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Una sociedad inevitable

agosto 9, 2012

Frente a las transformaciones socioculturales y económicas que impactan en


sus modos de funcionamiento y conformación, escuelas y familias se
enfrentan al desafío de reconfigurar su vínculo. Las expectativas y las
demandas que cada institución le hace a la otra, las principales fuentes de
conflicto y alternativas para mejorar la que debería ser una alianza natural
entre padres y establecimientos educativos, eje de la reflexión.
EXISTEN DOS SITUACIONES que prácticamente nadie pone en tela de juicio: por
un lado, que una buena relación familia-escuela es muy beneficiosa para la educación
de los alumnos; por el otro, que esa relación hace mucho tiempo que no funciona
bien, incluida la certeza, para algunos, de que está definitivamente quebrada.

Es real que hubo épocas en que la colaboración entre ambas instituciones andaba
bastante mejor. Aunque tampoco conviene idealizar la cuestión y creer que se vivía en
medio de un jardín de rosas.

Sucede que hasta el momento en que la educación básica devino obligatoria, hace
más de un siglo, la tarea formativa reposaba fundamentalmente en la familia. Pero –
como advierte la psicóloga cubana Lourdes Ibarra Mustelier– con “la obligatoriedad
de la escolarización y el carácter instructivo adjudicado a la escuela, se privilegió la
misión educativa de ésta. Tradicionalmente, la relación se restringió al rendimiento
escolar de los niños. Los padres se mostraban interesados por conocer la calidad del
profesor, las características del establecimiento y los maestros los convocaban cuando
los resultados no se correspondían con lo esperado”.

Es decir, la responsabilidad educativa se trasladó a la escuela, pero sería descabellado


afirmar que, desde entonces, los padres hicieron un culto de la participación.

En la misma línea del desarrollo histórico del tema, María Isabel Valdez, magíster en
Familia: Educación, Derecho y Salud, de la Universidad del Salvador, profesora en
Psicopedagogía del Instituto Domingo Cabred y docente de la carrera y del posgrado
en Psicopedagogía de la Universidad Católica de Córdoba, afirma que “desde fines del
1800 hasta los años ’60, la educación llegaba a casi todos por igual. La demanda era
mayoritariamente cubierta por el Estado, que educaba a una sociedad bastante
homogénea. El vínculo entre la familia y el colegio era entonces estable, coherente,
equilibrado”. Esto es, se basaba en una relación de mutuo respeto, colaboración e
interdependencia: el modelo de hogar católico era el predominante –explica Valdéz–;
con el padre como jefe y el mayor o único proveedor; el trabajo era estable y en
muchos casos “para toda la vida”. El medio social era “previsible” y el mayor peligro
eran las enfermedades físicas infecciosas; las afecciones mentales y los problemas
psicológicos serios eran casi desconocidos y la desigualdad era poco perceptible. La
mujer, con un rol menos protagónico, acataba y aceptaba su destino “maternal y
hogareño”. Por su parte, la escuela representaba el progreso, el orgullo y su cuerpo
docente la salvaguarda de los valores sociales y morales de la época; en ese entorno,
el vínculo colegio-familia convivía en condiciones ideales.

Había, obviamente, una suerte de pacto tácito, no explícito pero muy notorio, entre la
familia y la institución educativa para formar a los alumnos. La primera cedía a sus
hijos a la segunda y esperaba que la educación que recibiría allí superase a la que era
capaz de ofrecerles en el seno del hogar.

Entonces era en el interior del establecimiento escolar donde se definían los valores y
conocimientos que se impartían. Y en caso de existir algún tipo de diferencia entre los
transmitidos por aquel y los provenientes de la familia, la disputa se resolvía siempre
a favor del primero. Pero actualmente, como puntualiza Rolando Martiñá, profesor
de Psicología Educacional, especialista en terapia familiar y autor de diversos libros
sobre la temática, “el clásico triángulo padres-niños-maestros, ha visto alterada su
antigua funcionalidad, ya que la tácita alianza entre adultos acerca de las formas
correctas de educar a los chicos se ha disuelto”.

“Hay un gran desinterés de los padres por la educación de sus hijos. Cuando yo iba a la escuela,
una mala nota era un problema para uno en la casa; un llamado de atención te hacía sentir mal,
sobre todo si había que ir hablar con el maestro. Esto hoy no ocurre. Los docentes han perdido
autoridad. Puede ser un poco por culpa de ellos, pero también de nosotros. A mí me preocupa si
a mi hija le hace frío en el aula, si la maestra falta, si tiene hora libre. Sin embargo, no a todos
les preocupa en la misma medida; sólo cuando se llega a un extremo, se empiezan a tomar
escuelas. Pero hay maneras y herramientas previas para evitar estos males mayores. La
sociedad ha cambiado mucho y las instituciones educativas, como parte ella, también han
sufrido modificaciones. Los chicos, la familia, han cambiado: hoy es una mamá soltera, es una
abuela que crió a sus nietos. Y cada actor debe darse cuenta, desde su lugar, su
responsabilidad. Hoy todo el mundo le reclama al Estado. Y está el Gobierno, está la institución;
pero el padre, la abuela, la tía; el que sea que esté a cargo, también tiene que brindar educación
y formación. La primera institución es la familia. La escuela no puede enseñar todo a mis hijos. Y
debo entender que la maestra también puede retarlos. Aunque ante todo debe haber diálogo”.

Alberto López, papá de alumno de la Escuela Primaria Dr. Pablo Rueda, de Colonia
Tirolesa, departamento Colón.

Ya nada es lo que era

En las últimas cuatro o cinco décadas se han operado profundas transformaciones


sociales, culturales y económicas que han trastocado las relaciones entre la familia y
la escuela. Sobre este punto, Valdez desarrolla: “Surgieron nuevos tipos de familias:
las monoparentales; las ensambladas; el divorcio; la maternidad a edades más
avanzadas y el embarazo adolescente y con él la maternidad y paternidad en soledad;
los cambios económicos ampliaron la brecha entre ricos y pobres; hay una merma en
el tiempo compartido entre padres e hijos; una mayor independencia de los jóvenes;
una apertura y mayor oferta educativa; la educación privada se ha desarrollado de
forma importante, pero no permite el ingreso de jóvenes sin recursos (no hay becas
para ellos) y hay serios problemas de las clases menos pudientes para alcanzar
estándares educativos aceptables”.

Y no es que las nuevas organizaciones familiares hayan abandonado el rol elemental


de protección de sus nuevos miembros, pero se ha producido, como es lógico, una
modificación en los vínculos intergeneracionales y una mayor complejización del
tejido de las relaciones. En este sentido, como señala Martiñá, “somos la primera
generación que dejó de temer a los padres para temer a los hijos y hemos pasado de
un extremo a otro”. Es decir, la vieja asimetría de poder se ha roto.
El mismo autor destaca que, al margen del surgimiento de nuevos tipos, en años
anteriores las familias aparecían como más estables, menos estresadas, con una
mayor cantidad de miembros y superiores niveles de interacción entre ellas. En
cambio, las actuales, pese a poseer generalmente un mayor grado de formación y
educación, son más débiles en su estructura, inestables, con ausencia de proyectos
claros de vida y problemas de convivencia.
Todo esto se ve reforzado, además, con la irrupción de un nuevo y poderoso
ingrediente educativo: los medios de comunicación masivos que, con su enorme
poder audiovisual, propagan valores, modelos y pautas de conducta sin importarles,
en muchos casos, las secuelas que dejan sus mensajes. En palabras del filósofo
español Fernando Savater, “mientras que la función educadora de la autoridad
paternal se eclipsa, la educación televisiva conoce cada vez mayor auge, ofreciendo
sin esfuerzo ni discriminación pudorosa el producto ejemplarizante que antes era
manufacturado por la jerárquica artesanía familiar”.

La educadora española Carmen Aguilar Ramos, de la Universidad de Málaga, indica


que, en este contexto, “la familia tradicional aparece desdibujada, ha perdido sus
antiguos puntos de sustentación, se han venido abajo los grandes pilares que
sostenían sus creencias y cimentaban los roles atribuidos a sus diferentes miembros;
por ejemplo: el hombre, en la figura del padre, no representa la autoridad como pilar
de fuerza y poder; la mujer, en la figura de madre, no representa el amor como
sumisión y abnegación y la sexualidad, no representa lo puro y misterioso como signo
de reproducción… Esta situación le impide saber plantear pautas educativas que
respondan a las necesidades actuales de sus hijos”. Tales circunstancias se tornan aún
más críticas en las franjas sociales más vulnerables, que, en la lucha cotidiana por la
supervivencia, no es mucha la atención que pueden prestarle al desarrollo escolar de
los más jóvenes.

En definitiva, como sostienen Mariano del Castillo y Carmen Magaña, de la


Universidad Nacional de Río Cuarto, “la familia necesita un marco de referencia para
guiar, orientar y educar a sus hijos, porque, sumergida en un mundo cambiante, cuya
inestabilidad e incertidumbre fomenta inseguridad y miedo, se encuentra
confundida; las viejas creencias, los valores vividos, en definitiva, la educación
recibida no le sirve para educar a su generación actual”.

A la escuela también le cuesta adaptarse a los cambios sociales y en no pocos casos,


como subraya Mónica Maldonado, investigadora y docente de la Facultad de Filosofía
y Humanidades de la Universidad Nacional de Córdoba, “espera que le manden el
alumno disciplinado de las capas medias que tenía antes y sigue anclada en una idea
de hogar de treinta años atrás, nuclear y armónico, que ‘colabore’ pero que no se
entrometa demasiado con la enseñanza”.
Es cierto, además, que las instituciones escolares públicas no tienen demasiado
tiempo de pensar en los cambios operados en la familia y en ellas mismas, ya que se
encuentran sometidas a múltiples y dispares demandas, como la de contención,
alimentación y mejoramiento de la calidad académica. Demandas que le generan
molestia y  desorientación.

La situación no es sólo patrimonio de la Argentina. Aguilar Ramos, al analizar la


situación en España, consigna que a la escuela “los viejos patrones educativos no le
sirven para educar hoy. A merced de los vientos del autoritarismo de ayer y del
permisivismo actual, a veces, deja hacer porque no sabe qué hacer. Encerrada en una
burocracia asfixiante, se le hace difícil vivir el sentido comunitario que proclaman los
documentos que la rodean y le exigen los nuevos valores democráticos. Siente la
presión de las demandas que van más allá de su tradicional función transmisora de
conocimientos y no se siente preparada para afrontarlas”.

“Los papás están un tanto desinteresados. Mandan los chicos a la escuela, porque es una
obligación llevarlos, pero nunca se arriman. Van solamente cuando tienen que firmar una beca o
algún papel. Es un defecto que tenemos los padres de haber dejado de lado el acompañamiento
a los niños. No sé si es porque estamos ocupados o trabajamos todo el día, pero es lo que yo
veo. Nos desentendemos de nuestros hijos y dejamos todo en manos de la escuela. Creo que
tanto los papás como los docentes hemos perdido autoridad. Los chicos hacen lo que quieren.
Porque si el maestro levanta la voz a nuestros hijos, nosotros, como padres, ya lo queremos
golpear. Antes había más respeto. Todo eso se ha ido perdiendo. No hay control. Hay docentes
que faltan. Así como a los chicos les ponen ausente o media inasistencia si llegan tarde, con los
profesores deberían hacer lo mismo. Si no enseñamos con el ejemplo, no estamos educando
bien: los niños se merecen un poco de respeto. Los alumnos se preguntan: ‘¿Por qué me ponen
falta y los profes no vienen y nos tienen dos horas al vicio?’. No se puede enseñar a los chicos
como se debe si uno no predica con el ejemplo”.
Susana Rodríguez, mamá de alumnos del IPEM N° 336 Adolfo Castelo, de barrio Juan B.
Justo, Córdoba Capital.

Des/acuerdos

El inicio del proceso de escolarización del niño es para los progenitores además de un
momento lleno de expectativas, uno de tensión. Al respecto, Martiñá argumenta: “Allí
lo espera otra institución, que no ha cambiado tanto, en verdad, como las familias, y
que tomada en general también es valorada y prestigiosa, pero en particular, también
en cada una de ellas se pueden encontrar diversos climas, más o menos propicios
para acoger a los recién llegados. Allí los chicos serán evaluados por lo que hagan, y
no simplemente por ser quienes son, como suele suceder en sus casas. Y allí se
mostrarán y mostrarán a su familia, a quienes los hicieron como son”.
“Todos, padres e hijos –añade–, serán evaluados por otros adultos, que a su vez
provienen de otras organizaciones familiares, que están viviendo sus propias
historias, que cuentan con mayor o menor motivación para entregarse a una tarea
intensa y a veces frustrante y que a menudo carecen de recursos técnicos para
afrontar adecuadamente tan compleja realidad. Porque se encuentran con chicos
criados según diferentes pautas, con mandatos a veces opuestos acerca de derechos y
deberes, sentido de responsabilidad por los propios actos, formas de enfrentar y
resolver las diferencias, respeto por los otros y las normas”.

Como se dijo anteriormente, hubo un momento en que había ciertos consensos


básicos en torno a la educación de los alumnos; pero, en los últimos años, se han
esfumado. “Ha entrado en crisis también el pacto adulto acerca de cuáles son las
mejores formas de criar y educar a los menores a su cargo”, señala uno de los
documentos elaborados por el Programa Nacional de Convivencia Escolar del
Ministerio de Educación de la Nación.

Hasta hace unas décadas, padres y maestros compartían en gran medida cierto
catálogo de pautas heredadas acerca de lo bueno y lo malo, lo conveniente y lo
inconveniente, lo prudente y lo riesgoso. Había un acuerdo tácito que ponía a todos
los mayores de un mismo lado a la hora de establecer normas y hacerlas cumplir; que
hoy ya no existe. La crisis del principio de autoridad incluida en la crisis vincular
antes mencionada, no sólo se refiere a la relación adulto-niño, sino que también
afecta las relaciones adulto-adulto e institución-institución. A la inversa de otros
tiempos, muchos padres no atribuyen a los docentes la suficiente “autoridad” para
evaluar la conducta intelectual o social de sus hijos, y a menudo reaccionan aliándose
con estos “a toda costa”. Muchos profesores “acusan” a los progenitores de los
problemas escolares de sus estudiantes y no consideran que haya en ellos o en la
escuela demasiada responsabilidad al respecto.

Muchas familias esperan que las aulas las reemplacen consolidando en sus hijos
actitudes y comportamientos considerados socialmente adecuados, a la vez que les
enseñen los contenidos curriculares, los contengan en sus problemas y los “preparen
para la vida”. La escuela, sobreexigida, reclama a los padres que les envíen chicos
suficientemente “socializados”, con normas básicas incorporadas respecto de cómo
resolver diferencias, aceptar responsabilidades y límites, respetar a los otros, etcétera.

Y esas expectativas recíprocas, además de desmesuradas, suelen ser planteadas más


en un clima hostil de ataque y defensa que en uno de comprensión mutua y propuesta
de colaboración. Clima, este último, que muy bien podría comenzar a desarrollarse a
partir del reconocimiento mutuo en cuanto a lo difícil de la tarea de cada uno y la
necesidad de complementarse y ayudarse, superando la también esperable
competencia surgida de la evaluación de cada institución sobre la tarea de la otra.

“Antes la maestra podía dedicarse. Había otros límites. Hoy todo eso se recortó. Creo que es
una cuestión social. Lamentablemente la sociedad esta tan mal que ocurren los problemas.
Antes uno llamaba la atención a los padres sobre alguna situación y había respuesta. Hoy el
docente cuando el docente hace eso los papás lo agreden. El vínculo se ha roto. Antes había
una relación más fluida entre los padres y maestros. Hoy todo es más burocrático, para hacer
algo tenés que cumplir un montón de pasos previos. Y los chicos necesitan las cosas hoy. Falla
la comunicación o no la hay. Antes, eso no ocurría. El docente hoy cumple con sus horas y nada
más. Y en esto estamos involucrados todos. Es la sociedad en la que vivimos. Hay violencia
entre padres y profesores (inclusive entre docentes, como en mi escuela), muchas veces delante
de los chicos. Y se ven cuestiones como el ‘no compromiso’, y el ‘no meterse’. De todos modos
no son todos los maestros iguales. Pero creo que se podría establecer otro tipo de vínculo”.

Claudia Weber, mamá de alumnos de la Escuela Primaria Modesto Rodríguez, de barrio


UOCRA, Córdoba Capital.

El imperio de la desconfianza

Como consecuencia de todo este panorama, donde ambas instituciones creen tener la
verdad, campean los recelos.

“Familia y escuela se necesitan mutuamente, pero se desconfían con la misma


intensidad que se precisan. Pongámoslo en palabras de algunos docentes: ‘La familia
no nos apoya. Si ellos no ayudan nosotros no podemos. Sin una familia bien
constituida no se puede, con estos pibes no se puede’… Es decir que, desde la escuela
se pide (ruega) apoyo de los padres, pero cuando estos participan aparece una
inmediata sensación de invasión. Cuando no están quisiéramos que nos acompañen y
cuando están, ¿no se estarán metiendo mucho?”, precisa Gabriel Brener, Licenciado
en Educación por la Universidad Nacional de Buenos Aires y docente de la Facultad
Latinoamericana de Ciencias Sociales (FLACSO).

Es lo mismo que advierte el docente católico Jorge Ratto, miembro de la Academia


Nacional de Educación, quien considera especialmente preocupante “el deterioro
significativo, y agravado en los últimos tiempos, en el pacto o puente de confianza
entre familia y escuela”. Sobre el tema, señala que pese a que la Ley de Educación
Nacional 26.206 establece los derechos y deberes de los alumnos y de sus
progenitores para fortalecer los vínculos con la institución educativa, “en los últimos
tiempos, cada vez más los padres, tomando partido por los hijos, objetan decisiones
de la escuela, desautorizan a maestros y profesores, reclaman acerca de las
calificaciones (especialmente en épocas de exámenes), o cuestionan medidas
disciplinarias por considerarlas injustas o improcedentes”.

“No confían en los criterios aplicados por la escuela…Y en los casos más extremos –
añade–, se han dado situaciones de violencia y agresión a docentes por un
desacuerdo en los conceptos de límites y autoridad. Probablemente tal tipo de
conflictos es una muestra de la crisis entre la autoridad pública y la sociedad, de su
desacuerdo en cuanto a la legitimación de ciertos valores que tiempo atrás no se
discutían y que, en todo caso, encontraban su ámbito de resolución en la autoridad
escolar”.

Es claro que la escuela no ayuda demasiado cuando se aferra a un modelo de familia


que ya es historia y, paralelamente, proclama que los problemas con los alumnos
derivan de carencias graves en la educación en el hogar.

Silvia Di Sanza, doctora en Filosofía de la Universidad del Salvador, lo dice así:


“Sabemos que en este momento ambas se experimentan enfrentadas y la interacción
todavía no encuentra espacio de concreción. Los padres acuden a la escuela para
exigir, plantear quejas, controlar, lo cual podemos decir que constituye buena parte
de su responsabilidad, aunque no la única. La institución educativa señala la
despreocupación de la familia respecto del proceso de aprendizaje de sus hijos,
reclama ayuda por parte de ella. Los padres advierten acerca de los problemas
económicos o laborales o los propios de la convivencia familiar como para ocuparse
también de las cosas de las que debe ocuparse el colegio. Este, por su parte, señala
que no puede hacerse cargo de lo que es privativo de la familia. Reclamos mutuos se
entrecruzan, generando confusión y disconformidad de los unos para con los otros”.

Que la escuela no perciba, en muchos casos, los cambios operados en la familia es


particularmente grave ya que, de un modo u otro, termina por ver los nuevos tipos de
organización familiar como formas anómalas y se muestra incapaz de hacerse cargo
de la diversidad que conllevan esos cambios. Sin contar, además, con el hecho de que
cada alumno trae al aula, irremediablemente, las huellas del entorno donde vive.

Para no pocos autores esta situación se termina manifestando en crisis, conflictos y


violencia escolar. No es un análisis disparatado, pero tampoco conviene exagerar
sobre el tema incorporando las miradas amplificadoras que utilizan los medios de
comunicación para relatar la cuestión.

Martiñá se pregunta, acertadamente, por qué, en este contexto social, no hay más
violencia en los colegios. “¿Por qué miles de escuelas abren sus puertas día tras día,
realizan mal o bien su tarea,  y luego las cierran sin que en su interior se haya
producido ningún hecho lamentable? ¿No sería interesante investigar cuánto de
verdad hay en la afirmación de que la escuela es un lugar particularmente violento,
discriminador o abusivo, en comparación con los demás escenarios de la vida social?
Quizá se les podría preguntar a los padres de niños y adolescentes dónde prefieren
que estén sus hijos si no están con ellos. ¿En una disco, en un viaje de egresados, en
una cancha, montados en una moto esquivando el tránsito?”.

“Hace unos 15 años que se viene notando que la familia ha perdido el rol de acompañamiento,
mientras los docentes seguíamos con un discurso sobre el deber ser. Entonces empezamos a
pensar cuál es nuestra función: si seguir diciendo que los padres no se hacen cargo y los niños
están cada vez más difíciles y no aprenden; buscando soluciones afuera con psicopedagogos o
neurólogos; o replantearnos qué hacer juntos. Y comenzamos a hacer cosas simples, sencillas:
invitar a los padres a tomar mate y charlar; a hacer talleres de cuentos, para que les leyeran
historias a sus hijos; a participar de los actos; a festejar el cumpleaños de la escuela o de los
niños. Tratamos de tener otro tipo de vínculo, con mucha reflexión conjunta, mucho hacernos
cargo, la familia por su lado y los docentes por el nuestro, de qué es lo que están pidiendo
nuestros alumnos ahora. Es muy difícil para los maestros despojarnos de vicios o cuestiones
que veníamos reproduciendo. Y a lo mejor, ante niños tan movedizos, contestatarios, distraídos,
criados en el mundo de la imagen, seguimos demandando niños que permanezcan sentados 40
minutos en sus bancos, todavía formamos hileras para el izamiento de las banderas: son cosas
para replantearse. Lleva tiempo, primero, revertir nuestra actitud y convencernos de que hace
falta un cambio, y después, trabajar en conjunto con la familia. Hoy la escuela demanda más
acompañamiento de los padres hacia los niños y la familia demanda ser escuchada y trabajar en
conjunto”.

Alicia Bostico, docente de la Escuela Primer Teniente Morandini, de Jesús María,


departamento Colón.

¿Un vínculo cortado?

Lógicamente, un vínculo eficaz entre padres e institución escolar es altamente


provechoso y está estadísticamente comprobado que redunda en el rendimiento, la
formación y el comportamiento de los estudiantes. El tema es que hoy esa relación
aparece seriamente dañada. Pero, ¿en qué grado se ubica el deterioro?

Silvina Gvirtz, doctora en Educación, cree que “los lazos que unen a la escuela y a la
familia están rotos, y esto se pone de manifiesto en dos situaciones. Una es la de la
clase media alta y alta, que envía a sus hijos a colegios privados. Algunos padres de
estos sectores tratan a los docentes –porque tienen menos dinero y porque la relación
con la escuela se rige por las leyes de mercado– como si fueran sus empleados,
desprestigiándolos frente a los chicos. En el otro extremo, tenemos el caso de las
familias carenciadas –con primeras generaciones que llegan a la secundaria– que, en
no pocas oportunidades, son expulsadas por la misma escuela, que desvaloriza a los
padres porque no saben escribir o no hablan con la corrección gramatical esperada”.

El psicólogo Daniel Lemme, docente de la Universidad Nacional de Córdoba y


coordinador del programa Escuela-Comunidad del Ministerio de Educación de
Córdoba, exhibe una visión menos estática y piensa que “a veces hay casos puntuales
que permiten hacer una rápida generalización acerca de que el vínculo está roto. Yo
creo que no, que se recrea permanentemente”. “Hay momentos en que esa relación –
continúa– entra en crisis y conflicto. El inconveniente es que los modos habituales de
resolución de los problemas, instituidos tanto en la cultura escolar como por el propio
sistema educativo y social, se muestran ineficaces para resolverlos
constructivamente: debemos revisar esos mecanismos”.

Lemme observa también algo que no es difícil de percibir para quienes conocen la
realidad de las escuelas estatales: no es bueno generalizar ya que en muchos
establecimientos, de entornos sociales muy distintos, existen potentes vínculos entre
la escuela y la familia.

Esto no quiere decir, por supuesto, que no sea necesario poner el mayor énfasis en la
reconstrucción de la relación, lesionada en la mayoría de los casos. Para lo cual, como
afirma Maldonado, “no hay una receta”. “Cada uno debería crear desde su propio
lugar un ámbito para compartir, construir y restablecer vínculos”, amplía.

Y en el desarrollo de esta tarea, que apunta al destino de ambas instituciones y al


futuro de la educación, es fundamental desechar cualquier visión que amarre el
debate al pasado o quede atrapada en una mirada nostálgica de la época en que, se
supone, la escuela atesoraba un enorme prestigio y la familia una solidez envidiable.

“Yo entré a esta escuela en 2003 y en ese momento empecé a observar que los padres eran
muy agresivos con los docentes, que en su mayoría estaban a punto de jubilarse. A pesar de
eso incentivamos a las familias para que vinieran, y hasta el día de hoy siempre tuvimos esa
impronta de trabajar con la comunidad. Tratamos de organizar paseos con los padres, talleres,
distintas actividades como una estrategia para poder limar conflictos y ha resultado. Más allá de
que esta comunidad es muy vulnerable, acá hay mucha contención y afecto. Hoy hay mucha
violencia dentro del propio grupo familiar, entonces las madres vienen y te comentan lo que pasa
en sus casas, cómo les podemos ayudar y nos dicen ‘A mi hijo le está pasando esto, ¿a dónde
puedo ir?’. Nosotros esperamos que ellos sientan y reflexionen que no porque sean pobres
dejan de ser reconocidos como personas y hay que luchar para que, como me dijo una vez una
madre, no ‘los tengan como ganado’. Ellos también quieren acceder a lo que tienen los otros
chicos, y por eso nos exigen mucho porque quieren mejorar su situación, quieren dejar de ser
pobres, no quieren que los traten como tales”.

Viviana Rodríguez, docente de la Escuela Justo José de Urquiza, de barrio Pueyrredón,


Córdoba Capital.
“En los últimos años se nota más indisciplina de los chicos y los padres, por lo general, no
quieren hacerse cargo; antes había una situación de conflicto y los papás estaban
inmediatamente presentes. Cuando hay un buen alumno, generalmente la familia está presente,
es la que viene, participa. Por el contrario, del que tiene problemas de conducta o con las notas,
ya que sus padres son los que menos se acercan. La indisciplina ha aumentado, antes había
muy pocos problemas de conducta. Cuesta respetar la figura del adulto, delimitar los roles en la
relación alumno-profesor. Ante estas problemáticas, nosotros tratamos de que los padres
participen, los convocamos no solamente a los actos sino también a talleres de educación
sexual, con la cooperadora, cuando se entregan las notas. Los papás esperan que la escuela no
sólo enseñe a sus hijos sino que también les ponga límites. Yo además soy directora de un
colegio nocturno en Río Cuarto y el otro día un chico de 17 años vino drogado al aula. Entonces
llamé a la madre y, sin decirle directamente, le avisé que lo había notado distinto, que le había
pedido por favor que se retirara y quería saber si había llegado a su casa. Y ella, que ya sabía
de la situación, me preguntaba a mí cómo hacía para ayudarlo, porque no podía convencerlo. Y
yo le respondí: ‘No le diga que yo la llamé’ y ella me decía ‘No, tengo que decirle para que sepa
que en la escuela se dieron cuenta’. Para esa mamá la palabra de la directora tenía más
autoridad sobre su hijo que ella misma”.

Griselda Martino, docente del IPEM 119 Nesiora Zarazaga, de Alpa Corral, departamento
Río Cuarto.

Una alianza difícil pero necesaria

Magaña y Del Castillo dicen que, ante el panorama actual, ambas instituciones
“sencillamente deben aliarse y emprender juntas un camino que les permita crear
una nueva concepción de la educación, desde una perspectiva comunitaria real,
donde el verdadero protagonista sea el niño. Este objetivo exige la elaboración de un
proyecto educativo común entre familia y escuela”.

Pero, ¿cómo reestablecer la alianza y encontrar los caminos más aptos para facilitar el
reencuentro? La idea predominante es que la tarea debe ser empezada por la
institución escolar, en la medida que cuenta con una estructura y una capacidad de
formulación más consistente. Y que, más allá de sus dificultades y en tanto no se
cierre sobre sí misma, aparece como menos desamparada que la familia para diseñar
una metodología de reconocimiento mutuo entre ambas.

Pero será necesario, también, que los maestros cuenten con una adecuada formación
en Educación Familiar. Es decir, que estén muñidos de las herramientas y
conocimientos necesarios para emprender la tarea. Según la educadora española Eva
Kñallinsky, se trata de desarrollar la sensibilidad en los futuros docentes acerca de las
transformaciones operadas en las conformaciones familiares y valorar la importancia
del involucramiento de los padres. Y como objetivos específicos, plantea, entre otros
puntos, la necesidad de trabajar con distintos modelos de familias, desplegar
actividades para comunicarse con ellas, dirigir reuniones de padres y dominar los
distintos tipos de actividades susceptibles de integrarlos.

Sin embargo, parece difícil que los establecimientos escolares logren participación, si
no son capaces de brindarles buena información. Gvirtz asegura que “en la medida en
que las instituciones educativas no expliquen las nuevas estrategias de enseñanza, los
padres seguirán creyendo que los maestros están enseñando mal o que el colegio no
es tan bueno como cuando ellos estudiaban. Es necesario que la escuela empiece a
encontrar en la famila, personas que pueden ser sus aliadas y eso es posible en la
medida que les cuente qué va a hacer, cómo lo va a hacer y los resultados que espera”.

Se trata, por cierto, de un fenómeno bastante generalizado. Las especialistas chilenas


Gladys Villarroel Rosende y Ximena Sánchez Segura detectaron, luego de investigar
el tema, que “en general la comunicación entre padres y profesores es insuficiente, y a
veces, pobre. Los padres saben poco de las escuelas a las que asisten sus hijos, y a su
vez, los docentes saben muy poco del mundo familiar del que provienen sus alumnos.
Esta falta de comunicación repercute creando vacíos, prejuicios, conflictos y
desmotivación, lo que afecta los aprendizajes”.

Y las fallas no sólo ocurren en la concepción, sino también en la propia ejecución


porque, siguiendo a Gvirtz, “la escuela aleja a las familias cuando sigue planteando
modelos decimonónicos. Cada vez que necesita hablar, recurre a modos de
comunicación presencial y exige que los padres se acerquen a la escuela,
generándoles, muchas veces, problemas en el trabajo y alterándoles la vida cotidiana.
Sería importante que la institución educativa pudiera ponerse en el lugar de la familia
actual y ayudarse de las nuevas o no tan nuevas tecnologías de la comunicación, como
el teléfono, el mail y los cuadernos de comunicado”.

“Ha cambiado la presencia de la familia en la escuela por muchos factores, entre ellos la
exigencia de los tiempos que tienen los padres que hace que no puedan participar en muchas
actividades. A pesar de que implementamos estrategias para intentar incluirlos, siempre nos
encontramos con que vienen los mismos, generalmente los papás de los chicos que no tienen
dificultades. Yo doy Ciudadanía y Participación y, desde la materia, realizo actividades que los
chicos tienen que hacer en la casa con los padres, inclusive para que ellos se enteren qué están
haciendo en la escuela. Creo que hay mucho para hacer en el sentido de acercar la escuela a la
familia, pero a veces no tenemos los recursos necesarios. Habría que tener por lo menos un
profesional especializado que atienda esa problemática, como un psicólogo, un psicopedagogo,
que cite a esas familias, que pueda dedicarse a hacerles un seguimiento, que esté disponible
para escucharlas. Nosotros no tenemos ni siquiera un lugar donde atender a los papás, que a
veces vienen a plantear situaciones muy íntimas, muy dolorosas y no se puede atenderlos en un
pasillo. El rol del docente y la escuela están desacreditados. Pero, si bien uno tiende a resaltar
más lo que falta que lo que se tiene, la mayoría de los padres todavía valoran la escuela, la
respetan y de hecho la eligen”.

Andrea Ferrer, docente del IPEM N° 76 Gustavo Riemann, de Villa Rumipal, departamento


Calamuchita.
“Se observa que la familia desde hace algunos años está alejada de la escuela y también se
viven más situaciones de violencia, aunque no es algo generalizado sino que se da en algunos
casos específicos. Ha cambiado mucho la educación y la sociedad en general. Cuando yo iba al
primario y me llevaba una mala nota o una llamada de atención a mi casa, mi padre o mi madre
me ponían a hacer un trabajo reflexivo sobre por qué no ensañarse con el docente. Por eso
buscamos estrategias para recuperar ese vínculo y para que la violencia no crezca, tratamos de
hacer un trabajo en las aulas con los padres, dentro de poco vamos a implementar talleres de
salud y otras actividades para acercarlos, son cosas simples pero nos hacen bien a todos. Yo
desde que estamos implementando esas acciones he visto cambios, por ejemplo, antes venían
con la tarea sin realizar o faltos de higiene y ahora no”.

Paola Carrizo, docente de la Escuela Florentino Ameghino, de Unquillo, departamento


Colón.
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Pero existen también otras cuestiones centrales que deben ser afrontadas
debidamente. Una de ellas es que, más allá de analizar el contexto general, los
cambios sociales y las condiciones externas, escuelas y padres no pueden en ningún
caso eludir la responsabilidad que les compete en la educación de los niños y los
jóvenes. Desresponsabilizar a ambas instituciones sería un gravísimo error.
Se pueden buscar explicaciones afuera, pero la recreación de la alianza es
básicamente una responsabilidad mutua. Donde, como se señala en el Programa
Nacional de Convivencia Escolar del Ministerio de Educación de la Nación, es
necesaria una asignación de funciones que respete los campos de incumbencia: “En
el intercambio entre las familias y la escuela es importante la distribución de lugares,
tener en claro cuál es rol que le cabe a cada una. Todos nos ocupamos de los niños
pero no se trata de que los docentes hagan de ‘madres’ o ‘padres’, o que las familias
quieran enseñar a los docentes cómo ejercer su profesión. Evitemos la confusión y las
invasiones en el territorio del otro”.
Lo que no significa, como se dijo antes, que los establecimientos escolares se
enclaustren y se nieguen a describir sus estrategias de enseñanza o que los
progenitores, al margen de todas las dificultades que puedan padecer, sigan sin
entender que el aprendizaje de los chicos también les concierne.
Es real que todavía existen docentes a los que les desagrada que los padres se
inmiscuyan en sus tareas, pero es posible que no constituyan una mayoría. Como
también, del otro lado, son más quienes respetan y valoran a la escuela. Por lo tanto,
reconstruir un proyecto común que involucre a ambas partes no será una tarea fácil,
pero para nada es imposible.

Resultaría tentador, desde un punto de vista periodístico o literario, cerrar éste


escrito con las palabras de aquel poema que Jorge Luis Borges le dedicó a Buenos
Aires: “No nos une el amor sino el espanto”.

Pero en este tema, el espanto consistiría en permanecer indiferentes ante padres que
desertan de sus responsabilidades y docentes que se debaten en una total soledad,
mientras se profundiza el descrédito de las instituciones educativas.

Por otro lado, en el nuevo pacto entre familia y escuela, aunque sea importante, lo
central no es el afecto que rodee la relación, sino la discusión que redunde en  sólidos 
niveles de colaboración y participación. Sólo así se podrá lograr una comunidad
educativa auténtica, lejos de todo enunciado vacío, que contribuya a reforzar el
respeto y la autoridad de la escuela con el apoyo de una familia responsable y
comprometida con el cuidado de las nuevas generaciones.
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