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agosto 9, 2012
Es real que hubo épocas en que la colaboración entre ambas instituciones andaba
bastante mejor. Aunque tampoco conviene idealizar la cuestión y creer que se vivía en
medio de un jardín de rosas.
Sucede que hasta el momento en que la educación básica devino obligatoria, hace
más de un siglo, la tarea formativa reposaba fundamentalmente en la familia. Pero –
como advierte la psicóloga cubana Lourdes Ibarra Mustelier– con “la obligatoriedad
de la escolarización y el carácter instructivo adjudicado a la escuela, se privilegió la
misión educativa de ésta. Tradicionalmente, la relación se restringió al rendimiento
escolar de los niños. Los padres se mostraban interesados por conocer la calidad del
profesor, las características del establecimiento y los maestros los convocaban cuando
los resultados no se correspondían con lo esperado”.
En la misma línea del desarrollo histórico del tema, María Isabel Valdez, magíster en
Familia: Educación, Derecho y Salud, de la Universidad del Salvador, profesora en
Psicopedagogía del Instituto Domingo Cabred y docente de la carrera y del posgrado
en Psicopedagogía de la Universidad Católica de Córdoba, afirma que “desde fines del
1800 hasta los años ’60, la educación llegaba a casi todos por igual. La demanda era
mayoritariamente cubierta por el Estado, que educaba a una sociedad bastante
homogénea. El vínculo entre la familia y el colegio era entonces estable, coherente,
equilibrado”. Esto es, se basaba en una relación de mutuo respeto, colaboración e
interdependencia: el modelo de hogar católico era el predominante –explica Valdéz–;
con el padre como jefe y el mayor o único proveedor; el trabajo era estable y en
muchos casos “para toda la vida”. El medio social era “previsible” y el mayor peligro
eran las enfermedades físicas infecciosas; las afecciones mentales y los problemas
psicológicos serios eran casi desconocidos y la desigualdad era poco perceptible. La
mujer, con un rol menos protagónico, acataba y aceptaba su destino “maternal y
hogareño”. Por su parte, la escuela representaba el progreso, el orgullo y su cuerpo
docente la salvaguarda de los valores sociales y morales de la época; en ese entorno,
el vínculo colegio-familia convivía en condiciones ideales.
Había, obviamente, una suerte de pacto tácito, no explícito pero muy notorio, entre la
familia y la institución educativa para formar a los alumnos. La primera cedía a sus
hijos a la segunda y esperaba que la educación que recibiría allí superase a la que era
capaz de ofrecerles en el seno del hogar.
Entonces era en el interior del establecimiento escolar donde se definían los valores y
conocimientos que se impartían. Y en caso de existir algún tipo de diferencia entre los
transmitidos por aquel y los provenientes de la familia, la disputa se resolvía siempre
a favor del primero. Pero actualmente, como puntualiza Rolando Martiñá, profesor
de Psicología Educacional, especialista en terapia familiar y autor de diversos libros
sobre la temática, “el clásico triángulo padres-niños-maestros, ha visto alterada su
antigua funcionalidad, ya que la tácita alianza entre adultos acerca de las formas
correctas de educar a los chicos se ha disuelto”.
“Hay un gran desinterés de los padres por la educación de sus hijos. Cuando yo iba a la escuela,
una mala nota era un problema para uno en la casa; un llamado de atención te hacía sentir mal,
sobre todo si había que ir hablar con el maestro. Esto hoy no ocurre. Los docentes han perdido
autoridad. Puede ser un poco por culpa de ellos, pero también de nosotros. A mí me preocupa si
a mi hija le hace frío en el aula, si la maestra falta, si tiene hora libre. Sin embargo, no a todos
les preocupa en la misma medida; sólo cuando se llega a un extremo, se empiezan a tomar
escuelas. Pero hay maneras y herramientas previas para evitar estos males mayores. La
sociedad ha cambiado mucho y las instituciones educativas, como parte ella, también han
sufrido modificaciones. Los chicos, la familia, han cambiado: hoy es una mamá soltera, es una
abuela que crió a sus nietos. Y cada actor debe darse cuenta, desde su lugar, su
responsabilidad. Hoy todo el mundo le reclama al Estado. Y está el Gobierno, está la institución;
pero el padre, la abuela, la tía; el que sea que esté a cargo, también tiene que brindar educación
y formación. La primera institución es la familia. La escuela no puede enseñar todo a mis hijos. Y
debo entender que la maestra también puede retarlos. Aunque ante todo debe haber diálogo”.
Alberto López, papá de alumno de la Escuela Primaria Dr. Pablo Rueda, de Colonia
Tirolesa, departamento Colón.
“Los papás están un tanto desinteresados. Mandan los chicos a la escuela, porque es una
obligación llevarlos, pero nunca se arriman. Van solamente cuando tienen que firmar una beca o
algún papel. Es un defecto que tenemos los padres de haber dejado de lado el acompañamiento
a los niños. No sé si es porque estamos ocupados o trabajamos todo el día, pero es lo que yo
veo. Nos desentendemos de nuestros hijos y dejamos todo en manos de la escuela. Creo que
tanto los papás como los docentes hemos perdido autoridad. Los chicos hacen lo que quieren.
Porque si el maestro levanta la voz a nuestros hijos, nosotros, como padres, ya lo queremos
golpear. Antes había más respeto. Todo eso se ha ido perdiendo. No hay control. Hay docentes
que faltan. Así como a los chicos les ponen ausente o media inasistencia si llegan tarde, con los
profesores deberían hacer lo mismo. Si no enseñamos con el ejemplo, no estamos educando
bien: los niños se merecen un poco de respeto. Los alumnos se preguntan: ‘¿Por qué me ponen
falta y los profes no vienen y nos tienen dos horas al vicio?’. No se puede enseñar a los chicos
como se debe si uno no predica con el ejemplo”.
Susana Rodríguez, mamá de alumnos del IPEM N° 336 Adolfo Castelo, de barrio Juan B.
Justo, Córdoba Capital.
Des/acuerdos
El inicio del proceso de escolarización del niño es para los progenitores además de un
momento lleno de expectativas, uno de tensión. Al respecto, Martiñá argumenta: “Allí
lo espera otra institución, que no ha cambiado tanto, en verdad, como las familias, y
que tomada en general también es valorada y prestigiosa, pero en particular, también
en cada una de ellas se pueden encontrar diversos climas, más o menos propicios
para acoger a los recién llegados. Allí los chicos serán evaluados por lo que hagan, y
no simplemente por ser quienes son, como suele suceder en sus casas. Y allí se
mostrarán y mostrarán a su familia, a quienes los hicieron como son”.
“Todos, padres e hijos –añade–, serán evaluados por otros adultos, que a su vez
provienen de otras organizaciones familiares, que están viviendo sus propias
historias, que cuentan con mayor o menor motivación para entregarse a una tarea
intensa y a veces frustrante y que a menudo carecen de recursos técnicos para
afrontar adecuadamente tan compleja realidad. Porque se encuentran con chicos
criados según diferentes pautas, con mandatos a veces opuestos acerca de derechos y
deberes, sentido de responsabilidad por los propios actos, formas de enfrentar y
resolver las diferencias, respeto por los otros y las normas”.
Hasta hace unas décadas, padres y maestros compartían en gran medida cierto
catálogo de pautas heredadas acerca de lo bueno y lo malo, lo conveniente y lo
inconveniente, lo prudente y lo riesgoso. Había un acuerdo tácito que ponía a todos
los mayores de un mismo lado a la hora de establecer normas y hacerlas cumplir; que
hoy ya no existe. La crisis del principio de autoridad incluida en la crisis vincular
antes mencionada, no sólo se refiere a la relación adulto-niño, sino que también
afecta las relaciones adulto-adulto e institución-institución. A la inversa de otros
tiempos, muchos padres no atribuyen a los docentes la suficiente “autoridad” para
evaluar la conducta intelectual o social de sus hijos, y a menudo reaccionan aliándose
con estos “a toda costa”. Muchos profesores “acusan” a los progenitores de los
problemas escolares de sus estudiantes y no consideran que haya en ellos o en la
escuela demasiada responsabilidad al respecto.
Muchas familias esperan que las aulas las reemplacen consolidando en sus hijos
actitudes y comportamientos considerados socialmente adecuados, a la vez que les
enseñen los contenidos curriculares, los contengan en sus problemas y los “preparen
para la vida”. La escuela, sobreexigida, reclama a los padres que les envíen chicos
suficientemente “socializados”, con normas básicas incorporadas respecto de cómo
resolver diferencias, aceptar responsabilidades y límites, respetar a los otros, etcétera.
“Antes la maestra podía dedicarse. Había otros límites. Hoy todo eso se recortó. Creo que es
una cuestión social. Lamentablemente la sociedad esta tan mal que ocurren los problemas.
Antes uno llamaba la atención a los padres sobre alguna situación y había respuesta. Hoy el
docente cuando el docente hace eso los papás lo agreden. El vínculo se ha roto. Antes había
una relación más fluida entre los padres y maestros. Hoy todo es más burocrático, para hacer
algo tenés que cumplir un montón de pasos previos. Y los chicos necesitan las cosas hoy. Falla
la comunicación o no la hay. Antes, eso no ocurría. El docente hoy cumple con sus horas y nada
más. Y en esto estamos involucrados todos. Es la sociedad en la que vivimos. Hay violencia
entre padres y profesores (inclusive entre docentes, como en mi escuela), muchas veces delante
de los chicos. Y se ven cuestiones como el ‘no compromiso’, y el ‘no meterse’. De todos modos
no son todos los maestros iguales. Pero creo que se podría establecer otro tipo de vínculo”.
El imperio de la desconfianza
Como consecuencia de todo este panorama, donde ambas instituciones creen tener la
verdad, campean los recelos.
“No confían en los criterios aplicados por la escuela…Y en los casos más extremos –
añade–, se han dado situaciones de violencia y agresión a docentes por un
desacuerdo en los conceptos de límites y autoridad. Probablemente tal tipo de
conflictos es una muestra de la crisis entre la autoridad pública y la sociedad, de su
desacuerdo en cuanto a la legitimación de ciertos valores que tiempo atrás no se
discutían y que, en todo caso, encontraban su ámbito de resolución en la autoridad
escolar”.
Martiñá se pregunta, acertadamente, por qué, en este contexto social, no hay más
violencia en los colegios. “¿Por qué miles de escuelas abren sus puertas día tras día,
realizan mal o bien su tarea, y luego las cierran sin que en su interior se haya
producido ningún hecho lamentable? ¿No sería interesante investigar cuánto de
verdad hay en la afirmación de que la escuela es un lugar particularmente violento,
discriminador o abusivo, en comparación con los demás escenarios de la vida social?
Quizá se les podría preguntar a los padres de niños y adolescentes dónde prefieren
que estén sus hijos si no están con ellos. ¿En una disco, en un viaje de egresados, en
una cancha, montados en una moto esquivando el tránsito?”.
“Hace unos 15 años que se viene notando que la familia ha perdido el rol de acompañamiento,
mientras los docentes seguíamos con un discurso sobre el deber ser. Entonces empezamos a
pensar cuál es nuestra función: si seguir diciendo que los padres no se hacen cargo y los niños
están cada vez más difíciles y no aprenden; buscando soluciones afuera con psicopedagogos o
neurólogos; o replantearnos qué hacer juntos. Y comenzamos a hacer cosas simples, sencillas:
invitar a los padres a tomar mate y charlar; a hacer talleres de cuentos, para que les leyeran
historias a sus hijos; a participar de los actos; a festejar el cumpleaños de la escuela o de los
niños. Tratamos de tener otro tipo de vínculo, con mucha reflexión conjunta, mucho hacernos
cargo, la familia por su lado y los docentes por el nuestro, de qué es lo que están pidiendo
nuestros alumnos ahora. Es muy difícil para los maestros despojarnos de vicios o cuestiones
que veníamos reproduciendo. Y a lo mejor, ante niños tan movedizos, contestatarios, distraídos,
criados en el mundo de la imagen, seguimos demandando niños que permanezcan sentados 40
minutos en sus bancos, todavía formamos hileras para el izamiento de las banderas: son cosas
para replantearse. Lleva tiempo, primero, revertir nuestra actitud y convencernos de que hace
falta un cambio, y después, trabajar en conjunto con la familia. Hoy la escuela demanda más
acompañamiento de los padres hacia los niños y la familia demanda ser escuchada y trabajar en
conjunto”.
Silvina Gvirtz, doctora en Educación, cree que “los lazos que unen a la escuela y a la
familia están rotos, y esto se pone de manifiesto en dos situaciones. Una es la de la
clase media alta y alta, que envía a sus hijos a colegios privados. Algunos padres de
estos sectores tratan a los docentes –porque tienen menos dinero y porque la relación
con la escuela se rige por las leyes de mercado– como si fueran sus empleados,
desprestigiándolos frente a los chicos. En el otro extremo, tenemos el caso de las
familias carenciadas –con primeras generaciones que llegan a la secundaria– que, en
no pocas oportunidades, son expulsadas por la misma escuela, que desvaloriza a los
padres porque no saben escribir o no hablan con la corrección gramatical esperada”.
Lemme observa también algo que no es difícil de percibir para quienes conocen la
realidad de las escuelas estatales: no es bueno generalizar ya que en muchos
establecimientos, de entornos sociales muy distintos, existen potentes vínculos entre
la escuela y la familia.
Esto no quiere decir, por supuesto, que no sea necesario poner el mayor énfasis en la
reconstrucción de la relación, lesionada en la mayoría de los casos. Para lo cual, como
afirma Maldonado, “no hay una receta”. “Cada uno debería crear desde su propio
lugar un ámbito para compartir, construir y restablecer vínculos”, amplía.
“Yo entré a esta escuela en 2003 y en ese momento empecé a observar que los padres eran
muy agresivos con los docentes, que en su mayoría estaban a punto de jubilarse. A pesar de
eso incentivamos a las familias para que vinieran, y hasta el día de hoy siempre tuvimos esa
impronta de trabajar con la comunidad. Tratamos de organizar paseos con los padres, talleres,
distintas actividades como una estrategia para poder limar conflictos y ha resultado. Más allá de
que esta comunidad es muy vulnerable, acá hay mucha contención y afecto. Hoy hay mucha
violencia dentro del propio grupo familiar, entonces las madres vienen y te comentan lo que pasa
en sus casas, cómo les podemos ayudar y nos dicen ‘A mi hijo le está pasando esto, ¿a dónde
puedo ir?’. Nosotros esperamos que ellos sientan y reflexionen que no porque sean pobres
dejan de ser reconocidos como personas y hay que luchar para que, como me dijo una vez una
madre, no ‘los tengan como ganado’. Ellos también quieren acceder a lo que tienen los otros
chicos, y por eso nos exigen mucho porque quieren mejorar su situación, quieren dejar de ser
pobres, no quieren que los traten como tales”.
Griselda Martino, docente del IPEM 119 Nesiora Zarazaga, de Alpa Corral, departamento
Río Cuarto.
Magaña y Del Castillo dicen que, ante el panorama actual, ambas instituciones
“sencillamente deben aliarse y emprender juntas un camino que les permita crear
una nueva concepción de la educación, desde una perspectiva comunitaria real,
donde el verdadero protagonista sea el niño. Este objetivo exige la elaboración de un
proyecto educativo común entre familia y escuela”.
Pero, ¿cómo reestablecer la alianza y encontrar los caminos más aptos para facilitar el
reencuentro? La idea predominante es que la tarea debe ser empezada por la
institución escolar, en la medida que cuenta con una estructura y una capacidad de
formulación más consistente. Y que, más allá de sus dificultades y en tanto no se
cierre sobre sí misma, aparece como menos desamparada que la familia para diseñar
una metodología de reconocimiento mutuo entre ambas.
Pero será necesario, también, que los maestros cuenten con una adecuada formación
en Educación Familiar. Es decir, que estén muñidos de las herramientas y
conocimientos necesarios para emprender la tarea. Según la educadora española Eva
Kñallinsky, se trata de desarrollar la sensibilidad en los futuros docentes acerca de las
transformaciones operadas en las conformaciones familiares y valorar la importancia
del involucramiento de los padres. Y como objetivos específicos, plantea, entre otros
puntos, la necesidad de trabajar con distintos modelos de familias, desplegar
actividades para comunicarse con ellas, dirigir reuniones de padres y dominar los
distintos tipos de actividades susceptibles de integrarlos.
Sin embargo, parece difícil que los establecimientos escolares logren participación, si
no son capaces de brindarles buena información. Gvirtz asegura que “en la medida en
que las instituciones educativas no expliquen las nuevas estrategias de enseñanza, los
padres seguirán creyendo que los maestros están enseñando mal o que el colegio no
es tan bueno como cuando ellos estudiaban. Es necesario que la escuela empiece a
encontrar en la famila, personas que pueden ser sus aliadas y eso es posible en la
medida que les cuente qué va a hacer, cómo lo va a hacer y los resultados que espera”.
“Ha cambiado la presencia de la familia en la escuela por muchos factores, entre ellos la
exigencia de los tiempos que tienen los padres que hace que no puedan participar en muchas
actividades. A pesar de que implementamos estrategias para intentar incluirlos, siempre nos
encontramos con que vienen los mismos, generalmente los papás de los chicos que no tienen
dificultades. Yo doy Ciudadanía y Participación y, desde la materia, realizo actividades que los
chicos tienen que hacer en la casa con los padres, inclusive para que ellos se enteren qué están
haciendo en la escuela. Creo que hay mucho para hacer en el sentido de acercar la escuela a la
familia, pero a veces no tenemos los recursos necesarios. Habría que tener por lo menos un
profesional especializado que atienda esa problemática, como un psicólogo, un psicopedagogo,
que cite a esas familias, que pueda dedicarse a hacerles un seguimiento, que esté disponible
para escucharlas. Nosotros no tenemos ni siquiera un lugar donde atender a los papás, que a
veces vienen a plantear situaciones muy íntimas, muy dolorosas y no se puede atenderlos en un
pasillo. El rol del docente y la escuela están desacreditados. Pero, si bien uno tiende a resaltar
más lo que falta que lo que se tiene, la mayoría de los padres todavía valoran la escuela, la
respetan y de hecho la eligen”.
Pero en este tema, el espanto consistiría en permanecer indiferentes ante padres que
desertan de sus responsabilidades y docentes que se debaten en una total soledad,
mientras se profundiza el descrédito de las instituciones educativas.
Por otro lado, en el nuevo pacto entre familia y escuela, aunque sea importante, lo
central no es el afecto que rodee la relación, sino la discusión que redunde en sólidos
niveles de colaboración y participación. Sólo así se podrá lograr una comunidad
educativa auténtica, lejos de todo enunciado vacío, que contribuya a reforzar el
respeto y la autoridad de la escuela con el apoyo de una familia responsable y
comprometida con el cuidado de las nuevas generaciones.
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