientras Rose lo miraba descaradamente, deseando ver mejor
al renombrado magnate de las publicaciones.

~ 215 ~
De alguna manera no le había sorprendido su atractivo. Hombros
anchos y piernas largas, junto con un cabello oscuro que se curvaba justo
sobre el cuello. Pómulos altos y esculpidos, de la clase que solo poseen
aquellos con una excelente crianza. Rose lo había evaluado rápidamente,
un personaje arrogante y atractivo a la altura de su reputación como el frío
y calculador descendiente de un empresario.
Entonces le vio la cicatriz sobre la ceja derecha. La marca la intrigó. Lo
volvía imperfecto, algo que ella encontraba mucho más interesante. Parecía
un pirata vestido con traje y listo para blandir un machete a cualquiera que
se interpusiera en su camino.
Ese hecho le costó horas de investigación, devorando todos los
periódicos que consiguió. Se enteró de que, aunque Havermeyer no estaba
casado, siempre aparecía en las páginas de negocios, nunca en las
columnas sociales. ¿No tenía novia? ¿Ni amante? Según pudo descubrir no
hacía más que trabajar en el periódico. Y eso también le resultó fascinante.
Había esperado verle de nuevo cada vez que estaba en el edificio. Peor
aún, tenía la costumbre de merodear por allí unos cuantos días a la semana
solo para ver como subía a su brougham, su carruaje ligero de caballos, y
se alejaba. Fantaseaba con que él la vería, se detendría, y acercándose a
ella con una media sonrisa en el rostro, le pediría que la acompañara a
Delmonico o Sherry, uno de los elegantes restaurantes donde cenaba la
élite neoyorquina.
Y ahora él quería verla... seguramente no para invitarla a cenar.
Una chica siempre podía soñar.
Retorció las manos.
—¿Qué quiere de mí?
—No tengo ni idea, pero será mejor que te des prisa. A Havermeyer no
le gusta que le hagan esperar.
—¿Sabe él...?
Pike soltó una risa seca que carecía de alegría.
—No, no le he contado nuestra historia. Todo el mundo cree que la
señora Walker defiende ferozmente su privacidad y le incomoda toda la
atención pública. Si decides decírselo o no, depende de ti, pero después de
este escándalo... En resumen, si te gusta tu trabajo deberías guardar
silencio.
Así que ella tendría que hacerse pasar por la señora Walker, casada y
experta en cuestiones sociales. Miró su sencilla blusa de color crema y la
falda marrón. No era muy elegante considerando la posición de la señora
Walker como una mujer elegante de Nueva York. Y hoy no se había
maquillado, eso le habría envejecido unos años.
Ahora ya no había nada que hacer al respecto. Iría a verlo exactamente
así, y esperaría lo mejor. Además, ¿alguna de sus tías abuelas no había
trabajado como actriz en Dublín? Si Rose mantenía la compostura,
engañaría a Havermeyer. Era capaz de superar una reunión con él.
Pike continuaba revisando los papeles y ella se quedó sin saber qué
hacer. Esta sería la última vez que vería su rostro arrugado y su cabello gris.
Había sido su mentor, la única persona que había conocido en el periódico
durante dos años. Además, Pike y ella se inventaron juntos a la señora

~ 216 ~
Walker. ¿Cuál era la despedida apropiada para un editor jefe?
—Señor Pike... —No sabía qué hacer con las manos.
Él se detuvo y le ofreció una pequeña sonrisa llena de amabilidad.
—Vamos, nada de eso. Tienes un futuro brillante por delante. La señora
Walker es el activo más valioso de HPC y me gusta pensar que tuve un
pequeño papel en eso. Ten solo buenos recuerdos, Rose.
Ella asintió.
—Espero que se mantenga en contacto. Le echaré de menos.
—Lo mismo te digo, señora Walker. Ahora vete a ver a Havermeyer, o
de lo contrario los dos perderemos nuestro trabajo.

***

Duke Havermeyer arrojó el periódico de otro competidor sobre su


escritorio. Maldita sea. ¿Cuántas malas noticias era capaz de soportar un
hombre?
Todo había empezado ayer en el desayuno, cuando se enteró de las
acusaciones de soborno que involucraban a un miembro del personal de La
Gaceta. Y se apresuró a ir a la oficina, donde convocó una reunión de
emergencia con la junta directiva. La junta estaba furiosa por el escándalo y
la mancha que dejaría en la reputación del periódico. Como era de esperar,
las acciones se habían desplomado. Esto afectaba a los resultados de la
compañía, y si Duke no lo arreglara rápidamente, la junta lo reemplazaría
como presidente de la compañía.
Un Havermeyer destituido como presidente de Havermeyer Publishing
era impensable... pero no imposible.
No es como si a él no le importara este escándalo. De hecho, se había
puesto lívido ante las acusaciones. ¿Mentir, aceptar sobornos y
desprestigiar el periódico de su familia? Imperdonable. Ya había despedido
a nueve miembros del personal, incluido el editor jefe, el señor Pike. A Duke
le gustaba Pike, un remanente de los días de su padre en La Gaceta.
Lamentó que el hombre se fuera, pero el periódico era lo primero.
Los periódicos siempre eran lo primero.
A los Havermeyer los criaban para aprender eso desde el nacimiento. A
sus veintiocho años, Duke lo había aceptado y aprendido todo sobre el
mundo del periodismo. El resultado era una expansión que ni su padre ni su
abuelo habían conseguido. Gracias a Duke, HPC poseía diez periódicos en
todo el país, y pronto serían once.
Y esos once periódicos prosperarían solo si las noticias eran fiables. De
lo contrario, estarían imprimiendo periódicos sensacionalistas que no se
venderían.
Un hombre solo es tan bueno como su palabra.
¿Con qué frecuencia había dicho su padre eso? ¿Cien veces? ¿Mil? Duke
pretendía restaurar esa reputación de cualquier manera que fuera
necesaria.
Un golpe sonó en la puerta y su secretaria se asomó, con los ojos
brillando de emoción. La señora Jenkins era bastante calmada, así que,
¿qué había ocurrido para causar tal reacción?

~ 217 ~
—Señor, la señora Walker está aquí. La señora Walker —repitió con
fuerza, como si fuera necesario aclarárselo.
No era necesario. Duke ya estaba esperando a la señora Walker, una de
las estrellas más importantes de su compañía editorial... y un elemento
clave en su plan de ataque para restaurar la fe en HPC.
—Hágala pasar, por favor.
—Sí, señor. Y podría intentar sonreír. Que ella se sienta a gusto.
Duke se levantó, alisándose el chaleco. Aunque le molestó el
recordatorio, supuso que la señora Jenkins tenía razón. Necesitaba la ayuda
de la señora Walker y asustarla no lo conseguiría, a menos que ella lo
rechazara, por supuesto.
Con una sonrisa incómoda en el rostro, se cruzó de brazos y esperó. En
realidad estaba esperando esta reunión. La señora Walker era una
celebridad en Nueva York, aunque Pike había sido el único que se había
ocupado de ella durante su mandato. Duke había comenzado a leer su
columna poco después de que comenzara, sin saber qué clase de “noticias”
escribía para la compañía. Las historias serias, y no las triviales, siempre
atraían mejor a sus lectores.
Qué equivocado había estado. La señora Walker se convirtió en un
premio instantáneo. Las cartas para ella casi desbordaron la sala de correo
de HPC después de la primera semana. Pronto entendió por qué. Ella tenía
una forma inteligente de escribir las palabras, llegando al lector con
facilidad y sin cansarle. Sus columnas eran humorísticas, informativas y
maduras. Además, incluía detalles personales sobre sí misma como
ejemplos. Dejaba al lector la impresión de conocer a la señora Walker como
si la columnista fuera una amiga cercana.
Duke no era la excepción. Se sentía completamente encantado, leía su
columna cada semana y devoraba esos chismes. Sabía que ella vivía en un
barrio elegante de la ciudad con el señor Walker, la pareja no tenía hijos.
Adoraba cocinar y la jardinería, recelaba de los perros después de un
incidente en la infancia y forcejeaba al hacer un bordado. Y poseía un
ingenio e inteligencia que no se encontraba en la mayoría de las mujeres.
De hecho, contaba con ese ingenio e inteligencia para rescatar HPC.
Una mujer joven se adentró en el despacho y él miró por encima de su
hombro buscando a la señora Walker. Pero nadie más entró y la secretaria
cerró la puerta.
¿Esta era la señora Walker?
La sonrisa murió en sus labios. No se parecía en nada a la sofisticada
matrona que había esperado. No es que fuera desagradable. Simplemente
inesperado. Ella lo observó con detalle, sin reparos, con sus penetrantes
ojos azules que conjuraban imágenes de océanos azules tranquilos y cielos
sin nubes. Muchas mujeres encontraban desconcertante su mirada fija, pero
la señora Walker no apartó la vista ni bajó las pestañas. Había un desafío en
su mirada, uno que reconoció pero no entendió completamente. Como si
ella viera directamente a través de él.
Luchó contra la sensación de inquietud. Demonios, era ridículo dejar
que una mujer tan pequeña le causara incomodidad. La cabeza de la mujer
apenas llegaba a su hombro, y no había nada notable en su apariencia.

~ 218 ~
Tenía el cabello castaño claro recogido bajo un sombrero liso, y vestía una
modesta blusa y una falda marrón poco favorecedora. El único adorno
visible era el camafeo de su garganta.
—Es usted muy joven —soltó, removiéndose ante su rudeza.
En lugar de ofenderse, ella sostuvo su mirada y ladeó la cabeza.
—¿Cuántos años debería tener?
«Dios mío, hombre. Haz algo sensato».
Sacudiéndose la sorpresa, le ofreció la mano a modo de saludo.
—Señora Walker, es un placer conocerla finalmente. Soy Duke
Havermeyer. Por favor, siéntese.
Se acomodaron en las sillas cercanas al escritorio. Rose puso las manos
en su regazo.
—¿Quería verme?
—Sí. No malgastaré su tiempo con cortesías, iré más bien al grano. Me
gustaría pedirle algo. Sin duda ha oído hablar del escándalo que rodea a La
Gaceta. —Ella asintió brevemente y él continuó—: Las acusaciones son
ciertas, desafortunadamente, y la reputación del periódico ha recibido un
golpe desagradable. Y eso lleva a un problema mucho más grave.
—¿Cual?
Le gustaba su carácter. Fresco, reservado. Directo. No era retorcido. Tal
vez él había estado cerca de los reporteros durante mucho tiempo, por eso
prefería mucho más a alguien que no se andara por las ramas.
—Mi junta directiva. Ya son nerviosos e impredecibles en sus mejores
días. Pero después de lo de ayer están francamente asustadizos. Han
perdido la confianza en el periódico y en mí. Necesito recuperarlos o puede
haber... consecuencias desagradables. Ahí es donde entra usted.
—¿Yo?
—Sí, usted. La señora Walker es la joya de la corona de la Havermeyer
Publishing Corporation. Escribe la columna más popular y es la mujer a la
que todos desearían tener como amiga. ¿Quién más puede dar consejos
sabios con una mano y preparar comidas originales con la otra?
La mujer entrecerró los ojos como si sospechara de la adulación.
Evidentemente se había excedido un poco, pero no había mentido. La mujer
poseía una impresionante amplitud de conocimientos.
—¿Y cómo le ayuda todo eso con la junta directiva?
—Necesito que usted organice una cena de Navidad para la junta.
Ella abrió mucho los ojos.
—¿Cena de Navidad? ¿Para la junta?
—Ya sé que falta solo una semana para Navidad, pero tengo mucha fe
en que usted, una mujer tan experta en estos eventos, será capaz de
organizarla.
—No es posible. Es... No hay suficiente tiempo.
Duke agitó la mano. Si alguien lo conseguiría, esa sería la señora
Walker. La mujer era una maga del hogar.
—Tonterías. ¿La mujer que consiguió plantas tropicales y piña para la
celebración de su Año Nuevo? ¿La mujer que se jacta de tener el mejor
personal, el más organizado de la ciudad? Tengo plena confianza en sus
habilidades, señora.

~ 219 ~
—Pero esta es su junta directiva, no un grupo de esposas de la
sociedad.
—No se preocupe por eso. Tiene un presupuesto ilimitado para trabajar
y la junta, sin duda, quedará deslumbrada con cualquier cosa que haga.
Estarán encantados simplemente de conocerla. La señora Walker es uno de
los misterios más grandes de Nueva York y yo se lo descubro por una
noche. —No se veía muy convencida, así que agregó—: Me doy cuenta que
esto es una imposición y que usted es sumamente celosa de su privacidad.
Sin embargo, debo insistir. Es por el bien del periódico.
La mujer se frotó los ojos con la mano. El tiempo se extendió, su pecho
subía y bajaba rápidamente en el silencio. Siendo un negociador
experimentado, Duke sabía que tenía que permanecer callado para dejar
pensar a su presa.
—¿Qué pasa si me niego? —preguntó finalmente.
Una pregunta inteligente, una que él había anticipado. Ladeó la cabeza
y endureció su tono.
—Estoy seguro que ha leído su contrato, señora Walker, pero en caso
de que lo haya olvidado permítame recordarle la letra pequeña. En realidad,
usted no es la dueña de la columna semanal de la señora Walker. Somos
nosotros. Específicamente yo lo soy. Por lo tanto podría contratar a
cualquiera para que contestara esas cartas y escribiera su columna. No es
necesario que sea usted.
Ella tragó, su delicada garganta se movió.
—¿Cena de Navidad? ¿Dentro de siete u ocho días?
—Mejor seis. Sé que le impongo esta fiesta sin mucho aviso. Pero se
llevará a cabo el 22 de diciembre para no obstaculizar las celebraciones
familiares.
—¡Eso es sólo dentro de cinco días!
—Como he dicho, tengo plena confianza en usted.
—Aprecio su fe, señor Havermeyer, pero simplemente no puedo. ¿Por
qué no contrata a un chef y les dice a todos que yo...?
—No. —La sola palabra retumbó en la oficina—. Sin trampas. Todo esto
será para la junta. Preparará el menú, supervisará la comida y cenará con
nosotros. Su personal estará disponible, por supuesto.
—¿Mi personal?
—La cena debe tener lugar en su casa, señora Walker. —¿No había sido
claro? Cuando se imaginó esta conversación, ella era mucho más amable.
¿Qué complicación tendría esta fiesta para una mujer que una vez había
alojado al Virrey de la India?—. A la junta le encantará visitar su casa
durante las fiestas. Aporta un toque más personal a la velada. El señor
Walker también es bienvenido, claro está.
Ella palideció, su mano agarró fuertemente el apoyabrazos.
—Claro.
Duke se armó de valor y rechazó la culpa por su inusual petición y las
molestias que le causaría. Ella era una empleada y HPC era la principal
prioridad.
Aún así, tal vez estaba siendo un poco duro. Se aclaró la garganta.
—Lo consideraría un gran favor personal, y no le pido ayuda a menudo

~ 220 ~
a los demás.
—Yo... —Ella inspiró profundamente—. En ese caso, ¿cómo voy a
negarme?

Capítulo Dos

—¿Que te has prestado a... qué?


Rose trazó el borde de una baldosa negra con la bota. Ella y su amigo,
Henry, estaban en la despensa del mayordomo de la mansión de los Lowe
en la Quinta Avenida, donde su madre trabajaba desde hace años. Henry
era el segundo lacayo y actualmente está guardando los platos del
desayuno, mientras que Rose le contaba la petición de Havermeyer.
Estaban cerrando la casa debido a las fiestas navideñas, los propietarios se
dirigían a Newport.
~ 221 ~
—Te lo he dicho. No tuve elección.
—Siempre hay elección. Solo se dice que no.
—¿Y perder mi trabajo como la señora Walker? No, no puedo. Y ya
sabes por qué.
Como su amigo más antiguo, Henry conocía bien los planes de Rose de
una vida mejor, una vida más independiente para su madre y ella.
Levantó la vista de los platos, con el rostro lleno de simpatía.
—Sí, lo sé, pero a ella no le gustaría esto. Que mientas y estafes a la
gente.
Aun así, Rose no iba a cambiar de opinión. Necesitaban el dinero de su
trabajo en La Gaceta.
—Es una cena. No puede ser tan difícil, ¿no?
Henry resopló una carcajada y contó con los dedos.
—Veamos. Debes encontrar una cocinera, un marido, un personal y una
casa amueblada en una zona residencial para usarla como si fuera la tuya,
una que nadie reconozca. —Sacudiendo la cabeza, volvió a los platos—. Te
deseo suerte.
Sólo un año mayor que ella, Henry era su amigo desde hace años. Sus
familias habían sido vecinas mientras crecían en el centro de la ciudad. Era
como un hermano para Rose. Su madre había albergado esperanzas con
respecto a un matrimonio entre Henry y su hija, pero nunca había habido ni
una chispa, ni siquiera antes de que él se lo hubiera propuesto a Bridget,
otra criada de la casa de los Lowe.
Eso le hizo pensar en Duke Havermeyer. Su estómago se agitó por el
simple hecho de recordar su musculoso cuerpo y sus intensos ojos
marrones. Por Dios, el hombre se veía incluso mejor de cerca que en los
lejanos destellos que había tenido de él en los últimos meses, por no
mencionar que era más joven. No tendría más de treinta años.
Y la despediría si no encontraba la manera de hacer que esta cena se
celebrara.
Se tragó el pánico y volvió al problema en cuestión.
—He estado pensando...
—Ah, infiernos.
Rose lo ignoró.
—Tengo una solución muy fácil. El día anterior sufriré una horrible
enfermedad y le diré a Havermeyer que lamento cancelarlo.
Henry se dio la vuelta, frunciendo una ceja oscura.
—¿En serio? ¿Y si se limita a reprogramar la cena?
—¿Por qué molestarse después de Navidad?
—Siempre está el Año Nuevo. No puedes cancelarlo para siempre,
Rose.
Dios mío, Henry tenía razón. Havermeyer parecía bastante decidido.
Sin lugar a dudas, encontraría otra forma de arrinconar a Rose. ¿Cómo
demonios se suponía que lo conseguiría?
—Tienes que ayudarme a pensar en una manera de lograrlo.
—De eso nada. Necesitas contárselo y esperar que no esté demasiado
enfadado. Tal vez si le informas de la situación...
—No, es demasiado arriesgado. Me despedirá en el acto. —¿No le había

~ 222 ~
dicho que alguien podía escribir su columna? Si quería continuar como la
señora Walker, tenía que encontrar una manera de celebrar esa cena.
Henry se cruzó de brazos y se apoyó contra el mostrador, su
desaprobación era clara en las líneas de su boca.
—Te dije que no hicieras tan grandiosa la vida de la señora Walker.
Inventar a todos esos dignatarios y aristócratas europeos como invitados de
sus cenas solo ha aumentado su leyenda a unas proporciones irracionales.
Que hayas evitado ser descubierta hasta ahora es un autentico milagro.
—Todavía no me han descubierto... ni lo harán si resolvemos esto.
—¿Nosotros?
—Sí, tienes que ayudarme. No puedo ir a mi madre con este problema.
¿A quién más recurriré si no a ti? Por favor, Henry.
Los segundos pasaron mientras la miraba fijamente, con el rostro
inexpresivo. Rose juntó las manos bajo la barbilla y se mantuvo
completamente inmóvil.
Finalmente, después de lo que parecieron siglos, él suspiró
ruidosamente.
—Está bien, te ayudaré. Pero te advierto que es una idea terrible.
—Me doy por advertida —contestó rápidamente, saltando sobre sus
pies.
Henry puso los ojos en blanco.
—Así pues, ¿cuál es el primer problema, señora Walker?
—Una mansión vacía con un dueño que nadie conozca.
Se acarició la barbilla.
—Espera, ¿y si no necesitamos una mansión vacía?
—Es necesario. Debemos tener un lugar para organizar la cena.
Él desdeñó el comentario.
—¿Qué sucede si la casa de los Walker está sufriendo grandes reformas
y en su lugar están utilizando la casa de los Lowe?
—¡Henry! No puedo usar esta casa —bajó la voz, aunque no había
nadie cerca—. No les haré eso a tus señores. ¿Qué pasa si mi madre y tú
perdéis vuestros trabajos?
—Tienes razón. Es demasiado arriesgado. Realmente no quiero que me
despidan. Y ya sabes lo particular que es la señora Lowe con sus cosas. Se
enteraría de alguna manera, especialmente si circula el chisme. ¿Por qué
Havermeyer no es el anfitrión?
—Porque quiere que la señora Walker muestre su casa. Dijo que le da
un toque más personal.
—Así que la casa de tu jefe no sirve. Hay un lugar en la calle Setenta y
Uno que tiene un letrero de “en venta” en la ventana. Justo a la salida de
Central Park. Paso por allí todas las noches. Todavía está amueblada y lleva
en el mercado inmobiliario los últimos seis meses.
—No usaré una casa vacía. Pertenecerá a alguien.
—No veo que tengas muchas opciones —señaló Henry—. ¿Y qué
importa? Solo será una noche y por unas horas? Es obvio que los dueños se
han mudado a otro lado. Si le damos unos cuantos dólares al agente
inmobiliario mirará hacia otro lado esa noche. Si es inteligente no se
negará.

~ 223 ~
La generosa asignación de Havermeyer ayudaría con eso. Y sin
embargo no le parecía bien.
—¿Qué pasa si uno de los miembros de la junta conoce al dueño? ¿O a
uno de los vecinos?
—Entonces afirmas haber comprado la casa recientemente y rezas para
que la verdad nunca se descubra. En serio, Rose. A menos que conozcas
una mansión que podamos alquilar para esa noche no veo ninguna otra
opción.
—Tienes razón. Todo parece tan...
—¿Desatinado? —Henry alzó la nariz, mirándola con esa desaprobación
que ella conocía tan bien.
—Iba a decir arriesgado. Las mentiras se están acumulando en un
montón.
—Hay una manera segura de detenerlo. Cuéntale a Havermeyer la
verdad.
—Sabes que no puedo. Me despedirá por todo lo que está pasando en
el periódico.
—¿Quieres que alquile esa casa vacía?
Rose suspiró. ¿Qué otra opción tenía?
—Sí, pero voy contigo. ¿Crees que convenceríamos al personal que está
aquí para que nos ayude? Un lacayo y un par de doncellas bastarían. Les
pagaré, o más bien Havermeyer les pagará. Me ha dado una generosa
asignación para el evento.
Henry se estiró para poner una copa de agua de cristal en un estante.
—Lo apreciarían, aunque seguramente sea innecesario. La mayoría del
personal se tiraría delante de un tranvía por ti.
Rose había sido una figura habitual en la casa de los Lowe durante más
de una década. Su madre trabajó como sirvienta durante años, y luego se
trasladó a las cocinas cuando sus rodillas comenzaron a dolerle. Eso
significaba que el personal trataba a Rose como a uno de los suyos,
celebrándolo cuando consiguió el trabajo en La Gaceta. También se habían
ofrecido generosamente a responder preguntas para su columna de
consejos mientras mantenían su identidad en secreto. Ella los adoraba a
todos.
—Eso cubre todo menos la cocina —confirmó Henry—. Pídele ayuda a la
señora Riley. Su hija está a punto de tener un bebé, pero aun queda tiempo.
Después, todo lo que necesitas es dejar que los lacayos sirvan la cena.
—No es todo —soltó un profundo suspiro—. Solo hay un detalle muy
pequeño, realmente pequeño, que necesito.
Henry se congeló mientras ponía en su sitio un tenedor.
—No y no. Yo no. Cualquiera menos yo.
—Henry, tienes que hacerlo. ¿A quién más voy a pedírselo?
Sus ojos se volvieron salvajes cuando se dio la vuelta.
—¿Qué hay de ese Elmer con el que saliste a patinar el mes pasado?
—¿Te refieres al hombre que alquila patines de hielo en el estanque? Sé
serio. No tengo a nadie más a quien preguntar. —Juntó las manos,
suplicándole—. Por favor, Henry. Por favor, te lo ruego.
—No puedo. Lo estropearía todo, Rosie. No sé nada sobre la sociedad y

~ 224 ~
los modales. Soy la peor opción para actuar como el señor de Rose Walker.
—Alto ahí. Nadie conoce los cubiertos y los modales en la mesa tan
bien como tú, y ves a hombres de la sociedad casi todas las noches. Así que
tomarte un Oporto con los hombres durante unos momentos después de la
cena... No será tan malo, ¿no?
Henry señaló hacia las ventanas.
—¿Qué pasa con Bert? Sería una buena elección.
—Es un mozo de cuadras, Henry, y huele a pescado viejo. No, debes
ser tú. Además, hemos sido amigos durante años. Actuar como un viejo
matrimonio no será demasiado difícil. A menos que pienses que a Bridget le
importará...
—Bridget es el menor de nuestros problemas. Soy terrible fingiendo. Ya
lo sabes. Nunca he sido capaz de decir una mentira, ni siquiera una
pequeña, y esto no es nada “pequeño”, Rose.
—Havermeyer no se enterará. Nadie lo sabrá, excepto los pocos
miembros del personal que nos ayuden. Tú mismo lo dijiste. Son unas horas
durante una noche, Henry. Por favor.
Se pasó una mano por la cara.
—Voy a lamentar esto, lo sé.
Rose esperaba que ninguno tuviera motivos para lamentarse. Tenía que
transcurrir sin ningún problema, o su trabajo en La Gaceta y sus sueños de
ser una reportera se acabarían.
—¡Gracias, gracias! —Le besó en la mejilla—. Eres el mejor, Henry.
Él le sonrió con cariño.
—¿Vas a decírselo a tu madre?
—Por Dios, no. Tendremos que jurar no revelar el secreto, al menos
hasta que termine. No quiero preocuparla.
—Sin mencionar que nunca te dejaría seguir con esto.
Cierto. Su madre todavía no entendía por qué Rose tenía que escribir
como la señora Walker y no con su propio nombre. Pero Rose manejaba las
finanzas familiares desde hace años y no tenía corazón para decirle a su
madre lo grave que era su situación. Las dos necesitaban mantener sus
trabajos.
—Preferiría esperar y contárselo cuando acabe.
—Seguramente es una excelente idea.
—Ves, te dije que esto sería fácil.
Henry hizo una mueca y siguió puliendo los cubiertos.
—Rosie, te conozco de toda la vida. Eres terca y demasiado curiosa
para tu propio bien. Nada es fácil cuando tú estás involucrada en algo.

***

Una ligera nevada espolvoreaba las calles de la ciudad tres noches


después cuando el brougham de Duke se detuvo. Resultaba que la señora
Walker vivía en una casa modesta en la calle Setenta y Uno que daba a
Central Park. Modesta, pero acogedora. Había un pequeño árbol en una
maceta grande en el pórtico y guirnaldas frescas envolvían la barandilla de
hierro. Un árbol de Navidad, colorido y brillante, brillaba a través de la

~ 225 ~
ventana delantera. Que festivo. La mujer realmente pensaba en todo.
Había hecho bien pidiéndole que fuera su anfitriona esta noche. Su
casa no era tan acogedora. De hecho, no la decoraba para Navidad desde
hace años. Realmente no tenía sentido. El árbol y el acebo se conservaban
unas pocas semanas y luego los arrojaban a la basura. Sólo las palabras
escritas eran permanentes, archivadas para las generaciones futuras. Todo
lo demás era una pérdida de tiempo.
Además, él no tenía familia. Ni esposa. Ni siquiera un primo lejano o
una tía abuela a quien dar la bienvenida en esta época. Su padre se había
alejado de todos sus parientes, sobre todo por temor a que intentaran
reclamar la herencia cuando muriera. Ahora no quedaba nadie. Nadie más
que Duke.
No le afectaba la soledad. Le permitía centrarse en los periódicos y los
resultados habían dado sus frutos.
Si solo alguien se lo recordara a la junta de HPC.
La junta y los inversores se habían enriquecido bastante gracias a la
audacia y previsión de Duke en los últimos diez años. Sin embargo, al
primer atisbo de problemas insinuaban que se necesitaba un cambio de
liderazgo, incluido el presidente de la compañía.
Maldiciendo por lo bajo, abrió la puerta y salió. Era imperativo que esta
noche saliera bien, que recuperara el favor del consejo para ayudarles a
olvidar el escándalo.
La puerta principal crujió cuando se acercó. Un anciano mayordomo
apareció y abrió la pesada puerta lentamente. Duke dio el último paso y
cruzó el umbral.
El interior era luminoso y alegre. El limpiador a limón perfumaba el aire
y todas las superficies brillaban. Las decoraciones eran de buen gusto y
estaban colocadas cuidadosamente para atraer la atención, pero no para
abrumar. Lo más impresionante era la gran araña que colgaba del techo,
con sus piezas de cristal brillando como diamantes.
Casi ni había entrado y la casa ya era todo lo que había esperado de la
señora Walker.
—Bienvenido, milord —saludó el mayordomo con un espeso acento—.
Un poquito temprano, ¿no es así?
Duke parpadeó ante el saludo del hombre, sin saber si estaba más
sorprendido por el tratamiento incorrecto o por la impertinencia. Así que no
todo era como esperaba...
—Bastará con solo “señor”. Y espero que mi llegada anticipada no sea
un problema.
—Bueno, vamos entonces. Deje que tome sus cosas.
—Señor Havermeyer. —La señora Walker apareció mientras él se
quitaba el abrigo, con el rostro enrojecido y una sonrisa educada
firmemente en su lugar. Entonces esos ojos sorprendentes se encontraron
con los suyos y casi se olvidó de respirar. Su vestido rojo y dorado era
claramente un guiño a la época festiva, e incluso el propio San Nicolás
habría echado un vistazo dos veces a ese escote pronunciado. Una
saludable extensión de pecho se mostraba por encima del borde de encaje
del vestido, una piel absolutamente perfecta.

~ 226 ~
El señor Walker era un hombre afortunado.
Duke forzó firmemente la mirada en su rostro. Las mujeres casadas
estaban fuera de sus límites. Incluso las que eran tan fascinantes.
—Señora Walker.
Ella retocó unos cuantos cabellos sueltos en su lugar.
—Buenas noches. ¿Me sigue al salón?
Duke le ofreció el brazo y los dos se dirigieron hacia allí. En el camino,
la señora Walker se inclinó y él advirtió que le estaba diciendo algo al
mayordomo, pero no logró escuchar nada.
—¿Todo bien? Me disculpo por mi llegada anticipada, pero quería
asegurarme que usted no necesitaba nada.
—No tema, todo está listo. Su presupuesto fue más que generoso. No
he necesitado gastar todo ese dinero.
Él asintió, recordando su impresionante columna sobre los beneficios
de la vida frugal.
—No quise reprimir su creatividad de ninguna manera, especialmente
cuando la apretada fecha fue insistencia mía.
—Es verdad, por eso no me sentí mal gastándolo —asintió hacia el
lacayo cuando entraron en el salón—. Tomaremos champán ahora, Peter.
—Sí señora.
Duke la siguió por el elegante salón. Abundaban los delicados muebles
franceses, las gruesas alfombras persas y las lámparas de latón. El papel de
las paredes, aunque limpio, parecía un poco descolorido, no es que la
juzgara. Jamás presumiría de saber más acerca de los revestimientos de las
paredes que la señora Walker.
—Su mayordomo parece un personaje peculiar.
—Lo es. Ha estado con la familia durante años y me temo que está algo
asentado en sus hábitos.
Un joven de pelo castaño, vestido con un traje de noche negro, entró
rígidamente en la habitación con toda su atención en la señora Walker.
¿Este era su marido? Duke no había pasado ni un minuto pensando en el
hombre con el que ella se había casado, pero el aspecto de erudito y el
estilo reservado del hombre era algo inesperado. Este no era un hombre
muy sociable o un empresario bullicioso. Era un erudito más tentado a las
conferencias y experimentos que a las fiestas y cenas.
Se preguntó si el suyo sería un matrimonio feliz.
Sacudiéndose ese pensamiento inapropiado, extendió la mano.
—¿El señor Walker, supongo? Soy Duke Havermeyer.
El señor Walker le dio la mano a Duke.
—Encantado de conocerle, señor Havermeyer. Bienvenido a nuestra
casa.
—Gracias, y debo expresar mi gratitud por recibirme con tan poco
tiempo.
—No es un problema. Nuestro personal es experto en esta clase de
eventos.
Exactamente lo que Duke había asumido, considerando las columnas
de la señora Walker.
—Tienen una casa preciosa —les dijo a ambos, dándose cuenta de que

~ 227 ~
no había elogiado adecuadamente sus esfuerzos cuando llegó—.
Exactamente lo que esperaba.
La pareja intercambió una mirada rápida.
—Gracias —respondió el señor Walker—. Nos mudamos recientemente,
así que todavía estamos asentándonos.
—Walker, tal vez deberías consultar con la cocinera para ver cómo está
progresando la cena. —Tomó el codo de Duke y lo dirigió hacia el árbol
iluminado cerca de la ventana—. Señor Havermeyer, ¿ha visto nuestro
árbol?
El árbol de tres metros era espectacular. Nunca había visto uno igual.
Colocadas estratégicamente entre las ramas, las cintas y los adornos, se
veían las luces eléctricas, una tendencia relativamente nueva entre los
neoyorquinos adinerados. Era lógico, la señora Walker insistiría en la última
innovación para su árbol.
—Es impresionante. No recuerdo haber visto ninguno así.
—Gracias. Estoy orgullosa de ello. Me imagino que su árbol será muy
similar.
—Oh, no me molesto en poner un árbol.
Ella ladeó la cabeza mientras lo observaba.
—Un árbol no es una molestia. Además, asumí que tendría un equipo
de decoradores que decoraría su hogar para estas fiestas.
—Me temo que no. Quizás cuando tenga familia algún día. —Un evento
que ni siquiera se llegaba a imaginar. No sabía nada de niños y mucho
menos de ser un esposo y padre decente. Su propio padre verdaderamente
había sido un mal ejemplo.
Además, las relaciones cortas eran mejores, con mujeres que no
querían nada más que un revolcón rápido. Y que nunca se quejarían cuando
ponía sus necesidades empresariales por encima de las personales.
—Por cierto, ¿a qué se dedica el señor Walker?
Rose agitó la mano, apartando la mirada.
—Comercia con plata.
—Ah, sí. —Walker probablemente se hizo rico viajando hacia el Este, en
algún lugar de Dakota—. Deberíamos intercambiar historias. Mi bisabuelo
extrajo cobre en Montana.
—Ya lo había oído. Bien, aquí está el champán. —Ella casi se abalanzó
hacia el lacayo que llevaba una bandeja con champán. ¿Habría dicho algo
para hacerla sentir incómoda?
Juró esforzarse más. Que ella se sintiera a gusto. Esta noche necesitaba
gustarle. Más importante aún, la necesitaba para impresionar a la junta de
HPC.
Eso le recordó algo. Sacó un trozo de papel descolorido de un bolsillo
interior.
—Antes de que me olvide tengo otro favor que pedirle.
La mujer frunció el ceño, con una expresión repentinamente cautelosa.
Aun así, él siguió hablando. Sin duda no le iba a gustar la solicitud, pero él
era el jefe.
—Pensé que sería divertido para los miembros de la junta verla trabajar
en la cocina. Ha escrito tan extensamente sobre su amor por la cocina y las

~ 228 ~
recetas que elabora que hace que parezca algo muy fácil. Algo que todas
las mujeres pueden hacer.
Estaba divagando. «Ve al grano, hombre».
Extendiendo el papel, continuó:
—Tengo una receta familiar de los Havermeyer para los shortbread que
trajo mi madre de Escocia. ¿Podría hacerlos después de la cena mientras
miramos?
Ella abrió la boca y la cerró de golpe. Permaneció muda, mirándolo con
su sorprendente mirada azul. No había esperado que expresara su alegría
por la petición, pero su silencio le preocupaba.
—Sé que es una solicitud poco ortodoxa. Sin embargo, solo hay unos
pocos ingredientes en la lista y estoy seguro que será muy fácil para una
mujer de su talento.
—No sé qué decir.
—Diga que sí. Nadie los ha hecho desde que era niño, y ni siquiera
recuerdo el sabor. Me muero de curiosidad.
—¿Y si los hago mañana y les envío a todos una caja...?
—No. Será mucho más memorable para la junta observar que
realmente los está horneando. Además, es la receta de mi familia, y
conecta la experiencia conmigo y con el periódico.
—¿Y eso es importante para usted?
—Mucho.
Decidió confiar en ella. Se merecía saber la verdad dadas sus extrañas
peticiones
—Verá, la junta sería capaz con algunas maniobras inteligentes de
eliminarme como presidente de HPC, una compañía que mi familia creó y
supervisó desde hace cuatro generaciones. Necesito a la junta para seguir
con la compañía. —¿Alguien que no fuera un Havermeyer dirigiendo HPC?
Nunca permitiría que sucediera. Esta noche era necesario recordar a todos
su legado, las raíces de su familia al principio de la compañía. Rose Walker
le ayudaría a lograrlo—. Por favor, señora Walker.
—La cocina estará desordenada después de la cena...
—Le daré un extra de mil dólares. —Una cantidad asombrosa de dinero,
pero a él no le importó. Quería que ella estuviera de acuerdo y la
engatusaría, sobornaría y amenazaría para salirse con la suya.
Luego recordó su entorno, el impresionante árbol, esta casa y la
fortuna de plata del señor Walker, e inmediatamente se sintió como un
idiota. La señora Walker no necesitaba dinero. Lo que le importaba era
mantener su trabajo en el periódico.
—Por otra parte, no la despediré.
Ella tragó, sus mejillas se volvieron de un color rosa pálido.
—Será un placer.

~ 229 ~
Capítulo Tres

El corazón de Rose galopaba en su pecho. Los ocho miembros de la


junta directiva de HPC estaban reunidos en el salón. Solo tres habían traído
a sus esposas, aun así el grupo todavía era bastante grande. Duke presidía
la junta, su alto cuerpo era el centro de atención. El hombre era hipnótico,
su confianza y presencia atraían a todos solo para estar cerca de él,
excepto a Rose. Ella no tenía prisa por unirse a la fiesta. Todavía estaba
tratando de entender cómo la seguía manipulando para que hiciera lo que
él quería.
No era extraño que el hombre hubiera amasado un imperio. ¿Quién le
decía que no?
Ella no, seguro. Ese seductor hombre la miró fijamente con su
fascinante mirada oscura, la cicatriz le hacía parecer un poco vulnerable, y
su resistencia se fundió como la cera de una vela caliente.
Soltó un largo suspiro. Dios, esperaba mostrarse más tranquila de lo
que se sentía, su corazón amenazaba con saltar de su pecho. Ella, junto con
una docena de miembros del personal de los Lowe, había logrado en este
momento un pequeño milagro. Después de pagarle al agente inmobiliario,
pidieron prestados muebles suficientes para decorar cuatro habitaciones y
el vestíbulo. El resto de la casa seguía estando vacía y sucia, la peor
pesadilla de una sirvienta. Y mientras ninguno de los invitados deambulara,
el truco debería funcionar.
Excepto por la demostración de cocina al finalizar la cena. ¿Cómo
demonios lo lograría? Después de la inusual petición de Duke había corrido
a la cocina, pidiéndoles a las criadas que encontraran los ingredientes de la
receta y luego la limpiaran lo mejor posible para que estuviera presentable.
Desafortunadamente, la señora Riley ya se había marchado, así que Rose ni
siquiera podía pedirle consejo a la cocinera.
No sería muy difícil hacer unos shortbread, ¿verdad? Todo lo que tenía
que hacer era seguir las instrucciones cuidadosamente.
Daba igual que sus tres últimos intentos de hornear galletas hubieran
fracasado estrepitosamente, cada vez por una razón diferente.

~ 230 ~
—Respira —dijo Henry en voz baja a su lado. Los dos observaban a los
miembros de la junta desde la entrada—. Harás bien las galletas.
Simplemente cíñete a la receta y deja de mirar a Havermeyer. Se supone
que estás felizmente casada.
Rose le lanzó una mirada penetrante por encima de la copa de
champán.
—No tengo ni idea de lo que estás hablando.
—Sabes exactamente de lo que estoy hablando, no es que te culpe. Es
impresionante.
Realmente, el hombre era impresionante. Su cuerpo vibraba cada vez
que estaba cerca de él.
—Y soltero.
—¿Ya lo has reclamado para ti?
—No seas ridículo. Es mi jefe y cree que estamos casados.
—Buen punto. Aunque he notado que te observa cuando cree que no
estás prestándole atención.
¿Duke Havermeyer, observándola? Probablemente para asegurarse de
que no arruinara su campaña para convencer a la junta.
—Claro, y ahora me dirás que tienes un puente en Brooklyn para
venderme.
Henry se echó a reír.
—Niégalo si quieres, pero ya veremos. ¿Sabes cuál es la historia de esa
cicatriz?
Rose estudió la fascinante marca de Havermeyer.
—Al principio pensé en un accidente de circo, o tal vez una botella rota
en una pelea en una taberna. Aunque siempre existe la teoría de una mafia
enfurecida. Y mi actual explicación favorita es una estatuilla de cristal
lanzada por una amante despreciada.
—Ya veo que apenas has pensado en eso —se burló—. ¿Está tu corazón
periodístico temblando con desesperada curiosidad?
Sí, más bien lo estaba.
—Si no fuera por la cicatriz, sería demasiado atractivo. Así solo lo
encuentro interesante, eso es todo.
—Si tú lo dices. ¿Nos mezclamos?
—Supongo que... oh, lo olvidé. Havermeyer cree que hiciste tu fortuna
con la minería de plata.
Henry se sobresaltó con sorpresa.
—¿Qué?
Rose le dio unas palmaditas en el brazo.
—Para ser sincera, le dije que comerciabas con plata. Él eligió
interpretarlo como que tenías minas de plata. No te sorprendas si te lo
pregunta.
Henry comenzó a balbucear, pero Rose lo ignoró, guiándolo por el
salón.
—Ahí está —exclamó la fuerte voz masculina de Havermeyer—. Nuestra
escritora más popular.
—Buenas noches —saludó ella a la sala en general—. Bienvenidos a
nuestra casa.

~ 231 ~
Uno por uno, los invitados se acercaron con las manos extendidas y
amplias sonrisas. Todos parecían genuinamente felices de conocerla, y Rose
trató de comportarse como se esperaba de ella. Duke observaba desde la
distancia, con los brazos cruzados sobre el pecho y una expresión orgullosa
en su rostro. Pero sus ojos... Su mirada ardía con una intensidad cruda que
no era capaz de nombrar, una que calentaba lugares recónditos, lugares
que una mujer soltera no debería conocer aún.
«Sí, pero esta noche estás representando el papel de una mujer
casada. Quizás un poco de coqueteo...».
Cielos, ¿de dónde había salido ese pensamiento? Mirando su copa vacía
de champán, se la entregó a Henry. No más alcohol. No iba a arruinar la
noche con pensamientos inapropiados sobre su jefe, aunque fuera el
hombre más interesante del salón.
Además, ¿qué sabía ella de los hombres? Nunca la habían cortejado
seriamente, estaba demasiado ocupada con su carrera como escritora para
molestarse con eso. Ya habría tiempo suficiente para el romance más
adelante, cuando su madre y ella dispusieran de seguridad financiera. Por
ahora, su enfoque tenía que permanecer en su trabajo como la señora Rose
Walker.
Los miembros de la junta expresaron su admiración por su columna,
mientras que las esposas la bombardeaban con preguntas y comentarios
sobre los consejos de la señora Walker. ¿La pimienta de cayena realmente
funcionaba para los ratones? ¿Realmente se eliminaban las manchas de la
piel utilizando el zumo de un tomate? ¿Qué pensaba sobre utilizar
queroseno para evitar la oxidación de la plata?
Rose les respondió con paciencia. Después de todo, las mujeres eran
sus lectoras habituales. Ricas, pobres, de clase media... No existían
diferencias. Las mujeres de todas las clases eran la razón por la que su
columna tenía tanto éxito. Lo menos que podía hacer era compartir la
sabiduría que había aprendido desde que se hizo pasar por primera vez
como señora Walker.
—Havermeyer, tienes un gran portento en tus manos —pronunció uno
de los miembros de la junta.
—Estoy completamente de acuerdo. —Duke saludó a Rose con su copa
de champán, dirigiéndole un guiño—. Somos afortunados de tenerla.
A Rose se le cortó la respiración, sintiendo una sensación de mareo.
¿Un guiño? No se lo hubiera imaginado, no de un hombre tan solemne y
serio. Se aclaró la garganta.
—Gracias. Solo espero que esté igual de contento cuando la cena haya
concluido.
Todos se echaron a reír, asumiendo la afirmación como una broma.
Aunque Rose estaba completamente seria. La señora Riley había preparado
toda la cena hacía unas horas, incapaz de quedarse más tiempo ya que su
hija estaba a punto de dar a luz. Una sirvienta de la cocina se ocupaba de
mantenerla caliente y servirla en los platos. No era lo ideal, pero ¿qué otra
cosa iban a hacer en tan poco tiempo?
Esta noche no había margen para el error.
Henry le susurró en la oreja.

~ 232 ~
—John me ha dado la señal. —Se refería al lacayo que dirigía el servicio
de la cena—. Tenemos que llevar a todos al comedor.
Un peso se asentó en su estómago y se obligó a no hacer una mueca.
—Cruza los dedos.
Mientras se reunían alrededor de la larga mesa, Duke notó que le
habían colocado a dos asientos de la señora Walker. Antes de que alguien lo
viera, cambió la pequeña tarjeta que llevaba su nombre con el hombre que
estaba a su lado. Una punzada de culpa se apoderó de él. Lo correcto era
sentarse en su asiento asignado y permitir que otro se sintiera encantado
por ella.
Pero quería la oportunidad de conocerla mejor, algo que le confundía.
Ella estaba casada y él no necesitaba una amistad platónica con una mujer.
Aún así, encontraba fascinante a esta joven con una increíble riqueza de
conocimientos a su alcance. ¿Y no era su empleada, un activo de HPC que
necesitaba conocer y proteger? No consentiría que se fuera a otro
periódico...
Tomada la decisión, reclamó la silla a su lado sin planes de cambiarse a
su lugar original.
Todos se acomodaron. El señor Walker tomó la posición habitual en el
extremo opuesto de la mesa. Curioso, Duke estudió al hombre. ¿Qué clase
de caballero se casaba con una popular columnista? ¿Eran felices juntos? Se
veían solícitos el uno con el otro, amistosos, pero ¿era un matrimonio por
amor? ¿Y por qué en el nombre de Dios le importaba a él?
El hombre a la derecha de Duke, el señor John Cameron, le comentó:
—Estoy ansioso por ver lo qué sirve. Esta cena ha sido un golpe
inteligente por tu parte, Havermeyer. La señora Walker es una de las
residentes más famosas y misteriosas de la ciudad.
—Simplemente quería mostrar mi agradecimiento a la junta —contestó
Duke.
Cameron hizo un ruido con la garganta.
—Todos sabemos que estás preocupado por lo sucedido. Y no puedes
culparnos si nos preocupa la reputación del periódico después de semejante
alboroto.
La señora Walker golpeó su copa de cristal con el tenedor.
—Tengo que insistir en que no haya discusiones de negocios en la
mesa. —Levantó una ceja hacia Cameron y Duke—. Esta noche
disfrutaremos de conversaciones agradables con las que crear armonía en
esta época festiva del año.
Los invitados sonrieron, asintiendo en acuerdo. Ella hizo un gesto hacia
un lacayo y él comenzó a servir el vino.
—Espero que no le importe que usted me haya servido como ejemplo
—le murmuró a Duke.
—Al contrario, el recordatorio me ha encantado. Deberíamos ceñirnos a
la etiqueta adecuada durante toda la noche.
—Sí, por supuesto. Aunque estoy bastante segura que cambiar las
tarjetas con los nombres desafía la etiqueta adecuada.
El calor le invadió.
—No he notado que me estaban mirando.

~ 233 ~
—Probablemente yo era la única. No se preocupe, no se lo contaré a
nadie.
—No se le permite contar chismes sobre su jefe. En realidad, está en su
contrato.
Eso la hizo reír, y Duke sonrió complacido por haberlo logrado él.
—Ah, ¿así es como mantiene sus pecados en privado?
Duke abrió la boca para comentar sobre dichos pecados, pero la cerró.
Esto... casi era un flirteo. Ya había pasado algún tiempo desde que había
coqueteado con una mujer de la sociedad. Quizás tales interacciones
habían cambiado en los últimos años y vuelto más informales.
Aunque lo dudaba. Empezaba a sospechar que la señora Walker en
persona no era tan disciplinada como la mujer de la columna del periódico.
«No puedes coquetear con ella. Está casada».
Afortunadamente, su atención se desvió a otra parte y Duke se
concentró en el vino. Cameron y él conversaron mientras esperaban el
primer plato.
—¿Es usted un fanático de las carreras de caballos? —le preguntó la
señora Walker, obviamente escuchando la conversación entre Cameron y él.
Antes de poder responder, Cameron estiró el cuello hacia ella.
—Havermeyer tiene uno de los mejores establos de Nueva York.
Rose levantó una ceja.
—¿Es cierto? Me temo que no sé nada de caballos.
—¿Usted monta? —preguntó Duke.
—No. Nunca aprendí a hacerlo.
Un recuerdo hostigó a Duke. ¿No había escrito una columna con
consejos para montar? No, lo habría leído en otra parte.
—¿A causa de algún incidente en su pasado, como lo que le sucedió
con los perros?
Ella se sorprendió.
—Realmente lee mi columna.
—Claro que sí. ¿Por qué mentiría?
—Pensaba que solo estaba siendo educado.
Duke sintió calor otra vez y resistió el impulso de estirar el cuello de su
camisa.
—Soy demasiado egoísta para serlo. Pero me sentiría muy feliz
ayudándola con las clases de equitación... Junto con el señor Walker, por
supuesto.
—Es una oferta muy amable. Aunque me temo que paso la mayor parte
de mi tiempo en el interior.
—Es bastante comprensible —señaló otro invitado—. Teniendo en
cuenta los temas de su columna. Dudo mucho que a las mujeres les gustara
leer algo sobre tenis o bádminton.
Rose mantuvo un tono educado, aunque surgieron profundos surcos
entre sus cejas.
—Al contrario, a muchas mujeres les interesan las actividades físicas.
Sí, creo que me ha proporcionado una excelente idea para mi columna.
Después de todo, ¿cuántas recetas y consejos de limpieza puedo ofrecer?
Tal vez un tema inesperado e inusual sea un cambio refrescante de vez en

~ 234 ~
cuando.
—Creía que íbamos a abstenernos de hablar de negocios —remarcó
Duke, incapaz de evitar incomodarla.
Fue recompensado cuando ella se rió entre dientes.
—Touché. Una idea para otro día.
Los lacayos empezaron a traer platos. Cameron se removió de un lado
a otro en su asiento, el hombre casi estaba sufriendo un ataque por la
emoción. Cualquiera pensaría que estaba cenando con el chef Charles
Ranhofer en el Delmonico, aunque supuso que para muchos la señora
Walker era tan popular como el famoso chef.
—Son ostras frescas del Blue Point de Long Island Sound —anunció
cuando se entregaron los platos. Cada uno contenía cinco ostras con una
sola cáscara, una rodaja de limón y una ramita de perejil.
Sosteniendo el tenedor de mariscos, Duke aflojó una ostra y se la llevó
a la boca. El marisco era salobre y firme, con una explosión de dulzura
después de tragarlo. La perfección absoluta.
La conversación murió cuando los invitados comenzaron a comer.
—Es delicioso —murmuró Cameron, ya con su tercera ostra.
—Estoy de acuerdo —convino Rose—. Son simples y sabrosas.
Perfectas tal como la naturaleza las creó
—Solíamos comprar ostras de los barcos cuando era un niño —confesó
Duke—. Antes de que atracaran los botes, una fila de chicos nos
reuniríamos allí y les esperábamos. —Ostras y almejas, la cabaña de
Newport, navegando y corriendo con los otros muchachos... Esos eran
buenos recuerdos, los pocos que tenía de su infancia.
Tocó automáticamente la cicatriz sobre su ceja, sintiendo la piel
arrugada. Le servía de recordatorio de su imprudencia.
—¿Desea más vino, señor? —preguntó un lacayo a su lado.
Él asintió, agradecido por la interrupción de sus sensibleros
pensamientos. Cuando sus ojos se encontraron con los de Rose, vio una
pregunta allí, como si ella estuviera a punto de entrevistarlo.
Enderezándose, frunció el ceño y bebió un buen trago de vino.
No necesitaba que nadie le preguntara por su pasado. Presidía el
imperio editorial más grande de la nación, maldita sea. Eso era todo lo que
el mundo tenía que saber de él. Lo que importaba eran los periódicos, no su
infancia o su cicatriz.
Prometió mantener su atención en ese concepto esta noche... y nada
más.

~ 235 ~
Capítulo Cuatro

—¿Cuál es su historia, señora Walker? —curioseó el hombre a su


izquierda—. ¿Cómo se convirtió en una escritora tan talentosa?
Rose sofocó una sonrisa. Su madre decía que había nacido con un lápiz
en la mano, continuamente escribiendo desde que era pequeña. Leyó los
clásicos y estudió detenidamente los periódicos para absorber la mayor
cantidad de información posible. Entonces vio un anuncio en La Gaceta
buscando a un reportero y lo solicitó. Pike se mostró reacio a contratar a
una reportera... pero estuvo interesado en una columnista de consejos.
Después de haber inventado la columna semanal de la señora Walker, a
Rose le encantó el desafío. Pasó largas horas buscando respuestas, además
de contar con su madre y los otros miembros del personal de los Lowe
como recursos para la columna.
No es que fuera a compartir eso con la junta de HPC.
Alzó un hombro de manera casual.
—Oh, siempre he estado escribiendo mis pensamientos. Garabateando,

~ 236 ~
como decía mi madre. Tuve algunos maestros muy pacientes y estudié
mucho.
—¿Alguna vez se ramificará y escribirá sobre temas reales? —le
preguntó Cameron mientras terminaba su copa.
¿Temas reales? De todas las cosas que podía haber dicho... Su ojo
derecho comenzó a palpitar.
—No estoy segura de lo que quiere decir, señor Cameron. Mis temas
son bastante reales.
Cameron se recostó y se llevó las manos al estómago.
—No quiero ofender. Pero están llenos de problemas de mujeres. Debe
admitir que las manchas y las recetas no son tan importantes como la
política o la bolsa...
—Creo que lo que trata de decir Cameron es que sus escritos muestran
una habilidad tremenda, y que si alguna vez desea explorar otras historias
y problemas solo necesita hacérmelo saber. Havermeyer Publishing se
complace en apoyarle, independientemente del tema —interrumpió Duke
Rose aflojó la mandíbula y murmuró su gratitud. La mirada aguda de su
jefe se fijó en su expresión y le hizo un breve gesto de asentimiento para
apaciguarla. Ella lo apreció. Nadie había menospreciado los temas de su
columna antes, al menos no en su cara. Suponía que eran las bendiciones
del anonimato. Era una experiencia que no le gustaría repetir.
No obstante, odiaba dejar pasar el tema. Si sus temas eran tan frívolos,
le gustaría preguntarle a Cameron por qué ella era la columnista de HPC
más popular. ¿Por qué sus palabras vendían más que los artículos de otros
escritores?
Apretó los labios y se tragó la discusión. Necesitaba su trabajo y
antagonizar con uno de los miembros de la junta, sin importar cuánto se lo
mereciera, era imprudente. Gracias a Dios, Duke había cambiado las
tarjetas para alejar a Cameron de ella.
Llegó el segundo plato. Se distribuyeron los tazones de sopa mientras
John, uno de los lacayos de Lowe contratado para la noche, llevaba la
sopera en un carrito. Cuando todos los tazones estuvieron llenos, Rose tomó
la cuchara solo para dejarla caer cuando un estrepitoso ruido resonó en el
suelo bajo ellos.
Cielos. Eso había venido de la cocina. Miró a Henry, su marido falso
parecía igualmente sorprendido.
Tratando de mantener una actitud tranquila a pesar del pánico, se
levantó de la mesa.
—Si me disculpan. Por favor, continúen cenando.
Todos los hombres se pusieron de pie, incluido Havermeyer que fruncía
el ceño con preocupación.
Rose compartía esa misma preocupación.
Corriendo hacia el pasillo alcanzó a MacKenzie, el mozo de cuadras que
habían reclutado para ejercer de mayordomo, en su camino hacia la cocina.
—¿Qué ha sido ese ruido? —siseó ella.
—No lo sé, Rose. Espero que no hubiera comida en esas bandejas que
se han caído.
Empujando la puerta batiente, se apresuró por la escalera de servicio.

~ 237 ~
El calor y los aromas se hacían más fuertes a medida que descendía. En la
cocina, tres criadas limpiaban la sopa del suelo. Una segunda sopera se
había roto, la porcelana destrozada en pequeños pedazos y su contenido
derramado por todo el suelo.
—¿Que ha sucedido? ¿Estáis todos bien?
—Lo siento mucho, Rose —se lamentó Ida, una de las criadas—. Vi una
rata. —Extendió las manos y las abrió, como si estuviera midiendo a un
perro—. Era enorme. Corrí y me tropecé.
Rose se pellizcó el puente de la nariz con el pulgar y el índice.
—Ida, has visto una rata antes. Esto es Nueva York, por el amor de
Dios.
—¡Sí, pero no subida a mis pies! Me dio escalofríos.
—Todavía queda un poco de sopa. —Bridget, la novia de Henry, le
mostró un cuenco más pequeño—. La guardaré en caso de que alguien
quiera más.
—Gracias, Bridget. —Rose se volvió hacia las otras mujeres—. ¿Está
todo en orden? La cocina tiene que estar impecable después de la cena. Los
invitados bajaran para verme hacer esas ridículas galletas.
—Lo estará, te lo prometo. —Ida seguía limpiando la sopa—. No te
preocupes, Rose.
—¿Qué pasa con el próximo plato? ¿Todavía está bien?
Ida señaló la bandeja cubierta en el mostrador.
—Salmón a la parrilla, listo y esperando.
—Gracias a Dios. ¿Queréis que os ayude con la limpieza?
Las jóvenes miraron a Rose como si hubiera perdido la cabeza.
—¿Y arruinar tu vestido prestado? —objetó Ida—. Ni hablar. Esta noche
eres la dueña de la casa. Nos ocuparemos de esto.
—Os agradezco mucho vuestra ayuda a todos. No tengo ni idea de lo
que hubiera hecho sin vosotros.
Ida sonrió.
—Eres de la familia. Siempre ayudamos a la familia. Si esto te ayuda a
mantener tu elegante trabajo en ese periódico, con gusto lo haremos. Eres
famosa.
Rose casi resopló. Famosa era un término relativo, sobre todo
considerando que pocas personas sabían que ella y la autora del Semanario
de la señora Walker eran la misma.
—Aun con todo, estoy agradecida. Volveré al comedor si ya lo tenéis
resuelto.
—Todo controlado, Rose. Ahora vete y encanta a esos miembros de la
junta.

***

Segundos después de la partida de Rose, Henry Walker también se


levantó de la mesa, y excusándose salió del comedor.
—Espero que el resto de la cena no esté en el suelo —murmuró
Cameron a Duke.
Duke también lo esperaba. La cena de esta noche tenía que ser

~ 238 ~
perfecta. Continuó la charla en la mesa, actuando como anfitrión lo mejor
que supo. Sin embargo, su atención seguía vagando hacia el pasillo.
¿Dónde estaban los Walker? Un peso se acumuló en sus entrañas, una
creciente preocupación por la persistente ausencia de sus anfitriones. ¿Qué
había salido mal?
—¿... para reemplazar a Pike?
Duke se volvió hacia el miembro de la junta que había hablado.
—¿Disculpa, qué?
El bigote del hombre se contrajo.
—Te he preguntado si tienes a alguien en mente para reemplazar a
Pike. Estaba pensando que tal vez alguien de fuera en lugar de uno de los
otros editores principales.
Duke no quería tener esta conversación ahora. Y menos mientras
faltaran los dos anfitriones y el resto de la cena seguramente se encontrara
en el suelo de la cocina.
Tal vez debería seguirles, ver si era de alguna utilidad. Esperar
pacientemente las malas noticias no era su fuerte. Tenía que hacer algo.
No había forjado un imperio editorial con sus propias manos
quedándose sentado.
Empujando la silla, dejó la servilleta sobre la mesa.
—Perdonadme. Me gustaría comprobar a la señora Walker.
Vio un lacayo en la puerta del pasillo.
—¿Por dónde se va a la cocina? —le preguntó Duke.
El hombre se puso pálido.
—Señor, la señora Walker pidió que los invitados...
—Olvida eso. Solo dime la dirección a la cocina o la encontraré yo
mismo.
El lacayo señaló con un dedo tembloroso hacia la derecha.
—Las escaleras están detrás de la segunda puerta.
Duke se quedó dando vueltas por el pasillo. No era un idiota; esto era
sobrepasar sus límites como invitado. Nadie debía abandonar la mesa para
vagar por la casa del anfitrión, especialmente para meterse en un asunto
doméstico.
Aunque esta no era una cena normal. Era un asunto de negocios y todo
lo relacionado con HPC esta noche, incluso la propia señora Walker, le
preocupaba.
Al acercarse a la segunda puerta oyó... un jadeo. Luego el crujido de
ropa. ¿Qué diablos ocurría...?
Se detuvo y miró alrededor, sobresaltándose por la sorpresa. En lo alto
de las escaleras estaba Henry Walker... besando a una de las criadas.
Walker tenía a la chica presionada contra la pared, su boca poseyendo la de
ella, y las manos vagando con avidez por su cuerpo vestido de uniforme.
Ese cabrón.
La ira le inundó como un rayo veloz y atroz, y tembló, luchando contra
las ganas de golpear a Walker en la cara. Desafortunadamente, no era raro
que el dueño de la casa se entretuviera con una doncella, pero Duke estaba
furioso porque Walker hubiera caído en ese grupo de mala reputación. Rose
se merecía algo mejor.

~ 239 ~
¿No tenía Walker respeto por su esposa en su propia casa,
especialmente esta noche de todas las noches?
Por mucho que deseara golpear a Walker hasta dejarle sin sentido,
retrocedió. No tenía derecho a involucrarse. Regresó al comedor sin dejar
de pensar en lo que había presenciado. Cuando volvió a tomar asiento,
Cameron preguntó:
—¿Te has enterado de algo?
—No. —Duke no era un chismoso, y esto era un asunto privado entre
marido y mujer.
Tal vez ella también tenía amantes.
La lujuria recorrió su columna. Esa posibilidad hacía que su cuerpo
pasara de frío a ardiente. Sí, era una posibilidad muy real. Él estaba
fascinado con ella, pero había sofocado su interés por respeto a su marido.
Y ahora resultaba que el marido no se merecía ese respeto y él no
necesitaba sofocar más su interés.
«¿Lo has olvidado? Las mujeres casadas no dan más que problemas».
De hecho, esa era una de las muchas cosas que había aprendido como
adulto. Cuando era joven había tenido una aventura con una mujer casada
durante un corto tiempo. Entonces su esposo se enteró y trató de
chantajear a Duke para que le pagara diez mil dólares. Después de
investigarlo descubrió muchas infidelidades por parte del marido, unas
acusaciones que el hombre aclaró que era su derecho a disfrutar como un
hombre vivo que respiraba.
La investigación adicional reveló que también había estado robando
fondos a varios de los principales inversionistas de Wall Street, cuyos
detalles Duke imprimió alegremente en La Gaceta. Eso fue lo último que
escuchó sobre el chantaje.
Después de eso, Duke renegó de las mujeres casadas y juró
permanecer fiel a su esposa si alguna vez se casaba. De lo contrario, ¿para
qué molestarse en ir a la iglesia y decir sus votos?
Un hombre solo es tan bueno como su palabra.
¿Cuál sería la opinión de Rose sobre el matrimonio? Sus columnas
rebosaban de alegría por la suerte de ser mujer. No estaba inspirando
rebelión o llamando a las mujeres a unirse al movimiento sufragista; más
bien alentaba a sus lectoras a dirigir un hogar ordenado y eficiente,
complacer a sus esposos a través de la buena comida y disfrutar de niños
educados.
¿Conocía, o incluso sospechaba, la infidelidad de su marido? Era
posible que Rose animara a tener amantes fuera del lecho matrimonial.
Muchas esposas casadas lo hacían. Pero había leído todas sus columnas,
incluso las que trataban sobre consejos en las relaciones. No se imaginaba
una situación en la que la señora Walker aprobara tal acuerdo. Parecía una
completa romántica.
Aunque tenía que decir que, al conocerla en persona, le estaba
costando mucho reconciliarla con la mujer que escribía la columna. Se veía
fuerte e independiente. Accesible. Lista para derrotar a un poco inteligente
Cameron golpeándole la cabeza con un objeto contundente.
Mientras admiraba a la señora Walker la columnista, se encontró

~ 240 ~
teniendo otros sentimientos, sentimientos físicos, sobre la feroz y ardiente
Rose.
Era una idea muy mala tenerla como amante. Nunca mezclaba los
negocios con las relaciones personales. Pero le era imposible evitar
imaginar esos claros ojos azules nublados de deseo. Su piel pálida
sonrojada de placer, sus esbeltas piernas envueltas alrededor de su
cuerpo... Le sorprendía lo mucho que la deseaba.
«Detente. Recuerda tu propósito esta noche».
Los Walker regresaron justo cuando se retiraba el segundo plato.
—¿Está todo bien? —susurró Duke cuando ella se sentó.
—Oh sí. No hay nada de qué preocuparse —dijo lo suficientemente
fuerte para que todos la oyeran—. Sólo un resbalón sin importancia y un
poco de porcelana rota.
—Es imposible encontrar un buen servicio hoy en día. —Cameron negó
con la cabeza con pesar—. Con todos esos trabajos de clase media
disponibles. Los buenos sirvientes están siendo seducidos por la falsa
promesa de independencia.
Duke frunció el ceño ante el comentario que añoraba los derechos
sociales y privilegios que tanto odiaba de la alta sociedad de Nueva York.
—¿Y por qué es una promesa falsa? —Rose hizo la pregunta con
inocencia, pero se inclinó hacia Cameron, como un tirador que espera el
próximo disparo de un oponente.
—Porque pone ideas en sus cabezas —escupió Cameron con un gesto
de la mano—. Dígame, ¿qué hay mejor que trabajar sirviendo en una casa?
Tienen un techo sobre sus cabezas, comida, ropa. Hay una sensación de
seguridad en el servicio doméstico que no se encuentra en otro empleo.
La mirada de Rose se estrechó sobre Cameron.
—¿Tiene idea del trabajo duro que implica ser un lacayo o una criada?
¿Ha visto los dolores y las molestias, los dedos retorcidos? La vida de un
sirviente es agotadora y poco gratificante, con poco que decir, excepto el
agotamiento al final del día. Al menos en una oficina o una tienda
conservan algo de libertad, dejando el trabajo atrás cuando cierran.
Un silencio incómodo se extendió cuando los lacayos aparecieron con el
siguiente plato. Duke levantó la copa y vació el contenido mientras
reflexionaba sobre su respuesta. Parecía íntimamente consciente de los
sacrificios del servicio doméstico, así como inesperadamente progresista en
su actitud con respecto al estatus de los sirvientes. ¿Qué pensaría ella si
supiera que su marido se estaba tirando a una de las criadas?
El señor Walker se rió de algo, un comentario de otro invitado, y la
mandíbula de Duke se apretó. El desgraciado adúltero...
—¿El señor Walker y usted viajarán estas fiestas? ¿Visitarán a sus
familias?
Ella lo miró fijamente durante unos segundos.
—Oh, no. Nos quedamos aquí estas fiestas. Me gusta estar rodeada de
cosas familiares. ¿Y usted, señor Havermeyer? ¿Se marchará de viaje?
—No. Los periódicos me mantienen bastante ocupado.
—¿Durante las fiestas? Vamos, seguramente incluso los magnates de
las publicaciones merecen un descanso en esta época del año.

~ 241 ~
—Havermeyer trabaja para que los editores principales celebren las
fiestas con sus familias —le explicó uno de los miembros de la junta—. Es
una tradición de la familia Havermeyer.
En lugar de parecer impresionada, Rose abrió la boca mientras miraba
a Duke.
—¿Está diciendo que su padre nunca pasó la Navidad con usted y su
familia? Eso es terrible.
Según lo que recordaba Duke, las navidades de los Havermeyer
carecían de alegría y afecto. Su padre se iba a trabajar al amanecer,
dejando a Duke solo con su madre. Ella odiaba levantarse temprano, así
que Duke tenía que esperar hasta después del almuerzo para abrir los
regalos. La anticipación casi lo había matado cuando era un niño, pero
ahora parecía una tontería quejarse.
Sin mencionar que la dedicación de su padre fortaleció La Gaceta,
convirtiéndose en uno de los periódicos más grandes e influyentes del país
y transformándose en la base del imperio editorial de Duke. El dolor por la
ausencia de su padre durante su infancia desapareció cuando entendió lo
que había impulsado al hombre.
Duke se enderezó.
—Se dedicó a la empresa, como yo. No he adquirido ocho periódicos en
los últimos cinco años tomándome vacaciones y relajándome en casa.
Todos los que trabajan en HPC dependen de mí, incluyéndola a usted,
señora Walker.
—Dependen de usted, sin duda, pero también los que ha contratado
para supervisar la compañía. ¿No hay otros que puedan ocupar su lugar?
No necesitaba discutir sobre una práctica que no tenía intención de
cambiar.
—Sí, pero es una tradición. Así como que usted plante siempre una
nueva hortensia cada primavera.
Un rubor atractivo se derramó por sus pómulos y ella se mordió el
labio. El calor le atravesó al verlo, deseando tirar de ese labio húmedo y
regordete con sus propios dientes.
—Realmente es un devoto de mi columna.
Reaccionó por instinto, ignorando todo su buen sentido. Se movió hacia
ella y bajó la voz:
—De hecho, es uno de los momentos más culminantes de mi semana.
Cuando escuchó su rápida respiración, su piel se erizó de satisfacción.
Duke había roto su fría reserva.
Y, aunque este intercambio era el colmo de la imprudencia, no lo
lamentaba. No lo lamentaba en absoluto.

~ 242 ~
Capítulo Cinco

La cena continuó con otros dos platos estelares; un delicioso salmón a


la parrilla y carne perfectamente estofada. El vino fluyó y la animada
conversación zumbó en el elegante comedor. Duke observó a Rose
cuidadosamente, paralizado por cómo sus rasgos expresivos cambiaban
mientras comía. Saboreaba cada bocado. Se preguntó cómo se vería en la
cama cuando él la complaciera.
Sus ojos se encontraron con los de él y ella parpadeó, limpiándose la
boca con la servilleta.
—¿Tengo comida en la cara?
—No —murmuró solo para sus oídos—. Simplemente disfruto
mirándola.
Rose agarró su copa y bebió intensamente. La había puesto nerviosa.
Durante los siguientes minutos evitó mirarlo y conversó con los dos
hombres a su izquierda. Aunque decepcionado, Duke apenas ocultó una
sonrisa burlona. Desafortunadamente para ella, esos dos miembros de la
junta en particular eran extremadamente locuaces. Y aburridos.
Cuando finalmente se volvió hacia Duke, él se inclinó.
—¿Ha podido decir una sola palabra? Las reuniones de la junta siempre
duran una hora más de lo necesario cuando esos dos asisten.
Rose torció los labios.
—No hay que reírse a costa de los demás.
—Los dos son obscenamente ricos y conservan sus propios dientes.
Todavía visitan a sus amantes semanalmente. Todos deberíamos ser tan
afortunados a esa edad.
—Está mintiendo. ¿Cómo sabe lo de sus relaciones personales?
—Publico diez periódicos. Solo en La Gaceta trabajan más de sesenta
reporteros. No hay nada que me impida saber cada detalle de alguien si lo
deseo.
—¿Como yo? —Su voz se quebró en medio de la pregunta. ¿Estaba
preocupada por la respuesta?
Sus temores eran infundados ya que él no la había investigado.
Realmente no lo había considerado necesario. Su vida parecía sencilla. Sin
embargo, había un indicio de algo en su voz...
—¿Tiene algo que ocultar, señora Walker?
—Por supuesto que no. —Alzó su copa una vez más.
—¿Le incomoda la posibilidad?
—Sí. Toda persona tiene derecho a la privacidad. No me gustaría que
alguien hurgara en mis asuntos.
Una interesante elección de palabras considerando los pensamientos
anteriores de Duke.
—Hay un viejo proverbio: Si no deseas que alguien descubra algo,
abstente de hacerlo.
—Todos cometemos errores. Es injusto castigar a la gente por ellos.

~ 243 ~
Pensó en su marido atreviéndose a besar a una criada a solo unos
metros de la fiesta.
—La mayoría de la gente solo lo lamenta cuando la atrapan.
—Eso es muy cínico.
—Tal vez, pero también es cierto. Yo nunca publicaría algo sin verificarlo
—recordó el reciente escándalo de soborno y se encogió—. Intento no
hacerlo de todos modos.
—¿Le interesa obtener los hechos correctos?
—Claro que sí —dijo sin pensar—. Eso es lo único que importa. La
reputación del periódico depende de su credibilidad.
Rose miró disimuladamente al señor Cameron que estaba involucrado
en una seria conversación. Luego bajó la voz:
—Entonces, ¿por qué despidió al señor Pike?
Él frunció el ceño. ¿También le gustaba el antiguo editor jefe?
—Porque él es responsable final de los miembros de su personal. El
error ocurrió en su trabajo.
—Sí, pero ¿no es usted igualmente responsable? El error se produjo
también en su trabajo. Y es su personal más que el de él.
No entendía muy bien esa lógica.
—¿Está sugiriendo que me despida a mi mismo?
—No. Lo que estoy diciendo es que la persona directamente
responsable ha sido despedida. ¿No es suficiente? —Tomó un sorbo de vino
—. ¿Sabe que el señor Pike tiene una familia numerosa? Nietos. ¿Cómo les
explicará esta injusticia?
¿Injusticia?
—Este escándalo podría arruinarme. O arruinar a la compañía.
¿Sinceramente cree que alguno de los hombres sentados en esta mesa o
los accionistas se preocupan por los nietos del señor Pike?
—No, pero deberían. El señor Pike trabajó para su padre. Lleva en el
periódico más de cuarenta años y ahora está a la deriva por culpa del error
de otra persona. ¿Cómo se supone que va a levantar la cabeza después de
esto?
Una pequeña punzada de culpa le recorrió. Rápidamente la aplastó.
Cuando se imaginó una conversación privada con ella, esto ni siquiera se
acercaba a lo que esperaba lograr. Lo había avergonzado por hacer su
trabajo, por mantener la integridad del periódico.
No le gustó nada.
La junta esperaba que actuara con rapidez y dureza en una
circunstancia como esta, un escándalo que amenazaba todo por lo que
había trabajado tan duro.
Y, sin embargo, Pike había sido un maldito buen empleado. Había
trabajado como mano derecha de Duke en HPC desde que tomó las riendas
hace diez años. Casi todo lo que había aprendido sobre el lado práctico de
la publicación se lo enseñó Pike...
Cristo. Ella le estaba haciendo dudar de si mismo. Toma una decisión y
sigue adelante. ¿No era esa la actitud de los Havermeyer?
Se enderezó y le dirigió una mirada normalmente reservada para los
editores rebeldes.

~ 244 ~
—Parece que cree que la vida es justa, señora Walker. Déjeme ser el
primero en asegurarle que no lo es.
Un indicio de algo -¿Decepción? ¿Rechazo? ¿Desdén?- cruzó su cara
antes de enmascarar su rostro.
—Gracias. Seguro que el señor Pike apreciaría esa lección,
especialmente en la época más caritativa del año.
Duke frunció el ceño. ¿Qué había pasado con su coqueteo? No deseaba
discutir con ella, aunque tenía que admitirlo, el fuego de su interior lo
atraía. Ninguna mujer se había enfrentado a él antes, no así.
—¿Alguien le ha mencionado que es usted bastante crítica?
Una sonrisa retorció sus labios, transformándola de encantadora a
impresionante, la diversión brillaba en su mirada azul.
—Esa cualidad fue precisamente la razón por la que me contrataron,
señor Havermeyer.
—Supongo que tiene razón. Dígame, ¿dónde obtuvo su impresionante
riqueza de conocimientos, señora Walker?
Ella comenzó a alinear los cubiertos, asegurándose de que las piezas
estuvieran perfectamente rectas.
—Oh, no es tan impresionante.
Su modestia era encantadora.
—No estoy de acuerdo. No hay ningún tema sobre el que usted no
pueda opinar. Plantas, arbustos, cocina, asuntos del hogar, relaciones...
Realmente es usted una maravilla.
—Una educación aventurera. No tengo miedo de leer y tampoco de
hacer preguntas.
—Sabe, una vez le pregunté a Pike si selecciona los temas por usted y
le daba los más fáciles. Me dijo que los temas los elegía usted al azar, que
había insistido en ello.
—Es verdad. De lo contrario la columna se volvería aburrida, tanto para
los lectores como para mí. Con bastante frecuencia me veo obligada a
investigar mis temas. Eso lo hace más interesante.
—¿Alguna vez se ha equivocado?
—Una vez.
El tono de su voz cambió con esa única palabra, revelando una
subyacente tristeza resignada. Era grosero insistir, pero la curiosidad le
impulsó a continuar. Además, él era su jefe. ¿No tenía derecho a saberlo?
—¿Qué pasó?
—Yo... —Tomó un largo trago de vino—. Los primeros días, antes de
recibir tantas cartas como ahora, le respondía a cada persona aunque el
tema en cuestión no hubiera salido editado en el periódico.
La miró fijamente, asombrado. Eso tenía que haberle costado horas.
¿Cómo había logrado tal hazaña? En lugar de preguntar, se quedó callado
sin querer interrumpir.
—Una mujer me escribió para contarme cosas sobre su marido. Era
mayor y no la trataba con amabilidad. Se abstuvo de compartir detalles
íntimos, pero se puede leer mucho entre líneas cuando se trata de
relaciones. Me dijo que él se había vuelto más violento recientemente y ella
le temía. Temía por su vida. Sin embargo, su religión le decía que lo honrara

~ 245 ~
y obedeciera, así que ella me preguntó qué hacer.
El estómago de Duke se hundió.
—No tiene que...
—Sí, debo hacerlo. —Agachó la barbilla y se concentró en su plato—. Le
dije que lo dejara. Ella tenía una hermana en Queens y le aconsejé que se
mudara allí inmediatamente. Que Dios entendería que pusiera su seguridad
por encima de sus votos matrimoniales. No estaba bien que él hubiera
prometido honrarla y cuidarla si luego golpeaba a la mujer que tenía que
cuidar. En resumen, leí sobre ella en el periódico poco después. El marido la
encontró en Queens y la estranguló en un callejón.
—Eso no fue culpa suya.
Las lágrimas brillaron en sus ojos, y la visión la sintió como un
puñetazo en su pecho. Su dolor revelaba un lado diferente de ella, uno que
él sospechaba que no había visto mucha gente, y eso le afectó demasiado.
Algo se volcó en su pecho, un movimiento de algún tipo, como si las piezas
del rompecabezas se reorganizaran para crear una nueva imagen dentro de
él.
—La parte lógica de mi cerebro sabe que usted tiene razón. La culpa
fue claramente del marido. Pero la parte emocional, esta parte, —Colocó
una mano sobre su corazón—, cree que está equivocado. Ella seguiría viva
si no fuera por mi consejo.
—Por otro lado, ella muy bien habría muerto de esa forma viviendo con
un hombre violento. No lo sabe con certeza.
—Nadie es capaz de saberlo con certeza. Es por eso que, aunque
todavía recibo demasiadas, ya no respondo a esa clase de cartas. Las
consecuencias son demasiado graves si me equivoco.
Su pecho se contrajo con simpatía y... algo más. La reacción debería
de haberle asustado, pero tomó una decisión en ese momento. Deseaba a
esta mujer, cada parte de ella, sin importar quién se interpusiera en su
camino.

***

La mirada en la cara de Duke cambió a medida que continuaba la cena,


sus ojos oscuros ahora reflejaban calor e intensidad. Rose se retorcía en la
silla.
¿Estaba... atraído por ella?
La idea era ridícula, pero algo estaba pasando dentro de su inteligente
cerebro. Las miradas que le dirigía eran cálidas e íntimas, aunque nadie
más en la mesa pareció notarlo. Su rodilla incluso le rozó la pierna, un toque
fugaz y prohibido que envió ondas de electricidad por sus venas.
No sabía si estar emocionada o horrorizada.
Emocionada porque lo había admirado de lejos desde que lo vio en el
edificio Havermeyer. Horrorizada porque no tenía idea de cómo proceder. Se
suponía que estaba casada, y Duke era su jefe.
Solo había disfrutado de unos cuantos besos a lo largo de los años,
pero nada más. ¿Qué esperaría de ella, una supuesta mujer casada, un
hombre como Duke? ¿Una tórrida aventura?

~ 246 ~
Eso estaba fuera de discusión. Si bien Rose estaba muy tentada por él,
la señora Walker nunca se involucraría en una aventura amorosa.
Havermeyer tenía que saberlo, ya que leía su columna cada semana. La
señora Walker hablaba de corrección y modales, no de descaro e
infidelidad. Por mucho que Rose deseara probar esas aguas, reaccionar
favorablemente a sus avances estaría completamente fuera de lugar. Peor
aún, significaba que él descubriría su engaño.
«Tienes que ignorarlo. Saca firmemente de tu mente cualquier idea
sobre ti y Duke Havermeyer a pesar del tiempo que has estado pensado en
él... y deseándolo».
Captó la mirada de Henry y trató de señalarle la necesidad de escapar.
Teniendo en cuenta que todos habían terminado de cenar, era hora de que
las damas salieran del salón. Henry asintió y los dos se pusieron de pie
señalando el final de la cena. Los invitados también se levantaron.
—¿Serían tan amables las damas de reunirse conmigo en la sala para
tomar un café? —preguntó a las mujeres.
—¿Y si prescindimos de esa tradición solo por esta noche? —sugirió
Duke—. Después de todo, estamos emocionados por ver como hace los
famosos shortbread Havermeyer.
Exactamente lo que Rose esperaba posponer.
El miedo la ahogó. Esas malditas galletas colgaban sobre su cabeza
como la cuchilla afilada de la guillotina.
«Lo solucionarás. Muestra confianza y no sospecharán nada».
Sí, pero ¿qué pasaría cuando en realidad se llevaran las galletas a la
boca? Su estómago se anudó dolorosamente.
—Seguramente preferirán tomar un café primero, ¿no? —Rose miró a
los invitados, tratando de persuadirlos a hacer su voluntad.
Desgraciadamente, su voluntad no era rival para Duke. Alto y
dominante, un poderoso vástago de la sociedad de Nueva York, se dirigió a
los miembros de su junta directiva.
—Sé que estoy rompiendo el protocolo, pero os prometo que os
sentiréis recompensados cuando estéis disfrutando de unos shortbread con
el café.
—¿Y esas galletas son tu receta familiar personal? —preguntó uno de
los invitados.
—Sí. Cuando mi madre vino de Escocia trajo esa receta con ella. Nunca
dijo cuánto tiempo había estado en su familia, solo que la receta era muy
preciada para ella.
Oh, Dios. Rose sentía los nervios formándose en sus entrañas, como la
fecha límite inminente cuando aún no había escrito ni una sola palabra.
—¿Querida? —La voz de Henry llamó su atención—. ¿Qué opinas?
Apreció que su amigo le estuviera dando la oportunidad de negarse,
pero rechazar la solicitud de su jefe parecería extraño. Aunque se suponía
que esta era su casa, estaba claro para todos que Duke estaba firmemente
a cargo de la noche.
—Muy bien, ¿nos dirigimos a la cocina?
Duke sonrió con aparente satisfacción y Henry instó a los invitados a
salir del comedor. Rose se estaba uniendo a la multitud cuando un ligero

~ 247 ~
toque en su codo la sobresaltó.
—Camine conmigo.
Miró a Duke, que la observaba desde su gran altura con el brazo
extendido. Asintiendo, aceptó acompañarle. Estaban muy cerca, casi
rozándose los hombros. Olía a un jabón que ella nunca podría permitirse,
del tipo que compraban el señor Lowe y su clase, con un aroma demasiado
complejo para describirlo. Todo lo que Rose sabía era que olía maravilloso.
Él se retrasó mientras los demás invitados seguían adelante. Pronto
fueron los últimos del grupo, a suficiente distancia de los demás para que
nadie escuchara su conversación.
—Me disculpo si esto ha interrumpido sus planes para la noche.
No era una disculpa muy convincente para que perdonara su
manipulación.
—Creo que le gusta mantener el control de una situación siempre que
es posible.
—Sí, es verdad. Es uno de mis muchos defectos.
¿Muchos defectos como su habilidad para desequilibrarla? ¿La forma en
la que moldeaba su traje negro? ¿O la imponente confianza en sí mismo
que la atraía como una mosca a la miel?
«Detente. Es tu jefe y necesitas este trabajo».
—¿Y siempre se sale con la suya? —preguntó antes de pensarlo mejor.
—Sí, pero no me opongo a escuchar argumentos razonables. ¿Tiene
una razón convincente para no hacer las galletas en este momento?
No, aparte del terror por su ineptitud en la cocina.
—No entiendo qué hay de emocionante en ver como cocino.
—Creo que hay muy poco de usted que no me parezca emocionante.
El corazón de Rose dio un extraño salto ante eso, su cuerpo ardía en
llamas. Sin lugar a dudas, definitivamente estaba coqueteando con ella.
¿Pero a qué fin? Él la creía casada. Las aventuras eran comunes en su
círculo social, pero no en el mundo de la señora Walker.
Esto debía permanecer en un nivel profesional.
—Afortunadamente, el señor Walker parece estar de acuerdo.
Duke hizo un ruido, y Rose lo miró fijamente. Levantó una mano para
disculparse, aunque su expresión apenas transmitía arrepentimiento.
—Seguro que la tiene en la más alta estima.
El comentario sonó forzado. ¿Sospechaba que Henry y ella solo eran
amigos, no verdaderos esposos? La idea era ridícula. Habían sido
extremadamente cuidadosos esta noche para mantener el engaño. Sin
embargo, notaba una pizca de desconfianza, de conocimiento, en la sonrisa
cuidadosa de Duke. No le gustó. Ni un poco.
Rose se puso a la defensiva.
—¿Nunca ha pensado en casarse?
—No. Estoy demasiado ocupado para buscar una esposa. Y, en verdad,
nunca he conocido a ninguna que valga la pena cortejar. —Llegaron a las
escaleras y él abrió la puerta batiente—. Todas las mujeres buenas parece
que ya están tomadas —murmuró mientras ella pasaba a su lado rozándole.
Un escalofrío se deslizó por su espalda. «Oh, Dios. Estás perdiendo la
cabeza, Rose».

~ 248 ~
El problema era que, cuando se trataba de Duke Havermeyer, no tenía
ni idea de cómo salvarse de la locura.

Capítulo Seis

Rose miró los ingredientes frente a ella, una gota de sudor rodó entre
sus omóplatos. Los invitados entraron en la cálida cocina, de pie alrededor
de ella en un semicírculo, con las miradas absortas. Un público esperando al
maestro.
Poco sabían que ella no era ni una novata.
«Respira y sigue la receta. ¿Qué tan difícil puede ser?».
Las sirvientas habían colocado los ingredientes en el gran espacio de
trabajo, así como un tazón, una cuchara para mezclar, un rodillo y una
bandeja. Con manos temblorosas, se ató un delantal alrededor de la cintura
y buscó la receta. Se aclaró la garganta.
—Está bien, voy a empezar.
El primer ingrediente era el azúcar. Eso le dio un impulso de confianza.
Como una devota de los pasteles y tartas conocía bien el azúcar. Después
de medir la porción correcta y verterla en un tazón fue a buscar la
mantequilla. En el otro mostrador vio un plato que contenía un trozo de
mantequilla, así que agregó la masa blanda al azúcar.
Lo mezcló, la mantequilla tibia se fusionó fácilmente con el azúcar. La
receta decía que “batiera” la mantequilla y el azúcar, pero Rose no sabía
cuánto tiempo. Siguió trabajando la mezcla, revolviéndola, jadeando, hasta
que una de las criadas, Ida, dijo suavemente:
—¿Está lo suficientemente batido, señora?
—Sí, creo que lo está —contestó ella, sin tener ni idea si la declaración
era cierta o no—. Aunque me gusta estar segura. —Lo batió un poco más
por si acaso, luego dejó el tazón a un lado—. Ahora, la harina.
—¿Qué tipo de harina usa? —preguntó una de las invitadas.
¿Había diferentes tipos de harina? Rose intentó sonar bien informada
cuando respondió:
—Oh, de la clase normal. Me atengo a los ingredientes probados y
verdaderos.
—A mí me gusta la harina húngara —dijo una de las esposas.
¿La mujer usaba harina enviada desde Europa? La extravagancia de la
alta sociedad la sorprendía completamente. Ocultando la consternación,
agregó la harina a la mezcla junto con una cucharada de sal.
—Eso es mucha sal —comentó alguien.
Rose leyó la receta. Nunca era capaz de recordar la diferencia en la
abreviatura de cucharada y cucharadita. ¿Había añadido la cantidad
equivocada?
Ya era muy tarde. Tragándose el temor levantó un hombro.

~ 249 ~
—Quizás eso es lo que le da a esta receta particular su sabor distintivo.
Comenzó a combinar los ingredientes secos con el contenido húmedo
para formar la masa. Cuando terminó, dejó la mezcla en el mostrador. Las
instrucciones decían amasarla, así que Rose se dispuso a trabajar la masa
con las manos. Había visto a su madre y a la señora Riley hacerlo muchas
veces en la cocina de los Lowe. A pesar de estar claro que Rose no era tan
competente como ellas, pronto tuvo lista una bola firme.
Hasta ahora, se veía bien. Quizás esta cosa de la cocina no fuera tan
difícil después de todo.
La receta decía extender la masa. ¿Se suponía que tenía que
espolvorear harina primero para evitar que la masa se pegara? Reflexionó
un momento hasta que notó que todos la estaban mirando, esperando. La
señora Walker sabría exactamente qué hacer.
Con una confianza que no sentía, tomó un puñado de harina y la frotó
en el rodillo. Entonces comenzó a aplanar la masa lo mejor que pudo. Era
más difícil de lo que parecía. Después de unos momentos, la masa era
irregular y dentada. Hum. La masa de la señora Riley siempre era muy
suave. Quizás Rose debería empezar de nuevo.
Después de reunir la masa en una bola una vez más, la extendió lo
mejor que pudo evitando la mirada intensa de Duke todo el tiempo. La
forma no era perfecta pero tendría que valer. Con cuidado, puso la masa en
la bandeja y la extendió.
—Interesante —señaló una de las mujeres—. Estos shortbread son más
delgados que los normales.
¿Lo eran? Rose no lo sabía. La masa se veía un poco delgada pero ¿no
se hinchaban cuando se horneaban?
—Supongo que lo averiguaremos cuando probemos las galletas
terminadas —indicó Duke desde el final de la sala. Su boca se curvó en una
suave sonrisa, volviéndolo bastante atractivo. Rose se mordió el interior de
la mejilla para no devolverle la sonrisa.
—¿Cómo va a pinchar la masa para decorarlos? —preguntó otra mujer.
Oh. Rose no lo había pensado, un fallo tonto. Todos los shortbread
tenían pinchazos y líneas. Reflexionando en busca de inspiración, encontró
un cuchillo largo y decoró la masa. Lamentablemente, su creatividad con
las palabras no se extendía a la cocina, una broma habitual entre ella y su
madre. Cuando terminó, parecía como si alguien hubiera apuñalado la masa
con una furia ciega.
Suspirando, agarró la bandeja y se apresuró hacia el horno, esperando
que su audiencia no lo viera. Tal vez ocurriera algo mágico durante el
horneado y salieran tan perfectos como todos los que estaban en la cocina
esperaban.
«Oh, Rose. Ahora estás delirando».
—Pongo esto a hornear y regresaremos arriba para esperar. —Y rezar.
Tiró de la pesada puerta del horno y notó que el horno estaba frío. Era
extraño. ¿No habían decidido las criadas y ella dejar el fuego encendido?
Esto era un desastre.
Metió dentro su miserable bandeja, cerró rápidamente la puerta y rogó
a las hadas de los shortbread.

~ 250 ~
—¿Tomamos el café en el salón? —Cuanto antes los guiara arriba,
mejor.
Ida apareció de repente, mirándola como si intentara no reírse.
—El café está preparado arriba, señora.
—Gracias —dijo Rose, transmitiendo su pánico con los ojos mientras se
desataba el delantal—. Saldremos de tu camino ahora. Trae las galletas
cuando estén listas. —Ida simplemente le guiñó un ojo en respuesta,
confundiendo aún más a Rose.
Henry condujo a los invitados a las escaleras, el grupo charlaba en voz
alta sobre lo que habían visto. Milagrosamente, Rose los había
impresionado, aunque la mayoría parecía perpleja acerca de la decoración
final.
Se quedó atrás para preguntarle a Ida sobre el horno frío, pero Duke
también se retrasó con una expresión llena de calor abrasador que hizo que
las rodillas de Rose se tambalearan. Por Dios, podría derretirse en un charco
con esa mirada.
—Ha sido una buena demostración —dijo cuando llegó a su lado.
—¿La ha disfrutado?
Duke levantó una mano y le limpió con un dedo la mejilla manchada de
harina con el dedo. Horrorizada, se frotó la cara hasta que él agarró su
muñeca.
—No, déjeme.
Sacando un pañuelo, le sostuvo suavemente la barbilla y le frotó la
nariz y las mejillas con un toque suave y decidido. Ella contuvo la
respiración, el corazón le latía con fuerza. Su pecho se movió rítmicamente,
él estaba lo suficientemente cerca como para que sintiera sus exhalaciones
en la frente. Si ella se ponía de puntillas, lo besaría...
Rose lo consideró durante un minuto, incapaz de evitar mirar su boca.
¿Serían sus besos ásperos o dulces? ¿Duros o persuasivos? A ella le gustaba
besar. De hecho, le gustaba bastante. No había besado a nadie en más de
un año, pero aún recordaba cómo se sentía, la agradable unión de dos
bocas. El aliento compartido, el deslizamiento de la lengua de un hombre
contra la de ella.
—Ya está —susurró Duke, interrumpiendo sus pensamientos—. De
nuevo está presentable.
—Gracias. —Su voz sonó extraña a sus oídos, un timbre profundo y
gutural que nunca antes había escuchado.
—Ha sido un placer. —No se alejó. Solo esperó, los dos se miraron
mientras el momento se alargaba. Motas doradas y verde destacaban en
sus iris oscuros, un conjunto complejo de colores para un hombre complejo.
El repentino ruido de porcelana en la cocina la sobresaltó y dio un paso
atrás. ¿Qué acababa de pasar? Su rostro ardía de vergüenza y... decepción.
Duke se aclaró la garganta y se ajustó los puños, pero sus ojos no la
abandonaron. Agitada, lo rodeó y subió las escaleras.
—¿Nos unimos a los demás?
No se molestó en comprobar si la seguía. No había necesidad. Sentía su
presencia tras ella. El hombre que anhelaba pero que jamás tendría.

~ 251 ~
***

Los shortbread llegaron poco después de servir el café. Le sorprendió


que se hubieran enfriado tan rápido, pero no iba a quejarse. Eran la
perfección total; deliciosos cuadrados de mantequilla con diseños
intrincados en la parte superior. No se parecían en nada a lo que había
metido en el horno, aunque figuradamente demostraba que ella sí sabía lo
que hacía.
Los miembros de la junta y sus esposas aplaudieron el resultado,
mordiendo las galletas y haciendo rodar los ojos de placer. La satisfacción le
inundó. Y el orgullo. Rose Walker era una maravilla. Duke se hizo una nota
mental para darle un aumento de sueldo. Lo que le pagaba no era
suficiente.
La vio moverse entre la multitud, la perfecta anfitriona. Se había
paralizado cuando llegaron las galletas, casi pareciendo nerviosa por los
resultados, pero ahora sonreía ampliamente aceptando los cumplidos con
gracia y humildad. Su cabello brillaba bajo la suave luz. Era encantadora. En
las escaleras de la cocina estuvo seguro que ella casi lo iba a besar, y él
también. Le sorprendió lo mucho que la deseaba, quería sentir cada
centímetro de ella presionado contra él. En una noche, esta mujer le había
cautivado por completo.
¿Qué estaba dispuesto a hacer al respecto?
—¿Le han gustado las galletas?
Duke se volvió y miró al señor Walker. ¿Walker había visto a Duke
comiéndose con los ojos a Rose?
—Son excelentes. —Miró la galleta de su mano—. Admito que, después
de ver lo que entraba en el horno, no habría imaginado que serían tan
perfectas.
—Rose es una maravilla. Nunca deja de sorprenderme.
Duke recordó el abrazo apasionado de Walker con la criada. Para un
hombre que tenía a su esposa en tan alta estima, sus acciones ciertamente
eran desconcertantes. Observó a Walker.
—¿Se conocen desde hace mucho tiempo?
—De toda la vida. Siempre hemos sido buenos amigos.
Era una forma extraña para que un marido infiel describiera a su
esposa. Aunque quizás esto era un indicio de que los dos eran más amigos
que amantes.
—Es extrañamente agradable que dos buenos amigos se casen.
Walker estrechó la mirada atentamente.
—Sí, muy agradable. Ella siempre me cuidó y yo siempre la cuidé.
Siempre.
—Tengo la sensación de que está intentando decirme algo.
—Se rumorea que usted es un hombre inteligente y un excelente
periodista. Estoy seguro que lo entenderá.
Duke se cruzó de brazos.
—Entonces creo que es mejor que yo también le advierta. Cuido a mis
empleados. A todos, desde los empleados de correo hasta los principales
editores. Si creo que están en peligro o en riesgo de ser lastimados

~ 252 ~
entonces intervengo.
Walker parecía confundido, sus cejas se fruncieron más.
—¿Le preocupa que haga daño a Rose?
—Si ciertas cosas salen a la luz, sí.
—¿Ciertas cosas?
—Sé lo que está haciendo, Walker.
Henry parpadeó un par de veces, luego su expresión se aclaró.
—Oh, ¿sabe lo de...? —Hizo un gesto hacia las escaleras de la cocina,
donde Duke había presenciado el abrazo.
Duke asintió una vez.
—En efecto.
En lugar de asustarle, Walker tuvo la audacia de parecer alegre.
—Qué alivio. El subterfugio es malditamente agotador.
—Pero es necesario —espetó Duke—. Dios mío, hombre. Tiene una casa
llena de invitados.
—Ya lo sé. Todo fue idea de Rose. No me puede culpar.
Ah, así que era como Duke había sospechado; Rose y su esposo tenían
un acuerdo. No era tan raro en los matrimonios de las clases altas. El padre
de Duke apenas se había molestado en ocultar la existencia de sus amantes
a lo largo de los años. Era la forma en que se hacían las cosas, pero la
esposa normalmente no era tan complaciente.
—Se ha casado bastante recientemente con ella.
—Es una forma educada de decirlo. Aunque me sorprende que ella se lo
haya dicho. Habíamos planeado mantenerlo en secreto.
—He estado alrededor de periodistas demasiado tiempo. Siempre
busco la verdad.
Walker se rió entre dientes.
—No habíamos considerado eso. Espero que no lo utilice contra ella. Le
encanta escribir para sus periódicos.
—¿Por qué demonios lo utilizaría contra ella?
—Algunos hombres son mezquinos. Al menos ahora ya no necesito
actuar como el marido celoso.
Dios, este hombre era indignante.
—¿Supongo que eso pasa a menudo?
—Vamos. —Walker le dio un codazo al brazo de Duke—. He visto la
forma en que la está mirando. Ahora ya sabe que no me interpondré en su
camino.
La mandíbula de Duke cayó, su cuerpo se tensó por la sorpresa.
¿Estaba Walker tan ansioso por ser un cornudo?
—Los dos estáis terriblemente tensos. —Rose apareció entre Duke y su
esposo—. ¿Qué ocurre?
—Nada en absoluto —repuso Walker—. Solo estamos aclarando algunas
cosas. Havermeyer, me alegro de haber tenido esta charla. Si me disculpa,
tengo que ocuparme de los otros invitados.
Walker se alejó y Duke resistió las ganas de seguirlo y golpearle.
Aunque él deseaba atraer a Rose a una aventura, ella se merecía algo
mejor que un marido que claramente se preocupaba muy poco por ella.
—Su marido es un hombre interesante.

~ 253 ~
—Sí, lo es —afirmó con una sonrisa cariñosa en dirección a Walker—.
¿Estaban discutiendo los dos?
—No, simplemente llegando a un acuerdo. —Un acuerdo en el que
Duke era libre de perseguir a Rose. La implicación total comenzó a surtir
efecto y una oleada de excitación inundó sus venas. Ella estaba frente a él,
y no había ninguna razón para no dar a conocer sus sentimientos—. Acerca
de usted.
—¿De mí? ¿Por qué necesitan llegar a un acuerdo sobre mí?
Como era su estilo, decidió ser directo. No andar de puntillas en torno a
un problema.
—Porque él sabe que he desarrollado un interés en ti —respondió,
dejando de lado ya el tratamiento formal.
—Como una de tus valiosas empleadas —le replicó de la misma
manera.
—No. Este interés no tiene nada que ver con tu habilidad para escribir
una columna. Es un interés personal en ti, Rose Walker.
Cuando comprendió la frase, el color salpicó sus pómulos.
—Yo... lo siento. ¿Tú qué?
—Quiero pasar tiempo contigo. En privado. Al principio me parecía una
mala idea debido a tu empleo en mi periódico, pero he llegado a pensar que
seremos capaces de manejar la situación como dos adultos que consienten.
—Pero... —Miró por encima del hombro al resto de los invitados,
posiblemente confirmando que estaban realmente solos. Se lamió los labios
—. No. Eso es imposible.
—Sé que este no es el momento oportuno, ya que todavía estamos en
medio de una reunión, pero quería decirte mis intenciones por adelantado.
De esa manera, ninguno diremos más tarde que nos ha sorprendido.
—¿Tengo algo que decir en esto? —objetó bruscamente.
—Por supuesto. —Metió las manos en los bolsillos del pantalón para
evitar tocarla—. Pero debes saber que una vez que decido algo, nunca
cambio de opinión.
—Bien por ti, pero no. Lo que sugieres es una mala idea por muchas
razones.
—¿Por ejemplo?
—Eres mi jefe. No quiero arriesgar mi trabajo considerando que eres el
único que tiene todo el poder.
—Te doy mi palabra de que puedo separar las dos cosas. Lo que pase
entre nosotros no afectará tu trabajo.
—Incluso si eso fuera aceptable, estoy casada y no tengo planes de ser
infiel a mi marido.
—¿Seguro que merece tal lealtad?
Ella se balanceó sobre los pies, ladeando ligeramente la cabeza.
—Claro. ¿Por qué no iba a merecerla?
Duke apretó y relajó las manos varias veces, intentando fuertemente
controlarse.
—Lo único que te pido es que lo pienses.
—¿Por qué?
—¿Por qué, qué?

~ 254 ~
—Sí, ¿por qué debería pensarme algo tan incorrecto?
Porque no puedo apartar mi mirada de ti ni un instante.
Porque tu sonrisa descongela una parte de mi alma.
Porque hay un fuego en ti, una energía ardiente que anhelo sentir y
saborear.
Duke no compartiría sus pensamientos.
—Porque lo disfrutarás, te lo prometo.
Rose estrechó los ojos.
—Te estás sobrepasando...
—Señora Walker —dijo una voz detrás de ellos—. Quería agradecerle
esta velada tan encantadora.
Rose atendió a la pareja, pero no antes de lanzarle una mirada
inescrutable por encima del hombro. La vio irse, sin sentirse disuadido en lo
más mínimo. En ninguno de sus argumentos había expresado una falta de
interés en él. Era muy revelador. Si lo hubiera encontrado poco interesante,
él se habría retirado de inmediato. No habría insistido más.
Sin embargo, por la forma en que lo había mirado en la cocina, sus ojos
azul claro llenos de calor y deseo, supo que tenía interés en él.
¿Pero ella accedería? No lo sabía, aunque tenía muchas ganas de
averiguarlo.

Capítulo Siete

Porque lo disfrutarás, te lo prometo.


Esas palabras seguían dando vueltas en la cabeza de Rose. ¿Lo habría
dicho en serio? Duke ya sabía que era una mujer casada.
Puede que hubiera bebido demasiado esta noche. Ella no lo había visto
beber más que los demás, pero ¿qué otra cosa explicaría su descabellada
propuesta en medio de una fiesta?
Rápidamente se despidió de los invitados y se retiró a la cocina para
tranquilizarse. Y sí, para esconderse hasta que se marchara Duke.
Bridget estaba terminando cuando llegó.
—¿Hay algo que pueda hacer para ayudar?
—¿Por qué no estás con los invitados? —preguntó Bridget mientras
limpiaba la superficie de trabajo.
—Necesitaba un descanso. Me sentiré aliviada cuando esto se termine.
Fingir ser alguien que no eres es agotador.
—Henry dijo lo mismo antes —le comunicó la criada sacudiendo la
cabeza—. Le dije que era solo una noche y que dejara de quejarse.
—Gracias. Por todo, incluso por dejar que Henry se hiciera pasar por mi
marido.
Bridget agitó el paño.
—No pasa nada. Me alegra mucho poder ayudarte. Además, le prometí
una recompensa si era un buen chico... que siempre se convierte en mi
recompensa, si entiendes lo que quiero decir.
¡Puaj! Rose se tapó los oídos.

~ 255 ~
—Calla. Henry es como mi hermano.
Bridget se rió entre dientes.
—Por cierto, las galletas fueron idea suya.
Las galletas. Rose casi se había olvidado de ellas a raíz de la propuesta
de Duke.
—Nunca me he sentido tan aliviada en la vida. Salieron perfectas.
¿Cómo consiguió arreglarlas?
—El aviso de parto de su hija resultó ser una falsa alarma, así que la
señora Riley aún estaba en la cocina de los Lowe cuando Henry envió a un
lacayo a pedirle por favor que las hiciera para tu Duke. No llegamos a
hornear tu bandeja y usamos la de ella en su lugar.
Qué inteligente. Tendría que agradecerle a Henry el haber sido tan
rápido solucionándolo.
—Él no es mi Duke.
—Cariño, si tuviera un hombre mirándome como él te mira... —Bridget
se abanicó—. Dios, yo lo reclamaría antes de que tu pudieras parpadear.
Rose no tenía la menor idea de cómo responder. No podía reclamarlo...
¿verdad?
—Por cierto, la señora Riley dijo que la receta de tu jefe no tenía ningún
sentido. Declaró que sonaba más como una maldición que como una
galleta. Así que hizo su propia versión de cómo las hace habitualmente.
—Gracias a Dios. —Si las galletas hubieran salido mal solo Dios sabía lo
que habría sucedido—. Tengo que acordarme de darle las gracias. ¿Dónde
están los demás?
—Les he dicho que se fueran. Yo estoy esperando a Henry. Le dije que
me acompañara a casa. —Agitó las cejas como si Rose no tuviera idea de lo
que los dos harían esta noche.
—¿Hay algo más que hacer?
—Las copas están lavadas y secas, solo hay que embalarlas y meterlas
en el baúl. Henry y los otros vendrán a buscarlas a primera hora de la
mañana. —Señaló una habitación pequeña a un lado, una despensa que
habían utilizado para el almacenamiento. No había muchas habitaciones en
el nivel inferior lo suficientemente limpias como para usarlas.
—Ya termino yo. —Era lo menos que podía hacer. Sí, estaba pagando al
personal, pero esta habría sido su noche libre—. Henry y tú os podéis ir.
Apagaré todas las luces y cerraré las puertas.
—Oh, a él no le gustará dejarte sola. Alguien debería quedarse aquí
contigo.
—Yo me quedaré con ella.
Rose se giró al oír la voz profunda y vio a Duke, alto y
sorprendentemente guapo con el traje negro, parado al pie de la escalera
de la cocina. ¿Cuánto había oído? Su corazón comenzó a latir con fuerza.
—Havermeyer. Pensé que te habías ido. —Realmente lo esperaba.
En lugar de responderle, él miró a Bridget.
—Si nos disculpas.
—Por supuesto, señor. —Bridget hizo una reverencia rápida mirando a
Rose y se apresuró a subir las escaleras de los sirvientes.
Al instante se quedaron solos.

~ 256 ~
Rose se estremeció, su proximidad causaba que transpirara. Tenía que
alejarse de él, enfocarse en otra cosa.
—Me quedan algunas cosas por hacer esta noche. —Se dirigió a la
despensa y a las copas que esperaban—. Hablaremos mañana.
Una vez en la seguridad de la pequeña habitación, presionó una mano
en su estómago y soltó la respiración. Dios mío, el hombre era muy intenso.
Porque lo disfrutarás, te lo prometo.
Sus palabras, combinadas con su presencia, eran suficientes para que
se desmayara.
«Rose, céntrate. Es tu jefe. Y piensa que estás casada».
Si se lo repetía lo suficiente sería capaz de evitar cometer un grave
error, uno que bien podría hacer que la despidieran.
Decidida, se puso a trabajar. Con algo de suerte Duke regresaría arriba
y se marcharía. Las copas estaban en el mostrador, y el baúl para meterlas
abierto en el suelo. Tomando una, la envolvió con papel marrón y la puso en
el baúl.
Alcanzó otra cuando una voz la sobresaltó.
—¿Por qué haces eso? ¿Dónde está tu personal?
—Les he dicho que se fueran ya. Me ofrecí a embalar las copas.
Él no dijo nada y ella notó su curiosidad como una espesa nube en la
habitación. La dueña de la casa nunca ayudaría a los sirvientes. Si él
quisiera saber la razón, no estaba segura qué le diría. ¿Cuántas mentiras
más tendría que contar esta noche?
Justo cuando creía que no diría nada más, él preguntó:
—¿Por qué las embalas?
Sí, esto también era extraño. En cualquier casa las copas se
almacenaban en un estante, no se guardan en un baúl.
—Las guardamos en el ático hasta que las necesitamos.
Se acercó, su imponente cuerpo ocupaba todo el espacio de la
despensa.
—Te ayudaré.
—No es necesario.
—Sé que no lo es, pero todavía planeo hacerlo.
—Casi no cabes aquí. —Rose se apretaba contra la puerta abierta para
evitar tocarlo.
Duke entró y cerró la puerta.
—Ahora la puerta ya no está en medio. ¿Así está mejor?
No, absolutamente no. En este momento estaba confinada con un
hombre inalcanzable que olía muy bien y hacía temblar su cuerpo.
—Entonces empieza —le urgió ella, dándole una copa. Cuanto antes
terminaran, antes escaparía.
Él se tomó su tiempo envolviendo la copa antes de ponerla en el baúl.
—¿Has pensado en lo que te he dicho antes?
—No —mintió.
La risa retumbó en su pecho.
—Eres una mala mentirosa.
«No tan mala, al parecer. Llevo engañándote toda la noche».
—Estoy casada. Lo que estás sugiriendo es imposible.

~ 257 ~
—No cuando tu esposo me ha dado su consentimiento.
Rose se sobresaltó y la copa se tambaleó en la mano. Se aferró a ella,
luchando por retener el cristal antes de que cayera al suelo.
—¿Qué has dicho?
—Ya lo has oído. A él no le importa. Me lo dijo él mismo. Algo muy poco
convencional, sí, pero lo entendiendo si considero su relación con la
doncella.
Rose terminó otra copa, las preguntas giraban en su mente. ¿Cómo se
había enterado Duke de la relación de Henry y Bridget? Aunque se había
referido a Henry como el marido de Rose, así que no había descubierto la
verdad... ¿Qué le habría dicho Henry exactamente? Dios, este engaño la
estaba envejeciendo más rápido que un mal hábito tomando opio.
—Así que, ¿crees que por eso simplemente estaré de acuerdo? —Dejó
otra copa en el baúl para evitar su intensa mirada—. ¿Solo porque mi
esposo te ha dado el visto bueno?
Unos zapatos negros aparecieron ante sus ojos. Cuando se enderezó, él
estaba demasiado cerca, a solo unos centímetros de distancia. Su boca se
secó mientras le recorría con la mirada. Cada pedacito de él era atractivo,
incluso la forma en que su desordenado cabello castaño rozaba la cicatriz
de la ceja. No era perfecto, pero a su cuerpo no le importaba. La sensación
de calor en la boca del estómago se redujo, centrándose entre sus piernas.
Duke sonrió y le puso los dedos bajo la barbilla.
—No, creo que estás de acuerdo por lo que veo en tus ojos ahora
mismo. El rubor en tu hermosa piel. El jadeo en tu respiración cuando me
acerco.
¿Cómo la leía tan fácilmente? Este hombre era un autentico periodista,
como lo demostraba ahora. Pero ella era escritora y pronto sería reportera.
¿Por qué no era capaz de decirle lo que pensaba más fácilmente? Así
tendría una mejor oportunidad de resistirse a él.
En este mismo momento le estaba costando mucho recordar por qué
besarlo era una idea tan mala.
Inhalando, sacudió la cabeza a pesar de su suave agarre.
—No soy una de esas mujeres...
Duke metió un mechón errante detrás de su oreja.
—Lo sé, y no es por eso que estoy aquí. Esto no es una especie de
juego o pasatiempo para mí. Todo lo contrario. Eres maravillosa, Rose.
Diferente a cualquier mujer que haya conocido. De hecho, si esto hubiera
ocurrido hace un siglo habría desafiado a un duelo a tu esposo por ti.
Rose se esforzó por mantener el humor fácil.
—¿Pistolas al amanecer?
—Siempre me han gustado más las espadas —repuso con una sonrisa
antes de ponerse serio—. Sé que trabajas para mí, pero te juro por el futuro
de mi empresa que te trataré justamente, sin importar cuánto dure esto
entre nosotros.
—Una aventura —expuso ella, para ser claros—. Quieres tener una
aventura conmigo.
—Sí. Quiero llevarte a mi cama y darte placer hasta que los dos nos
desmayemos. ¿Es eso lo suficientemente directo?

~ 258 ~
Dios, sí que lo era. Si fuera más directo probablemente ya se habría
desmayado.
Era evidente que no había dejado ninguna duda sobre sus intenciones,
pero esto era nuevo para ella. No era una mujer frívola ni coqueta. Ni era
completamente inexperta, pero tampoco tenía experiencia. ¿Qué debía
hacer?
Solía aconsejar a sus lectores que nunca mintieran, las mentiras
siempre tenían una manera de descubrirse y causar daño a los demás. «Te
odiará si alguna vez se entera de lo que has hecho».
Ya le había estado mintiendo toda la noche. ¿Por qué parar ahora?
Debería aprovechar al máximo una situación como esta mientras aún
tuviera la oportunidad. Era una oportunidad fugaz, no un compromiso de
por vida. Además, un hombre como Duke no se conocía todos los días.
Tendría que saberlo ya que lo había estado admirando en secreto durante
casi todo un año.
Por lo demás, ¿cuándo había seguido sus propios consejos?
—Por favor, di que sí —susurró él, con la mano descansando en su
cadera. El calor de su mano la abrasó atravesándole la ropa, marcándole la
piel, y haciendo que sus pezones se endurecieran dolorosamente bajo el
corsé.
Había tanto deseo y anhelo burbujeando en su interior que su sentido
común retrocedió. Un salvaje e imprudente abandono la dominó. ¿Cuánto
tiempo había fantaseado con una situación así, en la que realmente la
tocara? ¿Besara? Quería saber cómo sería... No, necesitaba saber cómo
sería. Si se negaba, algo le decía que lo lamentaría para siempre.
Todos esos días que había pasado deseándolo... y ahora estaba justo
aquí.
Frente a ella.
Ofreciéndole una mínima parte de todo lo que había anhelado, un
banquete de exquisita masculinidad envuelto en un elegante traje.
«Duke piensa que eres una mujer casada con experiencia».
Bueno, que daño haría una mentira más.
Acercándose, le agarró de las solapas, sujetando la elegante tela que
tenía a su alcance.
—Sí —suspiró, antes de bajarle la boca hasta la suya.
Una oscura satisfacción recorrió las venas de Duke cuando sus bocas
se unieron. Pero no tuvo la oportunidad de saborear su victoria, ya que ella
lo estaba besando, rindiéndose a él, y al parecer su cerebro no conseguía
pensar más. En lo único en lo que pensaba era en su boca, su sabor... el
deslizamiento de sus labios sobre los suyos, la suave presión de sus pechos
contra el suyo. La lujuria ardía en su ingle, la sangre llenaba su eje con
pulsos constantes que igualaban el latido de su corazón.
Duke le ahuecó la barbilla y separó sus labios con la lengua,
introduciéndose cuando le dio acceso. Rose era cálida y atrevida, su sabor
era más exquisito que cualquier dulce o licor que hubiera bebido. Besaba
con confianza, con entusiasmo, sin miedo a mostrar su deseo. La audaz
respuesta lo endureció aún más. ¿Sería tan apasionada en la cama?
Apenas podía esperar para descubrirlo.

~ 259 ~
Le pasó una mano por el hombro y le bajó el corpiño para ahuecar un
pecho. Ella arqueó la espalda, presionándolo contra su palma, y él apretó
los dedos en un débil intento de ofrecerle alivio a través de la ropa. Rose se
quedó sin aliento, jadeando, su cuerpo lo buscó y él se mareó, ahogándose
en su necesidad por esta mujer. Tenía que tocarla, ahora mismo.
Con las manos en la cintura, la levantó sobre el pequeño mostrador
haciendo sonar unas cuantas copas, y rápidamente se colocó entre sus
piernas. ¿Se había sentido alguna vez tan frenético, tan desesperado? La
deseaba, toda ella, de inmediato.
Rose deslizó las manos por su cabello para acercarlo a su boca una vez
más. Él la besó con fuerza, metiendo la mano dentro del corpiño y
encontrando piel desnuda hasta que alcanzó el brote tenso de un pezón y lo
apretó entre los dedos. Ella gimió, el sonido más dulce que había
escuchado.
Le besó la garganta. Duke mordisqueaba, acariciaba y atormentaba la
piel sedosa en su camino a la hinchazón de sus pechos. Allí pasó mucho
tiempo adorando la piel expuesta y deseando al mismo tiempo que
estuviera completamente desnuda.
—Déjame darte placer aquí —susurró, subiéndole la falda—. Luego
encontraremos una cama, así admiraré cada exquisito centímetro de ti.
Ella le ayudó retirando las capas de seda y algodón de su camino.
Cuando Duke encontró la abertura en sus calzones, el calor que notó allí
casi hizo que sus ojos giraran en su cabeza. Sus pliegues estaban
resbaladizos e indagó cada uno con el dedo, aprendiéndola y
sumergiéndose en su entrada, donde se había acumulado aún más
humedad. Se llevó el dedo a la boca, el sabor embriagador explotó en su
lengua y una sacudida lo atravesó. Jesús, era perfecta.
—Duke.
El sonido de su nombre en una súbita súplica hizo que su miembro se
estremeciera. Abrió los ojos para mirarla, sus iris azules oscurecidos por el
hambre. Sin incertidumbre, sin timidez; sólo lujuria y anhelo. ¿Por qué había
pensado alguna vez que esto era una mala idea?
Arrodillándose, le abrió los muslos para acomodarse en ese espacio.
Con las manos bajo las nalgas, la hizo avanzar hasta que ella descansó en
el borde del mostrador, la comida perfecta para su boca hambrienta.
Cuando le colocó las piernas sobre los hombros, ella se apoyó en el
mostrador con una pregunta en su mirada.
—Necesito probarte —dijo, separando sus pliegues con los dedos. El
olor de su excitación atestó su cabeza, y pasó la lengua por la humedad
brillante que cubría su carne. Rose se sacudió y él la estabilizó. Su clítoris,
hinchado y maduro, pedía atención, y empezó a lamerla con suaves
círculos. Cuando ella arqueó las caderas buscando más, él aumentó la
presión e incorporó los labios y dientes para volverla loca.
—Oh, cielos —murmuró ella, con una mano enroscada en su cabello.
Duke deslizó un dedo dentro, llenándola, las paredes de terciopelo lo
aferraron mientras continuaba excitando el pequeño botón entre sus
pliegues. Después de unos minutos ella se mecía con abandono con los
muslos temblorosos, y él supo que estaba cerca. Agregó otro dedo,

~ 260 ~
estirándola, y Rose comenzó a gemir intensamente.
Duke chupó con fuerza para empujarla hacia el borde. Con un grito
áspero, ella se corrió contra su boca, su cuerpo temblaba, sus músculos
internos le ordeñaban los dedos. Le encantó la forma en que reaccionaba a
él, tan sincera y valiente. Una mujer que sabía lo que quería y no se
disculpaba por ello. Ignoró la necesidad de enfundar todo su eje en ella y se
concentró en guiarla en su orgasmo.
Cuando dejó de temblar, él se relajó, besándola y lamiéndola con
suavidad, incapaz de alejarse todavía. Su vara estaba muy dura,
desesperada por la fricción, pero continuó bombeando con la mano en su
canal, incluso más resbaladizo después del clímax.
—Sería capaz de hacer esto toda la noche —murmuró. Cuando ella se
volvió sensible, él dio una última lamida y se puso de pie.
La besó recónditamente, dejándola probar su propia excitación. Ella lo
recibió con entusiasmo, aun jadeante, y sus manos empezaron a quitarle
los cierres de los pantalones. Duke levantó la cabeza.
—Espera. No tenemos que ir más lejos ahora. Hay muchas noches por
delante para...
—No, ahora —replicó Rose, separando la tela.
Duke no entendía las prisas. Esto era una locura, a pesar de no negar
su furioso deseo de hundirse en su interior. El clímax había alimentado su
ardor, pero él no deseaba que esto terminara tan pronto.
—Rose...
Ella acarició la gruesa longitud de su miembro cubierto de tela, un
toque fugaz, casi tímido, y él se quedó sin aliento. Joder. Cualquier queja
que había estado a punto de pronunciar desapareció por completo. Su
cuerpo ardió. Quitándose la chaqueta, la tiró al suelo. A continuación, se
aflojó la corbata de lazo y el cuello de la camisa, la varilla de oro que lo
adornaba cayó al suelo.
Curvó la boca. Ella se veía visiblemente complacida con su reacción.
—¿Me detengo?
—Por Dios, no lo hagas. Sigue rápido.
Resultó ser una alumna aplicada. El áspero arrastre de su mano en su
erección hizo que jadeara. Puso una mano en el armario de arriba para
estabilizarse, luchando por controlarse mientras intentaba no convertirse en
un animal, arrancarle la ropa y empujar dentro de ella.
—Rose —gruñó con los dientes apretados mientras le acariciaba—.
Estoy muy cerca.
Rose le separó la ropa interior, envolviendo su eje con los dedos. Dios,
sí. Duke movió la mano entre sus piernas una vez más, necesitando
escuchar sus gemidos, necesitándola allí con él.
Entonces ella llevó la cabeza de su erección donde sus dedos la
acariciaban.
—Por favor, Duke.
Él se congeló.
—¿Estás segura? —Estaban en una despensa, por el amor de Dios,
donde cualquier sirviente podría descubrirlos. Puede que a su esposo no le
importara, pero la sociedad toleraba estos asuntos solo si eran discretos.

~ 261 ~
—Sí —asintió, con el pelo suelto, perdidas todas las horquillas—. Esta
noche. Tiene que ser esta noche.
Apenas escuchó nada después de la palabra sí, pensar en deslizarse en
su vaina era suficiente como para volverlo loco. Alineándose en su entrada,
presionó la corona en el interior. Sus párpados se cerraron de golpe, la
sensación lo aplastó. Cristo, estaba tensa. Caliente. Exquisita.
Era el paraíso.
—Por favor, más. —Rose le rodeó el cuello con los brazos y lo acercó a
su boca. Él la besó, sus labios consumiéndose con desesperación.
Agarrándole las caderas, empujó hasta quedar completamente dentro.
El agarre era placentero, pura felicidad rodeándole, sintiendo deshacerse
los hilos de su control. Un largo empujón los hizo gemir, las uñas de Rose se
clavaron en sus hombros y él comenzó a moverse en serio, bebiendo sus
suspiros y jadeos. Duke se aferró a sus caderas, posicionándose como ella
quería, y dejó que el instinto se hiciera cargo. En pocos minutos una carga
eléctrica se acumuló en la base de su columna, en sus bolas, una inminente
liberación que no podía detener.
Acarició con un dedo su protuberancia hinchada, presionando y
girando, hasta que sus piernas se tensaron.
—Date prisa, Rose. —Duke apretó los dientes—. Te sientes demasiado
perfecta. No voy a durar mucho.
Ella echó la cabeza hacia atrás, con la boca abierta en un grito
silencioso mientras su cuerpo se contraía a su alrededor. Entonces Duke se
dejó llevar, embistiendo con fuerza sus caderas. La liberación candente
surgió y sus músculos temblaron con poder. Salió bruscamente de su canal
justo cuando la semilla brotaba de su eje, acariciándolo para prolongar el
placer. Sintió que sus rodillas se doblaban y chocaban contra el armario de
madera.
Jesús, ¿estaba a punto de desmayarse?
Cuando su cerebro dejó de girar, intentó recuperar el aliento.
—Dios mío, no puedo enfocarme. Me has cegado, mujer.
Una pequeña mano le acarició la mandíbula.
—Creo que te recuperarás rápidamente.
¿Se oía una nota esperanzada en su voz? Le encantaría continuar con
esto toda la noche. La besó lenta y dulcemente.
—Ven a mi casa. Haremos esto correctamente.
—¿Esta noche?
—Sí esta noche.
Después de un latido insoportable, Rose asintió.
—Está bien, iré
Sonriendo con anticipación, Duke retrocedió para limpiarse. Cuando
estuvieron vestidos, él se puso la chaqueta y agarró su mano.
—No te arrepentirás de esto, Rose.
El entusiasmo de ella se atenuó por un breve segundo antes de
enmascararlo. Duke se preguntó por esa expresión mientras alcanzaba el
tirador. Cuando tiró, la puerta no se movió. Lo intentó de nuevo tirando con
más fuerza, con el mismo resultado.
—¿Esta puerta se atasca?

~ 262 ~
—Déjame ver. —Rose le rodeó y usó las dos manos para tirar. La
sacudió y tiró tensando los brazos—. Oh, no. ¡Vamos, abre! Estúpida puerta.
—Dio una patada al pesado roble con el pie—. ¿Cómo puede estar pasando
esto?
—Espera, ¿estás diciendo...?
Rose tenía los ojos muy abiertos por el pánico.
—Estoy diciendo que estamos encerrados.

Capítulo Ocho

Rose vio como la noticia alcanzaba su cerebro.


—Uh. —Fue todo lo que dijo Duke, pasándose una mano por la barbilla.
Rose había esperado una reacción más desmesurada. Quizás no se
daba cuenta de la gravedad de la situación.
¿Y por qué lo haría? Él creía que el personal de la casa los rescataría en
algún momento.
Un miedo glacial se instaló en su pecho, reemplazando cualquier
sentimiento cálido y tierno dejado por su encuentro anterior. No sabía
cuánto tiempo se quedarían atrapados aquí.
Mañana. Henry vendría por la mañana. Al menos no morirían en esta
despensa.
—No creo que haya motivos para alarmarse —explicó Duke con calma
—. Alguien vendrá a buscarte o pasará por la cocina en algún momento.
Simplemente tenemos que hacer ruido cada vez que sospechemos que hay
alguien cerca.
Lo hacía sonar muy fácil. Sin duda él también lo creía. Todo era fácil

~ 263 ~
para Duke Havermeyer, incluso ella. Unos besos y caricias y ella se había
lanzado descaradamente hacia los botones de su pantalón.
«Para. Estás poniéndote histérica». Se llevó una mano al estómago y
trató de respirar profundamente varias veces. Esta noche nada estaba
resultando como había esperado. Además, él tampoco era como ella
esperaba.
Le había dado placer con la boca. Le... hizo el amor. Ya no era virgen.
Y quería volver a hacerlo en su casa.
Por una parte estaba encantada con la idea. Por otra quería huir y
olvidar todo lo sucedido. Aunque claro, primero tenía que escapar de este
lugar.
—¿Rose? ¿Estás bien?
—Sí —mintió, cerrando los ojos y luchando por recobrar la compostura
—. Muy bien. Solo me gustaría que esa puerta se abriera.
La expresión de Duke indicaba que no la creía.
—¿Y si intento abrirla a patadas?
—Sí, por favor. —Duke era enorme, medía más de metro ochenta. Una
puerta tan endeble no soportaría la fuerza bruta de este hombre.
Se quitó la chaqueta una vez más entregándosela a ella, y dio una
patada cerca del tirador gruñendo por el esfuerzo. La madera se agitó, pero
se mantuvo firme. Maldita sea.
Intercambiaron una breve mirada y luego lo intentó de nuevo, solo para
obtener el mismo resultado. La puerta no se movía.
Oh, Dios. ¿Qué pensarían Henry y los demás cuando los encontraran
por la mañana? ¿Cómo le explicaría a Duke que el señor Henry Walker
llevaba la librea de los Lowe? Se agachó, sus pulmones no conseguían el
aire suficiente.
—No pasa nada. —Duke estrechó su mano y la ayudó a sentarse en el
suelo, agachándose después—. Esperaremos. No será tan malo, lo prometo.
Rose se arregló la falda y trató de no pensar en el tamaño minúsculo
del lugar.
—¿Te sientes incómoda en lugares pequeños?
No servía de nada esquivar la pregunta. Él lo descubriría en algún
momento.
—Sí. —Había estado encerrada en un armario cuando era pequeña, una
broma de otro niño, y recordaba ese miedo muy claramente. Ahora incluso
dejaba la puerta de su habitación abierta por las noches cuando dormía.
—Ah. Eso lo explica. ¿Los ascensores también te asustan?
—No, se mueven, así que no es lo mismo. Además, nunca me he
quedado atrapada en uno.
—Está bien. ¿Qué puedo hacer para ayudar?
—Aparte de sacarnos de aquí o generar más aire, nada.
—Rose, esta habitación no está cerrada herméticamente. Hay huecos
alrededor de la puerta. Y veo un agujero allí, probablemente de un ratón...
Rose siseó.
—Por favor, abstente de hablar de bichos que acechan cerca hasta que
nos rescaten.
Él se rió, sus hombros rozaron los suyos.

~ 264 ~
—No creía que la capaz señora Walker sería un conejito tan asustado.
Ella le dio un codazo... fuerte.
—Burlarse de mí no es la mejor manera de mantenerme calmada.
Duke levantó las manos, esas manos que la habían tocado íntimamente
hace unos momentos. El recuerdo hizo que su piel se calentara. Como si él
percibiera la dirección de sus pensamientos, dijo:
—¿Y qué vamos a hacer para pasar el tiempo?
—Eso no —espetó. Necesitaban actividades calmantes, no explosivas.
Le hizo la primera pregunta que se le ocurrió—. Cuéntame cómo te hiciste
esa cicatriz en la ceja.
—¿Esta? —Pasó un dedo por la marca dentada y suspiró—. No es una
historia emocionante. Solía escaparme de mis tutores cuando era niño.
Odiaba estar dentro y forzado a sentarme mientras estudiaba. Un día salí a
nadar y me vi atrapado en medio de una fuerte marea. Me golpeé la cabeza
contra una roca y casi me ahogo. Estuvo sangrando durante mucho tiempo.
—Qué horrible. ¿Por qué no te la cosieron?
Una risa sin alegría escapó de su boca.
—Mi padre me encerró en mi habitación durante cuatro días. Se negó a
que el médico me atendiera.
¿Encerrado en su habitación?
—Dios mío. ¿Cuántos años tenías?
—Trece. —Encogió un hombro—. Después me enviaron a un internado.
Mi padre no me volvió a hablar durante más de un año.
El estómago de Rose se apretó con indignación por ese tratamiento.
¿Qué clase de monstruos habían criado a este hombre?
—¿Y tu madre?
—Murió mientras yo estaba en la escuela ese primer trimestre. Él no
me permitió volver a casa para su funeral —hizo una mueca—. No se lo he
contado a nadie antes. Siento que...
—Que hombre tan horrible fue tu padre. Nunca miraré su retrato
colgado en las oficinas de La Gaceta de la misma manera, eso seguro.
Deberías quitarlo y quemarlo.
Duke se mostró sorprendido por su vehemencia, momentáneamente en
silencio mientras fruncía el ceño.
—Estaría mal por mi parte quejarme. Tenía más ventajas que la
mayoría.
«Pero no tenías amor, ni apoyo». No le extrañaba que todo lo que hacía
Duke fuera trabajar. Lo habían criado y condicionado para hacerlo.
—No todas las ventajas son materiales.
—Eso suena como a sabiduría de mi columnista de consejos favorita.
—Porque lo es. Y, por cierto, si me hubieras escrito en ese momento te
habría dicho que te escaparas y te unieras al circo.
Él se rió, un sonido profundo que llenó el pequeño espacio.
—¿Y hacer qué? ¿Ser un artista del escapismo de trece años?
—Carreras más grandes han comenzado con menos. —Se quedaron en
un amistoso silencio hasta que ella preguntó—: ¿Por eso nunca celebras la
Navidad?
—Supongo que sí. —Cruzó las largas piernas en los tobillos—. No tengo

~ 265 ~
recuerdos de navidades junto al fuego, asar castañas y ensartar maíz para
el árbol. Mi padre siempre trabajaba. Luego, cuando mi murió madre, me
quedé en la escuela durante las vacaciones con otros niños que no
deseaban ir a casa. Jugábamos a las cartas y tratamos de escabullirnos en
los salones de baile locales.
—¿No tenías regalos? ¿Ni villancicos? ¿Ni sidra caliente? —Todas esas
cosas formaban la Navidad según ella, junto con los buenos amigos. No
había estado sola mientras crecía.
—No, no, y no. Supongo que tus navidades fueron muy diferentes a las
mías.
—Muy diferentes. Cenábamos con amigos, cantábamos canciones,
jugábamos a las charadas... Mi madre y yo disfrutamos cada minuto de
nuestro tiempo juntas. Incluso ahora, prepara mis platos favoritos y toca el
piano mientras todos cantamos villancicos.
—¿Todos?
—Nuestros amigos se parecen más a una gran familia. —El personal de
las dos casas donde su madre había trabajado durante los últimos quince
años permanecía muy cerca—. No tenemos momentos aburridos.
—Supongo que tu padre no está vivo.
—No. No tengo ningún recuerdo de él. —Su madre nunca hablaba de su
padre. Rose había planteado el tema a lo largo de los años, pero su madre
siempre tenía la misma respuesta: Concéntrate en lo que tienes, no en lo
que te falta.
—Así que ¿crees en el muérdago?
—¿Que la mala suerte caerá sobre cualquiera que rechace un beso
debajo de él?
Un lado de su boca se curvó de una manera adorablemente juguetona,
consiguiendo que su estómago se agitara. Duke metió la mano en el bolsillo
y sacó un ramillete de muérdago.
—¿Dónde has encontrado eso?
—Le quité un pedazo al arreglo de tu chimenea. No estaba seguro de si
podría necesitarlo.
—Resulta que lo hiciste muy bien por tu cuenta.
Duke levantó la planta por encima de su cabeza.
—Aún así, un hombre nunca tiene demasiadas armas a su disposición,
especialmente cuando una mujer lo convierte en un animal desesperado y
esclavizado.
Rose se derritió y deslizó la mano por su áspera mandíbula.
—Entonces será mejor que lo hagas. No quiero tener mala suerte.
Duke se inclinó y ella contuvo el aliento, anticipando la suave presión
de sus labios y el fuego que encendió con un solo toque. Su cuerpo apenas
se había recuperado, pero ya sentía el dulce pulso del deseo tirando de sus
entrañas. Con sus labios casi tocándose, él susurró:
—Nunca he conocido a nadie como tú, Rose Walker. Me has embrujado.
Dios, este hombre era peligroso para su corazón. Con la esperanza de
evitar más declaraciones, hizo un gesto hacia el muérdago.
—Mi suerte, Havermeyer. Tienes que salvarme antes de que sea
demasiado tarde.

~ 266 ~
De repente un ruido se escuchó en la cocina, rompiendo el hechizo.
Alguien estaba fuera. Rose contuvo el aliento, mirando igual de sorprendida
que Duke. Él se levantó sorprendentemente rápido para un hombre de su
tamaño y golpeó la puerta.
—¡Eh! Sacadnos de aquí.
Rose se unió a él.
—¡Hola! ¡Ayuda!
Después de un segundo, la puerta se abrió y apareció un anciano bien
vestido con una expresión furiosa. Cuando el extraño vio a Duke, retrocedió
y su ira se convirtió en confusión.
—¿Duke Havermeyer? ¿Quién es esta mujer y qué están haciendo los
dos en mi casa?

***

—¿Su casa? —Duke frunció el ceño al hombre vagamente familiar—.


Esta es su casa. —Señaló a Rose, que se había quedado extrañamente
inmóvil a su lado.
El hombre se burló de Rose desde debajo de su gran bigote.
—No tengo ni idea de quién es ella, pero le aseguro que esta es mi
casa.
Rose dio un paso adelante y comenzó a llevar al hombre a la cocina.
—Señor, esto es un simple malentendido. Por favor, venga conmigo...
—Esto no es un malentendido, señora. —El extraño se detuvo en seco,
casi gritando—. Alguien ha irrumpido en mi casa y... organizó una fiesta.
Llamaré a las autoridades inmediatamente si no me dice lo que está
pasando.
Duke se puso entre el hombre furioso y Rose.
—No le levante la voz. Está claro que está confundido, pero no toleraré
ninguna falta de respeto ni un segundo más.
—Señor Havermeyer. —El extraño dejó escapar un largo suspiro—. Soy
Rutherford Miller. Nos conocimos el verano pasado en el Club de Yates. Mi
hermana está casada con Jay Cranford, quien es primo de Walter Cranford.
Walter Cranford estaba en la junta directiva de HPC.
—Sí, conozco a Cranford. De hecho, estuvo aquí antes. ¿Qué tiene todo
esto que ver con la señora Walker? —Miró por encima del hombro. Rose se
había puesto pálida, retorciéndose las manos mientras observaba la
conversación. Duke levantó una ceja hacia ella con la esperanza de que lo
aclarara todo.
Miller respondió:
—No lo sé, solo sé que esta casa todavía es legalmente mía. La he
tenido en el mercado durante unos meses intentando encontrar un
comprador. Ha estado vacía durante semanas. Entonces recibí un
telegrama de Cranford esta noche diciéndome que había conocido a los
nuevos propietarios y que me felicitaba por una venta que nunca había
ocurrido.
—¿Vacía? —Duke tuvo que admitir que Miller sonaba completamente
creíble, lo que significaba que nada tenía sentido—. Estoy desconcertado. Si

~ 267 ~
esta es su casa, entonces... Rose, ¿has... alquilado la casa de este hombre
para la fiesta?
—No exactamente.
—¿La has utilizado sin permiso? —Incluso decirlo en voz alta era una
locura. Seguramente estaba equivocado.
Rose tembló mientras se erguía.
—La casa estaba vacía y solo la necesitábamos por una noche. No creí
que alguien se diera cuenta. Le pagamos al agente, si eso sirve de ayuda.
Duke abrió la boca cuando su cabeza procesó las palabras. Esta no... no
era su casa. ¿Y el personal? ¿La decoración ¿Cómo demonios lo había
conseguido?
Los detalles apenas importaban. La parte relevante era que había
mentido.
Toda la noche había sido una mentira.
El peso del reconocimiento le aplastó, el corazón latía con fuerza en sus
oídos. Estaba aturdido, completamente atónito. Esta no era su casa. ¿Esos
eran sus sirvientes? ¿Dónde vivían ella y el señor Walker? No era raro que
se hubiera ofrecido a guardar las copas; tenían que desalojar la casa lo más
rápido posible, como ladrones en la noche.
Se frotó los ojos. ¿Y si la junta descubría que la noche había sido una
mentira? La posibilidad convirtió su sangre en hielo. ¿Asumirían que Duke
era el cómplice, que había participado activamente en el engaño?
Cristo, lo asarían en un asador y se lo comerían vivo.
Los periódicos. La compañía. Debía protegerlos. Nada más importaba.
Escuchó a Miller enfrentarse a Rose.
—Ciertamente no sirve de ayuda y despediré a ese agente
inmediatamente. No sé quién cree que es entrando en las casas y
usándolas sin permiso, pero informaré a las autoridades y...
—Un momento —interrumpió Duke, con tono agudo. No sentía nada, ni
rabia ni miedo, simplemente una resolución amarga de que esto
desapareciera—. No hará nada de eso, Miller. Lo arreglaremos de forma
rápida y silenciosa. Le compensaré bien por los inconvenientes. Mi abogado
vendrá mañana. Mientras tanto, no diga nada sobre esto a nadie. ¿Lo
entiende?
Miller se agitó, su rostro se volvió más rojo.
—Quiero respuestas, Havermeyer. ¿Quién es esta mujer? ¿Es una
amiga suya? ¿Aprueba usted este delito?
Duke se enderezó, usando su altura para intimidar al hombre.
—No tengo que darle explicaciones, así que no insista. Le pedimos
disculpas por entrometernos. Un grupo de sirvientas llegará mañana para
limpiar su antigua casa. Junto con lo que planeo pagarle, dejémoslo así,
¿vale?
Miller parecía que iba a discutir, pero asintió bruscamente.
—Bien. Espero tener noticias suyas mañana. —Con una última mirada
en dirección a Rose, se marchó de la cocina y desapareció por las escaleras.
El silencio descendió con toda la sutileza de un martillo.
—Duke...
—¿Algo fue real? —Mantuvo su mirada fija en la pared del fondo—. ¿O

~ 268 ~
todo ha sido mentira?
La escuchó tragar.
—No estoy casada y vivo en una pensión en East Fifty-Ninth Street. El
hombre que se hizo pasar por mi marido es un amigo.
Duke casi se derrumbó por la magnitud de la revelación. Dios, era peor
de lo que pensaba. Absolutamente nada de lo que le había dicho era cierto.
Todo, la cena de esta noche, su persona y su matrimonio, había sido falso.
Le había mentido a él y a los lectores durante casi dos años.
Resultaba que la señora Walker no era una ermitaña. Era un fraude, un
producto de la imaginación. Una joven decidida a hacer dinero rápido
inventando mentiras para continuar su carrera.
Jesús, no estaba casada... y era una empleada... y él la había follado en
un mostrador. Una extraña mezcla de ira, resentimiento y vergüenza le
recorrió. Deseaba lanzar algo, romper todas las copas de esa maldita
despensa.
Mierda, la despensa. Cerró los ojos. Aunque temía la respuesta tenía
que preguntar.
—Antes... en la despensa, ¿eras virgen?
Su piel se volvió de un rojo apagado y él obtuvo su respuesta. Respiró
hondo y contó hasta diez lentamente. Por el amor de Dios... ¿Cómo no se
había dado cuenta antes?
—No tiene importancia —le tembló la voz—. Mi virginidad era mía y
elegí hacer lo que quise con ella.
—A mi me importa —replicó con cuidado—. Habría sido... —Estuvo a
punto de decir “más tierno”, aunque si hubiera sabido lo de su
inexperiencia no habrían terminado juntos en la despensa. Se guardó eso
para analizarlo más tarde.
—No me arrepiento —objetó ella, desafiándolo a decir lo contrario.
Por ahora lo dejó pasar. Tenía que descubrir la profundidad de su
traición a la compañía.
—¿Escribes tú la columna?
—¡Sí! Cada palabra. Tengo amigos que me ayudan con la investigación
si hay una pregunta que no sé responder.
Parecía creíble, pero ya no sabía qué creer. Su mundo entero acababa
de volverse del revés. La puerta abierta de la despensa captó su mirada y
su estomago se congeló. El hielo de su interior se duplicó, triplicó,
extendiéndose por sus venas y volviéndose impenetrable. Sofocaría
cualquier emoción molesta, tal como lo había hecho cuando era niño y su
padre era cruel o distante. O cuando su madre murió. No necesitaba a nadie
más. Havermeyer Publishing era todo lo que necesitaba.
—Vamos. —Hizo un gesto hacia las escaleras.
—Duke, por favor. Tenemos que hablar de esto. Apenas has dicho nada.
«Lo has arruinado todo», quiso decir él. «Has puesto en peligro mi
empresa. Has destruido lo que podría haber sido entre nosotros».
Dirigiéndose a la despensa, giró el interruptor, contento de oscurecer
ese recuerdo. Luego hizo lo mismo con la luz de la cocina.
—Ven.
Solo el suave resplandor amarillo del piso superior iluminaba su camino

~ 269 ~
mientras subían las escaleras. No la tocó mientras caminaban. Ni le gritó, ni
siquiera le frunció el ceño. Había extinguido con éxito cualquier
sentimiento, entumeciéndolo. Fue un alivio. El mundo era mucho más claro,
más simple cuando las emociones no estaban involucradas.
Él tenía parte de culpa por creerla. ¿Cuándo fue la última vez que había
confiado en alguien? Un error que no repetiría.
«Estabas demasiado ocupado intentando meterte bajo sus faldas.
Dejaste que tu miembro pensara por ti».
—Duke, lo siento. Nunca quise lastimarte o arruinarte esta noche. —
Rose se apresuró a seguirle el paso, sus faldas crujían en el silencioso
corredor—. Solo intentaba hacer lo que me pediste; organizar una cena de
Navidad para la junta.
Y el resultado le daba otra razón para odiar la Navidad. Excelente.
—Me ocuparé de que tus amigos sean bien compensados por su ayuda.
—Fue todo lo que pudo decir.
—Ya les he pagado, y no quiero hablar sobre una compensación. Quiero
pedirte perdón.
En la entrada principal, Duke buscó los abrigos en el pequeño armario.
La ayudó a ponérselo, y luego se puso el suyo. Había cosas que le habría
dicho, y que probablemente debería de haberle dicho, pero nunca miraba
atrás una vez que tomaba una decisión. No tenía sentido, y Rose había
forzado su suerte al mentirle.
Abrió la puerta.
—¿Hay una llave o...?
Rose se mordió el labio, frunciendo el ceño, y sacó una llave del bolsillo
de su falda. Duke la tomó y cerró la puerta.
Le devolvió la llave.
—¿Vamos?
Ella asintió y él le ofreció el brazo para guiarla por los escalones. Su
brougham esperaba al final del camino.
—¿Dónde vives?
Rose se lo dijo y Duke repitió la dirección a su conductor. Después la
ayudó a entrar en el carruaje, pero no la siguió.
Ella se sentó en el asiento, con los ojos brillando por las lágrimas no
derramadas.
—¿No quieres gritarme? ¿No hay nada que quieras decir? ¿Nada en
absoluto?
Duke tenía que mantener el control, tragarse toda la furia y sus
caóticos sentimientos. Arriesgaba demasiado si descorchaba el caos que se
arremolinaba en su interior.
—Solo tengo una cosa que decir. —Con un movimiento cerró de golpe
la puerta del carruaje—. Estás despedida.

Capítulo Nueve

Estás despedida.

~ 270 ~
Despedida. Realmente la había despedido.
Peor aún, Duke no le hablaba ni contestaba sus cartas. Ayer se negó a
verla cuando le hizo una visita a su casa. Era como si ella hubiera dejado de
existir para él.
Si solo lo contrario fuera cierto.
Desafortunadamente no podía dejar de pensar en él, en esa noche.
Antes de la llegada del señor Miller, Duke había sido encantador. Seductor y
divertido. Sin mencionar la forma en que la hizo sentir en la despensa...
Dios mío, comenzó a sudar simplemente recordando sus besos, y las
caricias de sus grandes manos sobre su piel liberando todos sus deseos
secretos y exponiéndola con el toque más simple.
Pero cuando se enteró de sus mentiras todo lo que había crecido entre
ellos se marchitó. Él se había cerrado, la había excluido. Nunca había visto a
alguien pasar de ardiente a frío en cuestión de segundos. Sí, le había
mentido. Había puesto en riesgo su negocio, por no mencionar el trabajo de
todos los que dependían de Havermeyer Publishing para su sustento.
Aunque Rose creía que sus acciones estaban justificadas, él tenía todo el
derecho a estar enfadado.
Sin embargo, después de todo lo que había sucedido, ¿no podía
concederle cinco minutos para explicárselo?
Por eso ahora se encontraba en las oficinas el día de Navidad. Por Dios,
él la vería y escucharía aunque tuviera que atarlo a una silla para lograrlo.
Eso era precisamente lo que le habría aconsejado a uno de sus lectores que
hiciera... y si no era capaz de seguir su propio consejo, no tenía derecho a
escribir una columna de consejos semanal.
A pesar de ser un día festivo, la sala de prensa principal estaba llena de
actividad. Las noticias nunca se iban de vacaciones... ni el hombre
obsesionado con su imperio. Sin lugar a dudas Duke estaría aquí. Que
trabajara en Navidad para relevar a otros empleados, en lugar de cerrar la
oficina, era un indicador de sus prioridades.
En el exterior de la gran pared de ventanas una tormenta inminente se
cernía en el cielo de la tarde, las escabrosas y melancólicas nubes
coincidían con su estado de ánimo. En el interior, los hombres verificaban
los ejemplares, tecleaban rápidamente y se daban prisa para armar la
edición de mañana. La puerta de la oficina del señor Pike estaba
entreabierta, algo extraño considerando que ya no trabajaba aquí. ¿Ya
habría llegado su reemplazo? ¿O alguien había decidido utilizar la oficina,
alguien cuya oficina estaba lejos de la sala de redacción?
Miró dentro y vio a Duke en el escritorio, con la cabeza oscura
inclinada sobre una prueba de La Gaceta.
—Reggie, este titular del asesinato del East Side... —Él levantó la vista
y Rose reparó en su expresión sorprendida antes de enmascararla detrás de
un muro de reserva fría. Bajando la mirada, reanudó su trabajo—. Pida una
cita con mi secretaria si necesita algo, señorita Walker. Estoy bastante
ocupado.
—Va a verme ahora, señor Havermeyer. —Cerró la puerta y giró el
pestillo. El rasguño de la pluma vaciló un breve segundo, luego continuó.
Sin desanimarse, Rose cruzó la habitación y se quedó frente al

~ 271 ~
escritorio. Sin miedo. Sin dudar.
—Bueno, sea rápida. Tengo una edición que terminar.
El corazón de Rose se apretó en agonía ante su gélido tono. ¿Esto era
un error? El tierno y apasionado hombre de la otra noche parecía un
recuerdo lejano.
—Tiene tres minutos, señorita Walker, antes de que la eche de aquí. Si
yo fuera usted, los aprovecharía.
Ella respiró hondo.
—No me permitiste la oportunidad de disculparme adecuadamente. O
de explicarte por qué mentí.
Duke hizo un sonido desdeñoso.
—Una mentira justificada sigue siendo una mentira, y aborrezco a los
mentirosos.
Su nuca hormigueaba, esas palabras desdeñosas la irritaban. Sí, le
había engañado. Sí, merecía su ira. Pero, ¿no merecía también un poco de
compasión? ¿Una oportunidad para contar su versión? Su severo juicio le
dolió y sintió que su genio se encendía.
Enderezándose, dijo bruscamente:
—Qué agradable para ti es disfrutar del lujo de poder juzgarme así. Qué
fácil es para ti ser tan moralista, un hombre que nunca ha tenido que luchar
o arrodillarse, ni que demostrar que es capaz de superar a los demás. No
todos hemos sido tan afortunados. Ni siquiera te importa saber las razones
que hubo detrás del engaño.
Él se puso de pie y apoyó las manos en el escritorio.
—Sé que has engañado a miles de personas durante meses. ¿Su
confianza no significa nada para ti?
—¿Su confianza... o la tuya?
El golpe dio en el blanco, la verdad era evidente en su rostro, sin
embargo, se burló de la pregunta:
—¿Crees que se trata de mis sentimientos heridos?
—¿Estás diciendo que no lo es?
—Rose, hay más de diez mil empleados que dependen de HPC para su
sustento. Si nadie compra los periódicos, entonces esas personas se
quedarán sin trabajo. La gente no compra periódicos a menos que confíe en
ellos. Por eso mi trabajo es presentar la verdad. Siempre.
—Sabes bien que los nombres anónimos abundan en el periodismo. El
verdadero nombre de Nellie Bly es Elizabeth Cochran, por el amor de Dios.
Pike y yo inventamos a la señora Walker sabiendo que a los lectores les
sería más fácil aceptar los consejos de una mujer mayor casada. Sin
embargo, los consejos fueron enteramente reales. Sigo siendo una mujer
detrás de las palabras.
—Sí, tú y tus compañeros de investigación. No los olvidemos.
Rose se puso las manos en las caderas, esforzándose para mantenerse
tranquila.
—Seguramente no lo sabes, pero solicité un puesto en La Gaceta.
Quería ser como esos hombres de allí —hizo un gesto hacia la sala exterior
—, pero el señor Pike me dijo que las reporteras serían una distracción para
el personal masculino. Accedió a dejarme escribir una columna de consejos

~ 272 ~
desde mi casa. No era lo ideal, dar recetas y resolver disputas conyugales,
pero no tuve otra opción. Necesitaba un trabajo, uno que sustentara a mi
madre y a mí. Uno que no me destrozara como el de ella la ha destrozado.
Un destello de emoción centelleó en sus ojos oscuros.
—¿Qué trabajo es ese?
—Mi madre es una sirvienta. En su juventud era la criada que limpiaba,
un trabajo que ahora es demasiado riguroso para ella. Actualmente trabaja
en la cocina de la residencia de los Lowe con Henry, Bridget y los demás.
—Ah. Tus comentarios en la cena tienen más sentido.
Rose recordó la actitud insensible del señor Cameron con respecto a los
sirvientes y su reacción.
—Estabas preocupado por perder tu negocio, pero yo estaba
preocupada por perder el techo sobre mi cabeza. Y la salud de mi madre.
Nuestro futuro. A veces es necesario decir alguna pequeña mentira.
—Piensas que solo insisto en la verdad porque soy rico.
—No, hay muchos mentirosos ricos en el mundo. Pero sí creo que tu
rígido sentido del bien y el mal está condicionado por tu estatus. Tienes que
decidir las reglas... y todos los demás deben jugar de acuerdo a ellas.
—Mi periódico, mis reglas. No me parece irrazonable.
Ella apretó los dientes. Esto no la llevaba a ninguna parte. ¿Cómo iba a
hacérselo entender?
—Duke...
—Estás perdiendo el tiempo, Rose. —Volvió a sentarse en la gran silla
de cuero—. El periódico apenas ha sobrevivido a un escándalo. ¿Te imaginas
el alboroto que se produciría si surgiera otro?
—Estás equivocado. Estás menospreciando a los lectores de esas
noticias. Leo sus cartas y los conozco. No les gusta la señora Walker por su
anillo de bodas o su casa de lujo. Les gusta por la sabiduría y compasión
que muestra, el ingenio y la emoción. Eso también está aquí. —Se señaló a
sí misma.
Duke ya estaba sacudiendo la cabeza.
—He tomado mi decisión, Rose.
Odiaba esa respuesta, pero era lo que había esperado y la razón por la
que había escrito una nueva columna para el periódico de mañana.
—¿Y qué hay de nosotros? —se obligó a preguntar—. ¿También has
tomado esa decisión?
Duke soltó un largo suspiro y observó su rostro.
—No tengo la costumbre de arruinar a inocentes. Estoy dispuesto a
hacer lo correcto, y no dudo que es por eso por lo que estás realmente aquí.
¿Pensaba él...? ¿Estaba insinuando que...? Curvó las manos.
—Estoy aquí para defender mi trabajo, no para arrastrarte a patadas y
gritando a un matrimonio.
No parecía creerle.
—Deberías felicitarte a ti misma. Muchas han tratado de llevarme al
altar, pero tú eres la única que has tenido éxito. Ponte en contacto con mi
secretaria después de las navidades y ella te dirá todo lo que necesites
saber. —Y recuperando la pluma, volvió a la prueba del periódico.
—¿Todo lo que necesito saber?

~ 273 ~
—Sí, como el lugar y la fecha. —Agitó la mano, aún sin mirarla a los
ojos—. A donde enviar las facturas, etcétera.
La nieve comenzó a caer fuera, el cielo se rindió en su intento de
retener la humedad. Rose se sintió igual, incapaz de tragar el nudo en su
garganta mientras su corazón se partía en dos. Se había equivocado con él.
Y mucho.
No podía hablar, tenía la boca tan seca como el polvo, las lágrimas
amenazaban con caer. A pesar de lo mucho que le encantaría contestarle
algo desdeñoso, algo que alcanzara el corazón detrás de su cáscara fría, no
fue capaz. Una cosa que sabía con certeza era que prefería trabajar como
lavandera el resto de su vida que casarse con este hombre.
—No, gracias —balbuceó y se dirigió hacia la puerta.
Al salir de la oficina de Pike se esforzó por recobrar la compostura. Sólo
unos minutos más. Tenía una última parada que hacer antes de resolver
que iba a hacer el resto de su vida.
Le costó varios intentos, pero finalmente localizó la sala de impresión
correcta.
—Buenos días. Soy la señora Walker —le dijo al hombre. Sacando un
papel doblado de su bolsillo lo puso en el escritorio—. Tengo una nueva
copia de mi columna. Asegúrese que se reemplace en el periódico de
mañana.
—Pero ya hemos presentado la edición. El señor Havermeyer se
disgustará mucho si...
¿Qué era una mentira más cuando no tenía absolutamente nada que
perder?
—Havermeyer acaba de aprobar los cambios. No creo que usted sea lo
suficientemente tonto como para contravenirle, ¿verdad? ¿En Navidad? —
Ella se echó a reír, aunque su risa sonó hueca a sus oídos.
—Supongo que no —respondió el hombre, tomando el papel que Rose
había escrito la noche anterior—. Haré que lo arreglen.
—Gracias. Le debo una copa de ponche de huevo.
—Me da indigestión. Prefiero un puro.
—Entonces lo tendrá. Cuídese y feliz Navidad.
—Me encanta su columna, señora Walker —le reveló mientras ella se
alejaba—. Mi esposa y yo nunca nos la perdemos.
Le dio las gracias, saliendo de La Gaceta con la cabeza en alto por
última vez.

***

Las oficinas estaban a oscuras esa noche mientras Duke se relajaba en


la oficina de Pike con un puro y una botella de whisky. Los demás
empleados ya se habían marchado, la prueba ya estaba revisada y enviada
a la rotativa. Solo que no tenía a dónde ir, nadie con quién estar. Le
esperaba una casa vacía, una idea más deprimente que la silenciosa
oficina. Al menos en la oficina adelantaría trabajo.
Tomó un trago de whisky con la esperanza de adormecer el dolor que
había sentido desde que Rose salió de esta oficina. Si bien su propuesta

~ 274 ~
había carecido de romance, ella no había dudado en rechazarla.
«¿Qué esperabas cuando la trataste tan mal?».
Algo difícil de reconocer cuando todavía estaba bastante enfadado. Y
sí, dolido. Lo había negado antes, pero ella tenía razón. Él había confiado en
Rose y ella había roto esa confianza. La traición le dolió más de lo que
jamás hubiera creído posible.
El whisky abrasó su camino hacia su estómago. Tal vez si se
emborrachara lo suficiente dormiría esta noche. Las dos últimas noches
había contemplado el techo sobre su cama, recordándola y examinándose a
sí mismo, algo que nunca había hecho.
La puerta de la oficina se abrió y el corazón de Duke latió con fuerza.
¿Había regresado?
La cara arrugada de Pike apareció, inmovilizándose cuando vio a Duke
en la silla.
—Havermeyer... no esperaba encontrarte aquí tan tarde.
Duke apartó la decepción e hizo una seña a su antiguo editor jefe para
que entrara.
—No tengo ninguna duda de que eso es cierto. ¿Has olvidado algo?
En lugar de responder, Pike quitó una de las pinturas de la pared.
—Mi esposa pintó esto cuando éramos más jóvenes. No puedo creer
que me la haya olvidado. —Se sentó en un asiento frente al escritorio—.
Veo que has encontrado mi whisky.
—Claro que sí. —Duke miró el vaso casi vacío y se terminó el resto de
un solo trago—. ¿No podías haber comprado una marca mejor? Esto sabe a
barniz.
—Yo no me lo bebía. Lo guardaba en mi escritorio para los editores... y
para ti, al parecer.
Duke sacó del cajón otro vaso. Lo llenó y se sirvió otro, tendiéndole el
nuevo a Pike.
—Si debo sufrir, entonces tú también lo harás.
Pike se echó a reír y aceptó el vaso.
—Me parece justo. Tengo que decirte que pareces una mierda,
Havermeyer.
Duke comenzó a fruncir el ceño, luego recordó que Pike ya no trabajaba
para él.
—Unos pocos días intensos, eso es todo. Nada que una buena noche de
sueño no consiga reparar.
—¿Seguro que es eso? —Levantó el vaso—. ¿Hay algo de lo que quieras
hablar?
No era una petición extraña. Duke había trabajado estrechamente con
Pike a lo largo de los años y admiraba al hombre. En verdad, Pike había sido
más un mentor que su propio padre. Despedir al hombre no había sido fácil,
casi tan difícil como no perseguir a Rose cuando se marchó de la oficina
antes.
Se aclaró la garganta, decidido a mantener esto solo como una charla
de negocios.
—¿Por qué mantuviste en secreto la identidad de la señora Walker?
—¿Así que ella te lo ha contado?

~ 275 ~
—Más bien alguien me lo dijo por ella, pero sí. Sé que es una chica
soltera que vive en una pensión. Lo que no puedo entender es por qué
pensaste que ocultármelo sería una buena idea.
Pike dejó escapar un largo suspiro.
—Un poco de lo que hacemos es alardear, incluso aunque no te guste
admitirlo. El mismo Pulitzer no descartaría hacer algún truco para ganar
más lectores. Mira que éxito ha tenido con esas caricaturas, y envió a Bly a
escribir sobre ese manicomio. No he comprometido la reputación del
periódico ni una sola vez. Simplemente adorné los consejos de Rose con un
poco de misterio para darle más interés al asunto.
—El misterio es su supuesta edad y estado civil.
—Es verdad. Esa chica tiene la cabeza bien nivelada sobre sus
hombros, pero nadie quiere escuchar los consejos de alguien tan joven.
Demonios, el Pittsburgh Dispatch tiene una columnista que realmente es un
hombre haciéndose pasar por una mujer mayor. Al menos yo me quedé con
el género correcto.
—Esa no es la cuestión —espetó Duke—. Si el público hubiese
descubierto la mentira, la reputación del periódico se habría visto
comprometida.
—¿”Hubiese”? ¿En tiempo pasado?
Duke hizo girar el whisky en el vaso, observando cómo la luz se
reflejaba en el líquido claro.
—La despedí. Después de la cena. Fue la anfitriona de la junta la otra
noche.
Pike se estremeció.
—Supongo que la cena salió mal.
—No. Fue un gran éxito. Los encandiló a todos organizando una fiesta
en una casa abandonada en Central Park. Y consiguió que un pobre tonto se
hiciese pasar por su marido. La junta se lo tragó todo. No he escuchado
nada de ellos con respecto al escándalo desde esa noche.
—¿Y aun así la despediste?
¿Por qué Pike no lo entendía?
—Me mintió, y de haberse descubierto el periódico se habría visto
afectado.
—Estás equivocado. Rose es un activo increíble para tu compañía. ¿Has
visto cuántas cartas recibe semanalmente? La sala de correo tuvo que
contratar a dos empleados más para manejar el volumen de
correspondencia.
No lo sabía, aunque tampoco le importaba.
—Quien la sustituya será igual de popular, créeme.
—Entonces dime por qué estás aquí tan tarde en Navidad, con un
aspecto como si se te hubiera muerto alguien.
Duke se pasó una mano por la barbilla.
—¿Alguna vez has querido algo intensamente, incluso aunque te
destruyera?
Pike se quedó en silencio unos segundos.
—¿Algo... o alguien?
—¿Importa?

~ 276 ~
—Por supuesto. Las cosas inanimadas carecen del poder de amarnos o
lastimarnos. Y también les falta el poder para cambiarnos.
—Está bien, alguien.
Pike se sentó más recto.
—Te conozco de toda la vida y nunca he visto a nadie tan dedicado o
motivado para tener éxito, ni siquiera tu padre. Pero, ¿te ha traído felicidad?
Tu padre fue un hombre miserable que también hizo que todos a su
alrededor se sintieran miserables. ¿Esa es la vida que quieres para ti?
¿Estar aquí en Navidad, en lugar de en tu casa con una esposa e hijos que
te quieran? Créeme, los periódicos sobrevivirán con o sin tus sacrificios
personales. No te martirices pensando que eso es lo que él hubiera querido.
¿Eso era lo que hacía, martirizarse para lograr que un hombre muerto
se enorgulleciera de él? Duke no estaba seguro, pero Pike decía la verdad
sobre su padre.
—No quiero su vida, pero la esposa y los hijos deberán esperar hasta
que asegure mi legado.
—Un hombre necesita equilibrio, Duke. Siempre habrá más para lograr
en el negocio editorial. Pero cuando eres viejo y débil los periódicos no te
sostienen la mano. Sabes, la semana pasada me divertí más con mis nietos
que con mis propios hijos. Me perdí todos esos años porque estuve aquí
cada minuto, y lamento no haber parado a oler las rosas de vez en cuando.
Duke reflexionó sobre eso, intentando recordar si su padre había
asistido alguna vez a un cumpleaños o un día festivo... ¿O un picnic? ¿Un
paseo en el parque? No tenía ningún recuerdo de pasar tiempo con su
padre fuera de estas oficinas.
—¿Conozco a esa mujer?
—Sí.
La expresión de Pike se ensombreció.
—Espera, estás diciendo... —Duke no lo negó y Pike añadió—: De eso
nada. Ella no es para ti.
La reacción sobresaltó a Duke, notando una réplica instantánea en los
labios.
—¿Por qué no? Acabas de terminar de cantar sus alabanzas. Has dicho
que ella es importante para la compañía.
—Un activo para la empresa, sí. Una candidata para que tú... hagas lo
que sea, decididamente no. Ella es amable y decente. Una señorita
apropiada, no una prostituta. No merece ser...
—Tranquilízate, Pike. No estoy hablando de eso.
—¿Entonces de qué? ¿Quieres que sea tu esposa? —Cuando Duke no
respondió, Pike soltó un resoplido—. ¡Eso es peor! No te veré cargar a esa
mujer con toda una vida de soledad y angustia. Es demasiado buena para
alguien como tú.
¿Era el whisky o las orejas de Duke engañándolo?
—¿Demasiada buena para mí? ¡Esa mujer ha timado a los lectores de
mis periódicos a nivel nacional durante casi dos años! Es una mentirosa y
una charlatana.
—Es una mujer que deseaba desesperadamente un trabajo en un
periódico. Nada más. Vino a una entrevista para un trabajo de reportero y la

~ 277 ~
convencí para que se ocupara de la columna de consejos porque vi que
tenía un exceso de sentido común. Me gusta ella, maldita sea. Y es posible
que no lo sepas, pero su madre ha trabajado como sirvienta durante años.
Ahora tiene una mala salud y Rose está ahorrando para que se jubile
pronto. ¿Cómo puedes culparla por eso?
Duke lo entendía, pero su estúpido orgullo seguía estorbando. Le había
mentido. Había hecho que se sintiera como un idiota.
Tomó “prestada” la casa de alguien para una cena. El código moral de
esa mujer era tan flexible como los tallos de trigo en una tormenta,
inclinándose a su antojo. ¿Cómo iba a creer otra vez en algo que le dijera?
Pike exhaló y vaciando el vaso, lo dejó de golpe en el escritorio.
—¿Sabes cuál es tu problema, Duke? No te gusta admitirlo cuando te
equivocas. Sigues adelante sin mirar atrás. Porque reflexionar sobre tu
pasado significa que es posible que llegues a lamentar algunas de las
decisiones que has tomado... y te veas obligado a admitir que no eres
perfecto. —Levantándose, recogió la pintura—. De lo que no te das cuenta
es que el mundo no necesita más perfección. Necesita más compasión y
empatía. Y si no puedes comprender la diferencia tienes un futuro muy
solitario por delante.
Pike giró sobre sus talones y se dirigió a la puerta.
Una extraña sensación invadió su pecho. Echaba de menos a Pike y no
quería que las cosas terminaran de esta manera.
Lleva en el periódico más de cuarenta años y ahora está a la deriva por
culpa del error de otra persona.
Rose tenía razón, maldita sea.
—Espera. Me gustaría devolverte tu antiguo trabajo.
El ex editor se volvió con el ceño fruncido.
—¿Quieres contratarme otra vez?
—Sí. —La decisión se filtró en Duke con una certeza que no había
experimentado antes—. Por favor. Me equivoqué al despedirte.
—Sí, lo hiciste. —Pike se acarició la barbilla—. Nunca pensé que te oiría
decirlo.
Tampoco Duke. Jamás había dado marcha atrás cuando tomaba una
decisión.
—Tal vez estoy aprendiendo compasión y empatía.
Pike hizo una mueca.
—Es posible. Echo de menos trabajar aquí, pero ya no deseo dedicar
más de noventa horas a la semana. Me gusta pasar el tiempo en casa con
mi esposa y mis nietos.
—¿Y trabajar a media jornada?
Una sonrisa se extendió por el rostro del hombre.
—Treinta horas a la semana por el mismo salario que antes.
Duke se rió de la ridícula oferta. Pike lo tenía acorralado y los dos lo
sabían. Ese hombre era insustituible.
—Bien, pero vuelves mañana.

~ 278 ~
Capítulo Diez

Rose se mordió la uña y observó a su madre y a los demás leer la


última columna de la señora Walker. Estaban reunidos en la cocina de los
Lowe, con el periódico extendido encima de la harina y la sal en la mesa de
trabajo de la señora Riley.
Bridget se quedó sin aliento mientras Henry se tapaba la boca. La
madre de Rose no dijo nada, pero el fruncimiento de sus labios hablaba por
sí solo. Cuando el grupo dejó de leer, nadie habló.
Finalmente, Henry rompió el silencio.
—Lo has contado.
—Sí.
Los lectores sabían ahora la verdad sobre la edad y el estado civil de la
señora Walker. Sin dar el nombre de su madre, Rose había explicado sus
razones para fingir lo contrario, disculpándose y suplicando que la
entendieran. Para finalizar, les dijo que esa era su última columna.
A Duke le sería difícil encontrar a alguien más para hacerse pasar por
la señora Walker después de esto.
—¿Por qué lo has hecho? —preguntó su madre, con los ojos mostrando
las lágrimas no derramadas—. Te encantaba ser la señora Walker.
—Sí. Desafortunadamente me han despedido recientemente. —Más
jadeos llenaron la habitación—. Esta ha sido mi última columna y quería ser
sincera. Necesitaba despedirme.
—No puedo creer que te haya despedido —dijo Henry bruscamente—.
¿Qué pasó entre los dos esa noche?
Al final Rose le había contado a su madre todo sobre la cena, lo que le
valió un sermón de una hora sobre la estupidez de esa idea. Aunque no le
había contado a nadie lo que ocurrió en la despensa al final de la noche.
Esa estupidez era solo de ella.
—Estaba molesto por haberle mentido. Dijo que mi engaño ponía en

~ 279 ~
peligro toda su compañía.
—Así que en lugar de guardar el secreto, lo has difundido en los
periódicos. —Su madre negó con la cabeza—. No entiendo cómo eso ayuda
a nadie.
—Se llama tener el corazón roto y la necesidad de aclarar las cosas
antes de seguir adelante —repuso Bridget suavemente.
Rose le dirigió a la joven doncella una débil sonrisa.
—Algo así. —Exactamente así.
—Pero esto te asegura que nunca te devolverá el trabajo.
—Mamá, no quiero que me devuelva mi trabajo. Encontraré otro
periódico para el cual trabajar. —Uno que no sea propiedad de Duke
Havermeyer.
—Cualquiera te contrataría, Rose —aseveró Henry—. Havermeyer es un
idiota por dejarte ir.
La vehemencia en la voz de Henry casi hizo llorar a Rose. Le lanzó una
mirada de agradecimiento.
—Estaré bien. No te preocupes por mí.
—Entonces, ¿cómo se te ha roto el corazón? —Su madre miró los
rostros en la cocina—. Siento que todos aquí saben algo que yo no sé.
—No hay nada que contar —afirmó Rose. Sus sentimientos por Duke no
solo no fueron correspondidos, sino que la insultó aún más al llamarla
chantajista. Mejor olvidarlo y seguir adelante.
—Disculpad. —Chaplin, el mayordomo de los Lowe, apareció al pie de la
escalera—. Henry, hay un hombre preguntando por ti. Un tal señor
Havermeyer.
¿Duke estaba aquí preguntando por Henry?
Henry y Rose se miraron.
—Te está buscando, Rosie.
Las preguntas cruzaban por su mente, haciéndole difícil pensar.
—No puedo... recibirle aquí. —Miró a su madre pidiéndole ayuda en
silencio. Pero su madre no dijo nada, tenía la atención centrada en el
periódico.
—Los señores Lowe no están —señaló Bridget—. Y creo que deberías
escuchar lo que él tiene que decir.
—Aún así, no me parece bien invadir uno de los espacios familiares —
expresó Rose.
—Le dije que viniera por la puerta de los sirvientes —les informó
Chaplin—. Si él quiere reunirse con uno de nosotros, entonces tendrá que
hacerlo en nuestros términos... no en los suyos.
Rose habría besado al mayordomo en este momento. Duke se negaría
a ser recibido por la puerta de los sirvientes. Lo más probable es que
estuviera regresando a su casa en este mismo momento.
—¿Qué crees que quiere, Rose? —preguntó su madre—. Quizás ha
venido para devolverte tu trabajo.
Imposible. Duke nunca admitía un error ni cambiaba de opinión una vez
que tomaba una decisión. E incluso si lo hiciera, no trabajaría para un
hombre que la había acusado de planear casarse con él.
La campana sonó en la puerta y Rose se sobresaltó. ¿Realmente había

~ 280 ~
regresado?
—Abro yo —anunció Henry y se dirigió a la puerta.
Rose escuchó como intercambiaban suaves palabras. Pasos... y luego
apareció Duke Havermeyer en la cocina, quitándose el sombrero de la
cabeza. Su mirada recorrió la cocina hasta que aterrizó en Rose y, aunque
se había preparado, una sacudida la atravesó cuando sus ojos conectaron.
Ella contuvo el aliento, incapaz de moverse.
—Señor Havermeyer —saludó la madre de Rose al hombre alto e
imponente con un abrigo negro—. Soy la señora Violet Walker, la madre de
Rose.
Duke sonrió.
—Las dos tienen nombres de flores.
—Usted despidió a mi hija.
Toda la diversión desapareció. Duke se puso instantáneamente serio.
—Sí, lo hice. Fue un error, señora. Uno que he venido a rectificar.
¿Un error? Rose apenas podía creerlo.
—¿Has visto la columna de hoy? —Era evidente que no lo había hecho,
o de lo contrario él ya sabría que no había nada que rectificar.
—La he visto. Fue muy inteligente lo que hiciste, cambiarla sin que yo
lo supiera.
—Entonces, ¿cómo...? —frunció el ceño—. Creía que te enfadarías.
—Como dijiste, no debemos subestimar a los lectores. Han llegado a
confiar en ti y enterarse de por qué mentiste solo ha conseguido que te
aprecien más. Al menos eso es lo que estoy averiguando de todos los
telegramas que hemos recibido hoy.
—¿Telegramas?
Duke asintió.
—Comenzaron a llegar una vez que los periódicos salieron a la calle. He
leído algunos, pero dejé a Pike para que se ocupara del resto.
—¿Pike? —Las cejas de Rose se alzaron—. ¿Eso significa...?
—Sí, lo he vuelto a contratar. No tenía que haberle despedido en primer
lugar. Gracias a Dios que pude contar con mi juiciosa señorita Walker para
que me aconsejara.
Rose casi no comprendía nada, todo era tan abrumador.
—No entiendo nada.
—He venido para preguntarle a Henry cómo encontrarte. La mujer que
dirige la pensión que figura como tu casa en el archivo de empleados no me
lo ha dicho. —Examinó los rostros que le rodeaban, la gente que era como
una familia para ella. Ninguno parecía dispuesto a desaparecer en este
momento—. ¿Podemos hablar en privado?
¿Había estado en su pensión? Rose estaba tratando de darle sentido a
todo cuando Henry dijo bruscamente:
—¿Y dejarla a solas con usted? ¿Otra vez?
Duke levantó las manos.
—¿Qué tal un paseo por Central Park? ¿Es eso suficientemente público?
Rose no estaba segura acerca de lo que quería. Había vuelto a
contratar a Pike. Más sorprendente aún, no estaba enfadado por su última
columna. ¿Por qué había venido?

~ 281 ~
Si quería devolverle la columna de la señora Walker podía hacerlo aquí
mismo. Aunque si esperaba reavivar su romance no tenía ningún interés en
participar en esa conversación. Levantó la barbilla.
—No tenemos nada que decirnos que no se pueda decir frente a este
grupo.
—Rose, por favor. Preferiría hablar sin audiencia.
—Tendrá que dar su palabra de caballero de que no se aprovechará de
ella —replicó su madre.
La mortificación la ruborizó con intensidad.
—¡Mamá! —¿Por qué había respondido por ella su madre? Peor aún,
antes de empezar a protestar, Duke se mostró de acuerdo. Pronto se
encontró envuelta en su abrigo y empujada por la puerta por Bridget y la
señora Riley.
—Haz que se arrastre —susurró Bridget justo antes de cerrar la pesada
puerta en la cara de Rose.
—¿Vamos? —Duke hizo un gesto hacia el camino que conducía a la
parte delantera de la casa—. Sé que hace frío, así que no te robaré mucho
tiempo. — Extendió el brazo—. Prometo que me arrastraré rápidamente.
Permaneciendo en silencio, cruzaron la Quinta Avenida y entraron en
Central Park. La ligera nevada de la noche anterior cubría el suelo y los
árboles, una manta blanca y esponjosa que aún no había sido tocada por la
suciedad de la ciudad. Era precioso, un nuevo comienzo para la naturaleza.
O era simplemente Duke quien esperaba un nuevo comienzo.
—No es necesario adentrarnos en el parque—indicó Rose, sacudiéndose
la nieve del bajo de la falda. El parque estaba casi vacío. Se veían algunos
carruajes en el camino, pero no los suficientes como para que se
preocupara porque la escucharan.
Duke la condujo hacia uno de los muchos puentes de piedra que
adornaban el parque.
—Estoy de acuerdo. No deseo que Henry me persiga acusándome de
un comportamiento impropio.
—Está enfadado porque se fue la otra noche en lugar de acompañarme
a casa. Se siente responsable.
—¿De qué?
—De todo. —Rose vio la pregunta en su rostro porque añadió—: Le
conté que nos habían descubierto en la despensa y me imagino que él
adivinó el resto.
—Rose, si lo hubiera sabido... —comenzó, siguiendo con un suspiro—.
En realidad quería pedirte perdón. Me dejé llevar y no estaba pensando con
claridad. Te deseaba demasiado.
—No me arrepiento —contestó alzando la barbilla—. No de eso.
¿No lamentaba la pérdida de su virginidad mientras estaba sentada
encima de un mostrador?
—Pues deberías. Tu primera vez tendría que haber sido especial. Y en
circunstancias muy diferentes.
La sintió ponerse rígida a su lado.
—¿No lo dejé ya claro? Era mía, no tuya, para ofrecerla. En realidad me
alegro de haberlo hecho.

~ 282 ~
—¿Por qué?
—Porque los hombres se divierten mientras se espera que las mujeres
se queden en casa y cosan. Precisamente fue un deseo de esa
independencia lo que me llevó a trabajar en el periodismo en primer lugar.
Estaba cansada que me dijeran lo que no podía hacer.
A Duke no le gustó la dirección de esta conversación. ¿Planeaba tener
un montón de amantes? Tensó la mandíbula ante la idea. No habría nadie
más que él para ella, y viceversa. Estaba decidido a tener a esta mujer, a
ella y a nadie más.
Solo necesitaba convencerla para que lo perdonara.
—La próxima vez te juro que estarás en una cama. En mi casa. Durante
todo el tiempo que puedas soportar.
Rose se detuvo en seco en el puente, con la boca abierta.
—Definitivamente no habrá una próxima vez. Me acusaste de planear
casarme contigo.
—Estaba enfadado. Y dolido. No lo dije en serio.
—Ese es un gran cambio de actitud. Casi no soy capaz de seguir tus
cambios de opinión.
Duke se acercó hasta que la falda le rozó los zapatos, ahuecando sus
mejillas con las manos.
—Preocuparme tanto por alguien es nuevo para mí. Que haya sucedido
tan rápido también es confuso. Mi primer instinto fue alejarte. Me arrepiento
de haberte hecho daño.
—¿Cómo sé que no lo harás de nuevo?
—Porque de ahora en adelante seremos sinceros el uno con el otro. No
he conocido a una mujer que me hiciera responsabilizarme de mis acciones
hasta que te vi, ni a nadie que me haya obligado a mirar el mundo desde
diferentes ángulos. Te necesito, Rose. No quiero alejarte. Solo quiero
acercarte más.
Rose suavizó la mirada antes de apartarse, continuando por el puente y
dejando espacio entre ellos. Duke bajó los brazos a los costados cuando ella
dijo:
—¿Y qué obtengo a cambio?
—El mundo, Rose Walker. Te daré lo que quieras, cuando lo desees.
—Pero eso es sólo dinero. Quiero decir, ¿qué me darás de aquí? —Se
dio la vuelta, llevándose una mano al corazón.
Ya se había imaginado que ella lo empujaría a desnudar su alma.
Respiró hondo y se metió las manos en los bolsillos.
—Te daré mi tiempo y atención, no trabajaré en festivos ni cumpleaños.
La vida que construyamos juntos siempre será lo primero, antes que la
compañía y los periódicos. Serás el centro de mi mundo hasta que tome mi
último aliento. —Entonces, aterrorizado, pero resuelto, se lanzó al vacío y
reconoció lo que había en su corazón—. Y amor, Rose. Tanto amor que
nunca lo dudarás ni un minuto.
Rose se mordió el labio, sus ojos azules resplandecían de emoción y
confusión.
—¿Me amas?
Duke le pasó los nudillos por la mejilla.

~ 283 ~
—Me cautivaste desde el primer momento en que te vi. No hay nadie
más para mí. Eres la mujer más inteligente y segura que he conocido. Creo
que me enamoré de ti mientras leía tu columna cada semana.
—¿De verdad? Pero mi madre y los otros sirvientes me proporcionaron
la mayoría de los consejos...
—Es cierto, pero la esencia de tu columna, el ingenio y la inteligencia,
era todo tuyo. Y eso fue lo que me atrajo. Tienes un don, una forma de
relacionarte con las personas que admiro.
Rose tragó, pero permaneció en silencio. A medida que pasaban los
segundos comenzó a sentirse inquieto ¿Había dicho demasiado? ¿O no lo
suficiente? La duda se deslizó por su piel. Si ella lo rechazaba no se
recuperaría.
—Te vigilaba —le susurró ella—. Solía pararme en la calle y esperar a
que salieras del edificio. Había algo en ti que me intrigaba. ¿Quién era el
hombre detrás del imperio? Te encontré fascinante.
Ahora fue el turno de Duke de sorprenderse.
—No lo sabía. Nunca te vi. Lo recordaría.
Rose encogió un hombro.
—Fue una tontería. No creí que te fijaras en mí ni en un millón de años.
Pero no pude dejar de mirarte. Fue esa cicatriz...
Una sonrisa torció sus labios.
—Eres una autentica reportera. Por eso debes volver a trabajar para mí.
—¿Como qué? La señora Rose Walker ya no existe.
—En lo que quieras. Puedes escribir una columna de consejos
nuevamente, trabajar en la sala de redacción o cubrir los partidos de
beisbol en el estadio Polo Grounds. A mí me da igual. Todo lo que importa
es que vuelvas. Y aunque la señora Rose Walker ya no esté, creo que la
señora Rose Havermeyer está disponible.
—Duke. —Se abrazó a sí misma, sus labios se contrajeron con lo que él
rogaba que fuera felicidad—. Estás haciendo bastante difícil que siga
enfadada contigo.
—Entonces deja de intentarlo. Sácame de mi miseria, Rose.
—¿Qué pasa si solo quiero el trabajo? ¿Retirarás la oferta?
El estómago de Duke se encogió. Ella lo iba a rechazar. Ignorando
cuánto dolía, sacudió la cabeza.
—La oferta sigue en pie, independientemente de lo que suceda entre
nosotros.
Una sonrisa surgió lentamente en su boca, una que sumió en la
confusión a Duke.
—Primero, mi madre debería hacerse cargo de la columna semanal de
la señora Walker. La mayoría de las recetas y consejos del hogar eran de
ella.
Esa era una demanda prometedora. La esperanza se expandió en su
pecho.
—Muy bien. ¿Qué más?
—Quiero trabajar como periodista, comenzando donde el señor Pike
considere oportuno asignarme.
—Seguro que se alegrará de tenerte. ¿Y el resto?

~ 284 ~
Rose le apoyó la mano en el pecho y el corazón de Duke se aceleró
bajo su toque.
—¿El resto de qué? —El brillo burlón de sus ojos la delató, y el calor se
deslizó por él calentándole la sangre.
—El resto de tu vida. ¿Prometes compartirlo conmigo?
—¿Cumplirás tu parte del trato? Has hecho promesas, Duke
Havermeyer.
Un hombre solo es tan bueno como su palabra.
Metió la mano en el bolsillo y sacó la pequeña caja que llevaba. Más
que nada en el mundo, necesitaba a esta mujer como esposa.
—Sí, tengo la intención de mantenerlas todas. Nunca te mentiré. Solo
habrá risas y amor todos los días mientras el aliento permanezca en mi
cuerpo. —Abrió la tapa de la caja para mostrarle el anillo de diamantes de
su madre.
Rose jadeó, cubriéndose brevemente la boca con la mano.
—Pero ¿y tu imperio? ¿Qué pasará con él?
—Se lo confiaré a los demás para dirigirlo. No pondré mi llamado
imperio delante de ti o de nuestra familia como hizo mi padre, ni siquiera en
Navidad. —Se arrodilló allí mismo en la nieve—. Cásate conmigo, Rose
Walker.
Rose asintió y Duke se puso de pie justo cuando ella se lanzó hacia él.
La sostuvo con fuerza, el alivio y la felicidad debilitaban sus rodillas.
—¿Eso ha sido un sí? —preguntó, con la voz amortiguada por su
sombrero.
—Sí, Duke. Sí, a amarte, y sí a salvarte de una vida de soledad y
aburrimiento.
La alegría lo invadió, una sensación vertiginosa que se sentía como mil
burbujas diminutas en una copa de champán.
—Seguro que tendrás éxito. Después de todo, ya te he dicho muchas
veces que Rose Walker es maravillosa. —Duke le rozó los labios con la boca
—. Y ahora ella es mía.
***
SHORTBREAD o GALLETAS DE MANTEQUILLA

Shortbread es el nombre de las galletas de mantequilla originarias y


tradicionales de Escocia.

Querido lector,
La familia MacLean lleva haciendo shortbread desde hace generaciones,
mi madre me enseñó hace unos años (con interesantes notas escritas a un
lado que he dejado a continuación), como su madre le enseñó, y la madre de
su madre antes de eso.
Comparto la receta con la bendición de mi madre... y la garantía de que es
mucho más exacta al shortbread de la novela de Joanna que al de las galletas
de Tessa, Sophie y las mías.
Sin embargo, debo advertirte; los MacLean somos escoceses después de
todo, así que no puedo negar que no haya un poco de magia en esta receta...
Mucho amor
~ 285 ~
Sarah

Ingredientes

330 gramos (3 tazas) de harina común tamizada

110 gramos (1/2 taza) de azúcar blanco

1 taza (225 gramos) de mantequilla blanda

1 huevo (fresco, si es posible)

Preparación

1. Precalentar el horno a 170º


2. Mezclar la harina, el azúcar y la mantequilla a mano. Añadir el huevo,
amasar hasta que la masa se junte. (Nota: Mi madre agrega que “el
amasamiento puede ser muy largo, así que a menudo le pido a tu padre que lo
haga”).
3. Dividir en cuartos la masa y hacer con cada uno un círculo de un
centímetro y medio de espesor. Cortar en ocho trozos triangulares iguales.
Añadir diseños a tu gusto (pinchazos, marcas con un tenedor).
4. Colocar en un papel pergamino o en una bandeja para horno engrasada
con mantequilla y harina. Hornear 15 minutos, después bajar la temperatura a
150º y dejarlo 25 o 30 minutos más, observando cuidadosamente hasta que el
shortbread sea un “shortbread coloreado”. (Nota: Los No-MacLean llaman a eso
un pálido marrón dorado).
5. Dejar enfriar.
6. Deleitarse.

MÁS DE TESSA, SARAH, SOPHIE Y JOANNA

Tessa Dare es la autora más vendida del New York Times y el USA Today
con más de veinte novelas históricas. Con una mezcla de ingenio, sensualidad
y emoción, Tessa escribe novelas románticas de Regencia con las que los
lectores modernos se sienten fácilmente identificados. Sus libros han ganado
numerosos galardones, entre ellos el prestigioso premio RITA de Romance
Writers of America (dos veces) y el RT Book Reviews Seal of Excellence. La
revista Booklist la nombró una de las “nuevas estrellas del romance histórico”,
y sus libros han sido traducidos a más de una docena de idiomas.
Como una aprendiza de bibliotecaria y una autentica apasionada de los
libros, Tessa tiene su hogar en el sur de California, dónde vive con su esposo,
sus dos hijos y un trío de gatitos cósmicos.
Para recibir actualizaciones sobre los nuevos y próximos libros de Tessa,
suscríbete a su boletín informativo en www.tessadare.com.

~ 286 ~
***

Según el New York Times, el Washington Post y el USA Today, Sarah


MacLean, es una exitosa autora de novelas históricas románticas que se han
traducido a más de veinte idiomas, y ganadora de sucesivos Premios RITA al
mejor romance histórico de los Romance Writers of America.
Como columnista del Washington Post, Sarah es una de las principales
defensoras del género romántico, escribiendo ampliamente del nexo entre ese
género y los estudios culturales. Su trabajo en apoyo al romance y las mujeres
que lo leen, le hicieron ganar un lugar en la lista de Jezebel.com Sheroes y
llevaron a Entertainment Weekly a nombrarla “la elegantemente ardiente y
totalmente intoxicante reina del romance histórico “. Graduada en el Smith
College y la Universidad de Harvard, Sarah ahora vive en Nueva York con su
esposo y su hija.
Para recibir actualizaciones sobre los próximos libros de Sarah y las
recomendaciones mensuales de maravillosas lecturas románticas, suscríbete a
su boletín en www.sarahmaclean.net.

***

Sophie Jordan creció en la región montañosa de Texas, donde creó


fantasías de dragones, guerreros y princesas. Fue maestra de inglés de
secundaria, y ahora es una de las autoras más vendida, con más de treinta
romances, del New York Times y el USA Today. Actualmente vive en Houston
con su familia. Cuando no está escribiendo pasa el tiempo recargándose con
cafeína (preferiblemente café con hielo), hablando de líneas argumentales con
cualquiera que escuche (incluyendo sus hijos), y atiborrando su DVR con
verdaderos delitos y reality shows.
Para recibir actualizaciones sobre los nuevos y próximos libros de Sophie,
suscríbete a su boletín y visítala en su sophiejordan.net.

***

A la galardonada autora Joanna Shupe siempre le ha encantado la


historia desde que vio su primer dibujo animado de Schoolhouse Rock. Escribe
sensuales libros ambientados en La Edad de Oro de America con magnates
poderosos y mujeres poco convencionales.
MAGNATE, la primera novela histórica de la Edad Dorada de Joanna, fue
declarada como uno de los Mejores Libros del 2016 por Publishers Weekly, y
una de las principales novelas del 2016 por The Washington Post y Kobo. En
2013 ganó el prestigioso premio Golden Heart del Romance Writers of America
for Best Historical.
Actualmente vive en Nueva Jersey con sus dos enérgicas hijas y su
atractivo marido.
Para obtener más información sobre Joanna y la Edad de Oro, suscríbete a
su boletín informativo en joannashupe.com.

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