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El orador

Anton Chéjov

(1886)

En una hermosa mañana enterraron al asesor colegiado Kirill Ivanovich Vavilonov,


fallecido a resultas de dos enfermedades frecuentes en nuestra sociedad:
alcoholismo y mujer rencorosa. Cuando el cortejo fúnebre se trasladaba de la
iglesia al cementerio, uno de los colegas del difunto, un tal Poplavski, subió a un
coche de punto y fue a toda prisa en busca de su amigo Grigori Petrovich
Zapoikin, sujeto que aunque joven era ya bastante popular. Zapoikin, como ya
saben muchos lectores, posee especial talento para improvisar discursos en
bodas, jubileos y funerales. Puede hablar ya esté medio dormido, o en ayunas, o
borracho perdido, o teniendo calentura.

Su palabra fluye tersa, pulida, abundante, como agua por cañería de desagüe; y
hay más palabras desgarradoras en sus panegíricos que cucarachas en una
taberna. Sus discursos son siempre largos y grandilocuentes, a tal punto que a
veces, sobre todo en bodas de comerciantes, es menester recurrir a la policía para
ponerles fin.

-Vengo a llevarte conmigo, chico -dijo Poplavski, encontrándole en casa-.Vístete


de prisa y vamos. La ha dañado uno de nuestros colegas y estamos a punto de
mandarlo al otro mundo. Así pues, es preciso decir alguna majadería para
despedirle...Todos confiamos en ti. Si el muerto fuera un chisgarabís cualquiera no
te molestaríamos, pero se trata de un asesor, de un pilar de la Administración
como si dijéramos. No estaría nada bien enterrar a un pez gordo como él sin una
oración fúnebre.

-¡Ah, conque es el asesor! -bostezó Zaipoikin-, ¿Ese borrachín?

-Sí, ese borrachín. Habrá tortitas, entremeses...y te pagarán lo que te cueste el


coche. ¡Andando, chico! Suelta junto a la sepultura una de tus parrafadas
ciceronianas y ya verás cómo todos te lo agradecemos.
Zapokin aceptó de buena gana. Se enmarañó el pelo, puso cara triste y salió a la
calle con Poplavski.

-¡Conozco a ese asesor vuestro! -dijo subiendo al coche-. Un animal y un pillo de


primera categoría. ¡Dios le tenga en su santa gloria!

-Bueno, Grisha, no está bien insultar a los muertos.

-Sí, por supuesto, de mortuis nihil nisi bonum. Pero en todo caso ha sido un
granuja.
Los amigos alcanzaron el cortejo fúnebre y se unieron a él. Iba tan despacio el
cortejo, que en el camino al cementerio tuvieron tiempo de entrar corriendo tres
veces en otras tantas tabernas y echar un trago por el descanso del alma del
difunto.

En el cementerio se había leído ya la letanía. Según costumbre, la suegra, la


esposa y la nuera lloraban a torrentes. Cuando depositaron el ataúd en la
sepultura, la esposa llegó al extremo de gritar: "¡Dejadme ir con él!". Pero no
siguió a su marido porque probablemente se acordó de la pensión. Aguardando
hasta que se hubo hecho el silencio Zapoikin dio un paso adelante, paseó la
mirada por los circunstantes y empezó:

-¿Podemos dar crédito a nuestros ojos y oídos? Este ataúd, estos rostros llorosos,
estos sollozos, estos quejidos, ¿no son un sueño horrible? ¡Ay, no son un sueño, y
esta escena no nos engaña! Aquel a quien aún no hace mucho veíamos tan
intrépido y esforzado, tan pletórico de juventud y lozanía, aquel a quien hace poco
tiempo veíamos ante nuestros propios ojos llevar cual abeja incansable su carga
de miel a la colmena del progreso universal; aquel que...ese hombre se ha
convertido en polvo, en un espejismo material. La muerte inexorable posó en él su
huesuda mano en el instante mismo en que, no obstante el peso de sus años,
estaba todavía rebosante de fuerza y radiante de esperanza. ¡Irreparable pérdida!
¿Con quién podemos reemplazarle? Entre nosotros no faltan excelentes
funcionarios, pero Prokofi Osipych era único. Se entregaba con toda su alma a sus
honradas obligaciones, no cicateaba sus fuerzas, no dormía de noche, era
desinteresado e incorruptible... ¡Cómo detestaba a aquellos que con los recursos
seductores de la vida le incitaban a traicionar sus deberes! Sí, ante nuestros
mismos ojos Prokofi Osipych distribuía sus exiguos emolumentos entre los
colegas más pobres que él. Vosotros mismos habéis oído hace un instante los
lamentos de viudas y huérfanos que han vivido de sus dádivas. Entregado a los
deberes de su cargo y a sus obras de caridad, no conoció las alegrías de la
existencia humana. Incluso renunció a la felicidad de la vida familiar. ¡Bien sabéis
que hasta el fin de sus días permaneció soltero! ¿Y quién llenará ahora el vacío
que deja nuestro colega? Paréceme ver en este momento su humilde rostro
rasurado vuelto hacia nosotros con bondadosa sonrisa. Paréceme oír en este
instante su voz suave, llena de amigable ternura ¡Paz a tus cenizas, Prokofi
Osipych! ¡Descansa, noble y honrado trabajador!

Zapoikin continuó, pero los oyentes comenzaron a murmurar entre sí. El discurso
gustó a todos, provocó algunas lágrimas, pero a muchos les pareció extraño. En
primer lugar no comprendían por qué el orador llamaba Prokofi Osipych al difunto
cuando su verdadero nombre era Kirill Ivanovich. En segundo lugar todos sabían
que éste y su mujer habían estado riñendo durante toda su vida conyugal, y por lo
tanto, no se le podía llamar soltero. En tercer lugar el difunto había tenido una
espesa barba roja y nunca se había afeitado; así, pues, no entendían por qué el
orador había dicho que tenía la cara rasurada. Los oyentes estaban confusos, se
miraban unos a otros y se encogían de hombros.
-¡Prokofi Osipych!- prosiguió el orador, mirando extático la sepultura-. No eras
agraciado de rostro, más aún, se diría que eras feo. Eras sombrío y severo, pero
todos nosotros sabíamos que bajo esa superficie latía un corazón honrado y
afectuoso.

Pronto los oyentes empezaron a notar algo extraño en el orador mismo. Tenía la
vista fija en un punto, se movía intranquilo y también empezó a encoger los
hombros. De pronto guardó silencio, quedó absorto con la boca abierta y se volvió
a Poplavski.

-¡Oye, ese hombre está vivo! -dijo, mirándolo aterrorizado.

-¿Quién está vivo?

-¿Qué quién? ¡Prokofi Osipych! ahí lo tienes, junto a ese monumento.

-¡Pues claro! ¡Si él no es el muerto! ¡Si el muerto es Kirill Ivanovich!

-¡Pero si tú mismo me dijiste que era el asesor!

-Kirill Ivanovich era también asesor. ¡Valiente tonto! Te has confundido. Es cierto
que Prokofi Osipych fue asesor, pero hace ya años que le hicieron jefe de
negociado en la sección segunda.

-¡No hay demonio que os entienda!

-¿Por qué te paras? ¡Hala, sigue, que esto es violento!

Zapoikin volvióse hacia la sepultura y con la misma elocuencia de antes prosiguió


el discurso interrumpido. Y, sí, junto al monumento estaba Prokofi Osipych,
anciano funcionario de rostro afeitado, mirando ceñudo al orador.
-¡Pues sí que has metido la pata! -comentaron los compañeros del difunto al volver
con Zapokin del entierro-. ¡Has enterrado a un hombre vivo!

-Eso no está nada bien, joven -gruñó Prokofi Osipych-.Quizá el discurso de usted
hubiera sido conveniente para una difunto, pero para un hombre vivo ha sido...una
broma de mal gusto. ¡Sí, señor! Permita que le pregunte: ¿qué fue lo que dijo
usted? Desinteresado, incorruptible, insobornable. ¡Pero si eso sólo puede decirse
en broma de un hombre vivo! Y nadie, joven, le pidió a usted que se explayara
sobre el tema de mis aficiones. Conque feo, ¿eh? Bien puede ser verdad, pero
¿por qué sacar mi fisonomía a relucir ante todo el mundo? ¡Eso, señor mío, es un
insulto!

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