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Vivimos en una época apasionada por la totalidad. Por encima de las divisiones
intelectuales y los compartimentos estancos que separan las diferentes ciencias existe un
deseo de captar la realidad viva, cambiante, entera. Este deseo de unidad que nos
envuelve nos puede hacer soñar en el descubrimiento de una ciencia única, con todo lo
que esto supondría de amenaza a la integridad y a las adquisiciones de nuestro esfuerzo
científico. Esto no impide que este sueño encierre y exprese una verdad muy profunda:
la realidad es una, la verdad es una, al igual que el hombre que piensa y siente. Cada
hombre, y la humanidad entera a través de la historia, tiene el deber intelectual, moral y
religioso de elaborar una visión coherente y totalitaria de la realidad.
Esta visión unitaria e integradora no puede ser el objeto de una sola ciencia. Abarca
todo el hombre. Se trata de adoptar una postura existencial y personal capaz de integrar
los diferentes elementos de cada ciencia. Esta posición en último término encierra un
acto de humilde sumisión a la realidad en toda su amplitud y profundidad.
Aunque se piense lo contrario en ciertos ambientes, podemos decir que esta búsqueda
angustiosa de la unidad del saber afecta, ante todo, al creye nte. No al que tiene la fe
como una excusa confortable para no pensar, sino al verdadero creyente que, como
Jacob, lucha con su Dios. Esta es una de las principales razones que nos han impelido a
buscar las implicaciones en el plano humano del misterio divino de la gracia.
En la primera parte exponemos las nociones esenciales sobre la naturaleza del hombre y
su libertad. En la segunda presentamos una descripción teológica del pecado y de la
gracia. Finalmente, en la tercera, estudiamos las posibilidades y los límites de una
psicología de la gracia.
NATURALEZA Y LIBERTAD
Por otra parte el alma no es el cuerpo. Alma y cuerpo son como dos polos de un campo
magnético único cuyas líneas de fuerza se cruzan y entrecruzan continuamente. Es
imposible intentar distinguir entre actos que pertenecen única y exclusivamente al alma
o al cuerpo.
No es que pretendamos presentar cuerpo y alma como dos fuerzas opuestas, pero
prácticamente equivalentes, diferentes pero complementarias. En nuestro punto de vista,
dentro de esta unidad profunda, el espíritu tiene una iniciativa indiscutible. La imagen
de Dios, que por su acto creador nos ha grabado en nuestro ser entero, está más
profundamente impresa en el centro espiritual de nuestro ser, este centro de densidad
personal, donde somos más nosotros mismos. Es a partir de este centro de densidad
existencial desde donde los rasgos de la imagen divina se difunden a través de todos los
niveles de mi existencia, desde los más profundos hasta los más periféricos.
Es en este punto donde una teología de la creación y de la imagen divina y una sana
filosofía personalista deben completar, corregir y matizar lo que hay de imprecisión en
las conclusiones, por otra parte justas, de la psicología.
Dios es amor. La imagen de Dios en nosotros será, pues, también amor, fuerza de amor
de Dios, de los demás y de mí mismo en Dios. Esta fuerza fundamental de amor
constituye mi persona. Soy persona porque soy espíritu. Y porque soy espíritu, soy
libertad y amor. La libertad, antes de ser elección y libre arbitrio, es el poder de una
persona de darse a otra.
Hay ciertamente en nosotros una doble libertad. Está la libertad que conocemos por
experiencia, que llamamos corrientemente libre arbitrio. Pero existe también en
nosotros una libertad fundamental de opción existencial y totalizante.
Conocemos por experiencia el libre arbitrio, esta libertad ponla cual el hombre puede en
cierto modo ordenar su vida. Es la libertad en el sentido común de la palabra: la
posibilidad de elección. Los niños -y al parecer también los animales- desde muy pronto
la poseen.
Para que sea verdaderamente humana debe estar sostenida y dirigida por algo más
profundo, por una opción fundamental en la que yo me expreso enteramente con todo lo
que yo quiero ser en este mundo y delante de Dios. La variedad de pequeñas elecciones
cotidianas es absurda -casi inhumana- sin una orientación totalizante, profunda, estable
y espontánea de mi vida, de todo mi yo delante de la realidad qué yo acepto o rechazo.
PIERRE FRANSEN, S.I.
Hay, por tanto, una interacción continua entre los actos particulares perceptibles y
conscientes de cada instante y la opción fundamental, obscuramente consciente,
ejercitada y vivida en cada acto particular. La opción esencial es, pues, como el alma de
nuestros actos cotidianos. Sin éstos la opción no existe. Resumiendo: es en, por y a
través de los actos cotidianos cómo se expresa mi opción fundamental, mi libertad
esencial de persona, y de esta manera se forma y determina cada vez más y va
apareciendo ante mis ojos con claridad.
La historia de una vocación nos proporciona una excelente ilustración de esta verdad.
Partimos de una opción fundamental madurada lentamente en la juventud. Esta opción
condiciona todos mis actos concretos que a la vez van desarrollando y madurando mi
opción, hasta llegar al instante en que sentimos la vocación de una manera imperiosa y
determinante.
Por otra parte es completamente inútil llenar el corazón y la cabeza de los jóvenes de
magníficas ideas, de nobles y sublimes aspiraciones. Mientras no hayan aprendido a
traducir pacientemente y con perseverancia estas aspiraciones etéreas en actos humildes
de entrega, servicio, trabajo, nuestra educación no les dejará más que un vago, efímero e
incluso peligroso entusiasmo.
Esta verdad contribuye a solucionar numerosos problemas modernos. Así, por ejemplo,
el éxito de un matrimonio no depende tanto de una cierta técnica, exterior y
deshumanizada, de la vida sexual, como de este arte supremo con el que se logra unir en
una sola vida el respeto y amor mutuo con las múltiples y monótonas obligaciones de
una vida compartida.
El secreto de nuestra vida reside en la unión entre la aspiración profunda y las múltiples
ocupaciones. Así está hecho el hombre y sólo puede realizarse como tal si se toma como
es: espíritu y materia, espíritu vivo, actuante en y por el cuerpo, materia con
transparencia de espíritu incluso en los más humildes gestos de nuestra vida.
PIERRE FRANSEN, S.I.
En lo expuesto hasta ahora para establecer con claridad lo esencial, hemos tenido que
simplificar el problema. El hombre es espíritu y persona en el mundo material y
temporal. Nuestra opción fundamental no puede emerger a la superficie de nuestra
actividad si no es a través de un largo proceso de maduración en el tiempo. Tampoco se
puede encarnar en una serie de actos concretos si no es atravesando una espesa capa de
humanidad, donde el hombre no es el único en cargar con la responsabilidad de su vida.
Analicemos estos dos elementos condicionantes de nuestra opción.
Para actuar necesita razonar, lo que implica una inteligencia recibida al nacer y formada
en un ambiente familiar, escolar, cultural. Necesita querer, fuerza de carácter,
estabilidad de intenciones, y valor en las dificultades. Todo esto no depende únicamente
de su libertad.
Conclusión
El hombre ha sido colocado por Dios en una situación llena de determinismos que
superan su iniciativa personal. Estos influjos extraños no le pueden elevar hasta un nivel
de verdadera vida humana si no posee, en lo más profundo de sí mismo, una fuente de
vida divina, una fuerza de acción, un poder creador y fundamental de amor. En la
profundidad de sí mismo, el hombre reposa en las manos de Dios y Dios le sostiene en
la existenc ia. En esta profundidad se encuentra lo que la Sagrada Escritura llama
"corazón" del hombre, el centro de toda su actividad.
TEOLOGIA DE LA GRACIA
La opción se halla ante una alternativa esencial. Es conocida la frase lapidaria de san
Agustín: "Sólo hay en nosotros dos amores posibles. El amor de Dios hasta el olvido de
sí, o bien el amor de sí mismo hasta el olvido y la negación de Dios". En el plano de la
opción fundamental Agustín no podía expresarse de una manera más exacta.. Sólo
existe una alternativa posible: el amor de Dios a través del amor a los demás, o bien el
amor a sí mismo, el replegarse voluntariamente. en sí mismo bajo las formas de la
vanidad, egoísmo, orgullo, o bajo la forma de una atrofia espiritual que hace instalarnos
en el peque ño mundo de nuestra imaginación o del confort burgués. Este amor a sí
mismo es el pecado, el único mal definitivo del hombre.
Conviene insistir aquí que en todo pecado encontraremos siempre un fondo de orgullo o
al menos de egoísmo mezquino. Es evidente que el pecado sexual -por el que algunos
educadores tienen una preocupación obsesiva- es un pecado y un pecado grave, pero es
grave ante todo por una razón espiritual, porque para muchos hombres es la ocasión más
fuerte para encarnar y actualizar su egoísmo más profundo.
Esta precisión nos permitirá determinar con más exactitud la naturaleza de la malicia
que todos hemos heredado. No vamos a exponer aquí una teología del pecado original.
Creo, con todo, que a menudo se ha exagerado insistiendo en el aspecto sexual de la
concupiscencia, o colocando las consecuencias del pecado original en el desequilibrio
entre las tendencias del alma y del cuerpo. Explicaciones insuficientes.
Hay algo más hondo y esencial que esto. La semilla de iniquidad que infecta nuestra
vida posee, como todo en el hombre, una raíz espiritual. Por el pecado original se
instala en el hombre un profundo individualismo que le hace acaparar todo lo que cae en
sus manos para sus fines mezquinos e inmediatos. Porque mi espíritu está "replegado en
sí", mis instintos sexuales tienen tanta fuerza en mi vida; y también por esta razón las
aspiraciones de mi cuerpo y de mi alma se hallan en un equilibrio inestable.
De aquí que el papel del educador consistirá en crear un clima de entrega, de servicio,
de olvido de sí mismo, es decir, de interés por los demás. Todo lo que arranca al niño y
al hombre de sí mismo, abriéndole a la realidad, a la naturaleza, a los demás, posee una
real significación religiosa. Se debe salvar al hombre, extraerlo dulce y diestramente del
cerco en que lo retienen la dureza y la maldad de los adultos y sus propias tendencias
pecadoras.
PIERRE FRANSEN, S.I.
La gracia es ante todo amor. También es san Agustín quien ha dado esta afortunada
definición de la gracia: "Porque me habéis amado primero, Señor, me habéis hecho
amable". Y esto en el doble sentido de "digno de amor" y "capaz de amor". En estas
palabras se encuentra resumido todo el misterio de la gracia divina. Tratándose de la
gracia, Dios es quien comienza, Dios quien obra, Dios quien termina. Esta primacía
divina de la gracia a menudo es olvidada por nuestro semipelagianismo occidental.
Nada hay tan límpido como esta visión de nuestra fe. Nacemos pecadores, o más
exactamente en estado de perdición, de alejamiento y de soledad, con un gusto especial
hacia nuestro yo, que es la consecuencia inmediata. Nos afirmamos más como
pecadores cada vez que actualizamos nuestro egoísmo de base. Solamente la gracia de
Cristo puede salvarnos de nosotros mismos y así volvernos a nosotros mismos. La
gracia de Cristo es la que restaura en nosotros la libertad de la que hablábamos en la
primera parte.
Es importante ver cómo la vida divina obra en nosotros. Esta alcanza, el corazón de
nuestro ser libre, allí donde nuestra existencia fluye de las manos creadoras de Dios.
El amor divino me alcanza como una llamada de Dios, una exigencia desde arriba, que
va penetrando en mi ser y me invita y me atrae a la aceptación total y amorosa de Dios
en la fe, la esperanza y la caridad. La gracia es una realidad que impregna el centro
PIERRE FRANSEN, S.I.
PSICOLOGIA DE LA GRACIA
A primera vista parece que toda psicología de la gracia es imposible. La gracia es una
participación de la vida divina en nosotros. Y Dios no se deja experimentar. A la opción
fundamental de la gracia la llamábamos sobrenatural por su origen divino y por su
objeto, que es Dios. Estos dos aspectos de nuestro compromiso sobrenatural también
escapan necesariamente a nuestra experiencia psicológica.
Por otra parte, al estudiar el influjo divino en nosotros vemos cómo éste no penetra en
nuestro interior como una fuerza extraña e irresistible que interrumpa el proceso de
nuestra libertad. Nadie como Dios muestra un respeto tan grande por nuestra libertad.
Nuestra libertad no es más que la huella de Su libertad eterna, la imagen en nosotros de
su Amor. Es "desde el interior" como Dios actúa sobre nuestra libertad. Así este influjo
divino nos lleva libremente "del interior hacia el exterior" de nosotros mismos. De esta
manera se adapta perfectamente al desarrollo de nuestra espontaneidad libre.
Nuestra psicología concreta es ciertamente muy compleja. Todos los que tienen cierta
experie ncia del examen de conciencia saben que en la práctica es muy difícil descubrir,
bajo el camuflaje de las "buenas razones", la "verdadera razón" que nos ha decidido a
obrar. El único motivo, que moral y definitivamente nos compromete, es el de nuestra
opción fundamental. Pero ya hemos visto cómo esta opción, por realizarse en las
profundidades de nuestro ser, no es nunca consciente. Por esto será imposible reconocer
los elementos que se refieren directamente a nuestra opción fundamental sobrenatural.
nuestra sola fe. Nosotros deberíamos actuar, en este caso, por una especie de
subconsciente, o de supraconsciente, que ningún análisis psicológico podría descubrir.
No estamos de ningún modo de acuerdo con esta posición, muy extendida durante los
últimos siglos en los tratados de teología sobre la gracia. La experiencia humana y
cristiana parece, sin embargo, darles la razón. La gracia no cambia las leyes físicas,
históricas, sociales, psicológicas y biológicas. El hecho de estar en gracia no influye en
mi ruina si soy imprudente en los negocios, o en mi muerte si sufro un accidente.
El mundo permanece tal como era antes de la venida de Cristo, antes de mi bautismo. Y
tal como está es el resultado de nuestro pecado. Cristo descendió sobre esta tierra, la
nuestra. Entró en este estado de perdición y cargó con todas sus consecuencias, excepto
el pecado. No cambió nuestra tierra, pero le sacó el veneno, la solidaridad en el mal, el
gusto por el pecado. En este mundo de orgullo y desobediencia a Dios, se hizo el Siervo
de Yahvé, el Hijo Obediente. Y nos mereció la gracia de la salvación con Él, por Él y en
Él.
Para nosotros también el mundo permanece inmutable. Pero debemos también, bajo la
acción de Su Espíritu, quitarle la semilla del pecado con nuestra obediencia en la fe y en
la caridad.
Por esto el mundo tiene sus leyes propias. Estas leyes dejan a sus ciencias la autonomía
a que tienen derecho, no absoluta -propia sólo de una ciencia única-, pero sí una
autonomía entera en su terreno. Circunscrita por su objeto y por su método.
Podemos ir más lejos. Un hombre puede, aun sufriendo una debilidad mental, un
desequilibrio efectivo, ser llamado a la santidad. La santidad no es otra cosa que la
aceptación total, como y con Cristo, de la situación en la cual la Providencia nos quiere
actualmente.
Es cierto, y lo repetimos otra vez, que la gracia nos da una exigencia de moralidad. No
es inútil insistir en ello. Pues existe hoy día toda una corriente que tiende a hacer olvidar
la importancia primordial de la exigencia de moralidad. No basta estar ordenado
"ontológicamente" sacerdote de Dios, para encontrarse automáticamente elevado a un
estado de santidad institucional, que nos dispense de todo esfuerzo moral y ascético. Y
algunos psicólogos se equivocan creyendo que la predicación sana de grandes verdades
de nuestra fe -pecado, infierno, muerte- engendran normalmente complejos. Ya es hora
de dar a nuestra educación, a la formación de los cristianos, religiosos y sacerdotes una
tonalidad más viril, que nos libere de sentimentalismos religiosos y sobre todo de la
insensata fobia de los complejos, que sin duda es el mayor complejo de nuestra época.
Con todo, nosotros nos inclinamos francamente por la doctrina antigua: de los Santos
Padres, de san Agustín sobre todo, de la preescolástica y de los grandes teólogos del
siglo XIII. Aceptamos sin dudar la tesis llamada tomista, según la cual existe una
psicología de la gracia. Las razones se encuentran en toda nuestra exposición anterior.
En el terreno de los conceptos claros y distintos los suarecianos tienen razón. Nuestro
compromiso vital no puede ser inmediata y completamente puesto en claro. Existen en
el hombre muchas percepciones, conocimientos y certezas que no aparecen a la luz de
nuestra razón más que después de una larga deducción. Pero son tanto más reales cuanto
vividas y practicadas en nuestra actividad existencial.
Existirá siempre un margen entre la captación vital de Dios, como el fin sobrenatural y
total de mi vida, y la conciencia clara que yo poseo de ello. La certeza nocional basta
mientras yo considero el exterior como "cosas" útiles o peligrosas. Pero desde que uno
se eleva al orden personal, desde que el "yo" encuentra al "tú", es necesario trascender
este primer orden de certeza objetiva, para penetrar en el terreno de la fe y del amor, de
la intuición vital, del impulso amoroso hacia la persona amada.
La psicología es, ante todo, una ciencia de observación. Debe observar, constatar,
describir la experiencia individual o colectiva. Aquí se abre para el psicólogo un amplio
campo de estudio.
PIERRE FRANSEN, S.I.
Existen también los momentos de vida religiosa intensa o prolongada, que nos impulsan
a una simplificación de nuestros gestos, actitudes y palabras. Son los momentos de la
prueba dura o de la gran consolación, en la historia de una vocación o en la historia de
un gran amor.
A estos temas centrales podríamos añadir toda una serie de temas conexos que pueden
ser muy útiles. En primer lugar, la expresión religiosa artística. Muchas veces abordan
temas religiosos artistas no creyentes. Y su intuición y expresión superan a veces
incluso las de los santos.
Psicología y fenomenología
Y sin embargo, este sentimiento está acompañado de una alegría profunda, de una
plenitud inexpresable. En los momentos más difíciles esta paz, esta dulzura íntima no
nos abandona nunca. Es la dulzura que nos acerca también a los demás: no podemos
guardarla celosamente para nosotros solos. Es preciso que nuestros hermanos la
conozcan y la compartan.
No hay nada peor en la vida de gracia que la histeria o paranoia bajo apariencia
religiosa. Por otra parte, nada atrae tanto a los espíritus enfermos como los misterios de
nuestra fe. Esta enfermedad oculta, que además es muy contagiosa, es uno de los
grandes inconvenientes para el desarrollo de la vida de gracia. Falsea su maduración y
crea ilusiones y engaños. Una inquietud incesante mueve a estos espíritus a continuas
reformas que, apenas esbozadas, deben ceder paso a otras manifestaciones siempre
sorprendentes.
posibilidades y sus límites. Creemos que el psicólogo cristiano tiene una misión especial
en este mundo: colaborar en la elaboración de un humanismo cristiano más apto por ser
más universal, tanto en profundidad como en extensión. El humanismo no es la gracia.
Pero la Iglesia ha creído siempre que éste era indispensable para el desarrollo normal de
esta vida interior y divina en la ciudad terrestre, bosquejo de la Ciudad Futura.