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¿ES EL ARTE DEL SITIO EL SITIO DEL ARTE?

Félix Duque
Universidad Autónoma de Madrid

Cuando uno no sabe bien por dónde empezar, lo más sensato –


creo yo- es echar mano del lenguaje. En él, y sobre todo en la
lengua-madre (para nosotros, el latín), está sedimentado el uso
variopinto de una expresión, mas también y sobre todo el
significado más “pegado” a la tierra de origen, y más rico por
tanto en conexiones semánticas dentro de su campo. Así, lo
primero que se me ocurre al pronto es definir el “sitio” y su
parentela. Por cierto, este procedimiento es tanto más apropiado
aquí cuanto que la lengua del Imperio, que es la que ha
popularizado y difundido la expresión: site-specific art, que es de
lo que trataremos aquí, piensa aquélla justamente desde el latín, y
con mayor rigor aún que nosotros, al tratarse el latín para el inglés
de una lengua culta, cuyos términos son por ello introducidos
reflexivamente y para un uso específico en el torrente del idioma
recipiendiario, sufriendo así menos desgaste en su uso que en el
caso del “sitio” español.

El término latino situs (“sitio, situación, asiento”; y por extensión:


“región, país”) proviene del verbo sino (“dejar, dejar hacer,
permitir, conceder”). Y en cuanto adjetivo (sîtus, a, um) significa
“situado, puesto, fundado”, mas también, con un giro un tanto
siniestro: “enterrado, sepultado”. Por el respecto verbal, parece
pues que el sitio del arte corresponde a una “concesión o permiso”
otorgado a un conjunto de prácticas dentro de los quehaceres,
desvelos e intereses de la sociedad. Y a la inversa, hablar de “el
arte del sitio”, según esto, tendría que ver con una suerte de
devolución, por parte del arte mismo, de aquello que una
comunidad previamente le había acordado como “lo suyo”. Una
especie de círculo virtuoso, pues. El arte, de retorno de sus
hallazgos y de sus escarceos por el “extranjero”, corrobora y
afianza el “permiso” que le diera la comunidad para reconocerse
a sí misma a través del arte. Así, Cicerón entendía como situs loci
la situación de un lugar. Por ende, y de manera interesante para
nuestro tema, el “arte del sitio” daría lugar al lugar, haciéndolo
estar en el mapa, convirtiéndolo en significativo para niveles
superiores al de la comarca: piénsese, por caso, en la gigantesca
escultura de Alexander Calder, en Grand Rapids (Michigan),
gracias a lo cual entra esta localidad en el mundo del arte. Pero,
con ello, ¿no entrará igualmente el artista –sobre todo el bien
situado- en el mercado del arte, integrándose de grado en el
circuito “oficial” urbano, o con el neologismo: en el turismo
cultural? De este modo surge la sospecha, difícil de evitar, de la
relación del arte con el Poder emanado de esa misma comunidad,
lo cual nos lleva al significado (derivado) de la forma adjetivada,
y a preguntarnos en consecuencia: ¿Está el arte del sitio
“sepultado”, entre sus deseos de seguir siendo arte y de servir a la
comunidad, pero dependiendo a la vez del Poder industrial,
municipal y regional?

Por su parte, y estrechamente unido con “sitio” (hasta el punto de


confundirse con él en el lenguaje habitual) tenemos el término
“lugar”, del latín: locus (a su vez, del griego lóchos), denotando
“disposición, colocación, posición, estado de las cosas”; y por
extensión, “nacimiento” (de ahí nuestro término “lecho”). Estas
indicaciones, palpitantes en el uso cotidiano de la lengua, arrojan
ya un primer resultado relevante, a saber: decimos, en efecto, que
una cosa ocupa o está en tal lugar, mientras que sólo si fundada
viene entonces a estar puesta en su sitio. El lugar corresponde
pues al origen, a lo primero y “natural”: al ser, si queremos.

En cambio, el sitio es algo asentado, “puesto”: el sitio es una sede


porque tiene un fundamento para ello, porque cabe dar razón de él
(sin ir más lejos, contextualizándolo: uno ha nacido en tal o cual
lugar, al cual estará siempre unido sentimental y primariamente;
pero, si le preguntan dónde está eso, tendrá que situarlo en un
mapa). Por eso, un lugar puede ser cualquiera. Por el contrario, el
sitio es siempre el apropiado: un sitio propio.

Aplicado a nuestro caso: por pequeña que sea una localidad,


siempre podremos encontrar en ella muestras del arte del lugar.
En cambio, son necesarias acciones reflexivas y expresas, más
aún: rituales, para que un lugar sea considerado como sitio, al
quedar marcado, distinguido por una manifestación pública que lo
hace propio, exclusivo (aunque sea, en el caso más humilde y
extendido, porque un lugarejo cualquiera posee una ermita o
celebra unas fiestas que lo especifican: el sitio de la ermita, la
recurrente vuelta de las fiestas fundan al pueblo como siendo tal
sitio, inconfundible). Según esto, ya podemos adelantar que el
arte del sitio es el arte de potenciar un lugar, de marcarlo, a la vez
que la obra recibe sobre sí, como de regreso, la impronta del sitio
que ella misma ha contribuido a marcar. Lugar y obra se
potencian pues mutuamente: el sitio se va cerrando así
circularmente. Y en esa circulación se reconoce una comunidad.
Todo “arte del sitio” es, por tanto, a la vez un arte situado (está en
tal sitio, solamente cuando él, con su presencia, convierte el lugar
en que está en un sitio determinado, distinguido) y un arte
situacional (porque, en la dialéctica entre lugar-sitio y arte-
situado, la obra pone a su vez en situación a la comunidad que,
así, se reconoce doblemente a sí misma: como arraigada en un
lugar y como cohesionada simbólicamente por la obra).

Al respecto, Michel de Certeau (en su ya clásica obra L’invention


du quotidien. Arts de faire, de 1980) ha establecido una sutil
distinción entre “lugar” (lieu) y “espacio” (espace: no en el
sentido geométrico, sino más bien en el antropológico o social, en
cuanto área en la que se realiza una actividad). El lugar sería un
sistema de ordenación tal que en él los diversos elementos se
hallan distribuidos según relaciones de coexistencia. Por
definición, pues, el lugar es algo estable (y estabilizador), en
cuanto “configuración instantánea de posiciones” (Gallimard.
París 1990, p. 173). Como cabe apreciar, estas precisiones vienen
a corroborar lo antes señalado respecto al lugar. En cambio, lo
que Certeau tiene que decirnos sobre el espace (piénsese, p.e., en
el “espace Dalí” en una sala de exposiciones francesa) puede
servir de preciosa indicación para establecer una importante
distinción entre el arte situacional tradicional y el site-specific art
de nuestros días. Certeau define en efecto al espace como un lieu
pratiqué (“un lugar sujeto a prácticas”; ib.). En este sentido, el
espace viene “producido”, ejecutado por operaciones que tienen
como resultado situaciones diversas y, en ocasiones,
incompatibles entre sí. El ejemplo aducido por el gran historiador
y antropólogo es bien esclarecedor: una calle es un lugar, si
considerada según su posición y características urbanas, con sus
límites y cruces; pero esa misma calle se convierte en espace por
las actividades de los transeúntes, en interacción con las tiendas o
locales varios en ella situados.

Si ahora aplicamos esta definición literalmente funcional a


nuestro caso, podemos decir entonces que mientras toda acción
ritual, acompañada por una narración mítica o por una disposición
legal (en suma: por un factor de legitimación), convierte el lugar
en un sitio distinguido, fijándolo como tal y haciéndolo a lo sumo
recurrente en el tiempo (mediante el establecimiento, p.e., de
fiestas; piénsese en la Procesión de las Panateneas, que otorgaba
sentido y función al Partenón ateniense), el arte del “sitio
específico” entiende más bien esta determinación como un
conjunto móvil de actividades diversas, y a veces incompatibles,
en un mismo lugar (piénsese en las salas de exposiciones, las
cuales admiten dentro de un mismo “espacio” diversas
instalaciones –p.e., de arte conceptual-, performances o
happenings). Con una precisión importante, sin embargo: el “arte
del sitio” insiste en que, aunque la interacción entre el
environment y la obra (o el evento: puede tratarse de una
performance) hace cambiar necesariamente el sentido de ambos
en situación, cada uno de esos elementos, por separado, pueden
entrar a su vez en nuevas relaciones, en nuevas situaciones. Según
esto, la sospecha crece (sobre todo si nos apoyamos en la
distinción de Certeau entre estrategias y tácticas, por un lado, y
en la metaforicidad de lo real según Nietzsche, por otro): ¿no será
eso considerado como estable, fijo y factor de ordenación, o sea:
el lugar, una mera cristalización o sedimentación de múltiples
“espacios”, el resultado de una serie de situaciones que, dada su
semejanza en obras y entornos, acaban por fundirse en un sitio,
funcionando desde entonces como locus naturalis, y aun
cimentando tradiciones y otorgando un sentido religioso a la
existencia en común? Bien se ve que esta sospecha viene avalada,
además, por la concepción postmoderna de la construcción social
de la realidad. Si esto fuera así, no habría entonces posición
original alguna (una creencia que va de la mano, por lo demás,
con el descrédito actual de toda metafísica). Eso que llamamos “lo
que hay”, lo ente, no descansaría en un ser o fundamento (natural
o trascendente), sino que sería el resultado aleatorio de un
conjunto de prácticas sociales repetidas, cuyo origen y
divergencias entre situaciones se ha ido olvidando.

Sin embargo, y sin caer –espero- en una reivindicación de la


metafísica, creo que esa consecuencia extrema es indeseable y
unilateral: ese estrecho sociologismo olvida a mi ver, en efecto,
que para que se produzca tal variedad de situaciones (y para que
éstas vayan confundiéndose entre sí) no bastan desde luego las
prácticas sociales (como si éstas fueran el producto de una
afortunada convención), ni la obra o el evento, ni tampoco el
entorno. Ésos son, sin duda, los elementos ya no de toda
manifestación artística, sino de toda posibilidad de convivencia de
los hombres sobre la tierra. Sin embargo, es obvio que lo
importante no son los elementos, sino su encaje, su ensamblaje.
Para explicar esto, ¿recurriremos acaso a las necesidades básicas
de un grupo humano sobre la tierra? Pero, si esas necesidades son
efectivamente básicas, ¿a qué se debe su inabarcable variedad? Y
en todo caso, ¿cómo es que el elemento material externo
corresponde a las necesidades y deseos internos? ¿Cómo dar
cuenta de esa correspondencia, de ese “ensamblaje” que ya de
antemano propicia toda juntura, toda conjunción de la mano y la
boca humanas con los entes en torno, que inmediatamente –en
virtud de esa conexión- se tornan en “materiales”, en “útiles” o
herramientas, o bien en hoscos movimientos adversos, dando
como resultado de todo ello la aparición de técnicas... y de restos?
En una palabra: si no es el grupo, la mera tradición o la violencia
de las instituciones lo que, a través de una serie de prácticas (en
conflicto también ellas, entre estrategias del poder y tácticas para
aprovecharse de él en su contra), permite la distinción entre
lugares y espacios, y la más o menos firme conexión de ambos en
un sitio, en una situación; si todo ello no es el resultado de un
mero quehacer o maquinación humana, ¿quién o qué puede ser el
responsable de esa situatividad?

Para responder a esa pregunta decisiva, me atreveré a dar un paso


más (un paso sobre la tierra), para poner de relieve a la tierra
misma, entendiendo este término sensu latissimo, es decir, no sólo
como nuestro planeta, y sobre todo su superficie, en la cual tiene
lugar toda vida, sino también como el género ontológico en el que
se recogen lugares y sitios, localizaciones (una posición externa,
convencionalmente elegida, como la longitud y la latitud) o
fundaciones (una posición interna, marcada por el ritual y por la
narración: mítica, religiosa o artística), dando así lugar a
situaciones más o menos bien fundadas, desfondadas y hasta
abismáticas: todo ello pertenece a “tierra” (un término que usaré
aquí como singulare tantum). Por lo que llevamos visto, parece
claro que los lugares están sobre la tierra, pero lo están de tal
modo que, si tratados técnicamente, pueden llegar a hacer olvidar
suelo y trasfondo; por parangonar esta distinción con otra
análoga, y famosa: los entes provienen del ser, se afincan en él
pero a su vez lo ocultan (o mejor: es él el que, al darse, se oculta),
no dejan parar mientes en él). Por su parte, el sitio (¡adviértase la
dificultad de hablar aquí en plural!) pone de manifiesto a “tierra”
y, al hacerlo, queda distinguido, marcado como algo propio e
intransferible (ello está presente incluso en locuciones tan brutales
como: “lo puso en su sitio” –e.d., impidió que se extralimitara,
fijándolo en lo que le correspondía de suyo, poniéndolo así en
evidencia-, o “lo dejó en el sitio” –e.d., puso fin a su vida, de
manera que ese homicidio deja ver de golpe –bien a pesar del
occiso- todo lo que él venía siendo hasta entonces-). Y sin
embargo, a la valoración del sitio le acecha un peligro inverso al
del lugar. La manipulación política de aquél, en efecto, puede
llevar a una exaltación discriminatoria, convirtiendo así pro domo
un sitio determinado en un símbolo central de identidad (piénsese,
p.e., en la Piazza di San Pietro en Roma, o en el Mall de
Washington). Algunos arúspices del site-specific art han
entendido bien esta opción, aplicándola ahora interesadamente en
su versión light, de marketing y “consumo cultural” de sitios con
prestigio.

Todavía una última vuelta de tuerca, y ya podríamos considerar


más o menos bien delimitada nuestra temática sobre el arte del
sitio y el sitio del arte, aproximándonos a la delimitación que aún
faltaba: justamente, la del arte. Ahora bien, dado que todo
filósofo (aun cuando profese metafísicamente el realismo) está
marcado por un irremediable idealismo (en el sentido más común
del término, o sea: en un sentido despectivo), uno se permite el
lujo de desechar de entrada una (mala) definición (más cercana
sin embargo a la triste realidad cotidiana: la del “mercado del
arte”), según la cual arte sería aquello que comisarios, curatores y
críticos de arte deciden manu militari (o peor, por la enorme y
aplastante mano de los mass media) que lo sea. Eso sería como
decir que “física” es aquello que se expone en una de las
secciones de los museos de ciencias naturales. Tampoco va
mucho más allá lo que nos dicen algunos profesores de Bellas
Artes o de Estética, aduciendo ejemplos señeros de obras
artísticas (con muchas admiraciones: ¡¡¡Fidias!!!, ¡¡¡Miguel
Ángel!!!, ¡¡¡Picasso!!!) como definición del arte, repitiendo así
-quizá sans le savoir- el donoso hysteron proteron de aquel
sofista que, preguntado por Sócrates sobre la esencia de la
belleza, le ponía como ejemplo una muchacha tracia con el
cántaro apoyado en la cadera.
En vista de tan poco halagüeña situación, y ya que he mentado a
mi ilustre ancestro, voy a escudarme yo también en Sócrates para
hacer como él, que gustaba de zascandilear y fastidiar, metiéndose
en donde no le llamaban (aunque espero no acabar igual que él),
ofreciendo a la buona un ensayo de definición, por demás ya
desarrollada in extenso (quizá con demasiado regusto metafísico y
un sí es no es de misticismo) en mi Arte público y espacio
político.

Tengo para mí que el arte (todo arte y toda manifestación suya) es


una intervención técnica en el entorno, pero con intención
diametralmente inversa a la propia de la funcionalidad y finalidad
de la técnica (consistente como se sabe en poner el mundo al
servicio de los hombres, organizados grupalmente), de modo que
no sólo no se limita a dejar las cosas “como estaban” antes de la
agresión técnica (si es que, per impossibile, se pudiera llegar a un
grado cero de la técnica, digamos: a una naturaleza virginal, horra
de la mano del homo faber), sino que ahonda de tal manera en las
cosas (sensu lato: incluyendo también y sobre todo a los asuntos
humanos, las “cosas de la vida”) que saca a la luz la condición
última de su posibilidad, a saber: el carácter indisponible, opaco y
retráctil de la realidad (o del ser, como gustéis). Un carácter que,
a su vez, no puede ser ya “cosa”, sino pura manera: un modo de
darse que transparece tan sólo al hundirse -y mientras se hunde-
en la obra.

Llamo a esa “manera”: tierra (como se ve, ahora cabe precisar


más ese esquivo término). Obviamente, se trata de una metáfora;
y más: de la matriz de toda metaforicidad (ya que “metáfora”
significa justamente “desplazar”, “poner algo fuera de lugar” para
“descargarlo” en otro y, así, colorearlo e impregnarlo de su
antiguo sabor). Así las cosas, toda obra de arte (no
necesariamente “cósica”: también entrarían aquí el poema, la
performance y la instalación) consiste en una contradicción viva,
hecha a sabiendas: se trata de tomar y de dar sabiamente una serie
de medidas para que, a su través, comparezca lo
inconmensurable, de hacer que salga a la superficie (y por tanto,
de forma limitada y bien compuesta) el hondón ilimitado e
indisponible, de permitir que aparezca en medio de los hombres
aquello que, sin esa prudente disposición y hechura, sólo se
“mostraría” (a la contra, por las resultas) como el negro horror del
acaso, eso que los antiguos llamaban moîra y heimarméne: el
destino ciego.

Según eso, parece clara ya la relación entre lugar y sitio, por lo


que hace a tierra. Las técnicas señalan y demarcan lugares en la
tierra, y también sobre o bajo ella: desde la medición topográfica
hasta la asignación de fronteras –más o menos “naturales”-; desde
el trazado orbital de los satélites artificiales a la minería o la
prospección petrolífera. Ésa es la función de toda técnica: ponerse
al servicio de la supervivencia y promoción de un grupo humano,
poniendo a su disposición tierra transformada en naturaleza (o
dicho de otro modo: según lo que vamos viendo, eso que
llamamos “naturaleza” no sería sino tierra puesta técnica y
científicamente a disposición, trabajada hasta tal punto que de ella
sólo parece quedar su disponibilidad y utilitariedad –o
negativamente, su nocividad-, quedando así cegada y cerrada la
retractilidad de tierra; o sea, la ceguera y la cerrazón misma).

Por el contrario, si es cierto que todo sitio deja ser a tierra (la
cual es en sí siempre indistinta, por cerrarse en el hecho de “dar a
ver”: o más bien, en sí no es nada), pero que en este “dejar ser” la
modula, haciéndola ser de esta o de la otra manera (siendo pues
tierra, inevitablemente siempre distinta, distinguida por el sitio en
que ella eclosiona), entonces, por un lado, todo arte debiera ser
considerado, en el fondo, como “arte del sitio” o site-specific art;
y por otro, tierra, marcada en cada caso de manera inconfundible,
absolutamente propia, es en general el “sitio del arte”.

Pues bien, la conjunción de arte y tierra engendra MUNDO, al


igual que la de técnicas y tierra daba lugar a la NATURALEZA.
Desde luego, en esta afirmación quedan implicadas dos
propuestas. La primera, que la consideración de una obra como
“arte del sitio” tendría que hacerse extensiva a toda manifestación
en la que, en virtud de la obra, un lugar quede transformado
ritualmente en sitio; un territorio “natural”, en eclosión de mundo;
y un grupo humano o pueblo, en comunidad (paralelamente, el
emplazamiento tecno-político de lugares en la naturaleza hace de
ese mismo grupo una sociedad). Según eso, no sólo el Partenón y
la Acrópolis ateniense, sino la casi totalidad de la estatuaria y
arquitectura griegas habría de ser considerada como site-specific
art, así como, desde luego, las catedrales cristianas (¿qué puede
marcar mejor un sitio, hasta hacerlo sagrado, que un templo cuyos
extremos apuntan a los cuatro puntos cardinales, cuyo cimborrio y
torres señalan al cielo y cuyo suelo se comunica con los ínferos?
¿O acaso la salida y la puesta del sol, o las hendiduras de la tierra,
son también convenciones sociales?). La segunda propuesta,
hermenéuticamente complementaria de lo anterior, supondría
considerar las manifestaciones actuales del site-specific art (con
independencia de su calidad: sería inútil e indeseable intentar
comparar el Fossar de la Pedrera, de Montjuic con el
Camposanto de Pisa) como indicadores que nos han permitido
comprender y clasificar mejor pasadas manifestaciones artísticas,
las cuales, como vamos entreviendo, se arriman desde luego a la
noción de Gesamtkunstwerk, ya que en ellas no sólo se coaligan
técnica artística, lugar-sitio y pueblo-comunidad sobre la base de
la eclosión de tierra, sino que en esa coalición se estrechan las
diferentes ramas tradicionales del arte (arquitectura, escultura,
pintura, música, poesía) y aun se exige la introducción de las
nuevas tecnologías.

Así pues, el arte del “sitio específico”: ese arte que con mayor
intensidad y vigor deja que se abra, paradójicamente, la cerrazón
de “tierra”, merecerá ser tenido por ende, metonímicamente,
como el más distinguido “sitio del arte”. La condición de toda
situación, o sea la situatividad que transforma lugares en sitios a
través de la obra, viene dada, así, por tierra; es ella la que, en
cada caso, conecta y articula obra, entorno y comunidad; no los
artistas o los políticos, el dios y sus sacerdotes, el mercado y sus
técnicos en economía “cultural”. El peligro estriba (como hemos
ya entrevisto, al hablar de la construcción social de la realidad)
en si esos tres elementos, absolutamente indispensables por lo
demás como condición necesaria, sine qua non, para el logro
conjunto del sitio y de la obra, no tenderán a erigirse en árbitros y
guías del planteamiento y aun la ejecución del proyecto, de modo
que -en nombre del pueblo, de una entidad política cualquiera, del
desarrollo y del progreso, o de lo que fuere- impidan, dificulten o
suplanten el arte (del sitio) por sucedáneos construidos ad hoc,
según los intereses de los mandatorios, por altos y
bienintencionados que éstos, pero que, en todo caso, están
dirigidos a hacer del arte algo provechoso y utilitario, obturando
así en la obra la posibilidad de revelación de lo profundo, en
cuanto fondo de tierra (no en cuanto metamorfoseado en un lugar
–y menos en un lugar común-, cuya función estriba precisamente
en “tapar” y “tachar” la hosca retractilidad de tierra). Y si esto es
así, se sigue necesariamente que pertenece a la esencia del arte en
cuanto arte, y no sólo del site-specific art (con independencia de
que, además, pueda ser legítimamente aprovechado para usos
sociales, políticos o religiosos), el estar siempre a la contra,
siempre en el lugar equivocado: out of joint, que diría el
meditabundo príncipe de Elsinor. En una palabra, visto desde el
lugar (o sea, desde el orden establecido, sea el que fuere) el arte
estará siempre fuera de lugar, será inoportuno e intempestivo. La
Fountain de Duchamp o el Monument with Standing Beast de
Dubuffet, en Chicago, no han hecho sino poner universalmente de
relieve, al alcance de todos los públicos, lo que latía ya en el
caganer de la Llotja de Valencia o en el pellejo desollado del
propio Miguel Ángel, en la Capilla Sixtina.

Al respecto, el célebre libro de Miwon Kwon,One place after


another (MIT, 2002), no hace sino seguir una muy vieja tendencia
de raigambre filosófica, lo sepa o no. Por cierto, ésa es la razón de
que se trate de un libro importante, más por lo que sugiere y
permite -en punto a conexiones insospechadas- que por sus
contundentes declaraciones explícitas. Cuando la Kwon habla, en
efecto, de wrong place como “an open-ended predicament”, lo
que viene a la mente es la idea heideggeriana del “estar en
camino”: pero no somos nosotros, la “comunidad básica” o el
artista “comprometido”, quienes lo estamos, sino el ser mismo o,
en mi terminología, la tierra. No unterwegs zum Sein, no un “estar
en camino al ser”, sino el Unterwegssein des Seins selbst: el
“estar en camino por parte del ser mismo.”

Y ahora, gracias a esas puntualizaciones sobre el triángulo: sitio,


tierra, arte (frente a su opuesto utilitario: lugar, naturaleza,
técnica), quizá me libre yo de suscitar las burlas de Sócrates si
adelanto en consecuencia algunos ejemplos de arte... y de tierra.
“Arte” no es sostener un arquitrabe con dos columnas a sus
extremos, como entrada de una vivienda; “tierra” no es un
roquedo de mármol en el Pentélico: pero sí es arte de tierra el
templo de Segesta, en Sicilia, con su peristilo absolutamente
“inútil” y los tambores acanalados de sus columnas, en los cuales
se palpa la opacidad y se ve la oscuridad del repliegue de tierra (y
ello, tanto en su ruinosa y augusta presencia arquitectónica como
en su mediación -¡no imitación!- pictórica, a través del lienzo del
simbolista francés René Ménard).

MÉNARD, TEMPLO DE SEGESTA

Por otro lado, no hay arte, que digamos, en una espátula de


jardinero, por bella que sea su forma y hermosas las flores que su
manejo promueva. Pero sí lo hay en la gigantesca espátula de
Claes Oldenburg, clavada en tierra (aquí, lo literal y lo metafórico
se identifican) a la entrada de la Fundación Serralbes, de Oporto,
de tal manera que oculta la vista panorámica del jardín y del
palacete del fondo, a la vez que deja “en entredicho” los arrayanes
que enfilan los lados del paseo. No tiene mucho arte, en fin, el
tumbarse en el campo al atardecer: algo que puede quizá suscitar
envidia en oficinistas y profesores universitarios, pero
difícilmente admiración artística, y hasta estupor... salvo que sea
Luis Cernuda el que, en bien medidos versos, deje que la
asonancia desvele secretas resonancias, que el ritmo recuerde el
latir de un corazón en tierra y que, en fin, haga surgir, silenciosa
en la palabra la inexorable retracción de tierra, poniéndola en su
sitio:
Sagrada y misteriosa cae la noche,
dulce como la mano amiga que acaricia,
y en su pecho, donde tal ahora yo, otros un día
descansaron la frente, me reclino
a contemplar sereno el campo y las ruinas.
(Las ruinas; últ. estr. de: Como quien espera al alba).

Si no fuera por la última palabra, que cierra y por así decir


“trastorna” el entero poema, todavía podría pensarse en una
exaltación pseudorromántica. Por el contrario, la noche y las
ruinas constituyen así un movimiento circular, envolvente y
paradójico (el poeta se reclina en el pecho de la noche, y desde
allí contempla las ruinas, en una posición corporal imposible).

En fin, todas estas alusiones telúricas giran en torno a un eje


común: no existe arte que no le produzca asombro, inquietud y, en
muchos casos, indignación al buen espectador burgués (o sea, a
todos nosotros, en cuanto “bajamos la guardia” y retornamos a la
inevitable cotidianeidad). De donde se sigue, a sensu contrario,
que será entonces necesario desconfiar de toda manifestación
pretendidamente artística que suscite sin más y de inmediato
placer, satisfacción o agrado en los espectadores, o sea que les
haga oir o ver lo que ellos ya de antemano estaban dispuestos a
aceptar: la ratificación (pero desde un pedestal “elevado”) de su
propio mundo. El artista se confunde en este caso con un político
en vista de elecciones, con el tremendo añadido de que, aquí, sí se
cumple lo prometido (y encima, hay ocasiones catastróficas en las
que se confabulan político y artista para halagar al público;
recuérdese la herencia dejada por el anterior Alcalde de Madrid:
la estatua ecuestre de Carlos III, en plena Puerta del Sol, un
atentado que incomprensiblemente no ha sido denunciado por el
Borbón descendiente de tan buen monarca).

Naturalmente, esta calificación de spaesamento, de


Unheimlichkeit del arte (algo así como “inhospitalidad”: la
sensación de no sentirse en “casa”: Heim; de estar fuera,
desarraigado del paese... precisamente por sentir la atracción de la
tierra), del arte en cuanto vehículo de tierra, no debiera
confundirse en suma con no sé qué exaltación de lo sombrío,
lóbrego o tenebroso. La angustia (en el sentido, p.e., de
Heidegger), la desazón, poco tiene que ver con el miedo o, en
general, con las pasiones tristes. En el estallido de júbilo de la
resurrección de los muertos, en la Segunda Sinfonía de Mahler,
se rompen todos los esquemas habituales del mundo... no para
denostar este lacrimorum vallem en nombre de otro mejor (no hay
otro, por lo demás: tampoco en Mahler), sino para que las cosas,
heridas en su más íntimo hondón, se rajen y dejen ser a la tierra,
resuelta y articulada por la obra -en la ejecución viva, activa de
ésta- como mundo. Otra cosa, bien distinta, es que la gente, la
buena gente (y mejor, organizada por su cuenta en “peñas”) se
divierta, o que animadores culturales (feo vocablo, por cierto) y
concejales varios programen “cosas” para nuestro disfrute y se
pongan al servicio del pueblo, del público, del prójimo y hasta del
extraño, en este mundo lleno de ONG’s y de buenas intenciones.
Sólo que, a pesar de (o al menos, además de) todo eso debe haber
un resto de inquietud –literalmente, de arrebato, de ruptura de lo
cotidiano- en la obra o manifestación considerada, si ha de
considerarse como artística. Y a su vez, esa desazón ha de venir
elaborada sabia, técnicamente por escansiones ritmadas, según
pautas rigurosas en la configuración del espacio-de-juego-del-
tiempo que ellas pro-ducen. Como si dijéramos, con el Hegel de
las lecciones jenenses de 1805/06: el arte hace presentir el terror
en estado puro, agazapado y a la vez vislumbrado en una obra
bella. Pues de no atender a lo último, una snuff movie o un
subproducto gore serían los mejores candidatos a obra de arte.

Y es necesario, a mi ver, mantener los dos respectos (tierra y


belleza formal) dialécticamente unidos, por más que en ocasiones
parezca venirse abajo una conjunción tan sutil como casi
contradictoria. No creo que haya muchos que defiendan el valor
artístico del Mount Rushmore, con las caras de piedra de
esclarecidos presidentes norteamericanos, o el de la Cruz del
Valle de los Caídos, a pesar de que, aparentemente, pocas cosas
haya más cercanas a la tierra que esas moles, o que hayan dejado
mayor marca en un lugar, tornándolo en un sitio específico;
específico... para las excursiones turísticas organizadas. Y por el
lado de la ejecución “técnica”, no deja de ser difícil tarea el
valorar como arte –más allá de la sana intención de parodiar un
way of life ya inesquivable- las porcelanas de Jeff Koons o los
borrachos de Paul McCarthy.

Ahora bien, ¿qué tipo de arte podrá suscitar hoy esa sensación de
Angst, de “angustia” ante la surgencia retráctil de “tierra”, sin caer
–como hemos visto- en el Kolossal pseudoegipcio y fascistoide,
en el kitsch más empalagoso o en el brutalismo de invitación al
vómito? Antes, el arte de verdad era atesorado en el museo, ese
situs situum, esa sede sublime que recogía –oscilando entre la
pietà y el ansia de saqueo- las grandes obras desplazadas del sitio
que ellas distinguieran con su presencia (los museos de Viena y
de Filadelfia, por caso, guardan bajo su techo templos enteros –
babilonios o hindúes-, como si se tratara de gigantescos mauselos,
de cementerios de obras arquitectónicas. El museo, esa joya de los
Estados Nacionales, querría ser de este modo la conciliación (en
definitiva, política) de toda la historia del arte en un sitio
privilegiado.Y ello, hasta el punto de que aun la edificación
habría de remedar –superando empero las proporciones clásicas-
el estilo de lo en ella acogido, como si se tratara de una
espléndida –aunque algo fría- Casa de los Muertos. Repárese, sin
ir más lejos, en el Altes Museum de Berlín, esa obra pensada por
Schinkel para emular al templo griego, sobrepasándolo con creces
en magnitud.

ALTES MUSEUM

Pero hoy los museos: esos sepulcros de familia de la humanidad,


como los llamara Adorno, están cambiando vertiginosamente de
sentido y función, para escapar en lo posible a una muerte
sarcásticamente anunciada por Marcel Broodthaers

BROODTHAERS, Musée d’art moderne.


¿A qué se debe ese descrédito del museo, por más que enjambres
de turistas sigan hundiéndose en él –más resignados que curiosos-
como si bajaran a las entrañas de la Pirámide de Keops? Con el
hundimiento postnietzscheano del idealismo en las más diversas
facetas de la existencia, también ha quedado obsoleta la
concepción de la obra de arte como ensimismada en su
espléndido aislamiento, mientras se denuncia como falaz su
presunto valor autónomo, su aura y, en fin, se critica su
pretendida independencia del entorno, como si se tratase de
gloriosos desembarcos de unas extrañas entidades sueltas, que
nada tendrían que ver con las preocupaciones y necesidades de
nuestro mundo... ni de ningún otro. Pero también el “envoltorio”
de esas obras, la fábrica del museo mismo, cada vez más neutral y
aséptica (como si sus blancas paredes quisieran competir con los
hospitales: de ahí la irónica justeza de la ubicación del Museo
Nacional Reina Sofía), suscita la impresión de que lo museístico
se ha hecho en general tan gigantesco y aparatoso –y con tan poco
seso- como los dinosaurios, y de que –al igual que éstos
sucumbieran, abatidos por su propio peso- el arte del museo se
halla en peligro de extinción. Por su parte, el sucesor
“democrático” del museo: el arte al alcance de todos los bolsillos
(o mejor, de algunos), tal como se expende en las galerías, se ha
desvelado cada vez con mayor fuerza como un rubro más de la
“sociedad del espectáculo”, promotora de signos sociales –
siempre más estereotipados y codificados- hacia dentro, y sujeta a
las fluctuaciones –casi siempre, especulativas- del mercado. Bien
puede un Vermeer ser vendido hoy en 28 millones de dólares, que
su diferencia con un viejo sello de correos de rebordes irregulares
no deja de ser ya meramente cuantitativa.

De ahí que, por un lado, la atención generalizada (más o menos


consciente) a esa maniera que yo he calificado de “tierra” y, por
otro, el mayor compromiso social de artistas, autoridades
municipales y mecenas, hayan propiciado el advenimiento (en
estrecha coincidencia –y no sólo temporal- con las corrientes
postmodernas), primero, del arte público y, más recientemente,
del llamado site-specific art.

Para empezar, deberíamos desechar la idea de que una obra de


arte (o una performance, una ejecución musical o una pieza teatral
o cinematográfica) está al servicio de un sitio preexistente, o de
un público igualmente previo a la obra, como si ésta irrumpiera en
un mundo ya bien configurado. Por cierto, con eso no se está
negando en absoluto la existencia de un tipo de arte (sin ir más
lejos, el de las esculturas que en nuestras ciudades adornan la
entrada de un banco o una compañía de seguros) encargado y
costeado por capital privado, pero destinado al disfrute público
(no hacía falta estar asegurado en La Unión y el Fénix Español
para admirar la escultura en bronce que coronaba antaño la sede
de la compañía, al inicio de la Gran Vía madrileña). Lo único que
sostengo al respecto es que encargo, financión o “generosidad
empresarial” acompañan necesariamente a la gestión, producción
y difusión (a través de documentación, publicidad, gadgets, etc.)
de la obra, pero no explican en absoluto su carácter de obra
pública en un sitio específico. Cuando la escultura se trasladó al
negro prisma de la compañía aseguradora en el Paseo de la
Castellana, el paisaje urbano resultó tan modificado como la obra
misma. Se estaba creando un nuevo sitio, en virtud de una
situación hasta entonces inédita. Pero, en todo caso, el innegable
carácter de servicialidad de la obra, de reclamo publicitario y
logo de la empresa (por cierto, ¿qué tendrá que ver el mito
homofílico de Ganímedes y Zeus con una compañía
aseguradora?), hace muy difícil poder considerar a estas obras –
ambiguamente al servicio del público y de la entidad que corre
con los gastos- como un ejemplo genuino de site-specific art.
Sólo una razón adicional: la compañía ya existe antes de la obra:
ésta viene simplemente a rematar un edificio, no a desvelar las
relaciones de una comunidad con la tierra, a partir de la dialéctica
entre lugares, espacios y sitios.

Otro tipo de obras, más “noble”, es aquel que ya de antemano es


proyectado, gestado e instalado en beneficio de la comunidad,
para que ésta tome conciencia de lo que ella esencialmente ya era
de siempre. Tal sería, en sentido positivo, el estilema de Oteiza,
en el que un espacio cúbico vaciado ayudaría, a través de remotas
analogías con los enterramientos circulares vascos, a que el
Pueblo tomase conciencia de su arraigo a la tierra, a su
Euskalherría. Es evidente que aquí nos encontramos en el otro
extremo del relativismo postmoderno. La tierra ha emergido aquí,
en el sitio que le corresponde, según ese “profeta vuelto hacia
atrás” (según la definición de Friedrich Schlegel) que sería el
artista comprometido con su Pueblo (y por ello decepcionado e
irritado cuando, ingrato, ese Pueblo se niega a seguirlo en sus
telúricas reivindicaciones). “Tierra” deja ahora de ser una
maniera, múltiplemente engendrada en situaciones discontinuas,
para convertirse en substancia, en fundamento cósmico.
Hipostatización de tierra: nacionalismo a pique de hundirse en un
fundamentalismo.

Oteiza: Momento espiritual

O bien, en sentido negativo, y con una innegable carga irónica y


lúdica, se disponen, en los alrededores del Círculo de Bellas Artes
de Madrid (a su vez, irónica alusión al carácter de mercancía que
adquieren las obras si encerradas en exposiciones abiertas al
público... comprador), varios palés de madera, como soporte de
una pila de losetas, junto con una especie de esbelta jaula metálica
de dos metros y medio de altura (como si se tratara de una “cárcel
de árboles”), rematada por una casita cerrada por todas partes
(suspendida casi al bordo del extremo superior, como si estuviera
a punto de caerse al suelo), apuntando al Este, o sea: a la Europa
Oriental. La idea del hogar roto del inmigrante se entrelaza así
con la de la ciudad rota mediante un espectáculo (en absoluto
“estético”, por lo demás) en el que, junto con la crítica a las
arbitrarias y hasta insensatas medidas municipales, que
continuamente cambian el sufrido enlosado de la calle de Alcalá,
se celebra una reivindicación del obstáculo, de la stásis de la vida
cotidiana, dificultando el tránsito normal por ese ajetreado
entorno y señalando en el propio depósito de losas, a sensu
contrario, la necesidad de tapar la tierra, de fundamentar el suelo
para que no comparezca el fondo (aquí, como en los demás casos,
sin connotación mística alguna: se trata de la tierra de los
desplazados sin hogar: tierra como ausencia suspendida en la
nostalgia, así como de la “tierra” agazapada en el fondo mortal de
quienes se desplazan en busca de negocios): un fondo hecho –
recuérdense las finas distinciones de Certeau- de la trabazón, del
ensamblaje entre el propio trajín de los ciudadanos, olvidadizos
de su cuerpo, o el deambular de los mendigos inmigrantes, sin
apenas otra cosa que ofrecer que el espectáculo de su solo cuerpo,
de su existencia sin atributos: “fijados” todos ellos –como en una
instantánea- por la resistencia de la sitiada acera, al recibir el peso
de lo que podría “sanarla”, y el cuestionamiento de su presunta
“disponibilidad” para permitir a los ciudadanos el acceso a los
servicios públicos que tachonan la arteria (esta alusión por
analogía no es caprichosa: Corbeira pone de relieve, en esta y en
otras instalaciones, las cicatrices y las heridas mal curadas de la
gran ciudad).

Darío Corbeira: Diez veces otra vez (1990)

Pero donde el nuevo arte del sitio específico alcanza su mayor


espectacularidad, en cuanto que en él confluyen la fusión de
arquitectura y escultura en la Plastik monumental¸ la industria
cultural y los proyectos urbanísticos, es en las obras que no
aprovechan, sino que configuran y hasta “producen” espacios
públicos, mediante una estrecha compenetración de arquitectura y
urbanismo: parques, paseos, barrios. Un ejemplo famoso está en
la enorme y a la vez liviana “araña” de tubos curvos de acero
inoxidable, generatrices que, fingiendo un imposible túnel de aire
y de luz, acogen el tráfico de coches y peatones en la madrileña
Plaza de Ginzo de Limia. Es la llamada Puerta de la Ilustración,
de Andreu Alfaro, propiciadora de signos de comunicación
colectiva.

Puerta de la Ilustración, de Madrid

De todas formas, es paradójicamente este sentido de Bildung


ilustrada, explícitamente defendido por Alfaro, lo que hace difícil
tener a este tipo de arte por modelo genuino del site-specific art.
Aquí es el artista “genial” el que, comisionado por los gestores
culturales municipales, y de acuerdo con ellos, decide el tipo de
obra que von oben herab, “desde arriba” –como le gustaba repetir
a Kant- conviene mejor para la plasmación de un espacio urbano.
El “pueblo” recibe esa donación, pero no interviene para nada en
el proyecto o la gestación de la obra.

De ahí que, con razón, se haya puesto el acento en estos últimos


años en el llamado community-based art: un arte que se quiere
enraizado en la comunidad, más apegado a las necesidades de la
gente y más atento a sus reivindicaciones, lejos pues de los
esplendores de lo que, como en el caso de Alfaro (o de Head of a
Woman, la Jacqueline-Babuino de Picasso, en Chicago), podría
entenderse más bien como excelente ejemplo de outdoor
sculpture. Pues, más allá de las manifestaciones de arte público –
con las que el site-specific art tiende a confundirse-, es importante
recordar, aunando las precisiones de Certeau sobre los espaces y
mis indicaciones sobre la relación “lugar-sitio”, que la
especificidad del sitio va más allá de un conjunto características
físicas; más bien ha de ser considerada como una trama
institucional que remite al fin a un conjunto (normalmente
conflictivo) de prácticas discursivas. Como antes he insinuado, si
hubiera que buscar un antecedente para este tipo de arte
tendríamos que atender al arte griego y a la espléndida
interpretación que de él, en cuanto religión plástica, hace Hegel
en su Fenomenología del Espíritu. Pues bien, son esas raíces
“religiosas” (no en el sentido de una determinada confesión o
Iglesia, sino en cuanto religatio de una comunidad con la tierra, a
través del arte) son las reivindicadas, bajo una vestidura laica y
cívica, en el site-specific art.

No sin peligro. La difuminación de las fronteras entre actividad


artística, política cultural y urbanismo hace evidente la tendencia
a convertir el arte público en general, y el site-specific art en
particular, en un tecnología social al servicio del mercado. Baste
mencionar algunos ejemplos, hoy a la vista de todos: los “mapas”
culturales de las ciudades de “abolengo histórico”, como
Barcelona, duplicados y reforzados por su cartografiado digital, y
así ofrecidos on line a “cultivados” turistas potenciales de todo el
mundo, no solamente pretenden “vender” los monumentos
públicos existentes como sightseeings, en perfecta connivencia
con la arqueología pública, sino que incitan a las autoridades
municipales a la construcción acelerada de muestras actuales
(normalmente, no figurativas) de “arte del sitio” y –lo que es lo
mismo- de “sitios artísticos”, haciendo así de la ciudad una suerte
de rival -para el turismo “de calidad”- de los parques temáticos,
dedicados por su parte -con mayor franqueza- a la construcción
artificial de “ruinas” (ruinas de plástico): ruinas del pasado... y del
futuro, a imitación de los nuevos mitos de la sociedad de masas
(Star Trek, Star Wars, X-Men, Matrix).
Esto no deja, sin embargo, de tener una contrapartida positiva. La
difusión del arte público y “situado” implica la condena de la
tradicional función individual/elitista del arte, tenida ahora por
obsoleta, al igual que lo está su papel ideológico en cuanto
creador de “memoria colectiva” mediante monumentos a los
“héroes” y “padres de la patria”; paralelamente, el mismo destino
corre la arqueología en cuanto factor de construcción del “origen”
de un pueblo y de los estadios de su desarrollo (si fuere posible,
incluso, poniéndolo así -conjunción del arte y la arqueología: del
presente y del pasado- por encima de los demás pueblos: el
Estado Nacional como cabeza de la Historia Universal, o por lo
menos -José Antonio Primo de Rivera dixit- como “unidad de
destino en lo universal”).

De ello se sigue que la sociedad postindustrial (con sus dos


pilares: la información y el ocio) no considera ya al patrimonio
histórico-artístico de una nación como factor de las señas de
identidad social de su supuesto pueblo, en cuanto fundamentación
ideológica del estado-nación, salvo en el caso de operaciones de
“reconquista” por parte de las llamadas “nacionalidades
irredentas”, en las cuales se vienen construyendo ad hoc los mitos
de la diferencialidad y del origen. En los demás casos (e incluso
en el anterior “nacionalista”, de manera más o menos camuflada),
el mercado se ha convertido en el ámbito y el árbitro de toda
producción histórico-artística (y aun prehistórica: aparte del vino,
pocas cosas más productivas -porque se producen ad hoc, y
porque producen beneficios- en los resecos páramos de la España
central que la “explotación” de yacimientos, como en el caso
ejemplar de Atapuerca o la Dinópolis de Teruel). Así que las
reivindicaciones, tan legítimas y convincentes, sobre la necesidad
del artista de “zafarse” de galeristas, comisarios, etc., y de la no
menos necesaria renovación del lenguaje artístico, de librarse del
corsé de los museos, etc.: todas esas protestas corren el riesgo de
convertirse en frágiles barnices de credibilidad para revestir con
una capa tan superficial como brillante la única fuente de
legitimidad y promoción del arte, a saber: el turismo cultural y
ecológico.

El mejor ejemplo de esta prostitución del arte se encuentra en la


exhibición Places with a past (1991), comisionada por Mary Jane
Jacob (cf. la obra citada de Miwon Kwon, p. 52 y sigs.), en la que
la exposición de un conjunto de artistas situacionales apenas si
encubría el deseo, por parte de las autoridades de Charleston, en
South Carolina, de “vender ciudad”, para estimular el turismo
cultural. De acuerdo con las definiciones que antes adelantamos,
la verdad es que, aquí, es más bien el lugar el que “pone en su
sitio” al arte, trastocando las genuinas relaciones del arte con la
comunidad y la tierra. Lo que allí se vendía era catalogado como
“originalidad”, “autenticidad” y “singularidad”: diecinueve
instalaciones de site-oriented practices (dedicadas, como no podía
ser por menos, a temas de diferencia de género, raza o identidad
cultural, a fin estimular un diálogo ente la identidad del lugar y el
arte de la calle). La manifestación se vendió como un diálogo
entre el arte y la dimensión socio-historica de los lugares.¿Qué es
lo que se estaba haciendo allí, en el fondo? La respuesta es
inmediata: sustituir las cualidades “idealistas” y “esencialistas” de
las obras modernas por las del sitio de su presentación (ahora
sería la ciudad la que presta empaque a las obras), inyectando en
la experiencia de comunicación (por no hablar de show) el
carácter “único” del lugar, puesto así en su “sitio”. Así, cabe
sospechar que el fin último de la famosa exhibición era el de
promocionar Charleston como un lugar único, utilizando como
medio manifestaciones de grupos o lugares reprimidos o
marginalizados, despreciados por la “cultura dominante”.

El catálogo de Places with a past se convirtió de hecho en una


guía de promocion turística (como en el caso del People-mover,
de Detroit, analizado en mi Arte público y espacio político).
Como consecuencia de todo ello, el patrimonio histórico-artístico
acaba por convertirse en un bien estratégico y de uso,
cambiándose también, por ende, el sentido de sus “productos”,
destinados a consumo público. Antes, las instancias oficiales se
afanaban en levantar monumentos en lugares señalados de las
ciudades (con el apoyo de las clases industriales, deseosas de
entregar parte de su plusvalía para la erección -por “suscripción
popular”- de esos aide-mémoires, de esos gigantes de piedra y
bronce con función de parapetos ideológicos, verdaderos
“amuletos” contra la insurrección, las manifestaciones y las
algaradas). Ahora, esos mismos monumentos y, sobre todo, las
nuevas manifestaciones de arte público (piénsese en el reciente
Forum de las Culturas, en Barcelona) son entendidos como
mercancías virtuales, consolidables y valorables en circuitos
“cinegético-fotográficos”, pero garantizados en su “autenticidad”
de recursos culturales por estar bajo la tutela pública de técnicos
del Ayuntamiento o de los distintos tipos de City Councils.

En todo caso, y afincadas como están sus manifestaciones en la


encrucijada de la propiedad del suelo, la reordenación urbanística,
los flujos del turismo de masas y la reconversión del mundo en
imagen virtual, sería de todos modos inútil -e ingenuo- pretender
que un “genuino” arte público podría zafarse de la contaminación
mercantilista para ofrecer obras de pura calidad artística, como
las supuestamente ofrecidas en un pasado nostálgicamente soñado
por el burgués perplejo y asustado, el cual, antes que enfrentarse a
las “obras” electrónicas de Antoni Muntadas o a las casas
hendidas de Gordon Matta-Clark, está ya dispuesto incluso a
“admirar” (al menos en declaraciones, actitudes y gestos) a
Picasso, que al cabo era “español”, o (según sus inclinaciones
patrióticas) a Miró, que al cabo era “catalán”, los cuales -por
haber retornado sus obras con un aura conquistada en el
extranjero- tienen ya el beneplácito museístico-público.

Tampoco constituiría una mejor salida la recomendada aún por


algunos críticos y artistas exaltadores de la cotidianeidad y
creyentes en el “viento del pueblo”, los cuales insisten en que el
arte público debiera estar hecho por la gente (o sea, por la “buena
gente”), sin manipulación por parte de los dos extremos: de un
lado, la individualidad más o menos genialoide del artista; del
otro, la manipulación ideológica y mercantilista de los poderes
públicos, cada vez indudablemente más entrelazados con intereses
privados. Tal es el caso de Siah Armajani: un artista iraní-
nortemaericano altamente original y creativo que,
paradójicamente, reniega del concepto de creatividad y que,
identificando exhaustivamente el sentido y valor de la obra de arte
con su posible aprovechamiento para fomentar los lazos de unión
ciudadanos y democráticos -algo desde luego lícito y deseable,
mas ya no artístico, sino político-, propugna que las
manifestaciones artísticas dejen de plasmarse en configuraciones
perennes y con aura; al contrario, debieran ser -dice-: “Acciones
concretas en situaciones concretas”, en una clara transposición de
la famosa consigna marxista. Asimismo, llevado de una noble
causa: la crítica al carácter monumental del arte, acaba por caer en
el extremo de negar toda ejemplaridad y valor modélico a la obra
artística, diluyéndola al parecer en un acto de servicio a la
ciudadanía realizado por un ciudadano-artista. Al fin y al cabo,
tras la “muerte” de Dios, la de la Naturaleza y la del Hombre, no
es extraño que a alguien se le haya ocurrido dictaminar la muerte
del Artista. De modo que, para Armajani, el arte situado ha de ser:
“bajo, común y cercano a las gentes. Es una anomalía en una
democracia celebrar con monumentos; una democracia real no
debe procurar “héroes”, ya que exige que cada ciudadano
participe completamente en la vida cotidiana y contribuya al bien
público.” (Debate con Cesar Pelli, de 1986; en Diamonsen,
Diálogos sobre la arquitectura USA. Gili. Barcelona 1986).

La propuesta inversa -pero que conduce exactamente a lo mismo-


de esta “disolución democrática” del arte en la vida cotidiana del
ciudadano –un arte enteramente entregado al “bien público”- ha
sido ofrecida por algunos artistas neorrománticos como Joseph
Beuys, creyentes en la regeneración incluso religiosa del
individuo -radicalmente personal e intransferible- a través de la
experiencia del arte. Sólo que la idea de que el pueblo podría
transfigurarse artísticamente en individuos creadores de obras al
servicio de la colectividad, sin dios ni amo, en las que cada
persona sólo se reconociera y celebrara a sí misma al celebrar a su
comunidad... y hasta a la entera Humanidad, olvida hasta qué
punto la microfísica del poder permea mentes y cuerpos, y hasta
qué punto el consumo de bienes materialmente espiritualizados (o
viceversa, que hasta los servicios bancarios son calificados ya de
“productos”) nos ha hecho entrar de hoz y coz en el mundo
pulgoso del “último hombre” nietzscheano). Al respecto, el mejor
antídoto contra este universal “amor del arte a la comunidad”
sigue estando en las lúcidas palabras de Harold Rosenberg, hace
ya 45 años: “cuando el arte se convierte en una prolongación de la
vida cotidiana se echa a perder, convirtiéndose en una mercancía
entre otras: kitsch.” (The Tradition of the New. Horizon. Nueva
York 1959, p. 264s.).

No tanto con el kitsch, cuanto con una casi morbosa delectación


por lugares abandonados, devastados y, en definitivamente,
inhabitables tiene que ver la sensibilidad de una gran defensora
del sense of places, como es Lucy Lippard en su influyente The
Lure of the Local (The New Press. Nueva York, 1992). Para
Lippard, lo importante de un lugar o de un territorio es sentirlo
por dentro, de modo que un mundo aparentemente externo resulte
interiorizado por una experiencia humana subjetiva. Es indudable
que, en un mundo cada vez más articulado en torno a estaciones,
gasolineras, aeropuertos o ciudades-dormitorio (todo eso que
Marc Augé ha calificado con éxito de “no lugares”), surge la
necesidad de buscar los espaces de Certeau: en lugar de angostar
la propia existencia en “contenedores” neutrales y vacíos, intentar
fijarla en lugares que sean producto e instrumento de
interacciones sociales, especialmente si corresponden a ways of
life ya obsoletas, todavía no contaminadas por la civilización del
no-lugar y de Mépolis (véase el número extraordinario SILENO
14, dedicado a la No-Ciudad). Como dice agudamente Kevin
Robins: “según han ido haciéndose las ciudades más iguales entre
sí, decreciendo progresivamente las identidades urbanas [...] se ha
hecho necesario emplear recursos publicitarios y mercantilistas
(advertising and marketing agencies) para manufacturar tales
distinciones. Se trata de poner de relieve distinciones en un
mundo que está más allá de toda diferencia.” (Prisoners of the
City: Whatever Can a Postmodern City Be? En: E. Carter / J.
Donald / J. Squires (eds.): Space and place. Lawrence & Wishart.
Londres 1993, p. 306).

Añádase a ello la necesidad de hallar un mecanismo de


compensación (y de “buena conciencia”) para un mundo lleno de
guerras, desplazamientos y migraciones. Y así, frente a este
innegable “malestar en la cultura” se postula, o bien una
nostálgica reacción contra la declinante mas nunca conclusa
Modernidad, o bien una reconstrucción mítica de aquello que –
según los medios de comunicación dominantes- debería haber
sido el Pasado, como la neo-ciudad Celebration, la primera
ciudad construida ab ovo por una empresa de entertainment, Walt
Disney Productions: Celebration linda con Orlando, como si no
hubiera solución de continuidad entre el parque temático y la
ciudad; y en el fondo, se trata desde luego de un continuum.
Contra el creciente sentimiento de desamparo y desarraigo (la
Heimatlosigkeit denunciada por Heidegger), la solución
consistiría en hacer como si lo artificial, si planificado en su
totalidad, fuera lo más natural (recuérdese el film The Truman
Show).

Y sin embargo, no hace falta recordar los ya tan manidos


primeros versos de Patmos sobre lo salvífico que crece en el
peligro para darse cuenta de que sólo en el seno de los nuevos
espacios públicos producidos por el redevelopment urbanístico,
por la estandarización de los resorts turísticos debida a la
globalización de los transportes y de las comunicaciones, y por el
asombroso cruce de lo primero y la segunda en los llamados
“parques temáticos”, ha podido emerger con toda pujanza un
genuino site-specific art: pues el arte del sitio, lejos de perderse
en las “afueras inhumanas” de una tierra inhóspita y agreste,
como en ciertas manifestaciones del land art -con el peligro obvio
de caída en una mística de la naturaleza incontaminada y
salvadora, como en el caso de Richard Long- busca no tanto
integrarse cuanto poner de manifiesto espacios inéditos del
paisaje urbano, denunciando, para empezar, la reducción
económico-política del espacio como un gigantesco “contenedor”
ilimitado e isomorfo, pero reductible a tres dimensiones,
sospechosamente derivadas de las funciones del cuerpo humano y
su “orientación” en la tierra, y, sobre todo, susceptibles de
convertirse en criterio exacto y “científico” de medición (no en
vano es la tridimensionalidad la raíz de toda cuantitatividad). Así,
en el plano arquitectónico y urbanístico (y, en general, de
administración del territorio) el espacio se articula como sede
-disponible ad libitum- de toda explotación y maximización de
beneficios, en cuanto expresión de lo rígido, lo inerte y lo fijo (lo
cuantitativamente fijado): un espacio cuya manifestación física,
fenoménica, no se adecua en cambio, en ningún modo, a la
predisposición geométrica y económica, mostrando excrecencias,
anfractuosidades, fallas y vacíos no “aprovechables”. Frente a ello
se yergue el espacio tecnológicamente trabajado, en cuanto pura
-puramente soñada- extensio, lista a dejarse troquelar y moldear
por la mano y la técnica humanas. Contra ese espacio, por su
parte, y a la vez dinamizándolo por dentro, correría en cambio el
tiempo, el cual sería lo propiamente “humano” (en verdad, más
bien el resultado de la coyunda de una tecnología política y una
práctica científica). Una geografía domada y una historia
entendida como”progreso del género humano hacia lo mejor”. He
aquí el doble peligro contra el que se ha levantado el arte
contemporáneo (y no sólo el situacional, aunque éste lo haya
hecho con especial virulencia).

Señalemos, ya para ir concluyendo, otro peligro que surge


precisamente como reacción contra la mercantilización de la
existencia y del arte (sobre todo en América, en ambos casos).
Habíamos encontrado ya reacciones situacionales en el kitsch, en
la nostalgia por los lugares perdidos (en los cuales, si por ventura
siguieran existiendo con todo su contexto y ambiente, no
resistirían críticos ni artistas pasar siquiera un mes de su
existencia), o en la reconstrucción mítico-electrónico-verbenera
de Old Cities: todos ellos, a mi ver, caídos flagrantemente en una
frivolización estética. Pues bien, frente a todo eso se alza el
bienintencionado New Genre Public Art, defendido
ejemplarmente por la muy activa (y activista) Suzanne Lacy, en
su Mapping the Terrain (Bay Press. Seattle 1995). Lacy
propugna al efecto un verdadero arte “democrático”, surgido de
prácticas de colaboración entre los artistas y su audiencia
(audience: ya es extraño que utilice tan pasivo término), de modo
que la obra de arte no sea ya una cosa como símbolo y vínculo de
diálogo entre creador y espectador, sino que ese diálogo mismo
sea ya la verdadera obra de arte: “lo que existe en el intervalo
entre los términos ‘público’ y ‘arte’ es una relación desconocida
entre el artista y la audiencia, una relación que puede ser ella
misma la obra de arte.” (p. 20). Como se ve, una solución
intermedia entre, de un lado, la propuesta de Armajani o Beuys
(“arte para, desde y por todos”), y del otro la augusta soledad del
artista creador o –para el caso da igual- la decisión del técnico
municipal encargado de la cultura, o del gestor en “Recursos
humanos” de una multinacional; en todos estos casos seguimos
teniendo un despotismo ilustrado: el arte es para el pueblo, pero
sin el pueblo. Aquí sería más bien el diálogo, la relación entre
creador y receptor lo que constituiría la obra (en su materialidad,
pues, por definición, algo efímero y sin valor). Este rechazo a las
construcciones y mitos de la Modernidad como ktema eis aei,
“monumentos para siempre” (por decirlo con Tucídides)
constituye sin duda uno de los momentos constitutivos de un
genuino arte situacional. Pero sólo uno. Pues, de lo contrario, lo
que se echó por la puerta vuelve a entrar aquí subrepticiamente
por la ventana, como si nos halláramos en una versión artístico-
situacional de Rebelión en las aulas y tantos otros films
americanos sobre la “domesticación” del salvaje estudiantado a
base de inculcar en él valores como community, consensus, truth,
good, y multiple voices (todas ellas, expresiones de Lacy, como si
ésta se tornara en una reencarnación edulcorada y suavemente
feminista de Jürgen Habermas). Este carácter de apostolado, casi
diríamos de Art as Salvation Army queda claro en la activa
partner de Lacy, la ya citada Mary Jane Jacob, propulsora de una
Culture in Action en la que la obra misma parece desaparecer,
sustituida por algo parecido al Auxilio Social: “En los años
noventa –dice en 1995- la función del arte público ha dejado de
ser la renovación del entorno físico para dedicarse a la mejora de
la sociedad, promoviendo la calidad estética para contribuir a la
calidad de vida (sic!: quality of life), enriqueciendo vidas para
salvar vidas.” (Cit. en Kwon, p. 203, n. 20). No entraré en maor
comentario a esta flamante función catequética del arte.
Sólo diré que, de ese modo, el componente tierra, productor del
carácter desazonante que ha de animar a todo arte, desaparece
casi por entero, hasta llegar a devaluar incluso aquello que los
“artistas comprometidos” (un engagement sostenido
explícitamente por Lacy) consideran más preciado: la crítica al
status quo social. Por lo demás, y al igual que ocurre en
Habermas, Suzanne Lacy no parece parar mientes en las tensiones
y conflictos que necesariamente surgen dentro de cualquier
interacción social (y más si se trata de un grupo pequeño). Y por
lo que hace al artista mismo, surge aquí seguramente sans le
savoir un cierto tufillo totalitario, al intentar que su
individualidad e intereses quede subordinada al grupo al que
étnica o racialmente pertenece. Eso es lo que ocurrió con la
invitación que Mary Jane Jacob hizo a la artista de color Renée
Green para participar en la exhibición Culture in Action de 1992.
Sin consultar en absoluto con ésta, Jacob preparó un catálogo en
el que se insistía en el origen afro-americano de la artista y en el
supuesto interés exclusivo de ésta en conflictos urbanos inter-
raciales. Ulteriormente le prepararía un itinerario de dos días por
Chicago, en base a visitas a ghettos afro-americanos y a
entrevistas con los representantes de color de organizaciones
locales. Este abuso –por no hablar de Lecho de Procusto-, que
llevó a la cancelación por parte de Green de su intervención en el
proyecto, ha sido vigorosamente denunciado por Hal Foster: “A
menudo artista y comunidad vienen enlazados mediante una
reducción identitaria de ambos, invocando la aparente
autenticidad del uno para garantizar la de la otra, en una forma
que amenaza con colapsar la obra del nuevo arte del sitio
específico en una política de identidad tout court [...] En este
caso, el artista se ve reducido a la condición de primitivo y
convertido realmente, a su vez, en un objeto antropológico (is
primitivized, indeed anthropologized): aquí está tu comunidad,
dice en efecto la institución, encarnada en tu artista, ahora
expuesto.” (The Return of the Real. MIT 1996, p. 198). Ahora
bien, si esta manipulación es mala, la de los “artistas” que de
grado se prestan a colaborar es aún peor, convirtiendo este cruce
del public art con una vuelta kitsch del pop art en un plop art,
como se ha dicho con un bonito juego de palabras. Ello queda de
relieve en una muy edificante entrevista de Nic Paget-Clarke con
Suzanne Lacy para Motion Magazine (cf.
http://www.inmotionmagazine.com/sl1.html#Anchor-Art-20825,
y las siguientes conexiones). Se trataba de una serie de entrevistas
con los miembros de un grupo de 25 artistas participantes en un
multi-year, multi-site community art project en Whitesburg,
Kentucky, patrocinado por el American Festival Project. ¿En qué
consistiría la participación de nuestra crítico de arte y abogada?
Según sus propias palabras, se trataba de promover el “arte
colectivo” entre un grupo de estudiantes jóvenes, realizando
performances o installations a partir de la “exitosa” experiencia
(estas cosas hay que escribirlas con un solecismo) que ya había
tenido un grupo de jóvenes, alentado –faltaría más- por los
administradores del Distrito Escolar Unificado de Oakland.
Primero, quince profesores les habrían explicado el modo de usar
los media para literatura en clase. Luego, en un remake
edulcorado de Rebels without a cause, vendría la performance:
220 teenagers charlando en coches aparcados en una terraza sobre
sus vidas, enmarcadas entre el sistema público de enseñanza y su
comunidad. Estos encuentros se realizaron a lo largo de un año, y
todo ello se grabó en video, para ser pasado después, tras nuevas
intervenciones del “público-artístico”, por la televisión local. Esa
performance: The Roof is on Fire, sería pues la mejor expresión
de site-specific art. Todo, muy edificante. Con esa actividad
queda desde luego corroborado el único y verdadero site en el que
se configura la comunidad, a saber: la televisión.

¿Es ésta la comunidad que queremos? Kwon recuerda, como


antídoto, la communauté desouvrée de Jean-Luc Nancy (según la
obra homónima de 1986), reivindicando en la línea de Deleuze, el
nomadismo actual del artista, cuya valía se mide en cambio
–suprema ironía- en la ocupación de su agenda, en la
acumulación de compromisos. Como se ve, estamos en el otro
extremo del New Genre Public Art: ahora, el artista (y ser artista
es “ser llamado”: como los conferenciantes, por cierto),
empeñado en promocionar el arte del sitio específico, destruye
por dentro ese arte, al hacer las mismas intervenciones e
instalaciones en cualquier lugar, sea el que sea: ¿volvemos a
Mépolis y a los non-lieux? ¿Acaso es el artista, hoy, un mero peón
avanzado de la esquizofrenia de la aceleración dentro de un orden
tardocapitalista en expansión?

Como se ve, esta inflación planetaria del site-specific art, ya se


arrime del lado de la comunidad o del artista nómada, puede
hacer que este arte (y quizá, el arte actual, en general) muera de
éxito, bien por repetición de banalidades fundadas en un
“pensamiento único” políticamente correcto, bien por otra
repetición: la de obras fascinantes, pero distribuidas con igual
indiferencia por toda la haz de la tierra (el Museo Guggenheim de
Bilbao tiene su hermano gemelo –en una escala menor- en el
Museum of the Walker Art Centers, en Minneapolis: la clonación
de edificios y esculturas se ha anticipado a la de animales y
humanos).

¿Qué es lo que falta, en todos estos casos? Falta, a mi ver, el


ensamblaje de tierra: esa correspondencia (entre el conflicto y el
logro) que deja ver de consuno obra y entorno, artista y
comunidad: los cuatro elementos que configuran el arte del sitio
(no tengo por demás empacho en declarar al respecto la cercanía
de esta posición con la del Geviert en Heidegger: tierra, cielo,
divinos y mortales, despojada como se de todo regusto mítico).
¿Cabe encontrar, en fin, ejemplos de un ”arte del sitio” que se
adecuen mejor a esta propuesta? Desde luego que sí. Y además, a
través de una vigorosa critica interna, y más: de una
ridiculización del colosalismo tardomonumental, dejando que
surja “tierra” en la forma de “restos irreductibles”, como
acusación y a la vez remisión a lo más profundo de la condición
humana. Aduciré sólo dos ejemplos, señeros. El primero,
del artista galaico-brasileño Fernando Casás, afincado en Nigrán,
que, dentro de una imponente retrospectiva de sus obras (Círculo
de Bellas Artes, Madrid 2004), cada una de las cuales podría
constituir un hermoso exponente de “arte situado-situacional”,
presentó una suerte de cenotafio sagrado, denominado
Inconsciente (situado en efecto en los bajos de la sala de
exposiciones del Círculo: inferos del alma), como si se tratase de
una oquedad radiante rodeada de noche. He aquí un dolido y a la
vez refulgente ejemplo de recuperación noble del sentimiento de
la naturaleza, a partir de su propia podredumbre y su wrong place
en la civilización moderna. Aquí se convocan, aquí se nos
convoca a una conjunción de comunidades (una de ellas, en
peligro de extinción, y casi enteramente entregada a la
prostitución y al alcohol) en nombre de una pérdida, en medio de
la cual resplandece, como un residuo, tierra (ella no es, en
definitiva, sino la colección infinita de los residuos: naturales, y
humanos).
Inconsciente, de Fernando Casás.

El segundo procede del artista chicano neoconceptual Gabriel


Orozco, que en “obras” (o instalaciones: en este caso, las
diferencias se difuminan, aunque el valor material de la obra
sigue estando presente) como Mesa en la arena (en la popular
playa de Long Island, de Nueva York), o en la ejemplar Isla
dentro de la isla (no sin reminiscencias –que seguramente
asombrarían a Orozco- con Paul Celan): una tierna representación
con materiales de desecho, sobre un pequeño charco, de la “otra”
Nueva York, teniendo al fondo el famoso skyline.

Isla dentro de la isla

Esta imagen dual, como si el ojo estuviera estriado por el


recuerdo atroz del desarraigo del inmigrante latino y de sus
descendientes, suscita inmediatamente en el espectador el
recuerdo de la terrible deconstrucción de toda narratividad
heroica, de toda monumentalidad patria, a la vez que surge –
inoportuno revenant- tierra, con su callado mas no resignado
asentimiento al dolor, tal como se muestra también en un sobrio –
y por ello mismo- desgarrador poema de Paul Celan, titulado
Sperrtonensprache, Sperrtonnenlied (“Lenguaje del contenedor
de la basura, Canción del contenedor de la basura.”). Con él,
Celan (como ahora Casás, u Orozco) ha puesto en su sitio a la
civilización occidental. La nuestra:

Die Dampfwalze wummert


die zweite
Ilias
ins aufgerissene
Pflaster,

Sandgesäumt
staunen die alten
Bilder sich nach, in die Gosse,

Ölig verbluten die Krieger


in Silberpfützen, am Strassen-
rand, tuckernd,

Troja, das staubbekrönte,


sieht ein.

(Sordamente hace resonar la apisonadora


la segunda
Ilíada
en el rajado
pavimento,

orladas de arena
se miran, asombradas, las
viejas imágenes, camino de la alcantarilla,

aceitosos se desangran los guerreros


en charcos de plata, al borde
de la calle, tonantes,

Troya, la coronada de polvo,


comprende.)

(Gesammelte Werke. Suhrkamp. Frankfurt/M. 19922; 2, 314).

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