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THOMAS PYNCHON
VICIO PROPIO

Traducción de Vicente Campos


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Título original: Inherent Vice

1.ª edición: marzo de 2011

© Thomas Pynchon, 2009

© de la traducción: Vicente Campos González, 2011


Diseño de la colección: Guillemot-Navares
Reservados todos los derechos de esta edición para
Tusquets Editores, S.A. - Cesare Cantù, 8 - 08023 Barcelona
www.tusquetseditores.com
ISBN: 978-84-8383-301-8
Depósito legal: B. 7.095-2011
Fotocomposición: Pacmer, S.A. - Alcolea 106-108, 1.o - 08014 Barcelona
Impresión: Limpergraf, S.L. - Mogoda, 29-31 - 08210 Barberà del Vallès
Encuadernación: Reinbook
Impreso en España

Queda rigurosamente prohibida cualquier forma de reproducción, distribución, comu-


nicación pública o transformación total o parcial de esta obra sin el permiso escrito de
los titulares de los derechos de explotación.
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Bajo los adoquines, la playa

Grafiti, París, 1968


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Uno

Ella vino por el callejón y subió las escaleras traseras, como


antes. Hacía un año que Doc no la veía. Que nadie la había vis-
to. Por entonces iba siempre en sandalias, con la parte de abajo
de un bikini estampado de flores y una camiseta desteñida de
Country Joe & the Fish. Pero esa noche vestía de pies a cabeza
como una chica de tierra adentro y llevaba el pelo mucho más cor-
to de lo que él recordaba: la pinta que ella juraba, en el pasado,
que nunca tendría.
–¿Eres tú, Shasta?
–Se cree que está alucinando.
–Supongo que es por el nuevo envoltorio.
Los iluminaba la luz de la calle que entraba a través de la ven-
tana de la cocina, a la que nunca se había molestado en poner
cortinas, y desde la falda de la colina les llegaba el estampido de
las olas. Algunas noches, con el viento apropiado, se oía el oleaje
en toda la ciudad.
–Necesito tu ayuda, Doc.
–¿Sabes que ahora tengo una oficina?, ¿como un empleo nor-
mal y todo eso?
–Te busqué en el listín telefónico; estuve a punto de pasar-
me por allí. Pero luego me dije: mejor para todos que esto parez-
ca una cita secreta.
Pues muy bien, nada romántico esta noche. Mal rollo. Pero
a lo mejor todavía caía algún encargo remunerado.
–¿Te vigilan?
–Acabo de tirarme una hora dando vueltas por las calles de
los alrededores para no llamar la atención.

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–¿Te apetece una cerveza? –Se acercó a la nevera, sacó dos la-
tas de la caja que guardaba dentro y le dio una a Shasta.
–Hay un hombre –decía ella.
Claro, tenía que haberlo, ¿a qué venía ponerse sentimental? Si
le hubieran dado cinco centavos cada vez que un cliente le había
contado su historia empezando con esas palabras, ahora estaría en
Hawai, colocado día y noche, currándose las olas en Waimea, o,
mejor aún, habiendo contratado a alguien que se las currara por él...
–Un caballero de las más rectas convicciones –dijo risueño.
–Ya vale, Doc. Está casado.
–Una... buena situación económica.
Ella se echó hacia atrás una melena que ya no tenía y alzó
las cejas: sí, y qué.
Por Doc, nada, chachi.
–Y la esposa... ¿sabe lo vuestro?
Shasta asintió.
–Pero también se está viendo con alguien. Sólo que no es lo
de siempre, ella y el otro están tramando algo, algo horripilante.
–Para largarse con la fortuna del maridito, sí, me suena, tengo
entendido que eso ha pasado un par de veces en L.A. Y... exac-
tamente, ¿qué quieres que haga? –Encontró la bolsa de papel en
la que se había traído la cena a casa y se afanó simulando que ga-
rabateaba notas encima, porque con su uniforme de chica virtuo-
sa, su maquillaje que se suponía que no debía notarse ni de cer-
ca, ahí le llegaba la vieja y bien conocida erección que, tarde o
temprano, Shasta siempre le provocaba. ¿Es que esto no acaba
nunca?, se preguntó. Claro que sí. Se acabó.
Entraron en el salón delantero; Doc se estiró en el sofá, pero
Shasta se quedó de pie y se puso a dar vueltas.
–Lo que pasa es que quieren que participe –dijo ella–. Creen
que yo soy la única que puede llegar hasta él cuando es vulne-
rable, o lo más vulnerable que puede ser un hombre como él.
–Con el culo al aire y dormido.
–Sabía que lo entenderías.
–¿Todavía no tienes claro si está bien o mal, Shasta?
–Peor aún. –Le taladró con aquella mirada que él recordaba
tan bien. Cuando se acordaba–. No sé cuánta lealtad le debo.

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–A mí no me lo preguntes. No sabría qué decirte, a no ser


que quieras que te suelte el rollo habitual de que uno le debe
algo a cualquiera con el que folle habitualmente...
–Gracias, en el consultorio de la señorita Abby vinieron a de-
cirme casi lo mismo.
–Chachi. Entonces dejemos a un lado las emociones, veamos
el dinero. ¿Qué parte del alquiler paga?
–Todo. –Durante apenas un segundo, captó la vieja y desa-
fiante sonrisa de ojos entornados.
–¿Mucha pasta?
–La bastante para la pijez de Hancock Park.
Doc silbó las notas iniciales de Can’t Buy Me Love pasando
por alto la expresión de la cara de Shasta.
–Y tú le estás compensando con creces todo lo que le debes,
claro.
–Cabronazo, si llego a saber que seguías tan amargado...
–¿Yo? Sólo intento ser profesional, nada más. ¿Cuánto te ofre-
cían la mujercita y el noviete para que participaras?
Shasta dijo una suma. Doc había visto de todo, había dejado
atrás Rolls trucados llenos de indignados traficantes de jaco en la
Pasadena Freeway, adelantándolos a más de ciento cincuenta en
la niebla, negociando aquellas curvas burdamente concebidas; ha-
bía paseado por callejones al este del río Los Ángeles sin más pro-
tección que un peine afro en sus pantalones anchos; había entra-
do y salido del Palacio de Justicia llevando encima una pequeña
fortuna en hierba vietnamita..., y últimamente casi se había con-
vencido de que esos tiempos temerarios habían acabado, pero en
ese momento volvió a ponerse muy nervioso.
–Entonces esto... –midió las palabras–, no se trata tan sólo de
un par de polaroids clasificadas equis. Ni de maría colocada de ex-
tranjis en la guantera ni nada por el estilo...
En el pasado, ella podía estarse semanas sin esbozar nada más
complejo que una mueca de desagrado. Ahora le dedicaba una
abigarrada mezcla de ingredientes faciales que él no sabía desci-
frar. A lo mejor era algo que había aprendido en la escuela de
interpretación.
–No es lo que estás pensando, Doc.

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–No te preocupes, ya pensaré más tarde. ¿Qué más?


–No estoy segura, pero parece que quieren encerrarlo en una
especie de manicomio.
–¿Quieres decir legalmente?, ¿o secuestrándolo o algo así?
–A mí nadie me cuenta nada, Doc, yo sólo soy el señuelo.
–Ahora que lo pensaba, él nunca había notado tanta pena en su
voz–. Me han dicho que sales con alguien de la ciudad.
¿Salir? Bueno, podría decirse así.
–Oh, ¿te refieres a Penny? Una buena chica de tierra adentro
que anda por ahí buscando las emociones fuertes del amor hippy,
poco más...
–Y también una ayudante del fiscal del distrito en la oficina de
Evelle Younger, ¿no?
Doc lo pensó un momento.
–¿Crees que alguien de allí puede impedir que lo que me cuen-
tas llegue a ocurrir?
–No puedo llamar a muchas puertas con esta historia, Doc.
–Muy bien. Hablaré con Penny, veré qué podemos ver. Tu
feliz parejita... ¿tienen nombres, direcciones?
Cuando oyó el nombre del caballero en cuestión dijo:
–¿Es el mismo Mickey Wolfmann que siempre sale en los pe-
riódicos? ¿El pez gordo de las inmobiliarias?
–No se lo puedes contar a nadie, Doc.
–Soy sordomudo, es un requisito de mi profesión. ¿Algún nú-
mero de teléfono que quieras darme?
Ella se encogió de hombros, frunció el ceño y le dio un nú-
mero.
–Procura no utilizarlo nunca.
–Chachi, ¿y cómo te localizo?
–No me localizas. Me he ido de mi antiguo piso, ahora me
alojo donde puedo, no me preguntes más.
Poco le faltó a él para decir: «Aquí sobra sitio», por más que
no sobrara; pero la había visto echar una ojeada a todo lo que no
había cambiado –la auténtica diana de pub inglés sujeta a la rue-
da de carreta y la lámpara colgante de prostíbulo con la bom-
billa de color púrpura psicodélico y el filamento vibrante, la co-
lección de maquetas de automóviles trucados confeccionada por

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entero con latas de Coors, la pelota de vóley playa firmada por


Wilt Chamberlain con un rotulador Day-Glo de fieltro de tinta
fluorescente, el cuadro de terciopelo y todo lo demás...–, con
una expresión de, cabría decir, repugnancia.
La acompañó colina abajo hasta donde había aparcado. Las
noches de los días laborables no eran por aquí muy distintas de
las de los fines de semana, así que esta parte de la ciudad era un
bullicioso hervidero de buscadores de juerga, bebedores y surfis-
tas gritando por los callejones, drogatas que habían salido a com-
prar algo de comer, tipos de tierra adentro que estaban de fiesta
esa noche para acosar a azafatas, damas de tierra adentro con em-
pleos normales más a ras de suelo deseando que las confundie-
ran con azafatas... Colina arriba e invisible, el tráfico del bulevar
que salía y entraba de la autopista emitía melodiosas frases de
tubo de escape que descendían en ecos hasta el mar, donde las
tripulaciones de los petroleros que navegaban por la costa, al oír-
las, podrían haberlas tomado por voces de la vida salvaje ocupa-
da en sus quehaceres nocturnos en una costa exótica.
Se detuvieron en la última bolsa de oscuridad antes del res-
plandor de Beachfront Drive, un gesto intemporal de los pea-
tones en estos lares que por lo general anunciaba un beso o, al
menos, un buen magreo de culo. Pero ella dijo:
–No sigas, podría haber alguien vigilando.
–Llámame o algo.
–Nunca me fallaste, Doc.
–No te preocupes. Yo te...
–No, lo digo en serio, nunca.
–Oh..., claro que lo hice.
–Siempre fuiste sincero.
Hacía ya horas que la playa estaba a oscuras, él no había
fumado mucho y no había faros..., pero antes de que ella se die-
ra la vuelta, Doc habría jurado que había visto una luz inci-
diendo sobre su cara, la luz anaranjada que aparece justo des-
pués de que se ponga el sol y que se refleja en un rostro vuelto
hacia el oeste mientras contempla el océano, a la espera de que
alguien, con la última ola del día, regrese a la orilla y a la segu-
ridad.

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Al menos, conservaba el mismo coche, el Cadillac descapo-


table que tenía desde siempre, un Eldorado Biarritz del 59 com-
prado de segunda mano en uno de los solares de Western donde
la gente se sitúa cerca del tráfico para que éste se lleve el olor
de lo que sea que fumen. Cuando Shasta se fue, Doc se sentó en
un banco del paseo marítimo, de espaldas a una larga hilera de
ventanas iluminadas que ascendían por la pendiente, y contem-
pló las flores luminosas de la espuma del oleaje y las luces del
tráfico tardío de las afueras zigzagueando por la remota ladera de
Palos Verdes. Repasó las preguntas que no había hecho, como,
por ejemplo, hasta qué punto se había acostumbrado ella a los
niveles de bienestar económico y poder que Wolfmann le ga-
rantizaba, si estaba dispuesta a volver al estilo de vida de bikini
y camiseta, y si le pesaría o no. Y también la pregunta más difí-
cil de plantear: ¿estaba genuina y apasionadamente enamorada
del bueno de Mickey? Doc conocía la respuesta probable: «Lo
amo». ¿Qué otra cosa iba a decir? Con la nota al pie implícita de
que aquella palabra se utilizaba demasiado en los tiempos que
corrían. Cualquiera con la menor pretensión de estar al día «ama-
ba» a quien fuera, por no mencionar otros usos prácticos de la
palabra, como empujar a los demás a actividades sexuales en las
que, si se les presentaba la ocasión, no les importaría mucho par-
ticipar.
De vuelta en casa, Doc se quedó un rato mirando el cuadro
de terciopelo que le había comprado a una de las familias mexi-
canas que montaban sus tenderetes los fines de semana por los
bulevares en la llanura verde, donde la gente todavía iba a caba-
llo, entre Gordita y la autopista. En la tranquilidad que reinaba
por la mañana temprano sacaban de las furgonetas y desplega-
ban Crucifixiones y Últimas Cenas de la anchura de un sofá, mo-
teros proscritos a lomos de Harleys representados con minucioso
detalle, superhéroes de los bajos fondos ataviados como miem-
bros de las Fuerzas Especiales con M16 y demás. El cuadro de
Doc mostraba una playa del sur de California que nunca existió:
palmeras, chicas en bikini, tablas de surf, de todo. Cuando se le
hacía cuesta arriba asomarse a la tradicional ventana de cristal de
la habitación de al lado, se quedaba observándolo como si estu-

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viera mirando por otra ventana. A veces, cuando estaba a oscu-


ras, el cuadro se iluminaba, por lo general si había fumado hier-
ba, como si el botón de contraste de la Creación hubiera sido to-
cado apenas lo suficiente para darle a todo un leve resplandor, un
filo luminoso, y prometiera que la noche estaba a punto de vol-
verse épica.
Pero no esa noche, que sólo auguraba trabajo. Se puso al te-
léfono e intentó hablar con Penny, pero había salido, probable-
mente a bailar, a pasarse toda la noche watuseando frente a algún
abogado de pelo corto con una prometedora carrera por delante.
Chachi, a Doc tanto le daba. A continuación llamó a su tía Reet,
que vivía en el bulevar al otro lado de las dunas, en una zona
residencial, con casas, patios y hasta árboles, por los cuales se
la había acabado conociendo como la Tree Section. Hacía unos
años, tras divorciarse de un luterano del Sínodo de Misuri que
no practicaba, dueño de un concesionario de T-Birds y con cier-
ta debilidad por las atribuladas amas de casa que frecuentan los
bares de las boleras, Reet se había mudado ahí con los niños des-
de el condado de San Joaquín, empezó a vender inmuebles y al
poco ya tenía su propia agencia, que ahora llevaba desde un bun-
galow ubicado en la misma parcela inmensa donde se levantaba
su casa. Cada vez que Doc necesitaba saber algo que tuviera que
ver con el mundo inmobiliario, la persona a la que recurría era la
tía Reet, que conocía a la perfección la situación de todos y cada
uno de los solares, desde el desierto hasta el mar, como les gus-
taba decir en las noticias vespertinas.
–Algún día –profetizó ella–, habrá ordenadores que se encar-
guen de todo esto, lo único que tendrás que hacer es teclear lo
que estás buscando, o mejor aún, decírselo de viva voz, como a
ese HAL de 2001: Una odisea del espacio, y te responderá con más
información de la que puedas digerir sobre cada parcela en la cos-
ta de L.A., retrotrayéndose hasta las concesiones de tierra de los
españoles, hasta los derechos de agua, las servidumbres, los his-
toriales hipotecarios, o lo que quieras, créeme, está al caer.
Pero mientras llegaba ese momento, en el mundo real, no en
el de ciencia ficción, estaba el conocimiento del terreno de la
tía Reet, que rayaba lo sobrenatural: las historias que raramen-

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te aparecían en escrituras o contratos, sobre todo los matrimo-


niales, los pequeños y grandes odios familiares prolongados
durante generaciones, el sentido en que fluía el agua, o solía ha-
cerlo.
Ella respondió al sexto timbrazo. La tele se oía al fondo a
todo volumen.
–Ve al grano, Doc; hoy me espera una noche movidita y to-
davía tengo que ponerme media tonelada de maquillaje.
–¿Qué puedes contarme de Mickey Wolfmann?
Si se tomó un segundo para respirar, Doc no lo notó.
–Mafia Hochdeutsch del Westside, el más gordo de los peces
gordos, construcción, inversiones en cajas de ahorro y crédito,
miles de millones libres de impuestos escondidos en lo más hon-
do de una remota montaña en algún sitio, técnicamente judío
pero quiere ser nazi, para lo que se ejercita a menudo, hasta el
punto de utilizar la violencia con los que se olvidan de escribir
su nombre con dos enes. ¿Por qué te interesa?
Doc la puso al tanto de la visita de Shasta y de lo que ésta le
había contado de la trama contra la fortuna de Wolfmann.
–En el negocio inmobiliario –comentó Reet–, bien lo sabe
Dios, pocos de nosotros somos ajenos a la ambigüedad mo-
ral. Pero algunos de esos promotores hacen que Godzilla parez-
ca un conservacionista, y puede que no te convenga meterte en
esto, Larry. ¿Quién te paga?
–Esto...
–No me lo digas...: ya veremos, ¿eh? Menuda sorpresa vi-
niendo de ti. Escúchame, si Shasta no puede pagarte, a lo mejor
quiere decir que Mickey la ha plantado, ella le echa la culpa a la
esposa y quiere vengarse.
–Es posible. Pero pongamos que yo sólo quiero dar una vuel-
ta y charlar con el tal Wolfmann.
¿Lo que oyó fue un suspiro exasperado?
–No te recomendaría tu manera habitual de abordar a esos ti-
pos. Va por ahí con una docena de moteros, sobre todo miem-
bros de la Fraternidad Aria, para que le guarden la espalda, todos
malos bichos con antecedentes penales que lo certifican. Por una
vez, intentaría pactar una cita.

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