Jesucristo es la expresión máxima de la gracia de Dios, es el gozo de
Dios para la humanidad. El Señor Jesús le daba permiso a la gente para celebrar la vida, a diferencia de los que le rodeaban, hombres doctos en las letras de la ley, religiosos, profesionales en la aplicación de las reglas, piadosos por fuera pero asesinos espirituales por dentro.
Una pregunta interesante sería: ¿Qué había en el Señor que no
permitió que nada de esto le contaminara? Él estaba tan lleno de gracia y de verdad que no tenía un lugar vacío para el veneno del legalismo. Juan, uno de los doce discípulos capturó en cinco versos la esencia de lo que hacía al Señor tan atractivo y diferente a los demás líderes religiosos de su época:
«Y aquel Verbo fue hecho carne, y habitó entre nosotros (y vimos su
gloria, gloria como del unigénito del Padre), lleno de gracia y de verdad. Juan dio testimonio de él, y clamó diciendo: Este es de quien yo decía: El que viene después de mí, es antes de mí; porque era primero que yo. Porque de su plenitud tomamos todos, y gracia sobre gracia. Pues la ley por medio de Moisés fue dada, pero la gracia y la verdad vinieron por medio de Jesucristo. A Dios nadie le vio jamás; el unigénito Hijo, que está en el seno del Padre, él le ha dado a conocer» (Juan 1:14-18).
El cristiano no es atractivo por su sistema religioso ni por su rigidez
espiritual, sino por la cantidad de gracia que permita que emane de él por causa de que mantiene una relación viva con el Cristo resucitado. Cristo representa la imagen misma de la presencia del Dios. Él se caracterizaba porque estaba lleno de gracia y de verdad. Su gloria estaba mezclada con la gracia y la verdad, que lo distinguía de un mundo de tinieblas y demandas, de reglas y reglamentaciones, de requisitos y expectativas demandadas por los líderes religiosos de aquel tiempo.