Segú n san Pablo, la alegría es la característica del cristiano. No olvide cuá nto le gustaba exhortar a los cristianos diciéndoles: «Alegraos siempre en el Señ or; os lo repito, alegraos. Que vuestra comprensió n sea patente a todos los hombres […]. No os preocupéis por nada; al contrario: en toda oració n y sú plica, presentad a Dios vuestras peticiones» (Flp 4, 4-6). Sin oració n no hay verdadera alegría. San Pablo exclamaba también: «Con tal de que en cualquier caso se anuncie a Cristo, yo con eso me alegro; aú n má s, me seguiré alegrando, pues sé que me aprovecha para la salvació n, gracias a vuestras oraciones» (Flp 1, 18-19). La oració n es la fuente de nuestra alegría y de nuestra serenidad, porque nos une a Dios, nuestra fuerza. Un hombre triste no es discípulo de Cristo. Quien cuenta exclusivamente con sus propias fuerzas se entristece cuando estas declinan. Por el contrario, el hombre que cree no puede estar triste, porque su alegría procede ú nicamente de Dios. Pero la alegría espiritual depende de la cruz. Cuando empezamos a olvidarnos de nosotros mismos por amor a Dios, le encontramos a É l, al menos oscuramente. Y, si Dios es nuestra alegría, esta es proporcional a nuestra abnegació n y a nuestra unió n con É l. Jesú s mismo nos invita a una vida llena de generosidad, de entrega, pero también de alegría. El papa Francisco habla mucho de la sencilla felicidad del Evangelio. En su exhortació n apostó lica Evangelii gaudium, la alegría del Evangelio, escribe: «Con Jesucristo siempre nace y renace la alegría». El Santo Padre enseñ a claramente que debemos orar a diario para no perder esa dulce plenitud. Hay muchas llamadas del mundo que ponen a prueba la alegría cristiana. E incluso se puede decir que los placeres mundanos no pueden comprender la alegría cristiana. Hay que seguir con alegría a Cristo en cualquier circunstancia. La batalla es dura, porque no faltan las penas. La sonrisa no es espontá nea cuando nos enfrentamos al sufrimiento y a la decepció n. Si Dios nos posee de verdad, si Cristo está en nosotros, la alegría regresa siempre. De hecho, la alegría no se controla: brota espontá neamente de una fuente interior que es Dios. Su amor lleva siempre consigo la verdadera felicidad. Por eso, la gente de los países ricos que ha abandonado a Dios está siempre triste, mientras que las naciones pobres y creyentes resplandecen de auténtica alegría: no tienen nada, pero Dios es una luz constante porque habita en sus corazones. Yo mismo pude constatarlo una vez má s durante mi viaje a Filipinas con el Papa en enero de 2015.