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Estaba en la piscina del hotel en vez de estar en el mar. Creo que


durante mucho tiempo de mi vida fui una persona que prefería la piscina
en vez del mar, ahora es distinto. Pero haciendo homenaje a esa persona
que era antes estaba en la piscina. La piscina era grande pero panda, y
estaba llena de papás jugando con sus hijos. Los hijos por supuesto
tenían camisetas por dentro del agua. Yo estaba ahí dentro,
profundamente solo. De repente, cuando estaba apunto de tomar la
decisión de ir a comer patilla, llegó una señora de unos 65 años. A esa
edad me cuesta mucho adivinar la edad, de los 50 para abajo tengo la
habilidad de adivinar la edad de las personas. La señora me dijo “ven, tú
que te ves como grandecito, ¿me puedes ayudar a meter a mi papá a la
piscina?”. Lo que quise decir fue un ‘no’, pero lo que salió de mi boca fue
un ‘sí’. Sin decirle nada me salí de la piscina y la seguí a donde ella me
estaba llevando, a donde un señor, un viejo muy viejo. Su cara no parecía
mostrar ninguna expresión, pero al mismo tiempo no era neutra. El señor
tenía los ojos muy chiquitos, la cara muy grande y todo muy grande.
“Papá, él nos va a ayudar a que te metas a la piscina”. La voz que salió
de la boca del viejo fue mucho más amable y jovial de lo que la
expresión de su rostro parecía permitir: “ah, muchas gracias, me da un
mareo terrible cuando me paro”, dijo mientras se paraba con mucho
trabajo. Cuando dijo eso me dio la sensación de que ese cuerpo no era
suyo sino que efectivamente él estaba atrapado ahí dentro y tenía que
sufrir las desventajas de ese cuerpo. Tuvimos que esperar, la señora que
era la hija, él y yo mucho tiempo hasta que al cuerpo del viejo se le
pasara el mareo. La hija empezó a apurarlo haciendo gestos suaves con
la mano. Caminamos hasta la piscina, que estaba a menos de dos metros
de donde estaba sentado el señor. Yo no estaba ni aburrido, ni
disgustado: estaba completamente inmerso en mi misión de llevar al
señor a la piscina, a ayudarlo a sobrellevar uno de sus muchos retos del
día. Cuando llegamos al agua, la hija que igual era un señora ya muy
vieja, empezó a echarle agua a unas barandas de metal para que el
señor se pudiera coger de ahí para meterse. Mientras tanto, yo lo
sostenía con firmeza, porque como había dicho la señora al principio, yo
ya estoy como grandecito. El señor pudo meterse a la piscina sin ningún
problema, me dieron las gracias y yo me fui a comer patilla. Ese mismo
día más tarde yo estaba almorzando en el restaurante con mis papás y
llegó el señor en silla de ruedas con su hija y otros viejos y viejas que
seguramente eran familiares suyos. Aunque se sentaron en la mesa de al
lado y yo estaba ahí siendo muy notorio por mi pelo (tengo un afro muy
prominente, es mi mejor rasgo), no me saludaron. Yo creí que ese señor
era mi nuevo amigo, y que la hija me iba a agradecer por siempre mi
gesto desinteresado, pero no, parece que ese no fue el caso.

Comerme un perro caliente me da una fuerte sensación de propósito, es


como si tuviera un proyecto muy importante que culminar. Pero además
de eso soy el ideal para realizar el trabajo. Soy un CEO cada vez que me
como un perro caliente.

Últimamente siento que estoy más sensible. Cualquier cosa puede


desencadenar una serie de sensaciones insospechadas casi siempre
asociadas con la angustia, la ansiedad, y el desasosiego. Ayer, por
ejemplo, me sucedió cuando me subí a un Beat, un Beat es como un
Uber pero más barato. Estaba en una bajada y el carro tuvo problemas
para arrancar, sonaba muy mal el motor, el carro estaba muy viejo, casi
no puedo encontrar donde abrochar el cinturón de seguridad. Me empecé
a imaginar las tristezas y las angustias que le debía producir ese carro al
señor que lo estaba manejando. No sé porque ahora me volví tan
empático. Antes, no me importaba casi nada. Yo seguramente me daba
cuenta de las cosas, pero luego me ponía a pensar en otras cosas. El
efecto de la marihuana había empezado a disminuir, es decir, ya no
estaba trabado sino enchonchado, aunque seguía un poco trabado. Lo sé
por dos motivos: en primer lugar, porque no me acordaba a donde estaba
yendo, y en segundo lugar porque solo me di cuenta de que el radio
estaba prendido como diez minutos después. Estaba sonando alguna
canción de Linkin Park, el radio sonaba horrible. Sonaba como si la
música estuviera saliendo de un celular o algo así, y además de eso
tenía ruido blanco encima. Yo pensé en el cantante de Linkin Park, en el
que se suicidó. Pensé en que la música pop, la música que hacen las
grandes multinacionales está hecha para sonar en todas partes, está
diseminada como un virus, está hecha para sonar en carros viejos de
gente que no tiene otra opción más usar ese carro que gasta más
gasolina de lo que debería para llevar a gente trabada a lugares a los
que no se acordaba que estaba yendo.

Recientemente me enteré de que en las Islas Salomón hay gente mona


(sobre todo niños), son de etnia melanesia (es decir que no son blancos
descendientes de europeos) pero son monos. Entre el 15% y el 20% de la
población es rubia, y esto se debe a una variante en un solo gen llamado
TIRP1, que no se encuentra en el genoma de otros rubios en otras partes
del mundo, pero al igual que en los otros rubios es una característica
recesiva, es decir que para heredarla es necesario heredarla de ambos
padres. Esto es un buen ejemplo de evolución convergente, es decir,
cuando una misma característica es desarrollada por dos poblaciones
diferentes.

Siento que la tristeza (por darle un nombre a lo que no sabría cómo más
nombrar) que me habita tiene la misma textura de este dato. No sabría
decir porqué, más allá de que, tanto esas sensaciones que se apoderan
de mi repentinamente como esta curiosidad genética son precisamente
eso: una curiosidad y al mismo tiempo son preciosas.

Pocos placeres hay como que a alguien se le salga un gallo. Entre más
importante la persona cree ser, más placer se siente. Es como comerse
la trufa más fina.

Hay un extraño caso de convergencia en los peinados de las señoras y


los niños (los varoncitos) a edades insospechadas. Es a esa edad cuando
las señoras se empiezan a dejar el pelo corto (yo diría que es en la
mayoría de los casos de los 65 en adelante) cuando se lo dejan
ligeramente abombado, se lo pintan, se hacen rayos, etc. Los niños
cuando están empezando la pubertad, cuando tienen los brazos más
largos de lo que deberían ser, cuando la voz empieza a cambiarles,
cuando están en ese estado liminal entre ser un niño y un adolescente,
ahí tienen ese mismo peinado que las señoras. Es curioso porque las
señoras a esa edad también empiezan a encogerse. Por este motivo no
es algo fuera de lo común que uno confunda a una señora con un niño, o
un niño con una señora. Tampoco es extraño verlos juntos: la abuela con
su nieto. Quizás los papás están ocupados trabajando y la abuela es la
que se encarga del niño: de alimentarlo, de distraerlo, de vestirlo y de
llevarlo a la peluquería. Quizás por pasar tanto tiempo juntos la abuela y
el niño se empiezan a parecer. El niño se vuelve abueloso.

Aun puedo recordar de manera muy vivida aquel olor. Yo creo que la
memoria es juguetona, le hace pensar a uno que uno vivió ciertas cosas
y selectivamente le hace olvidar otras. Pero esto es en un sentido
eminentemente narrativo y por lo tanto visual. Cuando uno quiere
recordar un hecho, uno hace un recuento de situaciones: “esto pasaba,
después esto y luego esto”. Y al hacer esto uno está de alguna manera
viendo por dentro de uno. Pero con los olores es distinto. Es común que
uno esté distraído y de repente le llegue un olor que lo lleve a otra etapa
de su vida completamente distinto. Este olor del que hablo, sin embargo,
nunca más lo he vuelto a oler desde que soy un niño y, aun así, mi
cerebro tiene la capacidad de reconstruirlo para mí. No sé si sería capaz
de describirlo: a eso debe oler un caballo que persigue a una yegua en
celo. Era un olor de animal no-humano. Era un olor acido y penetrante,
pero, como los olores del cuerpo humano tiene esa característica que le
produce curiosidad a uno: uno quiere seguir oliendo ese olor. Es como si
uno no pudiera terminar de descomponer el olor en la nariz, como si se le
estuvieran escapando a uno ciertas notas de ese olor. No sé cuantas
veces en realidad olí ese olor cuando era niño, pero estoy seguro de que
fueron muchas. Lo que quiero decir es que ese olor se volvió algo
familiar. Y era familiar también porque provenía de un familiar. Aunque
no era familia en el sentido estricto de la palabra. Venía de lo que llaman
un tío político.

Muchas veces yo tenía que dormir en la casa de mis tíos con mi hermana
porque mis papás estaban ocupados trabajando. Y además nos gustaba
porque ahí vivían mis dos primas. Una de ellas era mi prima favorita. Fue
la primera persona con la que me entendí, era mi alma gemela. Somos
almas gemelas todavía porque, aunque ya no volví a verla nunca más, ni
a hablar, las almas gemelas son para toda la eternidad. Era mi familia
más cercana, ellos eran mis tíos favoritos. Recuerdo que de alguna
manera me gustaban más que mis papás, tenían rasgos que yo prefería:
eran jóvenes y músicos. Se la pasaban cantando y haciéndonos juegos.
Yo sentía por mi tía una profunda atracción física.

Tuvieron que pasar muchos años para que yo empezara a darme cuenta
que en la cultura popular la figura del tío que abusa sexualmente de sus
sobrinos es muy común: hay chistes al respecto. Muchos más años
tuvieron que pasar para que yo me enterara de que lo normal es que este
tipo de prácticas sucedan dentro de las familias.

El sofacama donde dormíamos mi hermana y yo me encantaba: el


tapizado era un patrón de una enredadera de rosas. Recuerdo estar yo
en medio del típico aburrimiento de un niño viendo esas rosas y esas
hojas, la manera en la que se entrecruzaban con las espinas. El
sofacama se podía transformar también en una casa, un pequeño refugio
donde jugué muchas veces con mis primas y mi hermana.
Pero cuando yo estaba dormido en las noches, cuando todos dormíamos,
mi tío se paraba y se acostaba conmigo y hacía que con mi mano le
tocara su verga.

Recuerdo que cuando estaba niño esto no fue nunca motivo de una
tristeza superlativa. Para mí esto hacía parte de esa infancia aburrida y
desabrida. Quizás esa es la traza que dejó en mi esa experiencia, la del
aburrimiento, que me da igual todo. Que bien podría estar escribiendo
esto o haciendo cualquier otra cosa.

No puedo evitar notar la similitud que tienen

escribir estos textos y cortarse las uñas.

Cortarse las uñas es una actividad tan fundamental como prosaica.

Es un ejercicio de higiene.

Pero, no dejan de ser uñas las que salen despedidas

a la nada cuando me las corto.

Lo que escribo no es más un residuo inocuo.

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