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Sólo reconoce el mito quien no lo vive. Sólo cree quien ha perdido la fe.

En estos siglos desde la


ilustración se la reconocerá como la iluminación obscura. Nos dio una llama que no alumbra para
perdernos entre tinieblas de un corazón cegado, de sentimientos descompuestos. Triunfante final
de las oscilaciones que intentaron cambiar destino tan funesto. Sólo reconocemos al mito y a la
religión como un objeto de estudio, nos los hemos desprendido porque ya no nos era necesario en
estos nuevos tiempos que vivíamos. Para quien vive el mito no lo ve como tal, lo vive y es uno con
él. Indisociable como objeto de reflexión porque es la reflexión misma. Para quien tiene fe no
tiene la necesidad de creer en algo porque en su interior lo sagrado ya mora. No pide evidencias o
señales para creer, no necesita el impulso de creer porque quien posee fe nunca se ha
desarraigado de su fuente y ésta es la que la mantiene viva. La petición para querer creer se extrae
de la falta de conexión de nuestros corazones con lo que nos hace profundamente humanos, con
aquel reino divino. Pero todavía somos conscientes y sentimos esta desconexión para pedirla. La
ilustración, como símbolo más predominante de sucesivos acontecimientos concomitantes, como
el proceso capitalista y el auge de un sentir egoísta: nos extravío como humanidad, nos despojó de
la presencia de Dios y negó toda apertura al mundo desde nuestro corazón con los sentimientos y
las emociones.

Pero nuestra pérdida de rumbo se sentirá. Lamentablemente en una sociedad tan desencantada
como la nuestra, no se la sentirá por nuestra capacidad de tornar nuestras miradas al cielo en
busca de religación. No será la presencia de Dios lo que nos despertará, sino su ausencia lo que
nos desesperará. Estamos en una gran caverna, la hemos cavado como nuestra tumba. Almas
putrefactas y cuerpos malolientes. No habrá salida para quien no supo de la entrada.
Preocupándonos por superficialidades sin nunca indagar sobre nuestra espiritualidad, la avaricia
calará cada vez más profundo y nos destruirá. No importa el oro que cargues contigo, no brilla en
la obscuridad. Pensamos en destruir y avasallar todo problema como método de solución. Pero lo
que destruimos nos lo destruimos a nosotros mismos también. Tan rápido y sin darnos cuenta nos
hemos desnudado de milenios de tradición espiritual, humana, de valores y religaciones
metafísicas. Pero no estuvimos preparado y el nivel de locura llegó al nivel de las masas,
germinándose desde hace centurias.

Hay unidad en la humanidad, en tanto la dividimos nos dividimos nosotros mismos. Los problemas
que creamos lo hacemos con nosotros mismo. Hasta que nos partimos y destruimos en
fragmentos tan irreconciliables que sólo pueden llevar a un absoluto comportamiento maniático.
El haber llegado a nuestra desnudez espiritual provoca que sólo haya objetos en nuestros mundos,
manipulables para dejar a libre riendas a nuestro placer y, sucesivamente, nuestro goce. También
nuestras carnes, nuestros cuerpos, son objetos de lo mismo hasta que quede nada por arrancar y
destripar y, ahí sí, poner fin a nuestra historia. El Narciso se vuelve cada vez más loco.

Pero no todos caemos aquí. Algunos aún pueden escuchar la voz que susurra a nuestros
corazones. Sutil en el aire de nuestras almas. Aunque no tantos responden a su llamado. No nos
dejamos ceder por el autoritarismo de lo que nuestros ojos piden que veamos. Escuchamos a
través de los sueños, las poesías y el arte, y los mitos. Sabemos que la verdad no es la fachada de
la máscara vigente, más si la música de tantas voces que nos llegan desde todos los rincones de la
historia. Música, no máscara. Historia, no verdad.

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