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DIAL

27. CABULEROS DEL DERECHO

El abogado ha hecho su deber profesional. Planteó el caso del modo más adecuado,
produjo la prueba y presentó un alegato del que se siente orgulloso. El expediente está a
sentencia. “¿Qué hay que hacer ahora, doctor?” le pregunta su cliente. El letrado
recuerda para sus adentros un antiguo epigrama italiano: “Para emprender un litigio se
necesitan bolsa de banquero, piernas de lebrel y paciencia de peregrino; tener razón,
saber exponerla, encontrar quien la oiga y quiera dártela… y deudor que pueda pagar”.
Entonces, con un suspiro mental, responde: “Cruce los dedos, amigo, cruce los dedos”.

La reacción mágica ante lo desconocido acompaña al hombre desde las cavernas; pero el
avance de la civilización ha ido circunscribiendo esa actitud al reino del azar: esto es, al
contexto en el que los resultados dependen de condiciones causales desconocidas. Los
jugadores son a menudo supersticiosos: “cabuleros”, los llama el lenguaje de la calle,
recordando la esotérica “qabbalah” medieval.

El resto, se supone, corresponde al ámbito de la ciencia. La ciencia ignora mucho más


que lo que sabe, pero lo que sabe es expuesto con precisión y seguridad, de modo que
pueda emplearse con confianza para predecir el futuro y, en su caso, procurar su
modificación.

Es posible, sin embargo, trazar un paralelo. El jugador tiene su cábala o su martingala,


basada acaso en sus sueños o en la fecha de su nacimiento. El hombre de ciencia tiene la
suya, fundada en las leyes causales de la naturaleza. Claro está que, ante una
comparación estadística, puede comprobarse que la cábala del científico es mucho más
eficaz que la martingala del jugador.

Sería excesivo decir que la ciencia juega sobre seguro, porque el conocimiento científico
es siempre parcial e inacabado; pero, según en qué ciencia y en qué segmento de ella se
funde, ofrece hipótesis que oscilan entre la casi seguridad y una probabilidad bastante
alta. Si el jugador dispusiera de datos así, los casinos estarían ya en bancarrota.

¿Y el abogado? ¿A qué juego apuesta el abogado los bienes o la libertad de su cliente?


¿De qué cábala dispone, y cuán confiable es ella?

El letrado se apoya en la ley, por supuesto. Pero, como viéramos en un artículo anterior
(“Los límites de la interpretación”), el texto legal no es garantía suficiente. Y menos aún
desde que hemos descubierto que parte de nuestra Constitución es inconstitucional,
suprema paradoja del derecho.
Para evitar ser inducido en error por la ley (¡qué duro es decir esto!), el jurista dispone
de la jurisprudencia. En esto, su actitud se parece en algo a la del cultor de las ciencias
empíricas: él observa el modo en que los acontecimientos reales (en el caso, las
decisiones jurisdiccionales) se desarrollan y, a partir de ellas, elabora por inducción
ciertos criterios generales que después aplica a casos futuros.

Pero, en este contexto, el abogado no es tan afortunado como el médico, por ejemplo.
Aun con sus diferencias individuales y su extrema complejidad, un organismo humano
es básicamente semejante a otro y funciona, en lo pertinente, de modo similar. Las
regularidades físicas y químicas en las que puede fundarse un tratamiento se aplican por
igual a todos los casos, de modo que la inducción, con todas sus conocidas limitaciones,
ofrece al médico una base bastante firme. Las decisiones judiciales, en cambio, se hallan
sujetas a criterios de apreciación de la prueba y de interpretación de cada norma que no
sólo pueden ser distintos de juez a juez y de caso a caso. Además, esta diversidad
depende, seguramente de ciertas circunstancias objetivas (del caso al que hayan de
aplicarse los criterios) y subjetivas (del juez que los aplica). En principio, sería
empíricamente posible encontrar regularidades que vincularan esas condiciones con cada
resultado; pero por el momento, fuera de ciertos lineamientos muy generales, esas
regularidades no son conocidas operativamente, sino apenas conjeturadas con mayor o
menor perspicacia. Sabemos de ellas algo más que lo que el jugador conoce de cada
sorteo de lotería, pero no mucho más que lo que el artista imagina respecto del resultado
de la obra que emprende.

De allí que el fruto inductivo de la jurisprudencia no sólo sea una tendencia – lo que en
sí no sería tan grave como expresión de variaciones o de excepciones en torno a la
regularidad – sino que, además, la propia regularidad puede interrumpirse en cualquier
momento por motivos ajenos al modelo de análisis. ¿Quién hubiera dicho, en efecto, que
la ausencia de divorcio vincular habría de tornarse repentinamente inconstitucional? ¿O
que se aplicaría la tasa pasiva a las obligaciones de particulares morosos? ¿O que un día
se llegara a discutir la validez jurídica de las propias cláusulas constitucionales?

En algo se parece la ciencia del derecho a las demás ciencias: como ellas, está al servicio
de los seres humanos y procura servir a éstos para prevenir los hechos futuros, a fin de
provocarlos, modificarlos o escapar de ellos. Pero, en el cumplimiento de esa misión, la
capacidad inductiva del jurista se muestra claramente disminuida.

Una de las funciones de la ley es, precisamente, la de unificar los criterios de decisión
mediante un acto de autoridad y reducir así, en alguna medida, la diversidad generada
por los motivos individuales. Esta saludable función, que contribuye a la predecibilidad
del derecho, enfrenta sin embargo tres formidables adversarios: el legislador, el juez y el
abogado.

El primero de ellos exhibe a menudo una deplorable técnica legislativa, a veces


fomentada por la conveniencia de aprobar un texto que cada sector pueda apoyar desde
su propia interpretación divergente. El magistrado está sometido a la permanente
tentación de hacer justicia (tal como él la entienda) con prescindencia del texto legal o
forzando su contenido. Y el letrado, por imperativo profesional, empuja los límites
legales en beneficio de su cliente. Como consecuencia de estas actitudes, predomina en
la profesión jurídica un menosprecio de la exactitud y cierta despreocupación por la
consistencia que facilitan el logro de los objetivos individuales pero traban
considerablemente la persecución de los fines colectivos, entre los que se cuenta la
elaboración científica (ver el artículo anterior “El derecho y las ciencias exactas”).

Creo firmemente que si se adoptara una actitud opuesta, si los juristas nos habituáramos
al uso de medidas, coeficientes, fórmulas y diagramas de flujo de decisiones, la ciencia
del derecho dejaría de depender tanto de la lealtad de los legisladores y de la conciencia
individual de los jueces; se parecería un poco menos a las bellas artes y un poco más a la
ingeniería; pero rendiría a los ciudadanos un mejor servicio. Mientras tanto, seguiremos
reducidos a la condición de cabuleros con título, sujetos a ritos y tradiciones tan
obsoletas como la expresión de esperanza desmonetizada que se lee al pie de los
escritos: “Será justicia”.

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