La legitimidad de los gobernantes en Colombia nace en las urnas. A
pesar de las trapisondas, Colombia ha elegido sin pausa durante casi doscientos años y ha aceptado el resultado de los comicios casi siempre sin chistar.
Por: REDACCION EL TIEMPO
08 de abril 2005 , 12:00 a.m.
La legitimidad de los gobernantes en Colombia nace en las urnas. A
pesar de las trapisondas, Colombia ha elegido sin pausa durante casi doscientos años y ha aceptado el resultado de los comicios casi siempre sin chistar.
Históricamente, es uno de los países con mayor número de elecciones
en el mundo. Se diría que la democracia está bien arraigada.
Don Sancho Jimeno se batió con extraordinaria valentía durante el asalto
francés a Cartagena de Indias en 1697 por un rey cuya legitimidad emanaba del derecho divino. Le parecía normal el origen de su autoridad. De democracia sabía poco, aunque le eligieron regidor perpetuo de la villa (como quien dice: concejal vitalicio). Sus bienes de fortuna y su prestancia militar lo hacían acreedor a esa canonjía. Tenía muy claro, eso sí, que las monarquías se derrumban si no ejercen el monopolio de la fuerza dentro de sus confines. Y por ahí se desmoronan también las democracias. La legitimidad por voto popular y el monopolio de la fuerza no son hechos inconexos. Se refuerzan entre sí, siempre y cuando que legitimidad no degenere en arbitrariedad, ni el ejercicio de la fuerza en atropello. En ocasiones los colombianos se han rebelado contra ambos abusos con admirable entereza. Ahora, por el contrario, aplauden un gobierno legítimo le da prioridad a que el estado monopolice la fuerza sobre todo el territorio nacional y apoyan la tenacidad con que ha emprendido esa tarea. Lo manifiestan en las encuestas, aún si simpatizan por momentos con compatriotas en las fronteras de la insurrección cocalera, que se equivocan creyendo que la paz llega con la neutralidad.
Los colombianos convivieron impotentes durante tan largo tiempo con el
progresivo claudicar del Estado como guardián de la tranquilidad pública, que el presidente Uribe, empeñado como está en recuperar el monopolio de la fuerza para el gobierno legítimo, ha adquirido dimensiones de Mesías. Esa es la fuente de su imperturbable popularidad. Es la que va a reelegirlo.
El ejercicio del poder trae aciertos y desaciertos. Se pisan callos. Se
rasguñan pieles acostumbradas al terciopelo. Se fuetean vacas sagradas. Se cae en arrogancias. Se incumplen promesas. Se desoyen consejos y se hieren susceptibilidades. En otras palabras, se gobierna. Y el equivocarse es parte del oficio. Además, los irreducibles que fueron derrotados en las urnas, o que cultivan alguna lejana simpatía por lo que dicen representar los alzados en armas, tienen todo el derecho a disentir. Como lo tienen quienes harían lo mismo que el gobierno, pero argumentan que sabrían hacerlo mejor. Pero mientras la psiquis colectiva perciba que no hay contradicción entre la política de Seguridad Democrática y la búsqueda de la equidad social y que, por el contrario, la posibilidad de desenvolverse en un país menos convulsionado enriquece, Alvaro Uribe es intocable.
Don Sancho Jimeno vivió la transición entre dos dinastías. Al extinguirse
una--la Habsburgo--sin que, a falta de heredero varón, fuese diáfano a quien correspondía la sucesión al trono por derecho divino, las Españas se vieron envueltas en una terrible conflagración que duró más de una década. La Corona perdió el monopolio de la fuerza y la miseria se extendió por toda la tierra. América permaneció fiel al nuevo y legítimo monarca Borbón. Su reinado, bajo el signo de la recuperación de la calma y la prosperidad, sin mas cuestionamientos del monopolio de la fuerza, se prolongó durante cuarenta y cinco años. A don Sancho le aseguran que eso no es sano en una democracia, que medio siglo es mucho tiempo, pero él, por experiencia, no descarta las bondades de un alargue.