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Cuarenta días y cuarenta noches.

20 de marzo del 2020


I.
Eran las ocho menos cuarto. El centro de la ciudad bien podría ser una
suerte de naturaleza muerta, a no ser porque dentro de las viviendas
cientos de manos anónimas aplaudían o golpeaban ollas y sartenes
junto a las ventanas. No era difícil suponer que esas mismas manos,
que durante el día evitaban una caricia o incluso un saludo, se agitaran
distantes aunque extrañamente unidas. Lo cual me hizo recordar que
durante el día no deje de pensar en lo emocionante que me resultaba
tomar la mano de alguien cuando quería bailar con ella, especialmente
cuando se trataba de alguien que me gustaba. Desafortunadamente
para mí esa emoción se fue disipando con el paso de los 90s y la llegada
del grunge. Fue tan pronto el paso de la guerra de minitecas a MTv. Hoy
quisiera haber bailado con más chicas, sentir su cuerpo cerca, oler ese
dulce pelo.
Siempre me imagine el apocalipsis con un poco más de llamas cayendo
del cielo. Aunque nunca hay que perderle la fe al napalm. Hoy la muerte
me parece menos ostentosa, se asemeja más a una bella lluvia de otoño
que se vierte sigilosamente por los canales de agua de las azoteas,
chorreando las rojas tejas de las casas, llenando los tanques de Eternit
con sus pequeños ángeles del juicio final. Diminutos sicarios acechando
en el borde de los vasos, en la orilla de las puertas, aguardando hacer
una efectiva carrera desde las manos hasta la yugular y sin cuchillo. Lo
cierto es que la lluvia nunca viene sola y el viento todo se lo lleva.
A las ocho en punto, luego de varios minutos esta ciudad de “intocables”
seguía unida en un franco aplauso espectral que no permitía distinguir
con claridad si se celebraba la dócil pero claramente condicionada
decisión de auto confinamiento, o seguramente alzaba un cacerolazo,
de esos que no se convocan por las entramadas redes de la
manipulación y claman porque esta noche no hubo con que cenar. En
mi play list estaba sonando “Windows” de Chick Corea ¡qué casualidad!
21 de marzo del 2020
II.
Aún recuerdo el atardecer de ayer. El parque aún se encontraba lleno
de personas, muchos de ellos vendedores ambulantes, esperando
hacer sus últimas ventas sin mayor suerte. Las chamas que ofrecían su
amor con afán no tuvieron una fortuna distinta, aparte de las piedritas
marcadas en sus nalgas de aguardar en el andén. Dos niñas hacían
volteretas como si se tratase de nado sincronizado. Este fue el último
aliento de algarabía citadina, la última gota de poesía cotidiana.
A la mañana siguiente el silencio era abrumador, solo un pequeño grupo
de personas que desde el amanecer limpiaban minuciosamente el
parque, banca por banca, baldosa tras baldosa, hoja por hoja. Luego de
eso nada, ni el más mínimo sonido.
Después llegaron las aves. Cientos de ellas. El lugar era suyo por fin.
Cielo y tierra. Al entrar al parque solo se escuchaba el cuchicheo de las
palomas como un escándalo, parecían conversar entre ellas como
cuando se reúne una familia numerosa y todos hablan al mismo tiempo.
Alguna decía, “vamos a aquel árbol” y al unísono una masa emplumada
se desplazaba, otra de repente no se sentía conforme en aquel lugar y
alzaba vuelo al campanario de la catedral seguida de sus cofrades y,
entre su ir y venir, surgió paulatinamente el canto de las mirlas y los
azulejos, luego se unieron a su orquestado viaje los cucaracheros y los
petirrojos. Cada uno en su idioma se trasladaba de algún balcón a una
rama, desde una señal de tránsito hacia el horizonte cada vez más rojo
de este pedazo de cordillera.
Son las ocho en punto. Esta vez los aplausos y los cacerolazos hicieron
sentir una aparente voz de resistencia, aunque nadie sabe realmente
qué es lo que resiste. La tierra también dio señales. Hizo sentir que es
una vida inteligente. También resiste. Aunque nada de esto sea su
responsabilidad, la naturaleza no opera militarmente.
23 de marzo del 2020
III.
«Somos demasiados —pensó—. Somos
miles de millones, es excesivo. Nadie
conoce a nadie. Llegan unos desconocidos
y te violan, llegan unos desconocidos y te
desgarran el corazón. Llegan unos
desconocidos y se llevan la sangre.
¡Válgame Dios! ¿Quiénes son esos
hombres? ¡Jamás les había visto!»
Ray Bradbury

¿Cuántas veces se pronunciara esa dichosa palabra en una fracción de


segundo, cuantas veces se enunciara a lo largo y ancho de este mundo
cuadrado y plano? La gran esfera celeste se hizo cuadrada y plana
desde hace mucho, sin embargo, esa pantallita mágica cada vez más
pequeña, esa ventanita cuadrada y plana hace evidente sin reclamo
alguno el pronunciamiento de su única y exclusiva voz: ¡Back to the
Führer! Todas las demás ventanas en el horizonte, más allá incluso de
mi propia ventana, son una réplica del infinito universo de esferas
inertes, una cósmica desolación. Baudelaire ha muerto, en esa oquedad
radiante o sombría, la vida no sueña, no sufre, no vive. Dentro de ellas,
aplauden cuando se les ordena, se paran y se sientan como animales
de circo, pero no dan señales de vida, no existe el pensamiento, no hay
voz. Ahora los filósofos son influencers.
¿Cómo defenderán las cacerolas vacías los vicios de la representación
política?, ¿podrá el eco de las cucharas de palo frenar los intereses del
capital? ¿Apaciguaran el hambre cuando no haya que comer y lleguen
las asonadas hasta sus casas? ¿Hervirán el agua cuando toda ella este
infectada y estemos luchando en las ciudades con toda clase de
alimañas callejeras? ¿Qué sucederá con los páramos? “No puede
existir representación en lugar del pueblo, la representación es un
fraude”, sin embargo, ¿qué clase de pueblo vendrá después? No se
puede seguir llamando política y democracia a algo que ha dejado de
serlo. ¡Odio las ocho de la noche!
Hoy mi familia jugo al “parchis” mientras yo pintaba a Jonny Ramone,
se reían a carcajadas mientras se “traicionaban” entre sí a lo largo de
los distintos lances. Había una suerte de liberación al “matar” al padre y
“ahogar” a la madre.

25 de marzo del 2020


IV.
Estamos a semanas de la pobreza, quizá días. La gente avanza por las
calles desoladas con los rostros cubiertos, siempre con un gesto
temeroso que mira hacia atrás. Una sombra los persigue, un peligro
inminente, inevitable. Hace unos días le sugerí a mi hermana que nos
aprovisionáramos antes de que pasara el simulacro. Ella consideraba
que era mejor ir gastando lo que aun teníamos en las alacenas, sin
embargo, algo en mi me decía que el primer síntoma de esta guerra de
desigualdades se vería justo al día siguiente.
Pese a las advertencias, multitudes se abalanzaron no solo a buscar
suministros, también sus propias vanidades, el riesgo de contagio fue el
telón de fondo. Los primeros saqueos y atracos no se hicieron esperar
y la consecuente militarización de las ciudades era una medida
previsible y evidente. Todos los gobiernos lo sabían. Ya estaba
sucediendo en otros países. Pese a ello pareciera que nadie
sospechara nada. Nada de lo que sucede opera de manera natural, no
es la naturaleza un Dios vengativo como algunos pretenden hacer creer.
Se trata de algo claramente orquestado, una serie de movimientos
planificados que forzaran la exposición a la contaminación y a la muerte,
para posteriormente colocar al servicio del capital la mano dura de los
Estados.
No quiero ni pensar en los falsos positivos, en los líderes sociales, los
indígenas, los de siempre, históricamente los de siempre. En tiempos
de crisis se efectuaran políticas que se argumentaran como forzosas,
pero en realidad terminaran por descalabrar a las personas. Legitimaran
la tortura, validaran el genocidio, abrirán la puerta a las invasiones y los
saqueos. Nada de esto es nuevo.
Luego de adorar a su becerro de oro, el pueblo judío inicio un falso
peregrinaje de reconciliación divina a lo largo de cuarenta días y
cuarenta noches. Pasado este tiempo pretendieron elevar en ellos
mismos su posición espiritual con el fin de nuevamente estar
preparados para una relación con la divinidad. Nunca dejaron de adorar
su becerro.

Laurentino J. López P.

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