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Dodd, Christina - Switching Places 01 - Duelo de Pasiones PDF
Dodd, Christina - Switching Places 01 - Duelo de Pasiones PDF
Duelo de
Pasiones
Christina Dodd
(Escaneado por Sofia, corregido por Kerea)
Capitulo Uno
Suffolk, 1806
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De Kerea y Sofia para Meca
bocado al primer bistec de buey inglés del que disfrutaba en casi cuatro años,
masticó, tragó y le sonrió beatíficamente a aquel inglés de mejillas enrojecidas y
aspecto de bulldog.
—¿A qué se debe eso, papá?
—Te aposté en una partida de séptimo y perdí.
Madeline miró a su padre, sentado al otro lado de la mesa del desayuno
bañada por el sol. Dejando con cuidado su cuchillo y su tenedor al lado del plato,
miró al atónito sirviente, que acababa de quedarse paralizado mientras se inclinaba
para servirle su café de la mañana a Magnus.
—Ya es suficiente, Heaton. Deja la jarra en la mesa auxiliar. Te llamaremos si te
necesitamos.
—Cuando se hubo marchado, Madeline miró a su padre y repitió, porque no
quería que hubiese ningún malentendido—: Así que me apostaste en un juego de azar
y perdiste.
Su padre siguió comiendo sin inmutarse, sus cubiertos de plata tintineando y
emitiendo destellos.
—Tratar de suavizar el golpe no serviría de nada, creo yo. Contigo no, querida mía.
Siempre he dicho que eres una chica muy sensata y que tienes mucho aguante. Me
alegro de ello.
Recurriendo a aquella sensatez que la distinguía, Madeline dijo:
—Quizá podrías proporcionarme los detalles de esa extraordinaria apuesta.
—Tuve la mala suerte de jugar sin saber que él había ganado un séptimo, lo cual
me dejó reducido a...
Madeline hizo acopio de fuerzas con una rápida inspiración. —No, papá. Lo que
quiero decir es por qué me pusiste encima de la mesa en calidad de apuesta durante
una partida de cartas.
—Bueno, él lo sugirió.
—¿Con él siendo...?
—El señor Knight.
—¿Y tú te mostraste de acuerdo porque...?
—Acababa de perder nuestra fortuna y todas nuestras propiedades. Tú eras lo único
que quedaba.
Era realmente asombroso lo racionales que él hacía que sonaran sus acciones.
—Así que durante una racha de mala suerte, apostaste todo lo que tenemos... y
a tu única hija.
—Sí. En ese momento me pareció una decisión muy sensata.
Las cejas de ella se enarcaron. Después de que su madre muriera hacía diecisiete años,
cuando Madeline sólo tenía cinco, su vida había cambiado pasando de ser una hija
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protegida del mundo a una muchacha que debía vérselas con los frecuentes desastres
orquestados por su querido papá. Cuando tenía doce años, Madeline ya sabía cómo
llevar una casa, organizar una fiesta y hacer frente a cualquier clase de catástrofe social.
Aun así, no estaba preparada para aquello. Pero su pulso no se altero, su frente
permaneció despejada y sus manos siguieron tranquilamente posadas en su regazo. Ya se
había enfrentado anteriormente a catástrofes de proporciones olímpicas, casi todas
resultado de las descabelladas negligencias de su padre. Su compostura no flaquearía
ahora.
—¿De qué manera?
—Al menos, si él te ganaba, seguirías teniendo nuestras propiedades bajo tu control,
o al menos bajo el control de tu esposo. —Magnus masticó pensativamente—. Es casi lo
mismo que ofrecer las propiedades como dote para tu matrimonio.
—Con la única diferencia de que si las propiedades hubieran sido ofrecidas en
concepto de dote, entonces yo habría tenido la ventaja de conocer a mi futuro esposo
y haber estado de acuerdo en el compromiso.
Aquélla parecía una observación incuestionable, aunque Madeline no tenía
demasiadas esperanzas de que su padre lo admitiese.
—Siempre está eso, pero ¿en qué habría cambiado las cosas el hecho de que
conocieras al hombre? Ya estuviste comprometida en una ocasión. Lo amabas. ¡Pero
acabó en desastre! ¿Cómo se llamaba? Aquel joven de cabello castaño y ojos tan
confinadamente inquietantes. —Alzando la mirada hacia el techo dorado
decorado con querubines, Magnus se acarició la barbilla—. Era cien veces más
apropiado para ti que este señor Knight, pero tú lo rechazaste. De jaste sin habla
a todo Londres durante al menos... —soltó una risita— ocho segundos. Hasta ese
momento, nadie había imaginado que pudieras llegar a perder los estribos a tal extremo.
¿Cómo se llamaba?
Una grieta apareció en la tranquilidad de Madeline y sus manos se convirtieron en dos
apretados puños.
—Gabriel Ansell, conde de Campion.
—Eso es. Por Dios, nunca lo olvidaré. ¡Estabas realmente espléndida en tu ira! Me
recordaste a tu madre cuando le daba uno de sus arrebatos.
Madeline no quería oír aquello. No le gustaba nada que le recordara su rabia, o
cómo había perdido el control de sí misma, o aquella noche y lo que siguió a ella . Después,
por primera vez en su vida, había dejado a un lado el decoro. Se había ido al extranjero
para olvidar, y no regresó a Inglaterra hasta que lo hubo conseguido. Ahora ya nunca
pensaba en Gabriel. Apenas si se acordaba de su nombre.
—Tu madre era igual que tú. Siempre se mostraba tranquila y juiciosa excepto
cuando le daba uno de sus prontos, y entonces hasta los mismos océanos se encogían
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La tiara de la reina había sido dada a una de las antepasadas de Madeline, una
dama de compañía de la reina Isabel 1, por haber salvado la vida de ésta. De oro macizo
e incrustada de joyas, la tiara valía una fortuna en efectivo y en sentimientos, y la reina
decretó que, sin importar cuál fuera su sexo, el primer vástago de la familia heredaría el
título. De ese modo, durante los últimos doscientos veintidós años, había habido duques
de Magnus, naturalmente, pero también tres duquesas de Magnus, niñas que habían
sido primera descendencia y por tanto duquesas por derecho propio.
Madeline no pudo evitarlo. Tenía que preguntarlo.
—¿Juras que la tiara está en la caja fuerte?
Su padre soltó un bufido.
—Juro que la tiara está en la caja fuerte, y los duques (y duquesas) de Magnus
siempre mantienen su palabra.
Ella no lo había hecho.
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—Oh, Knight no tiene nada de excepcional. Sabe vestir bien y lleva chaquetas
confeccionadas por Worth, usa una caja de rapé esmaltada, tiene una casa en
Berkeley Square, es guapo y goza de popularidad entre las damas. — Se limpió del
bigote un poco de yema de huevo—. Tiene ese maldito acento, claro, pero los hombres
lo respetan.
Madeline supo interpretar correctamente aquel último comentario
—Te refieres a que es capaz de usar sus puños.
—Boxea. Tiene una izquierda devastadora y una defensa excelente. Le dio una
paliza terrible a Olfield, y Olfield sabe pelear.
Madeline terminó de desayunar en silencio, sin dejar de pensar ni un instante. No
tenía ninguna intención de casarse con nadie. Su único intento de aventurarse en el
romance había terminado desastrosamente. Cuando alzó la mirada, vio que Magnus
la observaba con un ceño de preocupación.
—Verás, Mas, si tienes alguna objeción seria a casarte con ese tipo no tienes por qué
hacerlo. Tengo un plan que...
Habituada a los planes de su padre, los cuales solían llevar aparejada alguna
partida de cartas y el subsiguiente desastre, Madeline clamó:
—¡Cielos, no! —Dándose cuenta de que no había mostrado nada de tacto, y que
probablemente había agitado el trapo rojo delante del toro que tenía por padre,
añadió—: Yo también tengo un plan. Iré a Londres y le explicaré al señor Knight que
sería ridículo casarnos en estas circunstancias.
Capitulo Dos
—Parece como si el Red Robín se hubiera desintegrado desde la última vez que nos
alojamos aquí —dijo la señorita Elevaron de Lacy, la acompañante, y además prima, de
Madeline mientras miraba por la ventanilla del lujoso y cómodo carruaje. Su voz había
temblado levemente.
La promesa de claridad diurna del mes de marzo se había desvanecido con la llegada
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de la niebla procedente del mar, y la luz que emanaba de las ventanas de la posada se
volvía borrosa entre la niebla. Voces ruidosas salían por la puerta abierta. Por lo que pudo ver
Madeline, el patio estaba lleno de desperdicios. Sin embargo su cochero no les estaba
gritando imprecaciones a los muchachos de la posta, así que al menos sabían ocuparse
adecuadamente de los Caballos.
En realidad aquello era lo único que importaba. Que sus caballos estuvieran
debidamente atendidos para que pudieran seguir camino de Londres la mañana siguiente.
—Podríamos haber hecho el viaje en un día si no hubiéramos tardando tanto en salir.
convicción— El señor Knight escuchará con más favor q una hermosa dama que a
una tunantea, y ése es el aspecto que tendrás si no prestamos atención a los detalles.
—Supongo que sí —admitió Madeline de mala gana. Elevaron era la experta
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cualquier sexo, Eleanor y Madeline habían visto reforzados sus ya muy sólidos Vínculos.
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causan.
Un caballero enigmático cobra diez mil libras por tomar parte en una partida de cartas
a celebrar en su casa, y, sin saber quién es, los jugadores están dispuestos a pagarle lo que
pide, y confían en que sabrá mantener a salvo esa suma. Madeline sonrió con superioridad.
—Nunca entenderé la fe en el honor por parte de un jugador.
Forsyth pareció desconcertado. Como cualquier hombre, quería que la fábula del dinero
fácil fuese cierta.
—Bueno... pero el señor Rumbelow también ha invitado a las familias.
—¿De veras? —exclamó Madeline, sorprendida.
—Sí, ha invitado a las esposas y los hijos e hijas de los jugadores. Les ha prometido
entretenimientos, caza y baile. La orquesta llegará en el coche de punto de mañana. Será
una auténtica fiesta de gran mansión, una como llevamos demasiados años sin ver por aquí.
—Esbozó una sonrisa vacilante.
Madeline había hecho que se preocupara, pero después de todo a él no se lo podía
culpar de nada.
—Eso es una buena cosa, entonces. ¿Qué ha preparado la señora Forsyth para la
cena?
Aliviado, el posadero dijo:
—Nada digno de mención, porque estamos teniendo que dar de comer a toda esa
muchedumbre de ahí fuera, pero aun así habrá un excelente estofado de cordero con pan
blanco y una rueda de queso Stilton. ¿Tomaréis vino caliente?
—Sí, gracias. —Madeline esperó a que Forsyth se hubiera marchado con una última
reverencia antes de levantarse y empezar a pasearse por la habitación—. ¡Papá va a
participar!
Recurriendo a su tono más tranquilizador, Eleanor dijo:
—Vamos, Madre, tú eso no lo sabes. Además, ¿de dónde iba a sacar Magnus diez mil
libras?
—Papá me dijo que tenía un plan para arreglar las cosas. Y lo único que sabe hacer es
jugar a las cartas.
—Y romperte el corazón —dijo Eleanor en voz baja.
Madeline alzó las cejas. Eleanor rara vez llegaba a decir en voz alta lo que le pasaba por
la cabeza, y nunca había mostrado nada que no fuese el mayor de los respetos por Magnus.
En tono humorístico, Madeline dijo:
—Ese último comentario me ha sonado un poco melodramático.
—Quizá, pero lo digo únicamente por el mucho daño que tu padre te ha hecho en el
pasado con su indiferencia. Tú eres como una tortuga, que sólo saca la cabeza cuando no
hay peligro.
—¿Me estás llamando cobarde? —preguntó Madeline, dudando entre el asombro y la
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perplejidad.
—Sólo acerca del amor, querida prima. —Eleanor se mordió el labio—. Pero te ruego
me perdones. No tengo ningún derecho a hablar así de tu padre. Ha sido muy amable al
permitir que me tuvieras junto a ti durante tantos años. —Su indignación volvió a aflorar Pero...
¡mira que apostarte! ¡Oh, eso es vergonzoso!
—No le dijiste eso a él, ¿verdad? —Al ver la expresión de culpabilidad que apareció en
el rostro de Eleanor, añadió—: Oh, no. ¡Él también consideraría eso como un reto! Por
supuesto que estará presente en la Partida del Siglo.
En realidad no sabía qué pensar acerca de la acusación de cobarde que acababa de
hacerle Eleanor. Madeline nunca se había considerado protegida contra el amor. ¡Cielos,
pero si sólo cuatro años antes se había entregado con todo su corazón a un hombre que
tela reputación de ser un cazafortunas! Sin duda eso podía calificarse como un acto de
valor. Sin embargo experimentó una breve punzada de incomodidad, y se preguntó por qué
iba a sentirse así a nos que la acusación de Eleanor fuese cierta.
—Olvida lo que he dicho —le suplicó Eleanor—. No tenía ningún derecho a hablar así
de ti.
—Ya lo he olvidado. —O lo hubiese hecho, si no supiera que Eleanor había hablado
impulsada por un cariño que iba más allá de vínculos del mero parentesco. Estaban más
unidas que si fueran hermanas, porque sólo podían depender la una de la otra. En ese
momento Madeline se dio cuenta de que no podía abarcar todas las profundidades de la
mente de Eleanor.
Se oía tenuemente la algarabía del salón.
—¿Quién es ese señor Rumbelow, y porqué tiene que contratar a semejantes rufianes
para que vigilen su fiesta? —preguntó Madeline.
No lo sé, pero quizás es un hombre respetable —dijo Eleanor mientras extendía ante el
fuego las capas de ambas.
Muchos jugadores lo son... hasta que lo pierden todo y tienen que huir de sus acreedores.
—Madeline se mesó el cabello con una mano nerviosa—. Me pregunto si también terminaré
huyendo.
Con las manos en las caderas, Eleanor dijo:
—Lord Campion podría ayudarnos.
Madeline contuvo la respiración al oír aquel nombre pronunciado en voz alta.
—No —dijo.
Con una tozudez rara en Eleanor, ésta dijo: —Yo siempre pensé que te seguiría.
—No lo hizo.
—No podía hacerlo. El bloqueo de Napoleón nos aisló de...
—A ti siempre te gustó. —Aquello sonaba como una acusación.
—Sí, me gustaba. Era amable y bueno. —Los ojos de Eleanor destellaron en una rara
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Capitulo Tres
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balbucear y tartamudear. Y dado que el señor Knight piensa que vais a casaras, podría...
flirtear.
—Podrías hacer muchísimo más que eso. —Madeline la agarró de la muñeca cuando
Eleanor intentó apartarse de ella—. ¡Estaba bromeando! Lo único que tienes que hacer es
aletear un poco esas grandes pestañas tuyas y lo tendrás comiendo de tu mano.
—¿Y ahora quién está siendo ridícula? —Suspiró Eleanor—. Cuando llegues a Londres,
¿anunciarás que todo ha sido una comedia? El señor Knight se sentirá insultado y se pondrá
furioso.
—No tan insultado y tan furioso como si no hago acto de presencia. Tener una aventura
será bueno para ti.
Eleanor se retorció las manos.
—No sabré qué hacer.
Tratando de darle ánimos, Madeline dijo:
—Cuando dudes, piensa: « ¿Qué haría Madeline en esta situación?» Y hazlo.
—No podré... ¿Y si alguien de la mesa de juego te conociera y luego se fuese de la
partida, llegara a Londres y me identificara como una impostora?
—Me identificara a mí como una impostora, querrás decir. Té enviaré en el carruaje con
Dickie Driscoll y los sirvientes. ¡Estarás espléndida!
—Dickie Driscoll no querrá hacer eso. —Dickie Driscoll hará lo que yo le diga. —Mi ropa no
es apropiada.
En eso Eleanor tenía razón. Ella llevaba vestidos de tela y corte modesto, en los colores
oscuros propios de una matrona. ¡No porque Madeline exigiera semejante humildad de su
acompañante, oh no! Sino porque Eleanor insistía en que ese tipo de atuendo era
«apropiado».
Viendo la vacilación de Madeline, Eleanor intentó dejárselo un poco más claro.
—Debes admitir que semejante acción es imposible —le dijo—. Será mejor que entraras
sigilosamente en Chamice Hall y disuadieras a tu padre de su loca apuesta, mientras que yo
voy a Londres para explicar al señor Knight por qué llegarás con retraso.
—Tienes razón. Es imprudente correr el riesgo de que alguien informe de mi presencia en
dos sitios a la vez. Hay más probabilidad de que el señor Knight perdone nuestro engaño si
no lo hacemos quedar en ridículo a ojos de todo el mundo. Tenemos la misma estatura. —
Las dos medían un metro setenta, eran esbeltas y estaban bien formadas—. Tú cogerás mi
ropa y yo cogeré la tuya. Iré a Chalice Hall y haré que me contraten como criada. Es un
disfraz perfecto, que nadie mira nunca a los sirvientes. Con tono de paciente exasperación,
Eleanor dijo:
—Llevo cinco años siendo tu acompañante, y en ese tiempo me hecho participar en un
montón de planes insensatos, pero éste el más descabellado. Yo no puedo ser una duquesa,
y no cabe dude que tú no puedes ser una sirvienta.
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—Qué hombre tan vulgar. ¡Y mira que no esperar y ayudarme con mis prendas! —
Arrojando su capa encima de una silla, lady Tabard reveló una bien provista figura ataviada
con un vestido de muselina salpicado de hilos dorados. Sus cabellos estaban cortados a la
última moda alrededor de su rostro, y Madeline pensó que aquel pelo demasiado negro era
un tanto sospechoso. «¿Hollín —se preguntó—, o lustre para los zapatos?» ¿O se trataría de
alguna espantosa sustancia química que apestaba y corroía la piel? La delgada y muy recta
nariz de lady Tabard se estremeció mientras paseaba la mirada por la sala, y los orificios se
dilataron en un delicado desdén. Sus labios eran tan diminutos que rayaban en lo inexistente,
y la abertura de su boca era pequeña y apretada, lo que le confería una expresión de
presuntuosa satisfacción.
Lady Tabard señaló con la mano a la joven dama que estaba quitándose lentamente el
sombrero.
—Lady Eleanor... ¿o debería llamaras excelencia? Madeline intervino rápidamente.
—A la duquesa se la llama por ambos nombres.
Era cierto. Debido a la excepcional posición de duquesa por derecho propio que
ostentaba Madeline, los miembros del ton solían dirigirse a ella como su excelencia. A veces
lo hacían así para lisonjearla, a veces por respeto y a veces por sarcasmo, aunque Madeline
se juró que hoy no volvería a pensar en Gabriel.
—Bien, en ese caso, excelencia... —lady Tabard claramente pertenecía al grupo de los
lisonjeros—, ¿puedo presentaras a mi hijastra, lady Thomasin Charlaron?
Eleanor dio un respingo y luego encarnó su papel.
—Es un placer conocerás, lady Thomasin, y me complace poder presentaras a mi
acompañante y prima...
—Madeline de Laca. —Madeline no veía razón para abandonar su nombre propio. Ya
durante su primera temporada social había dejado de cometer semejante error, pero el ton,
naturalmente, siempre te había dirigido a ella llamándola por su título. Además, habría
apostado a que ni uno solo de ellos la reconocería ahora con su corte de pelo a la moda y
el bronceado adquirido durante los viajes.
Lady Tabard inclinó la cabeza en un breve asentimiento que reconocía su presencia al
mismo tiempo que le quitaba toda importancia.
—Hoy en día resulta muy difícil conseguir una buena ayuda—dijo.
Madeline necesitó un momento para comprender que lady Tabard estaba hablando de
ella, y en su presencia. ¿Qué pretendía decir aquella mujer? ¿Cómo se atrevía a hablar de
ella de aquella manera? Cierto, Madeline se había hecho cargo de todo, pero lady Tabard
ignoraba cuáles eran las circunstancias.
En una flagrante imitación de la voz y las maneras de Madeline, Eleanor se mostró de
acuerdo con ella.
—Ha imposible, desde luego —dijo—. Pero Madeline es mi prima así que naturalmente he
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—¿Están de moda los tonos oscuros, pues, para las jóvenes damas solteras?
—Para viajar. —Aprovechando aquella ocasión, Eleanor decidió adornar la historia—. Me
temo que siempre se lo hago pasar bastante mal a mi querida Madeline. Ella desea vestirme
según los estilos mis nuevos, pero yo prefiero las vestimentas cómodas.
El que Madeline prefiriera la comodidad al estilo era una continua fuente de disensión
entre las primas, y Eleanor la miró con traviesa malicia.
—Lady Tabard no puede estar de acuerdo con vos —dijo Madeline—, porque ella va
vestida a la última moda.
Lady Tabard se alisó la falda y sus diminutos labios se curvaron una sonrisa
condescendiente.
—Sí, es cierto. —Examinó a Madeline como a un caballo que tuviera pensando en
comprar—. También selecciono todos los vestidos de Thomasin, pero los mantengo sencillos.
La pobre niña carece del donaire requerido para lucir la verdadera elegancia. Aquella
afirmación era tan patentemente falsa que ambas primas se volvieron hacia Thomasin. La
joven tenía la piel clara como el cristal y las mejillas suavemente redondeadas de un bebé.
Su boca era a delicada línea rosa, sus ojos tan enormes y castaños como los una criatura de
los bosques. Su rubio cabello había sido peinado siguiendo el mismo estilo que el de su
madre, pero en ella el resultado era una apariencia etérea.
Madeline no pudo leer nada en su mirada inexpresiva, y comprendió que Thomasin sabía
mantener a buen recaudo sus pensamientos.
Con su pesada mano puesta en el brazo del asiento, lady Tabard se removió
incómodamente.
—Bueno, bueno, muchacha, no te quedes ahí mirando como una boba. Siéntate.
—Sí, madre. — Thomasin avanzó sin apresurarse y tomó asiento en el banco.
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quizás era mejor que no tuviesen que mirarse. Madeline se acordó de apartarle la silla a
Eleanor, y ocupó el asiento más alejado del fuego.
—El señor Forsyth nos dio a entender que el entretenimiento principal de la fiesta iba a
consistir en una gran partida de séptimo.
—Y así es, lady Eleanor. Diez mil libras por cabeza como apuesta inicial, únicamente por
invitación. Sólo unos pocos podrán llegar a jugar. Oh, es un honor que nosotros hayamos sido
seleccionados. Un honor ciertamente. Uno del que sabremos sacar provecho, ¿eh
Thomasin? —Lady Tabard le palmeó la mano a Thomasin, pero pareció más una reprimenda
que un gesto de afecto—. No hemos tenido suerte con nuestras acompañantes, pero,
después de todo, ellas no provenían de una familia tan buena como la vuestra, lady Eleanor.
—Yo he sido afortunada. —Eleanor miré significativamente a Madeline—. Pocas
acompañantes habrían permanecido a mi lado mientras yo erraba por toda Europa, siendo
perseguida por el ejército de Napoleón, durmiendo en posadas infestadas de pulgas, be-
biendo agua estancada y casi muriendo en Italia a causa de unas fiebres.
Madeline la observó con un respetuoso asombro mientras Eleanor tomaba las riendas de
la conversación.
—Sí —prosiguió Eleanor—, la duquesa de Magnus se considera afortunada de tener una
acompañante tan maravillosa.
Por la mañana, Madeline descubriría exactamente cuán persuasiva había sido Eleanor.
—¿Qué quieres decir con que lady Tabard te ha contratado como acompañante de
Thomasin? —El tono de Eleanor contenía el pánico más absoluto, y estaba hablando
bastante alto.
—Chist. —Madeline paseó la mirada por el estrecho pasillo del piso de arriba, y en voz
baja dijo—: Tú la convenciste de que necesitaba contar con mis servicios. Dijiste que hago
maravillas con el pelo.
—La única vez que intentaste utilizar unos hierros calientes para el pelo —susurró Eleanor—,
te chamuscaste la frente.
—Dijiste que yo lo sabía todo acerca de la moda.
—No prestas ninguna atención al estilo. Dependes totalmente de mi consejo.
—Eso ya lo sé. ¡Pero ella no!
—¡Pero si han traído una doncella!
—Pero lady Tabard no desea compartir su doncella, no cuando puede contratar a una
acompañante que proviene de una familia importante y es la prima de la duquesa de
Magnus. —Madeline sonrió ante la consternación de Eleanor—. ¡Imagínate lo impresionadas
que se sentirán sus amistades!
—¡Estás condenada a fracasar! —predijo Eleanor.
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—Lo único que he de hacer es ingeniármelas durante un día o dos, hasta que aparezca
papá. Quiero evitar que lo pierda todo en el juego. —Eso, como bien sabía ella, Eleanor lo
entendería. Madeline la condujo escalera abajo—. Cuando se te obliga a relacionarte
socialmente, sabes hacer un papel admirable. Anoche, mientras observaba tu
comportamiento después de tu proclamación como duquesa, me di cuenta de que quizá
te había hecho un flaco servicio haciéndote permanecer siempre a mi sombra.
Eleanor liberó el brazo de un brusco tirón.
—¡No me obligaste, yo lo prefiero así!
Madeline siguió argumentando implacablemente.
—Este giro de los acontecimientos tiene que ser obra del destino. Voy a ser la
acompañante de Thomasin. Leyendo entre líneas de constante vanidad y la increíble
descortesía de lady Tabard, conseguí recopilar la historia de Thomasin.
—Pobre muchacha —musitó Eleanor.
—Sí. Pese a que Thomasin es hermosa, procede de buena cuna (aparentemente su
madre era hija de los Greville de Yorkshire) y dispone de una dote impresionante, está siendo
el florero más grande de esta temporada social. No moverá ni un dedo para hacerse con el
interés de ningún hombre.
El delicado corazón de Eleanor siempre resultaba fácil de conmover
—Naturalmente que no, pobrecita! Si consigue hacerse con, el interés de alguien,
entonces tendrán que vérselas con lady Tabard. —Cierto. Y el padre de lady Tabard era
comerciante.
Eso no es ninguna excusa.
Las dos primas salieron a la niebla matinal. Allí las esperaba el quito de los Magnus, con los
Iacayos en su sitio, los cocheros controlando a los inquietos caballos y Dickie con una mueca
de desaprobación.
—La madrastra de Thomasin está desesperada, y ésa es la verdadera razón por la que
han venido a tomar parte en el juego. Tienen grandes esperanzas de hacerse con el mayor
trofeo, el señor Rumbelow.
—Estoy empezando a detestar su nombre.
—Se lo he explicado todo a Dickie Driscoll.
Eleanor apeló a Dickie.
—Estoy segura de que tú no apruebas esto —le dijo.
—Desde luego que no, señorita, pero milady es tan obstinada como una mula en lo que
a esto respecto.
—Exacto —dijo Madeline, dirigiéndose a ambos—. Dickie sabe que si hay algún problema
con el señor Knight, tiene que sacarte de allí inmediatamente. —Madeline empujó a Eleanor
hacia el interior del carruaje—. Yo asistiré a la partida en calidad de acompañante de lady
Thomasin, tú irás a Londres para reunirte con el señor Knight. No te preocupes, querida. ¡Vas
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Capitulo Cuatro
—¡Señorita De Lacy!
Madeline cayó en la cuenta de que se estaban dirigiendo a ella, y de que lo hacían con
tono de desaprobación y reprimenda.
Lady Tabard se había asomado al interior del carruaje, su nariz de conejo
estremeciéndose de indignación.
—Señorita De Lacy, no sé qué clase de tretas ha empleado usted con la duquesa en
nombre de la familia, pero a mí no se me engañará tan fácilmente. Thomasin y yo subiremos
primero.
Madeline paseó la mirada por el lujoso carruaje, con sus cortinas de terciopelo y sus
asientos de cuero, y dijo: «0h.» Naturalmente. Por primera vez en su vida, la duquesa de
Magnus ocuparía el segundo puesto.
—Mis disculpas, lady Tabard —dijo, apresurándose a bajar para que lady Tabard subiese.
Thomasin la siguió, y luego Madeline. La puerta fue cerrada y Madeline se vio impulsada
hacia delante cuando el cochero puso en movimientos los caballos.
Lady Tabard la observó con expresión malévola.
—En el futuro, haga el favor de recordar que yo he de subir primero al carruaje.
—Por supuesto. —Madeline se sentía como una estúpida, y ése era un sentimiento casi
desconocido para ella. —Y acerca de ese vestido...
Madeline bajó la mirada hacia la falda de muselina azul celeste. El vestido era de Eleanor,
y había sido confeccionado siguiendo el estilo modesto y sencillo que ella prefería, por lo
que Madeline imaginó cuál podía ser la objeción de lady Tabard.
—¿Sí?
—Hace que sus ojos parezcan tan excesivamente azules que el efecto resulta casi vulgar.
Cuando acompañe a lady Thomasin, llevará otra cosa.
—Cuando esté con lady Thomasin, nadie se fijará en mí. Ella es muy hermosa —repuso
Madeline, sonriéndole a Thomasin.
Visto a la acuosa luz de la mañana y enmarcado por un sencillo sombrero de paja, el
rostro de Thomasin parecía todavía más hermoso que antes. Pero la joven no le devolvió la
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sonrisa y, volviendo la cabeza, se dedicó a contemplar los bosques que desfilaban por la
ventanilla.
Así que Thomasin no era vanidosa. Pero era, obviamente, muy desgraciada... y nada
sociable.
Madeline decidió trabar amistad con ella.
—No obstante, señorita De Lacy, usted hará lo que yo le diga.
Madeline se preguntó si lady Tabard sería la raíz de todo el descontento de Thomasin, o si
alguna tristeza más profunda pesaba sobre ella.
—Lo intentaré, milady, pero mi guardarropa no es muy amplio —había enviado la mayor
parte de la ropa de su prima de camino a Londres junto con Eleanor—, y de vez en cuando
me veré obligada a confiar en este vestido.
—Cuando volvamos a Londres, lo sustituiré por algo más apropiado para una
acompañante. —Lady Tabard estudió a Madeline—. Algo marrón, me parece, o de color
óxido.
Ambos colores garantizaban que la piel de Madeline adquiriría un tono cetrino.
—¡Mire! —Exclamó de pronto Iady Tabard, señalando con el dedo—. Ahí está el lago.
Debemos de estar acercándonos a Chamice Hall.
El parque era grande, no muy bien atendido, pero con esa escabrosidad que uno
esperaba de una propiedad próxima al canal, expuesta a los vientos y las tempestades que
azotaban la costa. Alquilar semejante lugar ciertamente costaría mucho dinero, y Madeline
preguntó quién era el señor Rumbelow. Cuando lady Tabard volvió su mirada
desaprobadora hacia ella, Madeline comprendió que debía de considerarla una
impertinente, así que añadió:
—Su excelencia no reconoció el nombre. —La mención de la duquesa convirtió su
pregunta en aceptable.
—El señor Rumbelow... —Lady Tabard entrelazó las manos sobre su regazo y sonrió—. Es
un hombre muy rico con unos orígenes nada excepcionales.
—¿De veras? ¿Y qué orígenes son ésos?
—Procede del Distrito del Lago, donde su familia ha vivido durante años. Un buen linaje,
descendientes de uno de los caballeros del difunto rey. —Dio un codazo a Thomasin—. ¿Qué
rey era ése?
—Enrique VII —dijo la joven con voz átona.
Madeline no quedó nada convencida. El Distrito del Lago era —había sido— un lugar
salvaje repleto de montañas y ríos, y las familias que vivían allí se habían visto aisladas del
resto del mundo por las barreras naturales que dificultaban el viajar. No resultaría difícil para
un hombre atribuirse un pasado familiar que no poseía, y si disponía de riqueza, o de la
apariencia de ella, nadie se molestaría nunca en comprobarlo.
—Desgraciadamente —prosiguió lady Tabard—, la fortuna familiar empezó a sufrir
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reveses, y fue el señor Rumbelow quien tuvo que rescatarlos. Ha hecho un trabajo
incomparable.
Mientras doblaban un recodo del camino, Madeline tuvo una vislumbre de la gran
mansión.
—Eso parece.
Tanto Madeline como Thomasin estiraron el cuello para ver y se quedaron asombradas.
El arquitecto de Chalice Hall había estado borracho mientras hacía los planos y de pronto,
en un atisbo de sobriedad, se había esforzado frenéticamente por enmendar sus errores. Los
tres pisos de la mansión edificada en piedra de un rosa pálido relucían al sol como un
monumento al despropósito, con una torre redondeada en cada esquina y balconadas
ocasionales colocadas como al azar para eliminar cualquier clase de simetría. Una
asombrosa combinación de minaretes y cúpulas remataba la estructura. Por alguna razón
inexplicable —pretensión, tal vez—, las gárgolas sonreían burlonamente desde cada rincón
y fisura.
Madeline rió ante aquel grotesco desaguisado, con lo que se ganó una hosca mirada de
lady Tabard.
—Es absolutamente ridículo —trató de justificarse Madeline—. Un monumento al mal
gusto.
Lady Tabard se irguió en el asiento.
—No me parece que esté en situación de juzgar a aquellos que son mejores que usted.
—Madre, acaba de regresar a Inglaterra después de haber pasado cuatro años en el
continente —se atrevió a decir Thomasin—. Y es una De Lacy.
Así que Thomasin hablaba sin necesidad de que se la alentara a hacerlo. Y para
defenderla, además. Qué encantador. Madeline volvió a sonreírle.
La joven volvió nuevamente la cara para mirar hacia fuera.
—Es obvio que su excelencia salió beneficiada de la experiencia. Tiene ese aire de
majestuosidad que distingue a quienes poseen un gusto superior. —Lady Tabard lanzó un
fruncimiento de entrecejo a Madeline—. Pero dudo que los miembros inferiores de la familia
hayan sido bendecidos con su capacidad para la cultura.
—Su excelencia está muy bien cultivada —convino Madeline, afablemente y con leve
ironía.
—¿Está sugiriendo que yo no lo estoy? —replicó lady Tabard, volviendo a erguirse en su
asiento.
Madeline parpadeó ante aquella inesperada réplica.
Nunca se me hubiese ocurrido sugerir tal cosa. Lady Tabard no cejó en su acometida.
—Hace mucho tiempo que soy de la opinión de que la cultura no resulta apropiada en
una mujer. Por lo general, una mujer empieza leer, a razonar y a imaginarse que es igual que
un hombre, pero hay nada menos atractivo que una mujer con pretensiones de inteligencia
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—¡Por favor, lady Tabard! Mis hombres llevarán su equipaje a aposentos sin que sufra
ningún percance. A la señorita De Lacy debería permitírsele que se refrescara un poco
después de tan arduo viaje.
Aquello no le gustó nada a lady Tabard, pero Thomasin tomó brazo de Madeline en el
primer gesto de amistad que le ofrecía, ten Madeline estuvo segura de que no se trataba
tanto de amistad como de un desafío a lady Tabard.
—Eso sería muy apropiado, señor Rumbelow —dijo Thomasin, y es muy amable por su
parte pensar en el bienestar de mi acompañante.
—Muy apropiado —repitió lady Tabard, nada complacida de le llevaran la contraria—.
Naturalmente puede usted quedarse, señorita De Lacy.
Mientras cruzaban el gran vestíbulo con sus armaduras y sus armas amontadas en la
pared, lady Tabard dijo:
Supongo que somos las primeras en llegar.
— No. Rumbelow pareció levemente sorprendido—. No, he hecho tres grupos de
invitados ya se encuentran aquí. Lord y Achard y sus dos preciosas hijas llegaron a las diez de
esta mañana.
—¿De veras? ¿Tan pronto? —dijo lady Tabard con evidente disgusto.
Con una leve sonrisa, Thomasin bajó la mirada hacia el suelo.
—El señor y la señora Greene llegaron a tiempo para el almuerzo con tres de sus preciosas
hijas.
—¡Cielo santo! ¡Nunca me lo hubiese imaginado! —Exclamó lady Tabard—. ¡Tantas
jóvenes damas!
—Pues sí. No cabe duda de que soy el más afortunado de los caballeros, porque monsieur
y madame Vavasseur y sus cuatro hijas las precedieron por apenas media hora.
Ese último nombre inquietó a Madeline. Había conocido al ex embajador francés en
Viena hacía dos años. Vavasseur era un hombre elegante, bajito y con bigote, dotado de
los agudos ojos y la impecable memoria del diplomático experimentado, y Madeline tendría
que evitar encontrarse con él.
—¿Tomarán un refrigerio con nosotros? —preguntó.
Lady Tabard volvió bruscamente la cabeza y la fulminó con la mirada.
Rumbelow respondió sin inmutarse.
—Están arriba descansando de su largo viaje. Antes de llegar aquí tuvieron contratiempos
para eludir al ejército de Napoleón.
—Ya lo imagino.
Madeline se asombró de la compulsión por el juego de monsieur Vavasseur, porque era
uno de los hombres de Napoleón y si el gobierno descubría que se encontraba en suelo
inglés, él y su familia serían detenidos.
Rumbelow añadió por encima del hombro, aparentemente dirigiéndose a ella.
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Capitulo Cinco
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—Eso fue hace mucho tiempo —le dijo Gabriel a lady Tabard.
—¿Y no es cierto que lord Jourdain trató de escapar al continente sin haber pagado? —
preguntó Thomasin.
—Así fue, si la memoria no me engaña— confirmó mando asiento y ajustándose la raya
de los pantalones.
—Vos sabéis que lo hizo —dijo Rumbelow—. Lo detuvisteis en los muelles, lo aliviasteis de
todas sus posesiones y lo dejasteis seguir su camino.
—Hacia una vida de deudas e infelicidad —dijo Madeline.
Gabriel inclinó la cabeza con los ojos relucientes.
—Señorita De Lacy, no sé de qué estáis hablando. —La penetrante voz de lady Tabard
sonó más seca—. Ese caballero no se merecía nada mejor. Sé con toda certeza que era un
hombre perverso y malvado, capaz de llegar al asesinato si eso convenía a sus propósitos.
El tono y las palabras de su madrastra hicieron que Thomasin la mirase fijamente.
Madeline no sabía por qué lady Tabard estaba tan segura de la iniquidad de Jourdain,
pero lo que sí sabía era que con ella más vano abrir la boca. Fingiendo mansedumbre, bajó
la vista hacia sus dos entrelazados y se limitó a decir «Sí, milady». En aquel momento, hacía
cuatro años, Gabriel había intentado explicarle que lord Jourdain era un sucio canalla. A
Madeline eso le dio igual; sólo había visto la cruel traición de Gabriel, la prueba de que era
un jugador como su padre, y ahora no deseaba pensar de otro modo. No atrevía a pensar
que hubiera cometido un error. Con una prolongada inspiración que elevó su seno hasta
una temblorosa prominencia, lady Tabard llevó nuevamente la conversación hacia la
frivolidad.
—Pero es la historia de cómo lord Campion ganó aquella mano de cartas que ha pasado
a los anales de la historia del juego.
—Lo gané todo —admitió Gabriel—, pero perdí a mi prometida. Ella me rechazó, y luego
se fue de Inglaterra antes de que pudiera recuperarla.
—Ya he oído hablar de eso, pero mi esposo, el conde, sólo encontró interesante el juego.
—Lady Tabard se inclinó hacia delante, el brillo de la curiosidad en sus ojos—. ¿Por qué os
rechazó?
—No aprobaba el juego, y se tomó como una afrenta personal el que yo hubiera osado
ganar una fortuna a las cartas sin contar con su aprobación.
—¡Qué chica tan tonta! ¿Pensaba acaso que os podría controlar?
—Por curioso que parezca, lo cierto es que podía hacerlo. Del mismo modo en que yo la
controlaba a ella. Era un choque de voluntades muy fuertes que batallaban por ver cuál de
las dos terminaba ganando. Probablemente ha sido una suerte que pusiéramos fin al
compromiso antes de que nos hiciéramos un daño mutuo.
Madeline miró el suelo. Ella también había pensado eso, en los raros momentos en que
había pensado en Gabriel con cierta objetividad. Pero bajo aquella certeza había una
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dolorosa consciencia de que nunca encontraría a otro hombre que pudiera ver por debajo
de su sensibilidad hasta llegar a su pasión, y alimentarla... y saciarla.
—Me parece que la señorita De Lacy tiene la reputación de parecerse a su prima —dijo
Rumbelow.
Gabriel se inclinó y, empezando por los pies de Madeline, dio inicio a un largo y lento
examen que hizo acudir un intenso rubor a las mejillas de ésta. Cuando ambas miradas se
encontraron, él ya había examinado la forma de las piernas de Madeline a través de la del-
gada falda, las profundidades de su seno, la textura de su piel y todos los detalles de sus
facciones.
Madeline se puso tensa. El calor afluyó a su piel... por todas partes. Un dolor surgió en el
fondo de su vientre, creció y se difundió. La mirada de Gabriel la envolvía y la hacía
recordar...
«Nadie más tiene lo que tenemos nosotros, Madeline.» Y tomándola por los hombros, la
había mirado a los ojos mientras la penetraba lentamente. El dolor hizo que Madeline se
retorciera en un intento de apartarse, pero él la dominaba de un modo que ella no había
creído posible. «Esta clase de pasión ocurre una vez cada cien años —había dicho él en un
tono bajo y lleno de sensualidad y ahora tú quieres estropearla. —Ella volvió a tratar de
escapar, pero él la zarandeó—. Mírame. ¡Mírame!» Los ojos de él habían adquirido un gris
plúmbeo nacido de la furia o... o de una violenta pasión. Ella quería que aquello parase. El
dolor, ahora ya desvaneciéndose, el placer, creciendo inconteniblemente con cada nueva,
embestida. Si él no paraba, ella perdería el control... de nuevo. En un acceso de cólera,
aquel día se había traicionado a si misma. Pero aquello no era un acceso de cólera, aquello
era... Madeline no sabía lo que era, pero fuera lo que fuese él era dueño de ello, lo dirigía, y
era implacable.
—La dama que contraerá matrimonio con el señor Knight es mucho más hermosa que
esta joven —dijo Gabriel, y sonrió ante la pena de Madeline mientras su mirada volvía a
resbalar hacia el suelo.
Durante el examen al que la había sometido, los pezones de Madeline se habían erguido
contra su corpiño, y había tenido que apretar los muslos para contener el derretimiento
interior de su cuerpo. Gabriel se recostó en su asiento como si se sintiera muy satisfecho n los
resultados de la descarada apreciación que acababa de llevar cabo.
—Eso es exactamente lo que pensaba yo —asintió lady Tabard—. Su aspecto deja muy
claro cuál es la más noble de las dos jóvenes. La señorita De Lacy tiene un descaro en sus
modales y una tosquedad en su porte que revela una nobleza menor. Madeline pensó en
propinarle un puñetazo; después de haber do primeramente a Gabriel, claro está.
—Yo opino que es encantadora. —Rumbelow se inclinó ante Madeline con una sonrisa
que hubiera podido ganar su corazón, si no fuera un jugador y ella no fuera, en realidad, una
duquesa.
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—Diecinueve.
«Demasiado joven.»
—Se le dan muy bien los caballos. Ayuda a su padre a los criarlos, y está tan guapo
en mangas de camisa cuando cabalga sobre esas hermosas y nobles bestias... —
Evitando el montón de vestidos, Thomasin se dejó caer de espaldas sobre la cama y alzó
la mirada hacia el dosel—. Son unos criadores muy conocidos.
—¿De veras? ¿Los conozco quizá?
—Los Radley.
—Sí, sé quiénes son. Elevaron dice que figuran entre los mejores criadores de caballos
del país. —Y Elevaron tenía que entender de aquello, porque era una caballista
excelente..
—¿La duquesa dice eso? —Sentándose en la cama, Thomasin se golpeó la palma
con el puño—. Pues entonces se lo diré a mi padre Hasta que se casó con esa mujer, a
él le gustaba Jeffy. Pero esa mujer tiene aspiraciones.
—Haces que suenen como una enfermedad. —Madeline siguió planchando con
creciente confianza. Las arrugas iban alisándose hasta desaparecer. Como para todo,
para planchar sólo se requería un poco de sentido común.
—Es que lo son. A causa de ella, Jeffy y yo nos hemos visto apartado el uno del otro
y yo me he visto obligada soportar una temporada social.
El tono dramático que empleaba Thomasin estaba empezando a sacar de sus
casillas a Madeline. La joven demostraba carecer de sentido común, ese sentido común
que distinguía a Madeline, al menos hasta aquella horrible escena en Almack's.
Oh, ¿por qué estaba pensando en eso?
Ella sabía por qué. Porque había visto a Gabriel, y los viejos recuerdos estaban
minando su compostura. Con una profunda inspiración, decidió hacer frente a aquella
situación con madurez y gracia. Después de todo, ella ya había sabido que tarde o
temprano vería a Gabriel. El encuentro simplemente había tenido lugar... antes de o
previsto.
—Una temporada social no es algo tan terrible —dijo con tono jovial.
—Pero me veo empujada hacia alguien tan aborrecible como el señor Rumbelow.
—Sí, esas circunstancias familiares no son nada agradables. Supongo que el interés
radica en su gran fortuna, ¿verdad?
—Sí, mi querida mamá tiene muy buen ojo para el vil lucro. —Thomasin se recostó
sobre los cojines—. Pero al ton también le gusta mucho toda la historia romántica de sus
orígenes. Yo pienso que alguien debería investigarlos, pero nadie me escucha.
—Me parece que tienes razón.
Thomasin se incorporó de golpe.
—¿Sí?
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con los demás caballeros, así que no importará —Madeline siguió contemplando la
seda con ceño y se atrevió a hacer una pregunta—. ¿Tú entiendes algo de planchar?
—¿Qué pasa? —Thomasin se levantó de la cama—. ¿Por qué estás...? —Viendo la
seda, soltó una exclamación ahogada y dio un paso atrás—. Mi vestido nuevo. ¡Lo has
estropeado!
Thomasin se lo estaba tomando demasiado a la tremenda.
—Sólo este trocito.
—Forma parte de la falda. ¡Va delante! ¿Qué más da si sólo es un trocito? —Se llevó
las manos al pecho—.
—Esa mujer quiere que lo lleve esta noche.
Madeline la miró a los ojos.
—Si sabes cómo planchar el resto del vestido sin echarlo a peder, yo sé cómo salvarlo
y hacer de ti una de las mujeres que dictan moda. Créeme.
Thomasin la miró, la boca ligeramente abierta y los ojos llenos de incredulidad.
—¿Tienes una cinta? —Madeline se proponía reproducir el ingenio del que había
dado muestra Eleanor ante una emergencia similar en el pasado—. ¿Un trozo largo?
—Sí, por supuesto.
—Dámelo. No te preocupes, querida. Cuando anochezca, ya te habré dado tu
primera lección acerca de cómo convertir los limones en limonada.
Capitulo Seis
Madeline fue por el pasillo en busca de algo para colocar en el de la cinta rosa que
había creado para el vestido de Thomasin. Una auténtica flor, o tal vez... Madeline se
preguntó si algún la estaría dispuesto a sacrificar uno de los botones dorados de su
El arreglo había requerido toda la tarde y aquel tipo de cosas le daba tan bien como
a Eleanor, pero aun así creía haber hecho un trabajo excelente en lo que hacía referencia
a salvar el vestido y asimismo a la hora de convencer a Thomasin de que ocupara el
lugar que le correspondía dentro de la sociedad. Eso no quería decir que lady Tabard lo
comprendiera y se lo agradeciese, pero...
Su mano surgió de una puerta abierta, agarró del brazo a Madeline y la metió dentro
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de la habitación. Lo permitió únicamente porque sabía que era él. Lo supo por la manera
de tocarla. Lo supo por su atrevimiento.
Gabriel —dijo, dirigiéndole una gélida sonrisa—. Qué sorpresa más desagradable.
—Para ambos.
Gabriel cerró la puerta suavemente y Madeline pasó la mirad por los avíos
masculinos. Indudablemente era su dormitorio. Había una gran cómoda, un
tocador y un espejo de cuerpo entero. La cama era grande, lo bastante ancha
para acoger a dos personas en el caso de que Gabriel se procurase una amante.
Madeline se apresuro a apartar la mirada. Una puerta daba a uno de los balcones
de la mansión, y otra a un vestidor. Por las dimensiones de las habitaciones, y todas
las comodidades de que disponía, Madeline enseguida supo, que a Gabriel se lo
consideraba un invitado de honor.
—¿Qué demonios estás haciendo aquí? —le preguntó él, zarandeándola
ligeramente.
Madeline observó la mano de él en su brazo y, como Gabriel no la apartó, la
tomó entre dos dedos y se la quitó de encima como si fuera un insecto
particularmente desagradable.
—Me has obligado a entrar —dijo a continuación.
Él parecía estar preparándose para la cena, ya que llevaba pantalones negros
y calcetines, pero su camisa tenía el cuello abierto y un corbatín arrugado colgaba
alrededor de su cuello. Gabriel se alzaba sobre ella al igual que lo hubiese hecho
Dickie Driscoll en sus momentos más admonitorios.
—No juegues conmigo, Madeline. ¿Por qué estás en Chalice Hall?
—Te podría preguntar exactamente lo mismo. Después de todo ya has arruinado
la vida de un hombre quedándote con su fortuna. —No obstante, prefirió no seguir
por aquella línea de razonamiento después de la inesperada y vehemente defensa
de Gabriel que lady Tabard había hecho aquella mañana—. ¿Es que ya te la has
gastado toda? —añadió con sarcasmo.
Gabriel la examinó tal como había hecho en la sala, pero la atención que antes
había dedicado a su figura ahora pasó a concentrarla en su rostro.
—No has respondido a mi pregunta, así que formularé otra. ¿Por qué finges ser
la acompañante de esa boba?
Ella lo miró a los ojos, algo que no le resultó nada fácil. Gabriel siempre había
sabido ver las cosas muy claras, pero antes su agudeza visual se hallaba
atemperada por el afecto. Despojada de todo calor, ahora su mirada veía
demasiado, profundizando hasta la desdichada incertidumbre que tan raras veces
llegaba a experimentar Madeline... y que la estaba afectando en aquel preciso
instante. Se apartó nerviosamente de él .
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Magnus nunca faltaba a su palabra. Eso era un credo familiar, y sin embargo ella
lo había hecho.
—No deberías haber jugado a las cartas cuando conocías mis sentimientos al
respecto —le dijo.
—Lo que estaba realmente en juego era el poder, querida. Si yo no hubiera
ganado esa fortuna habrías dirigido nuestro matrimonio con mano implacable, del
mismo modo en que diriges la vida de todos los que te rodean.
—Pues ahora no tenemos ningún matrimonio —le espetó Madeline,
profundamente ofendida por su acusación—, y no dirijo la vida de nadie. Cuando
algo no va como es debido, simplemente tomo las medidas que otros son
demasiado perezosos para tomar.
—¿De veras? —Replicó Gabriel, ridiculizándola con su tono—. ¿Dónde está
Eleanor?
Ella fue a explicarse pero de pronto cerró la boca.
—Deja que lo adivine —dijo él. Siguió observándola mientras Madeline se
acercaba al tocador y acariciaba los cepillos con mango de de plata y el cuenco
para afeitarse—. Enviaste a tu prima a casa del señor Knight para presentar tus
excusas. Y lo hiciste porque siempre has dicho que es demasiado tímida, así que
ahora la has arrojado a unas aguas profundas para que nade o se hunda.
—No le pasará nada— dijo ella. No, a Eleanor no le pasaría nada.
—A menos que se ahogue. El señor Knight no es un caballero en ningún sentido.
Por un instante, la duda asaltó a Madeline. Luego recordó la bravura de que
había dado muestra Eleanor ante el fuego enemigo de los franceses y se
tranquilizó.
—Sabrá arreglárselas —dijo—. Es igual que Jerry. Tiene capacidades ocultas, y
lo único que ha de hacer es sacarlas a la superficie.
Gabriel hizo una mueca.
—Jerry —repitió.
—Jerry. Tu medio hermano. —Madeline sonrió al recordar el afecto que había
sentido por aquel muchacho tímido y encantador que tenía la misma edad que
ella y parecía mucho más joven—. ¿Qué tal está?
—Ha muerto.
—¡Muerto! —Madeline dio un tambaleante paso atrás, perpleja—. ¿Cómo? ¿Por
qué?
—Lo mataron en Trafalgar. —Los labios de Gabriel apenas se movieron, y sus ojos
eran tan verdes y fríos como el mar del Norte. —Entonces murió como un héroe. Un
comentario realmente estúpido, y que no le aportaba ningún consuelo a un
hermano afligido por la pena. A pesar de la aparente falta de emoción de Gabriel,
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Madeline sabía que estaba llorando la perdida de su medio hermano. Hijo de una
segunda esposa de su padre,
Jerry había adorado y emulado a Gabriel. Éste lo había protegido de los males
de la sociedad.
No tenían más familia, sólo el uno al otro.
—Un buen hombre perdido de la peor manera —dijo Gabriel. Finalmente
Madeline encontró las palabras que hubiese debido decir primero.
—Siento tu pérdida. Yo también lo lloro. —Y espontáneamente le tendió la mano
a Gabriel.
Él la miró y no movió ni un músculo.
Dejando caer la mano, Madeline se preguntó qué más podía decir, cómo podía
hacer que todo volviera a estar bien.
Pero eso quedaba más allá incluso de sus poderes; tenía ante ella a un hombre
ofendido y lleno de cinismo, y podría considerarse afortunada si escapaba ilesa de
su castigo.
—Lo siento —reiteró. La retirada se imponía, así que echó a andar hacia la
puerta, hacia la libertad—. Nuestra reunión ha terminado.
Gabriel se movió con esa peculiar y ágil gracia que hacía que las mujeres se lo
quedaran mirando y los hombres vacilaran a la hora de retarlo. Colocándose entre
ella y la puerta, insistió:
—Dime qué estás haciendo aquí, fingiendo ser una acompañante.
Madeline quedaría atrapada para siempre si no cedía. Pero ¿qué más daba ?
Gabriel no podría hacerle nada.
—Quiero impedir que mi padre tome parte en esta partida de cartas.
—Tu padre no está aquí.
—Lo estará. ¿O acaso piensas que tiene suficiente voluntad como para
mantenerse alejado de semejante evento?
—Quizá sí. Jugó muy poco durante todo el tiempo que pasaste fuera.
—Excepto para perderme a manos de un desconocido —repuso ella con
amargura.
—Fue tentado.
El mal genio y las sospechas de Madeline se removieron. —Sabes mucho acerca
de ello. ¿Estuviste allí? ¿Ayudaste a tentarlo?
Dando un paso hacia ella, Gabriel respondió:
—Yo no juego.
Aquello era tan falso que Madeline casi se quedó sin habla.
—La última vez que te vi, acababas de cobrar una presa. Ahora vas de camino
hacia otra.
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cicatrices en mi hombro allí donde me clavaste las uñas. —Su voz hacía que los
recuerdos aflorasen—. Toda esa fiereza, y tú pensabas que era rabia.
—¡Lo era!
—Era pasión.
Madeline no saldría vencedora de aquel combate. En el torbellino de
sensaciones que la había poseído aquella noche, no había reconocido ninguna
emoción. Todas habían sido nuevas y frescas, ásperas como vino recién salido del
lagar e igual de embriagadoras.
Madeline no había sido ella misma... o quizá no era la mujer que creía ser.
—Tú también estabas furioso.
—Lívido. No admitía que pudieses tirar por la borda lo nuestro...
—No tiré nada por la borda. —¿Por qué se obstinaba en dar tanta importancia
a un pasado que ya había quedado muy atrás—. No teníamos nada. Nada que
fuese real.
—Pues cuando ceñiste tus piernas alrededor de mis caderas y respondiste a
cada una de mis embestidas, todo pareció muy real.
—Basta —dijo ella e intentó taparse los oídos.
Agarrándola por las muñecas, Gabriel la obligó a bajar los brazos.
Su aliento le acarició la oreja, su voz ronca y demasiado profunda.
—Cuando te corriste, tu interior me aferró y me acarició como ninguna otra
mujer lo había hecho jamás.
Madeline intentó librarse de su presa.
—¡No me hables de otras mujeres!
—¿Celosa, querida? No tienes por qué estarlo.
¡Cómo odiaba Madeline esa sonrisa suya!
—Tu pasión hace que sea imposible superarte. —Sin soltarle las muñecas, la
envolvió con sus brazos para mantenerla inmóvil dentro de su abrazo—. Nunca
olvidaré aquellos sonidos que emitías... no los tenues sonidos propios de una dama,
sino auténticos alaridos de placer. Pensé que tu padre irrumpiría en la habitación
y nos obligaría a casarnos a punta de pistola.
—Mi padre no estaba en casa.
—No, por supuesto que no. Nunca se podía contar con él. Y con una amargura
que sonó tan profunda como un pozo, añadió—: Como de costumbre, ese bellaco
lo estropeó todo.
—Él no estropeó nada. Fuiste tú quien lo hizo.
—Vuelves a mentirte a ti misma. Tu padre nos separó. Intentas afirmar que fui yo
el culpable, pero es él quien te ha llenado de cicatrices.
Aquella astilla de verdad se clavó tan hondo que el dolor la obligó contener la
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respiración.
—¡Eso que dices es atroz!
—¿Lo es? —Como un gato inmóvil ante el agujero de un ratón, Gabriel la
observó en el espejo.
Madeline intentó soltarse.
—¡De acuerdo, lo admito! A causa de mi padre aborrezco el juego. Pero eso es
puro sentido común. He visto el daño que puede causar el juego.
—Sólo cuando lo dejas de controlar. ¿Me has visto perder el control alguna vez?
—Gabriel rió suavemente, y respondió a su propia pregunta—: Sí, lo viste en una
ocasión.
Traicionero, ávido de caricias, deseoso de volver a encontrarse entre los brazos
de Gabriel, el cuerpo de Madeline reaccionó... mientras ella miraba. Gabriel era
demasiado listo. Mientras la mantuviese abrazada de aquella manera, ella veía lo
mismo que él y no podía negar el rubor que había teñido sus mejillas, cómo sus
senos se hinchaban por encima del escote de su vestido azul, o el estremecimiento
que iba descendiendo a lo largo de su espalda.
Gabriel la atrajo inexorablemente hacia sí. Su calor la calentó como el sol de
Italia. Madeline sentía el pecho de él contra su espalda. Contra su trasero, sentía
la fortaleza de su deseo. Y en lo más profundo de su corazón, quería, deseaba, más
allá del sentido común y la autodisciplina.
—Maddie...
Ella había soñado con esa voz, con esa respiración abrasadora en su oído, y por
un instante cerró los ojos y fingió que el tiempo no existía, y que Gabriel era el amor
de su vida.
Pero entonces él dijo:
—Maddie, abre los ojos.
Cuando lo hizo, Gabriel la estaba observando con aquella intensidad felina.
Deslizó las manos hacia abajo hasta ponerlas sobre el dorso de las suyas. Las
levantó, las guió... y Madeline se encontró sosteniendo sus propios pechos.
Atónita, se debatió tratando de zafarse.
—No. Espera. Mira. —Aquella voz condenadamente seductora, su aliento
acariciándole el oído...
Y ella se quedó inmóvil, su mirada paralizada y cada uno de sus sentidos en
alerta.
Él la guió delicadamente. Con la punta de sus propios dedos, Madeline trazó
círculos alrededor de sus pezones. Con las palmas frotó la curva inferior. Y cuando
él hizo que sus manos apretaran su propia carne dolorida, Madeline gimió. Una vez.
Con un sonido corto y seco.
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No había manera de negar aquel gemido. Gabriel tenía su triunfo. Po día reírse
de ella si quería.
Pero él mantuvo los ojos entornados por la concentración y colocó los brazos de
Madeline alrededor de su propia cintura. Entonces las manos de él se alzaron para
darle placer. Las palmas de Gabriel le rodearon los pechos, sopesando su forma y
su peso... Tomándole los pezones entre el índice y el pulgar, se los pellizcó
ligeramente, apretándose contra ella para acrecentar el anhelo. Medio
desfalleciente de deseo, Madeline se debatía por girarse entre sus brazos, pero él
la mantuvo inmóvil, lamiendo su oreja para morderle levemente el lóbulo después.
La cabeza de Madeline se apoyó en el hombro de él. Cada inspiración que
hacía estaba impregnada por su propio deseo y la abrumadora pasión de él.
Las caderas de Gabriel se movieron en un lento contoneo, lascivo y sugerente.
—¿Te acuerdas de aquella primera vez? Tú eras virgen, Maddie, yo te hice
estremecer y suspirar. Ahora tu cuerpo está abierto a mí. Piensa... pie nsa en lo que
podría hacerte esta noche.
—No. —Gracias al cielo, Madeline todavía conservaba una pizca de sensatez—.
No.
Gabriel le dio la vuelta para ponerla de cara a él.
—¿No? —Esbozó una de aquellas sonrisas con demasiados dientes y sin
suficiente encanto—. ¿Durante cuánto tiempo piensas que podrías seguir
negándote si te besara?
—No.
—¿Si te besara así?
Acariciándole los labios con los suyos, Gabriel inflamó recuerdos de minutos
furtivos en el jardín bañado por el sol, de encuentros a medianoche f uera de una
sala de baile atestada. Madeline había besado a otros hombres durante su periplo
europeo: italianos, españoles, incluso un soldado francés que había desertado de
su unidad.
Porque otros hombres seguramente podrían borrar de su mente el recuerdo de
los besos de Gabriel. Pero no fue así. Ninguno de ellos besaba como él.
Ninguno de ellos se tomaba el tiempo necesario para reseguir la forma de la
boca de Madeline, para susurrarle ardientes palabras de amor, para abrir sus labios
y...
—Deja de pensar en ellos —murmuró Gabriel—. Piensa en esto.
Sosteniéndole la cabeza con un brazo, la inclinó hacia atrás y poseyó su boca
con una firme presión. Sus labios abrieron los de Madeline. Su aliento se deslizó
garganta abajo, llenando los pulmones de Madeline con su vitalidad. Ella lo
paladeó ávidamente, saboreó el regreso de una pasión que se había escabullido,
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de aquella mujer que había cautivado su alma para luego abandonarlo a causa
de... oh, no a causa del juego, sino por miedo. Madeline temía a cualquier hombre
al que no pudiese dirigir y controlar.
Despojándose del corbatín, Gabriel lo dejó caer encima del montón de ropa
blanca para lavar.
—Pues entonces quitaos la camisa y daos prisa. La primera llamada para la cena
no tardará en sonar, y queremos estar allí para ver a los jugadores. —MacAllister
recogió la ropa sucia y fue hacia el vestidor, para volver de él con una camisa
recién planchada—. Debí saber que al final permitiríais que esa mujer apartara
vuestra mente de la venganza.
—¿Porque soy un debilucho, quieres decir? —Sonriendo burlonamente, Gabriel
se puso la camisa.
—Más flojo que el agua, si permitís que esa joven vuelva a clavaros las garras.
—Estaba intentando hacerla marchar. —La sonrisa de Gabriel se aplanó—. Éste
no es lugar para una mujer.
En eso MacAllister estuvo de acuerdo.
—¡Están por todas partes! Doncellas y damas que corretean de aquí para allá,
preguntándome con sus voces chillonas dónde hay una plancha y cómo se hace
para avivar el fuego. ¡No sé por qué Rumbelow ha permitido que las mujeres
vengan a una partida de cartas!
—Querrás decir que no sabes por qué ha insistido tanto en que vengan.
—No me gusta —dijo MacAllister, pasando la camisa por encima de la cabeza
de Gabriel.
Gabriel entrevió el cuero cabelludo de su ayuda de cámara a través de los
escasos mechones pelirrojos que apenas le cubrían la pa rte superior de la cabeza.
—A mí tampoco. —Rumbelow era un auténtico canalla de pies a cabeza, pero
ni MacAllister ni Gabriel entendían por qué las familias de los jugadores se hallaban
presentes en una partida tan importante—. ¿Piensa valerse de la confusión creada
por las mujeres para hacer trampas en la partida? ¿Piensa raptar a alguna
muchacha...?
—He conocido a la joven lady Thomasin, muy hermosa y muy inocente. Justo el
tipo de chica que le gusta a Rumbelow.
—Y sin duda también es lo bastante estúpida como para que le guste Rumbelow.
—No lo creo. Pareció fugazmente deslumbrada por su encanto, pero tan pronto
Rumbelow desvió su atención, lady Thomasin empezó a mirarlo con muy malos ojos.
—Gabriel se había sentido bastante complacido ante el rencor que Thomasin
parecía albergar—. Es su madre la que quiere a Rumbelow para su hija.
—Mujeres —resopló MacAllister—. Nunca son lo bastante listas para ver el fraude.
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—No lo sé. —McAllister pasó un cepillo por los hombros de Gabriel —. Pero que
ella os distraerá.
—¿Madeline? —Pensó en la escena que acababa de tener lugar, cuando la
había estrechado entre sus brazos y le había demostrado que todavía lo deseaba.
Al mismo tiempo había demostrado que él también la deseaba, pero eso Gabriel
siempre lo había sabido—. Oh, te aseguro que lo hará. Disfrutaré de cada momento
de esa distracción.
Dando un paso atrás, MacAllister lo observó escépticamente.
—¿Qué pretendéis de la moza?
—Quiero que pague por lo que me hizo. Que pague la humillación y los años de
soledad en que hubiese debido estar a mi lado.
Madeline volvería a ser suya. Se entregaría totalmente a él, y cuando lo hubiese
hecho... Metiendo la mano en su valija, Gabriel sacó un guante de mujer,
amarilleado por los años y gastado por haberlo llevado consigo a todas partes.
MacAllister lo reconoció; sabía muy bien lo que significaba.
—Vuestro hermano...
Gabriel se volvió hacia su ayuda de cámara.
—¿Realmente crees que dejaré de vengar la muerte de mi hermano?
MacAllister se aclaró la garganta.
—Por supuesto que no.
—Me vengaré de Rumbelow. Y también tendré a Madeline de todas las mane ras
posibles. —Con una sonrisa que habría asustado a Madeline en caso de haberla
visto, añadió—: Mi vida será mucho más dulce gracias a eso.
Capitulo Ocho
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—¿Un toque continental? —El rojo subió por el robusto cuello, y los mofletes de
lady Tabard—. ¡Señorita De Lacy, yo difícilmente llamaría un toque continental a
eso!
Asumiendo un aire sumiso, Madeline dijo:
—Encontré tanta cinta plateada entre los avíos de lady Thomasin que enseguida
comprendí qué era lo que usted deseaba.
Los ojos de lady Tabard se desorbitaron mientras contemplaba la flor colocada
en la cinta sobre la rodilla de Thomasin.
—¿Qué dice...?
—Tenía usted razón, naturalmente. Este tipo de realce está haciendo verdadero
furor en Europa, pero desde mi regreso no he visto a ninguna joven que luzca dicho
estilo.
—¿Qué opinas tú, Zipporah? —preguntó lady Tabard. Zipporah se encogió de
hombros.
—Yo nunca sugeriría tal cosa —dijo.
—Por supuesto que no —coincidió Madeline con tono respetuoso—. Una
doncella de gran señora que conoce sus obligaciones tan bien como usted sabe
que semejante innovación sólo es para una joven debutante, no para una dama
que ya ha establecido su propio, estilo, como lady Tabard. Y por cierto que es un
estilo muy elegante. —Brevemente Madeline se preguntó si la fulminaría un rayo
por mentir tanto—. Lady Thomasin será la nueva sensación del ton —le aseguró a
lady Tabard.
Al fin había dicho lo apropiado, porque lady Tabard dio un paso atrás, volvió a
examinar el vestido y emitió una especie de siseo.
—Sí, ya veo a qué se refiere. Es bastante atrevido.
—¿Verdad que si? —terció Thomasin, dirigiendo una sonrisa a su madrastra.
Las cejas de lady Tabard se elevaron bruscamente y su boca esbozó fugazmente
lo que pareció una sorprendida sonrisa. Después sus cejas descendieron, y dijo:
—No te pases de la raya, hija mía. Ser la sensación del ton es una gran
responsabilidad para alguien tan joven como tú.
—Sí, señora —respondió Thomasin con apropiada sumisión. Iady Tabart
inspeccionó el atuendo de Madeline, un vestido de noche verde oscuro y sólo
adornado con un poco de trenzado verde alrededor del púdico escote. Madeline
había reñido a Eleanor por hacérselo llevar; pero ésta había replicado que era un
vestido muy apropiado para la acompañante de una dama.
Aparentemente lady Tabard estaba de acuerdo con ella, ya que asintió.
—Eso está mejor —dijo—. Muy aceptable, señorita De Lacy parece que si se
ocupa de mantener la compostura y la vestimenta apropiada estará con lady
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plateada con la cintura ceñida y relleno en los hombros. Todos los integrantes de
la familia eran unos pesados y unos estúpidos, pero no había ninguno en el que
dichas características fueran más visibles que en el joven Hurth.
El hijo mayor del barón Whirtard, Bernard, estaba haciendo caso omiso de las
argucias de la señorita Jennifer Payborn, la única hija del señor Fred Payborn, un
comerciante en carbones conocido por su escasa habilidad con las cartas y su
capacidad para recuperar inmediatamente sus pérdidas en su negocio. El señor
Payborn podía tener una suerte pésima en las cartas, pero poseía el toque del rey
Midas en lo referente a ganar dinero, y además estaba muy encariñado con su
querida hija.
Le compraría a Bernard si ella así lo deseara.
Le compraría su vida cuando tuviera que hacerlo.
En lo que a Rumbelow concernía, los Greene eran un sim pático par de bobos
que sólo servían para producir hijas, sonreír vacuamente y jugar a las cartas. Esta
vez, sólo el señor Greene iba a jugar— Rumbelow no quería que hubiese
distracciones románticas en la mesa de juego, así que sólo había invitado a
hombres a la partida—, pero sabía que la señora Greene había llegado a apostar
una propiedad entera a una carta.
Los jóvenes conversaban y flirteaban, haciendo cuanto podían para encontrar
una pareja rica y con título entre sus pares. Las damas mayor edad, madres y
matronas, permanecían sentadas juntas, tazas de té en sus manos mientras
evaluaban con aguda mirada descendencia y discutían sus perspectivas. Lord
Tabard había llegado durante la cena, y en aquel momento estaba sentado
escuchando a su vulgar esposa de baja cuna mientras esta le reprochaba la
ingratitud de su hija. Al parecer lady Thomasin Charlford, aquella rubia insípida, no
deseaba perseguir a Rumbelow tal como se lo exigía su madrastra. La mirada de
Rumbelow se detuvo en la joven. Cuando escapara de allí, se la llevaría consigo si
así lo deseaba, pero no la deseaba. No cuando podía tener —sonrió— a la futura
duquesa de Magnus. Ah, sí, su excelencia, Madeline de Lacy, se hallaba sentada
en un rincón, vestida de manera muy sencilla y esforzándose por mostrar dócil y
callada... una acompañante como era debido. Asistir a su débil intento por encajar
en el papel suponía una deliciosa diversión a Rumbelow. Se preguntó por qué
estaba ella allí.
¿Sería una travesura, un atrevimiento? ¿O andaba persiguiendo a lord Campion,
su amor perdido? Perdido, a juzgar por todas las fuentes, debido a su pro pía culpa.
Rumbelow lo pasaría en grande descubriéndolo, y no le preocupaba que ella lo
reconociera. ¿Por qué iba a hacerlo? Una duquesa inglesa por derecho propio no
prestaba la menor atención a un sirviente en un balneario belga.
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Y el de sirviente en un balneario belga sólo había sido uno de los muchos papeles
que Rumbelow había interpretado en su época. Había descubierto que después
de una gran estafa siempre era mejor pasar a un papel servil, porque quienes eran
muy ricos ignoraban a los sirvientes con una serenidad rayana en la estupidez. A
menudo, los criminales vivían bajo sus mismas narices. Raro era el noble que
observaba lo que ocurría debajo de su nariz.
Eso dirigió la atención de Rumbelow hacia lord Campion.
Campion mantenía apoyado un codo en la repisa de la chimenea mientras
contemplaba el fuego y bebía una copa de coñac, pareciendo un hombre al cual
le importaba un comino que su antigua prometida se encontrase sentada a menos
de cinco metros de él.
La mirada de Rumbelow se centró en él. Le había alegrado mucho que Campion
aceptase su invitación. Durante los últimos cuatro años nadie había conseguido
atraer al reservado jugador a una partida, y la presencia de Campion aseguraba
que todos aquellos que habían recibido una invitación la aceptarían. Ahora estaba
allí, y su apuesta inicial de diez mil libras se hallaba a buen recaudo en Ia caja
fuerte; pero Rumbelow no podía quitarse la molesta sensación de que había
pasado algo por alto.
Tal como con el resto de los presentes, había hecho que Campion fuera
concienzudamente investigado.
Campion no tenía familia. Su medio hermano había muerto en Trafalgar. Su
prometida lo había abandonado. Ahora vivía solo en su propiedad, utilizando su
fortuna para acumular una fortuna aún más grande.
El plan de Rumbelow no tardaría en dar fruto. Había tomado todas las medidas
necesarias para no correr ningún riesgo cuando aquello hubiese terminado se
embarcaría rumbo a Francia y se presentaría ante Bonaparte con unos cuantos
secretos de primera categoría obtenidos durante su breve etapa en el Home
Office. Era bueno disponer de una miríada de habilidades a las que recurrir, ha -
bilidades que le asegurarían un lugar seguro donde vivir y mucho honor.
El reloj dio las nueve. Poniéndose en pie, Rumbelow dio un par de palmadas.
—¡Atención! ¡Atención, por favor!
Todos callaron y se volvieron hacia él con expresiones expectante s.
Lo trataban como si fuera uno de ellos y, para un hombre que había nacido en
los miserables barrios bajos de Liverpool, el respeto de aquellas personas era un
triunfo particularmente raro.
—Deseo hablarles de los distintos acontecimientos que he organizado para
nuestra fiesta. —Rumbelow recorrió la habitación con la mirada posándola
brevemente en cada una de las mujeres y proporcionándoles con ello una ilusión
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de interés que más tarde, pensó halagándose a sí mismo, debatirían entre ellas —.
El desayuno será servido en el comedor, y les aconsejaría que estuvieran presentes
allí a las once, porque no querrán perderse nuestra excursión. Por la tarde he
preparado juegos y frivolidades... ¡en los acantilados que dan al mar! —Hizo una
pausa para los oohs y los ahs—. Jugaremos al tenis y al croquet. En este mismo
instante, mi cocinera está preparando una fabulosa cena que será repartida en
cestas y servida bajo las tiendas. Yo iré andando hasta los acantilados. Les invito a
todos a que me acompañen, pero he preparado carruajes para aquellos que no
quieran ir andando. Les prometo una tarde de lo más festiva, que será seguida
por... ¡un baile por la noche!
Más oohs y ahs.
—El baile tendrá lugar en el magnífico salón Azul de Chalice Hall. Todavía no me
atrevo a enseñarles la estancia, pero les prometo que está decorada de un modo
que seguramente les complacerá. Ardo en deseos de ver a nuestras he rmosas
damas vestidas con sus mejores galas.
Darnel alzó su monóculo y examinó a las jóvenes damas con un interés fin gido y
levemente ridículo.
Así que no quería que nadie reconociera su predilección.
Demasiado tarde, Rumbelow ya lo sabía.
—Y al día siguiente nos prepararemos... —Rumbelow hizo un ademán
ostentoso— para la Partida del Siglo. Todo el mundo aplaudió.
—La partida dará comienzo a las nueve de la noche en la Casa de la Viuda, no
muy lejos de Chalice Hall. Quienes se encuentran alojados en el ala Sur pueden
divisarla desde sus ventanas. He hecho preparar dormitorios para los que necesiten
descansar.
—Yo no lo necesitaré —dijo Darnel alegremente—. ¡En una ocasión estuve
jugando a las cartas durante tres días seguidos!
—No todo el mundo tiene su aguante, señor Darnel. Natural mente habrá
refrigerios disponibles en todo momento. Jugaremos hasta que tengamos a nuestr o
ganador. Preveo que eso requerirá de un día, así que... —volvió a hacer un gesto
con la mano y todo el mundo se inclinó hacia delante— mientras jugamos habrá
carruajes para que lleven a las familias a Crinkle Downs. El pueblo es pintoresco y
hay una iglesia realmente preciosa, así como un salón de té que sirve los mejores
pasteles que he tenido el placer de probar jamás. ¡A decir verdad, son los pasteles
del salón de té Two Friends los que me convencieron de que alquilara Chalice Hall
para la ocasión!
Las damas asintieron, especialmente la bastante entrada en carnes lady Tabard,
que disfrutaba de la comida con más entusiasmo de lo que se consideraba
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decoroso.
Rumbelow adoptó una expresión de malicia juvenil.
—Ya sé que no está nada bien, pero admito que espero ganar. Todos rieron, y
monsieur Vavasseur lo amenazó con el dedo.
—¡Non, non, está muy mal que el anfitrión abrigue semejantes anhelos!
—Un hombre tiene que estar loco, o ser un mentiroso, para no desear ganar cien
mil libras. —Rumbelow observó cómo los jugadores contenían la respiración con un
jadeo colectivo, cómo sus ojos, se iluminaban y les temblaban los dedos. Sí, estaba
haciendo lo correcto al obligarlos a esperar, al acrecentar la excitación. Estarían
tan concentrados en el juego que Rumbelow podría robarles la ropa que llevaban
puesta y ellos no se darían cuenta .Todos pueden conservar su apuesta previa
hasta el mediodía del día en que se empezará a jugar. En ese momento podrán
colocarla personalmente en la caja fuerte que hay en la Casa de la Viuda, y allí
permanecerá hasta que alguien lo gane todo al final de la partida.
Campion cruzó las piernas con aparente aburrimiento.
Rumbelow sabía cómo despertar su interés.
—Todavía nos falta un jugador. Como todos saben, las reglas dejaban muy claro
que si había probabilidades de que fuesen a llegar tarde podían reservar su sitio
enviando por anticipado su apuesta previa, y ese caballero así lo ha hecho. Pero
la partida empezará dentro de dos días a contar desde ahora mismo... —señaló el
reloj de péndulo— y si el caballero no ha llegado para el mediodía del día de la
partida, que será cuando todo el mundo deposite sus diez mil libras en la caja
fuerte, entonces perderá su apuesta.
Un suspiro colectivo recorrió a la multitud de invitados. La duquesa de Magnus
se irguió un poco más en su asiento, y su patética ilusión de mansedumbre se
desvaneció.
—Así que si ese jugador no ha hecho acto de presencia en el momento fijado,
declaro que los jugadores celebrarán una ronda preliminar para hacerse con esa
apuesta. —Un murmullo de excitación y placer llenó la sala, pero Rumbelow le puso
fin con una mano levantada—. La apuesta inicial de la que estoy hablando no son
diez mil libras. En realidad es un objeto que vale más de diez mil libras, de hecho,
ha sido valorado en más de trece mil libras. Las mujeres dejaron escapar
exclamaciones ahogadas. Los hombres murmuraron ávidamente.
—Así que esperamos que este jugador desconocido no llegue a tiempo —dijo
lady Tabard.
—Un pensamiento nada caritativo... pero sí. —Rumbelow se alisó el bigote.
Desde luego, a las damas les encantaría ser propietarias de ese objeto.
—Por favor, señor Rumbelow, ¿no nos dirá qué es? –preguntó la segunda hija de
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Capitulo Nueve
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un hombre inteligente. Ahora sabía que él había dejado alegremente diez mil libras
en manos de otro hombre. Qué estúpido había sido.
Aquello le importaba únicamente porque el lapsus de él indicaba otro en el
buen juicio de la misma Madeline.
Un lapsus que ayer se había visto agravado por su visita al dormitorio de Gabriel.
En pocos instantes, él había disipado toda su resolución de hacerle frente con
dignidad y sentido común. Bajo el flagelo de su lengua, todos los viejos
resentimientos de Madeline habían vuelto rugiendo, arrastrándola como un súbito
oleaje hacia aguas más profundas. Se estremeció al pensar en lo que hubiese
ocurrido si MacAllister no hubiera llegado en el momento justo. Había salido de
aquella habitación firmemente decidida a no permitir que Campion volviera a
acercársele nunca... hasta que oyó lo que Rumbelow había dicho la noche
anterior.
La tiara. Madeline tenía que recuperar la tiara de la reina. ¿Por qué, oh, por qué
había confiado en su padre cuando le dijo que nunca la apostaría? ¿Cómo había
podido enviar una tiara preciosa, una herencia familiar regalo de la reina Isabel I,
precediéndolo a una fiesta en la que se jugaría a las cartas sin ninguna garantía
de que se pudiera confiar en su anfitrión? Confiar alegremente parecía un error en
el que caían todos aquellos jugadores. ¿Y por qué ella no había ido a asegurarse
de que la tiara seguía a buen recaudo en la caja fuerte en Casa de la Viuda, la
había sacado de allí y la había escondido? Ahora si su padre no aparecía al día
siguiente al mediodía, tendría que pedir —no, suplicar—a Gabriel que la ganara
para ella jugando a las cartas.
Madeline nunca había deseado tan fervientemente que le fuese posible volver
la espalda al deber.
Una áspera voz masculina la llamó.
—¡Señorita De Lacy! Espere, señorita.
Madeline se volvió. Era el hombre al que había visto ayer en el sendero de
acceso a la casa, aquel hombre que la había mirado de un modo tan grosero.
Él se detuvo a su lado.
Asombrada y un poco inquieta al verse escogida de aquella manera, Madeline
preguntó:
—¿Sí? ¿Qué ocurre?
—Nada, señorita, sólo que he pensado que usted y yo podrías caminar juntos un
trecho. —Sus anchos labios sonrieron y sus azules se entornaron.
Sus dientes tenían manchas marrones, y de pronto, por la comisura de la boca
lanzó un escupitajo de tabaco sobre la hierba a un lado del sendero. Asqueada,
Madeline se preguntó si aquélla sería su versión de los modales a observar cuando
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no era una partida normal de al tenía que rescatar a su padre, al igual que a la
tiara de la reina.
Aquella partida podía terminar en... asesinato. El sol calentaba, pero a Madeline
la recorrió un escalofrío. Tengo que contárselo a Gabriel.
No. Espera. Podía manejar la situación por sí sola.
Con un suspiro, Madeline terminó admitiendo que aquello sólo era un deseo.
Necesitaba a Gabriel para recuperar la tiara de la reina lo necesitaba para que
actuara con vistas a detener la así llamada Partida del Siglo antes de que ocurriese
algo nefasto. No se preguntó por qué pensaba que Gabriel podía hacerse cargo
de todo, puesto que
Gabriel siempre demostraba un aire de capacidad que la hacía confiar en él.
Para ayudarlo, antes le sonsacaría la mayor información posible a Gran Bill.
Pero no pudo evitar sentir un momentáneo deleite cuando pensó en señalarle a
Gabriel la imprudencia de haber depositado su confianza y la apuesta inicial, en
un personaje de tan oscuro pasado como Rumbelow.
Gran Bill, obviamente es usted un hombre de grandes recursos. Él volvió a sonreír.
—¿Dónde has aprendido a hablar así?
—¿Así? ¿Así cómo?
—Como si fueses más grande que la más grande de las duquesas —dijo él,
contemplándola con franca admiración.
—La imperiosidad es un rasgo familiar —dio Madeline, y luego prosiguió sin darle
tiempo a que lo entendiera—. ¿El señor Rumbelow suele organizar partidas como
ésta? ¿Partidas con semejantes apuestas?
—Siempre se le han dado muy bien las grandes apuestas, pero ésta es la mayor
que ha habido nunca. Y se saldrá con la suya, ya lo verás. Ha pasado años
perfeccionando su plan.
Aquellas palabras pusieron la carne de gallina a Madeline.
—¿Su plan?
—Sí, y cuando todo haya terminado habrá mucho para repartir. —Hizo
chasquear sus tirantes—. Dentro de unos días, yo podría permitirme disfrutar de una
buena pieza como tú.
A Madeline nunca se la había descrito como una «buena pieza y no supo si
sentirse divertida u ofendida. Sabía que hubiese debido poner coto a las
pretensiones de Gran Bill, pero él le estaba dando una valiosa información, una
información que podía salvar fortunas. E incluso vidas.
—¿Cómo sabe que el señor Rumbelow va a ganar la partida? Las cartas son un
juego de azar.
Gran Bill soltó una carcajada.
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—Te aseguro que nosotros no dejamos nada al azar. Nada. Madeline contuvo la
respiración.
—No después de aquella vez en Scoffield cuando nos encontramos con un
cadáver en las manos —añadió Gran Bill—. No es que yo no me librara de él
enseguida, claro está, pero Rumbelow dijo que eso complicaba mucho las cosas.
Un cadáver. ¿O sea que Gran Bill había matado a alguien Madeline miró sus
dedos manchados, sus anchos labios, su pelo grasiento y supo que no podría
controlar a un hombre como aquel
Le gustara o no, había llegado el momento de batirse en retirada.
Con alivio, vio que Rumbelow se había separado de las jóvenes damas y estaba
gesticulando en su dirección.
—Creo que el señor Rumbelow requiere su presencia.
—¿Qué quiere ahora? —Gran Bill escupió todo el taco de tabaco, sacó de su
bolsillo una petaca y bebió un largo trago—. Parece como si se hubiera tragado
un atizador al rojo vivo.
«Apuesto a que se preocupa acerca de tu discreción... y tu manera de beber.»
Gran Bill le ofreció la petaca, pero ella rehusó con un estreme cimiento de
repugnancia. No podía sonreírle a aquel hombre. No después de su comentario
acerca de un cadáver.
—Ha sido muy agradable hablar con usted —dijo envaradamente.
Gran Bill le cogió la mano.
—¿Entonces te veré esta noche después de que hayas terminado atender a tu
señora?
«Menudo caradura», pensó ella, y dijo:
—No, lo siento.
—Tienes genio, ¿eh? Eso me gusta. Cuidado —dijo, llevándola al lado del
camino.
Los carruajes que transportaban las cestas de comida y a los in vitados
demasiado indolentes para caminar pasaron a su lado. En de ellos iban los Tabard.
—Mira, tu señora te está acuchillando con la mirada. Será mejor que me vaya
antes de que te meta en un lío.
—Sí, supongo que sí. —Madeline podría manejar sin problemas a lady Tabard
cuando llegara el momento, pero ese momento todavía había llegado.
Otro gesto de Rumbelow hizo que Gran Bill se alejara al trote. Lady Tabard en
efecto la estaba mirando con cara de muy pocos amigos, pero Madeline la saludó
agitando la mano, señaló con la cabeza a
Thomasin e indicó que lo estaba haciendo muy bien.
Como realmente así era. La joven dama se había tomado muy a o las
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instrucciones de Madeline y flirteaba como una mujer que hubiera nacido para
ello. Para los hombres más jóvenes, no había hecho falta más que una mirada
invitadora de sus límpidos ojos. Todas sus transgresiones pasadas quedar on
inmediatamente olvidadas y ahora los tenía a sus pies. Los calaveras habían
requerido un poco más de atención, pero en aquel momento, Thomasin caminaba
junto al señor Darnel.
Lady Tabard dejo de fulminarla con la mirada y se repantigó en el asiento,
hablándole volublemente a lord Tabard y señalando a Thomasin. Lord Tabard
asintió con aprobación mientras los carruajes seguían adelante.
Escrutando la larga hilera de figuras que se extendía por el camino,
Madeline consiguió localizar a Gabriel no muy lejos por delante de ella. Tenía
que hablar con él para que interviniese en su favor durante aquella partida tan
atroz y...
Con una risita, Thomasin volvió, cogió del brazo a Madeline y se lo apretó.
—Madeline, les gusto a todos los caballeros, y apenas si he de hacer algo más
que sonreír y comportarme como si ellos fueran interesantes.
—¿Qué? —Madeline se obligó a apartar su atención de Gabriel—. Oh, Sí,
naturalmente. Eres justo lo que quieren.
—Hermosa, joven y bendecida con una fortuna —recitó Thomasin. Con un último
y coqueto gesto de la mano dirigido a Darnel , observó—: El señor Darnel es muy
agradable, y dijo que mí vestido de anoche era la cosa más elegante que hubiera
visto jamás. Yo le dije que lo habías diseñado tú y quedó muy impresionado. ¡Quizá
podrías ganarte su interés y casarte con él!
—No estoy aquí para ganarme el interés de un hombre. Estoy aquí para
ayudarte. —Madeline sabía que Darnel no estaba interesado en las mujeres:
aquella mañana había conocido a su ayuda de cámara, y enseguida habí an
sentido un afecto mutuo basado en una mutua afinidad por las prendas delicadas.
—Pero estabas hablando con ese sirviente tan tosco de Rumbelow. —La
exquisita boca de Thomasin se frunció con reprobación—. Tú puedes aspirar a algo
mejor.
Madeline no dio crédito a la desfachatez de la joven. Recurriendo a su mejor
tono de superioridad, le dijo:
—Creo que soy yo la que te aconseja sobre lo apropiado acerca de tus
pretendientes.
—Pero si estás dispuesta a caer tan bajo como para conversar con ese tipo
grosero y repugnante, creo que eres tú la que necesita consejo acerca de sus
pretendientes.
Madeline parpadeó ante la opinión tan claramente expresada de Thomasin.
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Capitulo Diez
—Se os ve muy solo, milord. —Lady Thomasin le mostró sus hoyuelos a Gabriel
mientras se acercaba a él, remolcando a Madeline
Él alzó las cejas. Ya había reparado en la afición a flirtear de la dama, pero no
había imaginado que lo intentaría con él.
Entonces observó la expresión de Madeline. Ella tampoco había imaginado que
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lady Thomasin lo intentaría con él, y estaba claro que aquello no le gustaba nada.
Eso era razón más que suficiente para que Gabriel alentara a lady Thomasin.
—Para mí sería un deleite poder contar con vuestra compañía, lady Thomasin —
dijo haciéndole una reverencia. En una muy conspicua ocurrencia de último
momento, añadió—: Y con la vuestra también, señorita De Lacy.
Madeline le dirigió una seca sonrisa de labios apretados.
Excelente. Que probase un poco de la frustración que él había padecido
durante tanto tiempo. Gabriel esperó a que lady Thomasin estuviese caminando a
su derecha y Madeline se hubiese colocado detrás de ella, para volverse
rápidamente hacia Madeline.
—No, por favor, señorita De Lacy, camine junto a mí —le dijo—. He descubierto
que el hecho de que una mujer como usted siga mis pasos me pone nervioso.
—Sí, Madeline, únete a nosotros —dijo Thomasin.
Pareció que Madeline iba a negarse, pero Gabriel la cogió del codo y la hizo
andar junto a Thomasin.
—Por favor, señorita De Lacy. No sea tímida.
Tímida era una cosa que Madeline nunca había sido, y le lanzó una mirada
despectiva a Gabriel mientras él ocupaba su sitio al otro lado de Thomasin.
—Lo pasaremos muy bien mientras vamos de camino a los acantilados —dijo
Thomasin, sin percatarse de todas aquellas corrientes ocultas—. Madeline, tú
puedes contarnos acerca de tus aventuras el extranjero con la duquesa de
Magnus.
—Eso sería muy divertido —dijo Gabriel con un interés forzado—. Su excelencia
es toda una mujer, y podríais regalarnos con historias sobre su voluntariosa
obstinación.
Vio alzarse la mano de Madeline convertida en un puño. Si hubieran estado
solos, no le cabía duda de que le hubiese soltado un puñetazo.
Maldición, era bueno volver a ver a Maddie... volver a cobrar vida. Cuando ella
lo dejó, Gabriel había quedado totalmente perdido para nada que no fuesen las
obligaciones concerniente a sus propiedades y su país, y su hermano había
pagado el precio de ello. Entonces Jerry había muerto, y el corazón de Gabriel se
había marchitado,
No había sentido nada: ni placer, ni felicidad, ni ira, ni dolor. Su alma había
pasado a ser un erial, abandonada por el amor y liberada del deber. Había estado
solo de una manera en la ningún hombre debería estarlo jamás.
Ahora era consciente de cada latido de su corazón, cada inspiración de aire.
No había nada que deseara tanto como dirigir toda la potencia de su
concentración contra Madeline. Pero aquel asunto con Rumbelow tenía prioridad.
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No obstante, cuando hubiera terminado , Madeline podría contar con los dedos
de una mano los días de libertad que le quedaban.
Gabriel miró a Rumbelow mientras éste iba y venía entre sus invitados. Tantos
invitados, tantos incautos. El montaje organizado por Rumbelow le gustaba cada
vez menos. La noche anterior MacAllister había intentado entrar en la Casa de la
Viuda, y no había descubierto nada aparte de que los perdigones escocían mucho
cuando se encontraban con el trasero de uno. Aquella noche Gabriel llevaría a
cabo su propia investigación.
Mientras tanto, tenía a Madeline para que lo entretuviera.
El puño de ella bajó.
—Su excelencia es toda amabilidad.
—Sí, señor, cuando la conocí en la posada me pareció deliciosa —dijo
Thomasin—. Casi parecía tímida, y muy cariñosa, lo cual hizo concebir la esperanza
de que algún día podré llegar a ser una dama tan amable y delicada como ella.
—Thomasin se tapó la boca con la mano y sus enormes ojos se hicieron todavía
más grandes—. ¡Pero lord Campion, lo había olvidado! Dijisteis que hubo un tiempo
en el que estuvisteis prometido con ella, y el tema de su excelencia tiene que
resultar doloroso para vos. Os ruego que me perdonéis.
¡Cielos, aquella niña era una criatura de lo más agradable!
—No hay nada que perdonar —le dijo Gabriel—. El tema de la duquesa tiene
muy escaso interés para mí. Faltó a su palabra de contraer matrimonio conmigo, y
yo nunca me había esperado tal cosa. Porque veréis, el caso es que su familia se
enorgullece de que ellos siempre hacen lo que prometen y espero que ahora la
duquesa esté sufriendo el tormento de la culpa por haber puesto fin a una tradición
de siglos, así como por haber cambiado de parecer acerca de nuestro matrimonio
en el último momento.
—Y haberos roto el corazón. —La voz de Thomasin sonó llena de simpatía, y
también de asombro—. He conocido a la duquesa. Parecía tan agradable... Nunca
me hubiese imaginado que podía faltar al honor de esa manera, y ser tan cruel,
además.
Madeline resopló.
—Pero la señorita De Lacy no es la duquesa, y creo que sería delicioso oír algo
acerca de sus viajes —dijo Gabriel, y su mirada fue de la de Thomasin de ojos
enormes a la única mujer que era capaz de hacer hervir su sangre con la fiebre de
la pasión—. ¿Adónde fuisteis cuando abandonasteis Inglaterra, señorita De Lacy?
La respuesta de Madeline fue lo bastante seca como para rayar en lo grosero.
—A Turquía.
—Lo más lejos posible —dijo él, en un tono de aprobación que, estaba seguro
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Los caminantes salieron de entre los árboles para entrar en un claro cubierto de
juncia. Una serie de tiendas rojas y azules habían sido levantadas allí,
proporcionando cobijo a Ias mesas y las sillas ahora ocupadas por los jugadores y
sus esposas. Algunos integrantes de la generación más joven se habían sentado en
mantas extendidas sobre el suelo, y otros caminaban a lo de los acantilados donde,
justo debajo de ellos, las olas rompían, el horizonte se convertía en una delgada
línea azul y el océano se encontraba con el cielo.
Gabriel tardó un minuto en percatarse de que habían perdido a Madeline.
Volviéndose, la vio inmóvil y con el rostro iluminado por el gozo. Sus ojos danzaban
mientras seguía con la mirada hacia las aves que surcaban el cielo, y sus brazos se
elevaron ligeramente como si fuera a volar con ellas. El viento tiraba de sus cabellos
haciendo que asomaran por debajo de su sombrero, y hacía que su grueso vestido
verde se pegara a cada curva de su figura. Los relucientes mechones negros
ondeaban tras ella, y en aquel momento era más magnifica que cualquier figura
de senos desnudos en la proa de un navío que surcase los mares. Se glorificaba
abandonándose a la naturaleza, y naturaleza se glorificaba en ella. El corazón y la
mente de Gabriel vibraron ante la alegría de Madeline. Quería abrazarla, tenderla
sobre el abrupto suelo y cubrirla con su cuerpo. Quería dejar que la brisa los
acariciara mientras él la acariciaba a ella.
Emitió una carcajada corta y áspera.
Thomasin no lo entendería, como tampoco ninguna de las otras mujeres que
paseaban o estaban sentadas, los parasoles alzados para proteger sus blancas
pieles.
Pero los hombres sí que lo entenderían. Una rápida mirada alrededor le demostró
que él no era el único que había reparado en el éxtasis de Madeline. Si Gabriel no
tenía cuidado, Madeline descubriría lo fácil que era escapar a su influencia en los
brazos de otro hombre. Apresurándose a volver con ella, le cogió la mano y dijo:
—Venga conmigo, señorita De Lacy. No tengo intención de perderla. Ella lo miró
con ojos inexpresivos, absorta en el júbilo de hallarse cerca del borde de la
eternidad.
Gabriel vio el momento en que Madeline lo reconoció. Su mirada se agudizó, su
barbilla subió. El pasado de ambos, con todo el dolor y la disensión, tomó posesión
de la mente de Madeline. Nunca me has tenido.
—Te tuve —dijo él suavemente.
—No realmente. No de la manera que de verdad importa.
Eso era cierto. Pero él no volvería a cometer ese error. Poniendo la mano en su
espalda, la hizo avanzar de regreso hacia lady Thomasin, quien permanecía inmóvil
contemplándolos con asombro.
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Capitulo Once
Thomasin iba dejando escurrir distraídamente la arena entre sus dedos y miraba
cómo los sirvientes se llevaban los restos de comida y las damas sacaban sus
cuadernos de dibujo.
—¿Tengo que dibujar? Es aburridísimo.
—No si se te da bien —dijo Madeline mientras le entregaba la cesta del
almuerzo campestre al lacayo. Ambas estaban sentadas en la manta—.¿Cosa que
puedo adivinar no ocurre en tu caso? Thomasin le lanzó una mirada de soslayo.
—Para alguien que lleva toda su vida siendo una acompañante, eres bastante
animada.
Madeline se puso recta.
—¿Animada? ¿En qué sentido?
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Allí estaba otra vez. Un pasado compartido, y una empatía que no necesitaba de
palabras. Madeline no quería aquello, pero un vínculo semejante no podía ser disuelto
fácilmente.
De hecho ese vínculo era la razón por la que Madeline tenía la sensación de que
debía confiar a Gabriel la conversación mantenida con Gran Bill. Gabriel no quitaría
importancia a sus temores, y podría actuar basándose en aquella información.
Hablando en un tono más bajo, dijo:
—Te ruego me perdones los comentarios que hice durante nuestro paseo anterior.
No sabía que tomaste parte en la organización de la defensa costera. Es obvio que
supiste hacer un buen uso del tiempo mientras yo estaba fuera del país.
—¿Te estás disculpando por haber llevado a cabo aquella vivisección de mi
carácter, Maddie? —Repuso él con un gesto de odiosa diversión—. Quieres algo de mí,
¿verdad?
Así era, naturalmente, y el modo en que él acababa de recordárselo le planteaba
un nuevo obstáculo.
—¡No! Más bien tengo algo que contarte. Mientras veníamos hacia aquí, Gran Bill...
—¿Gran Bill?
—El sirviente del señor Rumbelow —explicó ella.
—Ah. Ese con el que estabas hablando. El que siempre está fanfarroneando y oculta
una pistola en su cinturón. —Madeline se quedó inmóvil.
—¿De veras? ¿Una pistola?
—¿Pensabas que era un buen hombre y un humilde sirviente?
—No, y si me haces el favor de estarte callado unos instantes, te explicaré por qué.
Gabriel se quedó callado. Muy callado.
Madeline se dio cuenta de que él volvía a inducirla a reflexionar. ¿Cómo lo hacía?
Gabriel siempre estaba hurgando dentro de ella, Pinchándola y examinando los
resultados como si se tratase de un experimento. Ella respondía demasiado a menudo
a esa manera de obrar suya —en ese mismo instante su temperamento ya estaba
empezando a agitarle la sangre—, y además tenía ese maldito favor que pedirle.
Reprimiendo su irritación, dijo:
—Gran Bill me contó algo que creo es un indicio de que va a haber problemas.
—Los problemas te siguen allá donde vas, querida Maddie. Ella apretó los dientes.
—Me dijo que el señor Rumbelow no proviene del Distrito del Lago, sino de Liverpool.
—Esperó a que Gabriel mostrara asombro, pero éste no hizo más que mirarla con
expresión altiva. Decidida a hacer vacilar su compostura, añadió—: Dijo que habían
crecido juntos, pero que al señor Rumbelow habían estado a punto de ahorcarlo.
Gabriel siguió caminando como si no tuviera ningún motivo de preocupación.
—¿Se lo has contado a alguien más?
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Capitulo Doce
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—¿Que le dijisteis qué? —MacAllister estrujó entre sus manos el corbatín recién lavado
y rígidamente almidonado—. ¡No podéis estar hablando en serio!
—Por supuesto que hablo en serio. —Gabriel le arrebató el corbatín, sacudió la
cabeza con incredulidad y arrojó a un lado la prenda estropeada.
—¿Le dijisteis a la señorita yo—soy— la—duquesa— y—no—lo—olvides que ganaréis
la tiara de la reina y se la entregaréis sin haberle dado un solo beso...? Esperad un
momento. —MacAllister lo contempló con los ojos entornados—. Apostaría a que aquí
ha habido algunos besos. Por parte de ella, claro está.
—Me conoces demasiado bien. —Extendiendo la mano, Gabriel esperó a que
MacAllister le diese un corbatín en condiciones.
—¿Así que ahora vais a utilizar un tiempo precioso, que deberíais dedicar a descansar
antes de la partida, para poneros romántico con una duquesa que ya os ha tratado
muy mal en el pasado?
—Yo no lo expresaría de una manera tan desalentadora, pero... sí. Me parece que
eso resume la cuestión
—Me gustaría saber qué tiene esa moza para anular vuestro sentido común con sólo
chascar los dedos. Siempre ha sido de las que crean problemas y siempre va a crearlos.
Pero vos no necesitáis mis problemas. ¡Especialmente ahora, cuando os encontráis tan
cerca de echar mano al cuello de Rumbelow y retorcérselo bien retorcido!
¿Problemas? En eso MacAllister tenía razón. Madeline significaba problemas.
—Libraos de ella —aconsejó su ayuda de cámara—. Enviadla bien lejos de aquí y
poneos romántico con ella en otro momento.
Gabriel se puso el corbatín alrededor del cuello y dio inicio al intrincado proceso de
anudárselo correctamente.
—Pues no quiere marcharse.
—¿Por qué no, maldita sea?
—Porque su padre todavía podría aparecer por aquí —dijo Gabriel, encontrando la
mirada de MacAllister en el espejo.
MacAllister torció el gesto. Sabía muy bien qué opinaba Gabriel del padre de
Madeline. Poco después de que ella hubiera partido hacia el continente, en un ataque
de rabia resultado de la embriaguez, Gabriel había expresado con vehemente
elocuencia lo poco que le gusta ha Magnus.
MacAllister, al que nunca se le habían dado muy bien las relaciones humanas, no lo
entendió.
—¿Le dijisteis que podían matarla?
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miembro de Gabriel en un calor tan apretado que él todavía despertaba soñando con
ella, estremeciéndose de deseo. Pero sin importar lo estrecha que fuese ella, él no le
había dado cuartel porque no podía —simplemente no podía detenerse. Madeline le
había pagado con la misma moneda, mordiéndolo e hincándole las uñas en la espalda.
Ella lo había marcado y él la había marcado a ella.
Luego lo había dejado.
—¡Maldición! —masculló, lanzando al suelo el corbatín. MacAllister le tendió otro.
—Si no prestáis atención, vais a acabar con todos.
Durante el acto amoroso, Madeline le había pertenecido por completo. Su ternura
interior lo había acariciado, sus caderas se habían elevado para recibirlo, sus piernas le
habían ceñido. Cada uno de los movimientos de Madeline hubiese podido estar
orquestado para darle placer, porque cada movimiento lo había acercado un poco
más al clímax de su vida. Su simiente se había derramado dentro de ella con una fuerza
tal que Gabriel había muerto de puro éxtasis. Y entonces había resucitado sin siquiera
retirarse de ella, para volver a hacerlo.
¡Santo Dios, menuda noche había sido aquélla!
MacAllister no paraba de mascullar mientras cepillaba la ele gante chaqueta azul
oscuro de su amo.
Gabriel no le prestó ninguna atención.
Entonces había visto a Madeline en Chalice Hall, orgullosa como siempre, alta,
hermosa, quizás un poco más delgada, y había empezado a padecer una erección tan
permanente que más de una dama casada se había percatado de ella y
generosamente se había ofrecido a satisfacerla. Pero Gabriel no sentía ningún deseo
de llegar a satisfacerla. Él sólo quería a Madeline, aunque poseerla era práctica mente
imposible. A menos que —sonrió lobunamente en el espejo— ella cediera a su chantaje.
MacAllister observó aquella sonrisa y no la aprobó.
—No podréis tener a la moza permanentemente. Su padre la perdió a manos de ese
americano.
—Knight se equivocó al suponer que ella irá a él. Sé muy bien cuál es su juego: hacer
que ella vaya a él es una manera de establecer el poder, sí, pero si su trofeo se dedica
a recorrer el país corre el riesgo de que alguien se lo arrebate. —Al diablo con la ética
del juego. Gabriel siempre había sabido que terminaría reclamando a Madeline, y
ningún otro hombre se le iba a adelantar.
—¿Cuándo perdisteis vuestros principios?
—No los he perdido. Simplemente he optado por no aplicarlos con Knight. Ganar una
esposa a las cartas es un modo condenadamente penoso de iniciar un cortejo.
—Los principios son los principios. No podéis descartarlos a voluntad, o no seréis mejor
que Rumbelow.
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acompañada por un suave derretirse entre los muslos de ella. Quería saber que si le
deslizaba la mano dentro de la falda y tocaba los pelitos rizados, éstos se hallarían
humedecidos por el deseo. Aquella tarde, cuando la había besado, Gabriel tuvo que
apelar a todas sus reservas de voluntad para no apretarla contra el tronco del árbol y
tomarla allí mismo. Y al infierno con todos los demás.
No lo había hecho porque era demasiado pronto y el lugar demasiado público.
—Eso está mejor.
Gabriel necesitó un instante para comprender que su ayuda de cámara hablaba de
su corbatín y luego dedicó otro instante a examinarlo en el espejo.
—Sí, ahora ha quedado bien. Pásame mi chaqueta y el cuchillo para llevar dentro
de la bota. —Cogiendo el guante amarilleado de encima del tocador, se lo llevó a la
nariz, aspiró el tenue aroma a cuero y a Madeline que todavía perduraba en él y
sonrió—. Y ahora, vamos allá.
Capitulo Trece
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propias acciones, seguía sintiendo una vasta desazón y, sí, culpa. Si Gabriel lo supiera,
se pondría muy contento.
—Pero no te preocupes acerca de la comparación con la duquesa —decía
Thomasin—. Tú eres muy atractiva, sobre todo con este peinado. Sólo te aconsejaría que
mantuvieras un poco más distancia cuando hables con lord Campion.
—Si pudiera hacer las cosas a mi manera, no volvería a hablarle nunca. —Si Madeline
pudiera hacer las cosas a su manera, no paga ría el precio que él exigía por la tiara.
—¿Lo ves? Ya vuelves a empezar. Te ofrezco un pequeño consejo desinteresado, y
tú me sales con una respuesta hostil. Si deseas que las personas no se den cuenta y, lo
más importante, que no murmuren acerca de ti y lord Campion, has de aprender a
presentar una fachada de indiferencia.
Ni siquiera Eleanor se había atrevido a sermonear a Madeline de esa manera.
Thomasin cambió de posición y le colocó unas horquillas más.
—No creo ser la única capaz de adivinar que tú fuiste la causa de la escena que la
duquesa organizó en Almack's.
Madeline no supo si negarlo o fingir que no la había oído. Después de todo, si su
padre no había aparecido para cuando diera comienzo la partida —y el que todavía
no hubiese aparecido ya empezaba a ponerla nerviosa—, se iría de allí y lo que pensara
Thomasin carecería de importancia.
Pero se encontraría con Thomasin en los círculos sociales, al igual que con lord y lady
Tabard. La reconocerían. Caerían en la cuenta de que los había engañado y,
especialmente Thomasin, se sentirían dolidos. Madeline le frunció el ceño a su reflejo.
Eleanor la había advertido acerca de aquello, pero ella no la había escuchado.
Muy bien. A su debido momento, buscaría a Thomasin y se lo explicaría todo. No, lo
primero que haría sería confirmarle que Jeffy no era un esposo apropiado. Se las
ingeniaría para que Thomasin recibiese una propuesta de lord Hurth, cosa que no sería
demasiado difícil teniendo en cuenta que él estaba todo lo encaprichado de ella que
podía llegar a estarlo un Hurth. La joven lo rechazaría, y eso abriría la puerta a más
propuestas y más rechazos. Entonces Madeline le encontraría a Thomasin una pareja
apropiada y los empujaría hacia el matrimonio. Thomasin olvidaría cualquier clase de
animosidad que pudiera sentir hacia Madeline y todo iría bien. Sí, Madeline tenía el
futuro de Thomasin en sus manos.
Ojalá tuviera tan controlado su propio futuro. Lo había tenido... antes de acudir a
aquella fiesta. Ahora necesitaba un plan distinto pira recuperar la tiara aparte del de
entregarse al pecado con Gabriel. Otra vez.
—¿Tienes frío? —Preguntó Thomasin—. Se te ha puesto carne de gallina.
—Qué curioso —respondió, y pensó todavía más desesperada mente que antes que
necesitaba un plan. Pero tras haber vuelto a la casa, traerle el agua del baño a
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amargura.
—Antes nunca me había tenido a mí aconsejándola —replicó Madeline tajante—.
Puede que yo no conozca los estilos de peina do, lady Tabard, pero conozco la alta
sociedad.
Capitulo Catorce
—¡Tenía usted razón, querida señorita De Lacy! —Lady Tabard se detuvo junto al
asiento de Madeline, colocado detrás de las jóvenes a las que ningún caballero
prestaba atención y de las matronas, junto a la pared del fondo del salón de baile—.
Thomasin es la estrella del baile.
Madeline no subestimó la concesión que acababa de hacerle lady Tabard. Hubiese
apostado que lady Tabard decía «¡Tiene usted razón!» Con muy poca frecuencia. Con
lo que esperaba fuese la humildad adecuada, replicó:
Gracias, milady. Para mí ha sido un placer poder ayudaros. Lady Tabard señaló la
pista de baile, donde las parejas evolucionaban en una divertida danza campesina.
—Me parece que el señor Rumbelow la está mirando muy favorablemente dijo— Ésta
es la segunda vez que baila con mi hija.
—Lord Hurth también la está mirando favorablemente, y proviene de una familia
antigua y muy respetada. —La animada música hacia que el pie de Madeline siguiera
el compás debajo de la falda—. Lady Thomasin parece muy interesada en un joven...
no consigo acordarme de su nombre...—Fingió ignorancia
—Jeff Radley —dijo lady Tabard en un tono que presagiaba catástrofe—. Un joven
Lotario.
—Thomasin sólo tiene palabras de elogio para él.
—Por supuesto. —Lady Tabard bajó la voz—. Es apuesto y baila bien. También flirtea
con cualquier joven que se cruce en su camino, y este año ya le ha declarado su amor
a tres muchachas distintas. Ese enlace nunca saldría bien.
Tal como había sospechado Madeline.
—Entonces naturalmente tiene usted razón —dijo.
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—Es muy generoso por su parte decirlo —replico lady Tabard acerbamente.
Madeline tenía que dejar de comportarse como la duquesa que era. Eso le estaba
produciendo acidez de estómago a lady Tabard.
—El señor Rumbelow es inmensamente rico. —Lady Tabard señaló el salón de baile,
lleno de flores y animado por la charla de treinta y cinco invitados y las melodías tocadas
por un violín, una flauta dulce y un violonchelo—. Se rumorea que sus ingresos ascienden
a veinte mil libras al año
Madeline apretó los labios.
—¿De veras? —Prolongó las palabras, y su duda con ellas, hasta que lady Tabard
repuso:
—¿No lo cree así?
—Nunca había oído hablar de él antes, y soy una De Lacy.
—Bueno... sí, pero... —Lady Tabard se llevó la mano al seno como una gallina clueca
alisándose las plumas—. ¡Ha organizado una auténtica exhibición de riqueza, y es el
anfitrión de esta fiesta!
—Ciertamente, pero ¿cuántos hombres han hecho exhibición semejantes y ahora
están completamente arruinados? —Antes de que lady Tabard pudiera responder,
Madeline alzó la mano— . Podría equivocarme, pero me gustaría conocer su linaje.
—Bueno... sí, eso estaría bien. No obstante, estoy segura de que es una de las figuras
más respetadas del ton.
Pero lady Tabard arrugó el entrecejo mientras veía cómo 'I'homasin evolucionaba
entre los brazos del señor Rumbelow. A continuación se alejó, la mirada resueltamente
posada en su marido.
Madeline se relajó y se dedicó a contemplar a los bailarines. Lady Tabard no era
exactamente la mujer horrible que había pensado en un principio. Su vulgaridad no
había disminuido en lo más mínimo, pero tenía buen ojo para los candidatos a esposo y
quizá sentía un oculto cariño por Thomasin. Eso era bueno. Madeline no sentía ningún
deseo de vérselas con una madrastra malvada. Habiendo sembrado la duda en lady
Tabard, ya había cumplido con su responsabilidad hacia Thomasin.
Ahora podía ocuparse de sus cosas. Contempló con expresión sombría cómo Gabriel
atravesaba el salón de baile en dirección a ella, plato en mano. Madeline todavía no
había podido pensar en otro modo de recuperar la tiara que no fuera conseguir que
Gabriel se encargase del asunto, y tampoco tenía otra cosa que ofrecerle —hizo una
profunda inspiración— que ella misma.
—Señorita De Lacy, he pensado que quizá le gustaría disfrutar de algunas de las
exquisiteces que nuestro anfitrión ha tenido la gentileza de ofrecernos. —Con una
reverencia, Gabriel le tendió una servilleta y un plato con una selección de preparados
culinarios específicamente escogidos para tentar el apetito de Madeline. Al parecer
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Greene y con las cuatro hijas de los Vavasseur. La lista pareció interminable, ya que la
fiesta estaba llena de jóvenes damas luciendo vestidos de tonos pálidos que relucían y
se pegaban al cuerpo. Madeline se alegraba de que Gabriel se aburriese. Con todo, si
se enamoraba de otra ya no estaría interesado en ella.
Gabriel la contempló masticar un macarrón con tanta concentración como la que
había dedicado antes al pastelillo de limón.
—Por cierto, monsieur Vavasseur dice que te conoce, y te identifica como la
duquesa.
Madeline se atragantó y tosió. Cuando se hubo recuperado, dijo:
—Creía que no me había visto.
—Al parecer se fijó en ti esta tarde, cuando me estabas mandando al infierno y luego
durante el trayecto hacia el acantilado.
—¡No te estaba mandando al infierno! —Gabriel no debería utilizar semejante
lenguaje—. ¿Hasta dónde se ha extendido la voz?
—Le oí asegurar que te conocía cuando devolví a su hermosa hija después de
nuestro baile.
—¿De qué hermosa hija me hablas? —repuso Madeline con malvado deleite.
— ¿Qué?
—Monsieur Vavasseur tiene cuatro hermosas hijas. ¿De cuál estás hablando?
—Pues no tengo ni idea. No estoy interesado en esas memas, sólo estoy interesado
en ti.
—Oh. —Los labios de Madeline formaron la palabra, pero no dispuso del aliento
necesario para hablar. Había querido burlarse de él, pero Gabriel había respondido con
su franqueza habitual.
Satisfecho al ver que la había reducido al silencio, él añadió:
—Creo que he conseguido atajar el rumor. Le aseguré a monsieur Vavasseur que
había estado prometido con la duquesa y que ciertamente la reconocería. —Alzó la
vista y pareció observar a los bailarines, pero Madeline sabía muy bien que había
centrado su atención en ella—. Naturalmente, no dije que tú eras la duquesa, me limité
a decir que la reconocería. Hay que esperar que monsieur Vavasseur no repare en la
contradicción.
—Porque no podemos consentir que tú vayas por ahí mintiendo —dijo Madeline
sarcásticamente.
Gabriel se volvió hacia ella.
—No. No podemos.
Cualesquiera que fuesen sus provocaciones, ella tenía que mostrarse amable con él.
Aparentemente Gabriel le leyó la mente, porque preguntó:
—¿A cuántos hombres besaste mientras estabas en el extranjero?
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—¡Chist! —Madeline miró a las matronas y las jóvenes que se habían quedado sin
pareja de baile y siseó—: ¿Estás buscando mi ruina?
—En absoluto. Es una pregunta de lo más razonable.
La indignación se impuso al sentido común, y Madeline repuso:
—¿Qué te hace pensar que besé a algún hombre?
—Te conozco —dijo Gabriel—. Venga, ¿a cuántos hombres besaste intentando
quitarte mi sabor de tus labios?
¡Qué engreído podía llegar a ser!
—A montones. Tuve un hombre en cada población.
—Oh, Madeline...
La incredulidad de él la hizo resoplar.
—De veras. Lo hice. No eres el único hombre al que le gusta besarme.
—La mayoría de los hombres te temen demasiado para atreverse a intentarlo.
Venga, dime, ¿a cuántos hombres besaste?
—A docenas.
Gabriel agitó un dedo reprobatorio delante de su nariz, lo cual quería decir que
Madeline había excedido el límite de su credulidad.
—A una docena —corrigió ella.
—Eso está mejor.
Madeline no sabía por qué se empeñaba en mentir, excepto... bueno, despreciaba
esa seguridad en sí mismo tan propia de Gabriel. Necesitaba poner fin a aquella
conversación pero, como un bulldog, él no la soltaría hasta obtener la verdad. Comió
una tartaleta de manzana, se quitó las migajas de los dedos y alzó la barbilla hacia
Gabriel.
—Besé a cinco hombres.
—¿Cinco? ¿Nada más?
Por un instante, su tono burlón la devolvió al tiempo en que habían estado
desesperadamente enamorados el uno del otro y, como una colegiala, Madeline deseó
volver a estar allí.
—Cuatro y medio.
Con una risa que sonó un poco oxidada por la falta de uso, él preguntó:
—Entre ellos había un enano, ¿es eso?
—Sí. Le di medio beso. No me gustaba. Tenía unos dientes horribles y fumaba puros.
—Lo lamento —repuso Gabriel. Sus anchos y lisos labios sonreían, sus ojos eran tan
verdes como los árboles y el modo en que la miraba la hacía sentir débil y mareada.
¿Cómo se las arreglaba para conseguir todo aquello y distraerla de su sentido
común?—. ¿Y con cuántos hombres te acostaste?
—¡Insolente!
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—¿Cuántos?
Con esa palabra, Gabriel le propinaba una bofetada de celos que la hizo ruborizar.
Dejó el plato en el suelo y, cuando se incorporó, fingió que su rubor era resultado de
haberse agachado.
—Las matronas nos están observando y murmuran.
—Responde y te dejaré en paz.
¿Cómo podía haber creído que estaba enamorada de un hombre tan insoportable?
Las damas no le quitaban ojo.
—Con ninguno. Eleanor nunca me lo hubiese permitido. —Madeline no deseaba a
ningún otro hombre, pero no se lo diría a Gabriel.
—¿Fueron tus ridículas exigencias las que no te permitieron acostarte con ellos?
Madeline tenía que descubrir otra manera de hacerse con aquella tiara. Un plan muy
audaz cobró forma en su mente. Quizá podría... pero no. Eso sería peligroso.
Volvió a mirarlo. Él era peligroso, desde luego. Vuelto hacia ella en su asiento, con
aquellos hombros tan anchos y aquella cintura tan delgada, Gabriel se veía apuesto,
atrevido e increíblemente deseable.
Sí, tenía que recuperar la tiara sin la ayuda de Gabriel, y si la única manera de hacerlo
era robándola, entonces la robaría.
—Después de la experiencia que tuve contigo, la verdad es que me he vuelto de lo
más exigente. —Su devastadora réplica no pareció hacer mella en Gabriel.
—Así que besaste a cuatro hombres y medio y no te gustó, y no te acostaste con
ninguno. Se podría suponer que sigues prendada de mí.
—Se podría suponer que, debido a ti, he quedado lo bastante harta de los hombres
para el resto de mi vida —repuso ella—. Eres infantil, impulsivo, irresponsable...
Gabriel apretó los labios en una delgada y sombría línea.
—Es a tu padre a quien estás describiendo, no a mí.
—¿Existe alguna diferencia?
—Sí.
La seca réplica de él hizo que Madeline empezara a formularse preguntas, como le
ocurría siempre. ¿Por qué su padre le gustaba tan poco a Gabriel? Su padre solía caerle
bien a los hombres. Era un tipo muy alegre que bebía, jugaba a las cartas y hacía
locuras. ¿Qué era entonces lo que había en lord Magnus que tanto desagradaba a
Gabriel?
Él la observó centrarse en su padre, el hombre al que ella le importaba tan poco que
la había perdido jugando a las cartas con un americano de las colonias.
—Mi padre aún no ha llegado —murmuró Madeline, y recorrió el salón con la mirada
como si esperase ver entrar de pronto a aquel hombre de rostro enrojecido y aspecto
de toro, para empezar a palmear a los caballeros, besar en la mejilla a las damas y,
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que no fuese cortejarla. Gran Bill siempre había sido un estúpido, y además un estúpido
que bebía demasiado, si bien nunca vacilaba ante el robo o el asesinato. Por eso
Rumbelow lo mantenía cerca de él y lo utilizaba frecuentemente. Antes nunca había
pensado en Gran Bill como la clase de estúpido que pudiera llegar a resultar peligroso,
pero si él le había contado a la señorita De Lacy cualquier cosa que hubiera hecho
vacilar su confianza en la fiesta o en Rumbelow, ésta no daba ninguna muestra de ello.
Así que quizá sólo eran imaginaciones suyas.
Y quizá Gran Bill tendría que ser eliminado en cuanto aquel golpe hubiera concluido.
Rumbelow suspiró. Siempre costaba decir adiós a los viejos amigos, pero el dinero
mitigaría el dolor de la despedida.
El alto, elegante y tranquilo lord Campion estaba charlando con monsieur Vavasseur.
Campion tenía toda una reputación de implacable, y además era uña y carne con el
Home Office inglés, organizando defensas costeras y haciendo Dios sabía qué otras
cosas por su país, pero el Home Office nunca se interesaría por un simple estafador. Así
pues, ¿qué pretendía realmente Campion?
Fuera lo que fuese, la duquesa había conseguido distraerlo. Campion sabía la verdad
acerca de lady Madeline. ¿La delataría ante los invitados? Rumbelow no lo creía. No
hasta que consiguiese hacer realidad su objetivo de llevársela a la cama. Entonces, y
de eso Rumbelow estaba seguro, Campion se cobraría una pequeña y placentera
venganza.
Eso ciertamente era lo que habría hecho Rumbelow.
Su mirada se entretuvo en la magnífica figura de la duquesa. Acostarse con ella sería
muy agradable, y si los rumores eran ciertos, además ya tenía experiencia. No habría
ningún gimoteo inocente por parte de ella, aunque a veces a Rumbelow le gustaba esa
parte. En cambio, encontraría el placer de estar poseyendo a una duquesa.
Y eso era algo que merecía la pena.
Capitulo Quince
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De Kerea y Sofia para Meca
Levantándose de la cama sin hacer ruido, fue a mirar a Thomasin. La joven dormía
profundamente, agotada por su triunfo en el baile, donde había sido agasajada y
disputada por los caballeros y envidiada por las demás jóvenes.
Yendo a la ventana, Madeline separó las gruesas cortinas. Fuera la oscuridad era casi
total, iluminada sólo por la tenue claridad de las estrellas. Las nubes desfilaban
velozmente en el cielo, desgarradas por el viento, y todo parecía silencioso y desierto.
Madeline hizo una satisfecha inspiración. Desde allí podía ver los contornos de la
Casa de la Viuda, una casa de dos pisos que se alzaba detrás de Chalice Hall, un poco
hacia la derecha. Ni una sola luz brillaba en sus ventanas. La casa esperaba la partida
del día siguiente por la noche... y a Madeline esa misma noche.
Sacó su pistola de su baúl y la cargó con pólvora y una bala de plomo. Luego la
deslizó en la funda especial que había hecho con terciopelo negro y se la ciñó en la
cintura. No pensaba utilizarla, pero cuando tenías intención de volver a robar tu propio
tesoro, un tesoro que sin duda estaría protegido por algún que otro bergante, debías
estar preparada para cualquier eventualidad. Con un trocito de papel hizo un cono, lo
llenó de pólvora y dobló hacia abajo la parte de arriba. Uno de los soldados franceses
que había conocido le había enseñado el truco de cómo volar una cerradura.
Madeline siempre había pensado que algún día le sería de utilidad y ese día había
llegado.
Finalmente, se guardó el pedernal en el bolsillo junto con el resto de una vela, se puso
el sombrero más oscuro de Eleanor, uno con un ala bastante ancha que dejaba su rostro
sumido en la sombra, salió sigilosamente de la habitación.
Mientras iba por el pasillo, oyó cómo el reloj daba las tres y se tuvo por afortunada al
no toparse con ningún caballero encaminándose de puntillas hacia el adulterio.
Extremó la precaución al pasar por delante del dormitorio de Gabriel. Aquel hombre
poseía un sexto sentido en lo referente a Ias intenciones de ella, y Madeline dudaba
mucho que fuera a aprobar las ahora. Tampoco le importaría que él mismo no le hubiera
deja do elección. Se enfurecería, exigiéndole que desistiera de sus propósitos y
probablemente querría recibir el pago por un trabajo que no había llegado a realizar.
Apretó el paso, huyendo de la tentación. La exigencia de Gabriel de que le pagara
sus servicios con su cuerpo había indignado a Madeline, y la leve sensación de júbilo
que ella había experimentado cuando él presentó su demanda aún la llenaba de
mortificación. Madeline negaba esa sensación, y lo haría hasta el día de su muerte.
Secretamente podía admitir que deseaba a Gabriel, pero no se dejaría reducir a la
impotencia. Una amarga experiencia le había enseñado la miseria de la vulnerabilidad,
y el tiempo le había dado sabiduría.
Por consiguiente, cuando recuperase la tiara no malgastaría un tiempo precioso en
alardear de su hazaña ante Gabriel. En lugar de eso, y por una vez, Madeline haría lo
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Tras cerrar la puerta, Madeline avanzó, rogando no chocar con ningún mueble.
Tomándose su tiempo, cruzó madera y alfombra, cuando sus ojos se habituaron a una
oscuridad todavía más densa, divisó el camino hacia el interior de la casa. Se preguntó
si tendría que utilizar el trozo de vela para localizar la caja fuerte. Sin duda tenía que
estar en la sala de juego, pero ¿dónde estaría la sala de juego ? En la biblioteca o la sala
de estar, algún lugar amplio y suntuoso donde los hombres pudieran apostar enormes
sumas creyéndose invulnerables.
Madeline entró en la siguiente habitación, lo bastante grande pero desprovista de
mobiliario, y la atravesó sin ninguna dificultad. Comprendió que había llegado a su
objetivo en la habitación contigua. El olor del tabaco impregnaba la atmósfera.
Madeline encontró cinco mesitas, sillas de respaldo recto y asientos más grandes pro
vistos de cojines. Buscó la caja fuerte. Sus pantorrillas chocaron con la otomana.
«¡Merde!», susurró, e incluso eso pareció sonar demasiado alto en el silencio de la casa.
Finalmente sus manos tocaron el frío metal de la gran caja fuerte. Le llegaba a la altura
del muslo y era de acero macizo. Madeline pasó los dedos por la parte delantera,
resiguiendo el contorno de la puerta hasta que encontró el mecanismo de cierre. Metió
la mano en su bolsillo y cogió el trozo de vela...
Una puerta se cerró en algún sitio detrás de ella.
Madeline dejó caer la vela, buscó rápidamente en el suelo la encontró y se la guardó
en el bolsillo. Oyó voces de hombre, una discusión, y se apresuró a empuñar la pistola.
Una luz brilló a través del vano de la puerta, acercándose cada vez más. Madeline se
acurrucó junto a la mesa. Contuvo la respiración y esperó que nadie oyera el palpitar
de su corazón.
—Le digo que sus invitados llevan todo el día husmeando, mirando por las ventanas
y probando a abrir las puertas. Y he visto entrar a alguien en la casa.
Gran Bill. Madeline reconoció aquella voz, aunque su tono había cambiado de la
jactancia al servilismo.
—La puerta estaba cerrada. Todo está tal como debería estar. —La voz de
Rumbelow sonaba seca y fría.
Las cejas de Madeline se elevaron. ¿La puerta estaba cerrada? Ella no la había
atrancado después de entrar. ¿Cómo había ocurrido eso?
—Le estoy diciendo que...
—Te creo. —Las voces se acercaron un poco, y su tono dejó muy claro que
Rumbelow estaba bastante disgustado—. Pero ¿cómo que no sabes quién es? Vigilar la
caja fuerte es cosa tuya.
—¡Y lo he estado haciendo! Mis hombres están ahí fuera noche y día, pero se supone
que no debemos dejarnos ver por todos esos distinguidos invitados suyos.
—Así que tú preferiste relacionarte con ellos. —Rumbelow no contuvo su
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Capitulo Dieciseis
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estaba dispuesta a responder a las preguntas de Gabriel, pero exigiría que él también
respondiera a las suyas—. ¿Me seguiste?
—No. ¿Te ha visto alguien?
—No, pero aparentemente a ti sí te vieron.
—Todos estamos expuestos a tener un poco de mala suerte. Alzó la cabeza como si
escuchara. Unos pies iban y venían ruidosamente en la planta superior. Volviendo a
bajar la mirada hacia Madeline, preguntó—: ¿Te acuerdas de la noche en que nos
conocimos? Me concediste dos bailes seguidos y tu audacia causó una conmoción,
pero cuando la velada llegó a su fin todos sabían que estábamos destinados a casarnos.
¿Por qué le hablaba de aquella manera? Ese tono grave y sensual la ponía nerviosa;
y Madeline no quería estar nerviosa. No cuando Gabriel podía sentir cada aliento y
cada temblor de su cuerpo.
—Obviamente, se equivocaban.
Él le rodeaba la cintura con delicadeza, pero tan firme que Madeline sabía que no
podría apartarse. ¿Y adónde iría en caso de que lo consiguiese? Estaba apoyada
contra el poste de la cama, la puerta quedaba a kilómetros de distancia, Gabriel se
movía con celeridad felina y un hombre armado con una pistola recorría los pasillos.
Estaba completamente impotente. Pero...
—Si no vamos a besarnos ahora, ¿por qué tenemos que estar tan cerca el uno del
otro?
—Porque yo quiero que lo estemos. —La voz de Gabriel sonó tan cálida y
reconfortante como los chasquidos de un fuego en un día de invierno, e igual de
traicionera. Porque los fuegos queman al igual que dan calor, y, en aquel estado de
ánimo, Gabriel poseía una indómita ferocidad que no auguraba nada bueno para sus
perseguidores... ni para ella—. Maddie, ¿te acuerdas de cuando nos escapamos al
jardín durante la fiesta de lady Crest?
—¿Entregándote a las reminiscencias, Gabriel? —se burló, pero lo recordaba—. Creía
que habías desdeñado todo recuerdo de mí.
—¿Desdeñado? Ningún hombre que todavía respire desdeñaría tu recuerdo.
Entonces cobraste vida en mis brazos. —Aquella sonrisa todavía danzaba alrededor de
su boca, haciendo que Madeline sintiera escalofríos de inquietud—. A pesar de toda tu
juventud eras osada y hermosa, y estabas tan segura de ti misma que hasta creí que
otro hombre te había enseñado a amar.
Ella se removió nerviosamente.
—¡No! —Y se maldijo a sí misma por admitir la verdad cuando nunca lo había hecho
antes.
—Lo supe.
Así que no importaba.
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De Kerea y Sofia para Meca
—Lo supe cuando te besé. Estabas tan impaciente y eras tan torpe...
Ella también se acordaba. Madeline había querido demostrarle inmediatamente que
era suya, pero no comprendía ni siquiera aspectos más básicos de la cuestión. Besaba
con los labios apretada— mente fruncidos, y había estado temblorosa de la cabeza a
los pies.
Ahora sabía que él había reconocido su ineptitud.
—Qué idiota fui.
—No. Sólo muy joven, y la juventud se cura por el tiempo. Pero nada cura la idiotez.
—Apoyando la cabeza de Madeline en su hombro, le ofreció un momento de
consuelo—. Cuando pienso en aquellos instantes, recuerdo una inmensa y arrogante
sensación de triunfo al saber que yo sería el primero.
Madeline se apartó de Gabriel, rechazando su consuelo. Rechazándolo a él.
—Qué estúpido eras. Eres.
—Sí. —Lo admitió sin vacilar.
Aquél era un juego para dos.
—¿Con quién fue tu primera vez, Gabriel? —le preguntó Madeline, burlona.
—Eso no importa. —Subiendo el dorso de sus dedos por la mejilla de Madeline en una
lenta caricia, Gabriel los enredó en sus cabellos y alzó su rostro hacia el suyo—. Tú fuiste
mi última vez.
A ella le dio un vuelco el corazón.
Entonces él la besó, y ella no tuvo tiempo para pensar en el orgullo la dignidad.
Gabriel tomó posesión de su mente mientras tomaba sesión de sus labios, ávidamente,
saboreando con impaciencia, mordiendo ligeramente, tratando su boca como un
banquete dispuesto especialmente para él.
Por un instante. Como ella no respondió, él se apartó.
Quizás en realidad no quería besarla. Quizá todo aquel entregarse a los recuerdos
era su manera de prepararse para hacer algo que resultaba muy desagradable.
Madeline sonrió. No, él todavía la deseaba. Y quería que ella lo desease lo suficiente
para poder cernirse sobre ella como un gran lobo que corteja a su compañera en celo.
Los ojos de Gabriel relucían, pero su voz sonó muy suave cuando preguntó:
—¿Recuerdas aquella vez en la biblioteca de lord Newcastle, cuando nos estábamos
besando y tú me empujaste hasta dejarme tendido encima del escritorio?
Sí, ella se acordaba, y ahora él parecía distinto y sin embargo el mismo: firme, fuerte,
con un calor que rielaba debajo de su piel.
Los dedos de Madeline se deslizaron a lo largo de los hombros de Gabriel, buscando
el contorno del músculo... buscando al hombre que había llegado a conocer con tal
intimidad. Ese hombre se encontraba allí, pero distinto, más grande y curtido, con un filo
de crueldad que no había percibido antes. En ese preciso instante —quizá nunca— su
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crueldad no se hallaba dirigida hacia ella. Pero a veces, con una sola mirada, con una
mueca burlona, aquel hombre la asustaba.
Hubo un tiempo en que Madeline hubiese dicho que nada la asustaba. Ahora ya no
era tan estúpida. Los hombres con armas, los hombres con pasados violentos, los
hombres acostumbrados a la muerte y el sufrimiento —Rumbelow y Gran Bill— la
asustaban. Madeline no subestimaba el peligro de su situación actual. Sólo Gabriel, el
hombre al cual había rechazado, se interponía entre ella y la muerte.
Gabriel la salvaría. Pero él tenía razones para querer vengarse de ella. Contempló su
rostro, iluminado por la suave luz de las vela, pero todavía anguloso y lleno de dureza.
—¿Nos dispararán?
Los brazos de él se tensaron.
—Ojalá lo hubieras pensado antes y te hubieras quedado en tu cama.
—Lo habría hecho si tú hubieses prometido ganar la tiara sin exigir un pago tan
malvado.
—¿Malvado? ¿Pedir que te acuestes conmigo a cambio de la tiara de la reina? —
Las manos de él descendieron sin prisa por su columna vertebral—. En absoluto. Un
trabajador bien merece que se le pague por su labor.
—Tú no eres un trabajador. Eres un... —Titubeó.
—¿Un jugador? —Acercándose para hablarle al oído, añadió— O quizás un conde
de una antigua y muy respetada familia...O quizá tu antiguo prometido... —Su voz iba
volviéndose más grave con cada palabra—. O incluso... tu amante.
Madeline le empujó el pecho con la mano.
—Sólo una vez.
—Sólo una noche —la corrigió él—. Me ofrecí a ganar tu tiara si te ibas de aquí, pero
te negaste. Ahora es demasiado tarde. —Entonces, de pronto su expresión se llenó de
asombro—. Dios mío, Maddie, ¿qué es esto?— preguntó, sopesando la pistola en una
funda.
—Un arma.
—Eso ya lo sé —repuso él irritadamente—. ¿Qué pensabas hacer con ella?
—La he traído para mi protección.
—¿Una pistola? ¿Un disparo? ¿Contra esos hombres?
—Si llevara conmigo diez pistolas, mi ridículo pesaría demasiado para cargar con él.
—Hombre absurdo—. Además, ¿qué tienes tú para defenderte?
—Un cuchillo en mi bota y otro en mi manga. —Gabriel examinó el forro que
proporcionaba resistencia y grosor a la funda, el modo en que se había dado forma al
interior para que mantuviera bien guardada el arma y al exterior para que disimulara su
contenido—. Muy elegante. Muy práctica.
A ella no le gustó admitirlo, pero se regodeó en su elogio.
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—Gracias.
—Nadie sabría jamás que llevas una pistola encima.
—Nadie espera que una dama la lleve —repuso Madeline, permitiendo que él
cogiera la pistola y la funda.
—¿Por qué no en tu retículo? ¿O dentro de tu manguito para las manos? —Metió la
funda debajo de la cama.
—He usado las dos cosas, pero a veces quiero tener ambas manos libres, como esta
noche.
Ahora Rumbelow se encontraba justo encima de sus cabezas. Ambos alzaron la
mirada hacia el techo como si pudieran verlo, o él pudiera verlos a ellos. Estaban
metidos en un buen lío, lo sabían. Sólo ignoraban cuán grave terminaría siendo. Gabriel
volvió a tomarla en sus brazos.
El pulso de Madeline se aceleró, probablemente porque los pasos de Rumbelow la
llenaban de miedo.
—¿Siempre llevas encima los cuchillos? —le preguntó a Gabriel.
—Siempre, al menos uno.
Fascinada por aquella nueva faceta de él, preguntó:
—¿Lo hacías antes, en Londres?
—Siempre. Por si había algún problema.
—¿Qué clase de problema?
—Salteadores. Y luego los franceses. ¿Tú siempre llevas encima tu pistola?
—Si siento la necesidad, y si puedo llevarla sin que nadie se dé cuenta.
—Sería muy bueno que la llevases encima durante el resto de la fiesta.
Cuando ella se disponía a hacer más preguntas, Gabriel le puso el dedo en los labios.
—Necesitamos concentrarnos en nuestra actuación. Tendremos que convencer a
Rumbelow y sus cohortes de que somos amantes. El corazón de Madeline se saltó un
latido.
—Yo no puedo hacer eso.
Él volvió a sonreír, y esta vez ella vio aquella desagradable sonrisa con la que había
llegado a familiarizarse durante los dos últimos días. Aquella sonrisa llena de dientes,
aquella sonrisa salvaje. ¿Ni siquiera si la alternativa es la muerte?
—Sabes emplear bien las palabras. —Sí, él sabía cómo sacar provecho del miedo.
—Los engañaremos. ¿Te acuerdas de los escándalos que casi llegamos a causar? Yo
temía que la pobre Eleanor fuera a desmayarse tratando de que no la dejáramos atrás.
—Por una buena razón. —Madeline se revolvió, tratando de aflojar la presa con que
él la sujetaba.
—Estate quieta. —En voz baja y apremiante, Gabriel preguntó—: ¿Recuerdas lo que
te dije cuando te dejé aquella mañana?
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De Kerea y Sofia para Meca
Inclinándose sobre la cama, Gabriel la miró a los ojos. —La próxima vez tú vendrás a
mí.
Mientras la luz del día empezaba a entrar en el dormitorio de Madeline, una súbita
sensación de derrota la dejó sin respiración. —No, no lo haré.
La voz grave y ronca de él vibró con súbita intensidad.
—Vendrás porque no tienes elección. Porque yo soy parte de tu cuerpo y de tu alma,
y me necesitas igual que necesitas el aire que respiras y el viento en tu cabello.
Él le daba miedo, no porque pensase que fuese a hacerle daño, sino porque temía
que estuviera en lo cierto.
¡No!
—Cree lo que quieras. Vendrás a mí.
Así que Madeline había tenido que apartarse del camino de la tentación, huyendo
al continente en un acto de cobardía —o de sabiduría— que carecía de precedentes.
Gabriel alzó la cabeza y escuchó. Luego se inclinó sobre ella como un macho que
intenta proteger a su hembra. Como un amante que intenta proteger a su pareja.
—Rumbelow está en lo alto de la escalera. —La expresión que acababa de aparecer
en el rostro de Gabriel no podía ser más extraña. Ya no era aquella reluciente sonrisa de
tiburón ni la sonrisita llena de afecto, sino una sonrisa de anticipación que hizo que
Madeline intentara dar un paso atrás—. Esta noche te protegeré. Pero acerca del trato...
tienes que elegir.
Madeline no podía apartarse. Volvía a estar atrapada contra el poste de la cama.
—¿Qué?
—Escoge. Paga el precio que quiero, ahora mismo, y mañana ganaré la tiara y te la
devolveré. Niégame lo que te pido, y perderás la tiara para siempre.
Capitulo Diecisiete
—¿Es que te has vuelto loco? —preguntó Madeline, empujándole los hombros—.
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De Kerea y Sofia para Meca
Todavía no es seguro que vaya a necesitar tu ayuda. Mi padre podría llegar mañana.
—Podría —admitió él—. Entonces depositará la tiara como apuesta previa y la
herencia de tu familia desaparecerá.
—Yo lo convenceré de que no lo haga.
—Siempre que puedas. —Estaba claro que Gabriel no tenía ninguna fe en los poderes
de persuasión de Madeline.
—Si cedo ahora y luego convenzo a mi padre de que no juegue, te habrás salido
con la tuya a cambio de nada. Intentas hacer trampas, Gabriel. ¡Y lo sé muy bien!
—Tienes razón —dijo él, moviendo el pulgar alrededor de un pezón en un lento y
delicado círculo.
—No hagas eso —dijo ella apartándole la mano.
Pero aquel familiar escalofrío ya estaba subiendo por su columna vertebral, y aquella
debilidad ya empezaba a aflojarle las rodillas. Él era Gabriel, y como siempre, el mero
hecho de tenerlo cerca hacía que Madeline deseara más de lo que era correcto. Su
presencia la hacía necesitar... demasiado.
—Como cualquier buen jugador —dijo Gabriel mientras daba masaje al músculo
tenso por encima de la clavícula de Madeline debes sopesar las probabilidades y hacer
tu jugada.
El pecho de Madeline subía y bajaba rápidamente mientras lo miraba, sopesando
las probabilidades. ¿Llegaría a tiempo su padre?
Quizá. Probablemente. Pero si no lo hacía... entonces ella podría salvar la tiara de la
reina con un solo y simple acto de entregar.
—Tramposo —volvió a murmurar. Podía oír a Rumbelow descendiendo por la
escalera, y casi deseó que él apareciese y la rescatara... pegándole un tiro a Gabriel.
Pero eso no sería un rescate. Madeline todavía no había llegado a estar tan
desesperada como para creer tal cosa. Y necesitaban aclarar aquello antes de que
apareciera Rumbelow—. ¿Vamos a besarnos? Porque en ese caso debemos proceder
ahora.
Gabriel se inclinó sobre ella aparentando absoluta calma.
—Primero tienes que hacer una elección.
¡Aquel hombre estaba loco!
—Nos van a atrapar.
—Elige.
Madeline mantuvo la voz baja, pero la indignación vibraba en Io más profundo de
su ser.
—Podrías perder.
—Incluso los mejores jugadores tienen mala suerte —concedió él.
Pero no Gabriel. Él tenía algo más que suerte. Madeline conocía de sobras sus
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De Kerea y Sofia para Meca
argucias y aquella mente suya tan afilada como una navaja de afeitar.
Intentó ser sensata. En más de un sentido, poco a poco él la había obligado a
retroceder hasta acorralarla en un rincón. Pero ¿qué importaba, realmente? Ya se había
acostado con Gabriel antes. Ya había visto su cuerpo desnudo, ya lo había tomado y
sido tornada por él. No era como si fuese una virgen. Sólo... casi una virgen.
Ladeó la cabeza apartándola de él y contempló la puerta parcialmente
entreabierta. Una puerta que parecería estar a kilómetros y años de ella.
Pero acostarse con... no, había que llamarlo como lo que era en realidad, fornicar
con Gabriel después de haber pasado cuatro largos años tratando de olvidarse de él...
Cuatro largos años recordando el modo en que Gabriel la había sujetado, besado,
ignorado sus protestas hasta que ella se había entregado completamente. Aquella ira
que se había convertido en pasión. Aquella pasión que se había convertido en una
ardorosa exigencia de satisfacción, y que él había estado más que dispuesto a
proporcionarle. El dolor de su penetración había sido intenso pero breve. El placer que
Gabriel le había proporcionado la había marcado a fuego, obsesionándola a lo largo
del tiempo.
¿Y ahora Gabriel quería que ella volviese a experimentar aquel placer? ¿Tendrían
que transcurrir otros cuatro años antes de que ella olvidara esta noche?
—Elige. —Gabriel exigía una respuesta, implacable en expresión y postura.
Madeline podía elegir... pero en realidad no era así. Porque él tenía razón. El único
rasgo fiable que exhibía su padre era su falta de fiabilidad.
—De acuerdo —dijo secamente.
—¿De acuerdo qué?
Pasillo abajo, Madeline oyó a Rumbelow abrir la primera puerta.
—¡Gabriel, ya viene!
Imperturbable, él insistió:
—Dime a qué estás accediendo.
Quería que ella le demostrase que comprendía todas las Implicaciones de su
decisión. A su pesar, Madeline tuvo que ceder:
—Me acostaré contigo, de acuerdo, y si mi padre no llega entonces recuperarás esa
tiara por medios lícitos o ilícitos.
—¿Seguirás acostándote conmigo durante tanto tiempo como yo quiera? ¿Vendrás
a mi cama por voluntad propia ahora, antes de que haya ganado la tiara para ti, y
después, durante tanto tiempo como yo desee tenerte entre mis brazos?
Ella se irguió tan deprisa que casi le golpeó la barbilla con su cabeza.
—Ése no era el trato.
—No es el trato original, querida. —Sus manos subieron por la espalda de Madeline—.
Pero tú no aceptaste sus términos.
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De Kerea y Sofia para Meca
Madeline quiso pisotearle el pie, pero eso sería una muestra inmadurez y además
Rumbelow estaba muy cerca.
—¡Esto no es justo!
—La vida no es justa, y quien tiene la carta ganadora establece las condiciones. —
Amablemente, Gabriel pasó a explicárselo—: En este caso soy yo.
—¡Ya sé quién tiene la carta ganadora! Pero ¿qué hay de mi posición en la alta
sociedad? ¿Qué hay del señor Knight? ¡Si accedo a esto, nunca podré casarme por
miedo a que luego tú invoques tu maldita condición! Y ese hombre tiene una pistola —
le recordó, señalando la puerta.
—Prometo ser discreto y mantener a salvo tu posición social. Prometo que, si tú no te
ocupas del señor Knight, yo me encargaré de hacerlo. Y prometo que cuando
pronuncies tus votos nupciales nuestro trato habrá llegado a su fin.
Gabriel escondía una trampa entre sus promesas, pero Madeline no la advirtió.
Sopesó las probabilidades, terminó decidiendo que no tenía opción y se preguntó por
qué ahora le molestaba tanto que él quisiera más de lo que ella imaginaba. Existían
maneras de no tener que encontrarse con Gabriel.
Naturalmente, ella ya había huido al continente en una ocasión, y él se mantendría
alerta ante sus trucos. Madeline lo miró), moreno, fuerte, sombrío y vigilante. Gabriel
tenía una cuenta pendiente que saldar con ella, y además la deseaba. Una
combinación fatal. Por eso ahora tendría que pensar en algún otro ardid para es capar
de él.
—Todo será tal como tú ordenes —dijo finalmente. Gabriel se negó a percibir su
sarcasmo.
—¿Prometes que todo será tal como yo ordene?
—¿Dudas de mi palabra?
—Tengo buenas razones para hacerlo.
—¿Y entonces, qué sentido tiene arrancarme una promesa?
—Quiero averiguar qué te han enseñado esos cuatro años en el exilio. Quiero saber
quien eres. —Aquello sonaba como una amenaza.
—Ya sabes quién soy.
—Sé quién eras: una mujer llena de pasión y fuego, pero demasiado asustada para
entregarte a mí sin reservas. ¿Es ésa la mujer que sigues siendo, Madeline? ¿O has
crecido para convertirte en la mujer que puedes ser?
—Eso es una estupidez. —«Eso es aterrador»—. Yo podría decir lo mismo acerca de ti.
—Sería cierto. No gané aquella fortuna por amor a ti. La gané para salvar mi orgullo,
para que así no tuviera que depender de ti. ¡Menuda pareja de cobardes éramos!
Aquello no le gustó nada a Madeline. Gabriel parecía haber mirado más allá de los
acontecimientos de hacía cuatro años para descubrir las razones que los motivaron.
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De Kerea y Sofia para Meca
Guardar rencor resultaba más fácil. Atesorar su ira mantenía fuerte a Madeline.
Concentrarse en los pecados de Gabriel bastaba para asegurarle que ella no volvería
a cometer otro error. Nunca intentaba ver las cosas desde la perspectiva de él.
Madeline quería que aquella conversación terminara de una vez.
—¡Por el amor de Dios, Gabriel, Rumbelow ya casi está aquí!
—Así es.
Desesperada, Madeline cedió y dijo lo que él quería escuchar:
—Prometo hacer todo lo que tú ordenes... en la cama.
—En la cama no es el término correcto —replicó él, contemplándola con los ojos
entornados—. Sexualmente. ¿Prometes hacer todo lo que yo te ordene sexualmente?
Ella asintió.
—Dilo.
Estaba obligándola a pronunciar palabras que ninguna dama debería decir jamás.
Y aquello sólo era el principio. Pero ella pasaría por aquella terrible prueba con su
dignidad intacta. No se traicionaría a sí misma. Sus incertidumbres sin duda estaban
enterradas a una profundidad suficiente para seguir sin ser descubiertas.
—Prometo hacer todo lo que tú ordenes... sexualmente.
El vestido de Madeline se deslizó por sus hombros. Gabriel había estado
desabrochándolo desde antes de que ella accediese a sus términos.
Antes de que Madeline pudiera hacer algo más que soltar una exclamación
ahogada y tratar de llevarse las manos al escote, él ya le había pasado el brazo por la
cintura, levantado la falda con una mano y besado con la pasión de un amante
largamente rechazado A pesar de su aparatosa premura, el ardor de Gabriel era real
y, cuando le metió la lengua en la boca, ella experimentó una abrumadora sensación
de intrusión. Agarrándolo del pelo, tiró con fuerza.
Gabriel gruñó y, cogiéndole un muslo, le subió la pierna para colocarla alrededor de
su cintura.
Madeline oyó una risita procedente de la puerta. ¡Rumbelow se estaba riendo de
ellos! Terriblemente mortificada, empujó a Gabriel en un desesperado intento de
apartarlo de ella.
Los hombros encorvados de él ocultaban el rostro de Madeline a la mirada de
Rumbelow. Los ojos de Gabriel ardieron mientras volvía la cabeza hacia la puerta.
—Salga de aquí. —Su voz sonó gutural y amenazadora. Aparentemente convencido,
Rumbelow volvió a reír y Madeline oyó la rápida retirada de sus pasos.
Gabriel volvió a dejarla apoyada contra el poste de la cama. Madeline se sujetó el
vestido cuando éste amenazó con deslizar se hasta sus pies.
Yendo hacia la puerta, Gabriel la cerró con tal fuerza que la pared tembló.
—Gabriel... —dijo ella con un hilo de voz.
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De Kerea y Sofia para Meca
—Ahora saben que estamos aquí y por qué. —Su pecho subía y bajaba rápidamente
cuando se volvió hacia ella; la boca ligera mente entreabierta mientras respiraba con
profundas inspiraciones.
Sus manos se flexionaban junto a sus costados. Todo él exudaba una difusa sensación
de amenaza y excitación. Más vale que esos bribones sepan que me importan un
comino ellos, sus pistolas y sus amenazas.
Madeline casi podía ver el rielar del calor que ondulaba alrededor de él, y hubiese
jurado que Gabriel estaba listo para atacar. A ellos... o a ella.
Bueno, a ella no, si Madeline podía evitarlo. Sin la menor sombra de inflexión en su
voz, dijo:
—¿Cómo me deseas?
El arranque de temeraria agresividad que se había adueñado de Gabriel se
desvaneció, pero no su excitación.
Todavía respirando profundamente, cruzó los brazos y alzó la barbilla.
—¿Te refieres a... que te cuente cómo de largo, cómo de duro, cómo de rápido...
cuántas veces?
—Sí. —De ese modo ella esperaba armarse de indiferencia y resignación.
Con una lenta sonrisa de satisfacción muy masculina, él empezó por las puntas de los
pies de Madeline e hizo que su mirada fuera subiendo hasta encontrarse con la suya.
—Te deseo de todas las maneras posibles.
Madeline sintió que el corazón se le desbocaba. ¿Cómo lo conseguía Gabriel?
¿Cómo lograba convertir el desprecio que sentía hacia Rumbelow en un ardor que a
ella la hacía pensar en oscuros, profundos e impetuosos besos que le recorrían todo el
cuerpo? Debería armarse de valor, estar preparada para cumplir con su deber y pensar
en Inglaterra. En lugar de eso, de pronto Madeline se sintió mojada entre las piernas y
apretó su corpiño en una presa que dejó al descubierto su camisola.
Volviendo a la puerta, Gabriel giró la llave, encajó una silla debajo de la manija e
introdujo su pañuelo en el agujero de la cerradura.
—Estarnos atrapados aquí dentro. Si conozco bien a Rumbelow, dispondrá hombres
armados en el pasillo. No podemos irnos.
Atrapada, y por algo más que un hombre y una promesa. Atrapada por la mala
suerte, por el destino, por un anfitrión carente de toda moralidad y con un pasado
criminal.
Gabriel se acercó a ella.
—Así que lo que ocurra esta noche será privado, entre tú y yo. Nunca se lo contaré
a nadie. —Sus ojos brillaban de anticipación—. Eres libre de hacer, decir y ser todo lo
que quieras.
—Quiero estar lejos de aquí.
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Capitulo Dieciocho
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pensamiento en la cabeza de Gabriel que fuese ella, y ésa sería su propia venganza por
haber hecho que ella lo deseara.
El rostro de él permanecía fruncido en una mueca llena de resolución. Cuando habló
sus labios apenas se movieron, y su tono apremiante sonó gutural:
—Tu pelo.
Madeline alzó los brazos lánguidamente, revelándole así la totalidad de su cuerpo a
Gabriel. Fue quitándose lentamente las horquillas de su peinado y arrojándolas al suelo,
con indiferencia. Luego liberó las largas trenzas oscuras con una brusca sacudida de la
cabeza. Éstas barrieron sus hombros. Un mechón cayó sobre su seno, rodeándolo igual
que la mano de un amante.
Gabriel se levantó como si ya no pudiera resistir más. Su mirada se posó en los muslos
de Madeline, luego contempló sus espléndidos pechos, admiró sus hombros y
finalmente, una vez más, la miró a los ojos.
Fue hacia ella.
El corazón de Madeline palpitó mientras él se aproximaba, grande y desnudo y
siendo todo lo que ella hubiera podido desear jamás. Tomando su mano, Gabriel la llevó
hacia la cama.
—Siéntate —le dijo, sin dejar de mirarla, escrutando las profundidades de sus ojos.
Ella se sentó en el borde de la cama, observando a Gabriel y preguntándose qué
locura la había llevado hasta aquel lugar. Estaba desnuda; bueno, casi. Él sí estaba
completamente desnudo. Las velas ardían, las sábanas estaban frías debajo del trasero
de Madeline, y tenía una deuda que pagar. Una deuda que todavía no se había
generado
Gabriel le frotó el cuello y le sonrió como si simpatizara con su apuro, cuando de
hecho era la causa de él.
—Ponte boca abajo —le ordenó.
—¿Qué?
—Quiero que te acuestes boca abajo. — Ella lo miró sin entender.
—Pero... yo pensaba que ibas a...
—Acostada boca abajo, si es posible.
Madeline trató de imaginarse qué pretendía él, cómo encajarían sus cuerpos.
Gabriel cogió la botella que había dejado junto a la cama y vertió un poco de líquido
viscoso en la palma de su mano.
Madeline lo observó con una especie de horrorizada fascinación aún sin entender.
Pero Gabriel parecía entenderlo todo muy bien. Gabriel le pasó la mano por debajo
de la nariz.
—¿Te gusta?
El delicado aroma de la gardenia. El reconfortante olor del romero.
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De Kerea y Sofia para Meca
—Mucho.
—Túmbate —repitió él—. Boca abajo.
El que ella obedeciera o no tampoco iba a cambiar nada ¿verdad? Madeline haría
todo lo que pudiese para distanciarse del acto, para mostrarse indiferente y mundana.
Se movió con cuidado, tratando de no mostrar demasiado de su cuerpo mientras se
volvía para tumbarse en el colchón.
—Perfecto —murmuró él admirativamente.
Madeline no sabía qué debía esperar, pero ciertamente no ciertamente que las
manos de Gabriel se posaran en sus hombros suavemente y sus dedos le presionaran los
músculos. El aroma de la gardenia y el romero había quedado en el aceite que
embadurnaba sus manos. Gabriel le masajeó el cuello. Madeline se incorporó sobre los
codos.
—¿No deberíamos ponernos a ello?
Él sonrió
—¿Tanta prisa tienes por llegar a la posesión, cariño? —Volvió a empujarla hacia
abajo—. Esta vez lo haremos a mi manera.
—Ya. —De acuerdo, pero a ella no le gustaría.
Y sin embargo le gustó. Los dedos de Gabriel, delicadamente primero y con mayor
firmeza después, le dieron masaje e hicieron desaparecer la tensión de sus hombros.
Madeline se esforzó por permanecer rígida, pero él no parecía tener ninguna prisa
mientras le frotaba los brazos, descendiendo gradualmente hacia las manos y, una vez
allí, le masajeaba la muñeca, la palma, los dedos. Cuando la mano de ella quedó
fláccida en la suya, Gabriel besó la punta de cada dedo y luego pasó a ocuparse del
otro brazo.
Madeline no sabía qué pensar... ni siquiera si su cerebro recordaba cómo se hacía
para pensar. Sus inspiraciones eran profundas relajadas absorbiendo el aroma de las
hierbas y las flores. Gabriel fue tratando con delicadeza cada hueso y tendón. Encontró
un nudo de tensión en la parte posterior del cráneo, y ella gimió mientras él desplazaba
las manos en movimientos milagrosos, haciéndole olvidar todo lo que no fuera el aquí y
el ahora.
Gabriel se inclinó sobre ella, tan cerca que sus labios le rozaron la oreja.
—¿Te gusta?
—Mmm... —Madeline trató de abrir los párpados, de estar alerta pero las manos de
Gabriel siguieron frotándola.
Bajaban por su espina dorsal, buscaban cada vértebra, encontraban cada músculo,
aliviaban cada entumecimiento. Cuando le pasó la pierna por encima del cuerpo,
Madeline hubiese debido protestar pero Gabriel la había llevado a tal estado de
relajación que sólo pudo suspirar.
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De Kerea y Sofia para Meca
A medida que él iba descendiendo por su cuerpo con las manos suavizadas por el
aceite, deslizó una rodilla entre sus piernas, separándolas, al mismo tiempo que los dedos
le rodeaban la cintura y los pulgares empezaban a trabajar su región lumbar. Volviendo
la cabeza Madeline hizo una profunda inspiración... y se quedó paralizada cuando un
pulgar se deslizó entre sus nalgas. El aceite allanó el camino, pero nada podía mitigar la
conmoción del ser tocada de una manera tan íntima e indecorosa. Aquella exquisita
relajación se convirtió en una lucha por mantener la calma y no sentirse amenazada.
—Precioso —murmuró él. Poniendo una mano en cada nalga, las apretó haciendo
que se juntaran. Una vez. Dos. Lentamente, una y otra vez.
Madeline no sabía por qué, pero la sensación que le provocó aquello la hizo desear
recular, para restregarse contra algo... contra él. Sus labios se abrieron y se oyó gemir
conforme la excitación iba creciendo.
Con una mano, él mantuvo el ritmo, y con la otra, encontró orificio anal y describió
círculos con un dedo a su alrededor.
Madeline abrió mucho los ojos y se incorporó soltando un gritito incoherente.
Gabriel volvió a tumbarla y siguió describiendo círculos alrededor del pequeño
orificio, excitando las terminaciones nerviosas y creando deseo en cada rincón de su
cuerpo. Deseo allí donde Madeline nunca había pensado que pudiera llegar a crecer
el deseo.
Justo cuando se estaba preparando, temblorosa y llegando al climax... entonces las
manos de él se apartaron y empezaron a masajearle los muslos.
Madeline apenas podía respirar, no podía moverse. La frustración se había vuelto tan
aguda que casi resultaba dolorosa. Y sin embargo ¿qué podía decir? El orgullo no le
permitiría admitirlo cerca del es éxtasis que había conseguido llevarla él. Gabriel
probablemente bueno, por supuesto que lo sabía. Pero si ella le exigía que Ia llevara
hasta la plenitud del clímax, eso supondría una victoria para él.
Nunca. Nunca.
Mientras tanto, las manos de él seguían frotándole los
Luego le quitó las medias y pasó a darle masaje en las pantorrillas. Madeline volvió a
relajarse. Tontamente, porque era consciente de que él podía ver entre sus piernas.
Debería ser más púdica. Debería ser más púdica. Debería serlo… pero él le había cogido
el pie y estaba manipulándolo. Al principio le hizo cosquillas, pero poco a poco Gabriel
fue haciendo desaparecer el cansancio del largo paseo y, para cuando hubo
terminado con el segundo pie, Madeline ya se había olvidado completamente del
pudor.
Hasta tal punto que cuando él la hizo girar para dejarla de espaldas, ella no pensó ni
por un instante en el panorama que estaba ofreciendo.
—Precioso —repitió él.
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Y entonces él le dio lo que ella quería... casi. La acarició con un largo y lento
movimiento, recorriendo los labios pero sin llegar a tocar el terso botón. Todavía no.
Madeline se retorció sobre las sábanas, tratando de alejarse... tratando de acercarse
más. Pero él se había puesto encima de uno de sus muslos y controlaba los movimientos
de ella con su peso. Con su mano.
Todo el deseo acumulado de Madeline afloró a la superficie y, sin poderse contener,
extendió la mano hacia la turgente polla de Gabriel, que sobresalía entre el matojo de
vello púbico.
—Maldito seas. Deja que...
—No. Déjame a mí. —Cogiéndole las manos, se las puso por encima de la cabeza y
se inclinó sobre ella. Su nariz quedó a escasos centímetros de la de Madeline. La miró a
los ojos—. Esto es para mí ¿recuerdas? Estamos haciendo lo que yo quiero hacer. Tú lo
haces únicamente para pagarme el que yo recupere la tiara.
La niebla del placer se disipó rápidamente. Madeline apenas podía respirar y sentía
un hormigueo en la piel.
Había oído lo que él acababa de decirle. Oh, cuánto lo odiaba.
Sí, lo odiaba. Madeline odiaba aquellos ojos verdes, ahora grises y penetrantes.
Odiaba el modo en que él utilizaba su cuerpo, encima de ella, para someterla. Odiaba
aquella fuerza que la retenía allí cuando en realidad quería levantarse de la cama e
irse, enfrentarse a los matones y las armas con tal de escapar de aquel hombre
demoníaco. Había estado seduciéndola. Antes nunca la había seducido, ni siquiera
cuando estaban prometidos. Su pasión de antaño había sido frenética y mutua.
Ahora Gabriel se obstinaba en obligarla a admitir que lo deseaba—Y lo cierto era
que ella lo deseaba. Desesperadamente. Pero Madeline tenía su orgullo. No se
entregaría a un jugador. Madeline conocía muy bien el dolor que seguiría a eso. Con
los ojos clavados en los suyos, declaró enfáticamente:
—Sí, sólo lo hago por la tiara.
Capitulo Diecinueve
—Pues entonces estate quieta y déjame hacer lo que quiero —ordenó Gabriel.
Madeline tragó aire, tratando de reunir fuerzas para soportar aquella humillación. No
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pudo, así que se limitó a asentir abruptamente—Él asintió a su vez y levantó las manos,
apartándolas del cuerpo de ella.
Madeline no volvería a cerrar los ojos. No volvería a relajarse. No colaboraría en su
propia seducción... otra vez.
Una tenue sonrisa curvó los labios de Gabriel mientras la miraba tendida bajo él como
una ofrenda pagana. No era justo y no estaba nada bien, pero Madeline se tensó
mientras él le contemplaba los pechos con lascivo descanso. Alargó el brazo hacia uno.
Su mano quedó suspendida encima del pezón.
Madeline se fijó en las manos de Gabriel, anchas y sólidas, con largos dedos de punta
roma y limpias uñas que llevaba muy cortas.
Se fijó en sus brazos y su pecho, en los largos y gruesos músculos esculpidos por la luz.
Quería estar furiosa con él.
Quería que él la tocara.
¿Por qué era tan difícil estar furiosa?
Gabriel sacudió la cabeza. Cogió la botella de aceite y volvió a verterse en la palma.
Levantando la mano, dejó que un hilo de aceite cayera a la otra mano. Repitió el
movimiento una y otra vez, y finalmente Madeline comprendió que lo hacía para
aumentar la expectación.
Lenta, tortuosamente, Gabriel fue derramando el aceite por el centro de su cuerpo
y entre sus pechos. Mientras el líquido corría lentamente en ambas direcciones,
Madeline esperó a que él lo extendiera.
Pero Gabriel se limitó a ver resbalar el aceite, aquella sonrisa enigmática haciendo
que Madeline sintiera que su desafío era inútil.
Pero ella no lo había desafiado. Al menos... no recientemente.
Gabriel nunca olvidaba, y aquello era su venganza. Tenía que serlo.
Finalmente, justo cuando parecía que el aceite terminaría derramándose sobre las
sábanas, Gabriel puso las manos en las caderas de Madeline y lo recogió... y luego fue
subiendo las manos hacia sus pechos, recogiendo cada gota, esparciendo aceite por
toda ella e imponiéndole el placer.
En realidad él no estaba haciendo nada aparte de tocarla de una manera suave
pero firme, resiguiendo su cuerpo, alisando delicadamente la piel de su vientre,
acariciando... acariciando la parte inferior de sus pechos.
Madeline juntó los muslos, tratando de aliviar el pálpito que sentía entre ellos, aunque
no le sirvió de nada. De hecho pensó que lo empeoraba, pero lo que en realidad estaba
poniendo a prueba resistencia era la caricia de los dedos de él, suavizados por el aceite,
girando alrededor de sus pezones. Sus pechos iban hinchándose poco a poco bajo la
mano de Gabriel, traicionando esa verdad que ella hubiese preferido que él no supiera.
Pero una mujer desnuda y tendida en una cama poco podía esconder de las
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años antes, Madeline había sido virgen. Ahora cada centímetro de miembro que
Gabriel le introducía la hacía ser consciente de su escasa experiencia y de su
prolongada abstinencia. Tembló mientras la intrusión se convertía casi en dolor. La
sensación era intensa, profunda. Madeline quería llorar, pero Gabriel la observaba con
una intensidad que la retaba y la asustaba. En su rostro había el placer de la posesión.
Las manos de Madeline se tensaron sobre sus brazos como si aferrarse a él fuese a
ayudarla de alguna manera, cuando de hecho Gabriel era la causa de su
incomodidad.
El silencio entre ellos se hizo muy profundo, creando un momento en que lo único que
existía en el mundo eran Gabriel y Madeline. Finalmente él la llenó por completo, y el
tomar pasó a ser una unión. Madeline alzó la rodilla tratando de encontrar una posición
más cómoda. Movió las caderas hacia un lado y Gabriel llegó toda vía más adentro,
cuando Madeline había creído que ya no había más profundidad que alcanzar.
Con una sonrisa radiante, él se retiró unos centímetros. Luego volvió a avanzar hacia
dentro. La carne de Madeline ardió y se tensó, pero sólo un poco, y en realidad no se
dio cuenta de ello, absorta en la manera en que la hacía sentir Gabriel mientras la
rodeaba con sus brazos. Como si la amara. Los movimientos que iban sucediéndose se
volvieron coordinados, una danza ejecutada al compás de una música que sólo ellos
podían oír. Madeline adelantó las caderas para recibir cada una de las acometidas.
Pasó un pie alrededor de su cadera. El otro lo mantuvo apoyado en la cama.
La sensación era... agradable. Sentirlo a él era agradable. El masaje que acababa
de darle había calmado a Madeline, haciendo que su contacto volviera a resultarle
familiar. Ahora ambos estaban moviéndose al unísono, tan estrechamente unidos como
deberían estarlo un hombre y una mujer.
Madeline quería gemir y jadear. Pero no. Una parte de su mente que todavía
conservaba algo de cordura le dijo que no lo hiciese.
De lo contrario, Gabriel sabría que ella había perdido el control. Era un triunfo que
Madeline no quería otorgarle.
Como si se hubiera percatado de que ella seguía resistiéndosele, Gabriel la hizo
cambiar de postura, abriéndola de tal manera que ahora se restregaba íntimamente
dentro de ella con cada nueva embestida.
De pronto, un gemido escapó de los labios de Madeline. Había perdido la batalla.
La última, seguramente.
—Eso es —dijo él, cegado por la lujuria—. Cuéntamelo, amada mía. Dime lo mucho
que te gusta esto... —Un súbito rubor tiñó las mejillas de Madeline. En lo más profundo
de su ser, su propia lujuria se desató al oír aquellas palabras y una corriente oculta de
salvaje frenesí recorrió todo su cuerpo. Madeline empezó a moverse más rápidamente,
recibiendo con mayor avidez las embestidas de Gabriel. Sus ojos permanecían medio
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Capitulo Veinte
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mansamente a nada.
Levantándose de la cama, Gabriel la cubrió con el cobertor y luego fue hacia la
puerta. Todavía estaba cerrada, con la silla encajada y el pañuelo embutido en la
cerradura.
Mientras se ponía los pantalones, consideró su situación. Ambos permanecerían allí
hasta que Rumbelow optara por dejarlos salir. Gabriel esperaba que eso fuera antes de
que los otros invitados se levantasen, pero Rumbelow elegiría el momento más
adecuado a sus planes.
Al día siguiente, daría comienzo la Partida del Siglo.
Durante el día, Rumbelow había hecho cuanto estaba en su mano para asegurarse
de que sus invitados se sintieran lo más a gusto posible y no sospecharan nada. Había
mostrado a los jugadores la sala donde tendría lugar la partida, la caja fuerte y el joyero
de madera que contenía la tiara. Había sacado la llave de su bolsillo, para abrir el joyero
y enseñarles su contenido. Gabriel había sostenido la tiara de la reina y sentido el peso
del oro y las joyas. Cosas muy seductoras, el oro y las joyas. Distraían a un hombre de los
asuntos oficiales. Asuntos de vida o muerte. Rumbelow había invitado a los jugadores a
examinar las mesas, a cerciorarse de que habían sido hechas pensando en un juego
honesto y limpio. Después de unas protestas de cortesía acompañadas de risas, todo el
mundo así lo había hecho, y nadie con más interés que Gabriel. Todo parecía estar en
orden, y Rumbelow había dicho que podrían volver a inspeccionarlas antes de que se
sentaran para cada mano.
Al mediodía, todos cogerían su apuesta inicial y la depositarían en la caja fuerte.
Luego jugarían por la tiara. Y después de haber cenado con las familias, la partida
empezaría a las nueve de la noche. ¿Cuál era entonces el plan de Rumbelow?
Quizás había escondido algo en aquellos muebles, algo que lo ayudaría a ganar la
partida. Gabriel fue examinando cada pieza del mobiliario. La cama, el armario de la
ropa blanca, el escritorio, la mesilla de noche... todos eran muebles de excelente
calidad, sin marcas sospechosas ni agujeros para espiar. Debajo de la cama no había
nada aparte de la pistola de Madeline en su funda de terciopelo negro y Gabriel se
sonrió mientras la dejaba encima de la mesilla de noche al lado de sus cuchillos.
Volvió a pasear la mirada por la habitación, tratando de pensar con la mente de un
tramposo, un estafador. Levantó las alfombras, examinó los forros y los suelos que había
debajo. Nada.
Recorrió el perímetro. Las paredes tenían aspecto de recién pintadas, Con un efecto
marmóreo que deslumbraba la vista. Rumbelow había contratado a un experto, y todo
para una estancia que no era suya en una casa que no era el edificio principal. Sólo
una dama, y quizá Darnel, apreciarían aquella clase de trabajo artesanal, pero ninguna
dama contemplaría aquellas paredes. ¿O era que Rumbelow planeaba una
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Unos instantes antes del amanecer, Gabriel despertó a Madeline susurrándole al oído.
—Una vez más.
Ella se había acurrucado junto a su cuerpo desnudo, la espalda contra su pecho.
Gabriel era cálido y fuerte y, en el estado de somnolencia de Madeline, completamente
irresistible. La virilidad de él le apretaba el trasero, y Madeline extendió la mano hacia
atrás y le acarició el miembro tumescente.
—Así no —dijo él—. Cara a cara. —Volviéndola sobre la espalda se inclinó sobre ella.
A la luz de las velas, despeinado y con los ojos cargados por el sopor y la pasión, a
Madeline le bastó con verlo para desearlo. Un instante antes de besarla, Gabriel le dijo:
—Quiero que sepas a quién te estás entregando. Quiero que veas mi cara.
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Capitulo Veintiuno
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y vio que los platos estaban sucios y que la cubertería de plata había sido utilizada Luego
miró por la ventana hacia
la Casa de la Viuda, claramente visible.
—Has estado allí, ¿verdad? ¿Está ganando?
—No lo sé. Él no me habló.
Madeline fue hacia él dando zancadas. El ayuda de cámara se apresuró
a retroceder como un cangrejo, pero era más bajo y tenía más años que
ella, y a Madeline no le costó arrinconarlo contra la pared.
—Tú sabes cómo se juega al séptimo. ¿Te parece que hubiera es peranza?
MacAllister la miró con los ojos entornados. —Sí, creo que sí.
—Demos gracias al cielo —jadeó Madeline, llevándose la mano al
corazón. Por supuesto que Gabriel ganaría. Porque ¿qué había di cho?: «Sólo
juego por una causa en la que creo, y siempre juego pa ra ganar.» Pero no
se refería a las cartas. Sino a ella.
«Ven a mí...»
Mirándola fijamente, MacAllister añadió:
—Aunque por qué está malgastando su suerte con vos y vues tra tiara
cuando la necesita para la verdadera partida, eso sí que no lo sé.
Entonces a Madeline se le ocurrió que MacAllister lo sabría to do acerca
del plan urdido por Gabriel para desacreditar a Rumbe low. Y a fuese con la
astucia o mediante la fuerza, ella le sacaría la in formación. Hablando en voz
más baja, le preguntó:
—¿Y qué ocurrirá si pierde la verdadera partida?
La mirada de MacAllister se desvió hacia un rincón.
—No lo sé.
Madeline se acercó lo suficiente para que el ayuda de cámara empezase
a sudar.
—Sí que lo sabes. ¿Por qué vino aquí Gabriel? No entiendo qué lo motiva.
Aparentemente había dado en el blanco, porque MacAllister se ir guió, el
miedo que le inspiraba ella súbitamente esfumado. Dejando la bandeja
encima de una mesa, fulminó con la mirada a Madeline.
—¿No lo entendéis? No, naturalmente que no. Vos no entendéis nada.
Nunca lo habéis hecho.
Madeline ya sabía que no le caía bien, pero MacAlliste r nunca se lo había
dejado tan claro.
—Cuéntamelo.
—¿Que os cuente qué? ¿Cómo va a conseguir su venganza su se ñoría?
No, excelencia, no os lo contaré. Yo nunca confiaría en una hembra para
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que mantenga la boca cerrada por siempre jamás. Madeline saltó sobre
aquella pista. —¿venganza? ¿Venganza de qué?
Acariciándose una barbilla que ya empezaba a necesitar un afei tado,
MacAllister la miró con aire pensativo.
—Sí, eso quizá sí os lo contaré. No los planes, desde luego, pero merecéis
saber lo que le habéis hecho a la familia de Gabriel.
—¿Qué le he hecho?
—¿Acaso no fue el amor que sentía por vos lo que hizo que su señoría
ganara una fortuna?
—No lo sé. ¿Fue eso?
MacAllister fingió no haber oído aquella seca pregunta.
—¿Acaso no fuisteis vos la que lo abandonó y lo dejó solo para que llorara
y se llenara de pena, y no viese que su hermano necesitaba que lo guiaran
un poco?
Madeline también quiso objetar a eso, pero se contuvo. Mac Allister era
muy tacaño con la información. Había que dejarlo hablar.
—¿Acaso no fuisteis vos la que se había ido cuando Jerry cayó en la
desesperación y se alistó en la armada, para que lo mataran allí? Madeline
le prestó toda su atención.
—¿Cayó en la desesperación? ¿Quién? ¿Jerry? —Siempre había
sido un muchacho alegre y despreocupado, todo lo contrario de su
vehemente hermano.
—Sí, cayó en la desesperación —confirmó MacAllister.
—¿Qué ocurrió para que Jerry...?
MacAllister apenas pareció oírla, tan absorto estaba en la indig nación.
—Su señoría se ha estado culpando desde entonces, y buscando a l
responsable, y dándole una ocasión tras otra de que siga con sus maldades
hasta poder atraparlo pero yo sé a quién hay que culpar. —La miró
aviesamente.
Madeline quería agarrarlo por la pechera y zarandearlo hasta sacarle
toda la verdad.
—¿Qué hizo Jerry?
MacAllister la apuntó con un dedo.
—Fuisteis vos, dignísima excelencia, y deberíais avergonzaros de vos
misma.
Cogiéndole el dedo, Madeline se lo dobló hacia atrás. En cuan to
MacAllister aulló a causa del dolor, Madeline inquirió:
—¿Qué hizo Jerry? —Le soltó el dedo, pero se mantuvo lo ba stante cerca
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Cuando la partida llegó a su fin, todas las damas que había en Chalice
Hall estaban expectantes, esperando ver cuál de los hombres había
cumplido su promesa de ganar la tiara. Estaban de pie en la te traza, junto
a las ventanas, incluso en el jardín. Lady Tabard no le dijo nada a Madeline
mientras ésta seguía dando nerviosos paseos por la sala de estar. Miraba la
casa como si pudiera ver a través de las paredes, como si s u concentración
pudiera ayudar a Gabriel a ganar la partida.
Finalmente, a las cuatro, la puerta de la Casa de la Viuda se abrió y
Madeline observó a los hombres salir tambaleándose y dando traspiés, en
mangas de camisa y los corbatines torcidos. Gabriel salió el último, con
Rumbelow a su lado, y parecía tan sereno y distante como cuando había
entrado allí.
En su mano llevaba una caja de madera. No la sencilla caja en la que
solía residir la tiara de la reina, sino un estuche para joyas rica mente tallado,
con una elegante taracea de plata y una cerradura pla teada.
Las damas que esperaban alrededor de la casa gimieron. Madeline fue
hasta un asiento y se dejó caer en él. Inclinando la cabeza, dijo una plegaria
de agradecimiento. La tiara de la reina estaba a salvo. Su madre lo hubiese
aprobado. Y Gabriel... «Ven a mí.»
En la ventana, lady Tabard declaró:
—Lord Campion ha ganado la tiara. Todos sabemos lo afortu nado que es.
—Sí, no quiera el cielo que mi marido llegue a ganar nunca na da —dijo
lady Achard con voz malhumorada—. Con la suerte execrable que tiene,
debería abandonar el juego para siempre.
—Mamá dice que como no deje de jugar no tardaremos mucho en vernos
en la ruina —dijo una de las jóvenes Achard a modo de confidencia.
Su madre se apresuró a h acerla callar, y luego les sonrió nervio samente a
las damas allí reunidas.
—Y a saben cómo son estas cosas —dijo—. Los acreedores no nos dejan en
paz. Puede que tengamos que pasar una temporada en el campo.
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Las otras damas asintieron. Sus esposos eran jugadores. Sabían lo que
significaba pasar una temporada en el campo: pedir prestado dinero para
subsistir, esquivar a los acreedores.
—Pero lord Campion está teniendo una racha de suerte, eso no augura
nada bueno para la gran partida —dijo lady Greene.
Alzando la cabeza, Madeline se dispuso a levantarse y se percató de que
Thomasin la estaba observando. Se dio cuenta de que Tho masin había
estado siguiendo sus movimientos con gran atención y durante bastante
tiempo. ¿Por qué? ¿Qué le provocaba tal curios idad? ¿Qué era lo que sabía
Thomasin?
Madeline hubiese debido hablarle, pero no ahora. No cuando necesitaba
irse, sostener en sus manos la tiara de la reina. Mirar a Gabriel a los ojos,
darle las gracias y decirle... ¿decirle qué? No lo sa bía. Se sentía nerviosa,
disgustada consigo misma. Había acusado a Gabriel de ir allí para alimentar
una frívola y destructiva obsesión. Pero él había obrado impulsado por el
dolor, por la oscura necesidad de vengar a su hermano.
Madeline tenía que decir algo, hacer algo. Tenía que haber alguna
manera de que todo volviese a estar bien para Gabriel. Ella en contraría esa
manera.
«Ven a mí.»
Capitulo Veintidos
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Capitulo Veintitres
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—Pero esto también me gusta —dijo ella, enredando los dedos en su vello
pectoral —. Es castaño y rizado; cuando estás encima de mí, me frota los
pezones. Eso me gusta.
Su seno quedaba a la altura del rostro de Gabriel y sus pezones tensaban
la sedosa tela. Así que estaba excitada. Por sus jugueteos. Por el cuerpo de
él. Rodeándole suavemente ambos pezones con sus pulgares, Gabriel
sugirió:
—Puedo estar encima de ti, y dentro de ti, en un par de segundos.
—Pero entonces yo no podré estar encima de ti...
Él todavía no estaba preparado para permitir que ella adoptase
semejante postura. Todavía necesitaba ser dominante, imponerle
claramente su posesión.
Pero Madeline era una mujer fuerte y decidida, y estaría sintiendo la
misma necesidad. Gabriel se debatió consigo mismo, queriendo hacer lo
correcto y permitirle que se complacie ra con él, si eso era lo que deseaba.
Con un suspiro en el que había tanto expectación como resignación, decidió
consentir en que gozase del libre uso de su cuerpo. Sólo hoy. Sólo en esta
ocasión.
Madeline se arrodilló ante él, un gesto de sumisión que lo estimuló todavía
más a pesar de que no significaba nada. Estaba tan ex citado que pensó que
debía de tener los ojos hinchados. Ciertamente apenas podía ver.
—¿No te gustaría que yo estuviera encima de ti? —rumoreó
Madeline mientras le pasaba suavemente la s uñas por el abdomen. El
aliento de Gabriel siseó entre sus dientes.
—¿Dónde aprendiste esto? ¿Lo de las mujeres encima o arrodi lladas ante
el hombre?
Inclinándose, ella le besó el muslo.
—Lo aprendí de todos mis amantes continentales.
Él sabía que estab a mintiendo, pero la furia que rugió en todo su ser no
aceptó tal certeza. Agarrándola del pelo, la obligó a alzar la cabeza.
Madeline estaba sonriendo, una sonrisa que se burlaba de la alar ma de
él y lo seducía todavía más, y confesó:
—Cuando estuvimos en Turquía, nos encontramos momentáneamente
dentro de un harén.
Gabriel tembló de rabia y miedo.
Ella no le prestó atención.
—Las mujeres de allí nos enseñaron cómo se lleva al éxtasis a un hombre.
Aquella hembra le provocaba en dosis iguales inquietud y un delicioso
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cosquilleo.
—Santo Dios, Maddie, ¿cómo conseguisteis salir de allí?
—¿Realmente quieres saberlo? —Los dedos de Madeline se movieron
lentamente por la parte exterior del muslo, abriendo el camino para sus
labios mientras ella iba subiendo a beso s por el muslo... cada vez más
arriba... hasta llegar a la base de la polla.
Él se quedó sin habla, y no se atrevió a moverse por miedo a que ella
parase.
—¿Quieres? —Madeline tomó sus testículos en la mano, sope sándolos y
apretándolos suavemente hasta que Gabriel pensó que iba a enloquecer.
—Luego... —graznó él.
Ella rió. Su aliento fluyó sobre las partes íntimas de Gabriel, e incluso ese
ligero roce casi fue demasiado para él. Intentó levan tarse del asiento.
Madeline lo hizo sentar empujándole el estómago.
—Eleanor y yo quedamos fascinadas por todas las cosas que nos contaron
aquellas mujeres. Dijeron que a un hombre le gusta mu cho que se le dé un
beso precisamente aquí —Puso los labios sobre la punta del pene, y se
apartó. Sus oscuras pestañas vo lvieron a aletear, sus ojos azules llenos de
delicada provocación —. ¿Es cierto?
Desgarrado entre la frustración y el deleite, Gabriel gruñó:
—No lo sé. Vuelve a intentarlo.
Con los labios entreabiertos, su lengua le tocó el glande. Moja da,
caliente... Gabriel quería ponerle la mano en la nuca, para mos trarle qué
debía hacer exactamente, pero también quería aprender, experimentar.
—Eso está mejor.
—¿Esto? —La boca de Madeline se deslizó a lo largo de él, engu llendo
todo su sexo. Su lengua lo lamió, giran do alrededor de él. Los dedos de los
pies de Gabriel se curvaron con el esfuerzo de permane cer inmóvil, de no
perder el control.
—Piedad, Maddie… Ten un poco de compasión.
Alzando la cabeza, ella preguntó:
—¿Qué clase de compasión estás pidiendo? ¿Te gust aría que te chupase
de esta manera?
Cerrando los ojos, Gabriel se agarró a los lados del asiento mientras
torbellinos de destellos rojos y negros giraban vertiginosamente detrás de sus
párpados.
—¿Te gustaría que te sujetase así? —Las manos de Madeline se deslizaron
para sostenerle las nalgas. Su voz bajó de tono hasta convertirse en un
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resbalando hacia abajo, tomando una parte más grande de él. Gabriel
respiraba entrecortadamente, jadeando en busca de aire.
Madeline repitió el movimiento, arriba y abajo, arriba y abajo, y el «abajo»
fue progresando para llegar cada vez un poco más lejos. Finalmente, y
después de lo que pareció mucho tiempo, Madeline se encontró re posando
en los muslos de Gabriel. Hundiéndole los dedos en la piel, lo agarró por los
hombros y luego lo miró con tal ex presión de adoración que Gabriel quiso
extasiarse eternamente con esa mirada.
Pero lo que quería aún más era moverse dentro de ella.
—Cabálgame —ordenó.
—No monto muy bien —susurró ella.
—Tu técnica es impecable. —Rodeándole las nalgas con las manos,
Gabriel la levantó —. Cabálgame.
Ella así lo hizo, subiendo y bajando como en una silla de montar. Sus
piernas le rodeaban las caderas, su p elo le hacía cosquillas en el estómago.
Cada vez que bajaba sobre él, su pelvis se apretaba contra la de Gabriel y
él veía cómo su expresión iba volviéndose más apasionada. Madeline hacía
una mueca al sentir la proximidad del placer, pero lo mantenía a ray a para
prolongarlo.
Gabriel también quería prolongar el acto amoroso. Quería que aquel
éxtasis continuara eternamente. Pero sus testículos se tensaban con cada
movimiento de la pelvis de Madeline y el clímax se acerca ba
inexorablemente. Gabriel sabía que no podría seguir contenién dose mucho
más.
Y sin embargo cada vez lo lograba. Tenía que continuar por ella, pero su
ascensión iba cobrando fuerza con los movimientos. El sudor le perlaba la
frente y el pecho.
Los pechos de Madeline subían y bajaban ante su s ojos, magníficos y
cubiertos de seda. Su cabeza oscilaba adelante y atrás conforme la pasión
luchaba por alcanzar su apogeo.
Finalmente, cuando él pensaba que ya no podría seguir sopor tándolo por
más tiempo, Madeline llegó a su clímax.
Se pegó a él, re torciéndose y chillando, la cabeza echada hacia atrás y
su largo y esbelto cuello tensado por la liberación del placer. Dentro, el
orgasmo se burlaba de Gabriel mientras lo apremiaba, ha ciéndole desear su
llegada más de lo que nunca había anhelado nada en su vida.
Dejó que Madeline lo golpease con los puños, una y otra vez, hasta que
llegó un momento en que él perdió la cabeza y la pacien cia. Sujetándola
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—Y o lo haré todo por ti. Vivirás como un rey, con sirvientes para que hagan
tu voluntad, uno o dos castillos, Londres en la prima vera, cacerías en el
otoño...
—Suena delicioso. ¿Y qué tendría que hacer yo?
—Disfrutar de la esposa que te adora y cumple cada uno de tus deseos.
—Estás yendo demasiado lejos. —Se levantó, también, se puso los
pantalones—. Quiero casarme contigo, Madeline, no con una des conocida
que resida en tu cuerpo y satisfaga cada uno de mis deseos.
Ella se inclinó ante él como las doncellas del harén ante sus amos y
señores.
—Pues muy bien. ¿Ves? Me has dicho lo que deseas y yo te obe dezco. No
satisfaceré cada uno de tus deseos.
—Eso está mejor —repuso él con un poco de humor. Sin em bargo había
algo que no estaba del todo bien. Se puso la camisa y contempló a Madeline
mientras ésta se repantigaba en el asiento que él acababa de abandonar —.
Maddie.
Ella apoyó la cabeza en el respaldo y le sonrió, ofreciendo todo el aspecto
de una mujer saciada y feliz.
—¿Sí, amor mío?
Tomándole la cara entre las manos, Gabriel se inclinó hacia ella. —Ahora
es más necesario que nunca que te vayas.
—No puedo hacerlo. —Su sonrisa siguió allí como si la preocu pación de él
careciese de importancia, como si estuviera exagerando el peligro—. No
puedo dejarte solo.
La vaga inquietud que Gabriel ya había sentido antes volvió a hacer presa
en él.
—Me distraerás.
—Te ayudaré. Lo cierto es que soy formidable, sobre todo cuando sé que
te tengo detrás de mí.
—Y o te tengo a ti detrás de mí —respondió él suavemente. Madeline puso
las manos encima de las suyas.
—Estamos cada uno detrás del otro. Cuando hayamos aclarado esta
situación, iré a Londres, rescataré a Eleanor y se lo ex plicaré todo al señor
Knight…
—¿Lo harás?
—Entonces enviaremos nuestro anuncio al Times. Creo que puedo
organizar la boda en menos de seis semanas.
Ahora él supo qué iba mal. Ahora lo entendía. Madeline, aquella mujer
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para que...
—Me tome esa molestia. Lo sé.
Madeline retrocedió como si él fuera un lobo y ella una ov eja indefensa.
—Mírate —dijo él suavemente —. Todos tus sentidos se han puesto en
estado de alerta. Tienes los brazos cruzados y tu frente se ha fruncido.
Apostaría a que te duele el estómago.
—Y o... es sólo que...
Él casi la creyó. Por un breve y resplandeciente momento, había creído
que acababa de hacer realidad su sueño; y la desilusión lo vol vió brusco. Lo
volvió honesto.
—Todo el mundo piensa que eres una mujer fuerte y segura, pe ro por
dentro eres una niña asustada que teme volver a sufrir l a traición por parte
de aquellos a los que más debería querer.
—¡Yo no soy así!
—Lo quiero todo, Madeline. Tu corazón, tu alma, tus pensa mientos, tus
sueños... quiero llegar a conocerte. Quiero estar conti go. Quiero que confíes
en mí. —Se acercó y le besó la frente —. Vuelve cuando puedas darme no
sólo tu guante, sino tu mano.
Capitulo Veinticuatro
Lo único que tenía que hacer Madeline era regresar a su dormi torio.
Poniendo un pie delante del otro, se concentró en no pensar en nada.
Se encontró con una de las señoritas Greene y le sonrió, olvi dando que,
en tanto que acompañante, debía hacer una reverencia. La muchacha la
miró fijamente pero no dijo nada. La expresión de Madeline quizá fuese
peculiar. Quizá se tambaleaba mientras cami naba. No lo sabía, y le daba
igual.
Se encontró con lady Tabard, quien le dijo que Thomasin había ido a su
habitación después de recibir la buena noticia.
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—Esta misma tarde, antes de que lord Tabard acudiese a la par tida, lord
Hurth le pidió permiso para s olicitar l a mano de Thomasin. ¿Qué le parece
eso?
Madeline la contempló con ojos inexpresivos, pero al punto ca yó en la
cuenta de que debía ofrecerle sus congratulaciones.
Pero lady Tabard se le adelantó.
—Lord Tabard se lo dijo a Thomasin, y ella no se comportó n ada mal. Creo
que lo aceptará. Sí, sin duda lo hará. Se da cuenta del gran honor que le ha
hecho lord Hurth, y lord Tabard dice que él es in creíblemente rico y que, a
la muerte de su suegro, Thomasin será una marquesa. Sí, estoy segura de que
eso hará que se olvide de ese tonto amorío con Jeffy. Es lo que yo siempre
he querido para ella. —Lady Tabard le cogió una mano—. Lord Tabard y yo
somos perfectamente conscientes de la deuda que hemos contraído con
usted, mi querida señorita De Lacy. Es gracias a sus esfuerzos que ha surgido
esta maravillosa oportunidad. Le he dicho a lord Tabard que el próximo mes
le concederemos un día libre extra.
Madeline no entendía por qué aquella mujer le estaba contando todo
aquello, ya que apenas si se acordaba de Hurth y de Thomasin y de todo el
lamentable enredo del compromiso matrimonial.
—Y un incremento en sus emolumentos, naturalmente —se apresuró a
añadir lady Tabard—. ¡No queremos perder a la nueva acompañante de
Thomasin!
Madeline se apartó de ella con un seco sollozo .
—Excusadme.
Fue hasta su dormitorio, cerró la puerta tras ella y dejó resbalar la espalda
a lo largo de la pared.
Entonces oyó un llanto que procedía de la cama, y se quedó in móvil. Lady
Tabard había dicho que Thomasin estaba allí. Madeline contempló el cuerpo
sollozante extendido sobre la colcha. Al parecer, el que acabase de recibir
una propuesta de matrimonio no había he cho nada feliz a Thomasin. O quizá
tenía algún otro de esos ridículos problemas que afligen a las jóvenes de
dieciocho años.
Se esperaría de Madeline que le proporcionara consuelo, pero ella no se
creía capaz de hacerlo.
Levantando la cabeza, Thomasin la miró y, con voz enronquecida por el
llanto, preguntó:
—¿Qué... pasa?
El aspecto de Thomasin, desdichado pero aun así preocupada po r ella,
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—Eres sabia.
—Puede que no sea una duquesa, y puede que no tenga ni piz ca de
sentido común... —Thomasin inspiró hondo —, pero cuando os vi juntos,
hubiese jurado que él también te amaba.
Madeline se esforzó por responder sin llorar amargamente.
—Él dice que me ama, pero cree que no confío en él.
—¿Confías en él?
—¡Sí! —Pero Gabriel había estado muy seguro de lo que decía. Y no había
parecido sentirse nada feliz de tener que rechazarla, sino más bien cansado
y triste. Una vez más, Madeline hundió la cara en la colcha—. No lo sé. Creo
que sí, pero cuando él quiere que le permita asumir la responsabilidad de...
—agitó una mano —, de cualquier cosa, como el contratar a los jardineros,
eso me pone enferma.
Thomasin volvió a frotarle el hombro.
—Así que lord Campion no te rechazó. No de verdad. Pero para vivir
contigo, para casarse contigo, insiste en que te entregues por completo a
él. Quiere que confíes en él con todo tu corazón.
Aquella aclaración, totalmente innecesaria y que ella no había solicitado,
hizo que Madeline volviera a llorar.
—Tú me dijiste la verdad —dijo Thomasin con voz desafian te —¿Por qué
no puedo decírtela yo a ti?
¡Qué pregunta tan estúpida!
—Porque no qui—quiero… oírla.
—Bueno, yo tampoco quería oírla.
Con los ojos llenos de lágrimas, Madeline paseó la mirada por el peq ueño
dormitorio y pensó en la velada de esa noche, que pasaría en compañía de
esposas, hijos e hijas mientras los esposos jugaban a las cartas. Pensó en el
día de mañana, tan aburrido y vacío. Pensó en la espera, hasta volver a ver
a Gabriel.
No podía soportarlo.
—Deberíamos irnos.
Thomasin tragó saliva.
—¿Qué?
—Deberíamos irnos de aquí. Ahora. Esta noche. Tengo la tiara de la reina.
Mi padre no está aquí. Tú no quieres seguir aquí por más tiempo. —Aunque
Madeline no podía rescatar a todo el mundo del vil p lan de Rumbelow, le
había cogido cariño a Thomasin. Podía res catarla. Quería rescatarla —.
Venga, vayámonos.
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aquí. —Gran Bill parecía haber optado por mostr arse claro y cortante.
—A dónde vayan los invitados no es algo que dependa de ti —dijo
Madeline.
Gran Bill hizo chasquear sus tirantes.
—Pues me parece que sí depende. Las órdenes son que nadie se moverá
de aquí hasta que Rumbelow así lo diga, y de moment o todavía no lo ha
dicho.
Aquello era peor de lo que hubiera podido imaginar Madeline. Miró
alrededor. El caballerizo los observaba con ceño, y detrás de él un círculo
de matones sonrientes aguardaba las órdenes de Gran BiIl. Madeline había
retrasado demasiado el momento de escapar. O quizá todos habían estado
atrapados desde el momento en que lle garon allí.
—Esto es ridículo —dijo Thomasin —. El señor Rumbelow nunca nos obligaría
a permanecer aquí en contra de nuestros deseos.
—Oh, pero es que de todos modos más vale que no vaya a nin guna parte
con esta buena pieza —dijo Gran Bill, taladrando a Ma deline con la
mirada—. No es una acompañante apropiada para una joven inocente
como usted. Se le han subido los humos a la cabeza, queriendo beneficiarse
a un lord cuando podría tener a alguien como yo.
Obviamente Thomasin no sabía qué significaba querer beneficiarse a
alguien, o se hubiese horrorizado. Sin llegar a tanto, intentó soltarse de la
mano de Madeline.
—Ella nunca se relacionaría con alguien como usted. ¡En realidad es una
duquesa!
—¡Thomasin, no! —Oh, no. Aquello era lo último que Gran Bill necesitaba
saber. Gran Bill... y Rumbelow.
—¿Una duquesa? ¿Eso ha dicho ella? —Gran Bill echó la cabeza atrás y
rió, y los demás lo imitaron.
La mirada de Thomasin fue nerviosamente de Gran Bill a Madeline, una y
otra vez, y de pronto espeto:
—Está usted siendo muy insolente. No es más que un sirviente. No puede
mantenernos aquí. Eso sería una detención ilegal, y en tonces se convertiría
en un criminal.
Uno de los párpados de Gran Bill tembló convulsivamente.
—Sí, un criminal —dijo Madeline suavemente sin apartar la mi rada de él.
—Son las órdenes de Rumbelow —repitió Gran Bill.
—Pero Madeline, eso es imposible —dijo Thomasin, que todavía no se lo
podía creer—. Esta persona tiene que estar confundida. El señor Rumbelow
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Cinco mesas, colocadas muy cerca las unas de las otras. Diez sillas de
respaldo rígido.
Cuatro dudosos lacayos.
Paredes de color claro. Cortinajes verde botella, cerrados sobre altas
ventanas. Estanterías vacías.
Diez caballeros, jugadores todos, que no reparaban en el aislamiento ni
en el hecho de que los lacayos permanecieran inmóviles
Del ante de las puertas como los guardias de una prisión.
Una alfombra turca verde y negra. Humo ele vándose del puro fumado
ocasionalmente. La sala de juego silenciosa, el aire inmóvil. El reloj dando la
medianoche. Gabriel podía oír las ráfagas de viento que arreciaban fuera
conforme una tormenta se aproximaba desde el mar.
En la sala, los caballeros es taban sentados, inclinados sobre sus cartas y
concentrándose como si sus vidas dependieran de ello. Sólo un juramento o
una exclamación de triunfo ocasionales rompían el silencio .
Incluso Rumbelow concentraba toda su atención en su mano,
permaneciendo inmóvil y no hablando nunca innecesariamente.
Así que Gabriel hablaba. Tenía que hacerlo. Él jugaba para ganar, y el
ganar aparejaba una estrategia. No sólo estrategia con las cartas, sino la
clase de estrategia que interrumpía la concentración de los otros ju gadores.
De hecho, el hacer que se retorcieran de disgusto resultaba más bien
divertido. Aportaba una pausa en las intensas reflexiones necesarias para
ganar la partida. Y Gabriel tenía que ganarla.
O no. Lo decidiría a medida que las sumas en juego, y las circunstancias,
fueran quedando claras.
Al final de su mano con Payborn —Gabriel ganó, naturalmente, y le
sorprendería que por la mañana Payborn no lo hubiera perdido ya todo —,
dijo:
—Deberíamos abrir la ventana. El viento aligerará la atmósfera cargada.
Nadie respondió. Unos cuantos hombres cambiaron de posición las cartas
que sostenían en abanico. Lord Tabard dio una calada a su puro.
—Rumbelow, ¿le parece bien que haga abrir la ventana? —insistió
Gabriel.
Sentado a una mesa cercana, Rumbelow agitó una m ano negligente.
—Sí, sí, haga lo que desee.
Oh. A Rumbelow no le gustaba que se lo interrumpiera cuando estaba
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Capitulo Veintiseis
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Lady Tabard no conocía el significado de la palabra sutileza. Lady Achard dio palmas con sus
manos enguantadas para atraer la atención de todos.
—¿A qué hermosa joven escucharemos a continuación?
—Josephine, tú tocas el arpa maravillosamente —dijo la señora Greene—. Obséquianos con
una melodía.
Lady Achard se sonrojó adecuadamente, hizo las protestas apropiadas y, al continuar
rogándosele que tocara, se quitó los guantes v ordenó a los sirvientes que colocaran el arpa delante
de la enorme chimenea de mármol negro.
Madeline se mordió el labio inferior y escuchó el viento que hacía vibrar las ventanas. ¿Cuánto
tardaría MacAllister en regresar con los hombres? Aunque se sentía muy dolida por el rechazo de
Gabriel, temía por él, solo en la Casa de la Viuda con Rumbelow y los otros jugadores. ¿Permitiría
Rumbelow que se llegara a jugar la partida ¿Estaría en aquel mismo instante robando a los hombres,
golpean dolos... dándoles muerte?
Pero no. Aquello no tenía ningún sentido. Rumbelow hubiera podido hacerlo en cualquier
momento durante los últimos días. Su plan era más intrincado que eso, y Madeline creía que Gabriel
era un rival más que apropiado para Rumbelow... pero Gabriel necesitaba refuerzos.
Sin embargo, mirara donde mirase Madeline siempre veía a Ios dudosos lacayos de Rumbelow
acechando alrededor del salón de música, vestidos con elegantes libreas pero con aspecto tosco
y fuera de lugar. Nadie más se daba cuenta de ello, excepto Thomasin; y a juzgar por el modo en
que observaba al villano que permanecía apostado junto a la puerta, Madeline temía que la joven
estuviera a punto de contar lo mal que las había tratado Gran Bill. Madeline pensaba que lo único
que le había impedido hacerlo hasta ahora era aquella velada de alegres entretenimientos,
organizada por Rumbelow para que las jóvenes damas exhibiesen sus talentos musicales.
Pero incluso entre los otros invitados, una corriente oculta de súbita atención había empezado a
circular por debajo de su jovial animación. Todo el mundo esperaba noticias acerca de cómo
estaba yendo la partida.
Mientras se alejaba del pianoforte, Thomasin recibió congratulaciones y elogios por su talento.
Thomasin había recibido la educación apropiada para una joven dama y se sonrojaba diciendo
que no había hecho gran cosa, pero Madeline vio la expresión de rabia que había en sus ojos y se
levantó para interceptarla, la advertencia de Gran Bill resonando en sus oídos.
Lord Hurth se le adelantó. Resplandeciente con un chaleco acolchado de seda lavanda y una
chaqueta de terciopelo azul, se inclinó y sonrió, e indicó que le gustaría hablar con Thomasin en
privado.
Ella sacudió la cabeza, pero lady Tabard intervino con voz de trueno.
—¡Ve con él, muchacha! Tienes mi permiso —dijo, dirigiendo una pícara sonrisa a las otras damas.
Mientras lady Achard se sentaba para tocar, Hurth ofreció su brazo a Thomasin y la llevó al pasillo,
no sin antes dirigir una mira angustiada a Madeline.
Ésta se apresuró a ir tras ellos y entró en la biblioteca antes de que lord Hurth pudiera cerrar la
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puerta.
Él la Fulminó con la mirada.
Madeline le hizo tina reverencia y fue a sentarse en un rincón donde no había mucha luz. Tenía
tanto el derecho como el deber de estar allí. Después de todo, era la acompañante.
Con un gesto de su rizada y pulcramente peinada cabeza, Hurth señaló un sofá bajo.
—Por favor, lady Thomasin, si tenéis la bondad de tomar asiento.
—Preferiría estar de pie, gracias —dijo ella truculentamente.
Absorto en su propia importancia, Hurth no se percató de ello, ni del modo en que lo miraba
Thomasin, como si él fuera un dentista y ella una paciente con dolor de muelas.
—Por favor, insisto —dijo, volviendo a señalar el sofá.
Suspirando, Thomasin se sentó aparatosamente.
Madeline se mordió el labio para reprimir la sonrisa. Si no estuviera tan preocupada por
Gabriel y MacAllister, y la muerte y el desastre, aquél habría sido uno de los grandes
momentos cómicos de su vida.
Hurth hincó una rodilla en el suelo. Se ajustó los pantalones de tal modo que la tela
quedara correctamente extendida sobre su rodilla, y luego intentó tomar una mano
de Thomasin, pero ésta se sentó encima de las dos.
Sin dejarse amilanar por ello, Hurth empezó a hablar.
—En primer lugar, deseo aseguraros que hoy he hablado con vuestro padre y
cuento con su permiso para deciros esto, que de otro modo aparecería como el mayor de
los atrevimientos a vuestros ojos.
Thomasin se apresuró a hablar a su vez.
—Lord Hurth, me han hablado de vuestra petición, y deseo ahorrarnos a ambos el
mal momento que...
Él la interrumpió como si Thomasin no hubiera hablado.
—A pesar de que vuestra madrastra no provenga de una familia de categoría, me
encuentro muy atraído hacia vos. Thomasin se envaró.
Madeline se preguntó cómo era posible que un hombre pudiera cortejar tan mal. Era
como si lord Hurth hubiera asistido a clase, sobre cómo resultar repulsivo y enfurecer a
una mujer.
—Las atenciones que os he deparado, marcadas como son, in dudablemente os
habrán halagado y habrán hecho que fuerais consciente de la profunda consideración
que siento hacia vos.
—¿Halagado? Lord Hurth, no soy...
—Me gustaría haceros mi esposa. —Lord Hurth parpadeó rápidamente y luego
esperó en silencio, aguardando las exclamaciones extasiadas de Thomasin.
Pero Thomasin no habló. Apenas parecía respirar. Madeline sospechó que estaba
apretando los dientes.
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—Hay cosas peores. He visto madrastras que convierten a sus hijastras en sirvientas
esclavizadas, que las golpean con una vara y las alimentan a pan y agua... que
intentan obligarlas a contraer matrimonio con el primero que pide su mano.
—Te lo estás inventando. —Thomasin medio rió—. Eso es un cuento.
—No lo es, te lo aseguro. Lady Tabard sólo quiere lo mejor para ti. Lo que pasa es
que no sabe expresarse muy bien.
—Desde luego que no.
—Pienso que, si lo intentas, descubrirás que puedes hablar con ella. Lady Tabard
tiene mucho carácter. Te ayudará a conseguir lo que quieras.
'I'homasin la contempló con expresión pensativa.
—Sí, tiene mucho carácter.
Una vaga inquietud agitó a Madeline. ¿En qué estaba pensando Thomasin?
—¿Por qué a las jóvenes les gusta recibir propuestas de matrimonio? —preguntó
la joven.
—La mayoría de las propuestas de matrimonio no son tan espantosas —Madeline
se sentó junto a ella y le palmeó la mano—. Lo habitual es que el caballero hable de
lo mucho que te adora y no de lo privilegiada que deberías sentirte por poder
adorarlo a él.
—¿Fue ése el tipo de propuesta que recibiste de lord Campion?
Intentó recordar aquella primera propuesta de matrimonio, cua tro años antes,
pero los acontecimientos de hacía unas horas seguían ocupando su mente.
Madeline le había pedido que se casara con ella, y él la había rechazado. La había
rechazado, y ahora ella padecía un ininterrumpido dolor profundamente enraizado
en su corazón.
¿Conseguiría superarlo alguna vez?
—Lo siento. No debería habértelo recordado. —Humedeciendo una toalla,
Thomasin se la tendió—. Eres tan desgraciada... ¿No puedes cambiar para ser lo que
él quiere? Después de todo, parece querer muy poco. Encargarse de ciertas tareas
para ti, una esposa que se entregue por completo a él.
Sintiéndose llena de desesperación, Madeline se enjugó la cara.
—Él no debería esperar que yo cambie.
—O sea que tú esperas que él cambie.
—Sí, bueno, pero... pero para mejor. Quiero que abandone el juego.
Thomasin siguió por el mismo derrotero, sin prestar atención a la débil protesta de
Madeline.
—Esperas que él nunca acepte ninguna responsabilidad en Io que concierne a
tus propiedades, pero a mí me parece que es un hombre que se toma muy en serio
sus responsabilidades. —Miró fijamente a Madeline—. ¿Verdad que sí?
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—Sí, pero... —Thomasin esperó a que terminara la frase, pero Madeline no supo
hacerlo.
—Quizá podrías cambiar para él, porque sabes que realmente puedes confiar en
él —insistió Thomasin.
—Eso cuesta demasiado. —Pero con qué facilidad había confiado en que Gabriel
obtendría justicia para Jerry, atraparía a Rumbelow y mantendría a salvo a los
invitados.
—Ser una acompañante tampoco resulta nada fácil, pero tú has hecho un
auténtico triunfo de ello —dijo Thomasin taimadamente.
Madeline parpadeó.
—Es cierto. Ha sido todo un triunfo, verdad?
—Conmigo has hecho prodigios.
—Quizá...
Pero antes de que Madeline completase su pensamiento, lady Tabard entró en el
salón como un gran carruaje cubierto de adornos. Fijando su mirada en Thomasin,
dijo:
—Conque estabas aquí, jovencita.
Thomasin se levantó.
—Mamá, necesito contarte algo. —Lanzando una mirada desafiante a Madeline,
añadió—: Acerca de lo que ha ocurrido hace un rato.
¿Qué le había dicho Madeline a Thomasin? « Lady Tabard tiene mucho carácter.
Té ayudará a conseguir lo que quieras.»
Thomasin se disponía a hablarle de Gran Bill, pero Madeline exclamó:
—¡Thomasin, no!
La joven no le hizo caso.
—Mamá, hace un rato Madeline y yo salimos de la casa...
—Fue entonces cuando decidiste rechazar la propuesta de lord Hurth? —Lady
Tabard agitó las manos delante de su hijastra como si ya no le quedase paciencia—.
Estoy muy dolida contigo, Thomasin. Sí, muy dolida. Cualquier otra joven no habría
dejado pasar la ocasión de convertirse en una gran dama.
—Mamá, ahora eso carece de importancia. Lo que sí es importante...
—¡No es importante! ¿Qué puede ser importante, comparado con una ocasión
de casarse con un hombre rico que tiene un título y además sabe vestir bien? Pero
no, tú no eres de ésas. Tú amas a tu Jeffy. — Lady Tabard pronunció el nombre con
tal desdén que incluso Madeline se encogió y deseó estar en otro lugar—. Jeffy.
Nunca podrías encontrar un joven más inútil, bobo e incapaz de ser fiel. Por él
renuncias a un hombre que algún día será marqués.
Toda la firme determinación de Thomasin agonizó bajo la vehemente
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Ya era muy tarde. La reunión estaba a punto de disgregarse. Todo el mundo había
estado esperando hasta aquel momento sólo por una cosa, la misma que Madeline
deseaba oír noticias sobre la partida.
Al fin, Gran Bill entró en el salón de música dándose aires de importancia. Se aclaró la
garganta y esperó a que se hiciese el silencio. Luego, con una solemne seriedad que no
casaba nada con su acento vulgar y su cara de boxeador, dijo:
—El señor Rumbelow les envía sus respetos, y he aquí la primera comunicación de la
noche. El señor Payborn perdió su primera partida. Lord Achard perdió. El señor
Rumbelow ganó. Lord Campion ganó. El señor Greene ganó. El señor Darnel ganó.
Monsieur Vavasseur perdió. —Un silencio sepulcral se hizo en el salón mientras Gran Bill
iba recitando los nombres y sus respectivas posiciones en la lista. Cuando hubo terminado
sonrió, enseñando unos repulsivos dientes manchados que recordaron a Madeline
lo ocurrido el día anterior, y aquella misma noche—. El señor Rumbelow me ha
rogado que les diga que ha habido una apuesta complementaria entre él y lord
Campion. Si lord Campion gana la ronda final, el señor Rumbelow le pagará diez mil libras
adicionales. En caso contrario, lord Campion le dará cualquiera de sus posesiones que
desee el señor Rumbelow.
Un murmullo de asombro rompió el silencio.
Gran Bill alzó la mano.
—Una cosa más. El entretenimiento que debía tener lugar mañana en el pueblo ha
sido cancelado debido a que el señor Rumbelow piensa que tendremos mal tiempo, y
no quiere que ninguno de sus invitados pille un resfriado. Así que hasta que el señor
Rumbelow diga otra cosa, nadie debe salir de Chalice Hall. Ninguno de ustedes.
Después de todo... —sus negros ojillos entornados se clavaron en Madeline— no
queremos que se pongan enfermos. No queremos que haya ninguna desgracia...
Capitulo Veintisiete
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mientras subía resoplando por el camino que llevaba a la Casa de la Viuda. Los otros
invitados la acompañaban y casi todos mostraron su acuerdo—. Diez mil libras contra
cualquiera de sus propiedades. No sé en qué podía estar pensando.
Madeline creía saberlo. Gabriel quería que Rumbelow estuviera nervioso, impaciente
por ganar, y presente en la partida. Porque MacAllister todavía no había llegado con
los refuerzos, y ya hacía más de treinta y seis horas que se había ido. Treinta y seis horas
de fuertes ráfagas de viento, de lluvia intermitente... de constante preocupación.
Madeline se había dedicado a escuchar a los sirvientes murmurar entre ellos, con la
esperanza de enterarse de si MacAllister había sido capturado, pero nadie habló de él.
Nadie había reparado que el ayuda de cámara de Gabriel ya no se encontraba allí.
El día anterior, durante las largas horas diurnas, todos habían lamentado el hecho de
que no pudieran ir al pueblo y comer en el salón de té Two Friends. Unos cuantos
caballeros jóvenes deseaban arriesgarse a hacer frente al posible mal tiempo, pero
fueron disuadidos de manera bastante brusca por los lacayos. Eso llenó de inquietud a
los invitados, una inquietud que no comprendían pero que proyectó una negra sombra
sobre la casa.
Rumbelow había hecho que una compañía teatral ambulante representara El rey
Lear, con lo que en opinión de Madeline no había sabido escoger un entretenimiento
demasiado apropiado. En conjunto, la última noche había sido muy poco alegre y,
después de que Gran Bill hubiera llegado con su comunicado sobre la partida, todo el
mundo se había ido a acostar.
—¿Papá realmente ha quedado eliminado del juego? —preguntó una de las
señoritas Achard con voz quejumbrosa—. Porque si es así, entonces no entiendo a qué
viene eso de que no podemos irnos. Este sitio ya no me gusta.
Volviendo la mirada hacia Thomasin, Madeline vio que la joven la estaba
observando. Le dio ánimos con una inclinación de la cabeza y Thomasin, sin sonreír, se
la devolvió. Thomasin había madurado durante los últimos días. Madeline se preguntó si
alguien no podría decir que ella también lo había hecho.
—Supongo que tu padre quiere que veamos cómo termina el juego para así luego
poder contar la historia de la Partida del Siglo.
Pero la frente de lady Achard permaneció ensombrecida por un fruncimiento de
perplejidad mientras se ceñía el chal alrededor del pelo y luchaba contra el viento.
Madeline quiso correr a la Casa de la Viuda para cerciorarse con sus propios ojos de
que Gabriel estaba sano y salvo. Un extraño anhelo la consumía. ¿Cómo había sido
capaz de dejarlo allí, solo y haciendo frente a un ejército de malhechores?
Sólo porque él la había rechazado...
Pero Thomasin le había dicho que Gabriel no hizo tal cosa. Y había sugerido que
Madeline podía cambiar y convertirse en lo que él deseaba, una mujer que fuera
198
De Kerea y Sofia para Meca
completamente suya.
—Pero ¿por qué tenemos que ir todos? Gimoteó una de las señoritas Vavasseur—. Y
tan temprano. Yo hubiera podido dormir dos horas más.
Era cierto. La llamada para que acudieran a la Casa de la Viuda había llegado a las
nueve de la mañana, un momento en que la mayor parte de los invitados todavía no
había abierto los ojos. Pero la petición había sido bastante imperiosa, y muy clara. Todas
las familias tenían que ir a la Casa de la Viuda para presenciar el final de la partida.
—Bien, así que la cosa ha quedado entre el señor Rumbelow y lord Campion. —Hurth
resopló y utilizó su pañuelo para sonarse la nariz goteante—. El señor Rumbelow no tiene
ninguna posibilidad contra lord Campion. Todo el mundo sabe que lord Campion tiene
la suerte del mismísimo demonio, y la habilidad que ha de acompañarla. No sé por qué
no nos limitamos a darle el dinero y nos olvidamos de la partida.
—Habéis hablado como un hombre al que no le interesa el juego —observó
Thomasin.
Hurth la miró como si ella fuera alguna especie de alimaña indigna de que él le
prestara atención, pero nunca dejaba pasar por alto una ocasión de ponerse a
discursear.
—En lo que a las cartas respecta, por supuesto que no. —Volvió a sorberse la nariz.
—Y en lo que a mí concierne —dijo su madre altivamente—, no hay nada que pueda
compararse a una apuesta en una buena carrera de caballos.
—Por supuesto que no —dijo Thomasin con un hilo de voz.
Haciendo una profunda inspiración, Madeline se dijo que confiar en Gabriel no era
tanto una cuestión de independencia como de coraje. El suyo. Gabriel la había llamado
cobarde. Madeline quizá lo hubiese sido en el pasado, pero ya no. Él siempre daba
generosamente de sí mismo, y ella tenía que aprender a hacer lo mismo. Quizá no fuese
justo para él que se le permitiera correr con todos los riesgos en aquella relación
amorosa.
—Henos aquí. — Lady Tabard entró en el vestíbulo de la casa y se quitó el chal.
Mirando en torno, dijo con sorpresa—: Un lugar de lo más agradable, después de toda
la opresiva ornamentación de Chalice Hall. –Miró de soslayo a Madeline, como
esperando que ella revelase que, cuando llegaron allí por primera vez, lady Tabard
había declarado que Chalice Hall era espléndida.
Madeline estaba demasiado ocupada quitándose la pelliza y entregándosela a uno
de aquellos lacayos de aspecto tan tosco. Quería ver a Gabriel. Quería verlo ya.
Otro lacayo mantenía abierta la puerta e indicó la sala de juego con una inclinación
de la cabeza. La última vez que Madeline había estado allí todo se hallaba oscuro, y no
reconoció nada. Había entrado en la casa por una puerta lateral. Y cuando se fue a
primera hora del amanecer, se encontraba aturdida por la resaca de la pasión.
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De Kerea y Sofia para Meca
abandonaba el mundo real para ir a un lugar donde la gloria y las riquezas flotaban en
el aire manteniéndose escurridizamente fuera de su alcance. Magnus no se encontraba
allí, pero Madeline observó la misma codicia y desesperación en cada uno de aquellos
hombres, y supo sin lugar a dudas que el peligro acechaba delante de sus narices, pero
que ellos se hallaban demasiado absortos en el juego para percatarse de ello o para
que pudiera importarles.
Madeline pensó que ahora tendría que otorgar su confianza a Gabriel, porque no
sabía si podía vivir sin él. Lo cual sonaba melodramático pero, en este caso, ella ya había
probado la alternativa.
Había descubierto que aquello no era vivir, sino meramente sobrevivir.
Esperó que Gabriel le enviase una señal, indicándole que fuese a él. Pero no la miró,
sino que permaneció tranquilamente en su asiento, como si fuera indiferente a la
presencia de Madeline.
Gran Bill no era indiferente a su presencia. Ocupando el último lugar en la comitiva,
cerró la puerta una vez todos hubieron entrado y se quedó allí de pie, con los brazos
cruzados, custodiando la entrada. Observaba a Madeline con una hostilidad que hizo
que ella quisiera extender la mano hacia su pistola, pero ésta se encontraba en su valija.
Madeline había alentado a Gran Bill durante su Paseo .v luego lo había rechazado de
la manera más evidente posible, tomando otro amante. Lo había golpeado debajo de
la barbilla y le había convertido en blanco de las burlas entre sus iguales.
Satisfactorio, pero decididamente muy poco sensato. En su mirada hostil, Madeline
vio cuál sería su destino si Gran Bill conseguía ponerle las manos encima. Le haría daño.
Disfrutaría haciéndole daño.
—¡Madeline! —la llamó Thomasin en voz baja y tensa—. Ven aquí con nosotras.
Madeline obedeció y Thomasin la puso deliberadamente detrás de la corpulenta
lady Tabard, fuera de la vista de Gran Bill.
Mirando alrededor, Madeline se dio cuenta de que no era la única persona que
pertenecía al servicio de una familia presente en la sala. A ella nunca se le había
ocurrido que quizá no debía venir, y nadie se lo había prohibido. Pero ¿por qué estaba
allí el ayuda de cámara del señor Darnel? El joven parecía nervioso e incómodo, y
pronto le habló a su amo en voz baja y apremiante. Darnel miró a Rumbelow con los
ojos entornados, como si se sintiera disgustado por algo.
Rumbelow no se dio por enterado. ¿Por qué hubiese debido hacerlo? Allí nadie podía
tocarlo.
El chasquido regular de las cartas se reanudó. A diferencia de Gabriel, Rumbelow sí
mostraba el cansancio causado por aquella prolongada partida. Sus rubios cabellos se
habían humedecido encima de la frente. Una fina capa de sudor perlaba su rostro. Su
chaqueta azul mostraba anillos de transpiración en las axilas.
201
De Kerea y Sofia para Meca
Madeline se alegró de ello. Esperaba que Rumbelow sufriera por cada punto que
perdía. Esperaba que cada jugada fuera una agonía para él. Esperaba... Miró a los
lacayos. A Lorne, imponente y ominoso. A Gran Bill, que se había movido de su sitio lo
suficiente para observarla. La realidad la abofeteó en la cara.
Daba igual cuáles fueran sus esperanzas. Daba igual que Rumbelow realmente
perdiera. Él ya había urdido su plan para ganarlo todo de alguna manera, y Madeline
temía imaginarse cómo.
Gabriel tenía un plan, pero ese plan había incluido el que un destacamento de
hombres mandado por MacAllister entrara allí para hacer prisioneros. ¿Qué iba a hacer
Gabriel ahora?
¿Qué podía hacer ella para ayudar?
Gabriel mostró sus cartas encima de la mesa.
Rumbelow hizo lo mismo.
Greene contó la puntuación, y luego sumó el total. Con un temblor de excitación,
anunció:
—¡Sólo nos queda por jugar la última mano, y están empatados!
«Increíble», «Insólito», «asombroso», Los murmullos barrieron la sala:
—Condenadamente imposible —masculló lord Tabard—. Campion ha ido por
delante todo el tiempo. O su suerte ha cambiado, o...
Madeline no sabía lo que significaba ese o, pero un aire de expectación se extendió
por la sala. Los jugadores se inclinaron hacia adelante y no le quitaron los ojos de encima
a Gabriel mientras barajaba las cartas.
—¿Este es el momento en que se juega la apuesta complementaria? —le preguntó
Thomasin a su padre.
Él asintió
—Diez mil libras extra por parte de Rumbelow, o cualquier cosa que sea propiedad
de Campion.
Poniendo boca abajo el mazo de cartas, Gabriel lo empujó para que Rumbelow
cortase, y dijo:
—Ha llegado el momento de que declare cuál va a ser su ganancia.
Rumbelow lo miró y, por un brevísimo instante, Madeline vio al lobo hambriento que
acechaba bajo su fachada civilizada. Luego su encantadora sonrisa destelló. Era la
sonrisa que la había seducido a su llegada, y Rumbelow la derramó sobre cada una de
las damas presentes.
Pero ahora la sonrisa ya no seducía. Cada una de las damas retrocedió como si
percibiera algo peligroso debajo de la afabilidad. Finalmente, la mirada de Rumbelow
llegó a Madeline y se quedó posada en ella.
—Campion, usted ya sabe lo que quiero.
202
De Kerea y Sofia para Meca
—Desde luego que lo sé. Veré sus diez mil, y le subo una duquesa. —Mientras
Madeline lo miraba con incredulidad, Gabriel sacó el guante de ella del bolsillo de su
chaqueta y lo arrojó sobre la mesa entre él y Rumbelow—. Si la gana, es suya.
Capitulo Veintiocho
Madeline sintió que le fallaban las rodillas y buscó apoyo en el brazo de Thomasin.
Igual que su padre. Gabriel era igual que su padre. La arrojaba encima de la mesa
donde se estaba jugando una partida como si Madeline no fuera más que una moneda
o una joya.
Cuando Gabriel rechazó su propuesta de matrimonio y con ello desgarró el carácter
de Madeline, no mediante la maldad sino a través de la pena y el dolor, ella pensó que
perecería a causa del tormento. Pero aquel dolor no era nada comparado con esto. Lo
de ahora era lo peor que podría ocurrirle jamás.
Su amante la había traicionado.
Thomasin la rodeó con el brazo.
—¿Qué está sucediendo? —susurró—. No lo entiendo.
Un murmullo de confusión recorrió la sala.
En la mesa, Gabriel esperaba, con la espalda muy erguida y expresión indiferente.
Estaba esperando a Madeline.
Pero Gabriel había dicho que él no era su padre. Le había pedido a Madeline que
confiara en él. Y ella le había prometido que era suya para hacer lo que él deseara con
ella.
¿Confiaba en él? ¿Haría honor a su promesa?
¿Cómo podía no hacerlo? Tanto si Gabriel realmente la deseaba como si no, ella era
la duquesa de Magnus. Había dado su palabra.
No podía volver a romperla. No lo haría.
—Ese guante es mío. —Madeline a duras penas consiguió que las palabras salieran
de sus labios, y Thomasin tuvo que inclinarse sobre ella para oírla. Hablando en voz más
alta, Madeline repitió
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De Kerea y Sofia para Meca
—Ese guante es mío. Lord Campion me ha apostado contra diez mil libras.
Un murmullo de sorpresa recorrió la sala.
—¿Qué pretende insinuar con eso? —preguntó lady Tabard—. Señorita De Lacy, lo
que dice es absurdo. ¿Por qué iba a estar interesado en usted ninguno de ellos?
Thomasin miró a Gabriel con indignación.
—Él no puede hacer eso.
—Puede si yo se lo permito. —Madeline recurrió a todas sus reservas de voluntad para
mantener la calma, pero le temblaban Ias manos, y también la voz.
La mirada de Rumbelow seguía posada en ella, y su sonrisa de suficiencia hizo que
Madeline sintiera un súbito hormigueo en la nuca. Con la aparatosa solemnidad de un
mago que acabara de subir al escenario, Rumbelow anunció:
—Llevo mucho tiempo sabiendo que teníamos a una impostora entre nosotros, y he
observado con mucha diversión cómo intentaba adaptarse al papel de acompañante
de lady Thomasin. Sí, amigos míos, es cierto. La señorita De Lacy es una De Lacy, pero
además es la marquesa de Sheridan y la futura duquesa de Magnus.
Todos los ojos que había en la sala se volvieron hacia ella. Los susurros empezaron,
tenues sonidos siseantes que Madeline reconoció de la primera vez en que había
creado un escándalo. Esta vez era peor. Esta vez Madeline no disponía de la furia que
le hubiese permitido soportar la vergüenza. La piel se le calentó v pasó a inflamarse, y
sintió que las mejillas se le teñían de púrpura.
—¡Lo sabía! —Monsieur Vavasseur se volvió hacia su esposa—. ¿No te había dicho
que era la duquesa de Magnus?
Madame Vavasseur respondió con un murmullo de asentimiento.
Madeline no podía apartar la mirada del perfil de Gabriel. Casi podía oír su voz
dando la orden: «Ven a mí.»
Lady Tabard estiró el cuello para mirar a Madeline.
—¡Ella no es la duquesa de Magnus! Es la prima de...
Algo acudió súbitamente a su mente: los acontecimientos de los últimos días, el
comportamiento de Madeline, el absoluto silencio de Gabriel. Sus ojos se desorbitaron
cuando comprendió de quién había estado abusando tan vehementemente.
¿Confiaba Madeline en Gabriel para que cuidara de ella, para que fuese su amante,
su esposo... su pareja en todas las cosas? Porque si lo hacía, entonces tendría que
confiar en que él obraba impulsado por un propósito más elevado que el mero deseo
de hacerle daño. Tendría que confiar en que aquello no era un acto de venganza peor
aún, mera precipitación nacida del atolondramiento, sino una estrategia bien
razonada. Por qué razón, eso no podía adivinarlo
Pero la confianza prescindía de la razón y la lógica.
Gran Bill se apartó de la puerta.
204
De Kerea y Sofia para Meca
—¿Qué estás haciendo, Thurnston? Juega por las diez mil libras no por ella. No es
ninguna duquesa.
Las damas y los caballeros contemplaron con ojos muy abiertos al sirviente que se
atrevía a reñir a su señor, y Madeline vio las oleadas de nerviosa inquietud que circularon
entre ellos.
¿Confiaba en Gabriel? Porque si no confiaba ahora en él nunca volvería a tener otra
oportunidad de hacerlo.
Rumbelow alzó las manos como un sacerdote impartiendo una bendición.
—Os aseguro que es la duquesa de Magnus —dijo—. La reconocí de inmediato. Si
ella me hubiese reconocido les habría ahorrado muchas molestias y disgustos a todos
los aquí presentes.
Las familias murmuraron y se acercaron las unas a las otras, mirando a Madeline con
sospecha o compasión... o con horror.
El señor Darnel habló
—Veamos, veamos. Si realmente es la duquesa de Magnus, no pueden jugar por ella
como si fuera una... moneda de una guinea.
—¿Por qué no? —Preguntó Rumbelow—. Su padre lo hizo.
Otra cuchillada de dolor, casi tan grande como la del momento en que Gabriel la
había apostado... pero se desvaneció rápidamente. Ahora sólo importaba Gabriel.
¿Confiaba en él?
—Sí, aparte también hay eso. Está prometida con ese americano —dijo el señor
Payborn, indignado como sólo podía llegar a estarlo un auténtico jugador—. Si estamos
de acuerdo en que su excelencia es una propiedad, Campion no... no la posee, porque
ahora es propiedad de Knight. Y si Knight renunciara a su derecho sobre ella, entonces
volvería a hacerse efectivo el derecho de su padre.
—Ahora ella está aquí, y Campion estableció su derecho sobre ella hace dos noches
en ese dormitorio donde algunos de ustedes los caballeros se lavaban y se cambiaban
de ropa. —Rumbelow Ie sonrió a Madeline con todo el encanto del coleccionista que
con templa una cajita de rapé particularmente delicada.
Los dientes de Madeline entrechocaron con un seco chasquido.
¡Qué amabilidad por parte de Rumbelow contarle precisamente aquello a todo el
mundo!
Las señoritas Vavasseur empezaron a reír y luego ya no pudieron parar, a pesar del
intento de acallarlas que hizo su madre. Sus risitas no podían ser más nerviosas.
—¡Espero que eso no sea verdad, excelencia, porque teníais a vuestro cargo a mi
hija! —dijo lady Tabard con sequedad.
Lord y lady Achard estaban hablando el uno con el otro en furiosos susurros, y los
murmullos de indignación se esparcieron por la sala.
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Pero ¿cómo podía no ver cada una de las jugadas cuando permanecía de pie junto al
hombro de Gabriel? ¿Cómo podía no saber que las cosas estaban yendo mal para
Gabriel?
Cuando la última carta fue arrojada sobre la mesa, un tenso silencio se adueñó de
la sala.
Rumbelow había ganado.
Gabriel había perdido la mano final, la partida... y a Madeline
Capitulo Veintinueve
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¿Cómo había podido llegar a ocurrir? Madeline no podía entenderlo. Gabriel nunca
había perdido, nunca, y ahora había fallado en la partida más importante de su vida.
De la vida de Madeline.
—¡Escandaloso! —Monsieur Vavasseur acarició su abundante bigote—. Impensable.
Thomasin fue hacia la mesa y, en un tono que no podía ser vehemente, dijo:
—No puede hacer esto. Oh, ustedes... los hombres...
Gabriel se levantó tan súbitamente que volcó su asiento.
—He perdido. —Se inclinó hacia Rumbelow por encima de la mesa—. La he perdido,
así que será mejor que cuide de ella.
¿Confiaba Madeline en Gabriel? O confiaba o no confiaba. Había tomado la
decisión de depender de él. Nada había cambiado con respecto a unos momentos
antes. Si Gabriel la había perdido, entonces debía tener un plan.
Si Gabriel había hecho aquello, entonces necesitaba su ayuda.
—Oh, lo haré. —Rumbelow extendió el brazo por encima de la mesa para coger la
mano de Madeline—. Lo haré, créame.
¿Cómo podía ayudar ella a Gabriel? Sin perder la calma, recogió el guante de la
mesa y se lo tendió a Rumbelow. No la mano, si no el guante.
Él entendió que ella había admitido que le pertenecía y, al mismo tiempo, le
insultaba, y Madeline vio la fiera salvaje bajo máscara de cortesía.
Inclinándose nuevamente hacia delante, Gabriel le ocultó su visión de Rumbelow.
—Permitirá que ella haga una valija de viaje.
En un tono altivo que no casaba nada con la furia que había hecho enrojecer sus
ojos, Rumbelow dijo:
—Por supuesto. Soy un hombre educado.
—Lady Thomasin, prepárele una valija a Madeline —dijo Gabriel—. Asegúrese de que
cuenta con todo lo necesario para un largo viaje, e incluya todas aquellas cosas de las
que necesita disponer una dama para un viaje peligroso.
En ese momento todo encajó dentro de la mente de Madeline.
Sabía qué pretendía Gabriel. Ahora comprendía —al menos un poco— lo que
planeaba.
Los ojos de Thomasin destellaron.
—¡No haré tal cosa!
El pandemonio hizo erupción en la sala cuando todos empezaron a hablar a la vez.
—Usted no puede...
—Ella no puede...
—¡Esto es horroroso!
—¡Deplorable!
Madeline los hizo callar con un gesto.
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Payborn.
—¿Prisioneros? —dijo—. Peor aún. A menos que hagan Io que se les ordena, no
tardarán en verse ante el pelotón de ejecución.
Una de las señoritas Achard gritó..
—Papá... —dijo la señorita Payborn, pegándose a su padre.
La pistola de Rumbelow se movió para apuntarla.
—Si quiere que su hija siga con vida, Payborn, entregará esas perlas que ella lleva
alrededor de su flaco cuello.
Payborn y su hija parecían haber quedado paralizados, y ambos contemplaban la
boca de la pistola como si estuvieran hechizados. Lady Tabard intervino, su seno
estremeciéndose con el aliento contenido.
—¡Señor... Rumbelow! ¿A santo de qué se le ocurre apuntar con una pistola a esa
joven?
Como poseído por un demonio, los labios de Rumbelow se contrajeron y sus ojos se
entornaron.
—¡Démelas ahora mismo!
La señorita Payborn dejó escapar una exclamación ahogada y se llevó las manos a
la nuca en busca del cierre del collar.
Su padre la protegió con su cuerpo.
—Mire, Rumbelow, no sé qué pretende usted, pero... Rumbelow lo apuntó con la
pistola. —Los anillos. La caja de rapé. Ahora.
—¡Le ruego me disculpe! —La doble papada del señor Payborn osciló de un lado a
otro mientras tragaba saliva con indignación. —Hace muy bien pidiéndome tal cosa. —
Rumbelow les hizo una seña a sus hombres, y una docena de pistolas apareció
alrededor de la sala.
Monsieur Vavasseur abrazó a su familia como si pudiera protegerlos a todos con su
flaco cuerpo.
Esto es el acto de un villano.
—Sí. Soy un ladrón y un impostor... y ustedes nunca lo han sabido. — El desprecio de
Rumbelow rebosó y los quemó a todos igual que el ácido. Condenada pandilla de
imbéciles...
Lady Tabard todavía conservaba la suficiente presencia de ánimo como para
escandalizarse.
—¡Vigile su lengua, señor Rumbelow!
—Cierre su bocaza, vejestorio. — La pistola giró a lo largo del círculo que rodeaba a
Rumbelow—. Todos pensabais que yo era maravilloso, ¿verdad, idiotas? Creíais que era
igual que vosotros. Ahora lo vais a pagar. —Con una sonrisa, señaló a la multitud con el
cañón del arma—. Limpiadlos, muchachos. Esto va a ser coser y cantar.
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De Kerea y Sofia para Meca
Con un gruñido, los lacayos avanzaron para exigir hasta la última joya.
Las jóvenes damas estaban llorando.
Hurth levantó un puño para proteger a su madre, y recibió un culatazo en la cabeza
como recompensa a sus desvelos. Cayó al suelo, inconsciente. Arrodillándose junto a él,
lady Margerison gimoteó mientras se quitaba los anillos, al mismo tiempo que lord
Margerison trataba de sobornar al lacayo para que los dejara en paz. El lacayo
aceptaba el dinero, pero no se iba.
En cada rincón de la sala, los lacayos se dieron al pillaje y los aristócratas les
entregaban el botín.
En el centro de aquella horrible escena, Gabriel se colocó detrás de Madeline.
—¿Y MacAllister? —murmuró en su oído.
—Se fue hace dos noches. No hay ni rastro de él.
—Maldición.
Thomasin llegó respirando entrecortadamente, la valija de Madeline chocando
contra su rodilla. Se detuvo en la entrada, petrificada por la visión de tanta violencia,
hasta que Rumbelow la llamó con un ademán.
—Déjame ver qué hay dentro —ordenó. Thomasin le entregó la valija.
Madeline hizo una lenta y profunda inspiración y vio cómo
Rumbelow la depositaba encima de la mesa. Con mofa, preguntó:
—¿Va a aprobar mis medias, señor Rumbelow?
—Si me viene en gana, lo haré. —Abriendo la valija, Rumbelow miró dentro de ella—.
Ah. —Rebuscando, sacó el joyero que contenía la tiara—. Campion se la dio a usted.
Bien.
Puso el joyero encima de la mesa y sacó una llave de su bolsillo
—¡La ha tenido todo el tiempo en su poder!— dijo Madeline
—Sí, así es. —Rumbelow giró la llave y levantó la tapa..
Madeline contempló la increíble creación de oro y rubíes y esmeraldas. Una tiara
que pesaba mucho. Una tiara real. Una tiara que no le resultaba nada familiar.
—¿Qué es eso? —graznó.
Gabriel dio un respingo y miró a Madeline.
Los largos dedos de Rumbelow acariciaron las joyas.
—Es la corona de Reynard.
La sorpresa que acababa de llevarse Madeline no tenía nada que envidiar a las de
ninguno de los momentos anteriores de la velada.
—¡Ésa no es mi tiara!
—Por el amor de Dios —musitó Gabriel.
Rumbelow volvió a soltar una de aquellas carcajadas que empezaban lentamente
e iban creciendo en intensidad.
211
De Kerea y Sofia para Meca
—¿Pensaba que la tiara era suya? ¿Pensaba que su padre la había enviado? ¿Es eso
lo que pretendía con su patética falsa identidad? La corona fue enviada por el príncipe
de Reynard, y supongo que el bloqueo inglés habrá impedido su llegada.
Madeline sabía que Rumbelow era peligroso. Sabía que era cruel, que carecía de
principios y probablemente estaba loco. Pero nadie se burlaba de la duquesa de
Magnus. Alzó las manos para taparse los oídos.
Gabriel la agarró por las muñecas.
Madeline volvió la cabeza hacia él y lo miró fijamente.
—Suéltame —exigió.
—Te necesito viva —murmuró él, en un tono lo bastante alto para oírse por encima
de la cacofonía de mujeres que chillaban y hombres que gritaban.
Naturalmente que la necesitaba. Pero Madeline todavía estaba furiosa, y empezó a
dar tirones intentando liberarse de la presa de Gabriel.
—¡Suéltela! —El señor Rumbelow apartó bruscamente a Gabriel— Es mía.
En ese instante Madeline vio contorsionarse el rostro de Gabriel al mismo tiempo que
todos los músculos se preparaban para entrar en acción, y pensó que iba a tener que
impedir que atacara a Rumbelow.
Pero Gabriel dio un paso atrás.
—Ya he dicho que le pertenecía.
Rumbelow pasó el brazo por los hombros de Madeline.
—No vuelva a tocarla.
Gabriel asintió.
—iLord Campion! —Thomasin temblaba de indignación—. ¿Cómo puede permitir
que ocurra esto?
Madeline tragó saliva penosamente. Decidir confiar en Gabriel era una cosa, pero
permitir que Rumbelow la tocara otra muy distinta. Esto era mucho peor que cuando la
habían besado aquellos hombres. Podía sentir la desesperación, la maldad y la victoria
que impulsaban a Rumbelow.
Aquel hombre había sido la causa de tanta muerte y tanto desastre que Madeline lo
temía casi tanto como lo despreciaba.
Gabriel señaló su valija.
—¿Ya tiene suficiente equipaje, excelencia? Supongo que ahora se irá del país.
Rumbelow volvió a guardar la corona en la valija.
—A bordo de un navío francés. Qué aventura para usted, mi querida duquesa.
—Hum. Sí. —Hurgando en la valija, Madeline buscó la funda de terciopelo negro. Por
un horrible momento, pensó que se había esfumado, y el corazón empezó a latirle tan
deprisa que temió que Rumbelow lo oyera. Entonces su mano tocó el terciopelo negro,
dejó escapar un suspiro de alivio.
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Capitulo Treinta
213
De Kerea y Sofia para Meca
¿La amaba Gabriel? Ésa era la pregunta que debería estar haciéndose Madeline.
Lorne seguía apuntando a Rumbelow.
—Quiero mi parte de la corona.
—¿Piensas que puedo romperla en pedazos con mis manos? Haz lo que se supone
que debes hacer, y apunta esa cosa hacia ellos. —El señor Rumbelow señaló a los
desesperados aristócratas—. Porque tampoco puedo salir del dormitorio sin que se me
vea, ¿verdad? No tardaré en regresar. Tome. —Le tendió la valija a Madeline, y le dijo a
Lorne—: Sólo por si se te ocurre la idea de largarte con los despojos.
—¡No puede llevarse la corona! —protestó Lorne.
Gran Bill se puso detrás de él y lo golpeó en la nuca.
Lorne se volvió hacia él, pero Gran Bill le dio un puñetazo en la cara y, cuando se
desplomó, Gran Bill apartó la pistola de una patada.
—Rumbelow va a ir al dormitorio a pasar un buen rato. —Miró aviesamente a
Madeline—. Luego todos tendremos ocasión de darnos un revolcón con ella.
La mano de Madeline se crispó.
Frotándose la nariz ensangrentada, Lorne farfulló:
—Yo no quiero ningún revolcón. Quiero mi dinero.
—Volveré pronto para abrir la caja fuerte y dividir el efectivo.
El tono de Rumbelow pasó de lo informativo a lo sarcástico—. Si queréis, podéis poner
un guardia en la puerta.
Observado por Gabriel, Rumbelow llevó a Madeline hacia la puerta.
El paso de ella era largo y relajado. Se movía como lo hacía siempre, con una
profunda sensualidad y la confianza en sí misma de una mujer que ha nacido en una
posición de riqueza y privilegio. Parecía no ser consciente del peligro en que se hallaba
o, en todo caso, no sentirse nada preocupada por él.
Pero Gabriel la conocía. Sabía que Madeline comprendía muy bien el peligro que
Rumbelow representaba para ella. Para todos. Y también sabía que ella haría lo que
fuese preciso para salvar vidas y llevar a Rumbelow ante la justicia.
Madeline era la mujer, y la persona, más valiente que Gabriel hubiera conocido
jamás. Mientras la veía desaparecer por la entrada, quiso correr tras ella, apartarla de
Rumbelow y matar a aquel hombre por haber osado poner las manos sobre su mujer. Lo
único que lo detuvo fue un inmenso deseo de venganza por Jerry, la necesidad de
capturar al navío francés que merodeaba impunemente junto a sus costas, y el saber
que Maddie le hincharía las orejas a bofetadas por haber desfallecido en aquel
momento.
Le había dicho que confiara en él. Ahora él tenía que confiar en que ella haría su
parte para capturar a Rumbelow. Madeline era Ia única ayuda de que disponía.
214
De Kerea y Sofia para Meca
La sala era una confusión de damas que lloraban, lores indignados y ladrones
exultantes.
Gabriel vio que un lacayo de aspecto brutal mantenía acorrala da en un rincón
apartado a una llorosa señorita Greene mientras iba despojándola de sus joyas de la
manera más lasciva posible. Sus manos recorrían el cuerpo de la señorita Green con
una libertad que la hacía encogerse y sollozar.
Ver aquello sabiendo que Madeline podía estar ocurriéndole lo mismo mientras él se
preguntaba si oiría un disparo, y si sería ella quien empuñaría la pistola o si se encontraría
delante de ella, fue demasiado para Gabriel.
Sabía que tenía que dar el tiempo suficiente a Rumbelow para que pudiera escapar
a través del túnel. No demasiado tiempo, sólo una ventaja inicial que le permitiera llegar
al navío francés. Mientras tanto, Gabriel ya no podía seguir soportando la inactividad.
Sacando su estilete de la manga de la chaqueta, se colocó detrás del abusivo lacayo
y se lo puso en la garganta.
—Suéltala —murmuró—, y dame tu pistola.
El corpulento lacayo rió.
—¿A quién estás intentando asustar con ese pincho?
—A nadie. —Gabriel incrustó los nudillos en el bocado de Adán del esbirro, y cuando
el hombre se dobló sobre sí mismo, tosiendo y jadeando, Gabriel cogió una mesita y la
descargó en su cabeza.
La pistola salió volando por los aires. El esbirro cayó de bruces sobre el suelo. Gabriel
oyó el ruido que hizo su nariz al romperse y vio manar la sangre.
Uno de los lacayos se abalanzó sobre Gabriel, que se encaró con él, estilete en mano.
—Vamos —lo apremió—. Estoy impaciente por tener una buena pelea.
El lacayo retrocedió. Robar a las mujeres era fácil, pero no eso. ÉI sólo quería botines
que no costaran demasiado de obtener.
Cogiendo la pistola, Gabriel se la metió en el cinturón y fue hacia la puerta.
Pasó junto a Gran Bill, quien permanecía con la pistola amartillada mientras
observaba lo que ocurría en la sala al mismo tiempo que no le quitaba ojo a la puerta
del dormitorio. Vaya, así que Gran Bill estaba empezando a perder la fe en su señor.
Gran Bill podía ser utilizado. Podía ser valioso.
—De acuerdo, vamos –le dijo.
Gran Bill dio un respingo y luego apuntó a Gabriel con su pistola.
—Eh, ¿adónde vas? Vuelve aquí. Os estamos robando.
—En realidad Rumbelow no está ahí dentro. Gabriel había conseguido desconcertar
a Gran Bill.
—Sí que está.
—No, no está ahí. —Gabriel echó a andar por el pasillo y consideró a Gran Bill como
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un aliado.
Boquiabierto, Gran Bill vaciló uno instante y luego siguió a Gabriel.
—¿Por qué demonios te he de escuchar? Me robaste a mi mujer.
—Ella es una duquesa —dijo Gabriel sin apartar la mirada de aquella pistola—. Nunca
ha sido tu mujer.
Gran Bill enseñó unos dientes cariados.
—Yo sé qué quiere una mujer, y ella me deseaba.
Pegando la oreja a la puerta, Gabriel no oyó nada. Ni rastro de sonido. Ni un grito. Ni
un disparo.
—¿Cuánto hace que han entrado? —preguntó.
—No lo sé —balbució Gran Bill—. Diez minutos.
—Eso parece.
En aquellos diez minutos, Rumbelow había utilizado su cuchillo para cortar el papel
de pared y abrir el pasaje. Madeline no le estaba creando ninguna dificultad y eso
quería decir que, dependiendo de cuál fuera el estado del pasaje subterráneo, se
moverían rápidamente. Saldrían por el establo, harían que les llevaran los caballos y
partirían hacia el navío.
Incorporándose mientras se apartaba de la puerta, Gabriel le preguntó a Gran Bill:
—¿Oyes algo?
Mirando a Gabriel como si éste se hubiera vuelto loco, Gran Bill pegó la oreja a la
puerta.
—No.
—¿Rumbelow siempre es tan silencioso cuando disfruta del placer?
Gran Bill levantó la cabeza.
—No. Suele haber gritos y lloros, y aquí no los hay.
—Se han ido. —Gabriel vio cómo la perplejidad y la sospecha de de Gran Bill
luchaban entre sí —. Ha escapado por el pasaje.
—¿Pasaje? No hay ningún...
—Rumbelow encontró una manera de mantener ocupado a todo el mundo mientras
se largaba.
Gran Bill lanzó un escupitajo de tabaco sobre el reluciente suelo de madera.
—Él no se iría dejando cien mil libras. Ese dinero todavía está en la caja fuerte.
—¿De veras? —repuso Gabriel lánguidamente—. ¿Eso crees?
Gran Bill había confiado en el hombre equivocado, pero no era estúpido. Apuntó la
pistola hacia la manija de la puerta.
Gabriel se tapó los oídos.
Gran Bill hizo saltar la cerradura de un disparo. La detonación creó ecos que
resonaron por todo el pasillo. Abriendo la puerta de un puntapié, Gran Bill entró en el
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el navío que lo aguardaba. Madeline entendía todo eso, pero si algo iba mal —y se
acordó de demasiadas cosas que ya habían ido mal— y la mataban, ¿lloraría Gabriel?
¿La recordaría con afecto, o como la mayor calamidad que jamás había pasado por
su vida?
Madeline quería, necesitaba la certeza de que aquella necesidad de estar cerca de
él, aquel anhelo que le desgarraba las entrañas, aquel deseo, era algo recíproco. El
todo que Gabriel exigía de ella, Madeline lo quería de él.
Cuando llegaron a los establos, Rumbelow despertó al caballerizo sacudiéndolo
bruscamente.
—¡Eh! Engancha el cabriolé. Utiliza la pareja de grises de Campion. ¡Vamos, vamos!
El caballerizo contempló la lluvia y luego volvió a mirar a Rumbelow como si éste se
hubiera vuelto loco. Pero se puso de pie.
—Sí, señor. Lo que usted diga.
Mientras el hombre sacaba los caballos de sus apriscos, Rumbelow se apoyó contra
la pared y le sonrió a Madeline.
—He sido muy listo, ¿verdad? Te reconocí la primera vez que te vi.
Madeline dejó la pesada valija en el suelo y se frotó el brazo dolorido.
—Muy listo, sí.
—Sabía que podía utilizarte de alguna manera, pero nunca imaginé ganarte a las
cartas. —Se alzó sobre ella tan bruscamente que Madeline dio un respingo—. Dame un
beso.
Con el tono enérgico que utilizaba para disuadir a su padre de sus planes más
descabellados, Madeline dijo:
—Antes pongámonos en camino. Gabriel no es ningún idiota No tardará en
perseguirnos.
—Tendrá que derribar la puerta del dormitorio, y todavía tardará un buen rato en
hacer eso. Mis lacayos lo mantendrán ocupado.
Poniendo la mano en el pecho de Rumbelow, Madeline alzó la mirada hacia él con
fingida admiración.
—Lo has planeado todo muy bien. Un golpe de genio, lo llamaría yo.
—¿Genio? —le repitió Rumbelow, rozándole el cuello con los labios.
—Me refiero a lo de distraer a los lacayos con la promesa de las joyas proporcionadas
por las familias de los mismos jugadores a los que estabas robando. —Madeline tuvo que
contenerse para no atizarle debajo de la barbilla, tal como había hecho con Gran Bill.
En lugar de eso, siguió hablando—: Los jugadores están tan preocupados por la
seguridad de sus familias que no se atreven a ofrecer resistencia, y los lacayos lo están
pasando tan bien robando a un montón de ricos que ni siquiera sospechan que tú has
robado las apuestas previas.
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distraería a Rumbelow.
Detuvo los caballos con un súbito y cruel tirón de riendas y las sujetó alrededor de la
guía.
—¿Qué hay ahí dentro? —preguntó, disponiéndose a cogerlo— el retículo—.
Dámelo.
Haciendo girar el bolso de terciopelo negro con todas sus fuerzas, Madeline tuvo el
deleite de sentir cómo la pesada pistola se estrellaba contra las costillas de Rumbelow,
que cayó hacia atrás con un sonoro «Uf».
Con el corazón en la garganta, Madeline saltó hacia el peldaño.
Rumbelow la agarró por la falda.
Los cierres de la cintura se soltaron. Súbitamente desequilibrada, Madeline perdió pie
y cayó fuera del carruaje. Extendió las manos para amortiguar el golpe y su estómago
chocó violentamente con el suelo. El barro suavizó el impacto, pero Madeline jadeó,
tratando de recuperar el aliento.
Cerca, demasiado cerca, los caballos hacían corvetas, sus cascos salpicándola de
barro v tierra mojada. Las ruedas se movían atrás y adelante. De pronto, Madeline oyó
el galopar de otros caballos. O quizá fuese que la caída le había ablandado los sesos.
Rodó sobre la espalda y consiguió levantarse. Metiendo la mano en el ridículo, empuñó
la pistola y la alzó.
Rumbelow estaba de pie en el carruaje, intentando desenfundar el rifle.
El viento sacudía los árboles. La lluvia resbalaba por el rostro de Madeline.
—¡Tíralo! —ordenó—. Levanta las manos.
No había liberado la pistola de su elegante funda. Rumbelow Ia miró y rió.
—¿Qué vas a hacer, dispararme con tu ridículo?
Con un solo movimiento, se llevó el rifle al hombro.
Santo cielo, iba a tener que matarlo. Echando el percutor hacia atrás, Madeline
apuntó a su corazón.
Por la curva del camino, Gran Bill apareció cabalgando un gran corcel ruano.
—¡Bastardo! —le gritó a Rumbelow mientras agitaba una pis tola—. ¡Condenado
bastardo ladrón!
El rifle giró rápidamente. Rumbelow le disparó en el estómago.
Una mancha carmesí floreció debajo de las costillas de Gran Bill. Gritó, un chillido
incoherente de dolor y rabia. Extendió los brazos, como para dar la bienvenida a la
muerte, y se desplomó del caballo sobre la hierba al lado del camino.
El corcel se encabritó, saltó sobre el cuerpo y galopó directa mente hacia Madeline.
Ella saltó hacia la maleza para esquivarlo y el corcel pasó atronando junto a ella, tan
cerca que el vaho de su cuerpo le rozó la cara.
Madeline se tambaleó, pero se recuperó. Había perdido la pistola.
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Rumbelow volvió a reír, y esta vez no paró de hacerlo. Aquel sonido de espantosa
diversión siguió y siguió hasta que Madeline quiso taparse los oídos con las manos.
Rumbelow empuñó su pistola.
Madeline buscó frenéticamente. Vio el terciopelo negro arbusto. Vio la pistola fuera
de la funda. Corrió hacia ella, pero sabía que iba a llegar demasiado tarde.
Rumbelow seguía riendo. La apuntó con su pistola y rió más fuerte.
Madeline iba a morir. «¡Gabriel!»
Se oyó un disparo. Pero Madeline no sintió nada. Ningún dolor desgarrador, ninguna
súbita parálisis. La risa de Rumbelow cesó. Se bamboleó. Empuñando su pistola,
Madeline la amartilló y tomó puntería... y vio caer a Rumbelow, una herida en su pecho
y una expresión de sorpresa en su apuesto rostro.
Madeline no lo entendió.
Entonces Gabriel llegó al trote por el centro del camino, y Madeline comprendió.
Gabriel arrojó lejos su pistola humeante y se quedó inmóvil encima de la grupa de un
corcel gris sin ensillar, su pecho subiendo y bajando rápidamente.
Gabriel había matado a Rumbelow. Lo había matado y le había salvado la vida a
Madeline. Ahora la miraba como si ella fuese la encarnación de todos sus sueños.
—Gabriel... —Los músculos de Madeline, envarados por la tensión, le dolieron cuando
bajó la pistola. Fue tambaleándose hacia él—. Gabriel...
Él desmontó y fue hacia ella.
Se encontraron en el centro del camino embarrado. El viento silbaba y la lluvia caía
en torrentes que no paraban de crecer, pero ellos no se enteraron. Habían vengado a
Jerry. Habían librado al mundo de un villano de negro corazón. Estaban vivos. Y se tenían
el uno al otro.
Gabriel la tomó entre sus brazos, estrechándola con tanta fuerza que ella apenas si
podía respirar.
No necesitaba respirar. Sólo necesitaba a Gabriel.
Madeline fue depositando frenéticos besos a lo largo de su mandíbula. La lluvia le
entraba en la boca. Hubiera podido ahogarse, pero eso le daba igual con tal de que
estuvieran juntos. Gabriel tomó sus labios con los suyos y la besó como si ella fuera su
corazón, su alma, como si no pudiera vivir sin ella.
Madeline quería hablar, contarle cómo se sentía. Pero en cambio
Se dedicó a disfrutar del sabor de Gabriel, el aroma de Gabriel, el espléndido calor y
la maravillosa proximidad de Gabriel. Finalmente, él bajó la mirada hacia ella.
—Me sentiría un poco más a gusto si apartaras esa pistola.
—¿Qué? Oh. —Madeline miró el arma, todavía aferrada entre unos dedos cuyos
nudillos se habían puesto muy blancos. Apenas podía creer que todo hubiera
terminado—. No me atrevía a soltarla.
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—Me dijiste que no eras como mi padre. Y no lo eres. Eres completamente distinto. Tú
eres alguien en quien se puede confiar, y todo lo que yo siempre he soñado.
Gabriel bajó la mirada hacia ella y luego asintió abruptamente, aceptando su
afirmación.
—Se puede confiar en mí, pero ¿sabes lo asustado que estaba? —Cabalgando a
pelo sobre un ruano castrado como un caballero empobrecido que acude al rescate—.
¿Preguntándome si llegaría a tiempo? ¿Si te encontraría herida o muerta? —
Apretándole la mano, le besó los dedos—. ¿Preguntándome si me perdonarías por
haberte apostado, por haberte perdido, por haberte enviado al peligro armada
únicamente con una pequeña pistola? Dios mío, Maddie, ¿cómo podré llegar a
explicarte alguna vez...?
Un leve ruido resonó detrás de ellos.
Gabriel se envaró y miró por encima del hombro de Madeline.
—¿Qué...? —Ella también miró.
Gran Bill había rodado, reptado por el suelo y logrado ponerse de pie y ahora estaba
apuntando a Madeline con su pistola.
—Perra —murmuró.
Alzando su pistola, Madeline apretó el gatillo al mismo tiempo que Gran Bill apretaba
el de su arma. Las dos pistolas rugieron al unísono.
El cuerpo de Gabriel chocó con el de Madeline. Cogiéndolo en sus brazos, ella fue
inclinándose lentamente hasta quedar de rodillas, el peso de él arrastrándola hacia el
suelo.
Le habían dado. Santo Dios, Gabriel estaba herido.
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su hombro derecho, pequeña y horrible. La sangre le manchó la mano, sangre que fue
rápidamente lavada por la lluvia—. Por favor, Gabriel...
Los labios de él se movieron.
Inclinándose, Madeline acercó el oído a sus labios.
—¿Qué? Dímelo.
—Deja... de gritar —murmuró él—. Me encuentro... bien.
Ella se incorporó
—No estaba gritando. Y no te encuentras bien.
—Podría ser peor. —Abriendo los ojos, Gabriel alzó la mirada hacia el cielo
encapotado—. Podría estar lloviendo.
Madeline le quitó el corbatín con mucho cuidado.
—No estás siendo nada gracioso. —Pero al menos hablaba. Iba a vivir, con tal que
ella consiguiera que la herida dejase de sangrar.
—Y tú no tienes ningún sentido del humor. —Tragó aire con dificultad— ¿Lo has
matado?
Madeline ni siquiera tuvo que mirar el cuerpo que yacía entre la maleza.
—Claro.
—Ésa es mi chica. —Otra inspiración de aire hizo estremecer todo su cuerpo—. Yo
también mataría por ti.
—Ya lo hiciste.
—Mo riría po r ti.
—Ni... se... te... ocurra. —Madeline envolvió con el corbatín la herida de Gabriel
y lo ató con un nudo bien apretado—. Ni se te ocurra, ¿de acuerdo? —Miró en
torno. Necesitaba ayuda. No había ninguna disponible—. ¡Maldito MacAllister! ¿Por
qué no puede estar aquí la única vez que necesito su presencia?
Gabriel rió entrecortadamente.
—Si te ayudo, ¿podrás subir al carruaje? —preguntó ella.
—Si me ayudas. —Los ojos de Gabriel eran rendijas de dolor—. Quédate conmigo.
—Pues claro que me quedaré contigo.
—Para siempre.
—Para siempre. —Lágrimas que no podían ser más ridículas brotaron en los
ojos de Madeline—. Y para siempre es un montón de tiempo, así que más vale que
sobrevivas para verlo.
—Ésa es mi chica. —Sonrió y alzó lentamente la mano izquierda para apartar los
cabellos empapados del rostro de Madeline—. ¿Así que me perdonas por haberte
apostado? ¿Y por haberte perdido?
—Entendí lo que pretendías. —Qué cosa tan estúpida por la que preocuparse
ahora, cuando ambos habían hecho frente a la muerte y él yacía tendido en el barro con
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volverías a casa conmigo. —Debía de estar padeciendo mucho dolor, pero no parecía
pensar en eso mientras la miraba, sus hermosos ojos circundados por los oscuros ribetes
de sus pestañas—. Cásate conmigo hoy.
Pero lo que hizo fue entrelazar sus dedos helados entre los de él.
—Hoy.
El reloj dio la medianoche en el pasillo. Madeline estaba sentada en una silla al lado
de la cama, haciendo girar el anillo de sello de Gabriel en su dedo y contemplando a
su esposo mientras éste dormía. La luz de la vela temblaba sobre su rostro macilento. La
herida le dolía y seguiría doliéndole durante días, pero —Madeline tocó su fresca
frente— no mostraba señales de infección.
Sin apartar la mirada de él ni por un solo instante, volvió a sentarse. Colocando las
piernas debajo de su cuerpo, se envolvió los pies con el camisón blanco y ciñó el chal
de cachemira alrededor de sus hombros.
Madeline se alegraba de estar bajo techo en una noche semejan te. Ya había tenido
viento y lluvia más que suficientes unas horas antes, cuando sostenía la cabeza de
Gabriel en su regazo y los dos su juraban su amor.
Habían sido bruscamente interrumpidos por MacAllister, quien cojeaba a causa del
accidente que lo había hecho llegar con tanto retraso. Tan cascarrabias como siempre,
el ayuda de cámara no paró de protestar y quejarse ni un solo instante mientras
ayudaba a Gabriel a levantarse y subir al carruaje. Había estado recorriendo los
alrededores en busca de ellos, les dijo. Los hombres del rey ya tenían bajo su custodia al
navío francés. Excepto por los cadáveres de unos cuantos delincuentes y algunas
mujeres histéricas, en Chalice Hall todo iba bien. Mientras ponía en movimiento a los
caballos, MacAllister gruñó:
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Tan pronto la tormenta amainase, se irían de allí, con sus apuestas previas a buen
recaudo, para difundir la historia de la maravillosa partida y de cómo lord Campion
había perdido una mano de cartas a fin de derrotar a un canalla, capturar un navío
francés... y contraer matrimonio, por fin, con la duquesa de Magnus.
Una sonrisa danzó en el rostro de Madeline. Casada. Con Gabriel. Aquella ridícula
apuesta de su padre había quedado completamente anulada y carente de efecto. El
señor Knight se enfadaría muchísimo, naturalmente, pero ella se encargaría de
explicárselo todo y... No. Gabriel insistiría en que era a él a quien le correspondía ex-
plicarle a Knight cómo estaban las cosas, y Madeline estaría encantada de que
asumiera esa responsabilidad. Confiaba en él para que supiera salir bien librado de
aquella ardua empresa.
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—Es Eleanor. Dice que a menos que yo vaya allí inmediata mente, mañana al
mediodía se casará con el señor Knight.
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