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ADORNO: LA MÚSICA

Y LA INDUSTRIA CULTURAL

David Jiménez

Primera parte (1928-1938)

Los primeros escritos musicales de Adorno, casi siempre reseñas


o breves notas de análisis formal, se remontan al año 19211. Ese
año y los tres siguientes escribe sobre algunos compositores que
serán tema recurrente a lo largo de su obra: Bartok, Hindemith y
Richard Strauss. En 1925 publica los textos iniciales de una serie
que no se interrumpirá durante toda su carrera: Schönberg, Berg,
Webern, la nueva música, el método dodecafónico. Comienza
también, en esta etapa temprana, a elaborar ciertas nociones,
como las de material musical, mediación y segunda natura-
leza, que habrán de desarrollarse y perdurar en sus trabajos
posteriores. De Adorno se ha dicho, con frecuencia, que su
pensamiento, sus inquietudes filosóficas y hasta su estilo man-
tuvieron una alarmante unidad en el tiempo, como si hubieran
surgido ya formados y sin urgencias mayores de cambio. Hay
mucho de cierto en esa afirmación, aunque habría que matizar-
la, por lo menos, con dos anotaciones: el encuentro con Walter
Benjamin y su experiencia en los Estados Unidos, momentos
que significaron crisis y cuestionamientos de fondo en la vida
intelectual de Adorno2.
1
El autor es para entonces un joven de diecinueve años, estudiante del Conser-
vatorio de su ciudad natal, Frankfurt, ansioso de figurar y con expectativas de
una carrera profesional en el campo de la composición. Con este propósito se
traslada a Viena, en 1925, donde se hace alumno de Alban Berg y estudia piano
con Eduard Steuermann. Ese mismo año compone Dos piezas para cuarteto de
cuerdas, op. 2, estrenada en 1926. Mientras adelanta estudios universitarios de
filosofía, escribe reseñas de conciertos y artículos sobre temas musicales en varias
revistas. Su actividad de compositor ya se había iniciado en 1918, con dos can-
ciones sobre textos poéticos de Theodor Storm.
2
El encuentro con Benjamin, dice Susan Buck-Morss, fue “un punto de trans-
formación para Adorno”. Hasta su estilo cambió: “a partir de 1928 casi todo lo

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En uno de estos textos tempranos3, anterior a 1930, aparece la


cuestión, central para el futuro sociólogo de la cultura de ma-
sas, acerca de la división de la música en seria y ligera, y del
momento histórico en que surge esta separación. Adorno afirma
que la revolución francesa y la escisión de la sociedad en clases
antagónicas fueron las causas de la segmentación de la música
en esas dos categorías que habrían de convertirse con el tiempo
en irreconciliables. El tono de la explicación ya resulta incon-
fundiblemente adorniano: en medio de condiciones sociales des-
garradas, en las que resultaba inconcebible una alegría autén-
tica de los poderosos, la música prestó un servicio ideológico a
la sociedad al crear una alegría irreal, mientras abandonaba al
mismo tiempo el campo de la verdad al arte más serio. En el
siglo XIX, la soledad y el patetismo serán dos de los rasgos más
sobresalientes de la música seria, no ajenos a esa redistribución
de funciones mediante la cual la música de diversión fue, por su
parte, volviéndose cada vez más liviana. Mientras más ruido se
escuchaba en uno de los campos, más pesado se sentía el silencio
del otro. Sin embargo, el joven crítico musical no deja de advertir
los secretos nexos que los ligan. Las operetas de Léhar son una
transformación de la ópera de Bizet, pero en el paso se han perdido
los rasgos de contenido humano que todavía se hallaban ocultos
en Carmen. No sólo los valses de Chopin sino la misma Fantasia
Impromptu manifestaron su aptitud para el deporte de la danza y
el fácil éxito de la moda. Y hasta en la solemnidad de la música
de Wagner encuentra Adorno una predisposición al encanto de
los bares nocturnos y a los llamados del jazz.

Las obras artísticas, por más serias y autónomas que sean, no


pueden sustraerse a la historia. Y la historia, para cada una, es su
aquí y ahora. No existe una “obra en sí”, cuya eternidad la ponga

escrito por Adorno lleva el sello del lenguaje de Benjamin” (Buck-Morss 63). En
cuanto a sus años de permanencia en los Estados Unidos, es el mismo Adorno
el que confiesa: “En Estados Unidos me liberé de la ingenuidad de la creduli-
dad cultural, adquirí la capacidad de ver desde fuera la cultura. A despecho
de toda mi crítica social, y pese a que tenía conciencia del predominio de la
economía, desde siempre tuve por evidente la absoluta preeminencia del es-
píritu. Que esa evidencia no es válida sin más vine a saberlo en América, donde
no impera ningún respeto tácito por lo espiritual. La ausencia de este respeto
lleva al espíritu a la conciencia crítica de sí mismo” (“Experiencias científicas en
Estados Unidos” 1973, 136).
3
“Nocturno” (1929), en Reacción y progreso y otros ensayos musicales, 1984. 27-34.

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a salvo del devenir y la decadencia. “El estado de la verdad en


las obras”, escribe Adorno en este breve ensayo, “responde al
estado de la verdad histórica” (“Nocturno” 1984, 30). Pretender
que las obras eternas se salvan del envejecimiento y que hay en
ellas un elemento de permanencia que resiste al deterioro del
tiempo es una idea reaccionaria. Por el contrario, “el carácter de
verdad de la obra se encuentra ligado, precisamente, a la deca-
dencia misma” (31). El tema de la inmortalidad de las obras ha
llevado a la manipulación de los clásicos en conciertos y festivales
que pretenden perpetuarlos mediante interpretaciones inactuales,
rentables, “cual tapices solemnemente oscurecidos para el con-
fortable auditorio”. Según Adorno, los verdaderos valores
que debería resaltar la interpretación son aquéllos que pertene-
cen a “la plena actualidad de la obra”. Apelar exclusivamente a
la reconstrucción del pasado, como si la obra careciese de nexos
con los sucesivos presentes de la historia en que perdura, es la
solución cómoda y aparentemente correcta. Pero ninguna obra
permanece en su verdad original. Su decadencia es el escenario
en el que se representa la disociación entre la verdad y su imagen,
es decir, entre el contenido y su apariencia formal. No obstante,
Adorno sostiene que esa apariencia, ese restituir en la interpre-
tación la autenticidad exterior, audible, de la música, permite que
los valores sumergidos en ella iluminen su despliegue externo y
brillen como “cifras de la verdad”.

El problema que deja abierto el autor en este escrito es el de la in-


terpretabilidad de las obras musicales del pasado. “¿Cómo debe
realizarse musicalmente el pasado en el momento presente?”
Responde que las obras se vuelven ininterpretables, porque los
contenidos que la interpretación intenta captar se han transfor-
mado. Si la historia se encarga de revelar el contenido original de
las obras pasadas, sólo puede evidenciarlo a través de la decaden-
cia de las mismas en su unidad estructural. Era esa unidad la que
hacía posible la interpretación justa. “Los contenidos aparecen
hoy claros y lejanos”, escribe Adorno, “mientras las envolturas
próximas de las que surgieron no les proporcionan ya calor al-
guno” (28). Así sucede con Bach, por ejemplo. La unidad del sen-
tido espiritual y las estructuras formales de su música se ha di-
luido para nosotros. En su momento de surgimiento histórico, en
cambio, esa unidad aparecía indisoluble y regulaba la libertad de
la interpretación. Ahora, la objetividad de esa obra parece redu-

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cida a un principio estilístico, cuya única interpretación posible


consiste en reproducir los contornos enigmáticos de la forma. La
libertad de interpretación puede así degenerar en arbitrariedad
o, en el polo opuesto, plegarse a la imposición externa de un
esquema racionalizado4.

Son esos problemas anteriormente expuestos los que abren una


primera perspectiva a la cuestión del arte autónomo y su relación
con la industria cultural. Adorno ve en la decadencia histórica de
las obras, esto es, en la inevitable fragmentación de las mismas
como efecto de la ruptura interna de su unidad, la puerta triunfal
para la entrada de la música seria en el ámbito del entretenimiento.
Las obras entran en ruinas al mercado cultural. Perdido ya su
contenido teológico, la música de Bach mantiene un bello orden
formal, que admite el goce desligado del sentido original. Algu-
nos de sus consumidores actuales, dice Adorno, se han apartado
de la fe y tampoco creen en su propia autodeterminación, pero
buscan en Bach la imagen musical de una autoridad trascenden-
te, pues sería bueno sentirse protegidos: “se goza del orden de la
música de Bach porque así puede uno someterse a algún orden”
(“Defensa de Bach contra sus entusiastas” 1962b, 142). O se pone
al servicio de los neoconversos y se empobrece aun más. O se anula
en un triste destino de compositor para festivales de órgano. En
todos los casos, la función de mercancía cultural ha comenzado a
prevalecer, y la perfección formal de la música, una vez desatado
el nudo que la unía a su contenido de verdad, entra en relación
con una amplia oferta de contenidos insustanciales.

Podría pensarse que, para Adorno, la pérdida irreparable de la


unidad y la dignidad de la obra sería un efecto perverso de la
industria cultural, pero no es así. Por el contrario, explícitamente
sostiene, como presupuesto estético general, que los elementos
de esa unidad no son inseparables y que la historia de la obra es
4
La interpretación actual de una obra musical del pasado se realiza, según
Adorno, “en la intimidad entre el texto y la historia”. Interpretar una obra de
manera actual significa interpretarla “según la situación objetiva actual de la
verdad”, pero al mismo tiempo “interpretarla fielmente”. Es precisamente la
historia la que hace surgir los contenidos latentes objetivos de la obra. Éstos
no pueden dejarse a la arbitrariedad sujetiva del intérprete. La mirada que se
acerca al texto y con esmero objetivo “desvela los trazos que antes se halla-
ban escondidos y esparcidos” es la que permite que esos contenidos latentes se
manifiesten a través del texto (“Nuevos ritmos” [1930] 1984, 44).

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el proceso de disolución de su totalidad. Aunque ésta aparece


como la imagen misma de la verdad, su destrucción a lo largo
de la historia nos devuelve fragmentos de obras que sobreviven
aislados y conservan brillos intermitentes de lo verdadero. Pero
“la unidad de la obra completa no es para nosotros una realidad
canónica” (“Nuevos ritmos” 1984, 45). Las totalidades muertas
pertenecen al mundo de los anticuarios y se muestran ineptas
para la experiencia estética, pues han perdido su inmediatez vivi-
da. “Son las ruinas vivas las que nos satisfacen”, dice Adorno.
En cuanto a la dignidad, declara que ya no puede considerarse
una característica de la verdad. No es más un rasgo vinculante,
pues ha perdido históricamente todo su poder. La apariencia de
dignidad en el arte sirvió en el pasado para “sugerir una expre-
sión de rotunda plenitud del ser que resulta ya inalcanzable para
nosotros” (44). En el presente, no podría ser adquirida sino al
precio de un total aburrimiento.

Curiosamente, la unidad y la dignidad como rasgos de las obras


musicales del pasado se convierten en marcas de su condición
actual de mercancías. Cierta música de los siglos XVI y XVII, fa-
vorita en los festivales de música religiosa, es interpretada con un
fuerte acento en la pompa y la solemnidad. Se procede con ella
como si aún no se hubiese fragmentado y preservase su imagen
original. Sin embargo, tanto las estilizaciones como la pretensión
de ser fieles reproducciones de la tradición indican que la relación
viva e inmediata con las obras se ha perdido. Además del as-
pecto moralizador y reaccionario de tales intentos, lo que se hace
evidente es la adaptación de esta música a las exigencias del
mercado cultural refinado. Cuando se desatiende la objetividad
histórica de la decadencia de las obras y se finge mantener sus par-
tes bien soldadas y conciliadas en un todo, contra toda posibilidad,
el resultado que se obtiene es la fantasmagoría: en lugar de las
ruinosas y vivas, las amortajadas se apoderan de los escenarios y
hacen su aparición en forma de sagradas mercancías.

II

En 1932 aparece uno de los textos fundamentales de Adorno


sobre la relación entre música y sociedad: “Sobre la situación so-
cial de la música”5. Es el primer ensayo de síntesis sistemática
5
“On the Social Situation of Music”, en Essays on Music, 2002. 391-437. Se publicó

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de su pensamiento y el borrador inicial de una sociología de la


música (Adorno 1962a, 233 nota). Es también el primer intento
de aplicar a la música el método de análisis y algunos con-
ceptos del marxismo, de una manera que él mismo calificó de
“cruda”. Aunque el autor se opuso a la reedición de este ensayo,
hoy muchos lo consideran el momento crucial de su desarrollo
como filósofo de la música y un documento ineludible para el
conocimiento de su teoría (Paddison 97).

Antes de llegar al décimo renglón, ya el lector de este ensayo


se encuentra enfrentado con los presupuestos esenciales del
mismo: la música expresa de la manera más clara las contradic-
ciones de la sociedad actual; música y sociedad están separadas
por una profunda enajenación; la función social de la música
queda sometida a su condición de mercancía; ya no está al ser-
vicio directo de necesidades sociales sino por mediación de las
demandas del mercado; es éste el que determina el valor de la
obra; la sociedad ya es incapaz de asimilar los valores propia-
mente musicales: lo que le queda de ella son sus ruinas. Todo lo
anterior se entiende como parte de un proceso histórico más amplio:
la producción y el consumo de la música han sido absorbidos por
el sistema de producción capitalista. Efecto de su inmersión en
éste y del sometimiento a sus leyes, la música pierde el carácter
de inmediatez que antes parecía ser la definición misma del arte.
La tendencia a la racionalización que se advierte en todas las es-
feras de la producción social empieza a imponerse también en la
música.

Adorno compara la tradición burguesa de “hacer música” en


casa, propia del siglo XIX, con la tecnologización del consumo,
a través de la radio y el cine. La primera ha quedado reducida
a islotes precapitalistas, frente a los monopolios que ya se han
apoderado de la producción y consumo de la música en la época
de redacción del ensayo. “Han tomado posesión hasta de lo más

originalmente en la revista del Instituto de Investigación Social, Zeitschrift für


Sozialforschung, en el primer número. Ese mismo año comenzó a escribir el li-
breto de una ópera titulada El tesoro del indio Joe, inspirado en la novela de Mark
Twain Las aventuras de Tom Sawyer. El libreto fue concluido al año siguiente,
pero de la música sólo llegó a componer Dos canciones con orquesta. Adorno en-
vió copia del texto a Benjamin. La opinión de éste fue negativa, sobre todo con
respecto a la escogencia del tema (Müller-Doohm 242).

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interno y privado de las prácticas musicales”, escribe. Eliminada,


por fin, esta última forma de inmediatez representada en la cos-
tumbre doméstica de tocar música por afición, sólo por el gusto
y el amor de la música, y convertida en ilusión anacrónica, se
hace evidente la enajenación de la música, su extrañamiento con
respecto a la experiencia humana directa. La idea de la música
como poder sublimador de las pulsiones y expresión vinculante
de lo humano se hunde igualmente.

La obra musical autónoma, la que no se somete a las leyes de pro-


ducción de mercancías sino a su propia legalidad, se ve también
afectada por la enajenación, aunque de manera distinta: exiliada
en un espacio hermético, termina con frecuencia culpándose a sí
misma por su distancia con respecto al público, intimidada por
el poder económico de la industria musical. Pero el aislamiento
de la música autónoma no es un problema que pueda resolverse
exclusivamente en el campo musical. La enajenación de la músi-
ca es un hecho social y sus correctivos no pueden proceder sino
de un cambio en la sociedad. Si, por sus propios medios, intenta
restablecer la perdida inmediatez, su logro no pasará de una
grosera simulación, un disfraz de las condiciones históricas ob-
jetivas. La inmediatez no es reconstruible, ni siquiera deseable,
afirma Adorno. La música nada puede hacer, con respecto a la
situación social, sino expresar, en la materia que le es propia y
con sus leyes formales autónomas, el sufrimiento de los hom-
bres.

Lo que adquiere, en compensación por la pérdida de la esponta-


neidad, es el carácter de conocimiento. Apartada de la sociedad,
la música es, sin embargo, un reflejo de los antagonismos socia-
les y los representa por sus propios medios. Contiene la socie-
dad, pero sedimentada en el material sonoro: de ahí proviene
su sentido (Paddison 98-99). Las contradicciones de la sociedad
están presentes en el material musical y se expresan en la obra
como antinomias de su propio lenguaje formal: “Aquí y ahora, la
música es impotente”, escribe Adorno, “pero retrata en su propia
estructura las antinomias sociales que, a su vez, son las respon-
sables de su impotencia y aislamiento” (“Sobre la situación social
de la música” 2002, 393). El compositor “radical”, como llama
Adorno al que compone música autónoma, se enfrenta a la tarea de
responder a las demandas del material musical, y es allí donde

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se ve obligado a confrontar las contradicciones sociales. El ma-


terial musical no es, entonces, puramente natural: no es un fenó-
meno físico sino un producto histórico y social, que impone sus
límites y sus exigencias concretas al compositor. En sentido
estricto, “es la única estructura histórica vinculante para el au-
tor” (“Reacción y progreso” 1984, 14), pero a través de ella entra
en la obra el proceso social.

La música se vuelve autorreflexiva, consciente de la enajenación.


Es como si llegara a la edad madura, al momento histórico de la
ilustración, mediante la desmitificación del material. Éste deja
de ser natural, ahistórico, inmodificable, para volverse libre en
su contingencia, “arrancado para siempre de las míticas combi-
naciones, como las que dominan la armonía tonal” (19)6. La ra-
cionalidad se manifiesta tanto en el principio constructivo de dar
forma unitaria, integrada, al material, como en el control técnico
de todos los aspectos de la composición. Sin embargo, la mis-
ma fuerza histórica que lleva la música a la autonomía, a darse
sus propias reglas, conduce la obra a la objetivación, a ser cosa
a merced del tiempo, sometida a las condiciones sociales. Ya no
es posible -y éste es un presupuesto del materialismo histórico al
cual, explícitamente, se acoge Adorno en este ensayo- concebir la
música, ni siquiera la más elevada y metafísica, como un fenó-
meno espiritual, perteneciente a una esfera no subordinada a las
leyes históricas y libre de los problemas reales.

Adorno retoma la división de la música en seria y ligera. Apa-


rentemente, la primera correspondería a las obras autónomas,
que se niegan a integrar las demandas del mercado dentro
del proceso compositivo; y la segunda, a las que reconocen su
condición de mercancía y se acomodan a ella. Pero hay música
supuestamente seria que se produce de acuerdo con cálculos de
mercado y se protege bajo el manto de la moda, con lo cual su
carácter de mercancía se disfraza de manera más aceptable. Por
el otro lado, cierta música llamada ligera, despreciada y com-
parada a menudo con la prostitución, trasciende la sumisión a la
ley que supuestamente sigue y se pone en conflicto con ella, por
6
El mejor ejemplo, para Adorno, es la música dodecafónica. La historicidad del
material musical obliga al compositor a emplearlo en su estadio más avanzado,
según cada fase histórica. No todo el material está disponible en todo momen-
to. Su contingencia implica el inevitable agotamiento y la caducidad.

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el mismo hecho de mostrar los deseos socialmente producidos


como deseos insatisfechos, negados por la misma sociedad que
los produce. Por esta razón, sostiene Adorno, “la distinción entre
música seria y ligera debe reemplazarse por otra en la que las
dos mitades de la esfera musical sean vistas igualmente desde
la perspectiva de la alienación, esto es, como mitades de una to-
talidad que ya no puede ser reconstruida por una simple suma
de las partes” (“Sobre la situación social de la música” 395). La
evidencia empírica de una ruptura en el conjunto de la música
no puede remediarse mediante una declaración que le devuelve
su unidad por encima de las distinciones. El consumo de música
en la sociedad moderna es un fenómeno ideológico diferenciado
y complejo, y no cabe reducirlo a una simple fórmula.

Carecería de sentido afirmar que el consumo musical ya no obedece


a ninguna necesidad auténtica y que se reduce a un decorado
tras del cual se ocultan los verdaderos intereses. La necesidad de
música sigue presente en la sociedad capitalista y no se debilita
sino que se incrementa por el carácter problemático de las condi-
ciones sociales, pues éstas obligan al individuo a buscar satisfac-
ciones más allá de la realidad inmediata que se las rehúsa. En la
tendencia a evadirse de la realidad y a reinterpretarla con con-
tenidos que ella no puede proveer, el individuo encuentra en la
música un sustituto ideológico, una “intoxicación”, en la termi-
nología de Nietzsche. Esta relación ocurre “bajo la protección del
inconsciente”, lo cual explica el componente de fetichismo que
impregna los objetos musicales. La reverencia que se proyec-
ta, en forma distorsionada, de la esfera teológica a la estética,
prohíbe cualquier aproximación analítica, pues la comprensión
de la música queda reservada al sentimiento. Reverencia y sen-
timiento preservan las celebridades, tanto del pasado como del
presente, de todo asedio crítico. La apología o el silencio son las
dos opciones básicas de la cultura musical oficial.

En el siglo XIX, el intérprete romántico fue el último refugio de la


irracionalidad en la reproducción de la música. Modelo de ex-
presividad individual, personalidad que se impone por encima
de la objetividad textual de la obra, el intérprete jugaba el papel
de un recreador. Liszt y Rubinstein son los ejemplos citados por
Adorno, ambos compositores expresivos y personalidades inter-
pretativas. La libertad en la interpretación musical se fue volviendo

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desde entonces cada vez más problemática. En el mercado de la


música, la personalidad interpretativa perdura como un produc-
to altamente valorado. Su escenificación corporal, exhibición de
fuerza expresiva y comunicativa, proyecta el sueño de la plenitud
vital y de la interioridad no alienada, lo cual garantiza el efecto
sobre el público. Pero los intérpretes más modernos se enfrentan
a dos opciones racionales: o bien se limitan estrictamente al texto
escrito, ajustándose a las exigencias de la obra, o bien se ajustan
a las exigencias del mercado y dejan en segundo plano la obra.
Los segundos tienden a imponer su autoridad tanto sobre los
textos como sobre la audiencia, pero lo que se oculta detrás de su
soberanía musical es el abismo entre el libre intérprete y la obra.
La producción musical autónoma, en la medida de su indepen-
dencia con respecto al mercado, reclama la total subordinación
del intérprete al texto7. Es éste uno de los efectos de la raciona-
lización de la música y, para algunos, una terrible muestra de su
desespiritualización. Sin embargo, Adorno desestima tal obser-
vación, pues la considera basada en una errónea concepción de
espíritu como equivalente a individualidad privada, en sentido
burgués. Mientras más repugna a la ideología del consumidor el
carácter cognitivo de la música, más valor se atribuye a la función
de intoxicación y a la oferta de satisfacciones sucedáneas.

En la vida musical, tal como se desarrolla en salas de conciertos y


de ópera, la sociedad burguesa ha sellado una especie de armisticio
con la música enajenada, según Adorno, y esto se manifiesta en los
códigos de comportamiento cuidadosamente regulados. La alta
burguesía ama los conciertos porque en ellos cultiva la ideología
del humanismo idealista, sin comprometerse con la realidad so-
cial. En la sala de conciertos se reconcilian las clases educadas,
incluidos los sectores empobrecidos de la burguesía, no obstante
la ambigua fórmula “educación y propiedad”8. Cuanto más se
distancia de las contradicciones sociales, más placentera resulta

7
“Ahora se escribe en el texto hasta la última nota y el matiz de tempo más
sutil. El intérprete se vuelve ejecutor de la voluntad inequívoca del autor. En
Schönberg, este rigor tiene su origen dialéctico en el rigor del método composi-
tivo” (“Sobre la situación social de la música” 414).
8
Adorno menciona, en este contexto, la duplicación de orquestas en algunas
ciudades: mientras la filarmónica toca para la alta burguesía, en conciertos
caros, obras de ceremonia con intérpretes consagrados, la orquesta sinfónica
toca para la clase media educada y arriesga cautelosas dosis de novedades den-

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esta experiencia y más cercana a la ilusión de una comunidad inme-


diata. Si la función cognitiva de la música consiste en revelar, a
través de las antinomias de la forma estética, las antinomias de
la sociedad, la función de la vida musical burguesa consiste en
estabilizar la conciencia y producir una falsa reconciliación. La
música de Wagner sirve a este propósito de manera ejemplar,
por la lejanía, en tiempo y espacio, de sus temas, y el carácter ar-
caico, propicio a la evasión y al olvido de las intenciones sociales.
Adorno menciona también a Richard Strauss, cuya tendencia al
exotismo y al decadentismo perverso le parece una maniobra de
adaptación al mercado de orientalismos, antigüedades y temas
del siglo XVIII, abierto por la literatura simbolista, y un sacrificio
de su poder productivo en aras de satisfacer demandas comerciales
de los consumidores.

La crítica fundamental de Adorno a la música ligera no es dis-


tinta, en principio, de la crítica que dirige a la música de Wagner y
de Richard Strauss: falsear el conocimiento de la realidad y pro-
porcionar, a cambio, satisfacciones sustitutivas. Una de las dife-
rencias consiste en que la música ligera satisface necesidades
inmediatas, no sólo de la burguesía, sino de todas las clases
sociales. Como mercancía pura es, al mismo tiempo, la música
más cercana a la sociedad y la más ajena a ella. La más cercana
porque produce las representaciones elementales de los sueños
no cumplidos, conscientes e inconscientes, que identifican a to-
dos los hombres. La más lejana porque, en el cumplimiento de
esa tarea, no admite la vigilancia crítica del conocimiento. Es lo
que Adorno llama “la paradoja de la música ligera”: se divorcia
de la realidad para estar más cerca de las ilusiones y venderlas
en forma de diversión inocente. No reclama reconocimiento es-
tético, lo cual la pone fuera del alcance de la crítica, sino que se
presenta como “una felicidad menor”, inofensiva, indigna de la
consideración educada. Sin embargo, su predominio y eficacia
en la vida social son mayores que los de la música seria. En “So-
bre la situación social de la música”, igual que en Dialéctica del
iluminismo, Adorno sostiene que la teoría social debe ocuparse de
este tipo de música, sin hacer caso de sus reclamos de ingenui-
dad, y desentrañar sus mecanismos tan profundamente arraiga-

tro del programa tradicional, con talentos locales (“Sobre la situación social de
la música” 420).

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dos en el inconsciente. Las observaciones sobre la técnica musical


valen poco en este campo. El análisis tendría que centrarse en la
tipología de símbolos y figuras, cuya procedencia arcaica guarda
correspondencia con las estructuras de la vida instintiva9.

La oposición entre música vulgar y música artística sólo llega a


radicalizarse en la fase avanzada del capitalismo. En épocas más
tempranas, reconocían su parentesco y se alimentaban la una de
la otra. Esto es claro desde la polifonía medieval hasta La flauta
mágica de Mozart. En el siglo XX, la posibilidad de un equilibrio
entre ambas se ha desvanecido y los intentos de fusión, ensaya-
dos por diligentes compositores de música seria en relación con
el jazz, han resultado improductivos10. En una fase intermedia,
los autores de música ligera se habían sentido forzados a entrar
en la producción masiva por la intensidad de la competencia.
Autores como Leo Fall y Oscar Strauss establecieron normas
para la manufactura en serie de la opereta y calcularon, por an-
ticipado, las ventas de sus obras. No obstante, aún mantenían es-
trechas relaciones con el arte musical. El desarrollo industrial de
la música ligera terminó por abolir la responsabilidad estética y
transformó este tipo de música en mero artículo de mercado. La
revista musical vino a liberarla de las últimas demandas de activi-
dad intelectual y entregó el escenario al juego irresponsable con
las fantasías y deseos del consumidor. La música vulgar reciente
dio el paso decisivo: “la ruptura definitiva de su relación con
la producción autónoma, su creciente vacuidad y trivialización
corresponden exactamente a la industrialización de la produc-
ción” (“Sobre la situación social de la música” 428). La producción
se racionaliza en fábricas de música para películas y canciones de
éxito, con una estricta división capitalista del trabajo, y el capital

9
Muy de paso señala Adorno que la ambigüedad irónica con que la música
ligera, igual que ciertas películas, se ríe de sí misma, no es de fiar, y sirve más
bien de salvoconducto para hacer pasable, sin cuestionamiento, su fatal poder
de seducción y decepción (“Sobre la situación social de la música” 427).
10
Entre los nombres citados por Adorno a este respecto se cuentan Igor Stravinsky,
Darius Milhaud, Ernst Krenek, Kurt Weill. Según él, buscaban “escapar de su
aislamiento y entrar en contacto con el público, mediante la experimentación
con este nuevo tipo de música, tan estimulante en su técnica y de tanto éxito
popular” (Theodor W. Adorno. “Jazz”. Encyclopedia of the Arts. D. Runes and
H. Schrickel [eds.]. New York: Philosophical Library, 1946. 511-513. Citado en
Robinson 1994).

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EDUCACIÓN ESTÉTICA

monopólico se afianza de tal manera en este terreno que alcanza


dimensiones de omnipotencia.

La industria del jazz vive de los arreglos de música seria, según


Adorno, y es la herencia clásica la que provee de materia prima
a los músicos de este género. Cuando el autor dedica, al final de
este ensayo, unas pocas páginas al jazz, quizá el primer acerca-
miento de cierta extensión al tema en su carrera como crítico y
teórico de la música, se está refiriendo a lo que los europeos, y
en particular los alemanes, conocían como jazz, esto es, música
para bailar, no tradicional, tocada por grandes bandas. Forma
contemporánea de la música vulgar para el consumo de la alta
burguesía, su función consistía en ofrecer, bajo ese nombre, bienes
culturales de calidad, ocultando al mismo tiempo su condición de
mercancías. Si algo despierta el recelo y la animosidad de Adorno
contra el jazz, sentimientos que lo acompañaron hasta el final
casi inmodificados, es la “maniobra” de presentarse como arte
de la inmediatez y de la libre improvisación. Él considera que la
improvisación no es, en esta música, sino apariencia, aplicación
de normas que remiten a unas cuantas fórmulas básicas. Tampoco
puede hablarse de inmediatez en un género ya intervenido por
una estricta división del trabajo en el que participan autores,
armonizadores y arreglistas instrumentales. Libertad y riqueza
rítmica son ilusorias, desde una perspectiva puramente musical.
Lo que se oculta bajo la opulenta superficie sonora del jazz es
el primitivismo de sus esquemas armónicos y métricos. Y algo
más que ya había anotado el joven ensayista en relación con la
música de Paul Hindemith y Hanns Eisler: la ilusión de superar
el propio aislamiento y sentirse parte de una colectividad.

III

Adorno escribió su primer artículo sobre el jazz en 1933. Es un


breve texto, titulado “Adiós al jazz”11, escrito con ocasión de una
medida del régimen nazi, en octubre de ese año, que prohibía
la transmisión de este tipo de música por las emisoras de radio
en Alemania. Adorno no se detiene a lamentar las implicaciones
legales del decreto. Va directo a la cuestión musical, tal como él
la entiende: “Sin importar lo que uno quiera entender por jazz,
11
“Farewell to Jazz”, en Essays on Music, 2002. 496-500.

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David Jiménez

blanco o negro, aquí no hay nada qué rescatar. El jazz ha estado,


desde hace tiempo, en proceso de disolución, en regresión hacia las
marchas militares y toda clase de folclor” (2002, 496). No obstante la
frialdad de estas frases, dada la situación política en la que fueron
redactadas12, el autor está muy lejos de compartir las motivacio-
nes de la prohibición, aunque hay críticos de Adorno que preten-
den encontrar atisbos de racismo en sus escritos sobre jazz. Basta
avanzar un poco más en la lectura del texto para encontrar los
matices y distinciones que permiten deslindar el planteamiento
del autor de cualquier argumentación basada en prejuicios ra-
ciales: “El jazz no tiene ya nada que ver con la auténtica música
negra; ésta ha sido falsificada y pulida industrialmente desde
hace tiempo, con lo cual ha perdido sus cualidades amenaza-
doras o destructivas”. Lo anterior podría entenderse como una
refutación indirecta de los argumentos esgrimidos por las autori-
dades nazis según los cuales se trataba de una música degenerada,
propia de razas inferiores. Para Adorno, por el contrario, se trata
de la versión alemana del jazz, un producto comercial desprovisto
de todo aquello que el jazz original prometía y tampoco cumplió,
según él. En todo caso, una mercancía de consumo interno que
los nazis identificaron no sólo con los negros sino también con
los judíos, “música judeo-negroide” (Morton 2003) fue la expre-
sión acuñada entonces, fabricada en serie y ya sin relación con los
modelos lejanos y el poco de libertad y espontaneidad que éstos
pudieran inspirar. Con la pretensión de prohibir la influencia de
la raza negra sobre la nórdica y el bolchevismo cultural, lo que
en realidad prohibieron las autoridades fue la difusión de una
música estereotipada, muy de moda, para bailar, entre las clases
altas de la primera postguerra13.

12
En septiembre de 1933, Adorno había recibido una comunicación oficial del
Ministerio de Ciencia, Arte y Educación de Prusia, en la cual se le revocaba la
autorización para ejercer la docencia en la Universidad. También ese año fue
clausurado, por orden oficial, el Instituto de Investigación Social. Con el fin de
asegurarse algunos ingresos, Adorno intentó pasar las pruebas para obtener
la aprobación oficial como maestro de música, pero se le indicó que sólo po-
dría tener alumnos “no arios”. El mismo año fue obligado Arnold Schönberg
a abandonar su cátedra de música en la Academia Prusiana de Artes (Müller-
Doohm 263-265).
13
El historiador inglés Eric Hobsbawm cuenta en sus memorias que hacia 1933,
a los dieciséis años, ya había comenzado su amor por el jazz y sus primeras
compras de discos en el todavía estrecho mercado de Londres. Bessie Smith,
Louis Armstrong, Fletcher Henderson, Duke Ellington son algunos de los nom-

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EDUCACIÓN ESTÉTICA

Sobre el tipo de música que Adorno entendía por jazz se ha es-


peculado mucho. El compositor y musicólogo J. Bradford Robinson
ha dedicado a esta cuestión varios ensayos, siempre citados como
autoridad cuando se trata del tema, y la conclusión parece ser
convincente: el jazz al que se refería Adorno tenía muy poco
que ver con el jazz norteamericano, menos aun con la música
de tradición afroamericana, y sí mucho que ver con la música
de salón y la marcha militar (Robinson 1994). Su experiencia del
jazz, por lo menos la inicial, está enmarcada en la época de la
República de Weimar, una Alemania de contacto restringido con
el jazz original, que produjo su propio estilo distintivo, con base
en modelos de bandas conformadas por músicos blancos, en es-
pecial la de Paul Whiteman, muy popular en ese entonces. La
banda de Whiteman imprimió “una marca indeleble en la ima-
gen del jazz de la Alemania de Weimar”, escribe Robinson; en
cambio, “el jazz negro americano era todavía un territorio prácti-
camente inexplorado”. Con respecto a la improvisación, Robinson
afirma que la generalidad de los músicos de jazz alemán de esa
época la aprendieron en manuales de instrucción, sobre fórmulas
prefijadas. “Adorno se percató de que el jazz sinfónico de White-
man, pomposamente inflado, era sólo un intento de llegar a un
nuevo círculo de potenciales compradores deseosos de aceptar
el consumo como disfrute artístico” y no había en él ni asomo de
rebeldía cultural. “El rechazo de Adorno a esa música estaba,
sin duda, bien fundado, pero no se refería al jazz sino a la música
popular para bailar de ese momento”, escribe Berndt Ostendorf
en un erudito estudio titulado “El impacto del jazz en la cultura
europea”14. Y agrega: “poco de lo que él pudo haber escuchado
en la radio de Frankfurt sería considerado jazz hoy en día”, afir-
mación que coincide con las conclusiones de Robinson. Según
éste, los ensayos de Adorno sobre el jazz son “brillantes análi-
sis sociológicos y estéticos sobre la música popular de Weimar,
firmados por un comprometido observador contemporáneo que
entendió, mejor que cualquiera en ese tiempo, los orígenes pecu-

bres que menciona. Lo interesante está en la siguiente observación: el adolescente,


que asistía a la primera presentación de la orquesta de Duke Ellington en Londres,
despreciaba a los bailarines que, en el Palais de Danse, se concentraban en sus
parejas y no en la música admirable (Hobsbawm 80-81).
14
“Liberating Modernism, Degenerate Art, or Subversive Reeducation? –The
Impact of Jazz on European Culture?”, en http://www.ejournal.at/Essay/im-
pact.html, nota 37.

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David Jiménez

liares, la fabricación musical, los prerrequisitos institucionales y


la desaparición predeterminada de esta música exclusivamente
alemana”. Curiosamente, el jazz alemán encontró un aliado ines-
perado en la ópera Jonny spielt auf (1926), de Ernst Krenek, amigo
muy cercano de Adorno desde el año 1924. Aunque la música, y
en especial el fragmento titulado “Jonny’s blues”, tenía apenas
un lejano parecido con el jazz, ocasionó un gran entusiasmo por
esta música. La aproximación de Krenek al jazz ayudó, según
Ostendorf, a establecer el llamado “jazz de Weimar”, sucedáneo
que resultó tan ofensivo para el oído de Adorno.

Después de la segunda guerra mundial, un público mejor infor-


mado y con capacidad de discriminación por su mayor familiari-
dad con los discos comenzó a escuchar y reconocer el verdadero
jazz norteamericano. Pero en los primeros decenios del siglo XX,
el público europeo tendía a etiquetar como jazz todos los ritmos
procedentes de América que le sonaban exóticos, especialmente
si eran tocados por músicos negros. Esta primera ola del jazz en-
tró a Europa, como dice Ostendorf, por los pies, esto es, por la vía
del baile popular, y transformó todos los estilos tradicionales de
música y danza europeos. Las nuevas danzas, como el cakewalk,
el ragtime, el foxtrot, el charleston y el shimmy tuvieron tal éxito
que se apoderaron de los salones de baile de la sociedad, desde
las cortes hasta los cabarets, y desterraron casi todas las danzas
tradicionales, con excepción del valse.

La recepción de esta música en Europa estuvo en muy estrecha


relación con el sentimiento de crisis cultural expresado en las
vanguardias. Lo que para Adorno significaron Schönberg, Berg
y Webern como respuesta musical a la crisis del lenguaje tonal,
significó el jazz para otros como alternativa a la encrucijada de
la cultura europea del siglo XIX, al lado de las máscaras y esta-
tuillas africanas y otros objetos rituales. El jazz satisfizo las aspi-
raciones y profecías del modernismo mejor que cualquiera de las
artes clásicas, afirma Ostendorf. Y, además, dio a la voluntad de
transgresión de las vanguardias europeas un lenguaje popular,
con lo cual preparó el triunfo subsecuente de la industria cultural.
Utilizado como instrumento estratégico para marcar el ritmo
de ruptura con la vieja cultura europea, en consonancia con la
consigna futurista de destrucción del pasado, el jazz sirvió de

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EDUCACIÓN ESTÉTICA

respuesta, según Ostendorf, a la pregunta de Marinetti: “¿quién


nos librará de Grecia y Roma?”

Adorno miró siempre con gran desconfianza este entusiasmo con


los exotismos, y más aun cuando se pretendía encontrar en ellos
una nueva posibilidad de arte comunitario, por oposición al ra-
cionalismo individualista de la cultura europea. Elogios del jazz
como los tributados por el director de orquesta Leopold Stokowski,
a mediados de los años veinte, que ponen en circulación la imagen
del músico negro no atado a convenciones y tradiciones, de mente
abierta y mirada desprejuiciada, en experimentación permanente,
siempre tras nuevas ideas, habrían indignado a Adorno, por pro-
venir de músicos educados, capaces de percibir las limitaciones
y estereotipos de esta clase de música. Stokowski afirma que los
músicos de jazz hacen correr sangre nueva por las viejas venas
de la música y, al tocar sus instrumentos de una manera no ad-
misible para los instrumentistas cultivados, encuentran sonidos
inéditos, territorios desconocidos hacia los cuales avanzan como
auténticos pioneros. Ernest Ansermet, otro afamado director de
orquesta, escribió en 1919 un artículo, titulado “Sur un orchestre
Nègre”, en el que habla de la “sorprendente perfección, el gusto
elevado” de los músicos negros, sobre todo en las improvisa-
ciones. En particular se refirió a las interpretaciones de Sidney
Bechet, de las cuales afirmó que le recordaban, por su rigor, el
segundo Concierto Brandenburgués de Bach.

Desde su primer artículo sobre el jazz advirtió Adorno la am-


bigüedad con que se presentaba esta música, expresión avan-
zada de modernidad y, al mismo tiempo, forma popular ligada
a tradiciones y a sectores al margen de la modernización,
en sus inicios. Es la manera paradójica como el jazz llegó a ser
un símbolo de libertad primitiva en medio de la racionalización
de la vida en el capitalismo a comienzos del siglo XX, sin dejar
de ser él mismo producto de esa racionalización. En él coexisten
los recuerdos arcaicos y las audacias rítmicas y armónicas. Para
Adorno estuvieron muy claras, desde 1933, las reivindicacio-
nes que tanto los estudiosos como los entusiastas proponían en
relación con el carácter vanguardista del jazz, sobre todo en dos
aspectos: la superación de la distancia entre la música y el pú-
blico, ya casi insalvable en la música de tradición erudita, por una

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David Jiménez

parte, y de la separación entre el compositor y el intérprete, por


la otra. Esto equivalía, poco más o menos, a la superación de las
dos formas esenciales de enajenación de la música en la cultura
moderna. Adorno, como era previsible, examina estas pretensiones
con total escepticismo: la posibilidad de reconciliar la música como
arte con la música como consumo masivo forma parte, según él,
de una utopía cuyo cumplimiento pasa por instancias más allá
de la música misma. Conciliar disciplina y libertad, producción
y reproducción, calidad y éxito popular, aunque sean metas de
validez indiscutible, están lejos de su realización plena en el jazz,
y los reclamos en tal sentido son, para el autor, etiquetas comer-
ciales para un artículo de consumo.

La objeción esencial de Adorno al jazz es exactamente la misma


que hace al surrealismo e, incluso, a ciertos escritos de Benjamin.
Obsesionarse con un regreso a las imágenes de la prehistoria,
o del precapitalismo, como promesa de recuperación de la es-
pontaneidad y, en últimas, de un nuevo reino de la libertad, era
para Adorno una manera de diluir el contenido crítico del arte
en visiones míticas cuya inmediatez es meramente ilusoria, aunque
no necesariamente desprovista de gratificación estética. Para
Benjamin, esas imágenes contenían potencialidades utópicas y,
en consecuencia, cierta fuerza redentora. Para Adorno, suponen
un riesgo: suprimir la categoría de mediación y renunciar, con
ello, al carácter dialéctico del arte y a su fuerza de negación de la
realidad presente15.

IV

Adorno escribió su segundo ensayo sobre el jazz en 1936, en In-


glaterra, a donde había llegado en 1934, huyendo de las difíciles
condiciones políticas de Alemania. Durante cuatro años per-
maneció en Oxford, como estudiante de doctorado en Filosofía,
ocupado en un proyecto de disertación sobre la fenomenología

15
El artículo de Richard Wolin “Benjamin, Adorno, Surrealism”, contiene un
amplio análisis de estos temas. El autor cita varios pasajes de la Teoría estética
con la intención de demostrar que en esta obra póstuma muestra Adorno una
actitud más comprensiva con la vanguardia y admite que incluso en el irracio-
nalismo del expresionismo y del surrealismo hay una crítica a la violencia, la
autoridad y el oscurantismo (Wolin 1997).

232

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EDUCACIÓN ESTÉTICA

de Husserl. El artículo “Sobre el jazz”16 apareció originalmente,


igual que “Sobre la situación social de la música”, en la revista
del Instituto de Investigación Social, radicado por entonces en
Nueva York. En marzo de 1936 envió una extensa carta a Benjamin,
en la que comenta el ensayo de éste titulado “La obra de arte
en la época de su reproductibilidad técnica”, todavía inédito en
ese momento, y se refiere a su propio escrito, en proceso, acerca
del jazz (Correspondencia 133-139). Las discrepancias que Adorno
pone de presente en relación con el texto de Benjamin son fácil-
mente trasladables a su actitud frente al jazz. La oposición entre
el concepto de aura y el concepto de reproducción técnica es el
centro del ensayo de Benjamin: “en la época de la reproducción
técnica de la obra de arte, lo que se atrofia es el aura de ésta”
(Benjamin 22). Si por aura se entiende la unicidad de la obra de
arte, su existencia irrepetible, su lejanía con respecto al contem-
plador, lo que hace la técnica reproductiva es acercar, romper el
éxtasis ritual, privilegiar la presencia masiva en lugar de la presencia
irrepetible, con lo cual lo reproducido se desvincula del ámbito
de la tradición, que es el propio del aura. Para Benjamin era fun-
damental el nexo entre movimientos de masas y reproducción
técnica, pues ésta permitía una nueva función política del arte,
cuyo interés inmediato se situaba en la perspectiva de la lucha
contra el fascismo en el campo artístico. Por el contrario, nociones
como creación y genialidad, perennidad y misterio, le parecían
más cercanas al sentido fascista del arte. Adorno comienza por
reconocer la importancia del planteamiento en lo que respecta a
deslindar el arte, en cuanto producción y elaboración constructi-
va formal, de las nociones teológicas y mágicas. Pero le parece muy
cuestionable que se transfiera el concepto mágico de aura a la obra
de arte autónoma y se le atribuya sin más una función política
reaccionaria. La obra de arte autónoma no cae del lado mítico,
dice Adorno, sino del lado dialéctico: “entrelaza en sí misma el
momento mágico y el signo de libertad” (Correspondencia 134).
Por dialéctico que parezca el trabajo de Benjamin, no lo es con
respecto a la obra de arte autónoma, pues ésta, en la búsqueda de
una legalidad técnica y una conciencia de lo fabricable, se acerca
mucho más a lo racional y secular que a la fetichización y al tabú.
“Mi intención no es poner a salvo la autonomía de la obra de arte
como una suerte de reserva, y creo con usted que el momento
16
“On Jazz”, en Essays on Music, 2002. 470-495.

233

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David Jiménez

aurático en la obra de arte está a punto de desaparecer, no sólo


a causa de la reproductibilidad técnica, dicho sea de paso, sino
fundamentalmente a causa del cumplimiento de su propia ley
formal autónoma. Pero la autonomía, es decir, la forma mate-
rial de la obra de arte, no es idéntica al momento mágico que
hay en ella”, escribe Adorno. Y agrega que no es mediante la
supresión de la autonomía en nombre de la inmediatez del uso
como se llega a una concepción dialéctica del arte: “ambas llevan
consigo los estigmas del capitalismo, ambas contienen elementos
transformadores, ambas son las mitades desgajadas de la liber-
tad entera, que sin embargo no es posible obtener mediante su
suma (…). Usted ha sacado al arte de los rincones de sus tabúes,
pero parece como si temiera la barbarie que así ha irrumpido y
se amparase erigiendo lo temido en una especie de tabuización
inversa” (135-136).

Quizá con la misma insuficiencia dialéctica que reprocha a Ben-


jamin, termina la carta de Adorno con un comentario sobre el
jazz en el que pretende haber llegado a un “veredicto completo”
al respecto en su artículo aún inconcluso. Todos los elementos
aparentemente progresistas del jazz: montaje, trabajo en equipo,
primado de la reproducción sobre la producción, “son la fachada
de algo en verdad totalmente reaccionario” (138). Si Adorno se
molesta, no sin razón, por la forma como Benjamin prescinde de
la tensión dialéctica entre arte de masas y arte autónomo, des-
pidiendo al segundo con un gesto político de descalificación y
reduciéndolo a un capítulo superado de la función ritual, más
o menos disfrazada de secularización, él hace exactamente lo
mismo, pero en sentido inverso. Le concede todo el beneficio de
la ambivalencia al “gran arte” y ninguno a la cultura de masas
(Wellmer 47). Cuando Adorno juzga el jazz como pura regresión
cultural, sin admitir en él una mínima potencialidad liberadora,
cuando no ve en él de progresista sino la fachada y todo lo demás
le parece reaccionario, ha dejado a un lado la dialéctica para
proceder con la misma “tabuización inversa” que reprochaba a
Benjamin. Esa ambivalencia, que se espera siempre del dialéc-
tico Adorno, no se encuentra sino muy esporádicamente en el
tema del jazz, y sólo a regañadientes. Sus palabras de la carta, las
mismas que le sirven para lamentar la insuficiencia dialéctica de
Benjamin, podrían aplicarse a sus análisis del jazz: tanto los es-

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EDUCACIÓN ESTÉTICA

tigmas del capitalismo como los elementos transformadores son


propiedad común del jazz y de la música autónoma.

En el tercer párrafo del ensayo “Sobre el jazz” se desarrolla el


planteamiento esbozado en la carta a Benjamin: si se considera el
valor de uso del jazz, su idoneidad en cuanto mercancía masiva,
como correctivo al aislamiento del arte autónomo en la sociedad
burguesa, se cae en la más tardía forma de romanticismo, esto es,
en proclamar el carácter liberador de lo enajenado y su capaci-
dad para superar la enajenación17. La ansiedad por hallar una
salida conduce a afirmar aquello que se quiere evitar, convirtién-
dolo en alegoría de la libertad venidera. El jazz, dice Adorno, es
mercancía en el sentido más estricto: las demandas del mercado
penetran en el proceso mismo de su producción y lo modifican,
lo cual entra en contradicción con cualquier aspiración a la in-
mediatez. El problema con este tipo de afirmaciones ya ha sido
señalado por algunos críticos: Adorno, tan cuidadoso en referir
sus análisis de música seria a obras concretas e, incluso, a pasajes
muy bien delimitados, pocas veces menciona intérpretes, autores
o títulos de piezas cuando se trata de jazz, con lo cual sus comen-
tarios sobre el tema dejan casi siempre la impresión de generaliza-
ciones sobre un objeto abstracto o, por lo menos, muy escasamente
precisado18.
17
Benjamin tenía en mente la relación entre fascismo y futurismo cuando puso
punto final a su escrito “La obra de arte en la era de su reproductibilidad téc-
nica” con esta frase: “La humanidad que antaño, en Homero, era un objeto de
espectáculo para los dioses olímpicos, se ha convertido ahora en espectáculo
de sí misma. Su autoalienación ha alcanzado un grado que le permite vivir
su propia destrucción como un goce estético de primer orden. Este es el es-
teticismo de la política que el fascismo propugna. El comunismo le contesta
con la politización del arte” (Benjamin 57). La frase literal de Adorno dice: “La
burguesía se ha reservado, como privilegio, el encontrar placer en su propia
alienación” (2002, 473-474).
18
Aunque reconoce períodos de desarrollo y variaciones de estilo, no tiene en
cuenta estas distinciones en sus análisis, como si fuera igualmente válido para
el bebop lo que afirma sobre el swing, dos denominaciones que utiliza, de paso,
en sus escritos sobre jazz, lo cual equivale a nivelar por lo bajo las diferencias
estilísticas y de valor estético entre la música de Glenn Miller y la de Charlie
Parker, por ejemplo. En un artículo de Robert W. Witkin titulado “¿Por qué
Adorno odiaba el jazz?” (“Why did Adorno ‘Hate’ Jazz?”), el autor subtitula
uno de sus capítulos así: “¿Estaba Adorno realmente hablando de buen jazz?”.
Es difícil sostener que Adorno no hubiera oído auténtico jazz en la época en
que escribió el ensayo “Sobre el jazz”, afirma Evelyn Wilcock en su artículo
“Adorno, jazz y racismo: sobre el jazz y el debate sobre el jazz británico 1934-

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David Jiménez

Como arte característico de la era de reproducción mecánica, sus


medios propios de difusión están en la radio, el disco y el cine. Su
medio vivo y directo en las jam-sessions tiende a ser una excep-
ción frente a las exigencias del capital que controla la producción
discográfica y limita las posibilidades de elección en la esfera del
consumo. En un momento muy revelador de este ensayo, Adorno
se refiere a ciertas piezas en las que se expresa “la idea pura del
jazz como interferencia” y afirma que en ellas aparece “un cierto
exceso de la fuerza productiva musical que va más allá de las
demandas del mercado” (“Sobre el jazz” 2002, 475). Éstas reciben
un lánguido consentimiento, una vez aseguradas las ventas de
los éxitos comerciales, e incluso sirven como argumento para la
promoción masiva. Subrayar estos breves pasajes en los escri-
tos de Adorno resulta de la mayor importancia, pues en ellos se
vislumbra otra visión y valoración del jazz, nunca desarrolladas
a cabalidad. En “Adiós al jazz” hay un pasaje semejante en el
que, por un instante, el autor se permite imaginar lo que sería el
jazz si llevara los impulsos de improvisación y de emancipación
rítmica hasta sus últimas consecuencias. La vieja simetría se
rompería en pedazos, lo mismo que las estructuras repetitivas y
la armonía tonal, como sucede en ciertos experimentos jazzísti-
cos de Stravinsky, con lo cual el jazz se convertiría en arte musi-
cal serio, pero perdería su fácil comprensión y, por lo mismo,
su arraigo en el gusto popular (2002, 498-499)19. El jazz relativa-
mente progresivo y moderno no sólo permite a las clases altas un
sentido de identidad a través del gusto musical consciente, sino
que produce una cierta ilusión de emancipación erótica a través
de aquello que parece moderno y perverso. Pero lo que se abre
camino en la memoria pública son las melodías más fáciles y los

1937”. Según testimonios, citados por la autora, de personas que estudiaron en


Oxford en los mismos años que Adorno, el jazz se oía por todas partes. Era la
música de los botes que navegaban río abajo en el verano, la que se oía en la
cafetería donde los estudiantes tomaban su café matutino y la que, en discos
o radio, escuchaban los estudiantes en sus cuartos para estimularse antes de
escribir los trabajos escolares. Adorno no pudo ser totalmente ajeno a este am-
biente musical de su Universidad (Evelyn Wilcock. “Adorno, Jazz and Racism:
‘Über Jazz’ and the 1934-1937 British Jazz Debate”. Telos 107 [1996]: 63-80. Citado
en Witkin 2000).
19
Las innovaciones del jazz a partir de los años cincuenta y la radicalización de
esta música en los sesenta por parte de algunos músicos como Ornette Coleman
y John Coltrane llevaron a su cumplimiento estas vislumbres que Adorno nun-
ca vio realizadas pero previó como posibilidades en el jazz (Schönherr 1991).

236

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EDUCACIÓN ESTÉTICA

efectos rítmicos más triviales. Si se pregunta a los promotores


comerciales las razones detrás del éxito musical, probablemente
responderán con fórmulas mágicas tomadas del vocabulario del
arte: la inspiración, el genio, la originalidad. El momento de la
irracionalidad en el éxito nunca puede pasarse por alto, acepta
Adorno, pero está lejos de anular el elemento predeterminado
y controlado por el sistema de producción industrial. Todo lo
anterior parece abrir paso a la convicción de que el jazz es falsa-
mente democrático: mientras más profundamente penetra en la
sociedad y recibe la aceptación de su público, más se trivializa y
menos propenso se muestra a tolerar las irrupciones de la libertad
imaginativa.

Los elementos formales del jazz han sido completamente reelabora-


dos de acuerdo con las exigencias del intercambio capitalista, y
de nada vale recurrir a falsos orígenes o a la ideología que supone
en el jazz una fuerza elemental con la cual podría regenerarse la
decadente música europea (“Sobre el jazz” 477). Adorno repite,
en los tres ensayos sobre el tema, sus puntos favoritos de contro-
versia: la relación directa entre el jazz y la música negra auténtica
es altamente cuestionable, sus promesas de reconciliación decep-
cionan, las improvisaciones y rupturas son ornamentos ocasio-
nales y no partes determinantes de la totalidad formal, el jazz
es un fenómeno urbano en el cual la piel de los músicos negros
desempeña sólo una función colorística. Esta última afirmación
ha sido tachada de racismo por algunos críticos. Sin embargo, el
cuestionamiento de Adorno se dirige más bien a la estrategia de
la industria cultural que empaca y rotula la mercancía jazz como
música afroamericana, y a la función que cumple ese empaque
en cuanto disfraz para algunos de los usos ideológicos que se le
asignan. Más que un ataque contra el jazz en su conjunto, el en-
sayo de Adorno es un debate sobre lo que la industria cultural pre-
senta como jazz, aunque el mismo autor parezca a veces indeciso
entre tomarlo como una creación de la industria cultural o como
su prisionero (Gunther 2003)20. En lo que sí es inequívoco Adorno es
en afirmar que lo supuestamente primitivo en el jazz es la forma
20
En “Conversing with Ourselves: Canon, Freedom, Jazz”, Catherine Gunther
Kodat dice que Adorno era un crítico de la industria cultural, no un aficionado
al jazz: su interés estaba más centrado en los usos y formas de consumo del
jazz, en sus implicaciones ideológicas, en su relación con el capital y los medios
de difusión, que en la música misma.

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David Jiménez

específica que adopta esta mercancía para su distribución comer-


cial, una respuesta a la demanda moderna de arcaísmo, que le
merece el calificativo de “regresiva”. Lo que pervive desde los
orígenes, lo primigenio, está íntimamente ligado a lo nuevo, esto es,
lo original en el sentido de aquello que no proviene de un modelo
anterior. El jazz ofrece lo más antiguo y lo más nuevo, lo que
se repite al lado de lo irrepetible, como una receta mágica. Las
dos demandas son irreconciliables, y por eso mismo revelan la
contradicción del sistema capitalista, obligado a desarrollar y, al
mismo tiempo, a encadenar las fuerzas productivas.

Cuando lo nuevo penetra, ocasionalmente, en los esquemas


repetidos del jazz, lo hace con la apariencia de lo individual. El
estilo de salón al cual tiende el jazz más moderno, bajo la influencia
del impresionismo, busca lo expresivo como si anhelase anunciar
algo íntimo, del alma. Pero el buen gusto en el jazz, con su as-
pecto de modernidad y sus resonancias armónicas de Debussy,
según Adorno, resulta tan decepcionante como su reverso, la
falsa inmediatez. El refinamiento educado convierte el jazz en
música convencional: “jazz clásico estabilizado” es la expresión
irónica de Adorno, quien cita, en este contexto, a Duke Ellington
como modelo del músico de jazz entrenado y admirador de los
impresionistas. Menciona, igualmente, el estilo susurrado de los
cantantes para ponerlo en el polo sujetivo del jazz, el de la músi-
ca de salón, aclarando que entiende aquí sujetividad en el sen-
tido de un producto social cosificado en forma de mercancía. El
jazz se muestra, de esta manera, como un cruce entre la música
suave de salón y la marcha militar, mientras su núcleo esencial, el
hot21, se va estabilizando en una línea intermedia, de cuidadosa
artesanía y buen gusto. Es éste último el encargado de restringir
los excesos de la improvisación que se presentaban en la concep-
ción original del jazz y de afianzarlo en una apariencia de arte
autónomo, con el consecuente abandono de todo lo que había
contribuido a su promesa de inmediatez colectiva. En cuanto a
la marcha, Adorno no se equivoca al señalar la conexión histórica

21
Desde los años veinte, esta palabra designaba, en la terminología del jazz,
toda interpretación ejecutada con calor y expresividad, por oposición a las in-
terpretaciones de las orquestas de baile, frías, pulidas, aferradas a las normas
del buen gusto, pero carentes de fuerza y espontaneidad. En general, puede
decirse que hot es sinónimo de jazz, en el sentido propio del término (Dicciona-
rio del jazz 581).

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EDUCACIÓN ESTÉTICA

del jazz con la banda militar, pero la lleva demasiado lejos, hasta
concluir que “el jazz puede ser fácilmente adaptado para uso del
fascismo” (“Sobre el jazz” 485).

En la historia de la función social del jazz, Adorno señala una ten-


dencia a la desmitologización de la danza, aunque advierte que ese
lado secularizador termina por convertirse en su contrario, esto es,
en una nueva magia. El jazz parece liberar al bailarín de la sujeción
a gestos exactos, propios de la danza tradicional, y sumergirlo,
en cambio, en la naturaleza arbitraria de la vida cotidiana. Con
el jazz, la contingencia de la existencia individual se afirma, en
apariencia, frente a las constricciones sociales normativas. Según
Adorno, la música suena, a veces, como si hubiera renunciado a
la distancia estética para adentrarse en la realidad empírica de
la vida ordinaria. El jazz se ha mostrado particularmente apto
para acompañar las acciones contingentes y prosaicas en el cine,
pero, al mismo tiempo, las carga con un significado sexual explí-
cito, cercano a la gestualidad obscena. Los movimientos hacen
referencia directa al coito y el ritmo es similar al de la relación
sexual. Si las nuevas danzas han desmitificado la magia erótica
de las antiguas, también resulta claro que la han reemplazado por
la insinuación abierta del acto consumado, con lo cual el jazz se
atrajo el odio de grupos religiosos y ascéticos de la pequeña bur-
guesía.

Adorno compara esta representación simbólica de la relación


sexual en el jazz con el contenido manifiesto del sueño en el psi-
coanálisis. Igual que en el sueño, el contenido sexual manifiesto
del jazz, en su crudeza y transparencia, intensificado más que cen-
surado, oculta un segundo contenido, más profundo y peligroso, de
orden social, un significado latente que se encuentra en relación
con el sentido de contingencia del jazz. Este contenido latente es
el núcleo esencial de su función social y se cumple en un ritual
de identificación del individuo con la colectividad: no del sujeto
libre que se eleva sobre lo colectivo sino del que es víctima de lo
colectivo. En el jazz se cumple un ritual de sacrificio humano, y
Adorno se permite ilustrarlo en un breve paralelo con La consa-
gración de la primavera de Stravinsky, el músico que precisamente
considera más cercano al jazz. La música y la danza en el jazz,
igual que en el ballet de Stravinsky, simbolizan la muerte históri-
ca del sujeto, si bien este significado latente es reprimido, como

239

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David Jiménez

sucede en el sueño, bajo la presión de la censura. En su contenido


manifiesto, el jazz se aleja de lo colectivo, igual que la síncopa lo
hace del compás regular; busca lo excéntrico como el súmmum
de la sujetividad autónoma y abomina de la mayoría regulada,
anterior al sujeto e independiente de éste. Pero esa mayoría lo espe-
ra, no obstante sus protestas en contra: en ella se sumerge y a ella
se pliega, como si fuera un destino final irremediable. Y aunque
el ritmo de la arbitrariedad se subordina a otro más acorde con
la norma general establecida, el jazz, sin embargo, mantiene su
ambivalencia: obedecer la ley, pero ser diferente.

Incluso en la práctica de las más clásicas orquestas de jazz, la


excentricidad sigue siendo una marca de fábrica, desde los mala-
barismos de los bateristas, hasta las notas falsas deliberadas y las
improvisaciones fuera de compás. La síncopa, que en Beethoven
era expresión de una fuerza sujetiva acumulada y dirigida contra
la autoridad con el fin de producir su propia ley autónoma, en
el jazz no es sino excentricidad sin propósito, expresión de una
impotencia sujetiva que Adorno compara con la del individuo
frente a la autoridad en las películas mudas de Chaplin o de Harold
Lloyd. Igual que en éstas, ve en el jazz una marcada tendencia
al sadomasoquismo: el sujeto encuentra placer en su propia de-
bilidad, como si al final fuera a ser recompensado por ella, es
decir, por adaptarse a la colectividad que lo golpea y debilita. El
yo contingente termina por entregarse a la ley y seguir el patrón
colectivo. Aprende a temer la autoridad, a experimentarla como
una amenaza de castración y, en últimas, a identificarse con ella.
A cambio, interioriza la máxima reguladora y paradójica por ex-
celencia: obedece y serás parte, admite ser castrado y dejarás de
ser impotente.

Las manifestaciones de debilidad en el jazz aparecen, según


Adorno, en sus aspectos paródicos o cómicos, peculiares de las
secciones hot, sin que, por otro lado, sea posible precisar qué es
exactamente lo parodiado. En la interpretación del jazz se repre-
senta la oposición del individuo a la sociedad pero a la vez su
debilidad. El conocimiento de las reglas de juego musicales, el
virtuosismo, los excesos irónicos, la excentricidad son la otra
cara del miedo a la disonancia, a la emancipación completa de
sus fuerzas productivas, que mantiene el jazz siempre a un paso

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EDUCACIÓN ESTÉTICA

de lo convencional. La amalgama de música de salón y marcha


guarda un paralelismo simbólico con la interrelación del sujeto
históricamente sacrificado y el poder social que lo produce, lo
objetiva y lo elimina. Para Adorno, la unidad de lo seudo-libera-
do en su expresión sujetiva y lo mecánico en el metro regular
de la marcha constituye la clave para entender el sentido social
del jazz. El sonido objetivo de la banda militar se embellece con
efectos expresivos, pero éstos no consiguen ser dominantes y
terminan reforzando los elementos grotescos inherentes al jazz.
Sin embargo, lo sentimental y lo cómico nunca son separables en
este tipo de música. Ellos caracterizan, en opinión de Adorno,
una sujetividad que se rebela contra el poder colectivo, pero ter-
mina golpeada y acallada por el sonido de la batería, ridiculizada
por las distorsiones de los instrumentos de viento, desmentida
por el histrionismo de la exhibición interpretativa22.

Nada más parecido a estas páginas de Adorno sobre el jazz que


las reflexiones sobre Stravinsky en Filosofía de la nueva música. El
trasfondo histórico y filosófico es el mismo: ritual, juego paródi-
co, sadomasoquismo, expresión burlada, disolución del sujeto.
En escritos anteriores había afirmado que algunos compositores
modernos acudían al jazz en busca de nuevas formas de comu-
nicación con el público, con la intención de superar la soledad de
la música seria, y mencionaba a Stravinsky entre ellos. En una
larga nota de Filosofía de la nueva música presenta una versión
diferente de la relación de Stravinsky con el jazz: “A diferencia
de los innumerables compositores que, flirteando con el jazz,
creían estar ayudando a su propia ‘vitalidad’, signifique esto lo
que signifique en música, Stravinsky descubre, mediante la de-

22
Podría pensarse que estas críticas de Adorno son excesivas y no guardan pro-
porción con la realidad del jazz en ese momento. Sin embargo, resultaría muy
interesante compararlas con las críticas de los propios músicos de jazz que, en
los decenios siguientes, llegaron, con posiciones muy cercanas a las de Adorno,
a demoler casi todas las tradiciones del jazz anterior y a ensayar el atonalismo,
la libre improvisación e, incluso, el radicalismo político y la oposición a los es-
quemas comerciales. Una de las figuras más controvertidas fue Louis Armstrong,
maestro indiscutible, pero modelo negativo por su tendencia, precisamente, al
masoquismo en el sentido explicado por Adorno: víctima del racismo e histrión
al servicio del opresor, según sus críticos.

241

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David Jiménez

formación, cuanto hay de raído, gastado, comercial en la música


de baile establecida desde hace treinta años. En cierto modo la
obliga a que ella misma manifieste su oprobio y transforma los
giros estandarizados en cifras estandarizadas de la disgregación.
Con ello elimina todos los rasgos de falsa individualidad y ex-
presión sentimental que forman partes inseparables del jazz in-
genuo y con feroz sarcasmo hace de tales huellas de lo humano
que pudieran subsistir en las fórmulas compuestas de una hábil
discontinuidad fermentos de la deshumanización” (2003, 150).
Lo que atrae al compositor hacia el jazz no es el éxito de masas
sino al contrario: anda en busca de “escombros de mercancías”,
como los surrealistas en la misma época trabajaban con materiales
de desecho de la vida cotidiana, cabellos, hojas de afeitar, papel de
estaño, para construir sus montajes oníricos. Esos desechos vienen,
para el compositor, de la música que la radio y los gramófonos
vierten sobre las ciudades, como una especie de monólogo inin-
terrumpido, un segundo lenguaje musical, tecnificado y primitivo,
procedente de la esfera del consumo. En el intento de recoger ese len-
guaje y convertirlo en material de construcción estética, Stravinsky
coincide con Joyce. Sus pastiches de jazz, dice Adorno, prometen
conjurar la tentación de abandonarse al consumo masificado, ce-
diendo a él. Comparada con la suya, la relación de los otros com-
positores con el jazz no fue más que un sencillo congraciarse con
el público, una simple venta. En cambio, “Stravinsky ritualizó la
venta misma, más aún, la relación con la mercancía en general. Él
baila la danza macabra en torno al carácter fetiche de ésta”.

Adorno encuentra en la música de Stravinsky la misma tenden-


cia del jazz al placer sadomasoquista de la autoextinción del su-
jeto, la misma incapacidad o intolerancia para la introspección y
la autorreflexión. Obras como Piano Rag Music, escrita para piano
mecánico, o el Concertino para cuarteto de cuerdas, compuesto para
la formación instrumental que la tradición clásica consideraba
más adecuada al humanismo musical, convertido por el com-
positor en pieza mecánica al exigir a los intérpretes que imitasen
el zumbido de una máquina de coser, llevan a Adorno a concluir
que, en Stravinsky, la angustia de la deshumanización se con-
vierte en un juego, cuyo placer deriva del instinto de muerte. Se
suprime el aspecto sujetivo en favor de la reproducción mecáni-
ca, con lo cual las obras musicales, que en sí mismas contenían
una exigencia de libre interpretación, dejan de ser interpretables

242

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EDUCACIÓN ESTÉTICA

y se acumulan como cosas en archivos sonoros (“Las curvas de


la aguja” 2002, 272)23. Igual que en el jazz, Adorno señala en
Stravinsky una alienación de la música con respecto al sujeto, una
objetividad no dialéctica por ausencia de tensión con su opuesto.
En contraste con lo que sucede en la música de Schönberg, en la de
Stravinsky y en el jazz se reprime la expresión del sufrimiento
y la autoconciencia de la alienación, mientras se privilegian las
sensaciones y la conciencia del cuerpo como un objeto ajeno.
De Petrushka, por ejemplo, destaca Adorno varios rasgos que lo
aproximan al jazz tal como aparece descrito en sus ensayos: el
sentido de acrobacia sin significado, la falta de libertad de quien
repite siempre lo mismo hasta que logra lo más arriesgado, el
virtuosismo sin objeto, la imitación paródica de las formas musi-
cales rechazadas por la cultura oficial, la atmósfera de cabaré, la
desdeñosa demolición de lo interior.

El rechazo de todo psicologismo y la reducción de la música a


fenómeno puro inducen a hipostasiar como verdad lo que que-
da, una vez se ha sustraído el contenido que se supone fraudu-
lentamente impuesto a la obra musical. Ésta, relegada con respec-
to al sujeto y privada así de su elocuencia humana, en lugar de
significar, funciona como estímulo corporal del movimiento, y
prepara de esta manera la entronización del consumo en cuanto
ideal estético incuestionado (Adorno 2003, 124-125). Adorno su-
giere que en Petrushka hay una especie de sublevación contra las
pretensiones espirituales de la música a lo más elevado y una
tendencia a limitar la música al cuerpo, a la apariencia sensible.
Esta tendencia, dice, va del arte decorativo que considera el alma
como mercancía, a la negación del alma en protesta contra el
carácter de mercancía. Igual que en el Pierrot Lunaire de Schönberg,
la transfiguración neorromántica del clown anuncia, en su trage-
dia, la impotencia creciente de la sujetividad. Pero divergen en la
manera de tratar la figura del clown trágico. Schönberg concentra
todo en el sujeto solitario que se repliega sobre sí mismo. Libre
de las trabas empíricas, casi sujeto trascendental, se reencuentra
en un plano imaginario, figurado por música y texto como imagen
de la esperanza sin esperanza. El Petrushka de Stravinsky per-
manece ajeno al pathos expresionista del Pierrot de Schönberg.
No carece de rasgos sujetivos, dice Adorno, pero “en lugar de

23
“The Curves of the Needle”, en Essays on Music, 2002. 271-276.

243

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David Jiménez

tomar partido por el maltratado, la música se pone de parte de


los que lo maltratan y, por consiguiente, el clown no se con-
vierte para la colectividad en símbolo de reconciliación sino en
siniestra amenaza. En Stravinsky, la sujetividad asume el carácter
de víctima; sin embargo -y en esto se burla de la tradición del
arte humanista- la música no se identifica con la víctima sino con
la instancia agresora. Por la liquidación de la víctima, se deshace
de su propia sujetividad” (127). El sujeto sacrificado a la obje-
tividad regresiva de lo colectivo, el individuo cansado de la dife-
renciación, el primitivismo como recurso estético para desem-
barazarse del peso de lo racional, la autoridad de lo mecánico,
la felicidad de deshacerse del propio yo para identificarse con lo
masivo son, para Adorno, signos históricos que acusan el declive
del arte autónomo y el predominio de la industria cultural. Las
críticas al jazz y a la música de Stravinsky no son sino parte de
una elaboración teórica más amplia sobre el futuro del arte y de
la sujetividad en la modernidad avanzada24.

VI

Adorno escribió su libro sobre Wagner entre 1937 y 193825. Fue,


pues, comenzado en Inglaterra y terminado en Nueva York. A
esta ciudad llegó, en febrero del 38, para unirse a un grupo de
investigación, dirigido por el sociólogo Paul Lazarsfeld, que
trabajaba en un proyecto titulado Princeton Radio Research Project.
El objetivo era investigar, de manera empírica, los efectos de la
transmisión radiofónica de música, utilizando los instrumentos
metodológicos proporcionados por la sociología de la comuni-
cación. Adorno se encontró, por primera vez en su vida, escribiendo
un libro sobre música alemana y, al mismo tiempo, ocupado en
tareas de investigador social, con encuestas sobre tipos de oyen-
tes, preferencias o rechazos del público según géneros prede-

24
“Es pensable, y no una mera posibilidad abstracta, que la gran música –un
desarrollo tardío- sea posible sólo durante una fase limitada de la humanidad”,
escribe Adorno en su Teoría estética. La sublevación del arte contra el mundo se
ha convertido en sublevación del mundo contra el arte, afirma, y no es seguro
que éste logre sobrevivir (1997, 3).
25
Tres capítulos aparecieron, con el título de “Fragmentos sobre Wagner”, en
la Revista de Investigación Social I/2 (1939): “Carácter social”, “Fantasmagoría”
y “Dios y mendigo”. El libro completo fue publicado trece años más tarde, en
1952, bajo el título de Ensayo sobre Wagner (Müller-Doohm 357).

244

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EDUCACIÓN ESTÉTICA

terminados de música, análisis de motivación para la recepción


de los programas, todo dentro de una concepción pragmática
de investigación por encargo, para aumentar sintonía y mejorar
rendimientos. Escuchó, entonces, expresiones como “Likes and Dis-
likes Study”, “Success or Failure of a Programme”, “Adminis-
trative Research”, cuyo significado no podía imaginar siquiera.
El proyecto, financiado por la Fundación Rockefeller, estipulaba
expresamente que la investigación debía aplicarse al sistema de
radio comercial de los Estados Unidos. “Todo podía ser objeto de
análisis”, dice Adorno, “menos el sistema mismo, sus supuestos
sociales y económicos y sus consecuencias socioculturales” (“Ex-
periencias científicas en Estados Unidos” 1973, 112). Su interés se
orientó hacia el tema que ya venía siendo objeto de preocupación,
sobre todo en sus escritos de música: la cultura de masas. Muy
pronto aparece la conexión: “Los fenómenos de que ha tratado
la sociología de los medios de comunicación de masas, sobre
todo en Estados Unidos, no pueden separarse, en la medida
en que constituyen fenómenos estandarizados, de la transfor-
mación de las creaciones artísticas en bienes de consumo, de la
calculada seudoindividualización y de manifestaciones seme-
jantes a aquello que, en el lenguaje filosófico alemán, se llama
cosificación. Corresponde a ellas una conciencia cosificada, casi
incapaz de experiencia espontánea, en sí misma manipulable”
(115-116).

El tema de Wagner no estaba tan lejos de esas inquietudes como


podría parecer. En el primer ensayo que escribió para el Radio
Research Project, titulado “Sobre el carácter fetichista en la músi-
ca y la regresión del oído”, también escrito en 1938, Adorno
afirmaba que “el carácter fetichista del director de orquesta es el
más evidente de todos y al mismo tiempo el más oculto” (1966a,
43). El nombre de Toscanini aparece mencionado como ejemplo
del ídolo en el cual se adora el valor de cambio, su carácter de
mercancía valorizada en el mercado, sin que los consumidores
de tal mercancía, que han pagado por ella en el concierto, hayan
alcanzado de hecho la conciencia de las cualidades específicas
que aparentan consumir. En el Ensayo sobre Wagner se habla del
compositor como director de orquesta: Wagner no sólo abrazó la
profesión de dirigir sino que compuso la primera música de gran
estilo para director de orquesta. Su música, según Adorno, “fue
concebida según el arte del gesto que marca el compás” (1966b,

245

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David Jiménez

33). Si compositor y público están necesariamente separados,


la música de Wagner tiende a remediar esta alienación, impli-
cando al público en la obra en cuanto efecto de la misma. “Como
abogado del efecto, el director de orquesta se vuelve abogado
del público en la obra” (34). En Wagner encuentra Adorno una
actitud premeditada en relación con el efecto que la música debe
producir en su público, por una parte, y un cálculo de los efectos
dramáticos del gesto autoritario al dirigir, por otro. En ambos
casos se trata de rasgos que anuncian la cultura de masas y que
arrojan sobre la soberanía del director de orquesta los destellos
premonitorios del caudillo totalitario (“Sobre el carácter fetichista
en la música...” 43).

Una de las funciones del leitmotiv wagneriano, además de sus fun-


ciones estéticas, es la de fijarse en la memoria, tal como lo hace la
publicidad. Si la comprensión musical depende, en gran medida,
de la facultad de recordar y de prever, el leitmotiv se asemeja a
la idea fija, repetida para los olvidadizos, para los que no en-
tienden nada de música, y ligado a la ausencia de una verdadera
construcción de motivos a favor de un discurso musical asocia-
tivo. Este procedimiento ya tiene en cuenta, en sus oyentes, lo
que cien años más tarde se llamará “debilidad del yo”. La música
de Wagner, comparada con el clasicismo vienés, parece concebida
para escucharse a una distancia mayor, de igual manera que la
pintura impresionista demandaba una mirada de más lejos que
la pintura anterior. Escuchar a una mayor distancia es también
escuchar con menor atención. Adorno aplica aquí a la música de
Wagner la misma noción de “recepción distraída” que Benjamin,
en “La obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica”,
aplicaba al arte de masas. Las óperas de Wagner son monstruosa-
mente largas y se explica que su público se distraiga, como de-
jándose llevar por la corriente, mientras el efecto se logra por
innumerables repeticiones.

Un tema desarrollado en el Ensayo sobre Wagner, que recuerda


ciertas críticas de Adorno al jazz, tiene que ver con el “histrionis-
mo”. Igual que en las interpretaciones de jazz, hay en Wagner
una especie de regresión: si la música occidental se ha desarrolla-
do en un alejamiento progresivo de la mímesis a favor de la racio-
nalización, tendencia que Adorno relaciona con la cristalización
de una lógica musical autónoma, en Wagner parece no existir

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EDUCACIÓN ESTÉTICA

ese miedo a la mímesis. Según Adorno, las insuficiencias técnicas


de composición en las obras de Wagner provienen siempre de
que la lógica musical es reemplazada por la gesticulación, de
manera semejante a como los agitadores políticos reemplazan el
desarrollo discursivo del pensamiento por gestos verbales y con-
signas. Adorno sostiene, como parte sustancial de su teoría esté-
tica, que toda música se remonta a lo gestual y lo conserva. Pero
lo interioriza y lo espiritualiza en forma de expresión, mientras
el conjunto del discurso musical obedece a la síntesis lógica de la
construcción. La gran música intenta conciliar los dos elementos,
a lo cual Wagner se opone. En su música, el elemento expresivo
apenas logra contenerse en la interioridad y estalla en gesto exte-
rior. A esto se debe, dice Adorno, esa penosa sensación de que la
música parece estar siempre tirando de la manga al oyente. Tal
exteriorización es un índice del carácter de mercancía. El elemen-
to gestual en Wagner no es, como él lo pretendía, manifestación
de un hombre íntegro, sino reflejo imitativo de un elemento cosi-
ficado, en relación deliberada con el efecto sobre el público. Como
en la cultura de masas, vale en cuanto espectáculo, transposición
a la escena de los comportamientos de un público imaginario:
rumor popular, olas de entusiasmo, aplausos, triunfo de la afir-
mación del yo. El gesto, con su mutismo arcaico y su ausencia de
lenguaje, se afirma como un instrumento de dominación extrema-
damente moderno. El director de orquesta-compositor, portavoz
de todos, los constriñe a la obediencia muda.

En cuanto elementos desligados de la totalidad, los leitmotive


wagnerianos se convierten en alegorías. La exégesis ortodoxa
de la obra de Wagner ha subrayado este carácter alegórico, asig-
nando a cada leitmotiv su respectivo nombre que lo identifica de
manera rígida, como en los cuadros religiosos en los que la leyen-
da surge al descifrar el significado fijo de cada elemento. Adorno
relaciona este aspecto de la música de Wagner con la música de
cine, en la cual ya se ha delimitado la función de los leitmotive a
estereotipos que sirven sólo para anunciar la presencia del héroe
o determinada situación, de manera que el espectador se oriente
más rápidamente.

Detrás de un velo de desarrollo continuo, Wagner ha escindido la


composición en leitmotive alegóricos, yuxtapuestos como objetos.
Éstos se sustraen tanto a las exigencias de una totalidad formal

247

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David Jiménez

musical como a las exigencias estéticas del simbolismo. Esto im-


plica, según Adorno, un abandono de la tradición del idealismo
alemán. Sin embargo, esta falta de unidad y de coherencia inma-
nente en Wagner tiene, para Adorno, un valor revolucionario,
pues tanto en arte como en filosofía los sistemas tienden a pro-
ducir, a partir de sí mismos, la síntesis de la diversidad, como re-
sultado de una crisis histórica que cuestiona la totalidad y resalta
sus aspectos problemáticos. “En la música wagneriana”, afirma
Adorno, “reacción y progreso no se dejan separar sino que se en-
trelazan casi indisolublemente” (1966b, 59). Y cita, a propósito,
un pasaje de Los maestros cantores: “¿Cómo encontrar la norma?
–Pónla tú mismo y síguela”. La hostilidad wagneriana contra las
formas recibidas se manifiesta en su técnica de división del mate-
rial musical en elementos ínfimos, una atomización que recuerda,
no por azar, la división del proceso de trabajo en unidades cada
vez menores en la industria. En uno y otro caso, la subdivisión
del todo permite dominarlo y plegarlo a la voluntad del sujeto
que se ha liberado de toda idea preconcebida. Adorno señala
una analogía de la técnica wagneriana con el impresionismo, lo
cual apunta, según él, a la unidad de las fuerzas productivas de
la época. Wagner fue un impresionista “malgré lui”, si bien la
coincidencia se limita a “episodios de atmósfera”, y esto se ex-
plica porque Wagner, en quien aparece tan clara la interferen-
cia de lo nuevo con lo viejo, buscaba el estímulo de lo nuevo,
pero sin llegar a contrariar bruscamente los hábitos de audición
consolidados. La novedad impresionista limita en Wagner con la
superstición tradicional que identifica la importancia de la idea
estética con la grandiosidad de los temas escogidos y la monu-
mentalidad de la obra, concepción estética acorde con el atraso
de las fuerzas productivas humanas y técnicas en la Alemania de
mediados del siglo XIX.

Resulta claro en este ensayo el propósito del autor de “conciliar


los análisis sociológicos con los técnico-musicales y estéticos” y
de interpretar los aspectos técnicos de la obra de Wagner como
“cifras de realidades sociales” (“Experiencias científicas en Esta-
dos Unidos” 110-111). Estas páginas de Adorno parecen destina-
das a preparar los futuros desarrollos sobre la industria cultural.
Cuando el autor se refiere, por ejemplo, a la atomización del ma-
terial musical como técnica de composición autoritaria y totali-
taria, parece estar buscando en Wagner las raíces del fascismo y de

248

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EDUCACIÓN ESTÉTICA

la cultura de masas26. Lo mismo puede decirse de su observación


sobre la “devaluación del elemento individual con respecto a la
totalidad, que excluye las verdaderas interacciones dialécticas”
(1966b, 63). Según Adorno, “en la música de Wagner ya se al-
canza a percibir la tendencia que habrá de seguir la evolución
de la conciencia burguesa en su estadio tardío: ella obliga al in-
dividuo a afirmarse con tanta mayor energía cuanto más se ha
vuelto, de hecho, fantasmagórico e impotente”.

El capítulo sexto del libro, titulado “Fantasmagoría”, es central


para el tema del fetichismo musical y de la disolución del su-
jeto. En el ensayo “Sobre el carácter fetichista de la música y la
regresión del oído”, Adorno recurre a la fuente directa, el primer
capítulo de El Capital, para definir el concepto de fetichismo.
Marx dice que las cosas, como valor de uso, no tienen misterio:
satisfacen necesidades sin dejar de ser lo que son. Pero en cuanto
se presentan como mercancías, se vuelven enigmas. La fantasma-
goría consiste, según él, en que la forma mercancía hace aparecer
el carácter social de los productos del trabajo como si fuera una
propiedad natural de las cosas27. Es lo que sucede con la aparien-
cia estética convertida en mercancía. Según Adorno, “disimular
la producción bajo la apariencia del producto es la primera ley
de la forma en Richard Wagner” (1966b, 114). El fenómeno esté-
tico no permite que las fuerzas y las condiciones de su produc-
ción real aparezcan como tales. La realización de la apariencia
formal es al mismo tiempo la realización del carácter ilusionista
de la obra. Las óperas de Wagner tienden a la fantasmagoría y

26
Según Andreas Huyssen, “siempre que Adorno dice fascismo, está diciendo
también industria cultural”. Y continúa: “El libro sobre Wagner puede leerse
entonces no sólo como un análisis del nacimiento del fascismo del espíritu de la
Gesamtkunstwerk, sino también como un análisis del nacimiento de la industria
cultural en el más ambicioso arte elevado del siglo XIX” (Huyssen 74).
27
“La relación de valor de los productos del trabajo nada tiene que ver con
su naturaleza física. Se trata sólo de una relación social determinada de los
hombres entre sí, que adquiere para ellos la forma fantástica de una relación
entre cosas. Para encontrar una analogía a este fenómeno hay que buscarla en
la región nebulosa del mundo religioso. Allí los productos del cerebro del hom-
bre tienen el aspecto de seres independientes que se comunican con los seres
humanos y entre sí. Lo mismo ocurre con los productos de la mano del hom-
bre, en el mundo de las mercancías. Es lo que se puede denominar fetichismo
adherido a los productos del trabajo en cuanto se presentan como mercancías”
(Marx 87).

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ésta se extiende desde los efectos sonoros, “los dulces cantos leja-
nos”, como fantasmagoría acústica, por ejemplo, hasta la ilusión
de eternidad por el efecto de tiempo detenido que produce la
música o la situación de los personajes que, al entrar en el mundo
de los seres irreales, pierden su carácter empírico, temporal. Si
los personajes wagnerianos pueden utilizarse ad libitum como
símbolos, dice Adorno, es porque su existencia se esfuma nebu-
losamente en la fantasmagoría.

Pero es el lado no romántico de la fantasmagoría, es decir, el de


la apariencia estética convertida en mercancía, el que interesa en
este análisis. El ilusionismo consiste aquí no sólo en el intento
de disimular que la apariencia estética ha sido engendrada en el
trabajo sino también en que su valor de uso es subrayado como
valor auténtico con el fin de imponer su valor de cambio. Como
en las vitrinas de las tiendas exhiben las mercancías su lado apa-
rente hacia la masa de los compradores, en un movimiento de
seducción, así las óperas de Wagner adoptan un valor exhibitivo,
una apariencia mágica con la cual responden, en cuanto mercan-
cías, a necesidades del mercado cultural. Mientras más se exalta
la magia, más cerca se está de la mercancía, dice Adorno. “La fan-
tasmagoría tiende al sueño no sólo en cuanto satisfacción enga-
ñosa del deseo de los compradores sino ante todo en procura de
disimular el trabajo. El soñador impotente reencuentra su propia
imagen como si se tratase de un milagro” (122). Por el olvido de
que él ha sido el productor de la cosa, se le regala la ilusión de
que no se trata de un producto del trabajo sino de una apariencia
que remite a la esfera de lo absoluto. Ésta es la manera peculiar
como se impone el valor de cambio en el ámbito de los bienes
culturales: éstos aparecen en el mundo de las mercancías como si
no le perteneciesen, como si fuesen ajenos al poder del mercado;
y, sin embargo, pertenecen a este reino, y para disimularlo se exhi-
ben con la apariencia fantasmagórica de las revelaciones sobre-
naturales (“Sobre el carácter fetichista en la música...” 32). En la
música de Wagner, el elemento nuevo, burgués, y el prehistórico
regresivo, convergen en la fantasmagoría.

Wagner intenta forzar la totalidad estética mediante una prác-


tica invocatoria que obstinadamente omite el hecho de que a
esta totalidad le faltan las condiciones sociales necesarias. La
obra wagneriana es como una protesta contra la estrechez del

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espíritu objetivo cuyo sujeto social y estético ha quedado redu-


cido al individuo. Su tarea artística, cuyo propósito es sobrepasar
al individuo aislado, queda en manos de éste y reducida a sus
propias fuerzas, razón por la cual la idea de “obra de arte total”
(Gesamtkunstwerk) nace condenada, por sus propias condiciones
históricas, al fracaso. La reunión de todos los medios artísticos en
una sola obra, al dictado arbitrario del artista aislado, no puede sino
mostrar cuán extraños han llegado a ser esos medios los unos
con respecto a los otros, dada su evolución separada y desigual.
Es el ojo humano el que mejor se ha adaptado al orden racional
burgués y a la realidad de las cosas como una realidad de mer-
cancías. En comparación con la vista, el oído es arcaico y tiene un
retardo con respecto al desarrollo técnico. La música parecería
llamada a armonizar las relaciones cosificadas de los hombres
como si éstas fuesen todavía humanas. En la experiencia con-
tingente de la existencia burguesa individual, afirma Adorno,
los órganos aislados de los sentidos no son adecuados para perci-
bir una realidad unificada: cada órgano de los sentidos percibe
no sólo otro mundo sino también otro tiempo. Música, escena y
palabra se integran por el hecho de que el autor las trata como
si todas convergiesen en una unidad, pero ésta descansa en la
existencia contingente del individuo. Desde el horizonte indi-
vidualista, la universalidad se deja evocar sólo como falsa uni-
versalidad. El drama musical wagneriano, con su grandiosa idea
totalizante, es la forma de la falsa identidad. La metafísica ha en-
contrado su último refugio en el arte, pero viene de la mano con
el desencantamiento del mundo, dato histórico inevitable al que
Wagner responde con el mito de un mundo intacto del origen,
recuperado por la música y opuesto a la razón. Es la pretensión
wagneriana de crear, a partir del individuo y su realidad profana,
una nueva esfera de lo sagrado: de ahí procede su carácter fan-
tasmagórico (1966b, 144).

La obra ya no obedece a la definición hegeliana del arte como


apariencia sensible de la idea. Por el contrario, la idea parece
ahora subordinada a la configuración sensible, puesto que la
autonomía reposa en la soberanía del artista. Adorno ve ahí el
puente entre el arte autónomo y la industria cultural. La “obra
de arte del porvenir”, saludada con tanto entusiasmo por el joven
Nietzsche, se realiza finalmente en el cine. Si en la forma artística,
según Hegel, la verdad aparenta y se exhibe, en el arte de masas

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lo que se exhibe y alardea es el poder del capital. Adorno es en-


fático al afirmar: “hay un error en creer que la cultura de masas
le haya sobrevenido al arte autónomo desde el exterior: fue por
la fuerza de su propia emancipación por lo que el arte se convirtió
en su contrario” (145). Parsifal, obra sagrada cuya técnica decora-
tiva hace pensar en el cine, le sirve de ejemplo. En ella, la magia
sueña su reverso exacto: la obra de arte mecánica (148). Si bien
es cierto que todo proceso creativo implica elementos de racio-
nalización técnica, lo que Adorno subraya es la paradoja de un
proceso racional de producción cuyo fin último es el efecto mági-
co y el disimulo del desencanto racional. En lugar de llamar la
totalidad social por su nombre, Wagner la convierte en mito. La
omnipotencia del proceso social que experimenta el individuo al
identificarse con las fuerzas dominantes de tal proceso es glorifi-
cada en la obra wagneriana, mistificada como secreto metafísico.
Wagner imagina el ritual de la catástrofe histórica y en él sacri-
fica al individuo. El lugar de éste vienen a ocuparlo conceptos
regresivos como pueblo y ancestros, que él confía a la verdad del
origen, y que harán explosión en el horror del fascismo28.

VII

“El marco para la teoría de la industria cultural de Adorno ya estaba


dado antes de su encuentro con la cultura de masas en los Estados
Unidos. En el libro sobre Wagner, las categorías centrales de fe-
tichismo y reificación, debilidad del yo, regresión y mito, apare-
cen acabadamente desarrolladas, esperando su articulación en
la industria cultural norteamericana”, escribe Andreas Huyssen
28
Philippe Lacoue-Labarthe sostiene en su libro Musica ficta tesis muy cercanas
a las de Adorno, a quien dedica su último capítulo. Primero, que Wagner es el
fundador del arte de masas. Segundo, que en su obra, la función de la estética
se vuelve esencialmente política, ligada a la “configuración de un destino o un
ethos nacional”. Tercero, que toda su música está puesta al servicio de producir
un efecto predeterminado en el público y para ello requiere una amplificación
de sus medios técnicos. Cuarto, que el efecto fundamental podría describirse
con el término de Benjamin: “estetización de la política”, un propósito que
Benjamin considera esencial al fascismo y a la política de masas, y que Lacoue-
Labarthe califica, referido a Wagner, de proto-fascismo. Lacoue-Labarthe trae
a cuento un pasaje de Nietzsche donde el filósofo sostiene que la decadencia
de la música occidental comienza con la obertura del Don Juan de Mozart en la
que se encuentra ya este afán de poner los recursos orquestales en función de
un efecto buscado, en este caso el terror ante lo sobrenatural (Lacoue-Labarthe
1991).

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(Huyssen 86). De hecho, cuando Adorno se refiere a la audición


distraída que impone la música de Wagner, está indicando que
la regresión del oído es un proceso en marcha desde mucho an-
tes de consolidarse, con toda contundencia y amplitud, en la
industria de la música. Y su observación sobre la “obra de arte
total” y el cine se traslada nueve años más tarde, en Dialéctica del
iluminismo, a la televisión. Ésta tiende a una síntesis de radio y
cine, dice Adorno, y sus posibilidades serán tanto más ilimita-
das cuanto más se empobrezcan sus materiales estéticos. Triun-
fará, entonces, la industria cultural, como una especie de burla
histórica, con la realización del sueño wagneriano de la “obra de
arte total”. El acuerdo de palabra, música e imagen se logrará con
mayor perfección que en Tristán e Isolda, pues aquí los elementos
constitutivos ya no serán extraños los unos a los otros, como en
Wagner: todos serán producidos mediante el mismo proceso téc-
nico y expresarán su unidad en el registro de la realidad social
reducida a su superficie (“La industria cultural” 1987, 150).

La industria cultural no es ajena, en principio, a la utopía, pues


contiene en sí la idea de un mundo sin privilegios culturales,
punto sensible en la teoría de Adorno y que él no se cansa de en-
fatizar en otra versión: la culpabilidad de la alta cultura burgue-
sa por excluir a las mayorías29. Sin embargo, la democratización
de la cultura era sólo una parte de la gran promesa no cumplida
del capitalismo. Se aduce con frecuencia, como argumento en el
debate entre alta cultura y cultura masiva, que como la primera
no se mostró compatible con la participación de las masas, la
industria cultural fue el precio que hubo que pagar por la de-
mocratización. Y no fue el capitalismo de libre competencia del
siglo XIX, sino el fordista del siglo XX, caracterizado por la fuerte
centralización del capital, el énfasis en el cambio tecnológico y

29
“La pureza del arte burgués, hipóstasis del reino de la libertad en oposición a
la praxis material, ha sido pagada con la exclusión de la clase inferior. Para ésta,
la seriedad se ha convertido en burla, a causa de la necesidad y de la presión
del sistema. Por necesidad se sienten contentos cuando pueden gastar pasi-
vamente el tiempo que no pasan atados a la rueda” (“La industrial cultural”
1987, 163). “No podemos eludir la pregunta de si no habrá envejecido el con-
cepto de cultura en que hemos crecido, si lo que, de acuerdo con la tendencia
general, hoy le sucede a la cultura no será la respuesta a su propio fracaso, a la
culpa que contrajo por haberse encapsulado como esfera especial del espíritu
sin realizarse en la organización de la sociedad” (1973, 138), dice Adorno en su
conferencia “Experiencias científicas en Estados Unidos”.

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la administración científica de todos los aspectos de la actividad


de la gran empresa, el que sirvió de modelo para la teoría de
la industria cultural. La clase obrera, enfrentada a la minuciosa
especialización del trabajo y con acceso al consumo expandido a
gran escala, se convirtió en una masa disciplinada, colaboradora
y apolítica. En ella encontró la teoría de Frankfurt el nuevo fenó-
meno social que hizo posible la industria de la cultura (Hohendahl
126-128).

Con el paso de la era liberal al capitalismo fordista, la dicotomía


entre alta cultura y cultura masiva se debilitó hasta casi desapa-
recer, pues el mercado mantiene estas distinciones sólo como eti-
quetas comerciales, no como diferencias cualitativas. La cultura se
vio así obligada a salir del aislamiento en su esfera espiritual, en la
que durante tanto tiempo permaneció separada de la economía,
y a integrarse al mercado, como uno más de los bienes de con-
sumo. Precisamente esa fuerza integradora es lo que Adorno y
Horkheimer juzgan esencial en la industria de la cultura. Ellos,
igual que Marcuse, vieron en el capitalismo avanzado un sistema
de control total, frente al cual el individuo es cada vez más débil,
y consideraron el consenso que la industria cultural produce y
propaga como una forma velada de autoritarismo30.

Los críticos de Adorno se equivocan, según Hohendahl, al con-


fundir su defensa del arte autónomo con una defensa de la alta cul-
tura. En últimas, la racionalidad instrumental es la que destruye
la cultura tradicional para reemplazarla por una cultura de mer-
cado que no penetra sólo en el arte popular sino en todos los
aspectos de la cultura. La dialéctica de la ilustración produce, al
mismo tiempo, la industria cultural y la resistencia a su lógica. El
intento de distanciarse propio del arte autónomo forma parte de
esa dialéctica (137).

30
Hohendahl anota, como un dato más reciente, la resistencia postmoderna a
los sistemas totales y a la cultura centralizada, a lo cual corresponde, según él,
un nuevo modo de producción que favorece la flexibilidad y la descentralización
por encima de la estructura y el control (Hohendahl 127). Mientras el marco de
referencia sea el capitalismo fordista, afirma Hohendahl, los presupuestos de
la escuela de Frankfurt sobre la industria cultural parecen plausibles. Desde la
perspectiva contemporánea, a partir de l980, bajo el signo del posmodernismo, la
cultura masiva ya no se percibe como un sistema unificado sino como una varie-
dad de estilos, formatos y estructuras que requieren otra explicación (143).

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