Está en la página 1de 40

Christian Bueno

CEMPASÚCHIL
I. III.

Pianoforte (remix) Antihéroe

Bailando en la oscuridad Yes

Incendiarios Pastura amazónica

Te extraño Ojos rasgados

Tomando el sol Arena movediza

Catarsis

II.

Cenotafio IV.

Rompeolas Palimpsesto

Descarte Claustrofobia

Entre las sombras renaceré El frasco de bustrófeda

Cita a ciegas Zempoala


—CE—
PIANOFORTE (REMIX)

No veo el sol en tus manos

ni el movimiento de tus dedos:

solamente el tañido de esa mirada —ese roce—

con que erizas mi corazón.

Cristalina, reverberas y a la vez desconfías:

tenues son sus latidos, anidados ahí donde el azar

es el aroma de nuestra certeza, la lejanía no existe

y el amor hiberna.

No veo la luz de la luna en tus labios: la escucho:

es amarga y dulce al compás de tu voluntad,

que todo lo equilibra.

En tus ojos veo el júbilo

y la furia, el anhelo

y la frialdad. Eclipses y luceros.

Eres el día y la noche y yo contemplo

—como si fueras una obertura—

tu templanza y tu sostenida impaciencia.


Vibrantes y melodiosas, yo las tarareo

y descubro en ellas una inspiración que

—luego me dirás— te resulta desentonativa.

Siseo incesante. Bellicoso.

Si: no tocar.
BAILANDO EN LA OSCURIDAD

Al centro de la pista, el animador hace mención

de unas cuantas personas,

pero no de nosotros.

Es el día de los enamorados

y la música podría confundir a cualquiera,

incluso a mí: bailas como si trataras

de esconderte. Tal vez por eso

tus movimientos me magnetizan

y la lejanía de mis pasos

—sincronizados con los de tu pareja—

desvanecen la promesa del astrolabio:

soy un satélite lunar

y alrededor de ti

doy vueltas.

Te miro. No dejo de mirarte y en cada translación

no puedo acercarme más.

Estoy sentado aquí,

avistándote desde otra órbita:

la de una colisión que

—ahora sé— sólo es mía.


INCENDIARIOS

Sediciosa, ella me persuadió con sus labios

—rojos como la luna y el sol en sus senos—

y al desnudar su voz, me eclipsó:

sus ojos gobernaron mi desierto

y en él proclamó, enardecida:

¡No te enamores de mí!

Lo dijo mientras guardaba mi corazón en su alhajero

y lo perlaba con palabras de amor y desamor.

Lo dijo y la noche calló.

Cuando volvió a abrirlo, enhebró mis venas

y se hizo un collar con nuestra historia.

Abrazada mi alma al jazmín de su mirada,

esa tarde el destino nos entregó un horizonte que se llenó

—más y más— de estrellas rojas.

Y nosotros fuimos su inspiración:

su intensa llama

y sus nocturnas pavesas.


TE EXTRAÑO

Extraño el murmuro de tus dedos

y la cadencia con que desataste

el viento que soy:

tus ojos fueron una brisa y al ocultarlos

un vendaval de besos entrelazó nuestro silencio.

Es extraño: tus manos son las únicas que recuerdo,

como si tu lengua incendiara totalmente el pasado.

Fui tuyo desde el primer momento

y sin ti mi sangre se evaporaría.

Te quiero en mis brazos, donde el oleaje del fuego nos tiente,

y entre mis piernas para que tu mar sea la hoguera

donde se finque nuestro amor.


TOMANDO EL SOL

El tiempo se extiende

cuando escarbo tu sexo.

Lo avivo con la lengua:

mojar es el verbo y su imanación nos desborda:

nos hipnotiza.

De espiral también es el taladro

y la concha del caracol;

febril el deseo,

el vaivén

y el deleite que no se detiene.

Tu espalda es mi reloj

y las horas ahí no se esfuman:

en el torrente resuena ya el regocijo

de nuestras almas:

recostados en la arena,

palpitan al ritmo

de la eternidad.
—OME—
CENOTAFIO

«¿A qué huele un poema?», me preguntas

como si no supieras que oliscar es,

quizás, el mayor de mis defectos.

Atrofiado por un constante desinterés,

mi olfato —como un torpe lector—

no aspira a la sutileza:

imperceptible es, para mi nariz,

aquel aroma si no es tan palpable

como el hedor mismo.

Oler también es presentir, me temo:

el porvenir oscila entre fragancias y disolventes:

impulsivos, ambos ensueños inspiran

y aniquilan por igual.

Sólo el refinamiento puede distinguir

entre la tenue fetidez de la fugacidad

y una desdeñosa devoción

apenas en cierne.
Hay quienes —sin querer—

prefieren lo efímero.

Pasan los años y la insinuación —esa pestilencia—

me persigue: tras el fallo,

espiraron como un soplo las promesas

y el sosiego.

La sagacidad —triste revelación—

era el perro sabueso del que nunca fui dueño.

Inhalo y hasta ahora sé —intuyo—

que este poema

—como los perfumes marchitos—

huele al pasado

que se nos fue.


ROMPEOLAS

Colgado en la pared

—como una estrangulación—

el reloj marca la misma hora:

anochece interminablemente.

Tras algunas volutas,

el bullicio de la bruma se solaza

entre canturreos, risas

y antifaces.

El mío —por ventura—

es el de un murciélago;

una distracción que pronto se disipa:

ella —una desconocida—

me mira sin su disfraz

y a la vez que me inquieta

me inmoviliza.

«¿Qué harás?», me inquiero

mientras las fauces de la perplejidad

me carcomen por completo.


Sigilosa, la penumbra misma resarce

—en mis adentros—

el hilo de un diálogo donde las estrellas son

—con el rumor de mi voz—

un racimo de flores y sus labios

los terrones ubérrimos.

Desolación, en realidad:

la rapsodia arrastra mis musitaciones

y la marea no rozará siquiera sus oídos:

plantado frente a ella,

de mi boca emergería una desbandada

que se estrellaría ante el intento de fingir.

Para eso hay que ser poeta

y yo sólo atino a esquivar su mirada:

esta vergüenza por no saber qué decir

es una derrota ensordecedora.

Otra noche amanecerá.


DESCARTE

Imagino —como aviones de papel—

los mensajes que aterrizan

en tus manos:

los remite una multitud

ansiosa por alcanzar tus ojos

y tú —anublada— los desdoblas

y te asomas a sus tormentos.

Tras un instante,

despliegas tu silencio

y con el chubasco de tus labios repartes

—al azar— desdén

y gestos indescifrables.

Ninguna gota es para mí.

Sediento,

lanzo el susurro de una avioneta

que delata mi tristeza:

en una hoja en blanco,

las yemas de mis dedos escriben el estrépito


de este desaliento:

de ser el blanco de tus besos,

a la desintegración

frente al viento.
ENTRE LAS SOMBRAS RENACERÉ

La mujer acercó sus manos al jarro

buscando adormecer su frío:

el café humeaba como esas fogatas que evocan

las danzas fenecidas de las fieras.

Dio un sorbo y tras el vaho vio

—en el café negro— la negrura de las lluvias

y en ella las manchas del tecuán.

El engarce la arrebozó y —sublimados—

sus pensamientos se mimetizaron

con el pelaje del felino;

oro obrizo como el que oyó el tecuán

al acecho de la caza:

a la orilla del río, una mujer emplumada

lo azuzaba con su sometimiento.

Manjar o cortejo, las zarpas avanzaron.

La calidez la recorrió apenas:

sus ojos eran los de la ninfa


y su canto florecía entretejido

con la dulzura de un cielo nublado.

Era una promesa de amor

en medio de la hondonada

pero —en un santiamén—

rezumó su elíxir con el cincel de sus colmillos:

mirada de piedra con la que la mujer

bebió la última porción

y sonrió.
CITA A CIEGAS

Qué hay en tus ojos

que el oleaje de una canción espuma mis mejillas

como si una sirena

acabara de besarme.

Parpadeas y el mar nos sumerge;

de escamas son nuestras sombras,

de arena los pies.

En mi cabello

tus huellas trinan en cascada,

cascabeleo al dorso de tu voz:

en tus ojos se agazapan los halagos

y un latente ahogamiento.

La balada —a tientas— decrece

hasta que en el rabillo las dos peceras

no son más que el lecho

donde yace el lapso

de mi decepción.
—YEI—
ANTIHÉROE

La torre es habitada por una doncella.

Yo la he visto leer y sé que sus ojos ocultan

su historia y las historias que la excitan.

Quisiera ir hasta ella

hasta que la Quimera aparezca

y su lengua de fuego

lama mi cuello.

La doncella es el pretexto:

el corazón de una hembra que vuela

es el aliciente de mi incineración.
YES

Un melocotón desenzarza mis anhelos.

Pretendo atraparlo pero si me acerco

enrojecerá como un rubí.

Disimulo entonces el asedio y adopto

—como un dragón domesticado—

el cautiverio del cazador abatido

por el dosel de su mirada.

Desde aquí la cacería es incierta:

pareciera que ambos fuimos flechados

pero ella lo niega y yo la miro a los ojos,

enceguecido por la celosía

y un borbollón de fuego.

No lo expresa en esta ocasión

pero su voz insumisa será la mía:

Y sí

dije sí

quiero sí

Ser la paz.
PASTURA AMAZÓNICA

La hierba arrancada se atiborra en mi boca:

son sueños rumiantes que mastico en la oscuridad.

La tierra aún sabe a tus pies y mi pelvis a tus muslos:

domaste a la bestia que soy y exacerbaste mi sexo indómito.

Sin silla de montar, cabalgamos:

tus manos en mis ancas se clavaron como espuelas

y al galope de tu voz las crines relincharon:

ansia de que el viento dispersara nuestra lluvia

y nuestros dientes se desvergonzaran.

Sólo un sí apaciguó el trote.

Con el oleaje de la rienda arribamos al pastizal:

mis brazos en tu espalda son el primer bocado;

lo trago y bebo de tu ensoñación: permanente abrevadero.

A pastar otra vez.


OJOS RASGADOS

Tus ojos —entrecerrados—

son los de una cazadora esclavizando a su presa

seducida por esa mirada que es serpentina y ballesta.

Apunta bien a mi pecho y no bajes la mirada:

no saborees el primer mordisco e imagines tus colmillos

atravesando las venas de mi flecha;

ya la habré disparado y el líquido en tu boca

no será color sangre;

tampoco podré escapar:

distendido, me devorarás arteramente

y desmembrado sólo podré pensar

que así es como besas:

como pólvora viva.


ARENA MOVEDIZA

Los sinsabores vividos son endulzados

por un caramelo de piel canela:

mi lengua lo besa, pero no es saliva

lo que prueba: son unos labios

humedecidos por el mar.

Los acaricio y un zumbido esparce

su luz punzocortante,

la misma con la que sus ojos alados

me erosionan

y me susurran aguamiel.

Dos aguijones desempolvados

y un atolladero:

de la vorágine revolotean castillos en el aire

y de la ebullición el reinado de una mordedura,

la que —insaciable— me demuele

con tal éxtasis que nunca notaré

mi consumimiento.
CATARSIS

Cierro los ojos. Debo hacerlo: quiero creer que quieres estar aquí.

Si los abro, tu mirada —aquella de agosto— se desdibuja y en un parpadeo

volverías a decirme que no.

Ese gesto —ese vacío— me disuade: es inútil sonreír.

Quizá deba rendirme antes que tu voz sea la daga que aniquile también

cualquier vestigio de nuestro amor.

Ese día tendrá que ser hoy.

¿Por qué me hiciste sentir tan vivo y miserable a la vez?

Desde que te conocí, tu nombre es la única verdad, la que me alimenta.

Ojalá mi corazón fuera un dulce y comieras de mi amaranto y mi miel;

me desengaño: es una oblea por la que nadie suspira.

Cabizbajo, en esta solitaria fuente todavía me sorprendo al recordar

tu lengua asomándose como un anzuelo.

Y tus mordidas me cautivaron: fui la presa fascinada,

el prisionero dispuesto a perecer en tu seducción.

Aprieto los ojos: no quisiera que este embeleso se congelara.

Pero el sueño se rompe al saber que ya no me necesitas.

Fue una trampa del destino: nada puedo hacer si no me amas.


Ojos tristes.

Hoy sólo quiero llorar.


—NAHUI—
PALIMPSESTO

En la última página

escribí tu nombre

con una goma de borrar.

Inútil entintarlo:

mis palabras siempre han sido tuyas

—nada son— y a veces lo olvido:

no es un secreto

que seas el despojo

y la espiral que me arroba.

Rendición

y sin embargo

ningún punto final.


CLAUSTROFOBIA

Huellas de sofocamiento.

Fuga. Fulgor.

La vida me asfixiaba.

Era nuestra prisión.


EL FRASCO DE BUSTRÓFEDA

El soplido rompe en cruz el compuesto tendido en el aro.

El jabón —introspectivo— descubre que su corazón es un globo

y enseguida es arrollado. Se ríe.

Se sube al carrusel que el aire mueve paternalmente.

Se divierte. Por un segundo: después

—como la existencia misma— convulsiona

y se deshace.
ZEMPOALA

Viajo en autobús —me digo en silencio—

y un lector detrás de mí lo repite en voz alta.

Volteo: no lo veo; tampoco lo presiento.

La escritura llega siempre desde una sombra inesperada,

que vuelve a dictarme: «Viajo en autobús» —recalca—

y entonces yo ya no estoy aquí.

También podría gustarte