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PIERRE FRANSEN, S.I.

PARA UNA PSICOLOGÍA DE LA GRACIA


Partiendo de una concepción existencial, personalista y dialéctica del hombre, estudia
las posibilidades y los límites de una psicología de la gracia. La utilidad del trabajo es
múltiple ya que, por su carácter práctico, proporciona un enriquecimiento y una
ilustración concreta a las tesis dogmáticas y teológicas formuladas en lenguaje
abstracto. Por otra parte define claramente el papel propio de la psicología en la
teología de la gracia. Pour une psychologie de la gräce divine, Lumen vital, 12 (1957)
209-240

Vivimos en una época apasionada por la totalidad. Por encima de las divisiones
intelectuales y los compartimentos estancos que separan las diferentes ciencias existe un
deseo de captar la realidad viva, cambiante, entera. Este deseo de unidad que nos
envuelve nos puede hacer soñar en el descubrimiento de una ciencia única, con todo lo
que esto supondría de amenaza a la integridad y a las adquisiciones de nuestro esfuerzo
científico. Esto no impide que este sueño encierre y exprese una verdad muy profunda:
la realidad es una, la verdad es una, al igual que el hombre que piensa y siente. Cada
hombre, y la humanidad entera a través de la historia, tiene el deber intelectual, moral y
religioso de elaborar una visión coherente y totalitaria de la realidad.

Esta visión unitaria e integradora no puede ser el objeto de una sola ciencia. Abarca
todo el hombre. Se trata de adoptar una postura existencial y personal capaz de integrar
los diferentes elementos de cada ciencia. Esta posición en último término encierra un
acto de humilde sumisión a la realidad en toda su amplitud y profundidad.

Aunque se piense lo contrario en ciertos ambientes, podemos decir que esta búsqueda
angustiosa de la unidad del saber afecta, ante todo, al creye nte. No al que tiene la fe
como una excusa confortable para no pensar, sino al verdadero creyente que, como
Jacob, lucha con su Dios. Esta es una de las principales razones que nos han impelido a
buscar las implicaciones en el plano humano del misterio divino de la gracia.

En este artículo nos fijamos ante todo en la psicología de la gracia. Y la esbozamos


deliberadamente como una psicología cristiana y creyente. La completamos con una
filosofía profundamente personalista, inspirada en los estudios de Karl Rahner, y con la
antropología dialéctica y mística de Jean Ruusbroec.

En la primera parte exponemos las nociones esenciales sobre la naturaleza del hombre y
su libertad. En la segunda presentamos una descripción teológica del pecado y de la
gracia. Finalmente, en la tercera, estudiamos las posibilidades y los límites de una
psicología de la gracia.

NATURALEZA Y LIBERTAD

Unidad del hombre y primacía del espíritu

El hombre no es un alma perdida, como olvidada, en un cuerpo, ni un espíritu


encarcelado en una materia extraña y hostil a sus más altas aspiraciones. Estos son los
errores gnósticos, platónicos y maniqueos que aún no están totalmente superados. El
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hombre es intrínsecamente uno: un cuerpo espiritualizado o, más correctamente, una


persona corporal.

Por otra parte el alma no es el cuerpo. Alma y cuerpo son como dos polos de un campo
magnético único cuyas líneas de fuerza se cruzan y entrecruzan continuamente. Es
imposible intentar distinguir entre actos que pertenecen única y exclusivamente al alma
o al cuerpo.

No es que pretendamos presentar cuerpo y alma como dos fuerzas opuestas, pero
prácticamente equivalentes, diferentes pero complementarias. En nuestro punto de vista,
dentro de esta unidad profunda, el espíritu tiene una iniciativa indiscutible. La imagen
de Dios, que por su acto creador nos ha grabado en nuestro ser entero, está más
profundamente impresa en el centro espiritual de nuestro ser, este centro de densidad
personal, donde somos más nosotros mismos. Es a partir de este centro de densidad
existencial desde donde los rasgos de la imagen divina se difunden a través de todos los
niveles de mi existencia, desde los más profundos hasta los más periféricos.

Es en este punto donde una teología de la creación y de la imagen divina y una sana
filosofía personalista deben completar, corregir y matizar lo que hay de imprecisión en
las conclusiones, por otra parte justas, de la psicología.

Una doble libertad

Dios es amor. La imagen de Dios en nosotros será, pues, también amor, fuerza de amor
de Dios, de los demás y de mí mismo en Dios. Esta fuerza fundamental de amor
constituye mi persona. Soy persona porque soy espíritu. Y porque soy espíritu, soy
libertad y amor. La libertad, antes de ser elección y libre arbitrio, es el poder de una
persona de darse a otra.

Hay ciertamente en nosotros una doble libertad. Está la libertad que conocemos por
experiencia, que llamamos corrientemente libre arbitrio. Pero existe también en
nosotros una libertad fundamental de opción existencial y totalizante.

Esta distinc ión es muy importante para comprender el comportamiento humano en


general, y sobre todo para comprender cómo tiene lugar en nosotros la incidencia de la
gracia divina.

Conocemos por experiencia el libre arbitrio, esta libertad ponla cual el hombre puede en
cierto modo ordenar su vida. Es la libertad en el sentido común de la palabra: la
posibilidad de elección. Los niños -y al parecer también los animales- desde muy pronto
la poseen.

Para que sea verdaderamente humana debe estar sostenida y dirigida por algo más
profundo, por una opción fundamental en la que yo me expreso enteramente con todo lo
que yo quiero ser en este mundo y delante de Dios. La variedad de pequeñas elecciones
cotidianas es absurda -casi inhumana- sin una orientación totalizante, profunda, estable
y espontánea de mi vida, de todo mi yo delante de la realidad qué yo acepto o rechazo.
PIERRE FRANSEN, S.I.

Unidad de estas dos formas de libertad

Notemos que estas dos formas de libertad no existen separadamente. La opción


fundamental no es un acto particular más importante que los otros, que se sobreañade o
que precede a las elecciones más especializadas de tales acciones concretas.

Esta opción fundamental, este compromiso existencial y total es imposible en sí mismo,


si no se actualiza al mismo tiempo en una serie de actos particularizados que forman la
trama invisible de nuestras vidas. No es un acto concreto, es una orientación libremente
impuesta a nuestra vida.

Hay, por tanto, una interacción continua entre los actos particulares perceptibles y
conscientes de cada instante y la opción fundamental, obscuramente consciente,
ejercitada y vivida en cada acto particular. La opción esencial es, pues, como el alma de
nuestros actos cotidianos. Sin éstos la opción no existe. Resumiendo: es en, por y a
través de los actos cotidianos cómo se expresa mi opción fundamental, mi libertad
esencial de persona, y de esta manera se forma y determina cada vez más y va
apareciendo ante mis ojos con claridad.

La historia de una vocación nos proporciona una excelente ilustración de esta verdad.
Partimos de una opción fundamental madurada lentamente en la juventud. Esta opción
condiciona todos mis actos concretos que a la vez van desarrollando y madurando mi
opción, hasta llegar al instante en que sentimos la vocación de una manera imperiosa y
determinante.

Además, todas estas observaciones son importantísimas en el campo de la educación. Se


puede formar a los niños y a los jóvenes por medio de una serie de comportamientos y
acciones concretas. Pero mientras no se les ofrezca lo que normalmente se llama un
ideal, una orientación de fondo, la educación permanecerá inacabada, amenazada por el
formalismo y vacía de sentido.

Por otra parte es completamente inútil llenar el corazón y la cabeza de los jóvenes de
magníficas ideas, de nobles y sublimes aspiraciones. Mientras no hayan aprendido a
traducir pacientemente y con perseverancia estas aspiraciones etéreas en actos humildes
de entrega, servicio, trabajo, nuestra educación no les dejará más que un vago, efímero e
incluso peligroso entusiasmo.

Esta verdad contribuye a solucionar numerosos problemas modernos. Así, por ejemplo,
el éxito de un matrimonio no depende tanto de una cierta técnica, exterior y
deshumanizada, de la vida sexual, como de este arte supremo con el que se logra unir en
una sola vida el respeto y amor mutuo con las múltiples y monótonas obligaciones de
una vida compartida.

El secreto de nuestra vida reside en la unión entre la aspiración profunda y las múltiples
ocupaciones. Así está hecho el hombre y sólo puede realizarse como tal si se toma como
es: espíritu y materia, espíritu vivo, actuante en y por el cuerpo, materia con
transparencia de espíritu incluso en los más humildes gestos de nuestra vida.
PIERRE FRANSEN, S.I.

El ejercicio de esta libertad

En lo expuesto hasta ahora para establecer con claridad lo esencial, hemos tenido que
simplificar el problema. El hombre es espíritu y persona en el mundo material y
temporal. Nuestra opción fundamental no puede emerger a la superficie de nuestra
actividad si no es a través de un largo proceso de maduración en el tiempo. Tampoco se
puede encarnar en una serie de actos concretos si no es atravesando una espesa capa de
humanidad, donde el hombre no es el único en cargar con la responsabilidad de su vida.
Analicemos estos dos elementos condicionantes de nuestra opción.

a) La opción fundamental se expresa en el tiempo. La libertad no es algo que se nos da


de golpe. Debemos conquistarla, merecer el ser libres. Todo acto verdaderamente libre,
todo acto bueno, que responda a la verdad de lo que somos y de lo que debemos ser, nos
hace cada vez más libres. Todo acto malo, es decir falso e insincero, degrada libremente
nuestra libertad. En cierto sentido, no somos libres; llegamos a serlo libremente. Aquí
reside nuestra vocación de hombre, que debe cumplirse en la totalidad de cada vida. Ser
persona, ser libre es la tarea de toda una vida. Es una verdadera creación artística:
penosa, ardua, prolongada.

b) Nuestra opción fundamental está psicológicamente condicionada por la influencia de


los demás. Por su cuerpo y por todo su psiquismo, el hombre está religado a los demás,
es un ser queda y recibe. En su juventud apenas hizo más que recibir. Recibe su cuerpo
y a través de él muchas otras cosas que lo determinan profundamente: herencia,
temperamento, carácter.

Para actuar necesita razonar, lo que implica una inteligencia recibida al nacer y formada
en un ambiente familiar, escolar, cultural. Necesita querer, fuerza de carácter,
estabilidad de intenciones, y valor en las dificultades. Todo esto no depende únicamente
de su libertad.

Necesita, además, un clima de optimismo, de confianza, de equilibrio nervioso y


efectivo. Finalmente, incluso la salud del cuerpo influye grandemente en el ejercicio de
la libertad. La libertad total se expresa, pues, a través de una densa red de
determinismos, de influencias extrañas a la propia voluntad.

Conclusión

El hombre ha sido colocado por Dios en una situación llena de determinismos que
superan su iniciativa personal. Estos influjos extraños no le pueden elevar hasta un nivel
de verdadera vida humana si no posee, en lo más profundo de sí mismo, una fuente de
vida divina, una fuerza de acción, un poder creador y fundamental de amor. En la
profundidad de sí mismo, el hombre reposa en las manos de Dios y Dios le sostiene en
la existenc ia. En esta profundidad se encuentra lo que la Sagrada Escritura llama
"corazón" del hombre, el centro de toda su actividad.

Esta "metafísica de profundidad" forma parte de la filosofía cristiana y no debe nada a


la investigación psicoanalítica. Las páginas que siguen sólo quieren expresar en
lenguaje moderno una de las visiones más profundas de la antropología de Jean
Ruusbroec.
PIERRE FRANSEN, S.I.

TEOLOGIA DE LA GRACIA

Alternativa fundamental: pecado o gracia

La situación del hombre desde el comienzo de su existencia se complica por el pecado.


El hombre nace pecador. Y es precisamente en el terreno de la opción fundamental
donde se debe colocar todo el problema del pecado.

La opción se halla ante una alternativa esencial. Es conocida la frase lapidaria de san
Agustín: "Sólo hay en nosotros dos amores posibles. El amor de Dios hasta el olvido de
sí, o bien el amor de sí mismo hasta el olvido y la negación de Dios". En el plano de la
opción fundamental Agustín no podía expresarse de una manera más exacta.. Sólo
existe una alternativa posible: el amor de Dios a través del amor a los demás, o bien el
amor a sí mismo, el replegarse voluntariamente. en sí mismo bajo las formas de la
vanidad, egoísmo, orgullo, o bajo la forma de una atrofia espiritual que hace instalarnos
en el peque ño mundo de nuestra imaginación o del confort burgués. Este amor a sí
mismo es el pecado, el único mal definitivo del hombre.

Conviene insistir aquí que en todo pecado encontraremos siempre un fondo de orgullo o
al menos de egoísmo mezquino. Es evidente que el pecado sexual -por el que algunos
educadores tienen una preocupación obsesiva- es un pecado y un pecado grave, pero es
grave ante todo por una razón espiritual, porque para muchos hombres es la ocasión más
fuerte para encarnar y actualizar su egoísmo más profundo.

Las consecuencias del pecado original

Esta precisión nos permitirá determinar con más exactitud la naturaleza de la malicia
que todos hemos heredado. No vamos a exponer aquí una teología del pecado original.
Creo, con todo, que a menudo se ha exagerado insistiendo en el aspecto sexual de la
concupiscencia, o colocando las consecuencias del pecado original en el desequilibrio
entre las tendencias del alma y del cuerpo. Explicaciones insuficientes.

Hay algo más hondo y esencial que esto. La semilla de iniquidad que infecta nuestra
vida posee, como todo en el hombre, una raíz espiritual. Por el pecado original se
instala en el hombre un profundo individualismo que le hace acaparar todo lo que cae en
sus manos para sus fines mezquinos e inmediatos. Porque mi espíritu está "replegado en
sí", mis instintos sexuales tienen tanta fuerza en mi vida; y también por esta razón las
aspiraciones de mi cuerpo y de mi alma se hallan en un equilibrio inestable.

De aquí que el papel del educador consistirá en crear un clima de entrega, de servicio,
de olvido de sí mismo, es decir, de interés por los demás. Todo lo que arranca al niño y
al hombre de sí mismo, abriéndole a la realidad, a la naturaleza, a los demás, posee una
real significación religiosa. Se debe salvar al hombre, extraerlo dulce y diestramente del
cerco en que lo retienen la dureza y la maldad de los adultos y sus propias tendencias
pecadoras.
PIERRE FRANSEN, S.I.

La gracia es un nuevo amor

La gracia es ante todo amor. También es san Agustín quien ha dado esta afortunada
definición de la gracia: "Porque me habéis amado primero, Señor, me habéis hecho
amable". Y esto en el doble sentido de "digno de amor" y "capaz de amor". En estas
palabras se encuentra resumido todo el misterio de la gracia divina. Tratándose de la
gracia, Dios es quien comienza, Dios quien obra, Dios quien termina. Esta primacía
divina de la gracia a menudo es olvidada por nuestro semipelagianismo occidental.

Se han dado muchas definiciones de la gracia. Pero, ante todo, la gracia es


comunicación de la vida divina. La gracia es, en el fondo, el hecho de la filiación
adoptiva por don divino. Por la gracia yo participo, al modo humano, en la realidad
inmensa que es el Amor del Hijo por su Padre. Por la gracia yo amo al Padre en cierto
modo como Él es amado por su Hijo. Y como esto se realiza por la fuerza del Espíritu,
nuestro amor al Padre también está sostenido por esta fuerza misteriosa, tan dulce en su
divina violencia, que es el Espíritu Santo.

Este amor no encuentra su explicación y fundamento en el amor humano, sino en el


misterio revelado del amor del Hijo para con el Padre. Es sobrenatural, pues nos eleva al
nivel de la vida divina en la intimidad de la Santísima Trinidad. Por otra parte se nos da
como "semilla", como vocación a realizar en el transcurso de nuestra existencia. Sólo en
el cielo aparecerá lo que somos. Este amor es por tanto objeto de nuestra fe.

La gracia como remedio de nuestro egoísmo

Sólo la gracia es capaz de destruir en nosotros el pecado. En el fondo sólo existe la


gracia para librarnos de la obsesión por nuestro yo. Es uno de sus efectos más
profundos, porque la gracia es amor, amor a los demás y, por este sacramento de la
caridad fraterna, amor de Dios. Es la llamada al amor filial, precisamente lo contrario al
pecado. Es cierto que, en nosotros, la lucha con el pecado durará toda nuestra vida. Pero
queda en pie que sólo la gracia podrá romper el círculo mágico, la soledad del pecado.

Nada hay tan límpido como esta visión de nuestra fe. Nacemos pecadores, o más
exactamente en estado de perdición, de alejamiento y de soledad, con un gusto especial
hacia nuestro yo, que es la consecuencia inmediata. Nos afirmamos más como
pecadores cada vez que actualizamos nuestro egoísmo de base. Solamente la gracia de
Cristo puede salvarnos de nosotros mismos y así volvernos a nosotros mismos. La
gracia de Cristo es la que restaura en nosotros la libertad de la que hablábamos en la
primera parte.

La gracia como invitación fundamental a una opción sobrenatural

Es importante ver cómo la vida divina obra en nosotros. Esta alcanza, el corazón de
nuestro ser libre, allí donde nuestra existencia fluye de las manos creadoras de Dios.

El amor divino me alcanza como una llamada de Dios, una exigencia desde arriba, que
va penetrando en mi ser y me invita y me atrae a la aceptación total y amorosa de Dios
en la fe, la esperanza y la caridad. La gracia es una realidad que impregna el centro
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mismo de mi personalidad y me empuja interiormente a una opción fundamental que en


este caso, por ser divina, será sobrenatural.

La gracia se une a la libertad básica de mi persona para ir metamorfoseando lenta e


interiormente, a través de una larga maduración y crecimiento espiritual, mi
inteligencia, mi voluntad, mi sensibilidad e incluso mi cuerpo. Nuestra dificultad de
abrirnos a la gracia es lo que hace tan poco perceptibles sus efectos en nuestras vidas.
Bastan los santos para testimoniar con sus vidas los triunfos terrestres de la gracia.
Definiendo este proceso, J. Ruusbroec, dice: "Dios obra del interior al exterior. El
hombre, al contrario, obra del exterior (palabras, ejemplos, hábitos ...) hacia el interior".

PSICOLOGIA DE LA GRACIA

¿Imposibilidad de una psicología de la gracia?

A primera vista parece que toda psicología de la gracia es imposible. La gracia es una
participación de la vida divina en nosotros. Y Dios no se deja experimentar. A la opción
fundamental de la gracia la llamábamos sobrenatural por su origen divino y por su
objeto, que es Dios. Estos dos aspectos de nuestro compromiso sobrenatural también
escapan necesariamente a nuestra experiencia psicológica.

Por otra parte, al estudiar el influjo divino en nosotros vemos cómo éste no penetra en
nuestro interior como una fuerza extraña e irresistible que interrumpa el proceso de
nuestra libertad. Nadie como Dios muestra un respeto tan grande por nuestra libertad.
Nuestra libertad no es más que la huella de Su libertad eterna, la imagen en nosotros de
su Amor. Es "desde el interior" como Dios actúa sobre nuestra libertad. Así este influjo
divino nos lleva libremente "del interior hacia el exterior" de nosotros mismos. De esta
manera se adapta perfectamente al desarrollo de nuestra espontaneidad libre.

Todas estas consideraciones teológicas y filosóficas están confirmadas por las


enseñanzas del Concilio de Tiento, después del cual no se puede dudar de que no
podemos tener nunca la certeza absoluta de estar en estado de gracia. Sin negar la
posibilidad de una revelación particular o de deducirlo de ciertas verdades de fe,
fácilmente se descubren los elementos de incertidumbre implicados en estos casos
particulares, basados precisamente en el hecho de que nuestro estado psicológico nunca
nos es plenamente conocido.

Nuestra psicología concreta es ciertamente muy compleja. Todos los que tienen cierta
experie ncia del examen de conciencia saben que en la práctica es muy difícil descubrir,
bajo el camuflaje de las "buenas razones", la "verdadera razón" que nos ha decidido a
obrar. El único motivo, que moral y definitivamente nos compromete, es el de nuestra
opción fundamental. Pero ya hemos visto cómo esta opción, por realizarse en las
profundidades de nuestro ser, no es nunca consciente. Por esto será imposible reconocer
los elementos que se refieren directamente a nuestra opción fundamental sobrenatural.

Según esto, la psicología religiosa conservaría su sentido en el plano puramente


humano, terrestre, en el plano moral de los mandamientos. El misterio de la gracia se
realizaría en otro plano espiritual, divino y sobrenatural, secreto e intangible, abierto a
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nuestra sola fe. Nosotros deberíamos actuar, en este caso, por una especie de
subconsciente, o de supraconsciente, que ningún análisis psicológico podría descubrir.

Autonomía de las ciencias humanas

No estamos de ningún modo de acuerdo con esta posición, muy extendida durante los
últimos siglos en los tratados de teología sobre la gracia. La experiencia humana y
cristiana parece, sin embargo, darles la razón. La gracia no cambia las leyes físicas,
históricas, sociales, psicológicas y biológicas. El hecho de estar en gracia no influye en
mi ruina si soy imprudente en los negocios, o en mi muerte si sufro un accidente.

El mundo permanece tal como era antes de la venida de Cristo, antes de mi bautismo. Y
tal como está es el resultado de nuestro pecado. Cristo descendió sobre esta tierra, la
nuestra. Entró en este estado de perdición y cargó con todas sus consecuencias, excepto
el pecado. No cambió nuestra tierra, pero le sacó el veneno, la solidaridad en el mal, el
gusto por el pecado. En este mundo de orgullo y desobediencia a Dios, se hizo el Siervo
de Yahvé, el Hijo Obediente. Y nos mereció la gracia de la salvación con Él, por Él y en
Él.

Para nosotros también el mundo permanece inmutable. Pero debemos también, bajo la
acción de Su Espíritu, quitarle la semilla del pecado con nuestra obediencia en la fe y en
la caridad.

Esta doctrina de la Redención es totalmente religiosa por ser plenamente escriturística, y


es, al mismo tiempo, profundamente realista. El cielo no está en la tierra.

Por esto el mundo tiene sus leyes propias. Estas leyes dejan a sus ciencias la autonomía
a que tienen derecho, no absoluta -propia sólo de una ciencia única-, pero sí una
autonomía entera en su terreno. Circunscrita por su objeto y por su método.

Distinción entre el orden psicológico, moral y sobrenatural

Dios es soberanamente independiente en la distribución de sus gracias. Y lo esencial en


toda vida es la obediencia fundamental a Dios, como y con Cristo, es decir, la
aceptación de nuestra vida tal como es concretamente, dolorosamente quizás. Será un
error creer que solamente el hombre normal, equilibrado, psíquicamente sano y, más
aún, que sólo el hombre que acepta las normas de la moral cristiana está abierto a la
gracia. Aunque es cierto que la gracia me moverá a vivir moralmente: "el que me ama
observará mis mandamientos".

Pero todo comportamiento cristiano no es necesariamente movido por la gracia y no es


siempre signo de gracia. Existe la moralidad del fariseo, del hombre de mundo, del
"gentleman", del humanista moderno y ateo. Todo esto nos demuestra con evidencia
que si la gracia exige una vida moral, toda vida moral no es aún gracia. Por esto hemos
insistido tanto en el hecho de que nuestra libertad se ejercita en diferentes planos. La
gracia actúa en las profundidades de nuestra personalidad total y totalizante, mientras
que la moralidad se expresa al nivel de los actos particulares.
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Podemos ir más lejos. Un hombre puede, aun sufriendo una debilidad mental, un
desequilibrio efectivo, ser llamado a la santidad. La santidad no es otra cosa que la
aceptación total, como y con Cristo, de la situación en la cual la Providencia nos quiere
actualmente.

Con estas palabras se puede escandalizar a ciertos espíritus "geométricos", ordenados,


sesudos, para quienes la vida cristiana se reduce a un cierto conformismo exterior, a una
vida ordenada y sin problemas. Estos espíritus deben, por lo menos, esforzarse en
comprender a sus hermanos que no tienen una vocación tan cómoda.

Por todo esto no debemos confundir un comportamiento normal y equilibrado ni incluso


una conducta moral ejemplar con la verdadera santidad de la gracia. Creemos con
demasiada facilidad que la realidad del pecado y de la gracia aparecen inmediatamente
al nivel de nuestros actos particulares. No siempre se ve el orgullo escondido bajo esta
conducta "irreprochable". Se comprende así que los santos fueran tan severos consigo
mismos y a la vez tan justos.

Es cierto, y lo repetimos otra vez, que la gracia nos da una exigencia de moralidad. No
es inútil insistir en ello. Pues existe hoy día toda una corriente que tiende a hacer olvidar
la importancia primordial de la exigencia de moralidad. No basta estar ordenado
"ontológicamente" sacerdote de Dios, para encontrarse automáticamente elevado a un
estado de santidad institucional, que nos dispense de todo esfuerzo moral y ascético. Y
algunos psicólogos se equivocan creyendo que la predicación sana de grandes verdades
de nuestra fe -pecado, infierno, muerte- engendran normalmente complejos. Ya es hora
de dar a nuestra educación, a la formación de los cristianos, religiosos y sacerdotes una
tonalidad más viril, que nos libere de sentimentalismos religiosos y sobre todo de la
insensata fobia de los complejos, que sin duda es el mayor complejo de nuestra época.

Fundamentos teológicos de una psicología de la gracia

En todas estas primeras consideraciones hemos dejado libremente la palabra a todos


aquellos que por razones teológicas, filosóficas o psicológicas se oponen a la
posibilidad de una psicología de la gracia. Sus razones sirven para demostrar que el
problema no es sencillo y nos libran de toda ingenuidad y entusiasmo intempestivo.
Más aún, nos permiten esbozar algunas distinciones muy importantes en la vida
práctica.

Con todo, nosotros nos inclinamos francamente por la doctrina antigua: de los Santos
Padres, de san Agustín sobre todo, de la preescolástica y de los grandes teólogos del
siglo XIII. Aceptamos sin dudar la tesis llamada tomista, según la cual existe una
psicología de la gracia. Las razones se encuentran en toda nuestra exposición anterior.

Toda filosofía objetiva y conceptual debe partir inevitablemente de la experiencia


concreta del hombre. Esta experiencia no puede librarse de la influencia de esta realidad
primordial: de hecho, Dios llama a todo hombre a una intimidad sobrenatural con la
Santísima Trinidad. Solamente los creyentes poseen de este hecho conciencia clara que
la reciben por la Revelación. Después de la Promesa todo hombre vive bajo la voluntad
concreta y creadora de Dios que nos quiere salvar en Cristo. Esta voluntad divina ha
cambiado radicalmente el fondo mismo de nuestro dinamismo existencial. Karl Rahner
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ha llamado a esta aspiración de todo hombre hacia el Dios de la Salvación, existencial


sobrenatural, es decir, un "a priori" constitutivo de nuestra existencia histórica concreta.
Una vez aceptada por opción fundamental esta vocación interior de la gracia -que no era
hasta ahora más que una fuerza sorda, tendencia implícita, "gracia ofrecida", como la
llama también Karl Rahner-, se convierte bajo la influencia divina en "gracia existencial
aceptada". Hemos expuesto largamente con anterioridad este estado de gracia bajo la
influencia divina y el consentimiento fundamental de nuestra libertad.

Respuesta a la principal objeción (Racionalista)

En el terreno de los conceptos claros y distintos los suarecianos tienen razón. Nuestro
compromiso vital no puede ser inmediata y completamente puesto en claro. Existen en
el hombre muchas percepciones, conocimientos y certezas que no aparecen a la luz de
nuestra razón más que después de una larga deducción. Pero son tanto más reales cuanto
vividas y practicadas en nuestra actividad existencial.

Existirá siempre un margen entre la captación vital de Dios, como el fin sobrenatural y
total de mi vida, y la conciencia clara que yo poseo de ello. La certeza nocional basta
mientras yo considero el exterior como "cosas" útiles o peligrosas. Pero desde que uno
se eleva al orden personal, desde que el "yo" encuentra al "tú", es necesario trascender
este primer orden de certeza objetiva, para penetrar en el terreno de la fe y del amor, de
la intuición vital, del impulso amoroso hacia la persona amada.

En la gracia es Dios mismo el que viene a mi encuentro, el Yo divino que me dice tú en


el Hijo. El Padre me encuentra en el Hijo encarnado, a través de la Iglesia visible, en
mis hermanos, en los sacramentos.

Por consiguiente, la motivación sobrenatural, "filial" está presente en el desarrollo de


nuestra vida psicológica de cristianos. De una manera oscura a nuestra razón, pero
ejercitada en nuestra vida. Por esto los actos concretos tienen tanta importancia y, según
san Juan, la caridad fraterna es la prueba de nuestro amor a Dios.

Esta motivación reposa en la intimidad de mi corazón y queda muy distante de la


imagen vaporosa, cambiante y siempre engañosa que mi razón, imaginación y
sentimientos se forman de mis actos.

Si todo lo dicho hasta ahora es verdadero, la gracia y la vida de la gracia interesan


enormemente al psicólogo. Debe al menos aceptar como posibilidad real la existencia
de un Dios personal que se interesa por el hombre. Es evidente que la fe y la caridad
agudizarán sensiblemente su sentido espiritual. No se comprende una vida más que
viviéndola uno mismo. Para un materialista ateo esta psicología permanecerá como una
ciencia cerrada.

Una psicología de la gracia

La psicología es, ante todo, una ciencia de observación. Debe observar, constatar,
describir la experiencia individual o colectiva. Aquí se abre para el psicólogo un amplio
campo de estudio.
PIERRE FRANSEN, S.I.

El psicólogo cristiano se sentirá especialmente atraído por ciertas experiencias, en las


que la frescura, la autenticidad y la intensidad interior le llamen la atención. Pensemos
en primer lugar, en el testimonio de los conversos o en la larga historia de los peregrinos
espirituales como Péguy o Simone Weil. Estos hombres no tienen los clisés religiosos,
los reflejos devotos, las "palabras que hace falta decir en tal ocasión", que encubren
muchas veces la sinceridad o el fervor real de muchos cristianos de vieja cepa.

Existen también los momentos de vida religiosa intensa o prolongada, que nos impulsan
a una simplificación de nuestros gestos, actitudes y palabras. Son los momentos de la
prueba dura o de la gran consolación, en la historia de una vocación o en la historia de
un gran amor.

Todas estas ventajas se encuentran en la vida de los grandes místicos. En ellos se


descubre que sólo el acto ciertamente virtuoso es verdaderamente libre, el secreto y el
origen de la verdadera libertad. No existe nada más fascinante que esta infinita
originalidad de los santos, comparada con la monotonía del pecado, el automatismo
mecánico y vacío del mal.

A estos temas centrales podríamos añadir toda una serie de temas conexos que pueden
ser muy útiles. En primer lugar, la expresión religiosa artística. Muchas veces abordan
temas religiosos artistas no creyentes. Y su intuición y expresión superan a veces
incluso las de los santos.

Tenemos también el estudio comparado de las religiones. Se trataría de descubrir en


ellas toda una serie de actitudes fundamentales auténticamente religiosas que bosquejan
ya los gestos del cristiano. Sorprende siempre la diferencia entre los "grandes
conversos" y los que podríamos llamar mezquinos o pobres, que no pueden nunca
desprenderse de cierto complejo de "renegados". Los primeros sufren antes de dar el
paso, pero después encuentran la paz y no se avergüenzan de mostrarse reconocidos a
las enseñanzas de su antigua creencia. Los otros sienten una necesidad de atacar y
mofarse de sus antiguos correligionarios, demostrando con esto que su conversión no
está acabada, que está contagiada por una agresividad que no es religiosa.

Finalmente, no puede ser abandonado el fenómeno religioso colectivo. Existe


naturalmente el folklore y el simbolismo religioso que degenera fácilmente en
supersticiones y prácticas mágicas. Pero es falso creer que el pueblo está
exclusivamente llevado a materializar el sentimiento religioso. Es cierto que el
sentimentalismo es la poesía de la masa, pero ésta es capaz de superarla cuando se le
invita a una participación activa e inteligente.

Psicología y fenomenología

La psicología no debe solamente observar. Debe procurar comprender. Toda ciencia de


observación comprende unificando, descubriendo en la multiplicidad de los fenómenos
su sentido profundo y su estructura idéntica. Aquí precisamente la psicología puede
convertirse en fenomenología. La fenomenología religiosa deberá descubrir la estructura
concreta, existencial y personalista de la experiencia religiosa.
PIERRE FRANSEN, S.I.

Nos encontramos aquí ante un aspecto muy amplio e insuficientemente explorado.


Hemos hablado de la gracia. Indicaremos ahora algunos capítulos para una
fenomenología de la gracia.

La vida de gracia implica un sentimiento de presencia divina. En ella nos encontramos


totalmente absorbidos por un misterio personal invisible. Es una presencia vital y activa
de lo divino. Las cosas visibles la ocultan y la manifiestan a un mismo tiempo. Este
misterio divino está en las cosas y las trasciende, es silencio y me habla a través de este
mundo creado que me separa y une a mi Señor.

Es una presencia de santidad, que me llena de espanto, de respeto inmenso, de un temor


religioso, y al mismo tiempo me siento atraído por ella, seguido por una mirada
amorosa en unión íntima con este misterio que me rodea y caldea... Y analizando los
aspectos subjetivos de esta experiencia percibo un desgarramiento profundo, un
sufrimiento interior, una soledad inexplicable. Me encuentro sólo delante de Dios,
incomprendido de los hombres y también alejado de Dios. Cuanto más me conozco,
más se agranda la distancia entre la santidad divina y mi indignidad. Es la noche de los
místicos, el desgarramiento del alma para todo hombre que debe perderse para
encontrarse encontrando a Dios. Es la angustia del riesgo, del salto al vacío, del dejarlo
todo para encontrarlo todo.

Y sin embargo, este sentimiento está acompañado de una alegría profunda, de una
plenitud inexpresable. En los momentos más difíciles esta paz, esta dulzura íntima no
nos abandona nunca. Es la dulzura que nos acerca también a los demás: no podemos
guardarla celosamente para nosotros solos. Es preciso que nuestros hermanos la
conozcan y la compartan.

Una experiencia de este tipo puede parecer disparatada e incluso llena de


contradicciones. Si hay algo cierto en esta experiencia es su gran fuerza de
interiorización, unificadora y totalizante. Con ella todo adquiere sentido y se hace
posible, pues estamos poseídos por el amor.

Defensa de la higiene y salud espiritual

No hay nada peor en la vida de gracia que la histeria o paranoia bajo apariencia
religiosa. Por otra parte, nada atrae tanto a los espíritus enfermos como los misterios de
nuestra fe. Esta enfermedad oculta, que además es muy contagiosa, es uno de los
grandes inconvenientes para el desarrollo de la vida de gracia. Falsea su maduración y
crea ilusiones y engaños. Una inquietud incesante mueve a estos espíritus a continuas
reformas que, apenas esbozadas, deben ceder paso a otras manifestaciones siempre
sorprendentes.

La vocación del psicólogo cristiano consistir á en educar a sus contemporáneos, en


mostrarles el camino de una verdadera higiene mental e insistir sobre los grandes
peligros de las desviaciones.

Se habla a menudo de humanismo y de humanismo cristiano. Ante este mundo nuevo


que se abre ante nuestros ojos, con sus técnicas, su espíritu totalitario, sus mezclas de
razas y civilizaciones; tenemos necesidad de un humanismo más consciente de sus
PIERRE FRANSEN, S.I.

posibilidades y sus límites. Creemos que el psicólogo cristiano tiene una misión especial
en este mundo: colaborar en la elaboración de un humanismo cristiano más apto por ser
más universal, tanto en profundidad como en extensión. El humanismo no es la gracia.
Pero la Iglesia ha creído siempre que éste era indispensable para el desarrollo normal de
esta vida interior y divina en la ciudad terrestre, bosquejo de la Ciudad Futura.

Tradujo y condensó: IGNACIO M.ª BONMATÍ

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