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La evolución del nacionalismo: del liberal al popular.

Las tres
generaciones del nacionalismo

Uno de los primeros teóricos del nacionalismo fue el filósofo alemán Johann


Gottlieb Fichte, uno de los padres del idealismo alemán, quien, en sus Discursos a
la nación alemana (1808), incitaba a sus compatriotas a la lucha por su liberación
nacional frente a la ocupación napoleónica. Los catorce discursos que componían
la obra, de gran contenido filosófico-político, trataban de despertar un sentimiento
nacional entre los alemanes, basado en el esencialismo (término filosófico
bastante vago que, por oposición a las contingencias, estudia el ser —la esencia—
y sus condiciones), el liderazgo y la supremacía de la raza y la cultura germanas
y la idea de nación.

Como consecuencia directa de todo esto, Fichte propugnaba por la creación de


un Estado-nación alemán modelado a imagen y semejanza del poderoso Sacro
Imperio Romano germánico. Este primer nacionalismo era de clara inspiración
conservadora y burguesa y estaba muy inspirado por el movimiento romántico,
con su visión idealizada de la historia, el folclore y la cultura. Estos principios
serían la base de los llamados «nacionalismos de primera generación», también
conocidos como «nacionalismo centrípeto», que tuvieron una gran pujanza a lo
largo de la primera mitad del siglo XIX en Europa y en América Latina.

El término «centrípeto» hace hincapié en el carácter unificador o integrador de


esta forma de nacionalismo, que pretende concentrar a una gran masa de
individuos en torno a un mismo sentimiento identitario auspiciado por elementos
biológicos (la raza), culturales (la lengua) e históricos (el pasado) comunes.

Ejemplos significativos de los mismos fueron la fundación de Suiza (1815), merced


al Tratado de Viena; la declaración de la Primera República Helénica (1822), por la
cual Grecia se independizó del Imperio Otomano; la independencia de Bélgica
(1830) y las unificaciones de Alemania (1848) e Italia (en 1861 es proclamado el
Reino de Italia). Mientras que en América Latina, de la mano de líderes como
Simón Bolívar, Francisco de Miranda o José San Martín, se produjo un
nacionalismo iberoamericano en contra de la corona española que cristalizó con la
independencia de Venezuela (1811), Argentina (1816), Chile (1818), Colombia (la
Gran Colombia, república conformada además por Ecuador, Panamá y Venezuela,
entre 1819 y 1831), Perú (1821) o Bolivia (1825).

Era este un tipo de nacionalismo identitario u orgánico de signo romántico, basado


en un criterio étnico, según el cual la legitimidad de la nación para convertirse en
un nuevo Estado se deriva de un derecho natural y es expresión de
su singularidad cultural y de raza (cultura étnica histórica de las naciones).
Este tipo de nacionalismo se opuso al racionalismo y al cosmopolitismo ilustrado y
se apoyó intelectualmente no solo en las ideas de Fichte, sino también en las
de Jean-Jacques Rousseau (especialmente la de la voluntad general y la teoría
de El contrato social) y Johann Gottfried von Herder (la noción de volksgeist o
«espíritu del pueblo»). Su legitimidad deriva de la necesidad de creación de un
Estado encargado de proteger a los miembros del grupo étnico-nacional y la
facilitación de las condiciones de vida sociocultural del grupo. Las necesidades de
la nación están por encima de cualquier deseo individual.

Frente a este tipo de nacionalismo de primera hora, ya en el siglo XX y en el


contexto de la desintegración de los imperios y las grandes naciones-Estado
europeas del siglo anterior —el Imperio Austrohúngaro, el Imperio Ruso, el
Otomano, etc.—, surge una nueva forma nacionalista, de segunda generación,
denominada «centrífuga». Esta, en vez de la integración del anterior, aboga por
la fragmentación de estos gigantescos estados, conformados por una amalgama
de pueblos de muy distintas culturas y orígenes, en múltiples naciones
nuevas (consideradas minorías nacionales) independientes entre sí.

Frente al proceso unificador del primer nacionalismo, en el que los individuos se


congregan en torno a una nación que les integra, las naciones resultantes de este
nuevo proceso nacionalista «centrífugo», por el contrario, lo son merced a
un proceso emancipador o secesionista que las desliga de los estados en los que
hasta entonces habían estado incluidas.

Así, a modo de ejemplo, podemos señalar como, tras la disolución del Imperio


Austrohúngaro en 1914, en vísperas de la Primera Guerra Mundial, sus territorios
albergaron el nacimiento de nuevos estados europeos: Austria, Hungría, Chequia,
Eslovaquia, Eslovenia, Croacia, Bosnia y Herzegovina, así como de las regiones
(a menudo provincias autónomas) de Voivodina y el Banato Occidental en Serbia;
Bocas de Kotor en Montenegro; Trentino-Alto Adigio y Trieste en Italia;
Transilvania, el Banato oriental y Bucovina en Rumanía; Galitzia y Silesia en
Polonía y la Rutenia Transcarpática en Ucrania.

A finales del siglo pasado, tras la caída del muro de Berlín en 1989, que sería algo
así como el acontecimiento desencadenante o precipitador de la desintegración de
la Unión Soviética, las antiguas Repúblicas Socialistas Soviéticas fueron
declarando su independencia desde que lo hiciese Ucrania (en agosto de 1991) y
a la que seguirán, entre otras, Bielorusia, Moldavia, Azerbaiyán, Kriguisia y
Uzbekistán.

En el continente asiático, como resultado del proceso descolonizador que


concluye a finales de la década de los 60, también proliferó el surgimiento de
nuevos estados nacionales como Indonesia, Pakistán o Bangladesh. Buena parte
de esta oleada de movimientos nacionalistas anticolonialistas o
antiimperialistas tenían un cariz de nacionalismo popular o nacionalismo de
izquierda, basado en criterios como los de justicia social, la igualdad, la soberanía
popular y el nacionalismo económico, y tenían como objetivo la autodeterminación
nacional frente a los Imperios coloniales que les dominaban.

De carácter progresista, cuando no abiertamente revolucionario, hizo de


la insurgencia y la lucha armada dos de sus principales herramientas de contienda
política. Ese mismo ejemplo lo encontramos en América Latina, enfrentado a las
oligarquías locales y al control hegemónico de las grandes potencias del Primer
Mundo.

Por «nacionalismo de tercera generación» se conoce un resurgimiento, a finales


del siglo XXI y en las primeras décadas del siglo XXI, de este nacionalismo
disgregador o «centrífugo». Se trata, mayoritariamente, de comunidades o
regiones que forman parte de unidades nacionales mayores y que
tienen reivindicaciones sobre su propia soberanía nacional y su deseo de
constituirse (gracias al derecho de autodeterminación de los pueblos) en estados
independientes propios.

La mayor parte de las naciones europeas albergan este tipo de conflictos —la Liga
Internacional por los Derechos y la Liberación de los Pueblos, organismo de la
ONU, los cuantifica en la actualidad alrededor del medio centenar de casos
en todo el mundo—: Reino Unido (Irlanda del Norte, Escocia y Gales), Francia
(Occitania, Alsacia, Córcega y Bretaña), Alemania (Baviera), Italia (Cerdeña,
Véneto, Sicilia), Bélgica (Flandes), Rusia (Osetia, Chechenia y Karelia), etc.

En España, las principales reivindicaciones históricas son las del País Vasco y
Cataluña, entre otras menores. Otras luchas nacionalistas significativas son las del
movimiento independentista de Québec (Canadá), la del Tíbet y el nacionalismo
uigur (República Democrática de China), el pueblo palestino frente al estado de
Israel y el saharaui (Sahara Occidental) respecto a Marruecos.

A pesar de que los movimientos nacionalistas no siempre van unidos a la violencia


y el uso del terror —por ejemplo, con consolidación de las democracias liberales y
el estado de Derecho, las reivindicaciones nacionalistas han ido encauzándose
por el camino de la actividad política legítima y/o a través de formas de
reivindicación no violentas como la desobediencia civil—, es cierto que los
movimientos nacionalistas han exhibido, a lo largo de la historia,
una capacidad de destrucción y una resistencia superior a la mostrada por las
facciones terroristas-revolucionarias de la «nueva izquierda», que eclosionaron en
las décadas de la «guerra fría» de los 60 y 70, cuantitativamente más reducidas y
generalmente con menor capacidad operativa.

Para empezar, tienden a ser significativamente mayores en número,


sus fuentes para reclutar miembros suelen ser más amplias y, aunque su causa —
liberar o unir una nación— no sea necesariamente más factible que el sueño
revolucionario de conseguir una completa transformación social, el nacionalismo
ha prevalecido en las sociedades modernas, sobreviviendo precisamente por su
firme conexión con un sentimiento identitario, visceral y cuya legitimidad se halla
en el derecho natural.

Dentro de ese conjunto de derechos universales, anteriores, superiores e


independientes del derecho positivo, destaca como una de sus bases doctrinales
el derecho de autodeterminación —es decir, el hecho de que las naciones deban
disfrutar de una soberanía política desde la que poder desarrollar su singularidad
cultural, y que tengan derecho inalienable a la misma—, una invención intelectual
del siglo XX, proclamado por Naciones Unidas en 1966 en el pacto Internacional
de Derechos Civiles y Políticos.

Por todos estos motivos, resulta comprensible que incluso un movimiento


nacionalista cuya lucha esté objetivamente abocada al fracaso (como el caso de
los chechenos respecto a Rusia), este pueda decidir no rendirse nunca.

Uno de los ejemplos más ilustrativo al respecto es el caso

armenio. El terrorismo armenio moderno se remonta a la década

de 1890 (etapa clave para el despertar nacional de toda Europa y

década de violencia política libertaria), cuando

los dashnags (Federación de Revolucionarios Armenios) se

organizaron a imitación de los narodniki rusos. Pero sus

acciones, así como las de muchos otros grupos armenios

posteriores (la más conocida fue el intento de toma de la

embajada turca en Lisboa por el Ejército Revolucionario Armenio

en 1983), estaban determinadas (y justificadas) por una larga

memoria histórica que se remontaba a la legendaria lucha del

general Vartán contra los persas alrededor del año 450 D. C.

Aunque su tono era religioso más que de defensa nacional, esta

causa pasó a incorporarse a luchas posteriores —sobre todo tras

las masacres de la década de 1890 y el genocidio de 1916—


hasta convertirse en lo que Tölöylan (1987) denomina una

«narrativa tipológica-prefigurativa», esto es, la historia de un

pueblo en la que se prescinde de los cambios de contexto a lo

largo del tiempo, con lo que pasado, presente y futuro confluyen,

y que, por lo tanto, legitima una lucha igualmente ayer, hoy o

mañana, sin tener en cuenta las transformaciones del contexto

histórico. Una lucha mítica, atemporal, anclada del paso del

tiempo.

Cuando una nación carece de Estado, la tarea de preservar su identidad


cultural se convierte en uno de sus principales objetivos estratégicos y se
incrementa la presión para que se adopte algún tipo de medida al respecto.

Para el nacionalismo, en tanto que ideología política, los derechos de todas y cada
una de las naciones son idénticos independientemente de su tamaño, situación
geográfica o viabilidad práctica. El asunto principal es de «conciencia» (o voluntad
general, utilizando el término de Rousseau), o, en otras palabras, el hecho de si
los miembros de esa nación se muestran convencidos de poseer una identidad
colectiva, tal y como la conciben los nacionalistas, que legitime su soberanía
nacional.

El terrorismo puede desempeñar un papel fundamental en la labor de conservar o


«resucitar» el espíritu nacionalista, así como en la batalla que acompaña a este
contra un gobierno contemplado como ilegítimo, extranjero o colonial.

Pero existe otro problema que podría ser de resolución más complicada: lo que


más frecuentemente se interpone en el camino de movimientos
nacionalistas como los de liberación nacional (nacionalismo popular) no es solo
el gobierno extranjero, sino la presencia de grupos étnicos heterogéneos que
cohabitan dentro del presunto territorio nacional(aparentemente, es la conjunción
entre una unidad construida socialmente –la cultura- y la ocupación de un territorio
lo que hace creer a la gente que la nación es un concepto natural o, incluso,
predestinado a la Divinidad; pero pocas veces es algo evidente).

Esos otros grupos pueden resistirse a formar parte de esa nación insurgente y es
en estos casos cuando surge una nueva dimensión del terrorismo: la masacre
comunitaria, los genocidios y la limpieza étnica. Incluso, aunque estos grupos no
opongan resistencia, el resultado puede ser idéntico, y es que los nacionalistas
son muy intolerantes ante la diversidad o la pluralidad.
Así, una vez enraizadas las causas y las reivindicaciones nacionalistas tienen
una resistencia (histórica) asombrosa. De hecho, y a pesar de que, como
resultado del proceso imparable de la globalización, el mundo parece avanzar
hacia una era postnacional, muchos de estos movimientos parecen, si no
indestructibles, al menos sí lejanos a su desaparición/solución.

Un buen número de grupos nacionalistas ha conseguido, en el pasado, mantener


sus campañas terroristas durante una generación o más, los ejemplos más
significativos serían, sin duda, los del Ejército Republicano Irlandés (IRA, según
sus siglas en inglés) y, en nuestro país, la actividad terrorista de Euskadi Ta
Askatasuna (ETA), si bien el devenir histórico de ambos ha conducido a dichas
organizaciones por el camino de la lucha política legítima desde dentro del sistema
democrático y de derecho.

La más antigua de todas las causas nacionalistas aún activas es, sin duda,


el movimiento republicano irlandés, cuya campaña armada se alargó en el tiempo
durante casi cincuenta años de andadura y cuyos orígenes se remontan más de
medio siglo atrás.

Aunque las tácticas han variado con el tiempo, el Ejército Republicano Irlandés
(IRA), en sus distintas nomenclaturas a lo largo de su historia, siguió la misma
lógica operativa establecida, allá por 1850, por la Hermandad Revolucionaria
Irlandesa. En términos de organización y funcionamiento, es posible que esta se
alargue incluso hasta una fecha anterior, concretamente a la época del terrorismo
agrario de los defensores católicos del siglo XVIII.

El grupo de «fuerza física» originario, la Hermandad Revolucionaria


Irlandesa (IRB), más conocido como los fenianos y denominada por sus miembros
simplemente como «la Organización», arrancó sus actividades violentas en torno
a 1858 como un grupo insurreccionista clásico que creía en la capacidad de una
pequeña vanguardia armada para infundir vigor al pueblo y dirigirlo a
una sublevación abierta. Pero, en su actividad, tuvo que enfrentarse a dos
dificultades principales:

 La necesidad de organizarse en secreto con el fin de evitar el control


policial;
 Saber elegir el momento adecuado en el que izar la bandera de la revuelta.
 La necesidad de garantizar su propia seguridad le obligó a seguir el diseño
de la masonería continental, que se organizaba en torno a una secuencia
de niveles de iniciación controlados cuidadosamente. De manera irónica,
esta postura les hacía parecerse a las sociedades secretas agrarias, cuyos
miembros, incorporados bajo juramento, dirigían en Irlanda la lucha por la
tierra. Una pugna, la del campesinado, que los fenianos rechazaban por
considerar que viciaba la causa de la independencia nacional, motivo que
les llevó a romper relaciones con la Iglesia católica, la cual les condenó por
considerarlos radicales librepensadores.
 Con todo, su mayor problema era la escasa capacidad de una organización
secreta para preparar al pueblo en el momento de la insurrección: habría
que confiar en que (y de este supuesto se partía) el sentido innato
de necesidad de independencia que nacía del pueblo fuera suficiente para
encender la chispa de la acción armada y enfrentar a las masas contras las
tropas gubernamentales inglesas. Pero esto nunca llegó a suceder; no lo
hizo en Irlanda ni en ningún otro lugar en donde los grupos
insurreccionistas se organizaron y esperaron pacientemente el momento de
la lucha armada abierta y a gran escala.
 El salto republicano al terrorismo, algo que desde la perspectiva del siglo
XX parecía inevitable, fue, sorprendentemente, objeto de indecisión y
debate. Al fracaso del fenianismo militar —la, en principio, prometedora
idea de infiltrar durante el período 1864-66 regimientos irlandeses en el
ejército británico para más tarde volverse contra Gran Bretaña— le siguió la
«espectacular» explosión de Clerkenwell (1867), considerada como
el primer atentado urbano con bomba del mundo, y que, entonces, resultó
ser un hecho aislado que nunca se repetiría.
 Los líderes de la organización feniana de Irlanda
seguían comprometidos con el concepto de «guerra honorable» y
mostraban su hostilidad al terrorismo, al que asociaban con las turbias
actividades de las sociedades secretas agrarias. Pero la explosión de
Clerkenwell tuvo un impacto en la política británica mucho mayor que el
generado por cualquiera de las «honorables» campañas militares llevadas a
cabo por la Hermandad.
 De hecho, le debemos las importantes reformas propuestas por el Primer
Ministro William Gladstone en 1868 bajo el lema de «Pacificar Irlanda». Si
bien el Consejo Supremo de la Hermandad apenas se inmutó por estos
logros, que tachó de irrelevantes e incluso de dañinos para la lucha en pro
de la liberación nacional, otras facciones republicanas vieron en la lucha
armada una herramienta política.
 Tanto las facciones de los skirmishersde O’Donovan Rossa como el Clan
na Gael («El clan de los Gaélicos») adoptaron, a partir de la década de
1880, métodos claramente terroristas. En el caso de los últimos, influidos
por las acciones anarquistas y populistas que proliferaban por toda Europa.


 Figura 3. O’Donovan Rossa.
Fuente: Wikipedia.
 Rossa, por su parte, fue uno de los pioneros del republicanismo violento y uno de los
primeros defensores de la guerra asimétrica contra el Reino Unido. El Clan, con el
nuevo liderazgo de dos «hombres de acción» como Alexander Sullivan y Michael
Bolland, apostó plenamente por la violencia
y la dinamita como herramientas de lucha política.
 En los años siguientes se sucedió lo que ha dado a conocerse como la «Guerra de la
dinamita», una serie de explosiones provocadas en Londres que, aun siendo
más potentes que las de 1867, no resultaron tan efectivas como cabría esperar. Una
táctica violenta a la que se opuso abiertamente la Hermandad Revolucionaria
Irlandesa, que cortó sus lazos con los patriotas irlandeses-norteamericanos que
representaban el bando radical.
 Uno de los primeros resultados de esta fallida campaña terrorista fue la erosión de
las libertades que los ingleses habían ido entregando a Irlanda, entre ellas, y
muy significativamente, la creación de la primera policía política de Gran Bretaña, la
Rama Especial Irlandesa (Irish Special Branch). Un hecho que resulta revelador de
la radicalización progresiva que estaba alcanzando el conflicto.
 Paralelamente al fracaso de la campaña de explosiones del Clan, en la última
década del siglo XIX se funda una nueva facción dentro del nacionalismo
irlandés que, pese a su poca pujanza en sus orígenes, tendrá una gran influencia en
el pensamiento republicano posterior. Se trata del Partido Republicano Socialista
Irlandés, una mezcla de los ideales republicanos con los principios del socialismo
obrero.
 En el contexto de la gran huelga general en Dublín de 1913, y bajo sus órdenes,
se funda el Ejército Ciudadano Irlandés, una milicia concebida originalmente
como protección contra la violencia policial a los huelguistas. Sin embargo, más
tarde se transformaría en un instrumento (de vanguardia, no ya
defensivo) dentro de la lucha revolucionaria y resultaría determinante en
el Levantamiento de Pascua de abril de 1916 que proclamó la independencia de
la República Irlandesa.
 La respuesta británica al Levantamiento, al que consideró un acto de rebelión y de
traición, no se hizo esperar, declarando la Ley Marcial y reprimiendo violentamente la
revuelta. Las autoridades inglesas culparon del levantamiento al Sinn Féin, un
pequeño partido político que, ante la pérdida de adeptos de otras facciones
republicanas, triunfó en las elecciones generales de 1918, en las que obtuvo 73
escaños. Los parlamentarios del Sinn Féin se negaron a sentarse en Westminster y
crearon su propio parlamento, el First Dáil, en 1919, como antesala a
la proclamación de la República de Irlanda (enero 1919).
 En septiembre de ese año los ingleses prohibieron el parlamento irlandés,
declarándolo una asamblea ilegal, y confirmaron que Irlanda seguía formando parte
del Reino Unido. Frente a posiciones pacíficas que propugnaban por la resistencia
pasiva, esta situación dio pie a un conflicto armado (1919-1921) entre las fuerzas
paramilitares británicas —los Black and Tans y la División Auxiliar— y los miembros
del Ejército Republicano Irlandés (IRA), una guerra de guerrillas que ha dado en
denominarse la Guerra de la Independencia Irlandesa.
 Aunque, originalmente, la primera alusión a un ejército republicano irlandés proviene
de los tiempos de la insurgencia feniana de la década de 1860, este se fundó de
manera oficial en 1917, formado por los voluntarios irlandeses que se negaron a
alistarse en el ejército británico durante la Primera Guerra Mundial, así como de
antiguos miembros del Ejército Ciudadano y otros patriotas.
 Durante la guerra, el IRA fue el ejército que defendió a la República de
Irlanda declarada por la Asamblea de Irlanda (Dáil Éireann). Desde el punto de vista
del IRA, la independencia del país no podría conseguirse sin el uso de la
violencia como herramienta de lucha política. De forma que sus medios, estrategias y
acciones abundaron en prácticas de violencia y asesinato político.
 Durante la Guerra Civil Irlandesa (1922-1923), que siguió a la anterior y que
significó la pugna entre republicanos y nacionalistas irlandeses, enfrentados a
causa del Tratado Anglo-Irlandés de 1921, el IRA se escindió, y así, muchos de
los combatientes de ambos bandos fueron antiguos miembros del mismo, ahora
enfrentados entre sí. Tras la misma, el IRA, opuesto al tratado y en el bando
perdedor, siguió activo (bajo varias denominaciones distintas) durante las siguientes
cuatro décadas hasta una nueva escisión en 1969. Tras la división y la guerra civil, el
IRA decidió apartarse de la esfera política y lanzó dos ofensivas inequívocamente
terroristas: la campaña «británica» de bombas de 1938-39 y
la fronteriza de 1956-62.
 La década de los 60 asistió a un espectacular renacer de la acción terrorista de la
organización. Sin embargo, a finales de la misma, esta se separó, dando paso
al IRA Oficial, mayoritariamente de ideología marxista y que
abandonó definitivamente la lucha armada en 1972, y el IRA Provisional, que
lanzó una guerra de guerrillas en contra de objetivos en Irlanda del Norte, con la
intención de incorporar dicho territorio a la República de Irlanda, que pasaría a
abarcar los 32 condados que componen la isla.
 El IRA Provisional nacía como una fuerza de defensa comunal, que podría ser
definida no tanto como una organización terrorista, sino como un frente de
liberación nacional (algo así como un «ejército del pueblo», según su propia
visión) con una actividad subsidiaria de corte terrorista.
 De este modo, combinaba «acciones espectaculares» con series de asesinatos
callejeros claramente sectarios, resultado de la continua venganza entre los grupos
paramilitares republicanos y unionistas —período de violencia conocido como The
Troubles  («Los problemas») y que se alargó entre 1968 y la firma del acuerdo del
Viernes Santo en abril de 1998—, y no tanto como intento de influir sobre la opinión
pública.
 El resurgir de los resultados electorales del brazo político del IRA, el Sinn Féin, a
partir de los años 80, tras las huelgas de hambre de los presos en Irlanda del Norte
de 1981, que supusieron un pulso de la causa contra el gobierno de Margaret
Thatcher, significó la elección del miembro del IRA Bobby Sands al parlamento
británico.
 Tras su muerte, la posterior elección de Owen Carron terminó por convencer
al partido de las ventajas de abandonar las armas e incorporarse a la lucha
política legítima. De modo que en 1994, el IRA Provisional abandonó
definitivamente la lucha armada. Desde entonces, el Sinn Féin se ha convertido en
la fuerza nacionalista más poderosa tanto en Irlanda del Norte como en
la República de Irlanda.
 El Acuerdo del Viernes Santo (también conocido como Acuerdo de Belfast), en abril
de 1998 selló el pacto entre los gobiernos británico e irlandés, el pueblo de Irlanda del
Norte y la República de Irlanda, merced a un referéndum y la mayoría de las fuerzas
políticas norirlandesas para poner fin a la violencia, encauzando el conflicto dentro
de los estrictos límites de la política.
Renan, E. (1987). ¿Qué es una nación?: Cartas a Strauss (p. 82). Madrid: Alianza Editorial.

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