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NARRATIVA

HUERGA FIERRO EDITORES


LA BRÚJULA
DEL UNIVERSO
MARIO DE LOS SANTOS

Primer Premio de Novela Corta


FUNDACIÓN DOSMILNUEVE

HUERGA FIERRO EDITORES


HUERGA Y FIERRO EDITORES, S.L.U.
VIZCAYA, 4
28045 MADRID (ESPAÑA)
TELÉFONO: 91 467 63 61
E-MAIL: huerga@huergayfierro.com

PRIMERA EDICIÓN
MAYO, 2008

© MARIO DE LOS SANTOS, 2008


© FUNDACIÓN DOSMILNUEVE, 2008
© HUERGA Y FIERRO EDITORES, S.L.U., 2008
DEPÓSITO LEGAL: M-4213-2007 - I.S.B.N.: 978-84-8374-629-5
IMPRESO EN ESPAÑA
Para Nacho Gómez, Alberto Franco, Olga Blanco,
y Juan Bigatá, por los libros y el conocimiento.
LA BRÚJULA DEL UNIVERSO
Cuando suena la guitarra
y se canta nuestra jota,
no hay nadie que pueda entrar
a la fuerza en Zaragoza.
JOTA POPULAR
PRÓLOGO
Capítulo 1

E L D E PA RTA M E N T O de Antropología Musical


era la letrina de la Universidad, tanto metafó-
rica como literalmente. No se trataba simplemente
de que su único despacho se hubiese construido
sobre la ubicación de unos antiguos retretes del
sótano, sino que también era el departamento en el
que se orinaban todos los rectores y directores de
la facultad de Filosofía y Letras al realizar los pre-
supuestos anuales.
Me había acostumbrado al tenue aroma a desin-
fectante que sudaban las paredes, eliminando las
reminiscencias de su antiguo uso. Parecía imposi-
ble, mi mujer afirmaba que era debido a mi apren-
sión por los espacios cerrados, pero por muchos
ambientadores que emplease, nunca lograba ahu-
yentar aquel tufo a mezcla de orín y lejía. Cuando
llegaba el buen tiempo, dejaba abierta la ventana
por la noche con la esperanza de que al menos el
despacho se impregnase de la fritanga que salía de

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la cafetería. Abandoné la costumbre cuando una
mañana, al abrir la puerta, comprobé que el hedor
a rancio se había transformado en fresco y envol-
vente. Me senté en la silla y descubrí la razón
demasiado tarde. Al ser un sótano, la ventana daba
al nivel de calle: alguien había meado por ella.
Vanesa, mi mujer, estuvo riéndose todo el tiem-
po que dediqué en la ducha a frotarme con saña
para quitarme aquel líquido apestoso de la piel. De
tanto compararlo, por fin has conseguido que sea
un urinario real, me decía sujetándose la tripa para
que no se le saliera el intestino en alguna carcaja-
da. Todos los lugares atraen algo, mi despacho
embelesa a los excrementos.
Hay departamentos de antropología musical
ricos y pobres; es fácil distinguirlos. En el primer
caso, los artículos publicados en prestigiosas revis-
tas internacionales versaban sobre extraños instru-
mentos empleados en distantes tribus africanas,
indígenas amazónicos o castas olvidadas del
Himalaya. Los investigadores habían convivido
durante años y daban detalladas explicaciones de
la función del instrumento dentro de la actividad
social de la comunidad. Después de esos artículos,
el investigador y el departamento eran invitados a
congresos, galardonados con premios y, sobre
todo, financiados por prestigiosas instituciones
para la continuación y profundización en la rela-
ción música-ser humano.
En el segundo caso, los departamentos pobres,
la opción más práctica era elegir un instrumento de
tu zona, un baile regional o incluso un modo de sil-
bar, y ponerte a hacer estudios recopilatorios. De

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esta forma te ahorras los gastos del trabajo de
campo y, para personas más bien sedentarias, urba-
nitas y con poca propensión a la aventura, como es
mi caso, también limita el contacto con insectos,
enfermedades, privaciones y nativos armados con
metralletas. Experiencias todas ellas muy aprecia-
das por los antropólogos para contar luego en las
clases. Normalmente se publican esos artículos en
revistas de segundo nivel y se vive de proyectos de
investigación financiados por los gobiernos regio-
nales o entidades locales. Con los años se consigue
un cierto reconocimiento dentro del mundillo y te
llaman para programas televisivos de la cadena
autonómica.
Pero ni a eso llegábamos nosotros. El departa-
mento a Antropología Musical de la Universidad
de Zaragoza estaba manifiestamente en vías de
desarrollo; siendo específico, en vías muertas de
desarrollo.
Mi especialidad, obviamente, era la música tra-
dicional aragonesa y, en concreto, la jota. De
momento, contaba con la publicación de dos libros
–que algunos colegas había catalogado en la inti-
midad de meros apuntes para los estudiantes– y
una colaboración para un periódico de la ciudad en
el suplemento cultural.
Desde hacía seis meses tenía un becario, un
muchacho francés, bisnieto de exiliados republica-
nos españoles, que disfrutaba de una beca doctoral.
Para un profesor, la sensación de recibir un becario
por primera vez debe ser parecida al ascenso a
cabo de un soldado raso. En primera instancia te
inunda una sensación de poder que te hace sacar

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pecho, hasta que descubres que los galones tan
sólo significan una mayor amplitud en la boca que
se come los marrones.
Los intereses de Pierre pasaban más por la ana-
tomía, sobre todo la femenina, que por el desarro-
llo endémico de la jota. Compartíamos despacho y
era usual verlo aparecer a las diez de la mañana,
con el pelo mojado, el labio inferior caído y unas
gafas de sol tapándole los ojos irritados por el
humo y la falta de sueño. Mi esperanza inicial de
contar con una ayuda para ser capaz de publicar
algún artículo que relanzase mi carrera se había
visto frustrada. Además, el compartir despacho me
había hecho partícipe de algunos de sus secretos
más inconfesables como el vicio de hurgarse la
nariz y hacer pelotillas con los restos conseguidos.
Solía vestir a lo que él consideraba la última moda:
una colección de vaqueros rotos, camisas ajustadas
y jerséis rosas que suponía que le hacían irresisti-
ble. En los meses que llevaba conmigo apenas
había dado más muestras de vida inteligente tras
las gafas de sol que un par de reseñas sobre unas
grabaciones ocurridas a principios del siglo XX
por el llamado Cabrero de Sástago, seudónimo rús-
tico que empleó Gaspar Álvarez, un industrial
afortunado, para sacar unos atentados musicales
pagados por él mismo sin que su esposa, una mujer
sensible con claro criterio musical, le expulsase de
casa por el delito.
Su tesis doctoral trataba sobre el desarrollo de la
música tradicional aragonesa durante el periodo de
la guerra civil y se trataba de hacer una compila-
ción de canciones basadas en la estructura de la

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jota que se habían cantado por ambos bandos en el
frente de Aragón. El estudio estaba pagado por un
proyecto de la Unión Europea y, a fe del interés
que le estaba poniendo Pierre, a mi juicio bien
podían haber destinado los fondos al desarrollo del
caracol hipopótamo de los Tatras.
Quizás por eso me alegré el día que puso, con
una sonrisa de oreja a oreja, la partitura sobre mi
mesa.
Debí haber sospechado porque era demasiado
bonito para ser cierto. Por fin teníamos algo digno
de ser estudiado, una jota que nos haría aparecer en
las revistas más prestigiosas de Europa.
Nos habían llamado del Arzobispado. Haciendo
limpieza de los sótanos descubrieron unos viejos
arcones de madera con papeles dentro. Una parte
de esos papeles eran viejas partituras y querían que
las datásemos para añadirlas a los fondos del
museo Diocesano. La verdad es que no me apete-
cía perder varias semanas metido en una bodega
revisando aquellos legajos, probablemente serían
copias sin valor de algún organista, así que mandé
a Pierre. Le di dos semanas para revisar aquellas
partituras y le eximí de venir al despacho. De esta
forma ganábamos los dos: él no tenía un horario de
trabajo y podía alargar sus incursiones nocturnas y
yo me tomaba vacaciones de sus espinillas enroje-
cidas recién manipuladas por la mañana.
Pero me equivoqué. Con Pierre y con los pape-
les. No eran anotaciones de un organista. Encontró
varias piezas religiosas de autores aragoneses,
entre ellas la renacentista Finum Scriptorium de
Gonzalo Navas, discípulo de Melchor Robredo; y

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sobre todo, una colección manuscrita de jotas y
coplas, recopiladas por un escritor anónimo que se
hacía llamar “el cantor de la patria”, cantadas
durante los años de la guerra de la independencia y
las décadas posteriores hasta mil ochocientos
treinta. Sí, aquello era un tesoro. Jotas de guerra,
jotas de ronda, de alabanza a la Virgen del Pilar.
Algunas habían sido muy conocidas pero la mayo-
ría se había perdido en el laberinto del tiempo. En
algunas de ellas aparecían los nombres de los auto-
res, en otras se decían populares. Durante esos pri-
meros años de la jota, el canto era rudo, seco y rígi-
do. Fue ya después, con la explosión de mitad del
XIX cuando la jota adquirió un carácter baturro
más universal que alcanzó todo tipo de ambientes
y escenarios, desde la labranza hasta la taberna, de
la iglesia a la mancebía.
Pero había más; un hallazgo insólito hasta la
fecha. El diamante reina me lo entregaba Pierre
bien conservado en plástico: el manuscrito de la
primera y única jota conocida en francés.
Tenía delante de mí algo único. Algo que me
abriría las puertas a subvenciones, congresos,
publicaciones... Tenía delante de mí la prueba de
que la fortuna por fin me señalaba.
Debí haber sospechado.

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Capítulo 2

E de papel amarillento
R A N D O S C U A RT I L L A S
y recio. En aquella época, la pasta de papel
todavía se fabricaba con restos de trapo y vendas.
El resultado eran unos pergaminos rígidos y dura-
deros. Antes de que llegase el descubrimiento de la
fibra vegetal, se llegaron a dar casos, en momentos
de carestía de trapo, que los dueños de las fábricas
compraban hospitales enteros para quitarles las
vendas a los pacientes y fabricar la preciada lámina.
La jota había sido escrita con pluma y la tinta
aparecía corrida en varios lugares por acción de la
humedad. No sabía cuanto tiempo había permane-
cido escondida en aquel arcón pero se había con-
servado, con excepción de los borrones, en perfec-
to estado. Mantenía todavía estructuras musicales
ambiguas, en este caso, con claras referencias del
sainete y a música andaluza, a pesar de estar escri-
ta ya en un compás de tres por cuatro. Las notas
vocales habían sido marcadas en un pentagrama
colocado sobre la letra. No estaba escrita de forma

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descuidada pero tampoco la habían tintado con el
cuidado de los escribanos profesionales que se
dedicaban a transcribir para libros. Parecía más
bien el borrador de algún músico. La letra era
larga, con características de romance épico. La
acaricié con cuidado.
—Profesog Miguel –me comentó Pierre con su
típico acento–, es bueno, ¿vegdad?
No era bueno. Era magnífico. Aquella pieza
suponía nuestro lanzamiento. Hasta ese momento,
la jota era la música patriota por excelencia en
cuanto a la guerra de la Independencia y a los
Sitios de Zaragoza se refería. La partitura que sos-
tenía en mis manos demostraba que el ejército
francés había sido influido por el bagaje musical
de sus enemigos, convirtiéndose la música en un
puente de unión entre culturas y formas de enten-
der el mundo. No sólo la partitura en francés era
única en el mundo sino que el proceso de interac-
ción cultural en mitad de una contienda bélica
entre dos países también. El caso más normal es
que cada país refuerce sus posiciones nacionales
volviendo sobre la propia canción tradicional, no
empleando la tradición musical del enemigo. Si
existía la posibilidad de tener un orgasmo antropo-
lógico, sin ningún tipo de duda, yo lo tuve.
El manual de profesor marca que no se debe
traslucir las emociones delante de los propios
becarios a riesgo de que se te suban a la chepa, por
lo tanto, hice un esfuerzo por mantenerme serio.
Pero a Pierre hacía tiempo que lo tenía subido a la
chepa y correteaba por ella como Pedro por su
casa. Mi seriedad no resultó muy convincente por-

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que apretó el puño como el delantero que marca un
gol.
—Sí, sí, sí... Lo sabía... –manifestó con un pe-
queño salto de alegría–. ¿Servigá paga mi tesis?
—No lo sé. Habría que replantearla. Esto es de
la guerra de la Independencia...
Creo que no me escuchó porque continuaba elo-
giándose sin parar. Desde luego, Pierre no necesi-
taba abuela republicana, ni de ninguna otra ten-
dencia política.
En todo caso, aquella partitura era nuestro sal-
vavidas ya que se iba a celebrar en Zaragoza, en
noviembre de aquel mismo año, un congreso
nacional de antropología al que mis colegas, siem-
pre dispuestos a colgar una piedra más del cuello,
me habían preguntado varias veces si no iba a pre-
sentar ninguna ponencia, aún a sabiendas de que
no tenía con qué.
Ahora tenía una ponencia. La ponencia. Iba a
presentar la partitura y se iban a morir de envidia.
Todos aquellos que me habían ninguneado durante
aquel tiempo se iban a enterar. El decano, sus com-
pañeros... Una línea de investigación abierta de la
que sólo yo, y Pierre, disponíamos de información
de primera mano. Nadie con quien compartir los
resultados, ningún otro grupo que te haga sombra
ni que te obligue a correr para que no te pise las
conclusiones.
El sueño de cualquier científico.
Debí haber sospechado.

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Capítulo 3

O RGANIZAR un congreso de antropología es


como preparar una orgía satánica en la que
vas a ser violado y sacrificado.
Cuando lo pienso detenidamente, no entiendo
cómo había sido posible que la humanidad hubie-
se alcanzado el grado de desarrollo que gozábamos
en aquel momento. Una de las principales dificul-
tades de la ciencia siempre ha sido almacenar el
conocimiento que genera. Los desarrollos científi-
cos y tecnológicos no se crean por generación
espontánea. El coche de hidrógeno, por ejemplo.
Fue necesario el colapso petrolero del año treinta y
dos, después de que aquel yacimiento supuesta-
mente inmenso del Ártico fuera un fiasco, para que
la energía de fisión acelerara las investigaciones y
permitiera conseguir hidrógeno suficiente para
abastecer a la humanidad. Treinta años más tarde
ya nadie recuerda aquellas estaciones donde se
recargaba el depósito del automóvil. La sociedad
actual no soportaría volver a las calles llenas de

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humos y olor a gasolina quemada. Ahora todos
enchufamos nuestros vehículos a la línea de gas de
la casa y asunto acabado.
Mucha parte de esa recopilación de conoci-
miento que permitió los avances tecnológicos de la
humanidad se articulaba en torno a los congresos y
ahí, precisamente en ese punto, es donde me falla
la conexión. Recuerdo, al comenzar mi tesis doc-
toral, un cuadro del siglo XVII o XVIII que había
en la facultad; mostraba a varios eruditos, con
blancas pelucas rizadas, discutiendo acalorada-
mente sobre un animal diseccionado en el centro
de una sala. Realmente, no sé cómo serían los con-
gresos científicos de aquellas épocas remotas, ni
siquiera los del siglo XX, pero en la actualidad, los
congresos son una excusa para que los antropólo-
gos que juegan en primera división se choteen de
los que juegan en segunda. Y siguiendo la metáfo-
ra futbolística, en mi caso, ni siquiera había pasa-
do todavía de regional preferente.
Pero aquella vez iba a ser diferente.
El congreso se enmarcaba en los actos de cele-
bración del doscientos cincuenta aniversario de los
sitios de Zaragoza por el invasor francés y el cin-
cuenta aniversario de la exposición internacional
que se refirió al agua. Precisamente se iba a cele-
brar en el pabellón de congresos heredado de aque-
llas fechas, a orillas del puerto náutico, e iba a ser
inaugurado por viejas glorias políticas que habían
participado en su organización. Ayudado por Pie-
rre, presenté un breve resumen de la ponencia a
última hora para ser incluido en las presentaciones
orales. Aquel descubrimiento cambiaría la historia

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de los Sitios de Zaragoza: una jota en francés. Era
inaudito pero a los colegas no les quedaría más
remedio que rendirse a la evidencia.
Mister Baüchmam, un austriaco responsable de
la mesa de antropología musical del comité cientí-
fico del congreso, me llamó asustado, preguntán-
dome si me había vuelto loco. Me rogó que si no
tenía nada que enviar que no enviase pero que, por
favor, no lo dejase en ridículo con semejante estu-
pidez. Para tranquilizarle, tuve que jurar una y otra
vez que no había bebido, que mi matrimonio iba
bien y que de verdad existía una jota en francés. Le
rogué que me permitiera hacer la presentación en
el salón central en lugar de las salas adyacentes.
Finalmente accedió a estudiarlo, todavía con repa-
ro en la voz. Baüchmam había sido el presidente
de mi tribunal de tesis y, posteriormente, yo reali-
cé una estancia de investigación en su grupo, en la
universidad de Graz, acerca de las relaciones
estructurales de la música centroeuropea y la jota
del valle de Ansó. Yo sabía que me tenía cierto
cariño pero también era el mejor conocedor de mis
muchas limitaciones.
Pierre había realizado la traducción del texto,
no sin dificultades puesto que se encontraba escri-
to en un francés antiguo muy básico, y era verda-
deramente tópico: hablaba del amor de una joven
española con un oficial francés, cómo éste muere
durante el segundo asedio y ella renuncia a su len-
gua y a su pueblo. Terminaba la mujer lanzando
una maldición que, en aquellos momentos, nos
resultó muy divertida: pedía que nunca terminase
la guerra mientras su amor no regresara de entre

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los muertos y ella, en lugar de abrazarlo, tuviera
que cantar aquella canción.
Nuestra idea era contratar a una cantante de
jotas que, al comenzar la ponencia, la interpretase
sin ningún tipo de presentación previa y luego,
aprovechando el desconcierto de los asistentes,
presentar el manuscrito. Nos sacarían en hombros.
Nos llegarían propuestas de colaboración de las
revistas especializadas.
El problema era que no fuimos capaces de
hallar una sola jotera que además supiese francés y
tuvimos que apañarnos con una amiga de Pierre;
una estudiante de físicas que había estado de inter-
cambio en Francia y cantaba en un grupo post-
punk. Los primeros intentos fueron realmente
frustrantes. Era imposible no detectar ciertas pin-
celadas de graznido corváceo en su canto que, si
bien es cierto que le daban un toque personal a su
estilo, no conseguían cuadrar con la línea clásica
de la jota. En el momento que le explicamos que la
jota era un tipo de canto sin ningún tipo de relación
con Vicius ni Rotten, y que le podríamos pagar un
cierto dinero por el favor, todo mejoró. Incluso
accedió a vestirse de baturra para la actuación. A
una semana del congreso, a pesar de no ser Cami-
la Gracia, el ensayo era francamente prometedor.
Tuve que adelantar dinero de mi bolsillo para
realizar varias dataciones de fecha del documento,
así como una analítica físico-química del papel, ya
que el director de mi departamento adujo que no
quedaba presupuesto disponible. El resto de cajas
del sótano del arzobispado las guardamos bajo
llave en mi trastero. Le expliqué al responsable del

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Arzobispado que las llevaba a la universidad para
realizar un estudio más exhaustivo. A pesar de sus
sospechas, se vio aliviado de que alguien sacara
aquellos trastos de allí para que las obras pudieran
continuar. Aun así, me hizo firmar un recibo por si
las moscas. No me importó demasiado, en aquellas
cajas iban mis investigaciones de los próximos
años. ¡Quién sabe qué otros descubrimientos
podrían aparecer! No estaba dispuesto a levantar la
liebre y dejar que los buitres movieran sus influen-
cias políticas para arrastrar el tesoro a sus presti-
giosos departamentos. Un antropólogo siempre
lleva dentro un pirata que pugna por salir.
La tarde de la ponencia, los asistentes al con-
greso habíamos tenido un recorrido náutico por las
orillas del Ebro hasta Pedrola. En el barco, Pierre
repartió lectores digitales con el texto entre los
asistentes al congreso en diferentes idiomas. La
orden era no darles ninguna explicación, simple-
mente el lector con la intención de que pudiesen
atar cabos luego. Lo habíamos ideado como una
forma de crear expectación, pero la mayoría con-
fundieron al becario con un chico de esos que
reparte publicidad de restaurantes o burdeles y
abandonaron sus lectores por las mesas de los
canapés, sin mirarlos siquiera.
Mister Baüchmam me halló entretenido en evi-
tar el vómito debido al mareo que me provocaba el
movimiento indefinido de la embarcación.
—Al final le encuentro.
—No es un buen momento. Verá...
—Sí que es un buen momento. Mire Alzamora,
tiene usted el salón central, media hora, ni un

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minuto más, y como no sea bueno de verdad ese
descubrimiento suyo, me encargaré de que nunca
jamás vuelva a participar en ningún congreso. ¿Me
entiende?
Yo buscaba desesperadamente un punto fijo,
algo que diese solidez a mi estómago. Un calor que
parecía provenir del rozamiento de mis órganos
internos me consumía, la luz a mi alrededor iba
tomando un color verdoso. Las palabras del aus-
triaco me llegaban entrecortadas.
—Sí, no se preocupe... –logré balbucear.
—Claro que me preocupo Alzamora. Desde su
tesis doctoral no ha sacado ningún artículo, ningu-
na ponencia relevante y ahora me sale con esa his-
toria de la jota en francés... Puedo quedar en
ridículo delante de los antropólogos más eminen-
tes del mundo. Usted dirá si no me debo preocupar.
¿Se encuentra bien, Alzamora?
Conseguí esquivar al profesor pero el camarero
que pasaba con una bandeja de langostinos hidra-
tados fue un obstáculo insalvable.
No le hizo ninguna gracia que vomitase sobre
sus pantalones.

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Capítulo 4

P un auténtico gato callejero


I E R R E R E S U LT Ó
en el terreno amoroso: era capaz de sobrevivir
rebuscando los restos de los demás entre los conte-
nedores de basura. Tenía un apetito voraz y omní-
voro que podía saciar con cualquier mujer que se
cruzase en su camino, con la condición de que
estuviera suficientemente borracha. Y su amiga, la
jotera por accidente, estaba aquella tarde muy
borracha.
—Pero, ¿qué leches estás haciendo?
Después de descender del barco, Pierre había
acudido a buscar a su amiga y ayudarle a vestirse
de baturra con el traje que habíamos alquilado. El
plan era quedar en una cafetería del centro comer-
cial que había en la torre del agua para acudir al
congreso desde allí. Yo intenté convencer sin éxito
a Mister Baüchmam de que me encontraba en per-
fectas condiciones para dar la conferencia y le ase-
guré que no se arrepentiría, que en aquella ocasión
saldríamos por la puerta grande.

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En la cafetería estuve esperando veinte minutos.
Me impacienté, le pregunté al camarero si había
visto a un chico joven con gafas de pasta y acné
abundante acompañado de una chica vestida con el
traje tradicional. El camarero, un chino sonriente
con aspecto de seta, asintió y me confesó que lle-
vaban media hora en el baño porque la chica car-
gaba una curda de impresión y no era capaz de sos-
tenerse en la silla. Aquella información bajó mi
ánimo inmediatamente y me dirigí al servicio para
comprobar con mis propios ojos exactamente en
qué condiciones se encontraba la cantante. Allí des-
cubrí que, sin ningún pudor y con mucha habilidad,
el ánimo de Pierre estaba completamente erguido,
apañándoselas para encontrar un resquicio entre las
enaguas, las medias y la ropa interior de su amiga
por donde saciar su ansia. La amiga, apenas cons-
ciente, le abrazaba con gemidos lastimeros mien-
tras se le escurría un hilo de baba de los labios.
—Profesog... No vaya a creeg... Ha sido que...
Al tiempo que Pierre se subía los pantalones
evalué la situación. No había tiempo de encontrar
una sustituta. Teníamos que recuperar a aquella
muchacha. Disponíamos de dos horas. Ofrecí una
plegaria porque el alcohol no hubiera pasado a la
sangre, porque lo retuviera todavía en el estómago.
—Ya me lo explicarás más tarde... Emborrachar
a nuestra cantante para follártela... Podías haber
esperado a que hiciera el número, ¿no? Ya habla-
remos más tarde, ahora ayúdame a hacerla vomitar
–dije influenciado por mi experiencia anterior en
la embarcación–. Al menos, podías haber cerrado
la puerta para que no te viese la gente...

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—Ha sido el momento, profesog... La fogosi-
dad, ya sabe... Bueno, no hace falta que vomite, ya
lo ha hecho hace un gato.
Salimos a la cafetería, pedimos tres cafés bien
cargados que le hicimos ingerir sin ninguna pie-
dad. Mientras, Pierre me explicó cómo él se la
encontró así ya en su casa. Era su calentamiento,
había manifestado, siempre se ponía a tono antes
de los conciertos. Le miré severo sin querer entrar
en el tema de la violación del baño. A media hora
de la ponencia la chica pudo ponerse de pie pero,
salvo una sonrisa estúpida y los ojos vidriosos, no
parecía en condiciones de cantar. Aunque había
devuelto mucha parte del alcohol, estaba realmen-
te afectada. Por si acaso, pedí una bebida energéti-
ca e hice que se la tomara de golpe. Pierre, mucho
más práctico, me tomó del brazo y me retiró a un
aparte.
—Pofesog, déjeme un segundo, si me permite
volver al baño con ella, la devuelvo nueva.
Por motivos obvios, la idea de permitir que Pie-
rre entrase de nuevo en el baño con la muchacha
no me seducía.
—Confíe en mí. Segá un instante.
Quedaban diez minutos para la ponencia. No
era muy humanitario pero si hacía que la chica
pudiese cantar, por mi parte podía practicar con
ella cualquier tipo de perversión que se le antojara.
Señalé el reloj.
—Dos minutos.
Cuando entraron de nuevo en el servicio, el
camarero chino me miró sin perder la sonrisa. Me
encogí de hombros. ¿Qué le podía explicar?

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Esta vez Pierre cumplió su promesa y la chica
salió, caminando sola y razonablemente despejada.
Hice un gesto de interrogación.
—Vamos profesog, tenemos media hoga. Luego
no habrgá quien la despiegte.
—Pero, ¿qué le has dado? –pregunté mientras
pagaba. La chica ya había salido y miraba la calle,
parecía que fuese la primera vez que la veía en
años.
—El nombge técnico es alopeciestimidgina. El
comegcial es “culo de mandgril”.
—¿Mandgril?
—Sí, mandgril... El mono ese. Esto da un viaje
imprgesionante. Pog un tiempo adogmece el cere-
bro y luego llega el cuelgue. Doce hogas de viaje
y alucinaciones. Dicen que lo inventó el ejégcito
ameguicano para usaglo en los integogatoguios de
prisionegos dugante la guega de Sudán.
Aquella información, a pesar de mi sorpresa por
los recursos farmacopédicos del becario, no me
tranquilizó en absoluto.
—¿Se va a morir?
—Crgeo que no.
—Adelante pues.
Cuando la muchacha subió a la tarima después
de que presentaran la ponencia con mi nombre no
pude quitarme de la cabeza la imagen de una oveja
en un matadero. La intérprete no daba más mues-
tras de estar viva que permanecer de pie con los
ojos abiertos. Si hubiera puesto un espejo debajo
de su nariz seguro que no habría encontrado alien-
to. No entendía cómo los soldados norteameri-
canos pretendían que ningún prisionero que deja-

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sen en ese estado pudiese ofrecerles la más mínima
información.
El salón estaba lleno, entre los lectores digitales
y el chismorreo de los colegas, al final hasta el últi-
mo asistente estaba enterado del asunto de la jota y
se habían reunido para presenciar el nuevo fracaso
del doctor Alzamora.
La muchacha permaneció un par de minutos
eternos sobre el escenario mirando al tendido,
como si contase a los asistentes y le faltase uno.
Mister Baüchmam, desde el otro extremo de la
sala, me hizo un gesto de que saliera al pasillo. Pie-
rre, desde el pie del estrado trataba de marcar el
compás a su amiga sin ningún resultado. Fuese lo
que fuese aquello que contenía el culo de mandril,
había formateado irremediablemente el cerebro de
la pobre.
Un murmullo comenzó a crecer en la sala.
Alguien preguntó en voz alta qué tipo de broma era
aquella, le respondió un coro de risotadas. Salí al
pasillo y mi mentor vino directo hacia mí, enfure-
cido, con la cara congestionada.
—Espere –le dije antes de que me alcanzase,
estaba tan furioso que parecía capaz de golpear-
me–, mire, tengo la partitura... Está documentada y
datada...
—¡Una drogadicta, ha subido a dar la ponencia
a una colgada!
En ese momento, la muchacha comenzó a can-
tar. No fue la mejor interpretación del mundo, pero
me salvaba el cuello. Al principio, a capela, en
francés, con la cantante borracha, ultrajada y dro-
gada, resultaba difícil identificar aquellos alaridos

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como una jota pero en cuanto la chica se entonó el
silencio se fue adueñando del salón central y todos
comenzaron a buscar el cargador con los datos del
documento para leerlo en las agendas inteligentes.
En el fondo del escenario se proyectó una imagen
en tres dimensiones del documento mostrando las
pruebas analíticas de datación. Mister Baüchmam
entró de nuevo en la sala, yo le seguí y me miró de
reojo meneando la cabeza. Menos mal, dijo. La
chica se había metido en el papel y en la última
estrofa le puso tanto corazón que comenzó a llorar.
No dio tiempo a escuchar los aplausos; al finalizar
la interpretación, la chica se desmayó y, como si
una mano invisible hubiera dado un golpe sobre la
tierra, la ciudad se elevó en el aire por un instante
haciendo que todos los estómagos subieran hasta
la garganta.
Ninguno de los presentes lo sabíamos todavía
pero habíamos provocado el choque de dos uni-
versos paralelos. Cuando pudimos por fin respirar
con normalidad, se escucharon varios truenos que
provenían del sur de la ciudad: la batería del puen-
te de la Muela abría fuego sobre la avanzadilla de
la caballería francesa.

34
EL SITIO
Capítulo 5

–B UENAS NOCHES mi Comandante. Le paso


al oficial de guardia. Mi comandante, no
se lo va a creer.
Pero la comandante Gracia-Valentín, después de
que por su despacho hubiesen pasado dos carros,
guiados por burros, llenos de fusiles y municiones
del siglo XIX estaba dispuesta a creerse cualquier
cosa. Completamente angustiado, el oficial le con-
taba que por la carretera de Huesca se habían visto
destacamentos de soldados a caballo con trajes de
época. No constaba que hubiese maniobras de la
sección de recreación histórica ni de ninguna aso-
ciación que jugaban a vestirse de soldados anti-
guos. La gente de los polígonos industriales huía
despavorida corriendo por los campos porque un
camión había volcado, cortando la carretera.
—Franceses, son fantasmas franceses, mi co-
mandante –el oficial sudaba copiosamente al otro
lado del comunicador.

35
—Tranquilícese, ya supongo que son franceses.
Aquí han aparecido nuestros paisanos. Ahora
mismo llegan tres tipos arrastrando un cañón. Pero
no se preocupe, que parecen inofensivos. Como si
no nos vieran...
—Eso se lo dice usted a la población, mi co-
mandante. Desde Zaragoza viene una caravana de
coches pitando como locos... Yo no sé qué hace la
policía. ¿Cuáles son las órdenes, mi comandante?
—Sí, las órdenes...
En el ejército de la república había protocolos
en caso de ataque militar, en caso de amenaza
terrorista, en caso de emergencias civiles... Prácti-
camente había protocolos de actuación para cual-
quier situación excepto la de invasión por fantas-
mas del pasado. La comandante tranquilizó al
hombre y ordenó entrar en alerta roja a todas las
guarniciones de la ciudad.
Realmente aquello era cosa de diablos. Se
asomó a la ventana. En verdad las calles eran un
caos de gente que corría como gallinas sin cabeza.
Las apariciones eran leves, como hologramas tridi-
mensionales. Ante la duda decidió seguir el proto-
colo de invasión, que consideró el más cercano al
momento de todos los que disponían y se comuni-
có con la capitanía general de la zona en Barcelo-
na. El oficial de guardia le pasó con el general
Solana, un anciano a punto de la jubilación.
—Mi general. La comandante Gracia-Valentín
al mando de la plaza de Zaragoza. Tenemos una
dificultad.
—¿Qué dificultad, señorita? –el viejo general,
aunque las mujeres llevasen más de sesenta años

36
participando en las fuerzas armadas, todavía era
incapaz de referirse a una de ellas con su grado
militar. Gracia-Valentín decidió dejar pasar el
asunto. No era momento de entrar en una discusión
de ese tipo con un batallón de cazadores franceses
incorpóreos sembrando el caos.
—Bueno, ¿cómo se lo explicaría, mi general?
Tenemos fuerzas francesas amenazando la ciudad.
Son tropas napoleónicas, señor.
—¿Franceses? Pero ¿estos gabachos de qué van?
—Parece que se preparan de nuevo para el sitio,
señor.
—¿No le parece? ¿Pues no son cabezones cuan-
do quieren? Si ya la tomaron hace trescientos años.
—Son las mismas tropas, señor. Las tropas de
Napoleón.
—No se apure señorita, no se apure. Realmente
desconozco qué hacen los franceses pero deben
tratarse de algún tipo de maniobras militares coor-
dinadas. La Unión Europea se consolidó hace no-
venta años. ¿Cómo nos van a invadir?
—Señor, creo que no me estoy explicando. Son
tropas francesas napoleónicas...
—Por favor señorita –el general aumentó el
tono de voz–, ya sé que Napoleón fue francés y
que sitió su maldita ciudad... No hace falta que me
lo repita. Ahora son otros tiempos y si esos gaba-
chos se han atrevido a llegar hasta Zaragoza se van
a arrepentir... Parece que no recuerdan la que les
dimos...
—No, señor, lo que quiero decir...
—Señorita, entiendo perfectamente lo que usted
pretende decir. ¿Acaso cree que soy estúpido?

37
–Gracia-Valentín consideraba que la respuesta era
demasiado evidente–. ¿Cuál es la situación?
—La población está atemorizada, podemos tener
problemas de orden.
—¿Se han atrevido a disparar a la población?
—Mire señor...
—No tengo nada que mirar, señorita. Una fuer-
za invasora amenaza su ciudad, ¿qué pretende?
¿Que nos quedemos de brazos cruzados? Ponga a
sus hombres a funcionar, que ocupen las posicio-
nes de defensa. Voy a avisar al alto mando. ¿Nece-
sita refuerzos? ¿Cuál es la posición del enemigo?
La comandante ya no se intentó explicar más. Si
el general quería información, la iba a tener.
—Hay un regimiento adelantado desde la carre-
tera de Valencia que ya ha intercambiado fuego de
fusilería con la ciudad, señor. Otro regimiento de
cazadores se encuentra a diez kilómetros tomando
posiciones en la carretera de Huesca. El grueso de
la tropa se encuentra en aproximación desde Ala-
gón, por la carretera de Logroño, a unos veinte
kilómetros de la capital.
—Pero, ¿cómo se han colado esas fuerzas ahí?
¿Cómo no se han detectado?
—Han llegado a caballo, señor.
—¿Se cree muy graciosa? Señorita, ha habido
intercambio de fuego con la ciudad y usted hace
gracias. ¿Quiere bromas? Pues le voy a dar broma.
Queda relevada del mando, ¡tome broma! Para que
vea donde queda el sentido del humor cuando tiene
su ciudad bajo fuego enemigo. ¡Maldita sea! Ponga
a sus hombres a mover el culo, pásele el mando a
su segundo y repela el ataque. Ahora le mando

38
refuerzos aéreos. Voy a dar comunicación al alto
mando. Señorita, ¿me está escuchando todavía?
Gracia-Valentín intentaba que la risa no se le
notase pero no lo consiguió. El general se dio
cuenta desde el otro lado de la pantalla.
—Pero, por Dios, ¿sigue riéndose? ¿Tiene un
ataque de histeria, verdad? Ya dije siempre que
ustedes no estaban preparadas para esto –la co-
mandante no pudo evitar abrir unas carcajadas so-
noras y francas–. Señorita, señorita... Páseme con
su segundo, por favor... ¡Maldita sea! Si Palafox
levantase la cabeza...
La comandante cedió el teléfono a su oficial y
se sentó en el sillón. Exactamente eso es lo que
estaba pasando, que Palafox levantaba la cabeza.
Él y todos sus amigos. El segundo cortó el comu-
nicador.
—Dice que despleguemos la fuerza de interven-
ción rápida y que usted no tiene mando. Cecilia,
¿qué está sucediendo? –el segundo y ella se cono-
cían de la promoción.
—No lo sé. Realmente no sé qué decir. Tú lo
estás viendo como yo: vuelven los sitios. Lo que
está claro es que, de momento, estos fantasmas no
parecen peligrosos. Son incorpóreos, ¿qué nos
pueden hacer? De lo que debemos preocuparnos es
del millón de habitantes de la ciudad. No hagas
caso a ese tipo. Vamos a preparar todos los hospi-
tales móviles, por si acaso. Pon también en espera
a la policía militar por si hay que ayudar a los civi-
les. También los ingenieros...
—¿Los ingenieros?
—Yo qué sé. Por si se derrumba algún puente o

39
cosas así... Voy a llamar al gobierno civil para
ponernos a sus órdenes.
El comunicador sonó de nuevo. La escuadrilla
de cazas de la base aérea pedía información para
intervenir. El alto mando los había colocado en
alerta.
—Yo no estoy al mando, colega... –dijo Gracia-
Valentín–. Es tu turno.
Mientras el segundo se fajaba con los de avia-
ción, ella llamó al gobierno civil. Las fuerzas de
seguridad estaban rebasadas: toda la ayuda era
poca.

* * *

Los hospitales móviles fueron de gran ayuda.


Se atendieron numerosos casos de crisis nerviosas.
También la policía militar ayudó en las carreteras a
la Guardia Civil que se vio desbordada por cientos
de miles de ciudadanos que trataban de alejarse de
aquel escenario espectral en que se había converti-
do Zaragoza. Los autos habían bloqueado las
carreteras principales y el nerviosismo de los con-
ductores provocaba numerosos choques, la mayo-
ría sin importancia ya que las colas no permitían
avanzar deprisa. Las peleas debidas a la desespera-
ción también habían sido un gran problema. Final-
mente, una semana más tarde, se había controlado
la marabunta humana y gran parte de ella regresa-
ba a sus hogares al no tener otro sitio donde ir.
Los habitantes atribuían mucho mérito de su
regreso al presidente del gobierno federal aragonés
y al alcalde. Los representantes del pueblo habían

40
permanecido en la ciudad demostrando que no
había nada que temer de aquellas apariciones, que
no se trataban de fantasmas regresando a purgar
los pecados de una sociedad perdida en el laicis-
mo, tal como predicaban los representantes de las
diferentes iglesias, sino lo que los expertos deno-
minaban fenómeno de intercambio dimensional.
Lo que desconocían aquellas gentes era que tanto
uno como otro habían permanecido en la ciudad
únicamente porque la comandante en funciones de
la plaza, la comandante Gracia-Valentín, les había
negado el heliavión que solicitaban para huir a
Madrid DF. De hecho, la comandante con una sec-
ción de la policía militar, después de consultar con
los altos mandos de la policía estatal aragonesa y
la Guardia Civil, había mantenido a los dos máxi-
mos representantes del poder en sus casas bajo la
amenaza de un estado de excepción si no eran
capaces de mantener la serenidad.
Precisamente, durante la visita de la delegación
federal a los trabajos de preparación del sitio que
llevaban a cabo los fantasmas, totalmente ajenos a
la invasión de otra dimensión que habían realiza-
do, el alcalde se había sincerado a la comandante.
Dio la alocución inicial del encuentro. Subido a un
escenario, flanqueado por el presidente del estado,
el de la república, el primer ministro y el presiden-
te de la república francesa, había comunicado que
aquella coincidencia de dimensiones no era un
desastre para Zaragoza sino la oportunidad de con-
memorar el doscientos cincuenta aniversario de la
gesta heroica de una manera nunca vista. Según los
expertos, era el segundo sitio de Zaragoza el que se

41
preparaba. Delante de casi medio millón de perso-
nas del siglo XXI que acudían a terminar de tran-
quilizarse con el tratamiento que sus guías políti-
cos daban a aquel insólito fenómeno, el alcalde
anunció la creación de un gabinete municipal que
se encargaría de preparar congresos, seminarios,
recorridos por todos los actos del sitio, seguimien-
to especial a todos los héroes, un programa de
acontecimientos con la explicación histórica que
sería repartido a todos los ciudadanos y la gratui-
dad de cualquier hecho que tuviera que ver con el
asunto. Antes de ceder la palabra al presidente del
estado, abarcó con un gesto a todos los ciudadanos
del siglo XIX que ultimaban las defensas de la ciu-
dad.
—¡Miradlos! –dijo–. Son nuestros hermanos
que nos hicieron libres. Hace una semana sólo eran
estatuas; hoy, de nuevo hombro con hombro, son
nuestros vecinos.
La muchedumbre rompió en un aplauso que
espantó una bandada de tordos de un parque cerca-
no.
Después de las intervenciones del resto de polí-
ticos, toda la delegación salió a dar una vuelta alre-
dedor de la ciudad para ver los trabajos de fortale-
cimiento de las defensas por parte aragonesa, y de
preparación de las primeras trincheras enfiladas
por parte francesa. Gracia-Valentín, en agradeci-
miento a su cabal gestión durante los primeros días
de la aparición, fue invitada junto al resto de la
plana mayor. Los militares, obligados por su teóri-
ca condición de expertos, se daban codazos por
alcanzar el lugar estratégico que les permitiese dar

42
las explicaciones pertinentes a los políticos del
motivo táctico de tal defensa o tal batería.
El alcalde se acercó discretamente a Gracia-
Valentín.
—No había tenido la oportunidad hasta ahora,
pero muchas gracias.
La militar miró al hombre durante un instante.
Era un tipo que parecía tener siempre la piel y la
sonrisa untadas en mantequilla. Realmente, no era
la clase de hombre con el que le gustaría compar-
tir lecho. La mujer enderezó el sable de gala.
—No entiendo porqué debe darlas.
—Bueno, ya sabe... Por no permitirme tomar
aquel heliavión... Me puse algo nervioso, estaba
asustado. Esto que está ocurriendo no es algo muy
normal. Ya sabe, somos humanos... –de repente,
guiado por un sexto sentido, el político miró hacia
otro lado y saludó a alguien–. Y, sobre todo, por
saber guardar en silencio todo eso.
A pesar de su banda, de su traje de marca y de
su colonia cara, el parecido con una rata era nota-
ble. La mujer no quiso entrar en el juego, no sabría
desenvolverse en un lugar donde se mataba a nava-
ja en lugar de a espada.
—Cumplía con mi deber.
Un hombre se acercó al alcalde. Tenía un bron-
ceado de los que se adivinan permanentes y un
reloj de oro mal disimulado. Le dio una palmada
en la espalda, parecían amigos de toda vida.
—¿Qué tal, campeón? –preguntó el recién lle-
gado–. ¿Qué se siente al ser un héroe?
—No, hombre, no. Un héroe, ¡qué exageración
Rubén! –el alcalde se volvió hacia la comandan-

43
te–. Rubén, déjame presentarte a la comandante
Gracia-Valentín. Comandante, Rubén Falcón, con-
sejero delegado del grupo Triviasa...
Pero la comandante Gracia-Valentín tenía el
pensamiento en otro lugar. Había observado cómo
un muchacho se rompía una muñeca al caerle enci-
ma el saco terrero de un compañero. Había dado
un breve grito pero la torsión de la mano no deja-
ba lugar a dudas: esa muñeca ya nunca se recupe-
raría. Una mujer corrió a auxiliarle, era una chica
joven, vestida de campesina, con la falda mancha-
da. Los fantasmas se veían borrosos, difuminados,
como si estuvieran dibujados en una nube. La
chica no era bonita pero era valiente. La coman-
dante, de pronto, se sintió más femenina. El uni-
forme que vestía le robaba su género; debajo de
aquella ropa no se era hombre o mujer, se era mili-
tar. Ella le sujetó la muñeca con cuidado, él apre-
taba los dientes mientras la chica maniobraba la
articulación destrozada. La mirada de ella era pro-
funda, una mirada que transformaba toda la sabi-
duría de la historia en cariño. A la comandante le
costó un tiempo recordar dónde había visto antes
aquella mirada. No era la de su madre, una mujer
dedicada a convertirla en una perfecta ejecutiva; ni
la de su padre, que tampoco le perdonó que siguie-
ra la profesión familiar.
Con dieciséis años, Cecilia Gracia-Valentín
había hecho un conato de irse de casa tras una dis-
cusión con sus padres. Pasó varios días caminando
por la carretera de Valencia, estaba dispuesta a
alcanzar un puerto, aunque fuese a pie puesto que
no llevaba dinero, y enrolarse en un barco. En una

44
ocasión que se encontraba sentada al borde de la
carretera haciendo autostop, una perra apareció de
entre unos matorrales y se sentó a su lado. Una
perra confiada, blanca, con manchas negras y la
cola cortada. La perra observó durante unos segun-
dos la misma carretera que ella miraba y, después,
con un gemido, metió la cabeza debajo de su
mano. La perra hizo que la niña solitaria le acari-
ciase. Cecilia pasó su mano por el lomo del animal
largo tiempo. El contacto de la caricia le marcaba
la certidumbre que tras el asfalto sin alma y el
humo de los coches, había otro corazón que latía
junto al suyo. La perra no pensaba, no razonaba; su
raza no había desarrollado la rueda, ni la máquina
de vapor, ni la energía de fusión, ni pagaba hipote-
cas, ni había alcanzado Marte; seguían yendo a
cuatro patas y levantando la pata para mear, pero,
sin embargo, la mirada de aquella perra tenía la luz
que regala el consuelo. Había miradas que com-
prendían y miradas que juzgaban. Aquella chiqui-
lla, mientras le vendaba la muñeca al muchacho
con un jirón de su propio sayo, tenía esa mirada, la
mirada de la perra.
—¿Comandante? ¿Comandante?
—Disculpe, me he despistado pensando en mis
cosas.
Gracia-Valentín estudió el rostro del hombre
que le daba la mano. Aquella mirada era de las que
calculaban.

45
Capítulo 6

L A GENTE dijo que eran fantasmas, los cientí-


ficos afirmaron que se trataba de una curvatu-
ra del espacio-tiempo que corroboraba la teoría de
finales del siglo XX de Stephen Hawkings, y noso-
tros comenzamos a darnos cuenta de que habíamos
metido la pata hasta el fondo cuando analizamos
detenidamente la letra del texto.
Mientras tanto, la ciudad había agotado todas
sus reservas hoteleras y muchos que disponían de
una segunda vivienda hacían buenos negocios
alquilando sus pisos para pasar una noche con los
fantasmas del pasado. Realmente era fantástico. Se
habían superpuesto dos ciudades en una, como
cuando combinabas dos fotografías. Al terminar
de cantar la jota nuestra amiga, había aparecido de
forma visible, aunque incorpórea, la Zaragoza
de finales de mil ochocientos ocho, la Zaragoza del
segundo sitio napoleónico. Y con ella habían apa-
recido sus habitantes, sus edificios y sus fortalezas.
Lo que no se encontraba todavía por ningún lugar

47
eran sus franceses. Los historiadores decían que
las tropas del mariscal Ney se hallaban reagrupán-
dose para combatir al general Castaños y el maris-
cal Moncey esperaba refuerzos
En cuanto a la población, nadie entendía que, de
la noche a la mañana, en su piso del centro, habi-
tasen también unos baturros que cocinaban en
hogar de leña con una olla de barro, ni que la plaza
de España estuviese repleta de una guarnición de
caballería que provocaba cada día varios acciden-
tes de circulación, ni que los tranvías atravesasen
los muros y cañones del reducto del Pilar al llegar
al estacionamiento del centro comercial. El fenó-
meno era extraño ya que, aunque se les pudiese ver
y escuchar con perfecta nitidez, ellos no parecían
darse cuenta de que nosotros estábamos allí. En
realidad, casi parecía que fuéramos nosotros, los
habitantes del año dos mil cincuenta y ocho, los
que nos hubiéramos convertido en fantasmas del
mundo de doscientos cincuenta años antes. Y eso,
en ocasiones daba lugar a desagradables escenas:
padres que tenían que cambiar a sus hijos de habi-
tación para evitar que cada noche viesen en prime-
ra fila cómo copulaban sus antepasados, restauran-
tes que coincidían con caballerizas que no
presentaban la limpieza deseada y varios conven-
tos de monjes con lúgubres costumbres que ate-
morizaban a los modernos ciudadanos.
Tras el desmayo de la amiga de Pierre, el beca-
rio y yo fuimos los únicos que acudimos a auxi-
liarla. El resto de los asistentes, tras la conmoción
que tomaron por un terremoto, corrieron a ponerse
a salvo convencidos de que el edificio se les venía

48
encima. La salida en tromba provocó empujones,
golpes y varias caídas que no puedo decir que me
molestaran demasiado.
En particular, no pude por menos que regocijar-
me cuando el trepa de Meléndez, un profesor de la
universidad de Barcelona, especializado en músi-
cas indígenas precolombinas, que me había quita-
do una beca de estancia en Colombia, se tropezó
en la puerta, cayó y fue pisoteado por el resto de
solidarios compañeros como una manada de
cabras locas. El hombre había ganado unos kilos
desde que estuviera dos años en la selva colombia-
na conviviendo con los kankuamos; se aferraba a
los pies que le pasaban por encima como si le fuese
la vida en ello. Los demás, para evitar ser derriba-
dos a su vez, se soltaban arreándole patadas.
Meléndez había venido seguro de demostrarme su
superioridad de nuevo mediante un original estu-
dio de los que publicaba en el anuario de la Inter-
nacional Council for Tradicional Music, y ahora se
encontraba farfullando con un zapato en la boca.
La imagen superaba cualquiera de mis expectati-
vas. Viendo a los colegas huir atemorizados ante
unos temblores del edificio, pensé que no había
nada que se propagase más rápido que el pánico
entre unos duros antropólogos que se las habían
visto de mil colores.
La verdad no era que yo hubiese saturado ins-
tantáneamente mis reservas de valentía, ni que me
diese confianza la solidez de la construcción de
una exposición de hacía cincuenta años, pero al ver
a la chica tirada en el suelo, después del esfuerzo
que había realizado por no dejarme en ridículo, y

49
la sonrisa lasciva que reflejaba el rostro de Pierre
cuando se apresuró a recogerla, me creí en la obli-
gación de darle mejor pago que un aderezo sexual
con el becario en el momento de su viaje alucinó-
geno.
La llevamos entre los dos hasta el aparcamiento y
conseguimos después de algún esfuerzo meterla en
el asiento de atrás del coche. Nunca antes había car-
gado con un cuerpo inerme y podía entender la
expresión “pesado como un muerto” en toda su
extensión. Imagino que los asesinos profesionales
cobrarán un suplemento por trasladar el cadáver.
Sudorosos nos sentamos en los asientos delanteros.
Una de las manos de la chica se podía ver por el
espejo retrovisor levantada, como señalando al cielo.
—Deberíamos colocarla bien –le dije a Pierre–,
si no mañana va a tener el cuerpo repleto de con-
tracturas –el francés se encogió de hombros–.
¡Leche, que es tu amiga!
A regañadientes accedió a ayudarme a tumbarla
correctamente. Se notaba que, después de verse
frustrados sus planes con mi presencia, estaba
ansioso por salir al aire libre. El parking estaba
oscuro y solitario, había un ambiente raro, las som-
bras parecían más sombras. Me entró un escalo-
frío; extrañamente, cerca nuestro se podía escuchar
el canto de los pájaros y el correr del agua en un
río. Pensé que era debido a la música ambiental.
Tapé a la pobre desdichada con una manta de
viaje, no quería tener que explicarle a la policía
porqué llevaba a una muchacha inconsciente y
drogada en el asiento de atrás. No sabía qué tipo de
alucinación estaría sufriendo en aquel momento

50
pero sonreía y estrechaba los labios como si estu-
viese dando besos a alguien. Fuese lo que fuese,
parecía estar pasándolo muy bien.
Cuando salimos, nos costó un poco porque no
encontraba el tiquete de entrada, nos encontramos
de repente con el fenómeno. Salíamos al residen-
cial de la exposición pero a la vez nos encontrába-
mos en medio de unas huertas de tierra yerma. Era
difícil de explicar. Al fondo, más allá del puente de
la Almozara, sobre nuestra Zaragoza, había venido
de visita su tatarabuela.
Un grupo de hombres a caballo, armados con
espadas y fusiles de época, me rebasaron en direc-
ción al parque del Tío Jorge. Daba lo mismo que
llevase a una chica inconsciente detrás, podría lle-
var un cadáver descuartizado, que nadie iba a repa-
rar en ello. Pierre me miró, la gente corría despa-
vorida, sin dirección, como gallinas sin cabeza,
huyendo del mundo que parecía haber surgido de
las entrañas de la tierra. Era el pánico, el caos.
—¿Qué hacemos? –preguntó Pierre.
—No sé… De momento, vamos a mi casa –no
quería ni mencionar siquiera la posibilidad de
dejar solo a Pierre con la chica hasta que ésta no
hubiera despertado. Los dos mirábamos alrededor
con preocupación, los dos comenzábamos a enten-
der a qué se refería la letra de la jota. Señaló alre-
dedor con un gesto de la mano.
—¿Usted crgee que esto…? En fin, que la jo-
ta… La maldición esa…
Observé cómo dos coches chocaban y sus ocu-
pantes, presos del nerviosismo, salían de ellos
corriendo. Una madre arrastraba a dos chicos.

51
—Quiero pensar que no, pero la verdad… ¿Para
qué te voy a engañar? Si no, ¿entonces qué ha
sucedido? –busqué una frase lapidaria para termi-
nar. No todos los días se montaba un follón como
éste–. Pierre, hemos despertado al infierno.
No era muy original pero serviría. En ese
momento, sonó mi teléfono móvil. Era mi mujer.
Ni me había acordado de ella. Descolgué.
—Cariño, ¿estás viendo lo que está pasando?
–preguntó.

52
Capítulo 7

S E RUMOREABA entre los corrillos que la cara


de perro de la señora Lefevre se debía a que,
cuando recibió la llamada de su presidente, la
embajadora francesa en Madrid DF dormía con un
brazo rodeando a uno de los habituales chiquillos
que admitía en su cama. El presidente francés,
imposibilitado para permanecer en Zaragoza todo
el tiempo que el alcalde creía oportuno, había
declinado la delegación de hermandad en su repre-
sentante en el estado español.
Era veintiuno de diciembre y, como inaugura-
ción del programa de actos que había preparado el
ayuntamiento, se había montado una gran represen-
tación internacional para observar el primer ataque
de la división Gazán al Arrabal. La primera gesta
heroica del segundo sitio. Esa misma mañana había
caído Torrero cuando los defensores abandonaron
el barrio y volaron el puente de América.
La comandante Gracia-Valentín había pasado
toda la semana preparando las actividades de co-

53
nocimiento organizadas desde la academia general
militar. Los paisanos se habían despellejado las
manos cortando olivares para evitar que el ejército
asaltante los usase como protección, levantando
barricadas de madera y sacos terreros, cavando
parapetos, atrincherando las baterías y reforzando
las tapias. Dentro de la ciudad, la logística también
se esforzaba en estar preparada para cuando los
franceses comenzaran los asaltos: se consolidaban
los polvorines, los tabiques era derribados para
acortar las líneas de comunicación, se preparaban
los hospitales, los alimentos se centralizaban para
ser contabilizados y luego repartidos.
La comandante estaba ansiosa. Hacía mucho
tiempo que no se encontraba en un combate. La
última vez había sido los disparos que rodearon su
base en una misión internacional en el antiguo
Sudán, cuando la llamada “rebelión del petróleo”.
Las fuerzas internacionales, comandadas por los
Estados Unidos, Rusia y Reino Unido, habían
defendido los últimos pozos de petróleo ante los
ataques de las guerrillas ecologistas africanas. Las
tropas españolas nunca estuvieron en primera línea
de combate sino que se encargaron de proteger las
líneas de comunicación mientras se fingía realizar
tareas humanitarias. Aquella noche, una columna
móvil del ejército danés en misión de búsqueda y
destrucción se había perdido en una marcha de
aproximación y se topó de frente con la base Que-
vedo del ejército español, reconociéndose como
amigos a balazos. Dos horas más tarde, el equívo-
co estaba resuelto y los féretros de los trece muer-
tos que costó el error, siete daneses y seis españo-

54
les, eran recibidos en sus países con todos los
honores. Esa noche, Gracia-Valentín era una sim-
ple teniente y se encontraba en la enfermería aque-
jada de una gastroenteritis aguda que le hacía acu-
dir al baño cada diez minutos. Aquellas dos horas
que permaneció aterrada en su cama, sin atreverse
a levantarse, envuelta en sus propias heces, fueron
las peores de su vida y lo más cerca que había esta-
do de la gloria del combate.
Durante esas excursiones, mientras los cadetes
tomaban notas para su examen de Historia, los ofi-
ciales comentaban las distancias, los arcos y los
ángulos con aire de expertos. La comandante pre-
fería permanecer retirada de sus compañeros.
Había algo que se enfriaba en su estómago cuando
contemplaba a aquellos hombres burdos, sucios,
elementales, que trabajaban sin descanso por evi-
tar que otros hombres igual de fieros entrasen en su
ciudad. Aquello iba más allá de trayectorias de tiro
y zonas de retirada, aquello no tenía que ver con la
física. Las fuerzas que levantaban parapetos, que
abrían trincheras eran parte de un corazón herido,
de un corazón que por fin encontraba un motivo
para latir.
El alcalde parecía encantando con ella, le había
reservado un sitio en la tribuna, justo al lado del
Mariscal francés Lecosier. Gracia-Valentín sospe-
chaba que detrás de ese agradecimiento había otros
intereses menos altruistas, le había cazado varias
veces mirándole los pechos perfilados en el uni-
forme de gala que se ponía para esas circunstan-
cias. Sus pechos siempre habían sido grandes, muy
grandes. Tras muchos ojos masculinos pasando

55
por ellos, había llegado a la conclusión de que las
tetas de las mujeres eran faros donde la mayoría de
los hombres intentaban encontrar el rumbo de sus
existencias. Ya en la academia había tenido que
soportar las miradas de los compañeros –algunas
de esas miradas, como la de su primer marido,
tampoco le habían resultado desagradables–, y
durante el ejercicio de su carrera, más de un supe-
rior la solía requerir demasiadas veces en su des-
pacho.
El ataque de la primera brigada de la división
Gazán transcurriría en el Arrabal, al otro lado del
puente de Piedra. La tribuna se había colocado en
la esquina de la calle Sobrarbe con la calle Germa-
na de Foix, de forma que se podía observar el
avance del ejército francés a lo largo de la calle
San Juan de la Peña y el fuego defensivo de la
batería de los Tejares. Alrededor del mediodía lle-
garon las primeras columnas asaltantes marchando
al paso, una marea azul con el sol reverberando en
sus bayonetas. Las fuerzas asaltantes se perdían de
vista entre los edificios y la gente se colaba en los
comercios de las calles para verse sumergidas en
aquellas masas de hombres a un mismo paso. Los
primeros disparos de cañón pasaron desviados y
no pudieron observarse porque los tapaban los
muros de las edificaciones, pero en cuanto llegaron
a unos veinticinco metros de las tapias defensivas,
las baterías de los Tejares y de Macelo abrieron
fuego cargando metralla y la columna cayó al
suelo como un juego de bolos. El destrozo había
sido impresionante, los hombres volaron hechos
pedazos, la sangre salpicó el aire como si se hubie-

56
se dado un martillazo en un trozo de ternera recién
deshuesada. Todo el mundo guardó silencio cuan-
do la columna apenas vaciló y decenas de france-
ses ocuparon los huecos de los muertos. Las ban-
deras siguieron en alto y el paso decidido. Pero en
el lado español, Manuel de Velasco y Mariano
Peñafiel, los jefes de las baterías, conocían su ofi-
cio. Les dejaban acercarse mucho y abrían fuego a
bocajarro, desmembrando a los franceses que se
dejaban hacer obedientes, sin una duda ni un paso
atrás, con los dientes apretados, esperando su
oportunidad de llegar a las tapias y comenzar el
asalto.
Gracia-Valentín no podía retirar la vista del blo-
que francés. Parecía un animal gigantesco con vida
propia. Admiraba la fe ciega de aquellos hombres
que avanzaban impávidos hacia la muerte. Las pri-
meras filas protegían con su cuerpo a los compañe-
ros que iban detrás. Observó el rostro de un soldado
joven, con un quepis demasiado grande, un adoles-
cente apenas, que, con el fusil entre las manos
encrespadas, caminaba en primera línea con la mira-
da fija en la tapia de la batería. No se apreciaba
temor en su cara, no parecía tener conciencia de que
moriría en el siguiente disparo de cañón; más bien
parecía calcular la distancia que le quedaba hasta su
objetivo. El oficial levantó el sable, los cañones sol-
taron otra andanada, el soldado rubio literalmente se
pulverizó al ser alcanzado de lleno, y sus compañe-
ros se lanzaron al asalto de la batería.
Se combatió cuerpo a cuerpo, los hombres con-
vertidos en perros de pelea. Se acuchillaba, se
aplastaba, se mordía... Todo valía para seguir vivo

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un minuto más; el tiempo que tardaba otro enemi-
go en venirse encima.
La embajadora y dos concejales tuvieron que
pedir bolsas para vomitar. Muchos otros, incluido
algún militar, permanecían pálidos, con perlas de
sudor cayendo por la frente. El frío era más frío y
no había ropa que protegiese del cierzo.
El mariscal Lecosier, por su parte, miraba todo
con una sonrisa de lobo. Cuando los franceses
tuvieron que desistir del asalto a las baterías y tor-
cieron el ataque hacia su flanco izquierdo tomando
una casa a unos cincuenta metros de las defensas
de San Lázaro, en el inicio de la Avenida Cataluña,
se levantó, se puso firme y realizó el saludo militar
de la Legión Extranjera. Al sentarse de nuevo, la
comandante le escuchó susurrar algo en francés,
ella le miró y él se lo repitió en castellano: “¡Glo-
ria a los valientes que mueren de cara!” dijo son-
riendo sin especificar a qué bando se refería.
El programa incluía una visita a los héroes del
momento como Pedro Villacampa, comandante de
los voluntarios de Huesca, pero principalmente al
propio Palafox, que salió de su puesto de observa-
ción cuando vio la desbandada que había provoca-
do en la batería de San Lázaro la toma de la torre
por la columna francesa. Los defensores huyeron
para no caer prisioneros, creyendo que iban a que-
dar cercados, y tuvo que acudir el propio Palafox
al puente de Piedra a detener la estampida hasta
que los cazadores de Orihuela y los voluntarios de
Huesca pudieron establecer una defensa.
A las seis de la tarde, con la retirada del ejérci-
to francés a Juslibol, el acto terminó. Habían sido

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siete horas de combates para los paisanos del siglo
XIX, que todavía tenían fuerzas para celebracio-
nes, y seis horas de pie para los políticos y milita-
res del siglo XXI, que ya no podían con su alma y
pedían en corrillos regresar al hotel.
El alcalde se acercó a la comandante.
—¿Qué le ha parecido? ¿Magnífico, verdad?
Un ejemplo de lo que este pueblo puede realizar
con un buen guía –Gracia-Valentín hizo un gesto
vago. Tal vez, el alcalde se creía la reencarnación
de Palafox–. Cecilia, déjeme tutearle, ya sé que no
es el mejor momento para una invitación, pero me
gustaría que me acompañase a cenar una de estas
noches... –La comandante abrió los ojos–. Ya sabe,
me siento en deuda con usted por salvarme el cuello.
—Cumplí con mi deber.
—¡Ah! No puede olvidar su deje militar. Uni-
forme de día y de noche, ¿verdad? Piénselo, así me
podría ayudar con su visión profesional del acon-
tecimiento histórico que estamos viviendo. Una
cena.
—Lo pensaré.
—Espero sus noticias –el alcalde, en un gesto
arcaico, le besó la mano antes de acudir a despedir
a varios industriales. Gracia-Valentín se restregó
las babas del hombre con un pañuelo de celulosa.
Se unió a un grupo de militares. Allí se encontra-
ban varios superiores, entre ellos el general Mon-
cada que todavía no parecía repuesto del todo, el
director de la academia general, un alto oficial
inglés y el mariscal Lecosier.
Comentaron las dudas del general Gazán des-
pués de la huida de San Lázaro. Si hubiera manda-

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do al ataque a su brigada de reserva, la segunda,
posiblemente hubiera podido tomar el monasterio
de Jesús y, con ello, el arrabal en su totalidad.
Aquello hubiera acortado significativamente el
cerco ya que la ciudad no hubiera podido resistir.
Todos los presentes menos Lecosier aseguraron
vehementemente que ellos no hubieran dudado en
hacerlo, aún a costa de arriesgarse a perder la últi-
ma reserva de combate de la margen izquierda y
abrir una vía de escape a los sitiados. El mariscal
francés tomó un sorbo de vino y un destello de iro-
nía se escapó de sus ojos.
Cuando la comida comenzó a escasear, la comi-
tiva fue desapareciendo. Gracia-Valentín pidió un
taxi y en el momento que se dirigía a la salida, el
mariscal Lecosier, acompañado de la embajadora,
la detuvo pidiéndole un favor. No conocían la ciu-
dad y deseaban acudir a un sitio.
—Por supuesto, les cedo mi taxi –ofreció la
comandante cortésmente.
—No es eso, comandante, queguemos ir aquí
–sacó un viejo mapa del siglo XIX del bolsillo y
señaló un punto. Era un punto en la orilla, del río.
La mujer lo observó durante unos instantes. Debía
de estar, más o menos, en el recinto de la vieja
exposición internacional del agua–. ¿Podría usted
acompañagnos?
Gracia-Valentín asintió y los tres subieron al
vehículo. La comandante pidió que los llevase a la
entrada del parque de la exposición. El conductor,
un poco incómodo por los uniformes y las meda-
llas de sus ocupantes, no abrió la boca en todo el
viaje. Al llegar, anunció la tarifa y el mariscal le

60
dejó un billete de valor muy superior, sin pararse a
recoger los cambios.
—¿Se puede saber a dónde vamos, mariscal?
–preguntó la embajadora Lefevre.
—A que le quede clago qué guepresenta usted.
La comandante iba a retornar al taxi, dejándolos
con su misteriosa discusión, cuando el mariscal le
invitó a quedarse. El espectáculo, dijo, iba a merecer
la pena. Buscaron el punto que el mariscal marcaba
en el mapa. A oscuras, sin apenas referencias, no
resultó fácil y terminaron sentados en un banco que
daba al río, al pie de la torre del agua. Las luces se
reflejaban en las aguas mansas, la niebla diluía las
formas, convirtiendo los edificios de la Almozara en
masas lejanas y amenazadoras. El cauce del río del
siglo XIX era más ancho que el actual y casi les lle-
gaba a los tobillos. Sus aguas bajaban visiblemente
más revueltas que las presentes. Toda la orilla estaba
alfombrada de cañas y juncos. La conjunción de las
dos ciudades hacía difícil saber quién era uno mismo.
La embajadora comenzó a impacientarse pero
las peticiones del viejo mariscal de bigotes puntia-
gudos eran más pesadas que una orden. Preguntó si
faltaba mucho para lo que fuese a suceder. El
mariscal miró el río y dijo que no lo sabía.
—Usted ha estado prgesente en la convegsación
de antes... –dijo, de repente el hombre, mirando a
la comandante. Parecían tres adolescentes que no
querían irse a casa. Hacía frío y ella comenzaba a
tener escalofríos.
—¿En cual de todas?
—¿Usted también hubiega mandado al asalto a
su brigada de resegva?

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Gracia-Valentín miró el río de nuevo. En la
oscuridad, el agua tiene algo hipnótico, algo caver-
nario. Como de bestia hibernando.
—No lo sé. Probablemente no –su mente co-
menzó a pensar–. Los zaragozanos se hubieran
rehecho y hubieran combatido casa por casa. No
faltaba mucho para la caída de la noche y hubieran
sido atrapados en un terreno urbano que no cono-
cían. Sin posibilidad de retirada ni de auxilio... No,
lo creo.
El mariscal torció la cabeza para mirarla con
admiración.
—No ha sido un egog su compañía... A sus
compañegos nunca les han dispagado.
—A mí tampoco.
—Usted lleva los dispagos por dentro.
La embajadora, que había permanecido en si-
lencio toda la noche, se había levantado a sacudir-
se las piernas cuando se escuchó un chapoteo en el
agua unos metros a la derecha.
—Aquí están –dijo el mariscal y los tres se diri-
gieron en esa dirección.
Dos soldados, con las casacas azules del ejérci-
to francés, intentaban alcanzar la orilla a través de
la fuerte corriente. Chapoteaban en el agua como
dos patos aprendiendo a volar. Uno de ellos consi-
guió asirse a una caña y se impulsó a la orilla; el
otro desfallecía. El primero arrancó un palo frené-
ticamente, se metió de nuevo con el agua a la cin-
tura y se lo ofreció a su compañero cuyas fuerzas
parecían sucumbir. Su cabeza desaparecía debajo
del agua por momentos y, sólo los dos brazos, per-
manecían a la vista señalando su posición. En la

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actualidad, la luz de las farolas permitía, con difi-
cultad, distinguirles; en su época era imposible
adivinar cómo, entre las tinieblas que fabricaba el
recorte de uña del cielo, podían adivinarse uno a
otro. No gritaban. Se llamaban en voz baja. Era el
hombre contra el río.
El mariscal rompió el silencio con un susurro.
—El general Mogtieg no sabía qué había suce-
dido después del combate de esta mañana. Temía
que Gazán hubiega sufrido muchas bajas y se pudie-
ga gompeg el cegco por ese lugag. Pego no había
fogma de sabeglo. Les presento al capitán de zapa-
dogues Henri y a un soldado desconocido de su com-
pañía. No sé quién es quién. Acaban de atravesag el
guío a nado paga sabeg qué ha sido de sus compañe-
gos y devolveg la infogmación a su genegal.
Finalmente, el hombre del río se hundió y tardó
en salir. El de la orilla se introdujo sin dudar de
nuevo en el río. Tenía el agua al pecho cuando
llegó hasta su compañero que ya se lo llevaba la
corriente. Lo arrastró a tierra, unos metros más
adelante. Le torció el rostro, le apretó el pecho con
todas sus fuerzas. No decía nada, no tenía fuerzas.
El silencio era fundamental para que ningún centi-
nela pudiese dar la alarma. El otro terminó echan-
do agua por la boca y pareció recobrar el conoci-
miento. Su compañero le sostuvo la cabeza en el
regazo. Le dijo algo que no entendieron. Los tres
se mantuvieron a unos metros de distancia, sin
querer violentar la intimidad de la valentía.
—Mire, ese es el pueblo que representa. Un
pueblo que se ahoga en su destino –dijo el maris-
cal de repente mirando a la embajadora.

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El soldado más entero tiritaba de frío y se abra-
zó a su compañero que ya no se movía. Le cerró
los ojos y se tumbó a su lado. Se estremecía, con el
cuerpo amoratado, los dientes repicando y abraza-
do a sí mismo. La mortecina luz de unas farolas, un
cuarto de siglo más jóvenes que él, le sirvió de
sudario.
—Ha muegto de frío. Obsegve bien pogque,
esto es la guega... Todos soñamos con moguig en
una hegoica carga de caballegía, al amaneceg,
godeados de nuestros compañegos, con alguien
que pinte un cuadro después. Es fácil mandag una
brigada a la muegte, es fácil ponegse los méguitos
de la conquista jugando con bandeguitas en un
mapa, pego hay que estag ahí, cuando tus soldados
mueguen pog tus ógdenes, abandonados, sin espe-
ganza, ni gloguia ni bandegas ni tambogues ni
aplausos... Cuando mueguen en la oscuguidad,
cubiegtos de bago, abrazados uno a otro, como dos
niños... Cuando mueguen sin motivo ni trascen-
dencia... Cuando mueguen porque tú lo has que-
guido.
A la comandante, el uniforme que vestía le
ahogó de repente. Le parecía cubierto de estiércol.
Hubiera querido arrancárselo, arrojarlo a la
corriente, correr desnuda y ponerse ropa de civil.
Los dientes del soldado dejaron de castañear.
Ambos tenían los ojos abiertos, como si la vida se
les hubiera escapado por ellos.
Definitivamente, el río había tomado bando por
los sitiados.
El río había ganado.

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Capítulo 8

E N LA MEMORIA colectiva de Zaragoza, los


sitios se han amarrado como forja de héroes y
heroínas, como tiempo de valentía y tesón, como
expresión de lucha contra el opresor y como un
gran número de nombres de calles que ya nadie
recuerda quienes fueron. Es inevitable hablar de
Agustina de Aragón, de Palafox, de arrojo, de bra-
vura, pero ¿alguien, al ser mentados los sitios,
habla de prostitutas? ¿No, verdad? Pues existieron,
o al menos existió una. Y su cuarto de trabajo coin-
cidía exactamente con mi salón.
Ni que decir tiene los problemas que ello hubie-
ra acarreado si, en lugar de mi pareja y yo, hubie-
ra tocado en una familia que los padres no hubie-
ran deseado que sus hijos conocieran el oficio más
antiguo del mundo antes de tiempo. Por suerte, al
menos en este particular, nosotros no podíamos
tener hijos. Tras cuatro maravillosos años de inten-
tos infructuosos, el médico había diagnosticado
que tenía los espermatozoides vagos, lo cuál no le

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extrañó en absoluto a mi mujer después de cono-
cerme bien. Alguna vez pensamos en la adopción
e, incluso, estuvimos estudiando las posibilidades
pero, afortunadamente, se nos pasó el calentón
procreador y entonces, después de conocer a Pie-
rre, me alegro profundamente de no dejar ningún
descendiente en el mundo el día de mi muerte.
Lo peor eran los horarios que gastaban en aquella
época para la fornicación. Al no existir luz eléctrica,
la noche en diciembre caía a las seis de la tarde y los
combatientes aprovechaban esos primeros momen-
tos para el desahogo corporal. Momentos que solían
coincidir con la merienda al llegar a casa. Los días
iniciales, la novedad del espectáculo de luz y sonido
solía excitar mucho a Vanesa y terminábamos
haciendo el amor en el sofá, a un metro escaso de
donde la señora se ganaba su sustento. Vanesa decía
que era como un intercambio de parejas. La verdad
es que no estábamos tan fogosos desde los intentos
de embarazo. No hay mal que por bien no venga.
La mujer en cuestión no era guapa, no era joven
y ni siquiera parecía ganar mucho dinero. Además
del catre, el cuarto tenía una silla de anea donde los
hombres dejaban la ropa, un espejo y un orinal con
agua para que ella se lavara sus partes al terminar.
La casa incluía también una especie de sala de
espera que coincidía con nuestro baño y, supongo,
que alguna cocina. Esta última parte estaba en casa
del vecino y se intuía porque la mujer solía venir
de vez en cuando de ella, a través del muro, con un
plato caliente para algunos clientes.
Durante los combates, cuando atronaban los
cañones y el aire se llenaba de pólvora, ella se

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entretenía tejiendo toquillas y canturreando can-
ciones de la época. Por deformación profesional
intenté grabarlas en varias ocasiones pero, al igual
que las fotografías, los aparatos más modernos no
eran capaces de almacenar aquellos sonidos en
ningún formato. Más tarde, cuando caía el sol y
cesaba la pelea en las calles, los hombres acudían
en pequeños grupos que hacían turnos esperando
en la sala. Ella era cariñosa con todos, les acaricia-
ba la cara y les decía cosas bonitas. Todos llevaban
la piel ennegrecida y muchos, aunque no disponí-
an de dinero, le daban un pedazo de pan, un puña-
do de grano o un trozo de gato seco. Dejaban sus
armas en la sala, se sentaban en el suelo, apoyando
la cabeza en la pared, con los ojos cerrados,
derrengados, como ofreciéndose a un ritual que los
llevaba lejos de allí, a la carne tibia, al recuerdo de
una novia o al pecado final antes de encontrarse
con una bala. Eran ordenados y ni siquiera tenían
fuerzas para hacer mucho ruido. Entraban, descar-
gaban, pagaban y se iban.
Una excepción fue el día veintiuno. Después de
rechazar el asalto de los franceses al Arrabal, las
tropas volvieron exultantes.
Para celebrarlo, un grupo de cazadores de
Orihuela, que había pasado a cuchillo varias posi-
ciones francesas, entró ruidosamente en casa de la
mujer. Los cazadores se turnaban una grasienta
bota de vino. Me acerqué hasta el baño, eran cinco.
Todos fueron pasando al salón para celebrar la vic-
toria menos uno de ellos que permanecía sentado
al lado de mi bañera, con la mirada perdida, como
si en el ataque se hubiera dejado la expresión en la

67
trinchera paralela francesa. Cuando todos hubieron
terminado, no les costó más de media hora a los
cuatro, le llegó el turno. La mujer esperaba en la
habitación y él permanecía quieto, ajeno a las
exhortaciones de ánimo de los compañeros que le
convencían de que lo que necesitaba era un buen
revolcón con la Carmen, que lo iba a dejar nuevo.
Pero el hombre no respondía y, por el contrario, se
empequeñecía todavía más, fundiéndose con la
pared. Carmen, era la primera vez que escuchaba
su nombre, salió con las enaguas blancas y el
pecho cubierto por una toquilla de ganchillo. Pre-
guntó qué sucedía, si el que quedaba iba a cobrar-
se su parte o no. Discúlpele, le explicó amable uno
de los otros, pero no tiene buena estrella hoy; en la
salida de esta mañana ha perdido a su hermano.
Entonces, la puta se acercó al muchacho, le acari-
ció la cabeza y, por fin, él la miró, le tomó de la
mano y lo metió en la habitación. El soldado del
hermano muerto se dejó llevar como un cachorro
perdido. El resto de hombres callaron. Yo pasé al
salón. La mujer sentó al muchacho en la cama, le
quitó las botas, los pantalones, y comenzó a mani-
pular su miembro pero no consiguió ningún resul-
tado. Desistiendo de su tarea, miró al chico, se
incorporó y lo abrazó dulcemente, estrechó su ros-
tro contra el pecho, y en ese momento el hombre
comenzó a llorar. Carmen lo acunó suavemente
cantando una tonadilla muy bajito, entre dientes.
Por un momento, pensé en acercarme hasta ellos y
escucharla para hacer un estudio, pero hubiera sido
demasiado sucio, demasiado canalla, como el
pariente que espera en la agonía del enfermo para

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quedarse con su reloj. Salí despacio, intentando no
hacer ruido aunque fuera consciente de que ellos
no podían escucharme. Cerré la puerta con mucho
tiento y volví a hidratar las judías. Hasta el pasado
necesita intimidad. Escuché desde la cocina que
ambos salían de la habitación. La mujer devolvió a
los soldados las monedas que habían pagado: para
que nadie pueda decir nunca que la Carmen no
contribuyó a la defensa de esta maldita plaza, gritó
con la voz tomada.
Un poco más tarde regresó Vanesa del hospital.
El robot de cocina bufaba informando que la cena
estaba lista. Dejó el bolso en el salón y regresó
extrañada.
—Oye, que la puta está llorando en la cama.
¿Le habrán zurrado o algo así? ¿Tú te has enterado
de algo?
Desplegamos la mesa desde la pared y sacamos
los cubiertos del esterilizador.
—Ha descubierto qué es la tristeza –me miró
extrañada por lo críptico del mensaje.
—Y, ¿qué es?
Saqué los platos del robot.
—Saber que vas a morir mañana y que ni
siquiera se te ponga tiesa.

* * *

Una semana después, el día 23, se realizó otra


incursión en las líneas francesas saliendo desde el
reducto de San José. Los habitantes del inicio de la
calle Jorge Cocci habían visto como en sus casas
se levantaban un inmenso convento convertido en

69
fortín avanzado desde donde Mariano Renovales
dirigía la defensa. Igual que en mi casa me tocó
lidiar con las acciones de la retaguardia, en ese
lugar sufrieron desde el primer día las más duras
consecuencias de la vanguardia. Por ser la primera
línea de defensa, más allá del Huerva, los cañones
del fuerte de San José no había dejado de tronar ni
un solo instante, obligando a los habitantes del
siglo XXI a refugiarse en sus casas de campo,
quien las tenía, o en los pabellones deportivos de
los pueblos cercanos que se habían habilitado
como refugios para quienes no podían soportar un
sitio francés. Desde allí salieron el día 23 los caza-
dores de Valencia y de Orihuela a entablar comba-
te con los franceses y les tomaron varias torres y
tapias de huertas. En la zona de San José y el
Camino de las Torres, donde se había levantado un
hermoso olivar, se pudo ver cómo los paisanos del
siglo XIX acompañaban a los soldados cortando
árboles para evitar que los franceses pudieran
esconderse. Los miles de curiosos que ya habían
revisado los libros de historia seguían los avatares
de sitio yendo, como si de un programa de teatro se
tratase, cada día a los lugares donde habría acción.
Desde los autobuses se veía una estampa muy
española aunque los protagonistas no pudiesen
interaccionar unos con otros, unos pocos zaragoza-
nos cortaban árboles armados con hachas cortas a
ritmo frenético, con las balas francesas silbando
entre el ramaje y los gritos de los heridos cuando
eran alcanzados, mientras otros zaragozanos mira-
ban, de brazos cruzados, comentando la jugada.
Parecíamos jubilados observando una obra. Un

70
anciano, con el que coincidí en la panadería la
mañana siguiente, se lo relataba a la panadera y
concluyó con gesto soñador: “anoche lloré de
coraje por no haber podido ayudarles”. La gente
que vivía en esas zonas tuvo que desayunar con la
tala también el día siguiente mientras que los fran-
ceses, repuestos ya de la sorpresa, no dejaron de
tirotearles hasta el anochecer. Ese día hubo tam-
bién agitación por la zona del Actur ya que desde
el barrio de Jesús salieron los voluntarios de Ara-
gón y de Huesca, apoyados por la tropa suiza,
valona y los dragones de Numancia. Los clientes
de los centros comerciales y de la escuela de Inge-
nieros pudieron ver, en mitad de la niebla, cruzan-
do las clases y las boutiques de moda, el asalto de
las tropas aragonesas, vestido cada uno a su modo,
con los cachirulos sujetando el sudor. Los france-
ses que intentaban huir manteniendo la formación,
sin cesar el fuego sostenido, provocaron más de un
ataque de ansiedad entre el personal que abarrota-
ban las tiendas los centros comerciales ultimando
sus compras de Navidad. Las unidades de emer-
gencias no ganaban para tranquilizantes. Zaragoza
se había convertido en la mejor accionista de las
empresas farmacéuticas: somníferos, ansiolíticos...
Los gabachos se reagruparon finalmente cerca
Juslibol y ahí terminó la aventura. La artillería de
apoyo abrió fuego y los obuses traspasaron, para
susto del conductor, algún coche de los que circu-
laban por la circunvalación interior. Al este de los
combates, en los edificios de la antigua exposi-
ción, a cincuenta metros de la torre del agua, el
batallón que protegía el puente francés de barcazas

71
sobre el Ebro, permitiendo la unión del flanco
derecho de la división de Gazán con el izquierdo
de las tropas de Suchet, se ponía en guardia por si
la avanzada aragonesa llegaba con ganas de juerga.
Por mi parte, en esos primeros días, me encon-
traba ensimismado, con la culpa corroyéndome.
Cierto era que la aparición fantasmal no había sido
tan nefasta como en un principio podía parecer y
que, salvo las molestias acústicas típicas de hallar-
se en una zona de conflicto bélico agudo, no había
más perjuicio que el acostumbrarse a los nuevos
vecinos. Algo molestos, si queréis, pero, desde
luego, entretenidos.
No faltaban, si se pensaba detenidamente, sus
lados positivos. Pasados los primeros días de des-
concierto, al comprobar que el espectáculo resulta-
ba inofensivo, había quienes, incluso, convertían el
asunto en negocio. Los particulares anunciaban el
alquiler de balcones desde donde contemplar en
perspectiva las batallas venideras; el ayuntamiento
organizaba rutas turísticas e invitaba a conocer en
persona a los héroes; los colegios acudían a los
combates con los profesores de historia dando las
lecciones en vivo; los cadetes de la Academia
General se daban baños de gloria y la ocupación
hotelera de todo el estado, incluso de estados fede-
rales limítrofes como Navarra y La Rioja, se
encontraba al cien por cien. Aún así, me sumí en
una pequeña depresión que me hizo pasar en cama
la primera semana de diciembre, sin querer abrir
los ojos ni aceptar la situación. Vanesa me decía
que era un primer síntoma de regresión a la niñez,
el gesto del niño que se refugia debajo de la manta

72
cuando ha hecho una travesura porque cree que, si
no la ve, no existe. Pero era difícil obviarla con los
espectros pasando por mi casa para acostarse con
la mujer. Finalmente, decidí intentar olvidarme y
hacer vida normal. O todo lo normal que permitía
la nueva situación.
Unos días más tarde, después de perder seis
kilos y pasar muchas noches en vela, me había
recuperado y, excepto cuando veía a las mujeres
rabiosas protestar por el ruido que no dejaba dor-
mir, casi no me sentía culpable de nada.
Aquél último día del año quise disfrutar un poco
de mi obra. En el programa del día había combates
de distracción por la mañana en la zona de con-
fluencia del Camino de las Torres y Miguel Servet,
de nuevo con una salida desde el reducto de San
José, y otra salida de las tropas sitiadas por la zona
del Portillo, con combates en el barrio de Delicias,
por la avenida Madrid y la avenida Navarra. Según
decía el librito publicado por el ayuntamiento,
aquellas fueron las salidas más exitosas de las rea-
lizadas en el segundo sitio y la de la zona de San
José venía descrita en el libro de Pérez-Galdós.
Decidí no acudir a esta última porque comenzaba,
en las Tenerías, a las siete de la mañana. A pesar
de todo me levanté temprano y pasé por la plaza de
Europa donde, en las calles que rondaban la anti-
gua puerta del Rey Sancho, la caballería, flanque-
ada por los curiosos de la época y los curiosos
actuales, se preparaba para salir a cubrir el flanco
derecho de los voluntarios de Huesca. El ataque
partía desde la zona de la Alfajería, se podía ver a
los diputados del gobierno federal, aposentados en

73
los privilegiados puestos de las ventanas del casti-
llo, observando la acción tal como lo hicieran dos-
cientos cincuenta años antes. Transcurría por el
barrio de las Delicias, por donde avanzaban los
granaderos de Palafox, apoyados por unidades sui-
zas, catalanas y de la guardia Valona. Un poco más
a la derecha, por la Avenida Navarra, como si estu-
vieran en un desfile militar, los voluntarios de
Huesca, se enzarzaban en una pelea con los fran-
ceses que trabajaban en la paralela de asalto. La
muchedumbre intentaba distinguir en el asalto a
Pedro Villacampa, su comandante, y estoy seguro
de que si las cámaras hubieran podido tomar imá-
genes de los espectros, no hubieran dudado en
abrazarle en medio del asalto para obtener un foto
con el personaje. Los voluntarios tomaron al asal-
to varias cercas que protegían la trinchera y los
franceses, sorprendidos en el trabajo, arrojaban las
herramientas de zapa y corrían despavoridos. Los
nuestros no dudaron en seguirlos, les tiraban y
luego remataban a la bayoneta a los heridos. Todo
muy épico y muy bizarro. Siguiendo el programa,
me acerqué a la Almozara, por donde el ejército
francés iba a intentar flanquear a los voluntarios y
se iba a trabar en combate con la caballería espa-
ñola. Costaba moverse entre la gente, a pesar de
que para los fantasmas todo era campo, los edifi-
cios y las calles para nosotros eran reales y no
podíamos atravesar sus muros. La marea humana
se encauzaba por el paso subterráneo de la antigua
salida hacia la autopista. Cuando llegué, comenza-
ba a pensar en realizar un proyecto de investiga-
ción de modo que, en lugar de a los combates, me

74
recorriese la ciudad transcribiendo las coplas y
jotas que cantaban los sitiados. Conseguí, dando
algún que otro empujón, situarme en una esquina
de la avenida Pablo Gargallo.
De repente, el comunicador comenzó a vibrar
en el pantalón. Para mi sorpresa resultó ser Pierre.
No tenía noticias de él desde hacía una semana. Lo
había dejado estudiando el resto de papeles que
contenían las cajas del Arzobispado. Creo que des-
pués de la experiencia, ambos necesitábamos dar-
nos un descanso. Abrí la comunicación y su rostro
apareció en la pantalla.
—¿Qué tal profesog?
—Ya ves, viendo como los paisanos les dan una
paliza a tus compatriotas. Ahora mismo les van a
desbarajustar las trincheras de la Bernardona.
Estoy en Pablo Gargallo pero está todo lleno de
gente, no se puede ni andar –añadí esquivando el
pie de un chiquillo que su padre sostenía en hom-
bros.
—Dentro de un mes, en ese mismo sitio, me
recuegda lo de la paliza, profesog...
—Venga, no te enfades. Danos la oportunidad
de disfrutar un poco… Bueno, ¿qué es lo que que-
rías? He estado dando vueltas a lo de la tesis y…
—Profesog, no es de la tesis. Es de la jota y todo
este follón. Creo que tenemos problemas.
—¿Problemas? Vaya, ya me he dado cuenta de
que hemos creado problemas –respondí observando
a mi alrededor cómo los escuadrones de dragones
de Numancia y los cazadores de Olivenza cargaban
a través de las calles del barrio de la Almozara–.
Unos cuantos problemas, sí…

75
El combate era espeluznante. Los dragones
habían chocado con dos escuadrones de caballería
francesa que acudían al auxilio de sus compañeros
emboscados en la trinchera. Los primeros disparos
de las armas de fuego hicieron caer algunos cuer-
pos en ambos bandos, luego salieron a relucir las
espadas y los contendientes lucharon cuerpo a
cuerpo. Se podía pasear entre el combate tranqui-
lamente, salpicando a tu lado la espuma que babe-
aban los caballos y la sangre despedida de los filos.
Los hombres agarraban con una mano las riendas
del animal y con la otra sacudían mandobles que
silbaban en el aire, desgarraban carne, cortaban
extremidades. Los gritos de los heridos desgarra-
ban las entrañas, caían del caballo agarrándose las
heridas por donde se les escapaba la vida, para ser
pisoteados por los que seguían peleando.
La guardias municipales se esforzaban por man-
tener el orden entre la gente para que no hubiese
heridos contemporáneos. El ser humano es muy
morboso. No nos vale con el lujo de poder disfru-
tar de un hecho histórico, necesitamos hacerlo par-
ticipando en medio, intentando tocar a los muertos.
Unos jóvenes se colocaban en mitad de la trayec-
toria de los sables subidos en unas estanterías.
Daban ganas de que ambas dimensiones coincidie-
ran de repente y la cuchilla les partiese por la
mitad. Salí del supermercado donde me había
metido para ver una parte del combate y me dirigí
hacia la zona de la avenida Madrid para observar
la retirada de los Voluntarios de Huesca.
—No profesog, no es eso. Problemas gandes.
Muy gandes –detrás de Pierre apareció una mujer

76
desnuda que podría ser, no sólo su madre, sino la
mía. La mujer se tumbó en la cama y comenzó a
sacarse un grano del hombro.
—Pierre, por favor, ¿puedes pedirle a esa mujer
que se vista? –el becario se percató de que la cáma-
ra del comunicador estaba mostrando a su amante
y giró sobre sí mismo pidiendo perdón–. A ver,
¿cómo de grandes son esos problemas?
—Tan gandes como que podemos mogirg todos.
Mige, he examinado bien la jota y no encontraba
nada salvo aquellos datos iniciales pego, de pron-
to, me puse a haceg tontegías y, ¿a que no sabe
qué?
—¿Cómo voy a saberlo?
—La jota es un palindrgomo.
—¿Un qué?
—Un palindrgomo. Esas palabras que se cons-
truyen con las letras iniciales de las frases de un
texto.
—¿Cuándo quedamos?
—Ahoga mismo si quiege.

* * *

Sentí perderme la brava retirada de los volunta-


rios pero aquella información daba un nuevo, e
inquietante, aspecto a todo el asunto. Quedamos en
el despacho de la facultad. Tardé más de media
hora en salir de la multitud que se agolpaba viendo
la batalla; cuando llegué, Pierre ya me esperaba en
la puerta. Le acompañaba su amiga la cantante.
Mientras ella se encontraba visiblemente mejorada
desde la última vez que nos habíamos visto, él

77
estaba pálido, como si la hembra madurita le
hubiese exprimido a conciencia.
El campus de la plaza San Francisco había sido
tomado por una unidad de retaguardia francesa
que había plantado sus tiendas allí. Obviamente,
en mi despacho estaban instaladas las letrinas.
Mientras Pierre desplegó el proyector, dos oficia-
les, claramente estreñidos, hacían fuerza para
desalojar el vientre. Encendió el proyector dimen-
sional y la imagen del documento se instaló en el
aire.
—Migue, vea, esta es la jota. Por extensión,
todavía se aprecian gasgos de copla e, incluso, de
romance. Precisamente su extensión tan amplia es
la que pegmite construig el palindrgomo. Vea...
El documento giró hacia mí, maniobrado por el
ratón de Pierre, y una marca roja delimitó el palín-
dromo. Era claro y obvio. ¿Cómo demonios se nos
podía haber escapado en las primeras lecturas?
Uno de los oficiales, ya terminado el encargo, se
limpiaba el trasero con tierra. Silbaba una tonadi-
lla de aires campesinos.
—Y migue bien, con la apaguición de mis com-
patriotas napoleónicos, hablando con ella –señaló
a la amiga que todavía no había abierto la boca– se
le ocuguió considerag las notas de la pagtituga
como un espacio cíclico, es decig, como dos di-
mensiones de espacio-tiempo. Entonces, se debe-
guía curvag de este modo –la partitura se dobló
como si fuese a juntar sus puntas para hacer una
retorcida figura de papiroflexia–... Esto haguía que
el palindrgomo siguiese por ésta línea magcada en
violeta. Lea, por favog...

78
Mis conocimientos de francés, aunque escasos,
en aquellos momentos fueron suficientes para tra-
ducir la frase.
—¿Pero esto cómo...? No entiendo... ¿Eso quie-
re decir que hemos viajado al pasado? A ver, explí-
came otra vez esto.
La chica se adelantó a Pierre y tomó el ratón.
Esta vez iba sin maquillar y llevaba el pelo recogi-
do en una coleta de la que se escapaban varios
mechones. Recordé que estaba haciendo el docto-
rado en física.
—No exactamente. A ver cómo se lo explico…
–permaneció unos instantes mirándome, valorando
cuánto tenía que descender en el nivel de la expli-
cación para que yo lo pudiese entender. Y si pre-
tendía hablar de física, era mucho descenso–. Mire,
uno de los principales problemas que tiene la cien-
cia es la medida de las cosas. ¿Usted es antropólo-
go, verdad? Voy a ponerle un ejemplo en su campo,
para que lo entienda. Imagine una tribu amazónica
que nunca ha tenido contacto con una persona de
nuestra civilización –asentí; eso, de momento, lo
podía comprender–. Esta tribu tiene un día a día
donde se reflejarán sus costumbres y sus ritos, que
es lo que el antropólogo quiere conocer, ¿verdad?
Bueno, pues imagine que para conocer esas cos-
tumbres y ritos, el antropólogo viaja hasta la tribu.
Lo que va a suceder es que la tribu, al recibir a una
persona totalmente desconocida, de perfil tan di-
ferente, se va a sentir amenazada o intimidada y,
probablemente, huya, o ataque al antropólogo. El
antropólogo podrá deducir que es una tribu no beli-
cosa o agresiva, pero ninguna de las dos cosas

79
serán ciertas totalmente ya que el comportamiento
observado no corresponde a su conducta en la vida
diaria sino a una actuación anómala frente a una
situación nueva. Lo que el antropólogo debería
deducir es que la herramienta de medida, él mismo
en este caso, interfiere en la medición de forma
que no puede conocer el resultado. ¿Sí?
Resultaba refrescante recibir una lección de una
chica tan joven. A pesar de que me estaba relatan-
do de forma básica el manual de comportamiento
de campo, permanecí callado a la espera de que
continuase su disertación. Si ya era difícil imaginar
a la cantante punky interpretando una jota, más
todavía era verla convertida en una eminente pro-
fesora de física teórica.
—Vale, vamos a bajar esto a la física… En físi-
ca, un sistema físico cual sea, en el ejemplo ante-
rior el sistema físico sería la tribu para que me
entienda, viene descrito por una función de onda,
que no es más que la ecuación matemática que des-
cribe su movimiento. O sea, contiene toda la infor-
mación del sistema puro. En la tribu, esa ecuación
podría ser una especie de programación semanal
de actos realizados con mayor asiduidad por los
diferentes miembros de la tribu, de modo que se
pueda saber que, por ejemplo, los miércoles a las
seis de la tarde tal miembro corta madera, tal otro
muele maíz y tal otro da de comer a las vacas. ¿Me
explico?
—Perfectamente. Si hubiera tenido una profe-
sora de física como tú, tal vez no hubiera odiado
tanto al pobre Einstein –Pierre, por su parte, no
quiero imaginar qué hubiera hecho en caso de

80
tener una profesora de física como ella. Por su
mirada tampoco era difícil de imaginar.
—Vale, pues esto quiere decir que si el sistema
permanece inobservado, en estado puro, sin inte-
racciones con el exterior, las soluciones de esa
ecuación permiten ver cuál ha sido el movimiento
del sistema, o sea el pasado, y cuál será su evolu-
ción en adelante, o sea el futuro. Volviendo a su
tribu, ese esquema semanal, como un horario de
colegio, nos permite saber dónde estaban y qué
hacían los miembros de la tribu en tal momento de
la semana pasada o qué harán y dónde estarán la
semana que viene –observó nuestra cara y decidió
proseguir–. Pero realmente esto no es exactamente
así porque esta función de onda es una ecuación
diferencial y no nos da soluciones concretas sino
que nos da posibilidades relativas de las diferentes
soluciones. Quiero decir que no tienen una sola
solución sino un conjunto de soluciones con dis-
tintas probabilidades de que ocurran –en ese mo-
mento nuestras caras no le permitieron continuar–.
No es tan complicado. Lo que trato de explicar es
que en el esquema semanal de la tribu, no todos los
miércoles cada miembro realiza las mismas tareas
exactamente a la misma hora. El miembro uno
puede cortar madera a la seis de la tarde, pero si un
día está enfermo, no lo hará, o puede que otro día
empiece a las seis y media… Lo que podemos
saber es que lo más probable es que esté cortando
madera, que es lo que suele hacer, pero puede que
esté haciendo otras actividades menos usuales.
Estas actividades son las diferentes soluciones, y
las que más realiza normalmente son las que más

81
probabilidad tienen de estar siendo realizadas si
vamos un miércoles a las seis a verle. ¿Sí, o ya es
muy espeso? Vamos a ver, si tu mujer va al gimna-
sio todos los martes a las seis, lo más probable es
que si le llamas el martes a las seis, no te coja el
teléfono porque esté haciendo deporte. Pero de
diez días que llames, tal vez uno salga tarde del
trabajo, o el gimnasio esté cerrado, o lo que sea, y
ese día te descolgará el teléfono. En este caso la
ecuación es su horario de gimnasio, las soluciones
serían dos, que sí esté o que no esté y las probabi-
lidades de cada una de ellas serán la relación entre
las veces que te descuelga o que no. ¿Ahora sí?
—Sí, ahora sí. Dicho de esta forma tan básica...
—Pero es que el concepto es así de básico. El
problema de la física son los instrumentos mate-
máticos, pero me repatea la gente que dice que no
entiende la teoría de la relatividad. Sería mejor
decir que con la televisión ya tiene bastante y que
pasa de todo lo demás…
Me hacía gracia que usara términos tan arcaicos
como teléfono, fuera ya del vocabulario desde
hacía casi veinte años, para referirse a los comuni-
cadores. Era como escuchar a una señora de sesen-
ta años.
—Bueno, pues frente a esta perspectiva, hay
tres formas de encararse. La primera es decir que,
si al intentar medir un sistema interferimos en su
función de onda, en su esquema semanal, entonces
no se puede conocer la naturaleza pura del sistema
puesto que las medidas sólo dan una solución del
sistema mezclado con el observador. Esto en física
se conoce como la interpretación de Copenhague y

82
fue defendido por Bohr y Heisenberg, los papás de
la física cuántica. Se resume en el famoso princi-
pio de incertidumbre: no se puede conocer a la vez
la posición y el momento, o la velocidad, de un sis-
tema. En el ejemplo de la tribu, se tendría que decir
que no se pueden conocer las costumbres de la
tribu porque, aunque el antropólogo se quede un
tiempo y le acepten, lo que observará no serán las
costumbres de la tribu sino las costumbres de la
tribu con un hombre blanco. Según esta teoría
podemos saber el recorrido realizado por el siste-
ma hasta su medida, el pasado, pero es imposible
conocer cuál será su nueva función de onda una
vez que se ha llevado a cabo la interacción. O sea,
no se puede conocer el futuro. ¿Sí? Vale, la segun-
da postura es decir que existe algo indefinible, que
no se somete a las leyes de la física, que mantiene
la esencia del sistema, su función de onda, a pesar
de la interacción con la medida. Esto se suele lla-
mar conciencia o alma. En la tribu querría decir
que, cuando aparece el antropólogo, los habitantes
le aceptan como uno más y siguen su vida normal
sin ningún cambio. En fin… Hay gente que defen-
dió en el pasado estas teorías. Y no hablo sólo de
religiosos, sino de matemáticos y todo… Bueno.
¿Seguimos? Y la tercera es lo que yo propongo que
nos está sucediendo. Hugh Everett fue un físico del
siglo pasado que dijo que en realidad, en cada
medida que se realizaba sobre el sistema, se daban
todas las soluciones, y éstas se desdoblaban en uni-
versos diferentes, paralelos e inobservables entre sí
–nuestra bocas se abrieron–. Para finalizar con el
ejemplo de la tribu, lo que quiere decir es que tras

83
la aparición del antropólogo, los habrá que huirán
y nunca regresarán, los que le atacarán y los que
continuarán llevando su vida como si nada pasara.
—Pero eso suena lógico.
—Es que es lógico. Esta teoría era perfectamen-
te compatible con la teoría de la relatividad aunque
no fue muy aceptada y Everett se retiró de la física
teórica tras el doctorado. Casi le fue mejor porque
se dedicó a la física aplicada en diversos campos y
se hizo millonario.
—¿Por qué no fue aceptada?
—Simplemente porque no era falsable, esto
quiere decir que no se podía refutar. Una de las for-
mas científicas de aprobar o refutar una teoría es
enfrentarla a hecho particulares y ver cómo sale
parada. Si yo digo todos los tigres tienen rayas, la
forma de comprobar si es verdad es encontrar un
tigre que no las tenga. En este caso, al postularse
los universos como inobservables entre ellos, esta
teoría no se puede enfrentar con un caso particular.
Pero de hecho una encuesta realizada a finales del
siglo pasado entre eminentes físicos desveló que la
aceptación de la teoría de universos múltiples de
Everett estaba más que extendida. Había gente
como Stephen Hawkings que la aceptaba, aunque
con ciertos matices…
—Entonces, tú dices que lo que tenemos enci-
ma, o debajo, o donde esté, es un universo paralelo.
—Más o menos. Según esta canción el amante
de la mujer muere en el sitio, ¿no es así? Mientras
el hecho de que este hombre muriera no ha sido
estudiado ni observado, el sistema ha seguido
rigiéndose por la solución más probable de su fun-

84
ción de onda, y es que ese hombre muriera en el
combate. Pero al encontrar nosotros la jota y dar a
conocer el hecho, hemos interaccionado con ese
sistema de forma que se crearon los universos
paralelos con cada una de las soluciones: que
sobreviviera, que quedase herido… En fin, todas…
Lo que propongo es que esa partitura ha consegui-
do combar el universo alternativo donde el amante
continuaba vivo hasta hacerlo colisionar con el
nuestro. De esta forma, la mujer continuará en ese
universo al lado de su amante. Imaginad dos rectas
paralelas en las que a una de ellas le sale una barri-
ga y toca a la otra.
—Pero ¿cómo ha podido suceder eso? –pregun-
té totalmente desconcertado.
—Eso no lo sé. No entiendo por qué mecanis-
mos… Es realmente sorprendente este hecho, pero
la tonadilla, la letra, o las dos cosas conjuntamen-
te, han conseguido la curvatura. Parece como si…
No sé… Como si esa jota fuese la brújula del uni-
verso.
—Bueno –dijo Pierre–, entonces no es tan gave.
Simplemente tenemos que espegag que pase el
momento de la muegte del oficial y ambos univer-
sos comenzarán a sepagagse. ¿No?
—Bueno, sí. Así es. Pero hay una dificultad.
¿Qué pasa cuando dos coches chocan? –apoyó la
afirmación con un gesto gráfico al golpear ambas
manos–. Pues, imaginad qué sucederá cuando coli-
sionen los dos universos. La energía que se des-
prenderá de semejante colisión es incalculable.
Será millones de millones de veces más grande que
una explosión nuclear.

85
—Eso quiere decir... –no pude terminar, las
palabras se cerraron en mi garganta.
—Eso quiegue decig que moguiguemos todos.

86
Capítulo 9

E L M A R I S C A L Lecosier permaneció en Zara-


goza. Con asiduidad le pedía a Gracia-Valen-
tín que le acompañase: asistían en silencio y sole-
dad a las pequeñas muertes que únicamente el
hombre parecía conocer. Daban una vuelta por los
asaltos fechados por la Historia, donde los habi-
tantes del siglo XXI acudían como si fueran a una
sala proyección tridimensional. Los padres toma-
ban a los hijos en los hombros, la muchedumbre
jaleaba a los combatientes, se recuperó la vieja
costumbre de comer palomitas de maíz y, dado el
frío existente, castañas asadas que se guardaban en
cucuruchos de papel de estraza. Era notable cómo
los fantasmas se podían ver, cada día que pasaba,
con mayor nitidez. Ya no eran sombras coloreadas
que se confundían con la niebla de ese invierno;
en esos momentos se podían distinguir tan clara-
mente como al propio vecino. Bajando de los
transportes públicos, a veces se esquivaban ener-
gías sin cuerpo al confundirlas con otros viandan-

87
tes actuales. Eran gente. Sin carne ni hueso, pero
gente.
El viejo general parecía tener sus propios libros
de Historia, sus propias leyes, su propio camino
por recorrer. Conocía todos los rincones donde los
lobos acudían a morir, o donde no les quedaba más
remedio que hacerlo. La ceremonia siempre era
parecida: después de un vistazo general al progra-
ma preparado desde el ayuntamiento, el mariscal
sacaba el viejo mapa y señalaba un punto. A veces
no era fácil encontrar el lugar exacto y se perdían
por la maraña de callejuelas, buscando de local en
local, pidiendo permiso a los dueños de los esta-
blecimientos, que les miraban, con sus uniformes
–porque el mariscal siempre quería vestir unifor-
me–, como si fuesen dos locos. Otras veces tenían
que esperar en un lugar determinado largo tiempo
hasta que sucediese lo que esperaban; otras veces
no ocurría nada y no sabían si habían errado el
lugar o el tiempo. Normalmente, solían ser escenas
de gran valor como el cruce del Ebro del capitán
Henri, o actos de compañerismo extremo, o hero-
ísmo privado, solitario, sin focos ni miradas de
admiración, ni del siglo XIX ni del XXI.
El mariscal debía tener una deuda con alguien o
algo, tal vez con él mismo, con lo que fue, con lo
que no pudo o no se atrevió a ser, porque en cada
ocasión se colocaba ante el cadáver del protago-
nista, o frente al protagonista si permanecía vivo, y
se cuadraba dando tres taconazos, rindiendo hono-
res militares. En una ocasión, cuatro paisanos en el
refugio del Pilar vieron que los obuses habían
abierto una brecha en sus muros. Sin pensárselo

88
corrieron a levantar de nuevo los adoquines y los
sostuvieron con su propia espalda, aguantando
metralla y pólvora, para que el enemigo no viese
un lugar donde dirigir el asalto. Finalmente, otro
cañonazo de la batería francesa número 10 volvió
a abrir la brecha y los valientes quedaron sepulta-
dos. Sin falta, otros corrieron a ocupar su sitio.
Gracia-Valentín, en los ojos del mariscal vio como
caía una lágrima mientras saludaba a los bravos
españoles. La gente que pasaba, cargada con las
compras del inmenso centro comercial que tenía
dos cañones en su puerta para conmemorar el lugar
que ocupó el reducto, acostumbrados a los comba-
tes, le miraban con suficiencia y curiosidad, como
el que mira a alguien que habla solo.
A la comandante le gustaba ese mundo de
pequeñas derrotas que se había creado el mariscal.
Un espacio donde cada hombre se enfrentaba a sí
mismo. En ese mundo no había refugio en la mul-
titud, en la columna de asalto, no se podían cerrar
los ojos con la desesperación colectiva para
enfrentarse a la muerte; en ese mundo se miraban
de frente las cuencas vacías de la calavera, en
silencio, y escuchabas el silbido de la guadaña a
través del aire antes de cortar tu cabeza. Era el
mundo de los valientes y los desesperados.
Gracia-Valentín no se dio cuenta de que se
había enamorado de él hasta que se sorprendió pre-
guntándose cuantos años le sacaría. Después de su
tercer divorcio, afectivamente, se había quedado
vacía, con la sensibilidad de un trozo de carne que-
mada. Tan sólo la posibilidad de entablar una con-
versación con un desconocido le provocaba un

89
cansancio infinito. En ese aspecto, el ejército era el
puesto de trabajo que te daba la coartada más sóli-
da. El uniforme era un parapeto que se podía hacer
inexpugnable si se sabía defender bien. Por ese
motivo, cuando invitó a Lecosier a una cena infor-
mal se azoró y las palabras le salieron desordena-
das. Él la miró un largo segundo que la hizo sen-
tirse torpe. Finalmente, con su acento cercenado,
aceptó.

* * *

El día anterior había caído el convento de San


José. La artillería había castigado sus muros desde
el día anterior y, a las tres de la tarde, los asaltan-
tes tomaron posiciones. Se lanzó al asalto un bata-
llón dividido en tres columnas. El convento, situa-
do en el inicio de la actual calle Jorge Cocci,
llevaba resistiendo los bombardeos veinte días por
lo que apenas quedaban unos muros que se levan-
taban sobre escombros. Su defensa estaba al
mando de Mariano Renovales, quien ordenó la
retirada de todos los hombres a la ciudad cuando
comprobó que corrían el riesgo de quedar cerca-
dos. A pesar del valor de los defensores, que
aguantaron el asalto casi hasta la medianoche, la
huida fue caótica y en ella se olvidaron de volar un
puente de madera que saltaba el parapeto, lo que
provocó la rápida penetración de los franceses en
el interior. El valor de la treintena de hombres que
cubrieron la retirada no impidió que los franceses
tomasen las ruinas en las que se había convertido
el convento. La huída desordenada de los aragone-

90
ses provocó que muchos murieran cruzando el río
hacia la seguridad de las murallas por los certeros
disparos de los franceses. Los cuerpos quedaban
flotando, amarrados a las cañas de las orillas,
mientras el agua se tornaba roja.
Lecosier acudió vestido de paisano, parecía
salido de un siglo atrás. No vestía como un abuelo
pero podía verse que era un hombre que no se lle-
vaba bien con el paso del tiempo. Gracia-Valentín
había comprado esa misma mañana un vestido de
noche negro, con un escote breve pero intenso, de
gran aceptación entre el género masculino como
pudo comprobar por las miradas que el conductor
del taxi le dedicó por el espejo retrovisor. Hay una
edad en las mujeres que hace que el tiempo se
estanque y su belleza igual puede resultar atractiva
a los ancianos como a los jóvenes, es esa edad en
la que ya no les preocupa qué se puede leer en sus
ojos.
El Mariscal le esperaba en la puerta del restau-
rante en posición de descanso. Su espalda perma-
necía recta y su mentón algo alzado, en el gesto
que su amada Legión había atravesado, a paso de
marcha, los campos de Indochina o los desiertos de
Argelia. Sonrió al reconocerla, se acercó y le ofre-
ció el brazo. A la mujer le hizo gracia el anticuado
gesto. El restaurante era íntimo, acertado. La con-
versación fue viscosa al principio. Alejados de los
uniformes, incluso las miradas no sabían dónde
posarse. No se hubieran sentido más desvalidos si
hubieran estado desnudos. Conforme fluyó el vino,
la noche tomó confianza. Hablaron de Renovales,
de su muerte en Cuba ayudando a los independen-

91
tistas de la isla; de los fantasmas y las teorías que
desgranaban los diarios al respecto, del ejército, de
la ciudad y, finalmente, de ellos mismos.
Lecosier tenía la férrea disciplina del creyente,
el primer vistazo disimulado a los pechos de la
comandante no llegó hasta los postres. Gracia-
Valentín se sintió orgullosa.
—¿Pog qué? –preguntó el Mariscal después de
una cucharada de helado.
—¿Por qué qué?
—La cena. ¿Cuál es el motivo?
Ella se sintió desguarnecida. No esperaba un
ataque tan directo. Hubiera imaginado una velada
larga, unas copas, un paseo, un roce y, luego, ya
rotas las defensas, ropa interior tirada en el suelo y
un cuerpo al que abrazarse en la cama. Ahora toda
su estrategia se venía abajo. Ella no estaba prepa-
rada para coquetear, no le salía el disimulo, la
mentira sugerida. Pasó unos instantes buscando
una respuesta en el fondo del sorbete pero no la
encontró. Decidió decir la verdad, después del
todo el hombre era su superior.
—Quería estar con usted. En fin… Ya sabe… Ya
sé que últimamente pasamos juntos mucho tiempo,
pero no de ese modo –le miró a los ojos. Allí, en la
profundidad alguien sonreía. Tal vez no fuera el
Mariscal, pero rebuscando allí dentro había
alguien que le esperaba. Aquella pregunta no había
sido un asalto, había sido una proposición. Ya no
tuvo miedo–. Bueno, quería acostarme con usted.
El Mariscal rió ruidosamente pero ella no se
sintió ofendida. Había algo de niño, algo de prohi-
bido en aquellas carcajadas.

92
—No sale usted con hombres a menudo, ¿veg-
dad? –Gracia-Valentín negó con la cabeza–. No se
preocupe, yo tampoco lo hago con mujegues –el
Mariscal la tomó de la mano y permaneció mirán-
dola con la sonrisa todavía viva en su rostro–. Es
agradable estag con usted. Usted entiende.
—¿El qué?
El hombre se encogió de hombros.
—Usted entiende.
—Pues creo que ahora no estoy entendiendo
nada…
El Mariscal volvió a reír.
—Le debo una sinceguidad. Yo también deseo
acostagme con usted.

93
Capítulo 10

V ANESA trabajaba en el viejo hospital Royo


Villanova como fisioterapeuta. De hecho, ese
fue el lugar en el que nos conocimos. A los dieci-
nueve años tuve un accidente de coche, me rompí
la cadera y una rodilla. Ella hacía las prácticas del
último año de la carrera y se encargaba de mi tra-
tamiento de recuperación todas las mañanas. Debo
reconocer que, en aquella época, ella sólo era el
monstruo que cada mañana, bien temprano, me
torturaba sin piedad para ganar unos grados de fle-
xión a la pierna. Unos ejercicios dolorosos que me
arrancaban lágrimas. Para los morbosos, añadiré
que ni siquiera podía verla con deseo. Todo ocurrió
dos años más tarde cuando la encontré en un bar,
con un grupo de amigas. Me lancé a sacarla a bai-
lar en mitad de una intoxicación alcohólica. Aque-
lla noche estaba siendo un desastre, mis amigos me
habían cambiado por tres muchachas de no sé qué
pueblo, y yo vagabundeaba entre cubata y cubata
buscando un puerto donde atracar. Su cara me sonó

95
conocida así que ni lo dudé, me acerqué tambale-
ante a decírselo. Como contestación, simplemente
me preguntó cómo andaba mi pierna. En este
punto las versiones de Vanesa y la mía difieren. Yo
cuento que la reconocí y, para demostrarle lo bien
que había realizado su trabajo, la saqué a bailar y
me mareé por el calor. Ella siempre dice que, de
repente, me entraron arcadas y me tuvo que ayudar
a vomitar todo el alcohol que había tomado.
Bueno, la cuestión es que al día siguiente me llamó
para ver cómo me encontraba y desde entonces
hasta ahora.
Hace unos años, cuando instauraron la jornada
de treinta horas, decidió sacarse la carrera de medi-
cina sin prisa, sin tensiones, simplemente para
saber más. Yo la apoyé. Ahora está en el tercer
curso y el otro día vino de la clase profundamente
afectada. No saludó alegre al abrir la puerta, tal
como era su costumbre. Se quitó el abrigo y la
bufanda y corrió a abrazarse a mí como si le falta-
se la piel y necesitase de la mía. Me levanté del
escritorio y fuimos al salón. Le pregunté qué suce-
día. Me miró lentamente, con esos ojos que desha-
cían mi rostro en partículas elementales, y me dijo
que habíamos nacido en una buena época. Que
habíamos nacido en una buena época y que era
maravilloso estar viva.
No era habitual, Vanesa tenía más propensión a
la risa que al llanto, pero en aquél tipo de momen-
tos, lo más adecuado era abrazarla y guardar silen-
cio, permitir que su caos interior se ordenara y
pudiese hablar. Estuvo casi una hora con el rostro
hundido en mi regazo mientras le acariciaba la

96
espalda. De todos modos, ¿qué hubiera podido
decirle? ¿Que disfrutase de estar viva, que le que-
daba ya muy poco? ¿Que en un mes estaríamos
todos muertos por la maldición de una amante ren-
corosa? Desde que habíamos descifrado el mensa-
je de la canción, cada asalto francés con éxito, cada
fortín que caía, nos acercaba más a nuestro fin. La
resistencia de Zaragoza era más nuestra que nunca.
Los zaragozanos del siglo XIX no resistían sólo
por sus vidas, luchaban también por las nuestras; a
pesar de que la gente del siglo XXI no fuera cons-
ciente de ello y siguiera viviendo el asunto como
una feria. Pero dicha resistencia tenía fecha de
caducidad. El veintiuno de febrero todo habría aca-
bado.
Hacía quince días del descubrimiento de Pierre
y todavía no había sacado fuerzas para contárselo
a nadie. Me entraban ganas de llorar también a mí.
Observé como Carmen aireaba la cama y tensaba
las sábanas. Ayer los franceses acababan de tomar
el reducto del Pilar, totalmente convertido en rui-
nas. Sobre sus escombros los franceses estaban
haciendo una tercera paralela para proteger la arti-
llería que dispararía a bocajarro sobre las murallas.
Todo el mundo se preparaba para la defensa de la
ciudad casa por casa. Se construían barricadas en
las calles, se cavaban zanjas, se reforzaban las
tapias. Los lugares que no podían ser defendidos se
quemaban para evitar que los asaltantes los apro-
vechasen. El humo, ya fuera de estos incendios, ya
fuera de los cadáveres que se incineraban en fosas,
cubría la ciudad y, afortunadamente, no se podía
oler. El hambre comenzaba a hacer efecto y ya

97
nadie tenía esperanzas de salir vivo de la ciudad, ni
ganas de echar un casquete con Carmen.
—Me da pena esa pobre –dijo Vanesa rompien-
do el silencio donde amortiguaban el estruendo de
la artillería–. Yo creo que ha adelgazado, ¿verdad?
–se incorporó. Sobre mi tripa quedó su calor,
extinguiéndose lentamente.
—Sí.
—¿Crees que saldrá viva de esto?
—No sé. Ya lo veremos. Espero que sí.
—Yo también. Le estoy tomando cariño. ¿Tú
crees que ella podrá vernos?
—No lo creo. No parece muy afectada por nues-
tra presencia.
—Hoy hemos estado visitando los hospitales.
—Y, ¿por eso estás así?
Asintió.
—Hemos estado en el de la Misericordia y en el
de Convalecientes, que se encuentra en el antiguo
hospital provincial. Allí, de nuestra época no
puede vivir nadie –se volvió a introducir en mi re-
gazo–. No lo entiendo, no comprendo a ésta gente,
cómo pueden aguantar con esa cabezonería, muer-
tos de hambre, muriéndose en las esquinas... Hemos
ido con el profesor a dar una vuelta para ver los
métodos quirúrgicos. Eso es el infierno. ¿No has
ido, verdad? –negué, ni se me pasaría por la cabe-
za–. Están tirados sobre puñados de paja, sin man-
tas ni cobijas con el frío que hace. El tifus... Tosen
sangre hasta la muerte. Los sanitarios están total-
mente desbordados y apenas hacen más que sacar
a los muertos y poner en su lugar nuevos. No tie-
nen agua, ni comida. Muchos tenían los labios cor-

98
tados... He visto heridas infectadas de una forma
horrible y no tenían nada para limpiarlas. Los ciru-
janos... ¡Pobres! Hacen lo que pueden. Igual que
unas monjitas que no paraban, sin ser capaces de
poco más que darles un breve consuelo antes de
palmarla. ¿Sabes qué es lo peor? Los gritos. Chi-
llan y chillan, y los gritos se cuelan por tu sangre y
resuenan en tus venas y, cuando sales, los gritos se
han instalado en tus entrañas y te rajan por dentro.
No los tengo en la cabeza, los tengo aquí –señaló
la tripa hundiéndosela con un dedo–, acuchillando
el alma. ¿Por qué resisten? ¿Por qué ese empeño?
Los franceses no pueden ser más crueles que esto.
Si, además, luego les viene el Fernando VII que va
a matar a los que sobrevivan...
Carmen había pasado a la cocina.
—Imagino que resisten por continuar siendo lo
que son. Por no cambiar. Supongo que creen que lo
hacen por su país, por sus vidas, por sus hijos. De
alguna manera, imagino que lo hacen por nosotros.
Vanesa me levantó el pijama y me besó el vien-
tre.
—Sea como sea, hemos tenido suerte, hemos
nacido en una época afortunada: la época de la
anestesia.

99
Capítulo 11

E N L O S C O M B AT E S del gran asalto francés del


veintisiete de enero, destinado a tomar Santa
Engracia y Santa Mónica, no acudió mucha gente.
Dos meses después de la aparición de los fantas-
mas, los ciudadanos del siglo XXI ya no sentían
interés ninguno. Eran niños cansados del juguete.
El ruido permanente y la constante violación de
intimidad, habían hecho que el centro de la ciudad
quedara desierto. También, la coincidencia de los
universos se extendía y alcanzaba a la mitad del
planeta. Ya no hacía falta viajar a Zaragoza para
ver a los antepasados. El resto de la península vivía
la ocupación francesa; en Europa no andaban mejor.
En África, sin embargo, todavía no había llegado
la época colonial más dura y los pocos supervi-
vientes de las guerras actuales debían mirar con
nostalgia aquellos siglos pasados.
El día anterior, el veintiséis, las trece baterías de
los asaltantes abrieron fuego contra los muros de la
ciudad. Cincuenta bocas que abrieron el cielo, el

101
suelo retumbó y los pechos se estremecieron. El
rumor del bombardeo se escuchó en kilómetros a
la redonda. Fue un día de niebla y humo, con figu-
ras difusas que hurtaban la muerte con el rostro
pálido y sudor resbalando por la espalda a pesar
del frío. Ese día murió el coronel Sangenis en su
puesto de combate, la batería Palafox, mientras
observaba cómo las compañías de asalto enemigas
esperaban que se abriera una brecha para abalan-
zarse sobre ella. Esa noche cayó el molino de Goi-
coechea, en el actual parque Bruil. Al día siguien-
te, tres columnas fueron lanzadas al asalto contra
el monasterio de Santa Engracia, el de Santa Móni-
ca y las posiciones de la batería Palafox.
El mariscal Lecosier y la comandante Gracia-
Valentín acudieron a varios combates. El monaste-
rio de Santa Mónica estaba situado al lado del de
San Agustín, que luego fue cuartel y, finalmente,
centro de interpretación de Historia. La columna
francesa fue detenida por los voluntarios de Hues-
ca que mandaba Pedro Villacampa y la obligaron a
retirarse después de haber aguantado el fuego bien
disciplinados. Había que reconocer las agallas de
aquellos hombres barbudos, sucios, flacos que
atravesaban el Huerva helado con el agua a la cin-
tura, se lanzaban contra un muro de cuatro metros
y permanecían allí, expuestos al azar y a todos los
metales que les tiraban, hasta que recibían la orden
de retirada. El camino de ida y vuelta quedó jalo-
nado de uniformes azules y verdes que ya nunca se
levantarían.
Después, pasaron por el ataque a la batería Pala-
fox cuando los franceses ya habían practicado la

102
brecha y tomado las casas de la calle Pabostre,
actualmente llamada Manuela Sancho. Precisa-
mente, la comandante quiso ver a la mujer que
había personificado la defensa de la calle Pabostre.
Como para todos los héroes del sitio, el ayunta-
miento informaba en tiempo real, usando paneles
anunciantes, del lugar donde se encontraban para
que los turistas pudieran acudir a verlos. La halla-
ron en una habitación, haciendo fuego a un grupo
de franceses junto a otros seis soldados de los dra-
gones de Numancia. Se disparaban de habitación a
habitación. Los espacios estaban llenos del humo
oscuro de la pólvora que se pegaba a las gargantas
y los defensores llevaban pañuelos mojados sobre
el rostro para protegerse. De repente, uno de ellos
salió a hurtadillas, reptando hasta el tabique desde
donde los franceses disparaban, y les introdujo una
granada. Se escucharon blasfemias en francés y
pasos a la carrera. La granada explotó sin matar a
ningún enemigo pero los defensores reconquista-
ron otra habitación y siguieron haciendo fuego
contra los mismos asaltantes, que ahora se protegí-
an en el hueco de la escalera.
—¿Sabes que esta mujeg permanecegá sepulta-
da junto a un montón de cadávegues, heguida en el
vientre? Nunca pudo teneg hijos.
La comandante posó disimuladamente una ma-
no sobre su vientre. Recordó las discusiones con su
segundo marido, la ocasión que lo encontró lloran-
do en la cama, maldiciendo de toda la ciencia que
había logrado poner al hombre en Marte pero era
incapaz de arreglar una matriz estéril. Aquella
noche, ella salió de casa sin hacer ruido y durmió

103
en el cuartel. A la mañana siguiente pidió el divor-
cio. Observó unos segundos más a Manuela San-
cho. Vestía la típica falda negra de campesina y
una blusa que alguna vez fue blanca pero que
ahora lucía gris, manchada de sangre propia, de
sangre de los compañeros y de sangre enemiga.
Aquella blusa era como una fosa común, no hacía
distinciones.

* * *

Para la toma de Santa Mónica, el alcalde prepa-


ró otra comida conmemorativa. El mariscal fue
invitado como representante francés ya que el
resto de políticos y diplomáticos aludieron dife-
rentes compromisos para no acudir. La colisión de
universos se estaba extendiendo al resto del mundo
y la mayor parte del planeta tenía totalmente defi-
nido, con una visibilidad perfecta, el universo que
le correspondía doscientos cincuenta años antes.
La comandante también fue invitada, con el honor
de sentarse en la misma mesa que el organizador.
A pesar de que la invitación decía que era un acto
informal, la mujer se vistió con el uniforme de
gala. No tenía la más mínima intención de sentar-
se cerca del alcalde vestida de civil. El solo hecho
de imaginar tal situación le provocaba nauseas.
En esta ocasión la tribuna se dispuso en la calle
Asalto de forma que se pudo ver con claridad el
derrumbe de una parte del edificio de la iglesia.
Los fantasmas habían ganado en nitidez. En su
interior quedaron sepultados centenares de defen-
sores. Tres días de bombardeos habían debilitado

104
la vieja estructura y, tras el desplome del muro
defensivo que los defensores habían sustituido por
barricadas, se vino abajo. Aquello hizo que el bata-
llón de voluntarios de Huesca quedase realmente
mermado y que los hombres restantes pasasen al
vecino convento de San Agustín para continuar la
defensa. Cuando los franceses consiguieron entrar
en el recinto únicamente quedaban escombros,
polvo y cadáveres.
—Éste es un momento clave –le dijo Lecosier a
la comandante–. Mis compatriotas creían que la
ciudad se guendiguía al caeg los mugos. Nunca
imaginagon, después de tomag San Agustín, que
les costaguía casi un mes alcanzag la plaza de la
Magdalena. A pagtig de aquí la guega ya no ten-
dría leyes, ya no se daguía cuagtel… Ega el tiem-
po de combatig como gatas.
La comida fue en el restaurante de un amigo del
alcalde, cercano a la plaza de Aragón. Antes de
acudir pasaron por la iglesia de Santa Engracia
para ver cómo Renovales, de nuevo, hacía de las
suyas e impedía a los franceses avanzar un palmo
más allá de las huertas donde se encontraban.
El mariscal fue colocado en una mesa diferente
y Gracia-Valentín se quedó sin refuerzos frente a
las miradas concupiscentes del alcalde. Durante el
primer plato, todo fue tolerable. El restaurante está
situado sobre una antigua trinchera francesa que, al
ocupar éstos ahora parte de la ciudad vieja, estaba
desocupada. A su derecha tenía al industrial que le
presentaron la otra vez y cuyo nombre no recorda-
ba. Éste le rellenaba el vaso de vino tan pronto se
acababa. La comandante pensó que siempre era

105
una mala estrategia intentar emborrachar a un mili-
tar, sea éste hombre o mujer. Cada vez le costaba
más mantener las tachuelas que le colocaban la
sonrisa, de vez en cuando se daba la vuelta bus-
cando al Mariscal y éste le guiñaba un ojo. Aque-
lla complicidad le ayudaba a sobrellevar la conver-
sación estúpida y cruel. Mientras el alcalde hacía
cuenta de cómo la ciudad llenaba las arcas gracias
al fenómeno, tal como denominaba a los apareci-
dos, ella recordaba las lágrimas del mariscal, des-
pués de hacer el amor, cuando miraba por la ven-
tana el resplandor de los incendios de la vieja
ciudad reflejándose en las aguas muertas del Ebro.
—Unos mueren para que otros vivan –sentenció
el industrial al tiempo que rellenaba el vaso de la
comandante una vez más–. Tome, si éstos hubieran
tenido este vino, los franceses nunca hubieran
tomado esta maldita ciudad –dijo con un movi-
miento de cabeza que indicaba la calle.
Gracia-Valentín se bebió el vino de golpe, con
sus pupilas fijas en las del otro, y lo dejó sobre la
mesa firmemente, con un golpe seco que estable-
ció una duda en el industrial. El hombre enseguida
reafirmó sus gestos de serpiente.
—Así me gusta –declaró–. A lo militar.
—No, creo que se equivoca. Los militares no
beben de golpe. Matan o se dejan matar de golpe.
Como los muchachos que aguantan ahí fuera sin
este vino. Los unos y los otros.
El empresario no pudo responder porque uno de
los guardaespaldas del alcalde irrumpió en la sala
con paso firme y cuchicheó algo al oído de su pro-
tegido. Éste sacudió la mano como si espantase

106
moscas y, justo en el momento que el guardaes-
paldas volvía hacia la puerta, un hombre entró
corriendo en la sala, perseguido por otro. Todas las
cabezas se dirigieron hacia él. El tipo vestía un
correcto traje de grandes almacenes y parecía ago-
biado. Al ver al guardaespaldas que le impedía el
acceso al alcalde comenzó a gritar a la vez que se
escurría entre las mesas.
—Señor alcalde, perdóneme. Soy Emilio Alza-
dora, soy profesor de antropología. Tengo algo que
decirle de estas apariciones. He estado estudiándo-
las –estaba situado justo detrás de la mesa del ma-
riscal y los dos guardaespaldas avanzaban hacia él,
uno por cada lado. Al verse sin escapatoria, hizo
un gesto de impotencia y saltó por encima de la
mesa–. Escúcheme, las apariciones son debidas a
la colisión de dos universos… Vamos a morir to-
dos… –entraron otros dos policías, el hombre se
arrojó hasta llegar al alcalde.
—No me haga daño, se lo suplico –chilló éste
aterrado cuando el hombre le cogió del brazo.
—Hágame caso, hay que detener a los univer-
sos. Esto viene por la maldición de una mujer que
escribió en una jota, pero se puede detener… Ahora
mismo hay una chica haciendo cálculos…
No pudo explicar más, dos policías se le tiraron
encima y lo inmovilizaron en el suelo sin que opu-
siese ninguna resistencia. El alcalde estaba tan ate-
rrado que la sangre se le había retirado de la piel.
Tenía los ojos enrojecidos. Se llevaron al tipo a
empujones, esposado, mientras gritaba que morirí-
an todos si no le hacían caso. Se cerraron las puer-
tas del salón y los gritos se oyeron arrastrados por

107
el pasillo. Un par de personas se acercaron al alcal-
de como si hubieran intentado asesinarlo.
El industrial permanecía agarrotado, con las
manos rodeando todavía la botella.
—Está claro –le dijo la comandante– que los
hombres de esta mesa, incluso con este vino, hubie-
ran rendido la ciudad sin que el enemigo hubiera
gastado una sola bala.
Luego, se levantó, arregló una inexistente arru-
ga de su pantalón verde y salió del comedor apro-
vechando la confusión. Detrás de ella pudo escu-
char la cadencia rítmica del paso de marcha de la
Legión francesa.

108
Capítulo 12

L O R E C O N O Z C O,me entró el pánico. Decidí,


sin consultarlo con Pierre ni con la chica, bus-
car ayuda. Si el mundo iba a explotar, no creía que
una becaria de física y dos antropólogos ineptos
fuesen la mejor opción para tratar de evitarlo. Lle-
vábamos toda la semana buscando soluciones que
no encontrábamos. Probamos a doblar virtualmen-
te la partitura en otros palíndromos, con otras
dimensiones, a cantarla al revés… Nada funcionaba.
Las defensas de Zaragoza caían una tras otra. Los
franceses estaban a punto de entrar en la ciudad.
No pude contenerme más. Intentaba llevarlo en
secreto para no alarmar a Vanesa. Cada noche que
nos acostábamos se me escapaba el sueño. Así que
me resolví: airearía la situación. Pediría auxilio.
Sin embargo, todo resultó más complicado de lo
que había pensado: me echaron de las redacciones
de los periódicos, compañeros catedráticos se rie-
ron de mí y la policía amenazó con llamar a la uni-
dad de psiquiatría si no dejaba de molestarlos.

109
Acudí a ver al alcalde, esperé seis horas pero no
me recibió. A nadie le importaba que el mundo
fuese a terminar. La inercia de la vida parecía,
paradójicamente, dirigirse hacia la muerte. En casa
medité sobre el asunto mientras tomaba un café.
Era imposible hacerse escuchar. Vivíamos en una
sociedad sorda. Entonces, se me ocurrió la idea.
Para que un sordo te escuche, únicamente tienes
que gritar. Busqué en la red un acontecimiento
donde acudiese el alcalde y encontré que después
de la toma de Santa Mónica tendrían una comida.
Allí aparecería yo. Delante de los políticos; no les
quedaría más remedio que escucharme.
Pero las cosas no fueron como había pensado.
Desde que una compañera de clase, en primaria,
me tocó el pene y consiguió mi primera erección,
no me había sentido tan extraño como cuando
aquellos dos militares, la mujer y el hombre fran-
cés, me sacaron del coche de la policía municipal
que se disponía a llevarme a los calabozos.
Llegué al restaurante y un policía me retuvo al
entrar en el salón donde comía. Reservado, me
dijo, no es posible el paso. Pedí hablar con el alcal-
de, les expliqué que era un familiar suyo, que una
tía estaba muy enferma… Dudaban, las desgracias
siempre parecen más creíbles cuando tienen un
rostro detrás. Finalmente, uno de ellos, entró a
consultar con el alcalde y, en ese momento, apro-
vechando un despiste del otro, me introduje gritan-
do en el salón.
A los policías no les sentó bien que me escapa-
ra y consiguiera llegar hasta el alcalde. Imagino
que dejé en evidencia su capacidad para guardar la

110
espalda, o cualquier otra arista, de su protegido. A
mí, tampoco me había hecho gracia que el alcalde
creyese que le iba a agredir; y mucho menos, que
me dejasen luego solo con los dos policías. No hay
nada más vengativo que un funcionario del orden
herido en su orgullo.
Me retorcieron el brazo hasta que aullé de dolor,
me esposaron y me empotraron varias veces contra
la pared, de modo que cuando me subieron al co-
che, el cerebro parecía rebotar de una pared a otra
del cráneo.
—¡Sube, listo! –dijo el más bruto de ellos em-
pujándome al asiento trasero.
En el momento que iban a arrancar, el mariscal
francés detuvo el auto. Se situó delante y apoyó su
mano en el capó. El frenazo me envió contra los
asientos delanteros. Éstos, al menos, estaban acol-
chados.
—¿Pero qué leches…? –maldijo el conductor–.
Y éste ¿qué tripa se le ha roto ahora?
La mujer de uniforme, con el pecho inundado
de medallas, golpeó la ventanilla con los nudillos.
Cuando los policías bajaron el vidrio, se presentó:
—Buenos días, agentes. Soy la comandante Ce-
cilia Gracia-Valentín. Éste es el mariscal Lecosier.
Venimos de parte del alcalde, nos llevamos a este
tipo a la comandancia. Creemos que podría tener
cierta información relevante.
—¿Éste? –inquirió despectivamente el copilo-
to–. Si nos lo dejan diez minutos, tendrán toda la
información, la relevante y la que no, que deseen.
Si quieren, vengan con nosotros.
La comandante sonrió como una loba ante el

111
cuello de quién le ha matado los cachorros. Aque-
lla sonrisa me dio un escalofrío.
—Creo que no me he explicado correctamente,
agente. Me gustaría que nos dejase este hombre a
nosotros. Mire, dentro de diez minutos aparecerá
aquí un todoterreno con cinco policías militares.
Entonces, yo entraré ahí y el propio alcalde le
ordenará que ceda este tipo a mis hombres. Y el
alcalde, se pondrá furioso porque, por culpa de
ustedes, le interrumpirán la comida en dos ocasio-
nes… Créame, ustedes conocen al alcalde, ¿quie-
ren que eso suceda? ¿Quieren quedar como unos
incapaces?
Yo no quería ni por un momento que me cedie-
sen a aquellos dos militares. Más valía malo cono-
cido que bueno por conocer. Los dos policías se
miraron.
—Estupendo señora…
—Comandante –puntualizó ella señalando los
galones.
—Estupendo comandante, pero ustedes nos van
a firmar esta entrega.
—No hay problema. ¿Lo redactan ustedes o lo
hago yo?
Lo hicieron los dos policías, la comandante
firmó y yo no dije una palabra porque no entendía
nada de lo que estaba sucediendo. Únicamente
pedí ayuda para evitar la catástrofe del universo y,
sin duda, me iban a desaparecer.
—¿Lo quieren atado o suelto?
—Atado, por favor –me empujaron hacia la
mujer que me recibió con un firme tirón del brazo
hacia el restaurante. El policía les dio la llave de

112
las esposas–. Esperaremos dentro si no les impor-
ta –los policías sacudieron la mano. Ya no era
asunto suyo.
Entramos en el restaurante. El chico de recep-
ción repasaba algo escrito en un cuaderno, ni
siquiera levantó la cabeza. Tanto la mujer como el
viejo me llevaron a los baños y cerraron por den-
tro. Soltaron las esposas. Sentí un alivio grato,
como de gato desperezándose. Al mirarme en el
espejo, descubrí que tenía la cara algo hinchada y
enrojecida. Sorprendentemente, ella pidió discul-
pas. Volvía a parecer una mujer. Me preguntó si me
habían hecho daño. Nunca he sido valiente, temía
que aquélla fuese sólo una interpretación del típico
poli bueno-poli malo y, enseguida, el viejo me
arrancase la cara de un bofetón. Entonces ella diría
que no podía ayudarme si yo no le ayudaba, y el
viejo me daría una patada en el estómago. Así
sucesivamente, en mi imaginación me veía tortura-
do por un viejo y una mujer de uniforme en los
lavabos de uno de los restaurantes más caros de la
ciudad. Y lo más preocupante es que no tenía ni
idea del motivo.
Pero mi empacho de películas del siglo pasado
no llegó a convertirse en realidad. Eran, de hecho,
dos personas afables que lo único que deseaban
saber era lo que yo había acudido a contarle al
alcalde creyendo que éste nos ayudaría.
Salimos por la puerta por donde sacaban la
basura. Tomamos un taxi y los llevé al despacho de
la universidad. Les enseñé el manuscrito, les conté
cómo habíamos cantado la jota y nuestra teoría de
la curvatura de los universos paralelos. Cuando

113
terminé de hablar quedó un silencio apenas roto
por los cañonazos de la artillería francesa. El hom-
bre me pidió una fotocopia de todos los documen-
tos. Tenía un acento parecido al de Pierre.
—¿Es usted francés?
—Obviamente –dijo el hombre mientras obser-
vaba los papeles.
—¿Conoce a un chico que se llama Pierre? Es
antropólogo y está haciendo la tesis doctoral con-
migo. Es ése que les he contado que encontró la
partitura. También es francés.
—No, la vegdad es que no. ¿Me los puedo lle-
vag?
—Claro, son para ustedes. De todos modos, a
nadie le importa.
—Yo les creo –dijo de pronto la mujer.
Lo dijo de tal manera que parecía que el mundo
hablase por su boca.

* * *

Desde mi detención, Cecilia y Lecosier se


habían unido al equipo. Decidimos repartir el tra-
bajo entre todos. Mientras Pierre y su amiga conti-
nuaban con el estudio físico del asunto, yo me
encargaría de revisar el resto de textos de las cajas
del arzobispado para ver si encontraba algo que
pudiese servir de ayuda. La muchacha no había
querido pedir ayuda a los expertos en astrofísica de
la universidad, con las complicadas ecuaciones y
teorías que manejaba, porque argüía, con bastante
razón a mi entender después de la experiencia con
el alcalde, que lo más probable es que aquellos

114
catedráticos se apropiasen de su trabajo y les sir-
viese a ellos para medrar en los libros de historia
científica, al tiempo que ella, la becaria, se moría
de asco. La verdad es que debo reconocer que no
era su capacidad científica lo que me preocupaba,
la había demostrado de sobra, sino que la anulasen
los métodos que se le podían ocurrir a mi becario
para llevársela a la cama. Si en una ocasión ya la
había emborrachado para abusar de ella, no había
razón para creer que su líbido insaciable no tuvie-
se otro tipo de planes igual de indecorosos. Fuese
como fuese, no quedaba sino confiar en ambos
dos. Por su parte, la comandante Gracia-Valentín y
el Mariscal Lacoisier tuvieron la idea de intentar
buscar al oficial que iba a morir. Tal vez, pudiese
servir de algo.
Aquellos días apenas dormía tres o cuatro horas
al día en el sillón de mi despacho. La mayor parte
de documentos que encontraba eran partidas de
bautismo antiguas, apuntes de homilías, textos de
teología, registros interminables de empadrona-
miento eclesial, varias carpetas con cartas persona-
les de un obispo y cosas así. Realmente, constituí-
an un verdadero tesoro histórico que haría las
delicias de cualquiera de mis compañeros. Tal vez,
si conseguíamos detener la debacle que habíamos
provocado, las remitiría al departamento de histo-
ria moderna o contemporánea, pero en aquellos
momentos no tenía tiempo para detenerme en
semejantes menesteres. Tenía cuatro arcones, de
casi un metro de alto por dos de ancho, llenos de
papeles. Había comenzado mi búsqueda por el
arcón donde se había hallado la partitura pero no

115
había revisado ni la mitad del contenido. Era peor
que buscar una aguja en un pajar porque ni siquie-
ra sabía si existía algo más. Únicamente servía
para sentirme útil mientras Pierre y la muchacha
deshojaban sus ecuaciones.
¡Qué caprichoso es el destino! Con todos aque-
llos documentos podían haber pasado décadas de
tesis doctorales sin que hubiera aparecido la parti-
tura. Sin embargo, la mano del azar la había lleva-
do en el momento adecuado al sitio preciso para
hacerla revivir de nuevo. Tomaba una píldora de
concentrado de cafeína cada hora cuando acudía a
lavarme la cara en el retrete. Además del habitual
olor a orín de mi despacho, ahora también olía a
sudor. El destino siempre elige a los más idiotas
para llevar a cabo sus planes malignos. Seleccio-
naba de antemano un cabeza de turco al que echar-
le las culpas. Y Pierre y yo teníamos grandes pro-
babilidades en ese sorteo.
Otro motivo de angustia, eran los continuos
cañonazos que los franceses lanzaban contra la
ciudad. Parecían segunderos que marcasen el tiem-
po que nos restaba de vida. El ciclo de fuego era
monótono y continuo. Disparo, el sonido de la bala
al surcar el aire y el estruendo del golpe en la ciu-
dad. Recarga y vuelta al disparo. Bom, fiuuu,
puaggg, un cañonazo menos de vida. Bom, fiuuu,
puaggg, otro cañonazo menos de vida. Y así pasa-
ban las horas, avisándote de que se iban para no
volver.
La mañana del treinta y uno de enero era mi
cumpleaños. Me encontraba saturado, desde hacía
dos días no comía otra cosa que píldoras nutritivas,

116
los cañonazos parecían ocurrir dentro de mi cabe-
za a juzgar por cómo temblaba ésta. Salí a la calle,
el día estaba nublado, como si el plomo de las
balas cayera de las nubes, un carro arrastrado por
dos borriquitos cargaba heridos franceses al hospi-
tal situado en la plaza de San Francisco. Decidí
que aquella noche cenaría en casa. Vanesa me lla-
maba cada tres o cuatro horas, no se había creído
la excusa de otro congreso para mi recogimiento
en el despacho. Estaba preocupada.
Durante aquel día no encontré nada más intere-
sante que un documento donde se fijaban las direc-
trices del obispado para actuar frente a la amorti-
zación de Mendizábal. Nunca hubiera imaginado
que la iglesia hubiera excomulgado a la gente que
compró las tierras expropiadas. Por la noche,
regresando con la bicicleta, pude ver un espectácu-
lo que me puso los pelos de punta. Cientos y cien-
tos de ciudadanos, muchas mujeres y ancianos,
como hormigas, llenaban sacos de tierra, fijaban
tapias, abrían zanjas, preparaban la ciudad para
defenderse en cada esquina. Se mezclaban con los
enfermos que morían en los rincones. No queda-
ban perros ni gatos, el hambre no perdona ni a los
mejores amigos del hombre. Una niña espantaba a
un grupo de ratas que merodeaba un cadáver.
Me detuve en el Paseo de la Independencia, en
la vieja calle de Santa Engracia, a la luz de teas
encendidas acudían en procesión, cargando todo
tipo de herramientas, un grupo de ancianos. No
cabía duda de que aquella gente estaba dispuesta a
resistir hasta el último aliento. Me entraron tantas
ganas de unirme a ellos que lloré apretando los

117
puños. En un ridículo gesto de solidaridad, plegué
la bicicleta y la cargué en el hombro hasta casa. La
sorpresa de los primeros días ya había pasado y
pocos espectadores acudían a soportar el frío vien-
to de enero que traspasaba los cuerpos. Caminaba
unos pocos pasos con los ojos cerrados y casi
podía sentirme allí, con los zaragozanos de hacía
doscientos años, con el mismo frío, con más ham-
bre pero con más ilusión; más enfermo pero con
más motivos para vivir; condenado pero libre. Fue
una comunión mística. Quizás alguna parte de mí
ya estuviese mudando de universo, tal vez fuese
esa parte que la amiga de Pierre menospreciaba,
ésa que llamaban alma.
Vanesa me recibió con un abrazo. En el salón
había dos personas heridas en la cama de Carmen.
Ella apareció desde la pared que daba al vecino
con una palangana de loza llena de trapos.
—Y ¿esto?
—¡Qué cara! Llevas unas ojeras hasta los pies.
Estás más delgado. No has comido estos días.
—Me llevé pastillas nutritivas.
—Los trajeron antes de ayer. Los hospitales
están repartiendo los enfermos por las casas. Ya no
tienen sitio. ¿Te puedo hacer una pregunta cariño?
Asentí. Al regresar a casa, de repente, me
habían desaparecido las fuerzas y sólo deseaba
dormir. En los cristales se reflejaban las llamas de
los incendios que asolaban la ciudad.
—¿No es un congreso, verdad? Nunca habías
hecho algo parecido. ¿Quieres contármelo?
La miré a los ojos. Sí, dije, te lo contaré. Nos
sentamos en el sofá y le relaté toda la historia.

118
Desde el principio: la partitura, el congreso, el uso
desmesurado de la entrepierna de Pierre, los uni-
versos paralelos de las narices, los días buscando
entre las cajas de documentos... Todo. Permaneció
callada a mi lado, agarrando mi mano. Carmen
limpiaba la frente de los dos enfermos. A uno le
dio un ataque de tos y la mujer lo sujetó mientras
echaba unos gargajos en una escupidera de barro.
Los tocaba con delicadeza, como si estuviesen
hechos de porcelana y no los quisiera romper.
Ambos lucían amarillentos a la luz de las velas.
Uno pidió agua y Carmen le acercó una jarra. El
hombre bebió ávidamente y eso pareció calmarle.
Vanesa se levantó y acudió a la cocina, regresó
con una botella de vino y dos vasos. Le pregunté
qué hacía.
—Si vamos a morir, si de verdad todo se va al
garete, no pienso quedarme lloriqueando a esperar el
final. A mí me pillan con una buena curda. Ahora nos
vamos a beber esta botella, luego me haces el amor y
mañana pido una excedencia en el trabajo para ayu-
darte. Que cuatro ojos leen más rápido que dos.
Vanesa era así. Cuando la ola viene, no se aga-
rraba a la roca. ¿Para qué? Se asentaba de pie,
orgullosa, desafiante, la veía venir, abría los brazos
cuando la cubría y se dejaba arrastrar sin miedo.
Vanesa era dignidad, Vanesa era todas las muje-
res que tapaban las brechas en la muralla, todas las
que transportaban munición, las que disparaban los
fusiles, las que refrescaban cariñosamente la fren-
te de los tifoideos. Vanesa era la Zaragoza que nos
defendía, la Zaragoza que no se rendía.
Y por eso me gustaba.

119
Capítulo 13

A L D Í A S I G U I E N T E , el primero de febrero, iba


a caer el convento de san Agustín, después de
la atroz defensa que tan bien inmortalizase el pin-
tor Álvarez Dumont. Quedaban veinte días para
que el choque de dimensiones acabase con nuestro
universo. Pensé que habría más síntomas, que la
tierra temblaría, que aparecería otro sol en el fir-
mamento, alguna cosa más parecida a las que rela-
taba el Apocalipsis de San Juan, pero no. Las dos
dimensiones permanecían juntas y, dos meses más
tarde la gente se había acostumbrado. Los ritmos
diarios se habían recuperado, ya nadie se sorprendía
por los cañonazos repentinos ni los disparos, ni se
detenía en la calle a ver los incendios que asolaban
todo el centro de la ciudad. La mayoría de los veci-
nos de los barrios céntricos, desde el Casco hasta
Delicias se habían refugiado en casas de los pueblos
vecinos donde no llegaban las explosiones, los
incendios y las escenas desagradables. Los alquile-
res de casas en esos lugares se habían disparado.

121
En la otra dimensión, los edificios del siglo XIX
ardían por los cuatro costados, los zapadores fran-
ceses colocaban minas para volar las barricadas y
los defensores quemaban los edificios que no
podían defender una y otra vez. Los chiquillos
actuales se divertían caminando entre las llamas y
animando a los zaragozanos como si los dos ejér-
citos fueran equipos de fútbol. La expansión del
fenómeno por el resto del país y del continente
hacía que la gente se encontrase confusa. En
muchas zonas donde todavía quedaban férreas
convicciones religiosas, la gente huía o se encerra-
ba en casa. Aparecían profetas augurando el fin del
mundo. Había fábricas que se habían quedado sin
trabajadores y en los supermercados comenzaban a
verse numerosos estantes vacíos. Reinaba un clima
incierto, como de revuelta. Aquello hizo que la
gente que acudía a los hechos bélicos disminuyese.
Junto con Vanesa, fuimos a comunicarles la
noticia a nuestros padres con la intención de que se
retiraran de la ciudad a una casa de campo que
conservaban de los abuelos. No pude esconderles
la verdad y terminé pormenorizándoles cómo
había transcurrido todo. Mi madre me dio un abra-
zo con lágrimas en los ojos y mi padre, levantán-
dose con los brazos cruzados, dijo: ya te dije yo,
Jacinta, que este hijo tuyo algún día rompería algo
que no podría arreglar. Mi madre, con mi mujer
sujetando la risa, me balanceó. No pasa nada, mi
niño, no pasa nada, repetía. ¿Cómo que no pasa
nada?, chillaba mi padre, pues que nos va a matar,
toda la vida trabajando y ahora ni siquiera voy a
aprovechar lo que he cotizado. Los padres de

122
Vanesa se lo tomaron incluso peor, su madre ya le
recordó que nunca vio que yo fuese una buena per-
sona, que algo de pinta de terrorista tenía. Y el sue-
gro, siempre dolido por no haber recibido un nieto
de su hija, puntualizaba que sí, que terrorista, y
además impotente.
Yo sólo tenía dos clases a la semana y, en la
mayoría de ellas no había nunca un solo alumno.
Así que, como seguía encerrado en mi despacho,
me pasaba un momento al comienzo de éstas y me
volvía a seguir revisando escritos. Vanesa no había
tenido ningún problema en el trabajo porque se
había cogido los días que le correspondían por cur-
sar otros estudios. Era agradable verla leer conmi-
go, apoyada la espalda en la pared, rascándose la
cabeza, señal de que estaba muy concentrada. De
vez en cuando dejaba lo que tuviera entre manos,
se incorporaba, se acercaba y me daba un beso.
Luego, sin decir una palabra seguía leyendo.
El día anterior había llamado a Pierre para ver
cómo iban. Su amiga estaba metiendo unas varia-
bles en un programa de cálculo para ver si las solu-
ciones de la ecuación de no sé quién eran finitas o
no. Aquello tenía tanto sentido para mí como un
buñuelo de crema.
—Pierre, hazme un favor, ¿eso qué coño quiere
decir? —miró para ambos lados como si pidiese
ayuda. Al menos, esta vez no se veía a la amiga
borracha en la cama. Lo cual no quería decir que
no pudiese estarlo en otro lugar más siniestro.
—Bueno, estooo… Así de pronto…
—No tienes ni idea, ¿verdad? –Tuve de pron-
to un mal presentimiento–. Pierre, ¿dónde está tu

123
amiga? ¿Habrás mantenido a tu amiguito calvo
alejado de ella, verdad?
—Pog favor, profesog…
Para mi alivio, la amiga apareció por detrás con
una taza humeante en la mano y aspecto de haber
estado trabajando durante largo tiempo. Pierre le
pasó el comunicador. Unas ojeras violáceas se
extendían por su rostro. Le pedí que me explicara
qué sucedía. Lo resumió como sólo lo hace la
gente que sabe lo que se trae entre manos. Costaba
creer que esa chica con jersey rojo de cuello alto,
pelo sujeto en una coleta y expresión de primera de
la clase, se convertía en una cantante punk adicta
al alcohol y las drogas.
—No es tan sencillo, pero para que lo entienda,
lo que estoy haciendo es comprobar qué dobleces
de la partitura cantada pueden separar ambas
dimensiones. Para eso hay que revisar las solucio-
nes de ecuaciones diferenciales, iterando con los
límites adecuados.
—Una cosa, Pierre, ¿te ayuda mucho?
—Bueno, ya sabe cómo es, me mira las tetas…
Como aquello no me parecía que fuese de
mucha ayuda, hice que el becario se viniese tam-
bién al despacho a revisar papeles, nueva función
que aceptó no sin rezongar durante un buen rato.
Estábamos agotados, a mí ya ni me exasperaban
las miradas lascivas que Pierre le dedicaba a mi
esposa. Para darnos un descanso decidimos ir a
comer a un restaurante natural. Vanesa dijo que
antes de morir quería probar de nuevo la vieja
cocina. Pierre nos miró con los ojos abiertos. Pocas
veces había estado en un restaurante. Había nacido

124
con posterioridad al descubrimiento de la síntesis
alimenticia de bioelementos. Toda su vida se había
alimentado con alimentos procedentes de biopolí-
meros o de pastillas nutritivas. Dijo que, con su
sueldo de becario, no se lo podía permitir y yo le
pregunté para qué quería guardar su dinero si no
iba a llegar al mes siguiente. Vanesa, para cortar la
discusión, dijo que le invitábamos nosotros. La
verdad es que era difícil permitirse la comida natu-
ral. Incluso la comida deshidratada que usábamos
en casa no era asequible a todos los bolsillos. La
última vez que había probado la comida natural fue
en mi boda. En aquellos tiempos, las pastillas
comenzaban a imponerse pero todavía era asequi-
ble acudir a un restaurante. Buscamos en la guía, el
restaurante más cercano estaba en la zona del
Tubo. Cuando llegamos a la plaza de Aragón y
enfilábamos Independencia se escuchó, a nuestra
derecha, una arreciada de disparos; siguió una gran
explosión y una manzana de edificios del siglo
XIX se vino abajo entre humo, escombros y gritos.
Los tres quedamos espeluznados. Atropelladamen-
te, Vanesa consultó el programa.
Durante el trayecto por Gran Vía habíamos atra-
vesado los campamentos franceses. Luego abando-
namos la tierra de nadie y entramos en la ciudad
que resistía. Según el programa, los atacantes, des-
pués de tomar el convento de Santa Engracia,
habían volado varias casas de la calle Recogidas
sepultando a todos sus defensores dentro. Los
hombres salían ensangrentados de entre las ruinas,
caían arrodillados, mientras los franceses los rema-
taban a tiros. El polvo recordaba las imágenes del

125
famoso atentado de principios de siglo a las Torres
gemelas. Pierre murmuró que se le había quitado el
hambre.
Llegamos cabizbajos al restaurante. Para entrar
tuvimos que alquilar unas corbatas en la entrada.
Supuestamente, era como se comía antaño. Pedi-
mos el variado de legumbres, asado de ternasco y
un vino de la comarca de Cariñena. Pierre grabó
todos los platos en el comunicador y tenía proble-
mas para usar los cubiertos.
A mitad de comida, el vino había remontado
ligeramente al ánimo.
—¿Cómo pudiegon guesistir ustedes así?
Le miré incrédulo.
—¿Nosotros? Mira que tus tatarabuelos fueron
españoles...
Vanesa tragó un pedazo de carne. Dejó un lige-
ro surco grasiento en el vaso.
—Sólo hay una cosa que hace que el ser huma-
no sea capaz de aguantar esto: la mezcla de miedo
y orgullo. Aunque no sepa qué teme ni de qué está
orgulloso.

* * *

Al terminar de comer, no queríamos regresar al


despacho. La infinidad de papeles que teníamos
todavía por revisar nos abrumaba. Nos encontrába-
mos desmoralizados. Consultamos el programa y
decidimos acudir a presenciar el contraataque
popular que hizo retroceder a los franceses del 44º
Regimiento que habían alcanzado la plaza de la
Magdalena, avanzando desde la plaza de San

126
Miguel, a través de la actual calle Heroísmo. Por el
camino nos sorprendió el repique de campanas que
indicaba dónde acudir a pelear y, al llegar, la esce-
na encogió nuestros estómagos. Los franceses
habían ocupado todas las casas del lado derecho de
la calle Heroísmo, entonces llamada Quemada
según el panfleto. Estas casas casi coincidían con
las actuales, por lo que pudimos seguir los comba-
tes entrando en los locales que abarrotan la zona.
Varios miles de paisanos enfervorecidos, asalta-
ron las casas desde la plaza de la Magdalena.
Había mujeres y ancianos; unos portaban fusiles y
otros, simplemente herramientas de labor como
hoces y horcas. Muchos de ellos caían bajo el efi-
caz fuego francés pero el resto pasaba sobre sus
cuerpos, con la rabia saliendo por sus gritos y los
ojos fijos en la yugular del asaltante, sin otra idea
en la cabeza ni otro latido en el corazón que dejar-
se matar antes de que el soldado napoleónico avan-
zara un paso sobre su amada ciudad. Hay que qui-
tarse el sombrero ante el orden de los franceses en
su retirada, cubriéndose en líneas de fuego, sin per-
der la cara al combate. Cuando la distancia desa-
parecía, se unían hombro con hombro, haciendo un
muro con sus bayonetas de tres palmos de largas.
En esos momentos, los hombres se convertían en
lobos, los filos tajaban, los palos abrían las cabe-
zas, los dientes seccionaban cuellos. Una mujer
saltó, parecía imposible que pudiera hacerlo con
semejantes ropajes, sobre la espalda de un francés
y le acuchilló con un palo afilado. Se lo clavó una
vez, dos veces, el hombre cayó de rodillas, tres
veces; así hasta veintiséis ocasiones contó Pierre.

127
De pronto, se frenó con el palo en el aire y éste se
le resbaló de las manos. La mujer pareció salir de
un trance y se derrumbó llorando sobre el cadáver
del soldado. El ataque continuó y ella quedó sola,
envuelta en lágrimas y sangre, rodeada de cuerpos
muertos y miembros cortados.
Los franceses arrojaban granadas en las habita-
ciones que iban desalojando pero, aún así, tal fue
el ímpetu de los paisanos que se tomaron varias
casas de la calle Manuela Sancho –entonces Pa-
bostre– que ya estaban fortificadas. Había algo en
aquella marea humana que extraía el animal que
dormía en cada uno de nosotros. Aquello no había
sido un asalto, había sido una ceremonia de ven-
ganza y rabia; y todos los que la vimos nos mor-
dimos los labios para no provocar una pelea.
Cuando cayó el sol, las hogueras dejaron la
calle con sombras danzarinas. Una vez pasado el
entusiasmo, los defensores no parecían tan fieros,
tal como pandas de gatos callejeros hambrientos,
enfermos, que se arrimaban unos a otros para com-
batir el frío, cubriéndose con mantas raídas, entre
un coro de toses, sin fuerzas para retirar a los
muertos ni preparar las casas para otra defensa.
Pero incluso con este panorama, tres mujeres salie-
ron al tejado de una casa de la calle Pabostre y
comenzaron a cantar una jota a voz en grito, en
dirección a los franceses:

Tirar bombicas, tirar,


que no nos amedrentaremos
de castañuelas le sirven
a la Jota que toquemos

128
Resultaba difícil escucharlas entre el gentío que
se arremolinaba en la entrada del centro comercial
que ahora ocupaba el lugar. Esperaban encontrar
los alimentos que ya no había en otros comercios.
Agucé el oído, esquivando los gritos me llegaron
las voces de las tres mujeres. Una de ellas la tenía
templada pero las otras dos desafinaban bastante.
Se me puso la carne de gallina y sentí un escalo-
frío. Escuchar aquello bastaba para justificar toda
la mediocridad de mi existencia. Era jota viva, jota
con honra, jota libre.
Unos disparos las hicieron refugiarse detrás de
unos cascotes, riéndose como chiquillas tras una
travesura. Le di un codazo a Pierre mientras las
señalaba con la cabeza.
—¿Ves? Eso es la jota...
—¿Brgavuga o desespegación?
Negué con la cabeza.
—No, amigo, no... Inconsciencia. La jota es una
manera de conseguir una excusa para todos tus
errores y una celebración para todos tus aciertos.

129
Capítulo 14

H ABÍAMOS PERDIDO la esperanza de encon-


trar un documento con una fórmula que vol-
viese atrás todo aquel despropósito. Acudíamos a
los actos del programa con la expectativa de un
cambio, o al menos, para compartir algo de la dig-
nidad de los defensores y del empeño de los ata-
cantes. Por petición de Pierre, el día tres de febre-
ro elegimos la toma del convento de Jerusalén,
situado en los alrededores de la calle dedicada a
Isaac Peral. Allí, los defensores, al mando de los
hermanos Tabuenca, habían seguido la estrategia
habitual de provocar incendios en las casas inme-
diatas para retrasar el avance de los franceses.
Pero, por lo que pudimos comprobar, los franceses
aquel día no tenían el cuerpo para esperas y una
compañía de cazadores del 115º regimiento, al
mando del capitán de Ingenieros Prost, atravesó
audazmente la muralla de llamas aullando como
demonios, con las bayonetas caladas y ganas de
menearlas dentro de entrañas aragonesas. Desde-

131
ñando el calor infernal, los disparos de los defen-
sores, apagando las llamas que se prendían en sus
ropajes, los franceses irrumpieron dentro del con-
vento. Como siempre, pudimos seguir la pelea
entrando en los establecimientos.
Cuando la aproximación de universos comenzó,
para evitar las protestas respecto a los establecimien-
tos que cobraban entrada, el ayuntamiento sacó una
serie de ordenanzas que obligaban a permitir el pase
en caso de que coincidiesen sucesos de especial
relieve dentro de los comercios. Esto había llevado
también a no pocas quejas que se vieron acalladas
con las promesas de ciertas subvenciones y benefi-
cios fiscales para los comercios afectados. De todos
modos, cada vez era peor la cara que los dependien-
tes ponían cuando, en este caso, interrumpían la
venta de un vestido de novia un puñado de comba-
tientes enredados en una pelea al arma blanca. Preci-
samente, en este punto, mientras los combatientes se
acuchillaban sin piedad, pudimos ver otro signo de
que el tiempo se acababa: en la inmaculada tienda de
trajes de boda, el mandoble de la espada de un ofi-
cial francés tajó el brazo de un defensor y unas gotas
de sangre se estamparon en la pared, manchando un
bonito velo. Como había predicho la amiga, la mate-
ria ya viajaba entre las dimensiones sin perder su
consistencia. Le tapé la boca a Vanesa y señalé el
detalle; Pierre siguió mi mirada y tuve que hacerle
una señal de silencio antes de que comenzara a gri-
tar. Era cuestión de tiempo –de poco tiempo– que las
dos dimensiones coincidieran totalmente y, enton-
ces, el choque energético perdería su capacidad de
amortiguación y nuestro universo desaparecería.

132
Regresamos a casa cabizbajos. Hidratamos
unos sucedáneos de bistec de ternera hecho de bio-
polímero y comimos en silencio. Ser el culpable de
la extinción de tu universo es un sentimiento,
cuando menos, desconcertante. A pesar de haber
realizado algo único en la historia de la humani-
dad, desde luego, no te puedes sentir orgulloso del
logro. Imagino que, recurriendo a la biografía del
hombre que dio las primeras pistas de todo este
embrollo, me sentía igual que Einstein cuando vio
lo que el Enola Gay había conseguido con los
resultados de los estudios sobre energía nuclear en
los que él participó. De todos modos, yo tenía una
seria duda: aquella mujer, ¿sabía lo que hacía
cuando escribió y compuso la jota? Leche, que era
un hombre, que ya aparecerían más. Si de veras
lograba abarcar las consecuencias de su maldición,
realmente no era más que una malnacida.
Pierre, con una voz que parecía extraída de lo
más hondo de un ataúd, circunscrito como siempre
a sus centros de interés, lo resumió maravillosa-
mente con un gesto de tristeza inabarcable.
—Sólo me quedan diecisiete días paga follag...

133
Capítulo 15

L ECOSIER había pasado la primera noche le-


yendo con detenimiento la partitura. La letra
estaba en francés pero el profesor había asegurado
que era una jota.
El mariscal se acostó de madrugada. El sumi-
nistro eléctrico se había cortado, lo que le obligó a
emplear una linterna para leer bien todos los docu-
mentos. Durante la noche se habían escuchado rui-
dos de cristales rotos y sirenas. Se confundían con
los disparos de los defensores. Al meterse en la
cama, le dio un beso a la comandante y se durmió
abrazado a ella. Apenas tres horas más tarde, con
el primer rayo de sol, se despertó y realizó varias
llamadas a Francia, apuntando muchas cosas en
una libreta. Cuando la comandante abrió el primer
ojo, se encontró el desayuno en la mesilla.
—Pero, ¿cómo lo has conseguido? –preguntó.
Cuando volvieron la noche anterior habían querido
cenar pero el conserje les explicó que no quedaba
nadie en el hotel. Todos habían escapado, los clien-

135
tes y los empleados. Una bala había cambiado de
dimensión y había roto la cristalera del segundo
piso. La poca gente que quedaba en la ciudad huía.
La policía patrullaba por las noches para evitar los
saqueos. Los incendios del pasado iluminaban las
calles vacías del presente. ¿Y usted?, le habían pre-
guntado al conserje, ¿por qué no se va también?
Había sonreído. Tengo cuarenta años, había co-
menzado a explicar, nací cuando la exposición del
Agua, ya no recuerdo cuando fue la última vez que
comí nada que tuviese sabor a lo que debe tener,
sólo he tenido parejas por la red y me he pasado la
vida tras este mostrador. Después de todo este
tiempo, terminó, por fin pasa algo interesante.
Siento curiosidad.
El mariscal le estrechó la mano en uno de esos
gestos que prodigaba cuando quería reconocer el
valor de alguien y subieron a la habitación.
—En las cocinas se han dejado toda la comida
en la nevega. Y todavía me acuegdo de manejag un
fogón. Tengo una noticia. Podemos encontrag al
oficial muegto.
—Lo sabía. No sé porqué pero sabía que lo en-
contrarías. Y no entiendo cómo lo has hecho entre
tanto muerto.
—No hubo tanto muegto. Al menos no entre los
franceses. Nosotros egamos un ejégcito. Cada día
había pagtes de bajas, muertos y heguidos… En la
pagtituga, la mujer dice que su amado muguió la
hora cuaguenta y dos de la cuaguenta y dos noche.
Según la fogma clásica de asedio, los días comien-
zan a contag desde que se establecen las posiciones
definitivas del sitio. Podemos pensag que si la

136
mujer estaba amancebada con un oficial, contase
los días de ese modo… Eso fue el veintinueve de
diciembre. Entonces, la cuaguenta y dos noche es
la noche del ocho al nueve de febrego. Y cuaguen-
ta y dos hogas más tagde, es sobrge la tagde-noche
del diez de febrego. No dice si mugió combatien-
do o mugió pog heguidas. Así que sólo tenemos
que contrgolag a los soldados muegtos el diez de
febrego.
—¿Y cuántos son? ¿Quinientos, mil? –el maris-
cal la miró como le miraba su padre cuando falla-
ba una respuesta de las tablas de multiplicar.
—¡Ay, queguida Cecilia! Nuestro ejégcito sólo
pegdió tres mil quinientos hombres durante el
sitio. Muguiegon muchos más luego pog el tifus
que había en la ciudad… Ese es el pecado de uste-
des, los españoles: magnifican tanto sus degotas
que luego no saben distinguig la victoguia –la
comandante sintió una punzada en el orgullo. El
mariscal le abrazo y le mordió la oreja con cariño–.
No te ofendas…
—Lo malo es que algo de razón tienes. Bueno,
¿de cuántos muertos hablamos?
—Espega, en la canción, en un vegso, la mujer
maldice al santo que calmaba a las fiegas y se pre-
gunta pogqué no apaciguó las fiegas en esa oca-
sión. El santo que calmaba las fiegas era San Fran-
cisco. Miga el papel –le tendió el programa de
actos del ayuntamiento–. Miga el día diez.
—Combates en el convento de San Francisco
–leyó la mujer.
—Exacto. Según los datos que quedagon agchi-
vados, ese día cayegon, entre muegtos y heguidos,

137
unos ochenta soldados. Unos cuaguenta muegtos
en combate. Y miga –agitó el comunicador en la
mano–, me han mandado del agchivo históguico
militag la lista de los nombres con sus unidades.

* * *

Les presenté unos a otros. Pierre habló en fran-


cés unos minutos con el mariscal, tal vez aliviados
de usar su idioma natal después de tanto tiempo,
pero a los pocos minutos se percataron de la falta
de educación y regresaron al castellano.
—Me sorprendió la comunicación de ustedes.
Les agradecía el favor de librarme de aquellos
policías pero ya pensaba que me tenían por loco.
—Así que eres tú la chica cuya voz ha desatado
todo este barullo –observó la comandante. Tanto
ella como el mariscal vestían de paisano. En las
calles no había gente. Los cañonazos, los disparos
y las sirenas de los coches de policía se mezclaban
creando un ambiente fantasmal. Los dos universos
se confundían uno con otro. Hacía dos días que
había caído el monasterio de Jesús en el Arrabal,
después de que los franceses lo destrozaran con la
artillería. La gente seguía haciéndose fuerte en
cada habitación pero el Arrabal, y con él la ciudad,
tenía los días contados.
Los muros de las casas del siglo XIX eran ya
tan reales que a veces tenía dudas de que pudiése-
mos atravesarlos como hacíamos hasta entonces.
Estábamos en las escaleras de la Diputación de
Zaragoza, en plena plaza de la República.
—Sí, pero la idea fue de estos dos, que conste.

138
—¿Para qué hemos quedado aquí? –preguntó el
profesor.
—Vamos a reconoceg al soldado muegto en la
canción.
—¿Cómo? –Pierre dejó de mirar los pechos de
la comandante.
—Es posible encontrar al soldado que muere.
De hecho, lo hace hoy y, presumiblemente, aquí.
—Pero, ¿cómo lo han descubierto? –preguntó la
chica.
—Bueno, ustedes saben que la jota dice que
muere en la hora cuarenta y dos de la cuarenta y
tres dos del sitio –asintieron–. Hoy es esa hora. Y
también maldice al santo que apaciguaba fieras por
no apaciguar las fieras que matan al amado.
Caí entonces en la cuenta. Miré a su alrededor,
estábamos dentro del convento. En las posiciones
españolas. Un coche solitario hacía la rotonda de la
plaza de la República mientras, apoyados contra
un muro, un grupo de soldados aragoneses tiritan-
do de frío, con mantas tapándoles los hombros,
cargaban una pila de fusiles que otros disparaban.
Otro grupo de hombres, todos de paisano, amonto-
naban cadáveres a escasos metros. La epidemia de
tifus alfombraba las calles de muertos. Nadie tenía
ya fuerzas para retirarlos; muchos permanecían en
el lugar donde habían caído hasta que grupos de
paisanos los acumulaban en las esquinas para que
no estorbaran el paso. Uno de los soldados tiró una
piedra a un perro que se acercaba a los muertos.
—Déjalo –dijo otro de los soldados mientras
limpiaba de piedras un saquete de pólvora–. El ani-
mal tiene hambre y a ellos ya no les duele. Ade-

139
más, si engorda un poco, luego lo podremos comer
a él.
—San Francisco. El convento –observé final-
mente extendiendo los brazos. En las posiciones
francesas se escuchaba ruido de zapa. Picos y palas
abriendo la tierra helada.
—Exactamente.
El tiroteo era incesante. Las balas sonaban
como latigazos en el aire, su chasquido al estre-
llarse contra los muros ponía la piel de gallina. Los
franceses habían tomado al asalto las ruinas de una
casa cercana y los defensores les arrojaban grana-
das. Al lado de la puerta Cinegia, un cañón dispa-
raba metralla sobre los atacantes que, incluso así,
defendían su conquista con bravura.
El mariscal nos resumió cómo se contaban los
días en los sitios. La comandante y él habían esta-
do la última semana buscando a los soldados fran-
ceses que la lista recibida del archivo decía que
habían muerto ese día en algún combate, o como
consecuencia de las heridas recibidas en días ante-
riores por combates en la posición del convento de
san Francisco. Luego, habían comprobado cuántos
tenían amantes españolas en los campamentos de
descanso.
—Eso habrá eliminado a muchos –observó la
chica.
—No creas. Luego si quieguen podemos dag
una vuelta pog los campamentos de mis compa-
triotas. Eso es algo que nadie gueconocegá nunca,
pego los ejegcitos de Napoleón llevaban detrás
cientos y cientos de cagavanas con sus mujegues
españolas. Mujegues que luego, cuando nos gueti-

140
gamos, fuegon encagceladas, violadas, asesina-
das… Sin más motivo que habeg tenido un aman-
te francés. Había que limpiag la sangre francesa de
esta tiega…
La comandante cortó el discurso mientras le
dirigía una mirada hosca.
—Amantes, amantes… Todos se acuestan con
prostitutas españolas que acuden a los campamen-
tos para conseguir un pedazo de pan… Pero esas
mujeres no van a escribir una jota por ellos si mue-
ren. Hemos buscado a los que tienen algo parecido
a una pareja y quedaron tres: un zapador que está
ahora herido, y dos hombres que van a morir en
este asalto. Pero hay un detalle: la mujer que bus-
camos sabía y podía escribir. Y tenía algo de dine-
ro, porque el papel en aquella época, no era un
artículo barato. De las tres mujeres, dos no tenían
nada que indicase que sabían siquiera leer; pero
una sí. Una de ellas tenía una guitarra, una tabla
con un tintero en su carromato y varios pedazos de
papel.
—Han encontrado a la mujer –precisé asombra-
do. No me lo podía creer–. Tal vez eso sirva para
algo.
El mariscal consultó su reloj.
—¿Desean comeg? –preguntó el mariscal. Todos
asentimos. Pensábamos que era la pregunta previa
a una invitación–. Tal vez no debamos haceglo.
Les aconsejo que nos guetiguemos unos centena-
gues de metros de este lugag y espeguemos…
—¿Y eso? ¿Qué tenemos que esperar? Ya hemos
encontrado a la mujer –preguntó Vanesa.
La comandante la tomó de la mano.

141
—A la guerra –respondió. Nos alejamos hasta
el Teatro Principal, en el Coso.
Apenas habíamos llegado, una explosión infini-
ta rasgó el aire y parte del convento se derrumbó.

142
Capítulo 16

L A G U E R R A es caprichosa. Salva o mata a su


antojo. La explosión del convento de San
Francisco aplastó a innumerables hombres que
ayudaban a fortificar su interior y a un grupo de
soldados del regimiento de Valencia. Sin embargo,
de entre las ruinas, en el segundo de silencio que
siguió al estallido, se escuchó un ladrido y el perro
que olisqueaba los cadáveres apareció cubierto de
polvo y sangre. Me quedó un pitido incesante en
los oídos. Inmediatamente después, una columna
francesa cruzó el Paseo de la Independencia, lan-
zándose al asalto del convento entre cuerpos sepul-
tados, miembros dispersos por todo el lugar y
humo. Un humo gris, metálico, que se agarraba a
las gargantas y los corazones.
—El ciento quince de granaderos –dijo el ma-
riscal. Los demás todavía estábamos conmociona-
dos por el estruendo
El perro comenzó a ladrar a los franceses, ense-
ñando los dientes, al tiempo que saltaba a su alre-

143
dedor. Un oficial lo ensartó con su espada y, en
señal de venganza, una andanada del cañón y una
descarga de fusilería proveniente del convento
hicieron vacilar a la columna francesa que tomó
posiciones entre los escombros.
Parecía imposible que hubiese supervivientes
después de aquello. La comandante se dirigió a
nosotros.
—Vamos, venid ahora si queréis ver algo.
Nos apresuramos a llegar a los combates. La
sensación era angustiosa. En aquellos momentos, el
intercambio de materia entre los dos universos
comenzaba a ser más frecuente, de cuando en cuan-
do algún pedazo de metal saltaba a nuestro univer-
so y chascaba en las paredes o contra el suelo. Ins-
tintivamente caminábamos encorvados, buscando
cobijo. Pasé al lado del perro, yacía de costado
sobre un charco de sangre, todavía estaba vivo y no
pude evitar detenerme. Me arrodillé a su lado. No
hacía ningún ruido, simplemente parpadeaba. Pare-
cía mirarme aunque yo sabía que no podía verme.
La espada le había abierto el pecho. Sus ojos brilla-
ban como si fuesen de cristal. Le apoyé la mano en
la cabeza, me hubiera gustado poder acariciarlo,
trasmitirle mi calor, darle un insuflo de vida que le
restituyese los fluidos que se escapaban por sus
venas abiertas. Unos segundos más tarde tuvo unos
estertores y murió. Los ojos se cerraron y la lengua
le quedó fuera. Hice como si le cerrase la boca. Mis
manos se fundían en su cuerpo. El perro había
muerto acariciado por un fantasma.
El mariscal nos hizo una seña. Había encontra-
do al hombre.

144
Corrimos a verlo. Le seguimos durante todo el
asalto hasta que cayó la noche. La teoría de la
amiga de Pierre se cumplió. El capitán de ingenie-
ros Jencesse no murió en el asalto al convento. El
mariscal comprobó su comunicador repetidas
veces para leer el nombre en la lista. Ese oficial
había muerto en nuestro universo doscientos cin-
cuenta años antes, pero en el nuevo universo per-
manecía vivo. Su brigada se retiró, siendo reem-
plazada por soldados frescos. Él volvió con su
amada. Cabalgó hasta el campamento de carroma-
tos que se encontraba a las afueras de la ciudad. Le
seguimos en el auto de la comandante. Afortuna-
damente, las calles estaban vacías y podíamos
tomar las direcciones que necesitábamos sin pen-
sar en la señalización vial. El caballo irrumpió en
una hoguera donde varias personas, muchos eran
niños, metían brasas en latas para calentarse. Una
mujer salió corriendo de un carromato con una
toca sobre los hombros. El hombre permaneció un
rato allí, con las palmas extendidas sobre el fuego,
mirando el baile de las llamas. La noche era fría,
incluso para nosotros. A pesar de nuestra ropa de
abrigo, aquel día era imposible sentir calor. Aque-
lla noche el planeta se congelaba.
La mujer cayó de rodillas delante de su amado
y comenzó a llorar. Le abrazó las piernas. Vanesa
se sacó un pañuelo de papel para secarse los ojos.
El silencio permitía escuchar los rumores de las
granadas en la ciudad. Así, alejados, Zaragoza
parecía una bestia de fuego. Los incendios ilumi-
naban el cielo. En el firmamento de Zaragoza no
sobrevivían ni las estrellas. Es guapa, me susurró

145
Pierre al oído. La mujer se incorporó besando el
rostro de su amado mientras le llamaba “Chiqui-
llo” con acento del sur. Vanesa me cogió de la
mano. Él le retiró el pelo de la cara, la abrazó.
Todos nosotros estábamos expectantes sin saber
muy bien el motivo.
—Hoy he tenido un mal fario –dijo ella en cas-
tellano–. Me he dormido y he soñado que morías.
Había una explosión muy grande y morías.
Él asintió.
—Ha sido un asalto dugo. En un momento yo
también he tenido un sentimiento muy extraño,
como si me hubiega traspasado una bala… He
matado un pego que se tigaba fuguioso sobre noso-
tros y he caído. Me ha pasado como si me aganca-
gan de mi cuegpo y comenzase a volag. Luego, he
creído que nunca más volveguía a vegte –la mujer
apoyó el rostro en su pecho–. Y he sentido toda la
soledad del mundo.

146
Capítulo 17

N OS LLAMÓ la amiga de Pierre, tenía ya una


solución para la ecuación. Necesitaba repasar
unas cuentas pero era urgente que nos viésemos.
Nos avisó que, tal vez, no era lo que esperábamos.
¿Seguiremos vivos?, pregunté. Creo que sí, me
dijo antes de puntualizar que lo mejor sería que nos
lo explicase en persona. Estuve totalmente de
acuerdo. Incluso cara a cara iba a tener serias difi-
cultades para comprender lo que fuera que me
expusiese.
Los franceses habían conquistado finalmente el
Arrabal y el convento de San Francisco. Tomaban
ruinas sembradas de cadáveres. Palafox deliraba
de tifus y la ciudad se rendiría mañana. A pesar de
todo, proseguían los combates en torno a la plaza
de la Magdalena, allí resistían las troneras de la
Universidad, y en el Coso alto, donde los atacantes
debían tomar cada habitación antes de pasar a la
siguiente. La Zaragoza del siglo XIX era una
colección de escombros, muros derribados y cadá-

147
veres abandonados en las calles. Aún así, el uni-
verso entrante todavía no parecía tener noticias
nuestras. Pero nosotros sí que las teníamos suyas.
¡Vaya si las teníamos! Era el caos. El intercambio
de materia ya era común y varias balas perdidas
que habían cambiado de dimensión habían provo-
cado los primeros muertos actuales. Además, dos
cañonazos de la batería 30, que disparaba sobre el
antiguo convento de Jesús en el Arrabal, también
cambiaron de universo, muy mermadas energética-
mente por fortuna, pero con la suficiente fuerza
todavía para destartalar dos edificios. El pánico
había cundido como las mechas de pólvora de los
zapadores franceses: la gente huía de la ciudad, los
comercios cerraban, las carreteras se encontraban
bloqueadas, la fábricas no producían, lo comercios
no abrían y, tan sólo las fuerzas de orden público
y algún personal sanitario le mantenían la cara al
chaparrón. La gente vivía encerrada en sus casas y
se había decretado el toque de queda para evitar los
saqueos por la noche. En la ciudad únicamente
quedaban aquellos que no habían podido escapar;
los que no tenían otro sitio donde ir, ni dinero para
pagarlo. Como las dos dimensiones coincidían ya
casi en su plenitud, el planeta entero se hallaba
sumido en un estado de confusión. Los gobiernos
estaban completamente superados.
Como pueden imaginar, mi ánimo no estaba
exultante precisamente cuando Pierre llamó al por-
tero automático. Llegaba con un par de horas de
adelanto, traía la ropa sucia, la barba le crecía
desigual, se desplomó en una silla como si hubiera
andado durante siglos. Le ofrecí un extracto de té

148
que bebió con desgana. Todos llevábamos quince
días leyendo documentos, nos podía ir la vida en
ello. Ni yo mismo me reconocía en el espejo.
—¿Qué sucede, Pierre?
—Además que nos moguimos, nada.
Guardé silencio. Mi universo iba a desaparecer
engulléndome y, ni siquiera sentía miedo, única-
mente me devoraba la culpa. En cierto modo, ni
Hitler, ni Pol Pot, ni Bush, ninguno de los grandes
genocidas de la Historia se me podían comparar.
Los había superado a todos ellos.
—Profesog, tengo miedo… ¿Dolerá?
—Pues… Imaginó que no. Pero ¡arriba ese
ánimo! Que tu amiga ha dicho que no moriremos.
–Se le iluminó la cara–. ¿No lo sabías?
—No he hablado con ella –se levantó, me dio
un abrazo. Tomé la otra taza de sucedáneo de té y
fuimos al salón.
Vanesa estaba sentada en el sofá. Carmen yacía
en la cama, envuelta en un sucio saco de arpillera.
Tiritaba y tosía inclinándose hacia un lado. Un
hombre le limpiaba la cara. Reconocí al soldado
que había perdido a su hermano en la salida de
principio de año. Parecía que había pasado un si-
glo. Él también se encontraba más delgado y sucio.
La prostituta había comenzado a sentir los prime-
ros síntomas de la infección hacía dos semanas.
Todavía siguió cuidando enfermos en su casa hasta
que las fuerzas le fallaron y, un día, cayó al suelo,
derrumbada por la fiebre y la inanición. La encon-
tró dos días más tarde el soldado que, desde aque-
lla escena de principio de año, venía a traerle
comida cada vez que podía. Los enfermos habían

149
muerto de hambre, ella se encontraba siguiéndoles
los pasos. Sufría escalofríos, espasmos, tenía los
labios amoratados y la cara desfigurada por la fie-
bre. El soldado había sacado los muertos a la calle
–exactamente al portal actual, de forma que daba
un vuelco el corazón cuando entrabas por la no-
che– y la había metido en la cama. Le daba de
comer una pasta que hacía con su ración, pasaba
sus horas libres de combates contemplándola.
Los tres miramos cómo el muchacho le besaba
la frente. Vanesa parecía morirse con ella.
—¿Quién es? –preguntó Pierre señalando hacia
la mujer. Parecía más animado después de conocer
que no iba a morir. No supe que responderle, fue
Vanesa quién le contestó.
—Se llama Carmen.
—Ah.
—Es puta.
—Ah –Pierre la miraba con curiosidad.
—Y ella sí se va a morir.
Después de esto, antes de que Pierre soltase la
tercera afirmación, Vanesa metió la cara entre las
manos y comenzó a llorar.

* * *

La amiga de Pierre apareció con retraso. Traía


un pequeño computador en el bolsillo. Había
comenzado a llover y pidió una toalla para secarse
el pelo. No tenía el aspecto de quien te va a comu-
nicar la buena nueva de que la física ha amnistiado
tu error. Aceptó un sucedáneo de té caliente. Pidió
disculpas por la tardanza. Los transporte públicos

150
ya no funcionaban y había tenido que dar un rodeo
para evitar una muchedumbre que forcejeaba con la
policía para saquear un centro comercial. El mundo
se derrumbaba. Nos pidió si se podía quedar a dor-
mir, no le parecía seguro regresar a la residencia. A
una amiga suya la habían violado cuando intentaba
escapar al campo con una mochila. Vanesa dijo que
prepararía el colchón hinchable en la habitación
que yo utilizaba como despacho. Cerramos el salón
y lo precintamos con cinta; si las balas ya pasaban
de dimensión no había motivos para creer que las
infecciones no lo hacían. El comunicador volvió a
sonar. Eran los militares. Cecilia y Lecosier nos tra-
jeron comida del hotel donde se encontraban aloja-
dos. Cargaban varias mochilas y un carro de super-
mercado. Dijeron que habían guardado más en
otros sitios. Que el mundo se descuajeringaba y que
había que ser precavidos. Vanesa preparó café y nos
sentamos alrededor de la mesa de la cocina.
—¿Tienes alguna solución? –preguntó Pierre.
—Bueno, ya le dije al profesor que había bue-
nas y malas noticias. Durante estos días he realiza-
do un modelaje de la función de onda que ha lle-
vado nuestro universo y las funciones de onda del
universo que nos ha precipitado la canción. La
colisión de los dos universos no es más que una
coincidencia estadística de las dos funciones de
onda en al menos una solución, de igual manera
que dos rectas que se cruzan deben coincidir en un
punto. Lo que imaginaba era que si la jota activó
esa solución, debería haber algún mecanismo de
activar otra solución. He probado a cantar la jota
en todos los tonos que he podido, del derecho del

151
revés, simulando las funciones de onda que daba el
modelo del ordenador como si fueran diferentes
palíndromos en la partitura... En fin, que ya veis
que nada ha sucedido. Al intentar iterar para con-
seguir soluciones iguales a las dos funciones mo-
deladas, no he conseguido más que llegar a bucles
y bloqueos del programa de cálculo.
—¿Y eso qué quiere decir? Anda, vuelve a la
tribu para explicarnos eso.
—No hace falta. Si lo pensamos un poco, lo que
quiere decir es que ese intento carece de significa-
do físico en la teoría de los universos paralelos.
—Por favor, ¿cuáles con las noticias buenas?
Creo que tenemos necesidad de que nos alegres la
reunión –dijo Vanesa.
—Sí, lo que creo es que no vamos a morir.
—¿No, en seguio?
—No, no lo creo. Creo que vamos a tener un
choque no elástico.
—Por favor, un poco más de datos... –preguntó
Vanesa que todavía no conocía a la chica. Yo sabía
que, quisiera o no, nos iba a explicar toda la teoría
física del asunto. Se le notaba vena de profesora.
—Sí, mirad, en física hay varios tipos de cho-
ques. El choque elástico, cuando no hay deforma-
ción, que podría ser como dos bolas de billar. Cada
una lleva su energía y al chocar salen despedidas
cada una por su lado después de conservar dicha
energía. Pero hay cuerpos que al chocar sí que se
deforman es el choque plástico. Imaginad, en lugar
de dos bolas de billar, dos bolas de plastilina. Al
chocar se van a deformar y probablemente queden
pegadas. Pues eso es lo que creo que va a suceder,

152
bueno es lo que dice el modelo matemático, que
los dos universos al chocar van a formar un nuevo
universo que continuará el desarrollo.
Pierre exhaló un suspiro de alivio.
Cecilia y Lecosier escuchaban cogidos de la
mano. Ella se acurrucaba en torno al cuerpo sar-
mentoso del mariscal.
— Al menos, segá un cambio en este mundo
–dijo el mariscal–. ¿No opinan que lo necesitaba?
Igual ayuda a poneg un poco de ogden.
—Sí, pero ¿cómo será el cambio? –preguntó
Gracia-Valentín.
—Segá un cambio. Eso siempre es integuesante.
—Me alegro de que se lo tome así, mariscal
–dije–. Veo que es usted una persona optimista.
Después de todo, deberíamos habernos sentido
agradecidos: habíamos pasado de asesinar a todo
el universo, humanos, animales, plantas e incluso
extraterrestres, a transportarlos sin pedirles opi-
nión doscientos cincuenta años atrás en el tiempo.
Si algún día alguien se enteraba de nuestra proeza,
no nos iba a felicitar precisamente. Se había aca-
bado el aire acondicionado, los coches, la penicili-
na… Vanesa, de nuevo, encontró la mejor opción.
—¿Sabéis qué voy a echar más de menos? –pre-
guntó–. Los cubatas de ron. Así que yo me bajo a
aprovechar mis últimos días. Quien quiera que me
siga.
Tuvimos dudas, la materia que comenzaba a
intercambiarse amenazaba en cualquier esquina.
Una bala, un cascote... Incluso así, todo el mundo
estuvimos de acuerdo y bajamos los cuatro al
Refugio del Crápula, un garito mítico de la calle

153
Mayor que llevaba abierto desde hacía más de
sesenta años. Decía la leyenda que mientras esta-
bas dentro del bar no envejecías y que los camare-
ros se conservaban jóvenes desde el siglo pasado
porque no salían de allí. Aquella noche apenas
había clientes, el local daba a la iglesia de la Mag-
dalena y en su interior, además de los escasos
clientes de nuestro moribundo universo, se agolpa-
ban los defensores de la universidad al borde de la
extenuación. Fuera se escuchaban disparos tercos
de cadáveres que se resistían a serlo. Los franceses
dejaban descansar a sus cañones. Sabían que ahora
sí, ahora solamente quedaba esperar. Pedimos un
cubata de ron para cada uno de nosotros. Nos los
sirvió una chica luciendo una gran sonrisa. ¿Qué
tal?, nos preguntó, ¿Mucho frío ahí fuera? La mira-
mos sorprendidos, una canción antiquísima de Bob
Dylan sonaba en los altavoces. La muchacha pare-
cía estar alegre, como si no fuese consciente de lo
que sucedía más allá de la puerta de su bar. Nos
trajo un recipiente con frutos secos. Gracia-Valen-
tín le preguntó si no pensaban cerrar.
—¿Por qué deberíamos hacerlo? –inquirió
extrañada la chica. Tenía una sonrisa dulce, de las
que hacían que Pierre inmediatamente pasase la
vista al escote.
—Porque el mundo se acaba –la camarera pare-
ció reflexionar sobre el hecho.
—El mundo se acaba… –repitió–. Bueno, ¿en-
tonces, qué mejor motivo para permanecer abier-
tos? ¿No le parece?
No supimos qué responder. Nos dijo que para
celebrarlo, aquella noche invitaba la casa.

154
EPÍLOGO
Capítulo 18

L A N AT U R A L E Z A es imprevisible. Las leyes de


la física tienen excepciones que se nos esca-
pan. Los religiosos dijeron que fue la mano de
Dios, que todo lo explica; los científicos se queda-
ron sin la tecnología que les apoyaba y no podían
sino elucubrar. Para muchos era el fin. Para todos
fue el comienzo. Como predijo la amiga de Pierre,
el choque fue elástico. E indescriptible. Nadie sabe
cómo pero ambos universos se fusionaron de una
manera extraña: del nuestro sólo quedó la materia
orgánica. Todo lo inorgánico desapareció en el
cataclismo y los habitantes del siglo XXI apareci-
mos desnudos en el siglo XIX.
El primer viaje al pasado documentado. Para los
habitantes del primer mundo fue una debacle. No
supieron qué hacer. Para los del tercer mundo, sus
condiciones de vida incluso mejoraron.
En un principio se pensó que el planeta no
podría soportar la unión de tanto ser vivo, que

155
habría una catástrofe natural, pero la naturaleza,
además de imprevisible, es sabia. Los primeros
años después de la unión de los universos, la mor-
tandad en el mundo fue increíble. Los habitantes
provenientes del futuro resistieron, gracias a las
vacunas, las primeras andanadas de las enfermeda-
des, pero luego sucumbieron a unas condiciones de
vida que no estaban acostumbrados. Las personas
mayores del primer mundo fueron las primeras en
caer. Luego, los débiles de salud; más tarde las pri-
meras generaciones de partos... En estos momen-
tos, cuando me encuentro terminando de escribir
esta historia, nos encontramos en mil ochocientos
veinte seis, la mortandad sigue siendo muy alta.
Estamos en busca del equilibrio demográfico.
Del futuro nos trajimos todo el conocimiento
científico pero, afortunadamente, también llegó
una conciencia clara de no repetir los errores. Con
el cambio, los accionistas de las empresas multina-
cionales, los presidentes de los gobiernos, los polí-
ticos, en realidad todos los que mantenían el siste-
ma económico existente se quedaron tan desnudos
como los demás. Para ellos, el sufrimiento fue
mayor, sus recursos para la supervivencia eran
menores y cayeron pronto. Además, las grandes
masas de habitantes del mundo desarrollado, que
permanecían inactivas socialmente debido al bie-
nestar que podían perder en una revuelta, también
se vieron, de repente, desprovistas de ese bienestar.
Se quedaron sin nada que perder. Eso hizo que los
replanteamientos sociales cambiaran. El mundo
del siglo XXI era un mundo mestizo y de ese modo
llegó al XIX. Ahora, todo es diferente. Las rela-

156
ciones y las esperanzas de la humanidad han cam-
biado. Se habla de progreso y desarrollo, pero de
un modo nuevo. Os contaría cómo es pero no tiene
sentido. Si estáis leyendo estas líneas desde nues-
tro actual pasado, no os preocupéis, ya sabéis que
la nueva humanidad es algo que todos construire-
mos juntos. Si las leéis desde el futuro, sólo tenéis
que esperar que aparezca vuestra partitura; enton-
ces alguien la cantará. Siempre hay un torpe profe-
sor de antropología musical y un becario salido.
En ese aspecto, existen cosas que nunca cam-
biarán. Fue digno de ver los ojos de Pierre cuando
aparecimos todos, y todas, que era lo interesante
para él, desnudos. No sólo sus ojos parecían querer
salirse de las órbitas.
A Vanesa, Pierre, su amiga, la comandante, el
mariscal Lecosier y a mí, la colisión nos pilló
pasando una gran resaca en mi casa. Finalmente,
no había sido una sola copa. Fueron una proce-
sión de copas que nos dejaron totalmente fuera de
combate. Así que el choque de universos nos des-
cubrió a todos roncando, con el sueño pesado del
alcohol removiéndonos entre las sábanas. Cuando
fuimos despertando, todo había pasado. No sabe-
mos si transcurrió tras una gran explosión, o los
dos universos terminaron de coincidir silenciosa-
mente, como siempre escapan los amantes y lle-
gan las desgracias. La ciudad que conocimos no
existía: los rascacielos, los autos, las calles asfal-
tadas, todo aquello que no fuera orgánico había
desaparecido. La materia volvía a su lugar, a las
entrañas de la tierra, de donde habría que volver
a extraerla.

157
Los habitantes del siglo XXI caminaban desnu-
dos por las calles de una ciudad en ruinas, perfu-
mada de olor a carne quemada. Nos convertimos
en fantasmas que nadie conocía, el ejército francés
no entendía, los defensores no entendían, ni siquie-
ra los habitantes desnudos recién llegados del futu-
ro entendían nada. A diferencia de los demás,
nosotros sí lo entendíamos perfectamente. Lo que
hacía que tuviéramos algo de ventaja. Nuestra pri-
mera acción, guiados por Vanesa, fue enterrar a
Carmen, la puta misericordiosa, para que su cuer-
po no fuera pasto de las ratas. Luego, hervimos la
ropa y las mantas, y ésas fueron nuestras primeras
vestimentas; las que nos salvaron del frío de aquel
invierno que mató tantas personas provenientes del
siglo XXI.
Los dos militares, al verse desnudos, parecieron
rejuvenecer. Ella, lejos de sentir vergüenza, se
abrazó a él como si quisiera reproducir en su piel
la colisión de universos. Recuerdo que el mariscal
dijo que aquello era el mejor regalo para una vejez
aburrida. Él murió a los seis meses. No pudo resis-
tir la neumonía que le atacó al encontrarse desnu-
do en mitad del invierno. Ella vivió con nosotros
tres años más y cada día se levantaba con su mejor
sonrisa. El mundo, solía decir, se ha curado de su
locura. Durante el breve espacio que disfrutaron
juntos nadie los vio separados ni vistiendo unifor-
me.
Pierre quiso volver a Francia. La verdad es que
el cataclismo hizo desaparecer la mayor droga que
teníamos: la necesidad de información inmediata.
Acostumbrados a pulsar un comunicador y conse-

158
guir en pocos segundos lo que se requería, mucha
gente desesperaba ante la nueva perspectiva de no
saber qué fue de sus parientes o amigos, de no
saber dónde ni cómo buscarlos. Los habitantes del
siglo XXI estuvimos más aislados que nunca fren-
te a la naturaleza. Pierre quiso descubrir por él
mismo que había sido de su familia y emprendió el
camino. Como culpables, cómplices y ejecutores
del crimen, nos prometimos estar siempre en con-
tacto. Y así fue, periódicamente me llegaban sus
cartas y yo enviaba las mías: siempre una o dos al
año. Así supe que únicamente encontró con vida a
una hermana, que junto a ella montó un mesón en
su ciudad donde daban comidas a los viajeros y
comerciantes que traían lana y seda. Recibí su últi-
ma carta hace seis meses. Me contaba que estaba
ya viejo para seguir llevando el mesón pero que
sus hijos seguían trabajando en él. Tenía seis –cua-
tro varones y dos hembras–, de tres mujeres dife-
rentes. Ni el cambio de siglo pudo mantenerle el
pantalón en su sitio.
La amiga también buscó a su familia. Esta vez
algo más cerca pero, incluso así, no la pudo encon-
trar. Se quedó también a vivir con nosotros. Fue
una de esas personas que hicieron que la humani-
dad fuese diferente. Desde el principio comenzó a
propugnar una necesidad de la unión de los habi-
tantes de ambos siglos. Creó el primer comité de
integración, donde los conocimientos del pasado y
del presente se ponían en común, se discutían y se
intentaban aplicar en la búsqueda de un nuevo bie-
nestar más de acuerdo con la naturaleza. Después
del colapso de los recursos que supuso la evolu-

159
ción del universo pasado, quiso comenzar nuevos
caminos antes de que fuese de nuevo tarde. Es una
segunda oportunidad, decía, equivocarse una vez
es de humanos; equivocarse dos veces sería de
irresponsables. Se juntó con un hombre del siglo
XIX, un antiguo guerrillero que había luchado
contra los franceses, pero murió en su segundo
parto. Tenía treinta y tres años. Vanesa le asistió
hasta el final. Tenía cogida su mano cuando se le
acabaron las fuerzas. Me contó que antes de morir,
cuando se percató de su destino, pidió que se acer-
cara y le susurró la primera estrofa de la jota al
oído. Vanesa me dijo que su mueca, envuelta en
sudor y sufrimiento, se parecía a una sonrisa.
Por nuestra parte, la vejez es también el proble-
ma pero no nos podemos quejar. Hemos sobrevivi-
do mucho. Tengo casi cincuenta años. Soy un
anciano. Sé que, si siguiera en el siglo XXI, tendría
la jubilación por delante, viviría treinta años más,
pero no me pena. He sido feliz; y eso es lo único
que importa. Vanesa trabajó de comadrona. Se
encontró con una compañera del hospital y deci-
dieron continuar trabajado de lo mismo. Siempre
necesitamos alguien que cuide de nosotros.
Murió el invierno pasado de una infección y
noto que mi hora también se acerca. Los días son
largos, la vista tampoco me funciona como antes;
el negocio de luthier que levanté no lo va a seguir
nadie puesto que en este siglo tampoco tuvimos
hijos. Al contrario que los médicos, yo no encon-
tré aplicación a la antropología. Por el contrario,
conocí a un suizo, que había formado en la milicia
que defendió la ciudad, y me enseñó el arte de

160
hacer instrumentos de cuerda. Juntos pusimos una
tienda. En ella fabricábamos guitarras, violines,
violonchelos… También hacíamos muebles y ape-
ros de labor. Nunca pude imaginar que mis manos,
que siempre había sido más bien ineficaces, pudie-
sen crear aquellos instrumentos que bajaban a los
ángeles del cielo.
Ahora una hija de mis vecinos trae una vela de
sebo por las noches para escribir lo que le dicto.
Dicen que sueño, que deliro, pero me complacen
porque saben que la soledad me acecha. Son buena
gente del siglo XIX que me dan de comer a cam-
bio de que ayude a su hija con los estudios. Gracias
a gente como la amiga de Pierre, la igualdad de la
mujer comenzaba casi cien años antes de lo que
había comenzado en el viejo universo.
Mis vecinos todavía no se creen que vengamos
del futuro, opinan que Dios nos ha enviado para
ayudarles. La niña se concentra para escribir, saca
la lengua, yo le digo que no apriete tanto el lapice-
ro. Es obediente, tiene una sonrisa luminosa, afila
el grafito con una navaja y me pregunta “Tío
Alberto, ¿cómo se escribe ordenador?”. Y cuando
se lo estoy explicando no sé si hablo del pasado o
del futuro.

161
ÍNDICE

PRÓLOGO: CAPÍTULO 1 . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 13
CAPÍTULO 2 . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 29
CAPÍTULO 3 . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 57
CAPÍTULO 4 . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 93
EL SITIO: CAPÍTULO 5 . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 127
CAPÍTULO 6 . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 135
CAPÍTULO 7 . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 135
CAPÍTULO 8 . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 135
CAPÍTULO 9 . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 135
CAPÍTULO 10 . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 135
CAPÍTULO 11 . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 135
CAPÍTULO 12 . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 135
CAPÍTULO 13 . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 135
CAPÍTULO 14 . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 135
CAPÍTULO 15 . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 135
CAPÍTULO 16 . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 135
CAPÍTULO 17 . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 135
EPÍLOGO: CAPÍTULO 18 . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 135
ESTE LIBRO SE ACABÓ DE IMPRIMIR
EL 12 DE MAYO DE 2008,
EN PINARES IMPRESORES, S.L.,
MADRID - ESPAÑA

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