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LAS TIERRAS FÉRTILES

A pocos días de la muerte de Úrsula K. Le Guin, con quien tenía claras afinidades estéticas y conceptuales, la
suya conmovió a la literatura local. Por su edad —aún no había cumplido 60 años—, por inesperada y por
tratarse de una persona excepcional y muy querida por sus pares. Liliana Bodoc murió el lunes pasado recién
llegada de un viaje a La Habana. Dejó una obra inolvidable con los tres volúmenes de La saga de los Confines
y numerosos trabajos para el segmento de literatura infantil- juvenil, uno de los más activos e invisibilizados
de la producción editorial. Radar reconstruye cómo fue que esa profesora de literatura recién llegada de
Mendoza a Buenos Aires literalmente con un manuscrito bajo el brazo, se convirtió en referente de una
literatura de género con identidad nacional y latinoamericana.
Por Mariana Enriquez

Era tan joven y tan cariñosa y tan hermosa –esa belleza criolla de ojos oscuros y la sonrisa fácil– que su muerte
dejó a sus lectores desolados, a quienes la conocieron muy tristes, a quienes trabajaron con ella perplejos, a sus
amigos destruidos. Entrevistarla era una delicia; escucharla hablar con sus fans y con alumnos en colegios era
asombroso, resultaba un alivio su sencillez nunca impostada, su lucidez que se permitía la duda, la claridad
ideológica que admitía matices, en fin: su inteligencia política.
Su muerte temprana, piadosa –en el sueño, como muchos proclaman desear morir– es injusta, porque Liliana
Bodoc tenía muchos años de disfrute por delante: años para disfrutar de su don insólito con la palabra y de su
éxito y del afecto intenso de los lectores, esa pasión por los personajes, esa ansiedad por una próxima parte, ese
goce de la ficción pura.
Llamar a su muerte “injusta” seguramente provocaría una pequeña reprimenda de Bodoc: una ceja levantada,
alguna tierna sentencia, un así es la vida y la muerte está en la vida y la explicación de cómo ella escribió una
trilogía entera con la Muerte como uno de sus personajes principales. Gran parte de la trama de La saga de los
Confines se construye alrededor de devolverle a la Muerte su rol igualador y alejarla del horror, del sinsentido,
del desamparo. “Al aliarse con el Odio”, decía Bodoc en una entrevista de 2004, “la Muerte ha perdido su
función natural que es procurar al mantenimiento de la vida. La apuesta de las Tierras Fértiles es a que la
Muerte vuelva a encontrarse con su esencia, que es el polo opuesto a la vida, para que entre ambas el mundo
siga”. Y, con la gran belleza que deslumbra en todo el libro, escribía en Los días de la sombra: “Todos sabían
que su trabajo era doloroso pero necesario. Un poco parecido al invierno. Pero desde la guerra de Misáianes, su
tarea había perdido honra, justicia y medida. No es Muerte, decían las criaturas, es exterminio. Y eso no se
parecía al invierno”.
No es un consuelo ante la pérdida, pero es lo que ella pensaba. También pensaba, como escribía sobre unos
jóvenes que iban a ser entregados en sacrificio, que ellos no querían irse de este mundo “donde nada era puro
pero todo era bello”.
Liliana Bodoc escribió un clásico. A veces, en la exaltación de su personalidad, se pierde de vista esta obviedad.
La saga de los Confines y sus tres partes, Los días del Venado, Los días de la Sombra y Los días del Fuego es
un clásico latinoamericano a la altura de cualquier otro y que haya quedado casi exclusivamente del lado de la
literatura juvenil es apenas una muestra de que sí existe un problema en cuanto a la valoración de los géneros
que atraviesan las edades de los lectores. Como si hubiese un momento de la vida adecuado para la ciencia
ficción, el fantasy y toda su familia genérica y ese momento llegara a su fin en un brumoso paso a la vida adulta
donde la imaginación se guarda en el arcón de los recuerdos junto con cierto tipo de sensibilidad. A partir de
ahí, hay que leer la literatura del mundo adulto o más preocupante aún: sólo gusta la literatura “adulta”, una
categoría complejísima de definir cuando uno trata de hacerlo. Es un mandato arbitrario y bastante cruel y en
algún sentido novedoso: Borges era un adulto entrado en años cuando prologó Crónicas marcianas para
Minotauro en 1955: “¡Qué ha hecho este hombre de Illinois me pregunto, al cerrar las páginas de su libro, para
que episodios de la conquista de otro planeta me pueblen de terror y de soledad? ¿Cómo pueden tocarme estas
fantasías, y de una manera tan íntima?”, escribía. Ray Bradbury no ganó un solo premio importante en su vida,
ni el Pulitzer, que hasta se llevó Carl Sagan con un libro de ficción (bastante bueno, por cierto).
Sería interesante pensar cuándo se dio este corte, cuánto tiene que ver el mercado, cuánto nuestros modos de
relacionarnos con la imaginación y la literatura, cuánto un cambio sociológico. Pero hay que volver a Liliana
Bodoc y La saga de los Confines para repetir: es un clásico latinoamericano. El libro –hay que tomarlo en su
totalidad más allá de las tres partes– es una pregunta y una respuesta sobre el poder arriesgada, nunca antes
formulada y que no opera sólo en el texto.
Lo que Liliana Bodoc hace es apropiarse del género más blanco y más europeo de todos, el fantasy, y
subvertirlo. Amaba a Tolkien, a Le Guin. Entendía que para dejar de disfrutarlos como lectora y asumirlos
como influencias de escritura debía tomar sus modelos y escribir una épica latinoamericana. Y para hacerlo
tenía que latinoamericanizar el fantasy. Esa operación no podía ser una insoportable bajada de línea sino una
épica de trama y estructura sólidas, con la obsesión en la construcción de culturas de JRR Tolkien y Ursula K.
Le Guin (su mirada antropológica está por todos lados en Bodoc: se entiende que haya querido traducirla, de lo
que desistió porque ya era una mujer muy mayor) y con los elementos de la narrativa tradicional, es decir, el
camino del héroe, los villanos, las traiciones, los sacrificios, los mapas, las batallas, los episodios: la saga.
Poner de cabeza la fantasía épica la llevó a investigar las literaturas y las culturas indígenas americanas. “Mi
hija, que es estudiante de antropología, fue la gran proveedora de textos. Usé el Popol Vuh: aunque es críptico
uno entiende el ritmo, la belleza de las imágenes, la cadencia. Y trabajé mucho con los cronistas de Indias, las
leyendas mapuches, la literatura azteca, Mircea Eliade. No es difícil conseguir el material, si se rastrea por la
parte de antropología. Sí es mucho menos visible: toda la cosmovisión aborigen americana está oculta. Yo
conocí una poética de los aztecas que es de una sutileza y una hondura infernales. Tenían una teoría del arte
refinadísima, una claridad meridiana. Decían la vasija es una mentira del barro, pero siendo mentira del barro
muestra el verdadero rostro de la tierra, que es ser bella, madre, contenedora. Ese modo de tergiversar para decir
la verdad, el artificio, está muy presente en la filosofía azteca. De todos modos no hay una relación directa: los
pueblos de La saga de los Confines no son estrictamente los pueblos americanos. Si bien hubo una referencia y
trabajo bibliográfico, trabajé libremente sobre ese referente, no puse a la ficción de rodillas ante la realidad.
Hice y deshice como me dio la gana. Lo único categórico es el punto de vista ideológico. Uno tiene que ponerse
de un lado. Aunque nada es ni negro ni blanco, en algunos casos hay que decir contundentemente de qué lado se
está. Sin embargo, dentro de esos pueblos hay roces.”
Esa es otra inteligencia política de la saga: la traducción de la fantasía épica a América no es un nuevo
maniqueísmo. En las Tierras Antiguas, el hogar de los invasores, también hay resistencia al Poder. “Si dejaba
como luchadores sólo a los de las Tierras Fértiles, caía en mi misma trampa. Terminábamos siendo nosotros los
buenos: los oscuros, los sureños, los pobres. Y ellos, los rubios, iban a quedar como los malos. No quería eso.
No hay marcas relacionadas con la excelencia espiritual. Me parece peligroso y arriesgado decir que nosotros
somos los buenos y además no es verdadero.”
También es injusto reducir a Liliana Bodoc a La saga de los Confines. Escribió notables novelas realistas e
históricas, como Presagio de Carnaval o Memorias impuras. De todos sus libros de literatura infantil la serie
Elementales es deslumbrante: toma a seres mitológicos como Ondinas, Silfos, Nomos y Salamandras y los
reconvierte de una manera que a esta altura puede llamarse “bodoquiana”. Estaba terminando su más reciente
saga Tierra de dragones cuando murió. Cada uno de sus libros merece atención. Pero sucede que muy pocos
escritores contemporáneos lograron un texto con el peso de La saga de los Confines: peso político, peso
narrativo, un lenguaje deslumbrante, una fluidez magistral. Esta historia parece y suena con el eco de la
memoria de una batalla antigua y real. Es actual y vieja, es un ejercicio de mediunidad para traerla a este plano,
como traen sus relatos de viajes los chamanes.

Liliana Bodoc recordaba que los chamanes son, sin embargo, trabajadores de la magia: todo les cuesta. En cada
viaje al otro lado dejan la vida. Cada hierba puede ser demasiado peligrosa, cada camino demasiado de-
safiante. Bodoc contaba que escribir Los Confines le había costado ocho años concretos y quién sabe cuántos de
rumiar, de investigar, de imaginar al héroe Dulkancellin, al mago Kupuka, al delicioso zitzahay Cucub, a la
sabia y jamás sentenciosa Vieja Kush, a la estratega Acila, a la sensual Nanahuatli, al horrible Drimus, a los
jóvenes idealistas Vara y Aro, a ese dúo cruel que son Misáianes y su madre, la Muerte. Imaginar una leyenda y
que esa leyenda imaginada se convierta en un mito es algo de lo que no solemos ser contemporáneos. Es un
privilegio ser lectores de La saga de sus confines y un honor haber conocido a Liliana y a sus libros llenos de
tristeza y esperanza.

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