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Razón Pública

LOS INTELECTUALES LITERARIOS

LOS INTELECTUALES LITERARIOS


2009-08-31 12:23:15

David Jiménez

En su columna del 18 de julio de este año, Alejandro Gaviria volvió una vez más sobre un tema frecuente
en sus artículos de El Espectador: los intelectuales literarios. El título de la columna, “Las dos culturas”, es
un recuerdo, y también un homenaje, al famoso ensayo del científico y novelista británico Charles Percy
Snow, “The Two Cultures”, publicado hace cincuenta años y cuya conmemoración ocupa páginas de
revistas y periódicos en estos meses, sobre todo en inglés.

El punto de partida del escrito de Gaviria dice así: “De un lado, están los intelectuales literarios, los
escritores y sus elocuentes propagandistas; del otro, los científicos, los investigadores y los literatos con
inclinaciones empíricas”. La parte más contundente del artículo es este diagnóstico: “En Colombia y en
buena parte de América Latina, los intelectuales literarios son amos y señores de los espacios de
discusión y análisis de la realidad social. Pero sus ideas, sobra decirlo, no son un paradigma del rigor o
del apego a los hechos. Su manía inductiva, su tendencia a pasar de los episodios particulares (o de la
observación psicológica) a los juicios generales, es curiosa, casi patética”. La última frase dice: “En fin,
cincuenta años después, no está de más recordar la crítica de C.P. Snow a los intelectuales literarios, a
los omnipresentes profesionales de la carreta”.

Entre estos llamados “profesionales de la carreta”, el columnista tiene muy presentes los nombres de
William Ospina, Daniel Samper Pizano, Antonio Caballero y Laura Restrepo, pesos pesados, sin duda, de
la intelectualidad letrada nacional. Alejandro Gaviria ya había escrito otro artículo, publicado en El
Espectador el 4 de febrero de 2006, con el título de “Los letrados”, comentario a otro firmado por Eduardo
Posada Carbó sobre la novelista Laura Restrepo. Gaviria se refiere a la crítica de Posada como una
 ”denuncia del miserabilismo intelectual” y una oportuna “insistencia en la necesidad de una valoración
objetiva de nuestro progreso (o retroceso) institucional y social”. Los intelectuales literarios, según Posada
y Gaviria, forman un “coro miserabilista” y “rabioso” cuando opinan sobre la situación social del país. Las
opiniones de la mayoría de los letrados se caracterizan, según Gaviria, por la ignorancia, la desidia
intelectual y “la pereza antipositivista”: no se interesan por los hechos y desconocen las investigaciones
de economistas, politólogos y sociólogos. “Pero no es repitiendo lugares comunes como se revela la
verdad social”, sentencia el columnista. Si la ignorancia de muchos letrados, agrega, apoyándose en
Snow, y la irresponsabilidad factual no les impide opinar, ello se debe al proteccionismo intelectual que
les brinda el mundo literario. “Son opinadores de segunda: repetidores de ideas preconcebidas,
editorialistas con piloto automático que confunden los hechos con la ideología”, concluye Gaviria.

LAS DOS CULTURAS

La conferencia sobre “Las dos culturas”, en 1959, fue precedida por un artículo del mismo Snow, con el
mismo título, publicado en la revista “New Statesman”, el 6 de octubre de 1956. El antecedente más
citado, y del cual el texto de Snow viene a ser un replanteamiento actualizado, es la polémica iniciada en
1880 entre el científico Thomas Henry Huxley y el escritor Mathew Arnold.

Dice Snow: “De profesión yo era científico; de vocación, escritor”. “He pasado las horas de trabajo de
muchos días con científicos, para luego reunirme por la noche con colegas de algún círculo literario. He
tenido, por supuesto, amigos íntimos en los círculos de la ciencia y de la literatura. Y en la convivencia
con estos círculos, pasando regularmente del uno al otro, me percaté del problema que, mucho antes de
poner en papel, bauticé para mis adentros como ‘las dos culturas’. Pues constantemente me desplazaba
entre dos grupos: comparables en inteligencia, de idéntica raza, de no muy distinto origen social y con
ingresos parecidos, pero que habían dejado de comunicarse casi por completo”. “En la sociedad
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occidental avanzada hemos perdido incluso la pretensión de una cultura común”. “La cultura literaria
tradicional y la cultura científica no tienen ya casi nada en común”.

Tres puntos clave para el debate entre las dos culturas son, para Snow: primero, la ignorancia científica
de los literatos; segundo, sus cuestionables posiciones políticas; tercero, su apego a la tradición. El
segundo punto se refiere a ciertos escritores británicos de los años treinta que mostraron proclividades
ideológicas favorables al fascismo, como Pound, Yeats y Wyndham Lewis, en contraste con la mayoría de
los científicos que, según lo afirma Snow, tienden a ser incrédulos en materia religiosa y de izquierda en
materia política. El tercer punto, en cambio, se refiere a los intelectuales académicos, de quienes dice que
son “los guardianes de la cultura tradicional”, incapaces de reconocer la cultura científica. Es aquí donde
se subraya la diferencia fundamental entre científicos y letrados: los primeros representan la modernidad,
los segundos el anacronismo. Los científicos, dice Snow, “llevan el futuro en los huesos”. La cultura
tradicional, por su parte, intenta ignorar ese futuro y reacciona como si no existiera.

En cuanto al primer punto, el de la ignorancia de los intelectuales literarios en materias científicas, Snow
señala, en otro contexto, que la especialización es un proceso desastroso, desde el punto de vista de una
cultura viva, y sostiene, con razón, que este proceso ha llegado demasiado lejos como para dar marcha
atrás. Sólo puede elegirse una sola disciplina de estudio, incluso dentro de las ciencias naturales. De
manera que la ignorancia de la ciencia por parte de los mismos científicos, exceptuando la especialidad
de cada uno, es un hecho tan evidente como la de los intelectuales literarios. El mismo Snow ironiza
acerca de las confusas y “vaporosas” nociones que los biólogos suelen tener sobre física, sin mencionar
la vía inversa, la de los físicos sobre biología.

La primera réplica literaria al ensayo de Snow vino de F.R. Leavis, uno de los más eminentes
intelectuales literarios del momento en Inglaterra y profesor de literatura en Cambridge, donde también
enseñaba Snow. Leavis consideraba que Snow, más que un científico de importancia o un novelista de
calidad, era un tecnócrata que reducía la experiencia humana a lo medible, lo cuantificable y organizable.
Para Leavis, la literatura es la expresión viva, históricamente acumulada, de la experiencia humana, y las
obras artísticas constituyen el contrapeso a las fuerzas destructivas de la modernización tecnológica y
cultural.

El planteamiento de las dos culturas, como lo hace Snow, supone una cultura científica moderna,
racional y secular, frente a una cultura humanista tradicional, basada en el culto al pasado, a la tradición y
al saber dogmático. Este es el lado caduco del planteamiento. Probablemente ya era controvertible en
1959, pues la modernización y secularización de la cultura humanística es un hecho innegable y no tan
reciente. Es difícil encontrar en la universidad actual algo más que vestigios en vía de extinción de esa
cultura tradicional que Snow contrapone a la ciencia.

ANALFABETISMO CIENTÍFICO

En la revista “Ñ”, suplemento cultural del periódico argentino “Clarín”, aparecieron, el sábado 13 de junio
de 2009, varios artículos como parte de una polémica sobre el tema de las dos culturas, entre ellos uno
titulado “Científicos versus intelectuales”, escrito por Marcelino Cereijido, profesor de fisiología celular y
molecular en el Centro de Investigaciones y Estudios Avanzados de México. En el artículo se califica de
analfabetos científicos a quienes cultivan disciplinas sociales.

“Así como llamo ‘analfabetismo’ a la incapacidad de leer y escribir, llamo analfabetismo científico (AC) a la
incapacidad de interpretar la realidad ‘a la científica’, esto es, sin recurrir a milagros, revelaciones,
dogmas ni al Principio de Autoridad”, escribe el profesor Cereijido. El argumento se mantiene en los
mismos términos del ensayo de Snow: ciencia es igual a modernidad y secularización, racionalidad y
autonomía del pensamiento con respecto a la tradición y las verdades dogmáticas. La ciencia abarcaría,

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según eso, toda la cultura moderna, incluidas las ciencias sociales, la filosofía y la literatura.

Pero el profesor Cereijido no lo ve así. Y su argumentación es, por decir lo menos, curiosa. Cita a algunos
de los intelectuales argentinos más destacados, entre ellos la crítica literaria y cultural Beatriz Sarlo, el
sociólogo Juan José Sebreli, al historiador Luis Alberto Romero, el periodista y guionista de cine Osvaldo
Bayer, los elogia porque “sus libros son muy cercanos a mi corazón, me han ayudado a entender mejor a
mi patria y a mis paisanos, y son mis autores predilectos porque me obligan a pensar,
independientemente de que esté o no de acuerdo con lo que opinan” y cierra, inesperadamente, con esta
conclusión: “Su Analfabetismo Científico consiste en que en un siglo XX que ha visto aparecer aviones,
radios, teléfonos, televisión, cirugía abdominal y cerebral, la desintegración del átomo, la decodificación
del genoma humano y la aparición de redes computacionales, nuestros sesudos analistas no advierten
que durante ese siglo su patria no sólo no desarrollaba su ciencia, sino que tenía (y tiene) una cultura
incompatible con ella”.

No es fácil entender la lógica que va de las premisas a la conclusión de la cita. Ni es fácil deducir lo que
el autor entiende, en últimas, por analfabetismo científico. Pero sí es claro que, para él, las ciencias
sociales pertenecen a la cultura literaria. Incluida la economía. En una entrevista que apareció en el
periódico “Clarín” de Buenos Aires, el 6 de abril de 2009, comenta que en los países desarrollados,
cuando aparece un problema, le confían la solución a la ciencia, mientras que en los países
subdesarrollados se la confían a los economistas.

TERCERA CULTURA

La revista española “Cultura 3.0- Tercera Cultura” nació con el propósito de “abordar cuestiones de
interés social basándose en la ciencia”. Su presentación tiene interés para el debate sobre las dos
culturas.

“La ciencia y el pensamiento crítico acostumbran a estar ausentes de los debates sociales y políticos
actuales (en los ámbitos de habla hispana). Prescindir de las aportaciones e interrogantes científicos es
una merma incuestionable si se pretenden comprender en toda su profundidad los problemas que nos
conciernen”.

El punto fuerte de la presentación es el siguiente: “Sin la ciencia, opiniones sobre la violencia o la


educación, por ejemplo, se sostienen en ideologías, modas y prejuicios. Es necesario que en estos
debates haya un punto de apoyo, que es el que ofrece la ciencia.

Cuestiones de tanta actualidad como la violencia o las adicciones son preocupaciones que forman parte
del debate social y respecto a ellas la ciencia no siempre dará una solución inequívoca. Sin embargo, sus
contribuciones permitirán clarificar y aproximarse a lo real, mientras que de lo contrario los problemas se
analizan desde opiniones preconcebidas e incluso sectarias”.

El argumento se parece mucho a los que aparecen con alguna frecuencia en columnas de opinión en
nuestros periódicos, sobre todo cuando divide tajantemente las opiniones en dos: la ciencia, por un lado,
y las ideologías, modas y prejuicios, por el otro. Para ser una revista científica, su lenguaje suena
bastante intransigente y de secta. Además de poco riguroso.

También la revista “Tercera cultura” se apoya en el ensayo de Snow. Frente a “la escisión entre entre las
humanidades tradicionales y las ciencias naturales”, insinúan la posibilidad de una “tercera cultura” que
venga a “rellenar el vacío resultante y a tender puentes entre ambas”.

EDGE

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El otro punto de referencia para los redactores de la revista “Tercera cultura” es un libro de John
Brockman, titulado “La tercera cultura: más allá de la revolución científica” (1995) que también parte de la
sugerencia inicial de Snow. Brockman es un publicista y agente literario que se ha labrado una reputación
como “promotor de ideas influyentes”, según el perfil que publicó el periódico británico “The Guardian”, el
30 de abril de 2005. Fue el fundador de “Edge”, un sitio web descrito como “un salón online para
científicos y otros intelectuales que se interesan en la ciencia”.

Según Brockman, “la tercera cultura la forman científicos y otros pensadores empíricos que, a través de
su trabajo y su expresión escrita, están tomando el lugar de los intelectuales tradicionales en la tarea de
sacar a la luz los significados profundos de nuestras vidas, redefiniendo quiénes y qué somos”. Leída esta
definición, no resulta extraño que el autor se haya apropiado de la famosa expresión de Shelley con
respecto a los poetas, para aplicarla a los nuevos científicos de la tercera cultura: “son los legisladores no
reconocidos de la humanidad”.

In 1999, Brockman, en la cresta de la ola de la ciencia pop, vendió los derechos de autor de un libro del
físico teórico Brian Greene por dos millones de dólares. En otras ocasiones ha tenido menos suerte y ha
debido devolver adelantos de 500.000 dólares por un libro de ciencia luego rechazado por la editorial; sin
embargo, Brockman se conformó con revenderlos por 50.000 dólares, según el artículo ya mencionado de
The Guardian. Muchos dicen que más o menos la mitad de sus clientes son verdaderos pensadores
científicos, pero hay desacuerdo a la hora de establecer cuál es la mitad auténtica.

“Brockman se ha reinventado a sí mismo permanentemente”, y de qué manera. Ha estado en la punta de


lanza de la moda intelectual durante los pasados treinta años. A finales de los noventa confesó, en una
entrevista concedida a la revista “Wired”, que ahora quería ser “post-interesante”, según se lee en el
artículo de The Guardian, firmado por Andrew Brown. Al parecer, la tercera cultura, como la maneja
Brockman, queda mejor descrita por el título del artículo de Brown, “Hustler”, que por su relación con la
ciencia.

DE DOS CULTURAS A NINGUNA CULTURA

A propósito de “ciencia pop”, el caso Brockman parece confirmar que la verdadera tercera cultura, que ya
se ha engullido una buena porción de las otras dos, la literaria y la científica, es la cultura de masas.
Brockman mismo define al nuevo intelectual de la tercera cultura en estas frases, entresacadas de un
artículo, originalmente aparecido en “Edge”, traducido y publicado por la revista española ya citada: “El
papel de los intelectuales incluye la comunicación. No sólo son personas que saben cosas, sino que
conforman los pensamientos de su generación. Un intelectual es un sintetizador, un publicista, un
comunicador. Los pensadores de la tercera cultura son los nuevos intelectuales públicos”. Y concluye: “Lo
que estamos observando ahora es el paso de la antorcha de un grupo de pensadores, los intelectuales
literarios, a un nuevo grupo, los intelectuales de la emergente tercera cultura”.

LA AUTORIDAD PARA OPINAR

Sin duda, lo que está en juego cuando se trata del debate entre “los intelectuales literarios” y “los
científicos como intelectuales” es la pregunta por la autoridad. Un intelectual es, básicamente, alguien
formado, bien o mal, en alguna disciplina del conocimiento y que interviene en el debate público, por lo
general político, apoyado en la autoridad que le da esa disciplina. Con frecuencia, por científico que sea,
se aparta del campo de opinión en el que su disciplina puede respaldarlo y termina hablando apoyado en
las muletas del sentido común. Si razona bien y está bien informado, casi siempre le bastan esas
muletas. Lo que sí resulta incuestionable es que en la sociedad actual no hay capa mejor para cubrir de
autoridad la propia opinión que la ciencia, alguna ciencia. Y, sin embargo, también la autoridad de la
ciencia es precaria cuando se trata del debate político, en el cual proliferan, como es bien sabido, más los

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disfraces de autoridad que la autoridad propia de la argumentación bien asentada en el conocimiento.

Cuando el intelectual no literario Posada Carbó regaña a la escritora Laura Restrepo por opinar que la
institucionalidad en Colombia es “muy restringida”, acompaña el regaño de una severa exposición
salpicada de datos históricos, cuyo significado principal, aunque implícito, es: aquí reside la autoridad
para hablar sobre estos temas, así es como hay que opinar. Ser novelista, por más premios y éxito de
ventas que tenga, no alcanza para autorizar su opinión sobre una cuestión tan compleja. La consigna
general en este debate parece ser: “zapatero a tus zapatos”. Posada Carbó la saca a relucir
expresamente, pero se da cuenta a tiempo de lo poco democrática que resulta para una polémica en la
prensa y resuelve que es mejor evitarla. Pero no la borra. Sin embargo, en su artículo se abstiene
sabiamente de mencionar los hechos a los que apunta la desautorizada opinión de Laura Restrepo: la
deslegitimación del Congreso y de una parte de los partidos por la parapolítica; la cuestionable legitimidad
de la relación entre Ejecutivo y bancadas de la coalición de gobierno cuando se trata de obtener los votos
que necesita el presidente, entre otras cosas, para reelegirse; la inaceptable relación del Presidente con
las Cortes, en especial con la Suprema de Justicia, más los etcéteras que podrían agregarse, igualmente
graves, para dirimir la cuestión de la institucionalidad, amplia o restringida. Lo que se menciona, la
solemnidad del conocimiento histórico que respalda el regaño, y lo que deja de mencionarse, la política en
su vulgaridad cotidiana, deja entrever que el debate, en sus recovecos profundos, es entre parcialidades
políticas, y que la apelación al conocimiento científico forma parte de la lucha por monopolizar la autoridad
para opinar. 

Es innegable que la mayoría de los intelectuales literarios tiene poca afición a los datos y la
cuantificación, y que eso debilita, con frecuencia, sus argumentos y los convierte en cantaleta, en
complaciente repetición de lugares comunes, como dice Alejandro Gaviria, si bien el lugar común no es
un club exclusivo para literatos, y lo difícil es encontrar en las columnas de opinión, de quien sea, siquiera
un atisbo de originalidad en algún párrafo aislado. Cuando Posada Carbó escribe, con todas las letras:
“Laura Restrepo no es original”, debería haber añadido a renglón seguido: “yo tampoco”. Lugar común, al
parecer, es lo que dicen los otros, nunca lo que digo yo. En eso haría falta elevar un poco el nivel de
autocrítica, de ambos lados.

Hace algunas semanas dedicó Alejandro Gaviria su columna de El Espectador a comentar una novela
reciente de Mario Mendoza. El artículo fue demoledor, pero tal vez ningún intelectual literario consideraría
serio entrar a cuestionar el derecho de un especialista en economía a opinar sobre una obra literaria o a
descalificar sus argumentos con el caballito de batalla de “zapatero a tus zapatos” o el prurito de que se
trata de lugares comunes. La literatura es de todos, la ciencia tiene dueños celosos.

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