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Jaime Rest

Borges Y El Pensamiento
Nominalista
(1976)
Índice
Abreviaturas............................................................................................................................ 4
Nota Preliminar ...................................................................................................................... 6
I. El "Pensamiento Sistemático"........................................................................................ 10
1. Negación De La Cosmología ........................................................................................ 11
2. Heresiarcas Y Teólogos ................................................................................................ 13
3. Elogio Del Nominalismo............................................................................................... 19
4. El Sentimiento Trágico De La Vida .............................................................................. 25
5. Conclusiones ................................................................................................................. 27
II. El Universo De Los Signos .............................................................................................. 30
1. Dificultades Del Conocimiento ..................................................................................... 31
2. Gravitación De La Palabra ............................................................................................ 37
3. Realidad Y Ficción ........................................................................................................ 40
4. Ambigüedad Verbal Y Desamparo Humano ................................................................ 45
5. Conclusiones ................................................................................................................. 47
III. El Espacio Literario ........................................................................................................ 49
1. Función De La Crítica ................................................................................................... 50
2. Metáfora Y Ficción ....................................................................................................... 55
3.. Hacia La Realidad ........................................................................................................ 60
4. Conclusiones ................................................................................................................. 64
Epílogo. El “Silencio Privilegiado” ...................................................................................... 65
1. Descubrimiento Del Silencio ........................................................................................ 66
2. Reivindicaciones Del Silencio ...................................................................................... 68
3. El Silencio En La Palabra.............................................................................................. 73
4. Actualidad Y Permanencia Del Silencio ....................................................................... 78

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Arribo, ahora, al inefable centro de mi relato; empieza, aquí, mi desesperación de escritor.
Todo lenguaje es un alfabeto de símbolos cuyo ejercicio presupone un pasado que los
interlocutores comparten; ¿cómo transmitir a los otros el infinito Aleph, que mi temerosa me-
moria apenas abarca? Los místicos, en análogo trance, prodigan los emblemas: para signi-
ficar la divinidad, un persa habla de un pájaro que de algún modo es todos los pájaros; Alanus
de Insulis, de una esfera cuyo centro está en todas partes y la circunferencia en ninguna;
Ezequiel, de un ángel de cuatro caras que a un tiempo se dirige al Oriente y al Occidente, al
Norte y al Sur.
El Aleph

Las palabras son símbolos que postulan una memoria compartida. La que ahora quiero his-
toriar es mía solamente; quienes la compartieron han muerto. Los místicos invocan una rosa,
un beso, un pájaro que es todos los pájaros, un sol que es todas las estrellas y el sol, un
cántaro de vino, un jardín o el acto sexual. De esas metáforas ninguna me sirve para esa larga
noche de júbilo, que nos dejó, cansados y felices, en los linderos de la aurora.
El Congreso

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ABREVIATURAS
Las referencias que se hacen en el texto a las obras de Borges indican la sigla y página del
correspondiente volumen, según la nómina que es proporcionada a continuación, en la que
además se especifica entre paréntesis la fecha de la primera edición, cuando no fue la em-
pleada en el presente trabajo. Todas las remisiones a Discusión corresponden a la edición de
Gleizer, 1932 (D, I), salvo cuando se trata de materiales agregados al tomo de las "Obras
Completas" aparecidas en volúmenes individuales, publicado por Emecé, 1957 (D, II).
A El Aleph. Madrid, Alianza Editorial, 1971 (1949).
AE "An Autobiographical Essay", incluido en The Aleph and Other Stories; Nueva York,
E.P. Dutton, 1970; págs. 203-260.
ALG Antiguas literaturas germánicas. México, Fondo de Cultura Económica, 1951.
DI Discusión. Buenos Aires, Gleizer, 1932.
D II Discusión. Buenos Aires, Emecé, 1966 (1957).
ES Elogio de la sombra. Buenos Aires, Emecé, 1969 (Colección Piragua).
F Ficciones. Buenos Aires, Emecé, 1956 (1944).
H El hacedor. Buenos Aires, Emecé, 1960.
HE Historia de la eternidad. Buenos Aires, Emecé, 1953 (1936).
HUI Historia universal de la infamia. Buenos Aires, Emecé, 1954 (1935).
IB El informe de Brodie. Buenos Aires, Emecé, 1970.
LA El libro de arena. Buenos Aires, Emecé, 1975.
LS Libro de sueños. Buenos Aires, Torres Agüero, 1976.
MF El "Martín Fierro". Buenos Aires, Editorial Columba, 1953.
OI Otras inquisiciones. Buenos Aires, Emecé, 1971 (1952).
OP Obra poética. Buenos Aires, Emecé, 1969 (1962).
OT El oro de los tigres. Buenos Aires, Emecé, 1972.
P Prólogos. Buenos Aires, Torres Agüero, 1975.
También se utilizaron las siguientes obras, que incluyen declaraciones o participación de
Borges:
Antología: Jorge Luis Borges, Silvina Ocampo y Adolfo Bioy Casares, Antología de la
literatura fantástica. Buenos Aires, Editorial Sudamericana, 1940.
Burgin: Richard Burgin, Conversations avec Jorge Luis Borges. París, Gallimard,
1972. [Título del original inglés: Conversations with Jorge Luis Borges."]
Crónicas: Jorge Luis Borges y Adolfo Bioy Casares, Crónicas de Bustos Domecq.
Buenos Aires, Losada, 1967.

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Charbonnier: Georges Charbonnier, El escritor y su obra. México, Siglo XXI, 1967. [Tí-
tulo del original francés: Entretiens avec Jorge Luis Borges.]
Di Giovanni: Borges on Writing, edited by Norman Thomas di Giovanni, Daniel Halpern,
and Frank Mac Shane. Londres, Alien Lañe, 1974.
Milleret: Jean de Milleret, Entrevistas con Jorge Luis Borges. Caracas, Monte Ávila,
1970. [Título del original francés: Entretiens avec Jorge Luis Borges.]
Problemas: H. Bustos Domecq [seudónimo de Jorge Luis Borges y Adolfo Bioy Casares],
Seis problemas para don Isidro Parodi. Buenos Aires, Sur, 1964 (1942).

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NOTA PRELIMINAR
El presente ensayo no se propone un estudio integral de la obra de Borges: apenas pretende
un relevamiento de la concepción nominalista que es posible entresacar de los volúmenes en
prosa que publicó desde 1932 (primera edición de Discusión) hasta 1960 (aparición de El
hacedor). Dichos límites no han sido impedimento para que se utilizaran otros textos, cuando
contribuían al propósito de esclarecer las ideas examinadas. De cualquier manera, los
alcances de la investigación no aspiran a exceder las fronteras señaladas. No me considero
especialista en la obra de Borges y no me he propuesto manejar la extensísima bibliografía
que sus escritos han suscitado. Preferentemente, mi interés se encaminó al aprovechamiento
de la información en apariencia extrínseca que permitió construir el argumento que aquí se
ofrece. Éste, por lo demás entraña una consecuencia que no se circunscribe al autor
estudiado: en el pensamiento moderno existe una estrecha relación subyacente entre
nominalismo filosófico, lenguaje místico y concepción liberal de la tolerancias Por encima
de cuantas objeciones se le hayan formulado, personalmente opino que se trata de una de las
corrientes más fecundas en el desenvolvimiento cultural de los últimos siglos, no superada
hasta nuestros días; no digo la más fecunda por la exclusiva razón de que pienso, como me
enseñó E. M. Forster, que en esta vida únicamente se pueden dar tres ¡hurras! (no sólo dos)
por la Ciudad Celestial. Sea como fuere, la tesis central de este ^enfoque consiste en que la
obra examinada es el resultado de una concepción orgánica y unitaria, cuya clave debe
buscarse en el nominalismo: contrariamente a lo que el mismo Borges suele mostrarse
dispuesto a reconocer de manera explícita —y con pleno derecho, pues esa revelación no le
incumbe a él como persona sino al "dibujo en el tapiz" que proponen sus escritos por sí
mismos—, se trata de un ciclo literario que no se limita a acumular piezas admirables y
vástamente elogiadas; entraña, por añadidura, una interpretación coherente del mundo y del
hombre que debemos admitir como tal si nuestro propósito es introducirnos en los textos,
compartamos o no las convicciones del autor. Pero afirmar que es una trayectoria unitaria no
significa en modo alguno sostener al mismo tiempo que sea unívoca; acaso haya otras
perspectivas esclarecedoras que servirían para complementar o rectificar la empleada aquí.
En todo caso, cabe sospechar, con las debidas reservas, una posible veta de reflexión sobre la
existencia, vinculada a la admiración que Borges siente por Unamuno y al entusiasmo que ha
demostrado por Kafka: la agonía y el desamparo humanos se muestran estrechamente
relacionados con la imposibilidad de acceder a una certidumbre inequívoca. Esto sugiere que
acaso ambas proposiciones admitan reconciliarse en una interpretación más amplia y
comprensiva que la presente. Es lícito barruntar que ciertos indicios de nominalismo ya
pueden trazarse en los materiales reunidos por Diels y Kranz en Die Fragmente der
Vorsokratiker; así parecen indicarlo algunos pasajes que proceden de Leucipo y Demócrito,
en los que se enfatiza el desajuste entre los instrumentos especulativos del hombre y la
naturaleza de la realidad; al menos, en el último de los pensadores mencionados leemos que
"no se sabe por dónde llegar a conocer lo que verdaderamente cada cosa es". Pero el
afianzamiento pleno de la doctrina nominalista en el mundo moderno debe explorarse a lo
largo del desenvolvimiento filosófico que media entre Occam y la irrupción del empirismo
radical, proceso que culmina cuando Hume puntualiza la insuficiencia de nuestros recursos
intelectuales para descubrir el ordenamiento último del universo, afirmación que nos
enfrenta con el hecho de que formamos parte de una realidad separada del entendimiento

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humano por un abismo sobre el cual jamás se podrá tender un puente definitivo. Enunciado
en otros términos, ello nos " advierte que a una gnoseología nominalista como la que maneja
Borges corresponde de manera casi inevitable una antropología (y quizá también una ética)
de corte existencial.
Por otra parte, el intento de esclarecer la rigurosa elaboración de esta obra no es ajeno a un
aspecto fundamental de la tarea inherente a todo hombre de letras. Borges, ál igual que
Gustave Flaubert o que Henry James, obliga a replantear el viejo problema de la "ética del
escritor", de los alcances que entraña tal responsabilidad. Cada artista tiene, incuestio-
nablemente, un compromiso moral con la sociedad en que desenvuelve su actividad —que es
su tan mentado compromiso específico—, pero casi siempre la índole de tal obligación ha
sido interpretada con criterio bastante confuso e inexacto. Para contribuir a la plenitud del
mundo en que vive, la tarea del poeta no consiste en desconocer o marginar las características
intrínsecas de su oficio, sino en enfatizarlas. Su meta no es internarse en la resolución de
problemas sociales o económicos —en los que, por lo menos, no es especialista—, ni
tampoco en vociferar solidaridades minoritarias o masivas. Lo que debe proponerse es
subrayar la naturaleza de su actividad. En los últimos tiempos, la crítica ideológica ha
insistido en que la palabra griega póiesis fue interpretada maliciosamente en el mundo
moderno, pues no significa "creación" (en sentido mágico o exquisito) sino "producción"
(con valor artesanal). Aceptamos este juicio, sin entrar en polémica acerca de su validez;
pero opinamos que ello desemboca en un principio insoslayable: la tarea del escritor apunta a
que resplandezca la producción en sí misma, pues ese es el motivo de que su labor reciba tal
nombre por antonomasia. Es decir, el poeta exalta el trabajo en sí mismo, no sus con-
secuencias o su aplicación. Por lo tanto, los méritos del artista suelen ser proporcionales a su
disciplina e independencia; su función social consiste principal y acaso exclusivamente en
obrar con absoluta libertad pero también con obstinado e inclaudicable rigor íntimo, con el
objeto de desarrollar las posibilidades de su acción hasta el término que se ha propuesto, sin
concesiones. Esta es una de las cualidades más notables de cuanto Borges ha realizado. Con
excesiva facilidad se lo ha denunciado por falta de permeabilidad a factores circunstanciales
o se lo ha objetado por seguir sin vacilaciones una senda que su propia conciencia le dictó.
Precisamente, en esta posición radica una de sus principales virtudes, tal vez la más
memorable de un compromiso que no tiene nada de equívoco o extemporáneo. Por cierto,
ningún lector está obligado a compartir la óptica política o social de Dante, de Shakespeare o
de Racine; pero si se los ha reconocido como clásicos, ello deriva de que no abrigamos dudas
en compartir la óptica que tenían con respecto a su oficio. No es una mera reivindicación del
formalismo, téngase bien en cuenta; es una exaltación del trabajo como aptitud configuradora
por cuyo intermedio cada hombre contribuye, en su campo, al desenvolvimiento de la vida
comunitaria. Más allá de todo debate, esto es lo que queda de la obra de Borges —y sin duda
no es poco— como aporte ejemplar: se propuso desentrañar una imagen del hombre que
tenía imperiosa necesidad de comunicar. Lo ha hecho en las circunstancias más difíciles, en
medio de grandes conflictos y de profundos cambios cuya concresión tantos han querido
capitalizar sin orden ni claridad mentales. Cabe preguntar si tamaño aporte no es más que
suficiente para acallar controversias inútiles y para encauzar un estudio riguroso de sus
escritos, único procedimiento que justificará ulteriores diferencias de opinión.
Es indispensable agregar una advertencia más, de índole muy diversa. Como bien sabe todo
lector reflexivo y avisado, las "notas preliminares" se escriben cuando el libro ya se ha
terminado de redactar. Por lo tanto, al cerrarlo con estas páginas iniciales, deseo abrirlo en

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un aspecto que su desarrollo ha excluido pero que, sin duda, reviste importancia funda-
mental. Borges ha creado un verdadero mito de Macedonio Fernández, pero curiosamente
ha dicho poco sobre su obra, inclusive en el prólogo que le dedicó (P, 52-61). Por este mo-
tivo, en nuestra persecución de relaciones y parentescos literarios a través de la información
que proporciona el autor de Ficciones sobre sí mismo no ha tenido cabida un hecho que, por
consiguiente, es indispensable dejar registrado aquí, sin mayor elaboración: en qué medida el
pensamiento de Borges se nutrió en ideas tan admirables que tal vez lo introdujeron en
muchos problemas que luego indagó, o que quizá le ofrecieron pistas para integrar sus
propias preocupaciones ya existentes. Al respecto, un epígrafe que resumiría definitiva-
mente los argumentos articulados en el estudio que se intenta a continuación podría ser éste,
tomado de No todo es vigilia la de los ojos abiertos: "A cosas de nuestra alma vigilia llama
sueños. Pero hay de ésta también un despertar que la hace ensueño: la crítica del yo, la
Mística". Pienso que la producción íntegra de Borges ha sido una desesperada búsqueda de
este despertar anunciado por Macedonio Fernández.
Una observación adicional: considero que el enfoque de Borges proporcionado en estas
páginas es, para mí, provisional. Con respecto al momento presente, pienso que ya hay un
Borges "último" o, por lo menos, "ulterior"; es el que está en los relatos de El informe de
Brodie y de El libro de arena ("Guayaquil", "El evangelio según Marcos", "El informe de
Brodie", "There are more things", "Utopía de un hombre que está cansado", "El disco", entre
otros). No es, en esencia, diferente del anterior; pero, como en los poemas tardíos de Yeats o
en el Eliot de los "cuartetos", hay, con respecto a sus textos precedentes, una suerte de
transparencia, de simplicidad y despojamiento. Sospecho que acaso sea lo mejor de su obra.
Me impide ver con claridad el hábito, la circunstancia de que lo he seguido en el curso del
tiempo y de que, al igual que los restantes lectores que vivieron el crecimiento de su pro-
ducción, estoy deslumbrado por las experiencias pasadas. Tal vez escribo este libro para
despojarme de tal visión y para poder releerlo en el futuro sin residuos cronológicos: quiero
volver a descubrirlo a partir de las nuevas y sorprendentes prosas que ha estado escribiendo
en el período reciente. Por ese mismo motivo y en razón de esa misma espera, he preferido
fijar el límite de mis indagaciones en el año 1960.
Por lo que concierne al aspecto personal, el presente trabajo resume las apreciaciones de
muchos años durante los cuales he seguido con atención la trayectoria de Borges, cuyos
materiales me han fascinado. Tenía diecisiete años, en 1944, cuando establecí el primer
contacto significativo con su obra, al publicarse Ficciones. Recuerdo que esta circunstancia
me indujo a pergeñar algunas páginas, afortunadamente extraviadas en el transcurrir del
tiempo, en las cuales —si la memoria no me es infiel— algo había en germen de los
argumentos que terminé por desenvolver. Doce años más tarde, con motivo de un ciclo de
exposiciones radiofónicas sobre aspectos del lenguaje rioplatense, ensayé una nueva
incursión en el mismo asunto, que tampoco he conservado. En esa ocasión, el centro de
interés fue la relación de Borges con los efectos mágicos del lenguaje, indagada con el
auxilio de las observaciones que proporciona Ernst Cassirer, especialmente en The Myth of
the State.
Pero el estudio más sostenido comenzó hacia 1969, cuando la preparación de algunos
trabajos sobre cuento moderno me llevó a la actualización de las consideraciones sobre el
nominalismo mágico Borges. En 1972, invitado a colaborar en una publicación dedicada a la
literatura latinoamericana, pensé en analizar el ingrediente de humor en ''El Aleph" y "El

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Zahir". No obstante, me pareció que convenía la inserción de tal aspecto en la totalidad de
problemas que suponía el examen de estas narraciones. La tarea acabó por crecer e integrarse
en los tres capítulos de la obra que ahora se publica, los cuales fueron redactados, en el orden
en que aparecen, en la primavera de 1972, en el otoño de 1974 y en la primavera de 1975. El
epílogo, completado a principios de 1975, no fue concebido originalmente como parte del
conjunto, pero sospecho que en su forma actual ofrece un cuadro de la tradición en la que se
inscribe el pensamiento de Borges. Por cierto, utilizo la palabra tradición en el sentido que
suele otorgarle T. S. Eliot: como una continuidad dinámica, no como la reafirmación
dogmática de valores ontológicos (y, por tanto, inamovibles) que terminan mostrándose
rígidos y ahistóricos.
Los tres capítulos de este trabajo aparecieron originalmente en las entregas 3, 7 y 11/12 de la
revista Hispamérica, gracias a la cordial acogida que les dispensó su director, el profesor
Saúl Sosnowski. Dejo constancia asimismo de mi reconocimiento al doctor Eugenio
Pucciarelli, que me alentó en la preparación del epílogo. A la amistad del doctor Donald A.
Yates debo la invitación a participar en el XIV Congreso del Instituto Internacional de
Literatura Iberoamericana, realizado en East Lansing a fines de agosto de 1973, que me llevó
a presentar una ponencia sobre "Borges y la filosofía del lenguaje", incorporada más tarde en
la primera mitad del capítulo II. De manera muy especial deseo agradecer a Carlos Gardini,
quien advirtió antes que yo mismo la importancia que para mí tenía el "silencio privilegiado"
y debatió larga y esclarecedoramente el asunto conmigo. Las partes que fueron publicadas
anteriormente al incorporarse a la redacción final han sufrido algunas modificaciones y am-
pliaciones, en su mayoría formales, para subrayar la unidad y coherencia del propósito. Por
ese motivo, no se han eliminado, en cambio, las repeticiones que puedan contribuir a la
consistencia del argumento expuesto.
La índole sumamente personal de los asuntos desarrollados hace que no sólo me declare
exclusivo responsable de estas páginas sino que, por añadidura, las considere en mayor grado
mías que cuantas escribí hasta el presente: este es el Borges que he leído y que asumo
—como él diría— "por mi cuenta y riesgo".
Buenos Aires, 1° de julio de 1976.

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I. EL "PENSAMIENTO SISTEMÁTICO"

Nosotros (la indivisa divinidad que opera en nosotros)


hemos soñado el mundo. Lo hemos soñado resistente,
misterioso, visible, ubicuo en el espacio y firme en el
tiempo; pero hemos consentido en su arquitectura
tenues y eternos intersticios de sinrazón para saber
que es falso.
"Avatares de la tortuga" (OI, 156)

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1. Negación De La Cosmología
En 1763, un joven escocés conoció al hombre de letras londinense de mayor prestigio en la
época, al que siguió frecuentando para reunir notas sobre su vida y opiniones, con el secreto
propósito de intentar en el futuro una semblanza biográfica del gran escritor. Sólo nueve años
más tarde el doctor Johnson se enteró del proyecto que abrigaba su amigo James Boswell, a
cuyas intenciones en apariencia no opuso mayores reparos. Que Boswell escogiera al doctor
Johnson como motivo de su obra no resulta extraño; lo que realmente habría podido
sorprendernos hubiese sido el hecho de encontrar en textos tempranos de Johnson la
premonición de que algún Boswell irrumpiría en su existencia. Sin embargo, en un cuento de
Borges escrito ya en 1941 encontramos esta curiosa anticipación —este conocimiento del
porvenir— que aún demoraría veinticinco años en concretarse: "las noches peripatéticas de
conversación literaria, en las que el hombre que ya ha fatigado las prensas, juega
invariablemente a ser Monsieur Teste o el doctor Samuel Johnson" (F, 77). No es cuestión de
preguntarse si le tocó en suerte un Paul Valéry o un James Boswell, pero resulta fácil
verificar que sus opiniones han sido registradas en los últimos tiempos por un par de
amanuenses franceses y por otro de lengua inglesa —llamados Jean de Milleret y Georges
Charbonnier, los dos primeros; Richard Burgin, el último—, quienes han producido sendos
volúmenes que congregan los testimonios más ambiciosos de entretiene o conversations con
Borges, al margen de otros comentaristas que documentan intentos más modestos en idéntico
sentido. Tal vez sea menos imprevisto comprobar que, en cierto momento de las respectivas
entrevistas, un mismo hombre haya formulado a distintos interlocutores una misma
preocupación: el deseo de negar de una vez por todas la versión —alguna vez tan difundida
entre críticos y lectores— de que su obra es el producto de una intención filosófica o
teológica, de una vocación cosmológica persuadida de su validez. A Milleret le dijo: "quiere
hacerse de mí un filósofo y un pensador; pero es cierto que repudio todo pensamiento
sistemático porque siempre tiende a trampear" (Milleret, 116). Entre las declaraciones
recogidas por Burgin hallamos una versión más atenuada de la misma afirmación, pero en la
cual también se entrevé la certeza de que el pensamiento sistemático tiene más de búsqueda
de consuelo que de indagación de la verdad: "Pienso que la filosofía puede con ferir al mundo
una especie de vaguedad, pero esa vaguedad es por entero ventajosa; si uno es un materialista
y cree en cosas duras y rígidas, entonces queda atado a la realidad o a lo que se denomina
realidad; de modo que, en cierto sentido, la filosofía disuelve la realidad, pero como la
realidad no siempre es bastante placentera, uno resulta beneficiado por esa disolución"
(Burgin, 138). Otra vez más, en el ensayo autobiográfico que dio a conocer en inglés, Borges,
de pasada, intenta desestimar el propósito secreto e iniciatorio que algunos» comentaristas
suelen atribuir a su obra: "Mi narración kafkiana 'La Biblioteca de Babel' fue concebida
como una versión o magnificación onírica de la biblioteca municipal [en la que desempeñaba
tareas administrativas], y ciertos detalles del texto no poseen significado alguno. El número
de libros y anaqueles que registré en la historia correspondía exactamente al de los que tenía
a mi alcance. Críticos sagaces se han preocupado por esas cifras, y generosamente les han
conferido un valor místico" (AE, 243-244). En una respuesta a Milleret, Borges señaló por
añadidura que cuando se intenta atribuirle una doctrina sistemática y un "trasfondo
metafísico", el lector que se comporta así lo hace "por su cuenta y riesgo" (Milleret, 113). Y
con respecto a determinadas interpretaciones que exceden cuanto razonablemente cabe
extraer de sus textos, en el curso del mismo diálogo observó con ironía: "Todos son muy

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amables. Pero creo que puede decirse de esos críticos lo que dice el proverbio francés de los
albergues españoles: encontraron lo que traían consigo" (Milleret, 159). En consecuencia,
hasta cierto punto podría aplicarse a Borges lo que él, por su parte, escribió en. elogio de uno
de los autores españoles que más admira: "La grandeza de Quevedo es verbal. Juzgarlo un
filósofo, un teólogo o (como quiere Aureliano Fernández Guerra) un hombre de estado, es un
error que pueden consentir los títulos de sus obras, no el contenido" (OI, 47). En verdad,
cualquier pieza literaria, una vez que ha recibido difusión pública, deja de ser una pertenencia
o un atributo exclusivo de su autor para convertirse en un texto sujeto a toda lectura valedera.
Pero la insistencia de Borges en este punto resulta harto sugestiva; rehúsa ser considerado un
pensador que elabora teorías originales o que disemina claves para desentrañar verdades
esotéricas; insiste en que su labor no va más allá de la literatura (con preferencia, de ficción).
Aunque las observaciones citadas que formuló sobre sus obras pertenecen a los últimos años,
esa actitud no es nueva: basta un examen cuidadoso de sus escritos para comprobar que ha
sido reiterada en multitud de ocasiones, a lo largo del tiempo. Por lo demás, esta posición se
halla íntimamente emparentada (y acaso identificada) con un juicio que define en su totalidad
la opinión que le merece la especulación cosmológica: "No hay clasificación del universo
que no sea arbitraria y conjetural. La razón es muy simple: no sabemos qué cosa es el
universo" (OI, 142-143). El fundamento de tal aserto podría atribuirse a un escepticismo
casi normativo, sustentado en una óptica que cuestiona de manera radical la competencia del
hombre para penetrar en los enigmas últimos de la realidad. En tal sentido, las dudas que
Borges ha manifestado con respecto a la capacidad humana de adquirir un conocimiento
trascendente o de formular una metafísica valedera por lo general exceden a las de muchos
filósofos —de Pirrón en adelante —que se declaran escépticos o agnósticos pero que, a partir
de esa desconfianza inicial en nuestras aptitudes para acceder a la verdad, se consideran
autorizados a desarrollar sistematizaciones del comportamiento y fastidiosas disertaciones
morales. Para Borges, todo sistema cosmológico parece apoyarse en principios análogos a
los que Herbert Quain reconoció en uno de sus libros: "Yo reivindico para esa obra —le oí
decir— los rasgos esenciales de todo Juego: la simetría, las leyes arbitrarias, el tedio" (F,
79). De manera, sintomática, la producción atribuida a este escritor imaginario por momentos
tiene el aspecto de un mordaz comentario sobre los procedimientos que habitualmente exhibe
la mayoría de los tratados filosóficos, cuya arquitectura se asemeja a la de ciertas novelas de
intriga en las que a partir de cualquier situación inicial, sólo con valerse de algunos
escamoteos oportunos y con respetar la observancia de principios relaciónales que dan
coherencia al sistema, se logra comunicar un simulacro de validez irrefutable al desenlace
arbitrariamente escogido por el autor. Esto permite que, con él empleo de pequeñas
sustituciones y reajustes —como en el experimento narrativo de Herrbert Quain—, una
misma trama sirva por igual para las demostraciones más dispares e incompatibles y resulte
apropiada de manera intercambiable en la confirmación de hipótesis antagónicas y
heterogéneas, de las cuales "una es de carácter simbólico; otra, sobrenatural; otra, policial;
otra, psicológica; otra, comunista; otra, anticomunista, etcétera" (F, 80). Con el concurso de
fábulas de esta especie, Borges llega a sugerirnos que todo sistema es inevitablemente
artificial, que a menudo no excede el ejercicio de la pura ficción, que está muy cerca del mero
pasatiempo; aún más: pareciera juzgarlo un perjudicial efecto secundario —según se dice en
argot médico— del uso que hacemos del lenguaje, en tanto suponemos que éste es un dócil
instrumento para dominar y almacenar ordenadamente nuestra información sobre el mundo.
Con una identificable reminiscencia de Hume, Borges ha repetido sin cesar —y muchas

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veces no se lo ha querido oír— que nuestra Certidumbre de habitar en el cosmos y no en el
caos es una mera fantasía apuntalada por el hábito y la comodidad.1 En el ensayo sobre el
idioma analítico del obispo Wilkins, escribe: "Cabe sospechar que no hay universo en el sen-
tido orgánico, unificador, que tiene esa ambiciosa palabra. Si lo hay, falta conjeturar su
propósito; falta conjeturar las palabras, las definiciones, las etimologías, las sinonimias, del
secreto diccionario de Dios" (OI, 143). Nos hemos perdido en un confuso entrevero de sen-
das que el hombre no trazó y que jamás llegará a deslindar totalmente. "Inútil responder que
la realidad también está ordenada. Quizá lo esté, pero de acuerdo a leyes divinas —traduzco:
a leyes inhumanas— que no acabamos nunca de percibir". Sólo "un laberinto urdido por
hombres" admite "que lo descifren los hombres" (F, 33-34). En cambio, el milenario
esfuerzo humano por descifrar el laberinto de la realidad desembocará inevitablemente en
formulaciones esquemáticas y coercitivas que no se ajustan a la infinita complejidad del
universo; el pensador que se resiste a esta evidencia incurre en una limitación irreparable, tal
como "lo que declaró Schopenhauer de las doce. categorías kantianas: todo lo sacrifica a un
furor geométrico" (F, 81). De esto se puede inferir! tal vez, que la demostración razonada y el
rigor del formalismo lógico, convertidos en la ideología más persistente y aceptada de
nuestra historia cultural, han impedido que, salvo en muy contadas excepciones, el hombre
—por lo menos, el hombre de educación europea— capte o advierta la plasticidad y riqueza
de contrastes que presentan él mismo y el ámbito del que forma parte. Sea como fuere,
Borges no parece dudar de que el mundo en que vivimos opera sobre nosotros y, por lo tanto,
de que se manifiesta en nuestra existencia de algún modo; en cambio, no cree posible
desentrañar la naturaleza íntima de esa realidad, pues aun cuando lográsemos tan ambiciosa
revelación nunca llegaríamos a saberlo.

2. Heresiarcas Y Teólogos
Conviene, empero, hacer una aclaración: Borges no cuestiona las creencias sino, más bien los
intentos de sistematizarlas, de hacerlas demostrables. Por añadidura, algo hay que excede su
escepticismo y logra imponerse por una convicción propia; es la existencia de Dios. Al
respecto, no debemos incurrir en un fácil equívoco: no sostenemos que Borges tenga una
innegable convicción personal de que Dios exista y de cómo existe, pues "la noción de un ser
todopoderoso, omnisciente —le confiesa a Milleret— es mucho más sorprendente que todos
los caprichos de la narrativa de ficción científica", y señala que la idea de lo divino acaso
resulte "inconcebible incluso para los teólogos" (Milleret, 114), a lo cual agrega en otras
ocasiones que la aspiración de ser contemplados o recompensados por una voluntad

1
El reconocimiento de Borges a las ideas de Hume ha sido testimoniado frecuentemente, y buena parte de los
argumentos utilizados en "Nueva _refutación del tiempo" (OI, 235-257) se fundamenta en la lectura de esté
filósofo. En la primera parte del mencionado ensayo, aparecido originalmente en el número 115 de Sur en mayo
de 1944, Borges afirma que el escepticismo de Hume se postula "con más lógica" que el intento de Berkeley
encaminado a introducir /la activa percepción divina. La fuente de Borges, en particular, es el conocido texto de
Hume que puede juzgarse uno de los más expresivos documentos del escepticismo moderno (A Treatise of
Human Nature, libro I, parte IV). Tal como la presenta Borges, la actitud de Hume entraña uno de los
.cuestionamientos más categóricos a la unidad de la conciencia que propone el cogito cartesiano. Sobre los
alcances del escepticismo de Hume, cf. A. H. Basson, David Hume; Londres, Penguin Books, 1968; págs. 78 y
ss.

13
sobrenatural le parece una mera vanidad de los hombres. Pero se trata, en cambio, de un
postulado útil y hasta indispensable para nuestra condición de criaturas, cuya demostración
juzga innecesaria; la actividad divina es una función que se impone por sí misma como
exigencia impostergable de su constelación imaginaria; en consecuencia, se presenta como
una licencia poética obligada, como una hipótesis de Trabajo eficaz o, en todo caso, como un
asentimiento —tal vez estrictamente literario— del credo quia absurdum. Tal necesidad se
sustenta en el hecho de que Dios desempeña varias tareas primordiales en la producción de
Borges: es un ser inescrutable, por momentos un demiurgo que al parecer instauró su
creación con el malévolo designio de que los hombres se entregaran sin descanso —como
Sísifo, como Tántalo— a la empresa de entenderla, aunque jamás conseguirán satisfacer ese
propósito; es, asimismo, quien está destinado a refutar las habilidosas pero superfluas
lucubraciones que el género humano desmadeja en su afán de explicar la naturaleza y
desempeño divinos, porque Dios "se interesa tan poco en diferencias religiosas" (A, 48) que
resulta ser el más apático —y quizá también el más ignaro— en materia de controversias
teológicas. Además, el simple recurso de admitir como hipótesis la existencia de Dios es ya
una solapada vía de confutarla o, mejor aún, de mostrar nuestra ineptitud para concebirla,
según se desprende de las dudas, las contiendas y las contradicciones perceptibles en los
pensadores reales o ficticios dispuestos a elaborar una interpretación de la divinidad, cuyos
juicios y fórmulas Borges ha ido acumulando con paciente alevosía a través de sus escritos.
En definitiva, lo único cierto que acaso pueda afirmarse acerca de Dios es lo que Él mismo ha
declarado en el Éxodo, III, 14: "Soy el que soy". Esta condición sustantiva de ser hace
intolerable cualquier demostración, cualquier procedimiento "que declare y analice, como
Hegel o Anselmo, el argumentum ontologicum" (OI, 127); la majestad del Dios que es no
admite, de conformidad con esta opinión, ser rebajada a la condición de inteligencia que
arguye 2 Con singular causticidad, indudable rigor y complaciente juego verbal, a la
comprobación ontológica Borges opone o suplementa un posible argumentum
ornithologicum (H, 17). La naturaleza de Dios es inimaginable y, tal como lo sugiere el
Corpus Dionysiacum, "nada se debe afirmar de Él, todo puede negarse", al punto de que
—según criterio de Schopenhauer— la única teología verdadera es aquella que "no tiene
contenido" (OI, 200); para que resulte verosímil su índole prodigiosa, si Dios es Alguien, ese
Alguien inevitablemente —en términos humanos— debe ser Nadie. Ello es declarado
explícitamente en "Religio Medici, 1643": "Defiéndeme, Señor. (El vocativo / No implica a
Nadie. Es sólo una palabra / De este ejercicio que el desgano labra / Y que en la tarde del
temor escribo)" (OT, 49). A causa de ello, Borges sospecha que, con respecto a la
presentación de la divinidad, los redactores del Antiguo Testamento han cometido una
irreverente distracción al sugerimos un Jehová creado según modelos humanos, que se pasea
por el Jardín primigenio para disfrutar del fresco del día o que deja entrever signos de
arrepentimiento cuando reconoce haberse comportado con ira (OI, 199). Por su parte, el
Dios "uno y trino" de Ireneo le parece "un caso de teratología intelectual" que a menudo es
transformado por la ingenuidad de la feligresía en "un cuerpo colegiado infinitamente
2
Borges retoma la contestación de Jehová a Moisés en "Historia de los ecos de un nombre" (OI, 223-228). Aquí
adopta el criterio de quienes juzgan que Dios evadió la respuesta para no quedar a merced de su inquisitivo
interlocutor (un mago que acaso hubiera podido aprovechar tal conocimiento para someter a la divinidad
misma). Según Faggin, esta interpretación entraña una óptica "diferente de la tradicional" y afín, en cambio, a la
que suscribe Eckhart, quien percibe en las palabras de Dios "una declaración de teología negativa". Al respecto,
cf. Giuseppe Faggin, Meister Eckhart y la mística medieval alemana; Buenos Aires, Editorial Sudamericana,
1953; págs. 117-118.

14
correcto, pero también infinitamente aburrido" (HE, 25). 3 No obstante, hay ciertas
concepciones de la divinidad que seducen la imaginación de Borges, quien muestra por ellas
un notorio entusiasmo. Acaso la belleza del diseño lo aproxima a la fábula del místico persa
Farin un-din Attar, que refiere la peregrinación iniciada por los pájaros en busca de su rey, el
Simurg; al cabo de innúmeras peripecias, treinta peregrinos alcanzan la meta y comprueban
que "ellos son el Simurg y que el Simurg es cada uno de ellos y todos" (F, 42). Una segunda
ilustración menciona cierto poema de Browning; un hombre cree tener un amigo famoso, al
que nunca ha visto; hay quien pone en duda la existencia de ese desconocido, pero el último
verso sugiere: "¿Y si este amigo fuera... Dios?" (OI, 147). En uno de sus relatos hallamos,
asimismo, una frase que declara la existencia de aquel "dios sin cara que hay detrás de los
dioses" (A, 122-123), y alguna página anterior del mismo texto anuncia "una sentencia
mágica" de la divinidad que "nadie sabe en qué punto la escribió ni con qué caracteres, pero
nos consta que perdura, secreta, y que la leerá un elegido" (A, 119).4 Otra de las invenciones
teológicas que cautivan a Borges es la que atribuye a Dios las siguientes palabras, para
consuelo de un dramaturgo moribundo: "Yo tampoco soy; yo soñé el. mundo como tú
soñaste tu obra, mi Shakespeare, y entre las formas de mi sueño estás tú, que como yo eres
muchos y nadie" (H, 45). Esto I nos conduce a una de las imágenes,,,divinas que más atrae al
autor de Otras inquisiciones, la del Escritor o Soñador que ha instaurado el mundo en virtud
de tal condición; ejemplo de esa preferencia es la observación acerca de Dios tornada de
Chesterton, que Borges reprodujo al prologar a William James: lo que me agrada de este
novelista es el trabajo que se toma por los personajes secundarios".5 Por añadidura, cabe
destacar que la relación del Soñador con lo soñado o del Fabulador con el ámbito que su
fábula configura es muy frecuente en Borges, sea en sus propios textos o en materiales que ha
seleccionado para antologías.6 Se trata de una idea tal vez emparentada con la doctrina del
obispo Berkeley cuya posición filosófica sería absolutamente subjetivista, de no mediar la
objetivación originada en la circunstancia de que el sujeto pensante es. la con ciencia del
creador: en todo caso, nos hallamos en presencia de un solipsismo divino, no humano.

3
Cabe preguntarse si esta actitud con respecto al dogma trinitario no deriva de un enfoque que, implícita o
explícitamente, ha sido casi habitual en la especulación mística, a partir de la concepción plotiniana de la unidad
divina. Al respecto, los teólogos subrayan que el Pseudo Dionisio demuestra preocupación mucho mayor por la
naturaleza de la divinidad que por la reflexión cristológica. De igual modo, en el pensamiento de Eckhart
interesa menos el concepto de Deus que la noción de Divinitas: ese fondo oscuro en el que no es posible
establecer distinciones, identificable con la natura naturans como poder generador que a su vez no ha sido
engendrado.
4
"El dios sin cara que hay detrás de los dioses" alude inequívocamente al numen divino de los místicos, la
Divinitas de Eckhart. Sin embargo, el enunciado que emplea Borges quizá sea una reminiscencia del cuento de
Rudyard Kipling, "The Children of the Zodiac", en el que detrás de seis figuras zodiacales hay otras seis, estas
últimas amenazadoras e inescrutables.
5
William James, Pragmatismo:, Buenos Aires, Emecé, 1945; pág. 11. Este prólogo no ha sido recogido por
Borges en sus volúmenes de ensayos.
6
Entre los cuentos de soñadores capaces de operar sobre la realidad y de instaurar mundos íntegros o personas
aisladas, uno de los que Borges ha reiterado con mayor asiduidad es el de Giovanni Papini, "La última visita del
caballero enfermo", incluido en Antología, 205-209 y en LS, 56-58. Por su parte, la noción de una divinidad que
escribe el universo está ligada, indudablemente, a la tradición de que la naturaleza es uno de los dos libros que
redactó Dios (el otro, por supuesto, Consiste en la Sagrada Escritura). Por lo demás, esta última idea también ha
tenido bastante eco en la ficción científica, tal como lo ilustra el relato de L. R. Hubbard en el que la realidad del
universo no es más que la fantasía compuesta por un "escritor fantasma"; al respecto, cf. Franco Ferrini, Qué es
verdaderamente la ciencia-ficción; Madrid, Doncel, 1971; pág. 65.

15
En síntesis, el misterio que entraña la acción de una oculta divinidad, sin lugar a dudas, se
adueña del hacedor de ficciones con su poderoso encantamiento, pero ante todo —lo ha
reconocido Borges sin circunloquios— ello consiste en una fascinación estética (OI, 263).
En cambio, desde un punto de vista religioso, Borges considera que Dios sólo puede ser un
motivo de fe, nunca de prescripciones doctrinales o demostraciones escolásticas. Como
heredero de Occam, parece rechazar las teologías dogmática y natural, en las que advierte
audacia y soberbia excesivas; por lo tanto, únicamente admite la enseñanza de los místicos,
que han afirmado la imposibilidad de penetrar en la naturaleza íntima de lo divino.-En tal
sentido, su actitud coincide, sin vacilaciones, con el pensamiento de Eckhart, quien sostenía
que la posesión de Dios jamás se logra especulativamente pues ello está más allá de nuestro
poder: las concepciones humanas son transitorias y cambiantes y, en consecuencia, niegan
por esta misma circunstancia la condición inmutable de la divinidad a la que tratan de hacer
objeto de reflexión.7 Análoga idea enuncia Swedenborg, cuya imaginación ha suscitado en
Borges tantas reverberaciones: "El ser de Dios escapa a toda descripción porque sobrepasa
cuanto concepto pueda elaborar el pensamiento humano; en el cuadro de este pensamiento
sólo entra lo creado y finito, pero no lo infinito e increado, y por consiguiente tampoco lo
divino".8 En última instancia, el germen de esta noción puede trazarse hasta los orígenes"
mismos de la mística cristiana, cuando el Pseudo Dionisio afirma que Dios no puede ser
circunscripto en fórmulas exactas, que la causa trascendente de lo sensible e inteligible
rehúye todo enunciado construido con la ayuda de nuestros limitados instrumentos lin-
güísticos.
Sea como fuere, Borges manifiesta una predilección notoria por aquellos escritores,
visionarios o religiosos que documentan en su obra convicciones o experiencias privadas del
mundo sobrenatural, que testimonian una búsqueda incesante de Dios, pero que no exhiben
el dogmático propósito de imponer sus ideas al prójimo por medio de compulsión. Estas for-
mas de pensamiento y de visión, así como, la ausencia de intenciones coactivas, han
persuadido a Borges de que tales autores pertenecen al círculo de aquellos "heresiarcas" que
realizan su propio peregrinaje hacia la revelación y no pretenden —como los defensores
profesionales de la ortodoxia— violentar las conciencias ajenas, si bien resultan los testigos
que mejor convienen "a la dignidad del Dios intelectual de los teólogos" (OI, 175). En la
nómina de quienes responden a las características señaladas, Borges menciona a William
Blake, a Bloy, a Swdenborg y a los cabalistas, cuyo rasgo común consiste en que cada cual a
su modo, "saben hablar con los ángeles", en vez de incurrir en el hábito de la "meditación
melancólica" que predomina en la especulación religiosa sistemática (0I, 137). La virtud
que hace recomendables a estos pensadores radica en el respeto a la naturaleza inescrutable
de Dios disposición que los impulsa a elaborar metáforas sobre lo divino, por contraposición
con el tipo de doctrinario literal e inflexible que pretende legislar y reglamentar el mundo
sobrenatural, De tal manera, al considerar el ordenamiento del universo y el destino del
hombre, no recaen en una acumulación mecánica de preceptos y silogismos, sino que
aceptan„la realidad como un enigma cuya clave definitiva se oculta en la inteligencia divina,
movida por designios que poseen tal vez una exactitud absoluta pero a los que sólo podemos
acceder —según las palabras del apóstol— "por espejo, en oscuridad" (OI, 172). Inclusive, la
exploración de esa clave está sujeta a graves amenazas, de las que no logran escapar
7
Giuseppe Faggin, op. cit., pág, 68.
8
Citado en Martín Lamm, Swedenborg; París, Stock, 1935; pág. 226.

16
totalmente los cabalistas, persuadidos de que la Escritura conforma un libro absoluto en el
que nada es casual o contingente, circunstancia que —a juicio de Borges— entraña "un
prodigio superior a cuantos registran sus páginas", ya que otorga al lenguaje humano una
precisión quimérica (D I, 78). Sin embargo, por encima de ocasionales excesos —o tal vez a
causa de los indicios reveladores que cabe entresacar de éstos—, el conjunto de
exploraciones mencionado no suele despeñarse en burdas interpretaciones que
desnaturalizan la existencia concreta del hombre o que transforman la salvación eterna en
una cuestión de pesas y medidas. La búsqueda de Dios debe justificarse por sí misma, no por
afán de conjeturar premios o castigos. El cielo y el infierno no son ni un establecimiento
recreativo ni una colonia penitenciaria decorada según "la mitología simplísima del
conventillo: estiércol, asadores, fuego y tenazas" (D I, 131); en todo caso, es preferible que
sean tales como los pensaba Swedenborg: estados anímicos que el hombre asume "con li-
bertad" (OI, 137), moradas que cada uno escoge "por razones de íntima afinidad" (OI, 219).
Por ello, el antro de condenación que imagina Beckford en Vathek le parece a Borges "más
atroz" —entiéndase: más convincente— que el de la Divina Comedia, pues se demora menos
en castigos corporales, con el objeto de poner de relieve la soledad, la ausencia de esperanza,
la transformación del amor en odio (OI, 190); lo mismo cabe decir acerca del pasaje en el que
Swedenborg evoca el infierno personal de Melanchton (Antología, 253-254), cuya persis-
tente atracción sobre la inventiva de Borges se ha puesto de manifiesto nuevamente en la bre-
ve pieza "His End and His Beginning" (ES, 147-148). Si los "heresiarcas", para Borges,
constituyen un extremo del pensamiento religioso el término opuesto pertenece a los
teólogos", en los que denuncia una obsesiva precisión a la que juzga "insensata" (OI, 38), un
rigor en el cual se trasluce que "no es indispensable la fe" (OI, 110). Por esa vía, sólo cabe
derivar hacia una imagen de Dios que resulta mezquina. En última instancia, la especulación
que trata de sistematizar lo divino no suele sustentarse en la búsqueda de Dios sino en una
mera intención polémica; por excepcional que sea el tratadista considerado, el deseo que
éste muestra de fijar con exactitud el objeto de sus creencias acaba en el menoscabo de lo que
cree. Así, Borges anota a propósito de Pascal: "Menos le importa Dios que la refutación de
quienes lo niegan" (Oí, 137). Dos textos se concentran especialmente en la minuciosa
presentación de esta vanidad: uno es la segunda sección del ensayo titulado "Historia de la
eternidad" (HE, 23-33); el otro, la narración denominada "Los teólogos" (A, 37-48). En el
primero, Borges destaca, a propósito de la inteligencia divina, que "es muy sabido que
generaciones de teólogos han trabajado esa mente a su imagen y semejanza" (HE, 29), y
agrega sendas invectivas contra Ireneo, quien decretó (sic) la "eternidad coercitiva" que antes
era apenas consentida "en la sombra de algún desautorizado texto platónico" (HE, 24), y
contra Agustín de Hipona, cuya expresión se mostró "siempre sensacional y forense" (HE,
30). Además, disemina de paso otras apreciaciones circunstanciales con respecto a la
escolástica en general (HE, 28), a la beatificación de Hércules propiciada por Ulrico
Swinglio (HE, 32) y a la impiedad de los teólogos que suponen "insolente" la salvación sin
concurso del bautismo (HE, 31).
Por su parte, en el cuento "Los teólogos" hallamos, quizás, algunas de las páginas más
corrosivas y devastadoras que Borges escribió sobré los que tratan de infligir por la fuerza
sus creencias, sobre los que se proponen aplicar sistemas doctrinales basados en evidencias
fragmentarias y circunstanciales, sobre los que apelan a la felonía para hacer que prevalezcan
sus maquinaciones intelectuales. Un anticipo global de tales despropósitos y de su condigna
reprobación ya está sugerido en el párrafo inicial del relato; la barbarie religiosa de los hunos,

17
que incineraron la biblioteca monástica por ignorancia y fanatismo, queda de inmediato
contrapesada simétricamente por la idolatría de los doctos, que adoraron las calcinadas
reliquias:

Arrasado el jardín, profanados los cálices y las aras, entraron a caballo los
hunos en la biblioteca monástica y rompieron los libros incomprensibles y los
vituperaron y los quemaron, acaso temerosos de que las letras encubrieran
blasfemias contra su dios, que era una cimitarra de hierro. Ardieron pa-
limpsestos y códices, pero en el corazón de la hoguera, entre la ceniza, per-
duró casi intacto el libro duodécimo de la Civitas Dei, que narra que Platón
enseñó en Atenas que, al cabo de los siglos, todas las cosas recuperarán su
estado anterior, y él, en Atenas, ante el mismo auditorio, de nuevo enseñará
esa doctrina. El texto que las llamas perdonaron gozó de una veneración es-
pecial y quienes lo leyeron y releyeron en esa remota provincia dieron en
olvidar que el autor sólo declaró esa doctrina para poder mejor confutarla. (A,
37)

Sobre el fragmentario manuscrito se erigió un sistema que postulaba el eterno retorno y que
abandonó los símbolos cristianos. Dos apologistas, Aureliano de Aquilea y Juan de Panonia,
resolvieron intervenir para cortar de raíz la herejía. Pero muy pronto las rivalidades
personales entre ellos fueron más importantes que la pureza confesional, y se embarcaron en
una competencia que olvidó ortodoxias y heterodoxias, para hundirse en argumentaciones
estériles y bizantinas. Con pareja industria, hasta postergaron el rencor recíproco, atem-
perado "por el mero trabajo, por la fabricación de silogismos y la invención de injurias, por
los nego y los autem y los nequaquam", por los "vastos e inextricables períodos", por "la
negligencia y el solecismo", por las comparaciones "con Ixión, con el hígado de Prometeo,
con Sísifo, con aquel rey de Tebas que vio dos soles, con la tartamudez, con loros, con
espejos, con ecos, con muías de noria y con silogismos bicornutos" (A, 39). Ya casi sin
proponérselo, ambos teólogos contribuyeron a fulminar el pequeño brote herético; a esta al-
tura de sus disquisiciones estaban mucho más interesados en sobrepujarse entre sí que en
perseguir cismáticos, pese a que "militaban los dos en el mismo ejército, anhelaban el mismo
galardón, guerreaban contra el mismo enemigo" (A, 41). Aduciendo el nombre de la Verdad
en vano, una nueva transgresión doctrinal surgió, con su secuela de mutilaciones, crímenes,
blasfemias, sofismas, profanaciones. Al cabo de múltiples peripecias, Aureliano declaró que
Juan de Panonia había incurrido en la nueva heterodoxia al redactar una oración de veinte
palabras en su escrito contra la vieja herejía. Los miembros del tribunal eclesiástico
naufragaron en ulteriores disputas teológicas con el inculpado y terminaron condenándolo a
morir en la hoguera, pues se negaba a retractarse. Por fin, Aureliano padeció idéntica muerte
a la de su adversario, abrasado por el incendio de un bosque. Entonces, el vencedor en la
controversia supo que su triunfo había sido estéril o, mucho peor, acaso ni siquiera había
existido como tal:

El final de la historia sólo es referible en metáforas, ya que pasa en el reino de


los cielos, donde no hay tiempo. Tal vez cabría decir que Aureliano conversó

18
con Dios y que Éste se interesa tan poco en diferencias religiosas que lo tomó
por Juan de Panonia. Ello, sin embargo, insinuaría una confusión de la mente
divina. Más correcto es decir que en el paraíso, Aureliano supo que para la
insondable divinidad, él y Juan de Panonia (el ortodoxo y el hereje, el
aborrecedor y el aborrecido, el acusador y la víctima) formaban una sola
persona. (A, 48)

3. Elogio Del Nominalismo


Hecha la salvedad de que no pretende ser un filósofo, de que se niega a que lo consideren
como tal y de que, aún más, se complace en destruir sus propias invenciones metafísicas que
instaura como puro juego, cabe reconocer que Borges pone de manifiesto en toda su
producción una incesante búsqueda filosófica, llámesela discretamente curiosidad o
inquisición. Estos movimientos de rechazo y atracción no entrañan, empero, una actitud
contradictoria sino que admiten ser articulados en la perfecta coherencia de un proceso
dialéctico. En su primera conversación con Richard Burgin, Borges señala que sus preocu-
paciones metafísicas le parecen insoslayables, en virtud de que todo individuo reflexivo se ve
acosado por los enigmas que experimenta en el curso de su existencia, sujeta irremedia-
blemente a complejidades y misterios tales como el tiempo, el espacio y la conciencia
(Burgin, 26). En la persecución de respuestas para esos problemas, casi siempre apelamos al
pensamiento sistemático, como la herramienta considerada más apta. De tal forma se elabo-
ran ciertos argumentos, a los que conferimos la dignidad de contestaciones a nuestras pre-
guntas. En líneas generales, es posible afirmar que toda indagación metafísica responde al
itinerario señalado. Al respecto, Borges destaca la urgencia y fascinación de los enigmas que
incitan nuestra disposición especulativa; lo que cuestiona es la estimación otorgada al caudal
de soluciones contradictorias que se ha ido acumulando en el curso de tales pesquisas. A su
juicio, la dificultad insuperable radica en que el pensamiento sistemático, tal como señaló a
Milleret, "siempre tiende a trampear".
EL LABERINTO DEL UNIVERSO
51
Por cierto, aun el más apresurado reconocimiento de sus ficciones y ensayos permite
sospechar que a Borges lo seduce el equilibrio formal del pensamiento sistemático; pero la
captación misma de la armonía que se desprende de tales procedimientos lo pone en guardia
contra la sacralización de los resultados obtenidos. Por ejemplo, en el epílogo de Otras
inquisiciones confiesa haber descubierto que sus escritos muestran una tendencia "a estimar
las ideas religiosas y filosóficas por su valor estético y aun por lo que encierran de singular y
de maravilloso", lo cual "es, quizá, indicio de un escepticismo. esencial" (0I, 263). La
pulcritud del diseño intelectual no es en modo alguno una prueba de verdad, pues la cabal
articulación de ideas probablemente resulte más eficaz como proeza artística que como
indagación de la realidad. Esta opinión reaparece a menudo explicitada en la obra de Borges:
sus convicciones más firmes son aquellas que le hacen sospechar que toda filosofía es "de
antemano" un puro juego; que las interpretaciones humanas sobre el ordenamiento cósmico
"no buscan la verdad ni siquiera la verosimilitud", sólo "buscan el asombro"; que la
especulación metafísica —no la inquietud que la pone en funcionamiento— "es una rama de

19
la literatura fantástica" destinada a postular "sistemas increíbles, pero de arquitectura
agradable o de tipo sensacional" (F, 23). Los "insospechados y mayores maestros" del
género fantástico —arguye— son "Parménides, Platón, Juan Escoto Erígena, Alberto
Magno, Spinoza, Leibniz, Kant, Francis Bradley" (D II, 172).
Borges reitera esta tesis con frecuencia casi obsesiva. Declara que "las invenciones de la
filosofía no son menos fantásticas que las del arte" (OI, 68). Sostiene que "es aventurado
pensar que una coordinación de palabras (otra cosa no son las filosofías) puede parecerse
mucho al universo" (OI, 155-156). Sugiere que la metafísica como tal es imposible porque,
según destacó Agripa el Escéptico, "toda prueba requiere una prueba anterior" (OI, 152).
Opina que los conflictos entre doctrinas metafísicas, en última instancia, no deben ser
elucidados en términos de "polémica religiosa" (para el caso sería lo mismo decir filosófica),
sino en función de una "tradición literaria" (OI, 59). Cuando Borges introduce ingredientes
filosóficos en sus cuentos, no lo hace para dar sustentación especulativa a sus invenciones
sino, más bien, para trasladar la metafísica al ámbito ficticio que le corresponde. Las
ilustraciones de esta práctica son abundantes; basta enumerar unas pocas muestras: en "Tlon,
Uqbar, Orbis Tertius" la filiación debe buscarse en el empirismo inglés del siglo XVIII
(principalmente el obispo Berkeley); en alguna historia de Herbert Quain reconoce el
ascendiente de J. W. Dunne; en "La otra muerte" se novelan ciertas ideas de Pier Damiani
sobre la aptitud divina para modificar el pasado; en "La Biblioteca de Babel" la fuente
principal es Gustav Theodor Fechner (según se desprende de una nota que Borges publicó en
el número 59 de Sur).9 En verdad, Borges admite que no hay manera de desembarazarse de la
actividad metafísica: "La imposibilidad de penetrar el esquema divino del universo no puede,
sin embargo, disuadirnos de planear esquemas humanos, aunque nos conste que éstos son
provisorios" (OI, 143). Inclusive, justifica con manifiesta ironía la validez del argumento
filosófico, al margen de sus posibles sofismas: "Ante una tesis tan espléndida, cualquier
falacia cometida por el autor, resulta baladí" (OI, 35). Pero después de construir
rigurosamente una refutación del tiempo (que, de paso, en forma cáustica temporaliza en el
título, por medio de la contradictio in adjecto que consiste en juzgarla "nueva"), concluye
amargamente:

And yet, and yet.. . Negar la sucesión temporal, negar el yo, negar el universo
astronómico, son desesperaciones aparentes y consuelos secretos. Nuestro
destino (a diferencia del infierno de Swedenborg y del infierno de la mitología
tibetana) no es espantoso por irreal; es espantoso porque es irreversible y de
hierro. El tiempo es la substancia de que estoy hecho. El tiempo es un río que
me arrebata, pero yo soy el río; es un tigre que me destroza, pero yo soy el tigre;
es un fuego que me consume, pero yo soy el fuego. El mundo,
desgraciadamente, es real; yo, desgraciadamente, soy Borges. (OI, 256)

9
Esta nota, titulada "La Biblioteca Total" (en Sur, 59, agosto de 1939, págs. 13-16), es un óptimo comentario de
"La Biblioteca de Babel". Borges afirma que la idea ya está en el libro I de la Metafísica de Aristóteles, quien la
atribuye a Demócrito y Leucipo; sin embargo, "su tardío inventor es Gustav Theodor Fechner y su primer
expositor es Kurd Lasswitz". Como fuente inmediata, Borges remite a un libro de Theodor Wolff sobre "el
certamen con la tortuga", aparecido en Berlín, en 1929. Según declara Borges, la hipótesis básica de Lasswitz
coincide con la expuesta por Lewis Carroll en la segunda parte de Sylvie and Bruno. "Lasswitz, animado por
Fechner, imagina la Biblioteca Total. Publica su invención en el tomo de relatos fantásticos Traumkristalle".

20
La clave para descifrar la actitud que Borges asume con respecto a la filosofía tal vez deba
buscarse en cierto párrafo que fue introducido en su prólogo a William James y en dos
artículos de Otras inquisiciones, en el cual se trata de sintetizar un vasto y disperso caudal de
opiniones acerca de la historia del pensamiento europeo.10 El pasaje referido se muestra muy
esclarecedor:

Observa Coleridge que todos los hombres nacen aristotélicos o platónicos. Los
últimos intuyen que las ideas son realidades; los primeros, que son
generalizaciones; para éstos, el lenguaje no es otra cosa que un sistema de
símbolos arbitrarios; para aquéllos, es el mapa del universo. El platónico sabe
que el universo es de algún modo un cosmos, un orden; ese orden, para el
aristotélico, puede ser un error o una ficción de nuestro conocimiento parcial.
A través de las latitudes y de las épocas, los dos antagonistas inmortales
cambian de dialecto y de nombre: uno es Parménides, Platón, Spinoza, Kant,
Francis Bradley; el otro, Heráclito, Aristóteles, Locke, Hume, William James.
En las arduas escuelas de la Edad Media todos invocan a Aristóteles, maestro
de la humana razón (Convivio, IV, 2), pero los nominalistas son Aristóteles; los
realistas, Platón. George Henry Lewes ha opinado que el único debate
medieval que tiene algún valor filosófico es el de nominalismo y realismo; el
juicio es temerario, pero destaca la importancia de esa controversia tenaz que
una sentencia de Porfirio, vertida y comentada por Boecio, provocó a
principios del siglo IX, que Anselmo y Roscelino mantuvieron a fines del siglo
XI y que Guillermo de Occam reanimó en el siglo XIV. (07,213-214)

Si bien Borges, en el prólogo de 1953 a la Historia de la eternidad, intenta una módica y


cortés rectificación de su previa aversión al platonismo (HE, 9), parece incuestionable
considerarlo, en el conjunto de su obra, como un, representante notorio del pensamiento
nominalista, aristotélico en el sentido que él mismo dio a estos vocablos en el texto que
acabamos de transcribir. Los antecedentes de esta posición deben remontarse al influjo que
recibió de la filosofía inglesa. Al respecto, Borges propone una brevísima genealogía del mo-
vimiento en su comentario al ruiseñor de Keats (07, 167-168). Señala que "de la mente ingle-
sa cabe afirmar que nació aristotélica", por cuanto muy rara vez admitió la realidad de los
conceptos abstractos; "el inglés rechaza lo genérico porque siente que lo individual. es
irreductible, inasimilable e impar", de modo que el respeto a lo singular es entendido prác-
ticamente como un deber moral. El nominalismo se consolida en las Islas Británicas con
Occam, cuyo pensamiento "permite o prefigura" la aparición de Locke, de Berkeley y de
Hume, quienes a su vez perduran en "las no escuchadas y proféticas advertencias" que
enunció Spencer en el Individuo contra el estado. Aunque Borges los omita, podría
completarse la trayectoria con los estudios sociales y morales de Bertrand Russell, pese a que
este pensador declinó compartir los principios gnoseológicos del nominalismo. No obstante,
una corriente intelectual de tanta significación no podía quedar circunscripta en un solo país.
10
Véase el comienzo del prólogo a William James, op. cit., pág. 9; también los artículos "El ruiseñor de Keats"
(Oí, 167-168) y "De las alegorías a las novelas" (OI, 213-214).

21
Borges sin duda percibe en el concepto de representación, elaborado por el alemán
Schopenhauer, algún eco que, por lo menos en parte, procede de Berkeley, así como
reconoce una significativa deuda personal a la crítica del lenguaje que ensayó Fritz
Mauthner. También sugiere alguna afinidad o coincidencia, por muy remota que sea, entre el
nominalismo europeo y la actitud recelosa que ciertas doctrinas orientales exhiben con
respecto al conocimiento verbalizado. Por último, propicia la apoteosis del movimiento, al
declarar:

El nominalismo, antes la novedad de unos pocos, hoy abarca a toda la gente;


su victoria es tan vasta y fundamental que su nombre es inútil. Nadie se
declara nominalista porque no hay quien sea otra cosa. (OI, 214)

Esta adhesión, sorpresivamente incondicional en un autor tan suspicaz, se explica acaso por
la doble circunstancia de que Borges considera, por un lado, que todo conocimiento no va
más allá de la idea que nos formamos de las cosas, y por el otro, que es imposible separar el
pensamiento de los mecanismos linguísticos. A causa de ello, todas las polémicas filosóficas
constituyen un mismo círculo vicioso que ha girado sin excepción en torno de las
fabulaciones concebidas para enmascarar la realidad inescrutable con el rostro conocido del
lenguaje, conjunto arbitrario de "gruñidos y chillidos" —dice Chesterton— que según cree el
hombre "significan todos los misterios de la memoria y todas las agonías del anhelo" (OI,
212). De tal forma, Zenón de Elea supuso negar el movimiento al dejarse seducir por la
palabra infinito, "que hemos engendrado con temeridad y que una vez consentida en un
pensamiento, estalla como dinamita y lo mata" (D I, 161). Por añadidura, el lenguaje sólo
permite que accedamos, en cada ocasión, a un número reducido de datos, pese a que cada
acontecimiento y cada existencia entrañan un caudal ilimitado de detalles. "Tan compleja es
la realidad, tan fragmentaria y tan simplificada la historia" (OI, 187) que cualquier enun-
ciado, por exacto que pretenda ser, nos proporciona de manera inevitable un conocimiento
que es ficticio; es decir, incalculablemente parcial y abstracto. Nuestros instrumentos espe-
culativos son insatisfactorios y nos impiden captar lo demasiado grande, lo demasiado pe-
queño, lo demasiado habitual, en su inagotable complejidad. En suma, Borges no desecha la
realidad del universo, pero cuestiona la aptitud humana para penetrar en su naturaleza y
ordenamiento. No en vano sus filósofos predilectos incluyen a quienes con mayor agudeza y
espíritu crítico plantearon los intrincados problemas del conocimiento y de la represen-
tación. El pensamiento es, para Borges, siempre lenguaje, siempre discurso; y el lenguaje
siempre es imperfecto, artificial. Pese a que lo haya negado en alguna ocasión, esto es lo que
puso a Borges en el campo opuesto al platonismo, que a partir de nuestro intelecto pretendió
erigir un orden metafísico válido, constituido con ideas puras. Borges reconoce que todo
nuestro bagaje de conocimientos consiste en una acumulación de ideas, pero ese mismo
motivo lo empuja a negar la validez que se pretende conferir a tal conocimiento. En sus
conversaciones con Milleret ha vuelto a ratificar explícitamente esta posición: "Creo que
partí más que nada, de la filosofía idealista, y cuando hablo del idealismo me refiero sobre
todo a Berkeley, a Hume, a Schopenhauer más que a los arquetipos eternos de Platón" (Mil-
leret, 111).
La imposibilidad de estructurar una metafísica que discursivamente —es decir, con auxilio

22
del lenguaje— permita desentrañar la naturaleza íntima de la realidad ha originado en Borges
su rechazo de las demostraciones intentadas por la teología natural, lo cual de ningún modo
lo induce a cuestionar las revelaciones divinas o las experiencias místicas personales. Esta
actitud lo ha llevado a coincidir con ciertas opiniones de Schopenhauer en las que se niega al
entendimiento humano la aptitud de resolver los interrogantes sobre el origen y meta del
universo, sin que ello suponga desconocer a la filosofía el derecho de explorar cómo se
manifiesta el mundo. También comparte con Schopenhauer la convicción de que el ejercicio
de la metafísica es un impulso incontenible que el hombre percibe en su necesidad de
sustentarse en medio del vacío y del misterio con ayuda de una creencia, si bien la
certidumbre obtenida por esta vía carece por completo de validez irrefutable. Por último, se
tiene la impresión de que Borges suscribe asimismo las reflexiones de este pensador alemán
cuando afirma que el imperativo de un ordenamiento moral no surge de nuestro
conocimiento empírico sino de exigencias aparentemente originadas en un fundamento más
profundo. Por lo demás, su interés en las doctrinas de William James permite suponer que al
conocimiento científico, según la óptica del pragmatismo, sólo lo concibe como una creencia
operativa, no como una comprobación forzosamente verdadera.11
De cualquier manera, su rechazo de las "conclusiones filosóficas" que proporciona el
pensamiento sistemático no impide, según quedó dicho, que Borges admire la belleza formal
de los procedimientos metafísicos y la capacidad de paradoja que surge de sus resultados. En
tal sentido, es significativo el interés demostrado por el argumento de Zenón de Elea sobre la
carrera de Aquiles y la tortuga (D I, 151-161 y OI, 149-156), el que también motivó un agudo
diálogo de Lewis Carroll titulado "What the Tortoise said to Achilles".12 Este autor, que
ilustra acabadamente la perfecta complementación entre la lógica y el absurdo, ha sido, sin
lugar a dudas, una de las y lecturas predilectas de Borges, a quien nada; apasiona tanto como
el nonseque engendrado por una impecable demostración. Que un hombre pueda ser otro sin
perder su propia condición, que el pasado admita ser rectificado o abolido, que nuestra
memoria sólo conserve los "recuerdos" de un pasado ilusorio, que el movimiento constituya
una falaz quimera, son algunas paradojas que lo apasionan. Tampoco causa sorpresa su
predilección por un poeta como John Donne, que en una de sus canciones se pregunta "dónde
se hallan los años que pasaron".13 Asimismo, un relevamiento de los pensadores que Borges

11
Borges se ha formado principalmente en el pensamiento de la filosofía inglesa, de algunas corrientes
especulativas norteamericanas y de ciertos autores de lengua alemana (como Schopenhauer y Mauthner); en
cambio, no parece igualmente familiarizado con la filosofía francesa reciente (quizá con la sola excepción de
Bergson). Esto lo ha llevado a exhibir indicios de recelo con respecto al positivismo, tal vez por su gravitación
en el avance del cientificismo decimonónico, sin advertir que los epígonos de dicha orientación tienden a
confundirse con el pragmatismo en su ( crítica del dogma cientificista y en su renovación actual del
nominalismo. Al respecto, cf. Robert Blanché, El método experimental y la filosofía de la física; México, Fondo
de Cultura Económica, 1972; págs. 369-370.
12
The Works of Lewis Carroll, edited by Roger Lancelyn Green; Londres, Spring Books, segunda impresión
1968; págs. 1049-1051. Para una conveniente traducción española de Alfredo Deaño, cf. Lewis Carroll, El
juego de la lógica y otros escritos; Madrid, Alianza Editorial, 1972; págs. 151-158. En una nota bibliográfica de
esta versión, el traductor informa que la pieza de Carroll puede complementarse con trabajos de Bertrand
Russell, W. J. Rees, D. G. Brown, J. Woods, E. Coumet y Jorge Luis Borges. Borges ha manifestado
explícitamente su admiración por el autor de ese "libro maravilloso" que es Atice in Wonderland; al respecto,
véase P, 108-111 y Burgin, 64.
13
The Elegies and the Songs and Sonnets of John Donne, edited by Helen Gardner; Oxford, Clarendon Press,
1965; pág. 29 (canción "Goe, and catche a falling starre", verso 3). Borges declara su entusiasmo por la poesía

23
tiene más presentes quizás incluiría una nómina de los doctrinarios que han exhibido el
mayor rigor formal y la más perfecta armonía expositiva, inclusive en virtud de las
exigencias impuestas por los métodos que escogieron: Leibniz, uno de los fundadores del
cálculo infinitesimal, confió a la razón el criterio absoluto de verdad; Spinoza encaró el
ordenamiento geométrico de Euclides como estrategia inexpugnable de la demostración
filosófica; Bertrand Russell ha sido, en su desenvolvimiento de la filosofía matemática, uno
de los más egregios exponentes de la lógica simbólica contemporánea. En todos estos
filósofos, el aspecto formal del pensamiento discursivo alcanza, como tal, su máximo
esplendor. Borges no se demora en las comprobaciones que tales indagadores creyeron
alcanzar, pero sí en las vías que utilizaron en sus búsquedas. Ello admite una explicación
bastante sencilla: el conocimiento de que se vanaglorian los hombres tal vez sea apenas un
ensueño; y "en el sueño hay formas que se repiten, quizá no hay otra cosa que formas" (OI,
202). El encanto fantasmal de estas formas no resuelve las inquietudes que dan origen a la
preocupación metafísica, pero suscita una sensación placentera.
En las formalizaciones que emplea todo argumento filosófico Borges advierte una ar-
quitectura plena de armonía y ornada por efectos simétricos; pero ello deriva, a su juicio, del
impacto suscitado por el puro juego que entraña todo proceso lógico, el que es tanto más
perfecto cuanto más se revela indiferente para auxiliarnos en un inmediato desciframiento
del universo. Así, confiesa que Lewis Carroll lo entusiasma porque practicó la lógica con la
plena certidumbre de que la materia verbal en que se la hace operar la despoja de toda efi-
cacia real y trató de advertirnos que "descubrir un razonamiento no es lo mismo que percibir
un objeto físico" (P, 110). Idéntica admiración le produce Bertrand_ Russell, cuya aspiración
de poner a salvo la lógica de los equívocos que introduce el lenguaje cotidiano lo indujo a
transformarla en un conjunto de signos matemáticos despojados de toda conexión con la
realidad. En consecuencia, la filosofía lo atrae por un valor estético, más bien que por el
ahondamiento de nuestra penetración en la estructura del mundo. Según este criterio, a
medida que se ha ido desarrollando la lógica simbólica han crecido las evidencias de que el
razonamiento humano, por muy operativa que sea su aplicación, sólo constituye un deporte
intelectual, una suerte de ejercicio recreativo.
Por la misma razón Borges es un lector ferviente de la novela policial clásica, aquella que se
concentra en la resolución de un enigma y soslaya las descripciones violentas y el testimonio
social deliberado de la serie noire. Al respecto, ha declarado: "Cuando uno lee narraciones
policiales y luego otras novelas, se comprueba con sorpresa —es injusto, pero sucede— que
las últimas presentan un aspecto informe. En una anécdota detectivesca todo se halla
cuidadosamente relacionado" (Burgin, 50). La atracción ejercida por los filósofos más
disciplinados es análoga a la que estimulan las intrigas mejor urdidas: el efecto eurítmico que
se origina en la coherencia sin fisuras de un sistema. Considerar si nos hallamos ante una
obra de ficción o ante un tratado metafísico importa muy poco; en verdad, esta
diferenciación, para Borges, sólo responde a la arbitraria vocación humana de instaurar
categorías y clasificaciones.

de este autor en una nota sobre el Biathanatos, en OI, 129.

24
4. El Sentimiento Trágico De La Vida
Por cierto, el nominalismo, entendido en la forma en que lo hace Borges, no deja de entrañar
angustias y problemas, ya que en definitiva desecha sin responder a los enigmas que suscita
nuestra existencia en el mundo. No es necesario profundizar excesivamente en los textos para
descubrir un conjunto de metáforas que hacen referencia a nuestro desamparo, a nuestra
ignorancia, al desconcierto que circunda nuestras vidas. El laberinto es el lugar en el que el
hombre se extravía y queda prisionero. El sueño y los espejos registran imágenes cuya tenue
consistencia se desvanece, sin explicaciones. Ese misterioso ámbito que denominamos
realidad —sea cual fuere su naturaleza— permanece inviolado, mudo. Nuestros afanes
encaminados a desentrañar significados y a obtener resultados no hallan eco, salvo unos
indicios muy débiles que rápidamente se disuelven, sin que hayamos podido verificar si
tenían algún asidero sustancial o si eran el mero reflejo de nuestro íntimo desasosiego.
Perdido entre las palabras, que constituyen su patrimonio fundamental para instrumentar el
conocimiento, el género humano ha conseguido soluciones limitadas de índole utilitaria que
le permiten afrontar ciertas situaciones, interpretar ciertos fenómenos; pero estos hallazgos
siempre son específicos e insulares, jamás logran integrarse en un conjunto totalizador, jamás
penetran más allá de la superficie, de los síntomas. No sabemos qué es el universo. Por ese
motivo, proyectamos nuestra impotencia sobre las cosas y nos sentimos persuadidos de
habitar un mundo atroz, banal, falaz, indescifrable, según lo califica el vocabulario
predilecto de Borges. Frecuentador asiduo de los místicos, con estos autores —casi los
únicos que han tenido el coraje de declararlo— Borges comparte la certidumbre de que nos
circunda un "misterio tremendo", un orden de significaciones que, al percibir la medida de
nuestra ignorancia, apenas logramos atisbar. Y el atisbo mismo acaso no sea más que un error
o una apreciación vana, en los que fuimos inducidos por el hecho de que nos sentimos
incapaces de reconocer que la realidad carece de orden y significado. El hombre no se
resigna a rendirse ante la evidencia del caos; su búsqueda de un sistema inteligible que le
permita configurar un cosmos adquiere el sentido de una vindicación personal. Para mostrar
esta situación, Borges apela a la hipertrofia casi monstruosa de la vieja metáfora que
considera el mundo como la escritura de Dios, la naturaleza como el libro divino por excelen-
cia. ¿Y si, en verdad, no se tratase de un solar libro, de significado inteligible? Tal vez este-
mos condenados a deambular al acaso por una biblioteca infinita, en la que los textos se
contradicen, se repiten, se confunden, se modifican y a menudo son combinaciones de
caracteres indescifrables. Tal vez nuestra existencia transcurra en un lugar que no se
diferencia, en esto, de la Biblioteca de Babel. Pese a lo cual, muy pocos se muestran
dispuestos a renunciar a la lucha desesperada y despiadada de la que esperan obtener, en los
interminables anaqueles, su vindicación personal (F, 90). Una paciente labor de relevamiento
quizá demostraría que en la obra de Borges se menciona un extensísimo caudal de enigmas
que ningún miembro de nuestra especie puede responder de manera irrefutable.
Mencionaremos unos pocos que, provisionalmente, sirven para completar este cuadro de las
relaciones que, a lo largo de los años, el escritor ha mantenido con la inquisición filosófica.
Por razones de agrupamiento exclusivamente práctico, podemos dividir esos enigmas o
problemas en dos sectores principales: de un lado, las perplejidades cosmológicas, que
también incluyen al hombre en la medida en que participa de ellas; del otro, las
incertidumbres antropológicas, que son específicas de nuestra condición. En la primera de
estas categorías, cabe incluir la naturaleza del tiempo, la existencia continua de los objetos, la

25
causalidad como especie de "magia simpatética" (D I, 119), la organización íntegra del
universo, la posible intervención de una divinidad creadora. Por añadidura, la presencia de
Dios se ramifica en múltiples cuestiones: acaso el hombre pueda llegar a comprender el
ordenamiento que esta fuerza sobrenatural imprimió en el mundo; acaso no, porque nuestros
raciocinios y nuestras simetrías son insuficientes para que logremos figurarnos la armonía
ilimitadamente compleja que concibió la divinidad. Pero tampoco es imposible suponer que
Dios está sujeto a una concatenación que escapa a su dominio; o simplemente, que hace
trampa, que introduce con deliberación equívocos para desbaratar nuestra ambiciosa bús-
queda de conocimiento. Borges refiere las teorías paleontólogo-teológicas de P. H. Gosse
con tono burlón y cierta ironía (07, 3741), pero las suposiciones de este pintoresco individuo
no dejan de seducirlo. Quizá la única regularidad que gobierna el universo sea el azar. Quizá
las leyes causales sean inalterables, pero "Dios acecha en los intervalos" para desarticularlas.
No menos intrincados son los interrogantes que se refieren exclusivamente al hombre. Tal
como intuía León Bloy, nadie sabe quién es, ya que para adquirir esta sabiduría no basta con
el socrático conocerse a sí mismo, sino que es necesario dominar la infinita maraña de re-
laciones en que cada uno se halla atrapado, más allá de toda posibilidad de discernimiento o
aun de sospecha (cf. "El espejo de los enigmas", en OI, 171-175). Además, Borges comparte
con Hume la creencia de que no hay una identidad personal, pues cada hombre es "una
colección o atadura de percepciones, que se suceden unas a otras con inconcebible rapi-
dez".14 Por otra parte, si bien Borges exalta el individualismo de los filósofos ingleses del
siglo XVIII, al mismo tiempo pone de manifiesto la convicción de que cada individuo es
solidario con su especie, la que obra en él y a través de él. El voluntarismo de Schopenhauer
y el evolucionismo de Samuel Butler y de Bernard Shaw han dejado su impronta en el pen-
samiento de Borges, quien ha observado por añadidura que ciertas fábulas y ciertas metáforas
vuelven a ser inventadas en el curso de las generaciones, así como Kublai Khan y Samuel
Taylor Coleridge soñaron en épocas y lugares muy distantes entre sí la construcción de un
mismo palacio. Algún crítico ha supuesto que, al destacar esta persistencia, Borges rei-
vindicó el pensamiento platónico; opinamos, en oposición a esta hipótesis, que se trata de una
doctrina más próxima a los arquetipos del inconsciente colectivo que al efectivo reconoci-
miento de ideas sustanciales, lo cual tampoco significa una adhesión a la psicología de Jung
sino a la "memoria inconsciente" de Butler.15

14
Véase la nota "Una de las posibles metafísicas", en Sur, 115, mayo de 1944, pág. 61. El párrafo presenta una
errata que fue salvada en el número siguiente de Sur, pág. 97.
15
En este aspecto de la antropología de Borges confluyen tres principios: evolucionismo, voluntarismo e
inconsciente. Si se toma en cuenta su expresa admiración por Samuel Butler, parece inevitable reconocer que tal
síntesis surge del ascendiente ejercido por este autor, que ya la había propuesto en una parte significativa de su
producción (con especial relieve, en Life and Habií, de 1878, y en Unconscious Memory, en 1880). Interrogado
por Burgin, Borges minimiza el aporte de Darwin a la concepción filosófica del evolucionismo, para destacar
por contraste a Butler, quien —a su juicio— logró fundirla con un voluntarismo tal vez procedente de
Schopenhauer (Burgin, 105). Esta preferencia, por lo demás, se puede explicar según una fórmula muy
difundida entre los críticos literarios y biólogos ingleses; si bien Butler posee escaso interés para los hombres de
ciencia, era mejor escritor que Darwin y, por consiguiente, ha resultado muy persuasivo entre los hombres de
letras (cf. Julián Huxley, Evolution; Londres, Alien & Unwin, 1948; pág. 458). Lo mismo sucede, por otra parte,
con Freud y Jung: Borges rechaza al primero y, en cambio, admite que ha leído al segundo "más a fondo" y ha
percibido en su obra "un espíritu mucho más amplio y acogedor" (Burgin, 111). Cabe agregar que, en última
instancia, la fuente común que Butler y Jung han reconocido en la elaboración de sus respectivas teorías del
inconsciente fue Eduard von Hartmann, psicólogo influido por Schopenhauer y autor de un estudio clásico en la

26
De tal forma, las ideas de Hume sobre la identidad personal y de Butler sobre la solidaridad
de la especie se conjugan para permitir que "alguien" asuma el papel de "otro" sin perder su
propia condición, según queda ilustrado en varias ficciones de Borges, incluidos el episodio
del gaucho asesinado por su ahijado que identifica a los protagonistas con Julio César y con
Bruto (cf. "La trama", en H, 28) y la sutil y alusiva entrevista de los historiadores que sin
proponérselo reviven el misterio de la reunión celebrada por San Martín y Bolívar (cf.
"Guayaquil", en IB, 109-124).16 Por lo que concierne al voluntarismo, en apariencia Borges
no sólo lo concibe como principio vital que se manifiesta en la totalidad de la naturaleza, sino
que también lo admite como poder consciente que actúa en la existencia individual; por lo
menos, cabe señalar que en "La otra muerte" la fuerza que origina el milagro radica
fundamentalmente en la voluntad del paisano afincado en los campos de Ñancay, no en su fe.
De todas maneras, sean cuales fueren las respuestas que es posible extraer en pasajes cir-
cunstanciales, la impresión general que deja Borges en el conjunto de su labor trasunta un
arraigado sentimiento trágico de la vida.17 El hombre, acerca de sí mismo y del mundo, sabe
muy poco, acaso nada. Sus esfuerzos encaminados hacia la elaboración de un conocimiento
sistemático son infructuosos, están condenados a la desesperanza. Inclusive desconocemos si
esa sabiduría, en el caso hipotético de poder obtenerla, nos serviría de algo. En "La escritura
del Dios", el descubrimiento del mensaje resta toda importancia al hecho de haberlo
alcanzado. En "Las ruinas circulares", la trayectoria que conduce a la revelación acaba por
demostrar al taumaturgo que su propia naturaleza es tan fantasmal como la de su obra.
¿Acaso la redención que espera el Minotauro, en "La casa de Asterión", no será también la
forma que ha de asumir su muerte? El primer axioma que rememora el bibliotecario de Babel
es "la distancia que hay entre lo divino y lo humano", entre los "rudos símbolos trémulos"
que garabatea su mano en la tapa de un libro y las letras "puntuales, delicadas, negrísimas,
inimitablemente simétricas." que la divinidad trazó en el interior del volumen (F, 87). Difí-
cilmente nuestro pensamiento logre adecuarse a la realidad o capturarla, para comprender su
sentido; y aun este adverbio resulta demasiado optimista. En ello radica, a juicio de Borges,
nuestro irremediable desamparo.

5. Conclusiones
Intelectualmente, el hombre no está articulado en la realidad de manera plena, sino que se
halla en una perpetua búsqueda. Tal es el centro de nuestra situación en el universo, según
puede trazarse en algunas de las figuras que han sido consideradas más significativas en el
arte del presente siglo y también en quienes se han convertido, a través de una nueva lectura,
en sus precursores. Se vive con una ilusión de permanencia, se lucha por grados de
realización presuntamente valederos, se explora una posibilidad de comunicación; por úl-

materia: Philosophie des Vnbewussten (1869).


16
También en algunos episodios de Isidro Paro-di, que Borges escribió en colaboración con Bioy Casares,
"alguien" puede ser "otro"; al respecto, cf. los cuentos "La víctima de Tadeo Limardo" y "La prolongada
búsqueda de Tai An", en Problemas, págs. 85-105 y 107-124 respectivamente.
17
Confesamos que esta referencia elíptica a Unamuno no es en absoluto inocente: Borges ha reconocido sus
afinidades y diferencias con el escritor español al que declara admirar "enormemente" (Burgin, 100)

27
timo, de acuerdo con tales metas, se comprueba que la existencia es "para nada". Si hay una
clave que justifica el paso de cada cual por este mundo, está más allá de nuestro dominio y su
presencia sólo puede ser admitida como artículo de fe o como mera conjetura. Las palabras
de San Pablo resuenan a través de los siglos: en la vida temporal estamos limitados a ver "por
espejo, en oscuridad". Toda afirmación, todo esfuerzo por comunicar o imponer certidumbre
en los demás apenas es un intento de superar la incertidumbre propia, de ignorar o
escamotear la angustia que uno mismo siente, la cual al parecer ha ido en constante
crecimiento a lo largo de la historia moderna, desde el período manierista hasta los días que
corren, a medida que se afianzaban la conciencia de secularidad y la desgarradora nostalgia
de una Edad de Oro en la que se presume que hubo un vínculo firme entre nuestra fugacidad
actual y la intuición de una permanencia.
Esta experiencia es una de las formas —acaso la más profunda y radical— en que se revela la
alienación humana, una de las situaciones que más ha preocupado al escritor de nuestro
tiempo. Sin embargo, un reconocimiento de la producción referida a este problema no
permite esclarecer de manera indudable si se trata de un rasgo inherente a la naturaleza
misma del hombre y a los instrumentos que emplea para conectarse especulativamente con la
realidad o si es un fenómeno característico y específico de las condiciones en que nos ha-
llamos sumidos ahora. Por cierto, las interpretaciones que pueden extraerse de tal experien-
cia se volcarán en uno u otro sentido, según la óptica propia de cada opinante. De todas
maneras, sin que sea necesario comprometer un juicio inequívoco al respecto, cabe señalar la
presencia de tres autores relevantes que en el curso de los últimos cien años parecen haber
optado por la hipótesis de que la alienación es y fue siempre inevitable, en razón de que
emana de una toma de conciencia del desajuste entre las herramientas cognoscitivas de que
disponemos y los hechos concretos que debemos afrontar. Lewis Carroll, Franz Kafka y
Jorge Luis Borges exhiben, en tal sentido una singular afinidad de criterios. El primero de
los nombrados, en las celebradas aventuras de Alicia, nos propone el desconcierto de su
heroína —un ser humano, individual, concreto— al ingresar en un mundo inquietante que
acaso se muestre caótico para quien lo visita, pero que responde a un ordenamiento riguroso
e inflexible, a un ordenamiento que la protagonista no llega a comprender pero que los otros
sin duda conocen. Constantemente, Alicia se formula preguntas o es interrogada por los
ocasionales personajes que encuentra en su camino; sin embargo, nunca logra el pleno do-
minio de las respuestas que le permitan articularse de manera conveniente en esa realidad de
irreprochable aunque secreta lógica, en la cual ha sido atrapada.18 De igual modo, Joseph K.
18
Desde el momento en que Alicia penetra en la madriguera se encuentra con un mundo en el que todo sucede
de otro modo y en el que las normas de conducta son diferentes de las que tiene inculcadas la protagonista; es
decir, que ha penetrado en una comarca donde rigen otras codificaciones. Las normas en que ha sido educada
impulsan a Alicia a tratar de entender esa codificación de apariencia tan anómala, pues los niños deben
integrarse en el orden vigente al que se incorporan; ello se prolonga hasta el capítulo VII inclusive de Atice in
Wonderland, mientras la heroína trata de alcanzar un tamaño adecuado para estar a la altura de los habitantes del
País de las Maravillas. Pero en la parte final del libro la actitud de Alicia cambia: advierte que debe enfrentarse
con enemigos que no son más que cartas de una baraja y, más tarde, comienza a crecer hasta tornarse todopo-
derosa durante la vista de la causa judicial; es decir que, al verse impedida de cumplir su integración, rechaza el
código vigente allí porque le es ininteligible y asume la tarea de imponer el suyo propio, con lo cual triunfa la
educación victoriana. La clave de este cambio parece ligada al jardín que desempeña un papel significativo en el
relato: mientras Alicia trata de llegar a él sin lograrlo, su propósito es integrarse; pero tan pronto logra el acceso
deseado, impone la norma que los mayores le habían inculcado. En definitiva, hay un intento de salir del orden
cotidiano y establecido, que Alicia no comparte naturalmente como suyo, pero ante su fracaso, regresa
sumisamente al lugar de origen.

28
y el agrimensor, en Der Prozess y Das Schloss, son las víctimas de sistemas perfectamente
coherentes, pero cuyo funcionamiento jamás podrán interpretar. El mundo se nos presenta
como un laberinto, si bien es lícito sospechar un propósito subyacente, cuyo sentido se nos
escapa. Nicolás de Cusa y luego Spinoza lucharon desesperadamente contra esa experiencia
alienadora: la natura naturans, el misterioso poder que crea el universo con su pensamiento,
acaso sepa que la realidad se sustenta en una concepción unitaria; pero cada uno de nosotros,
que sólo tiene acceso a la natura naturata, a un caos de datos dispersos, está condenado a una
visión contradictoria y fragmentada.
Borges ahonda aún más este abismo y en un determinado momento llega a declarar que la
separación entre cada bibliotecario y esta Biblioteca de Babel que nos circunda consiste, por
añadidura, en una diferencia de naturaleza: aunque ininteligible, el universo, pese a su
aparente multiplicidad desordenada, exhibe armonías y bellezas que es necesario suponer
concebidas por una divinidad; el hombre, en cambio, no es más que el producto del azar o de
un demiurgo, de una deidad corrompida que ha perdido el don de transmitir a sus criaturas la
fuerza integradora (F, 87). Sobre esta base es posible construir un parentesco entre Borges y
Kafka, que habitualmente ha sido sugerido por la crítica sin que se especificaran las
justificaciones de tal afinidad. Tal vez ésta radique, entre otros rasgos, en un modo análogo
de testimoniar, en nuestro tiempo, la condición alienada de los actos humanos. En Kafka, sus
personajes, ven bloqueado el acceso a los significados. En Borges, una distancia insuperable
separa el pensamiento de la realidad. Por lo general, la palabra alienación, en su empleo más
difundido, arrastra connotaciones negativas, peyorativas. En la presente circunstancia,
tenemos que desembarazarnos de tal actitud. En consecuencia, corresponde hacer,' un
distingo esencial: hay una diferencia básica entre ser un vehículo o un estímulo ingenuo de la
alienación, por un lado, y explorar con ánimo crítico sus raíces y sus alcances, por el otro.
Borges y Kafka deben situarse entre los ejemplos más memorables de esta última
disposición. De todas maneras, cabe establecer una diferencia entre ambos autores. El
hombre kafkiano acaba por rendirse a la alienación y acepta resignadamente la
imposibilidad de conocer las causas de su ajusticiamiento, los motivos que impiden su
ingreso en el castillo. En la posición de Borges, en cambio, prevalece el homo ludens,
consciente de que el camino está cerrado pero dispuesto a solazarse con los posibles atajos,
con las taumaturgias del pensamiento, tan ilusorias como fascinantes.

29
II. EL UNIVERSO DE LOS SIGNOS

Tú que me lees, ¿estás seguro de entender mi lenguaje?


"La Biblioteca de Babel" (F, 94)

... una jornia De mi sueño, un sistema de palabras Humanas


y no el tigre verdadero Que, más allá de las mitologías,
Pisa la tierra...
"El otro tigre" (OP, 192-193)

30
1. Dificultades Del Conocimiento
Lo que se ha dicho hasta aquí sobre la actitud que Borges asume con respecto a los intentos
de elaborar un conocimiento sistemático de la realidad admite una obvia reiteración desde la
perspectiva específica de una teoría del lenguaje, para lo cual es posible utilizar los mismos
textos citados precedentemente. Por lo demás, este entrelazamiento se explica en razón de
que el escritor examinado, a menudo de manera implícita pero notoria, fija los límites del
conocimiento —al menos, del que es acumulable y transmisible— dentro de los márgenes
combinatorios de la materia verbal, de modo que las aptitudes humanas de saber y de pensar
quedan circunscriptas en el ámbito de nuestros enunciados y acaso inclusive se identifiquen
con él.
En el curso de sus entrevistas con Milleret, Borges negó en forma terminante su condición de
"filósofo" o de "pensador", en virtud de que consideraba que todo pensamiento sistemático,
al proponernos una imagen ordenada de la realidad, "siempre tiende a trampear" (Milleret,
116). Cabe empero preguntarse, de cualquier modo, qué alcance confirió a la palabra
filosofía, en el empleo que hizo de ella al excluirse de cuanto pueda ser incorporado en ese
campo de la actividad intelectual. Las múltiples reflexiones acerca de las doctrinas
filosóficas que es posible rastrear en sus escritos, juntamente con su explícita y reiterada
profesión de escepticismo o agnosticismo, permiten sospechar que su idea del "pensamiento
sistemático" cubre, por antonomasia, el ejercicio de la especulación teológica y metafísica.
En cambio, parece manifiesto que Borges no se interroga sobre la validez filosófica que
pueda tener la crítica del lenguaje, en el sentido en que él mismo la practica al enjuiciar la ins-
tauración de esos sistemas, a los que cuestiona en su pretensión de ofrecer vías apropiadas
para el conocimiento de la realidad (07, 155-156). Sin embargo, por el mero hecho de pos-
tular un drástico enfrentamiento entre las corrientes del realismo y del nominalismo (OI,
167-168 y 213-214), ya está ensayando una interpretación histórica del ámbito filosófico; y
tan pronto como asume la defensa personal de la segunda de tales alternativas, el mismo
Borges se introduce en aquella orientación especulativa cuyo rasgo distintivo ha sido,
precisamente, esa crítica del lenguaje. Es más, su entusiasmo y vocación de nominalista lo
precipitan en la temeraria afirmación de que en la actualidad la posición que él sustenta
prevalece indiscutida, al punto de que ya "nadie se declara nominalista porque no hay quien
sea otra cosa" (0I, 214). La refutación de esta hipótesis no sólo resulta sencilla sino que, por
añadidura, contribuye a ubicar las opiniones de Borges en el cuadro general del pensamiento
contemporáneo. Para cuestionar el juicio mencionado basta con recordar las observaciones
que Theodor W. Adorno enunció en alguna ocasión sobre la presencia de dos escuelas que en
nuestros días "operan, quiérase o no, como espíritu de época, por encima del cerco
académico", al margen de las observaciones o reservas que —según este autor— podrían
formularse acerca de ellas: de un lado, hallamos a quienes practican el análisis lógico y
concentran sus investigaciones en los problemas del lenguaje; del otro, advertimos una
orientación encaminada fundamentalmente hacia el examen de los problemas del ser.19 La
primera se halla ilustrada por la obra de Bertrand Russell, de Ludwig Wittgenstein, de Rudolf
Carnap y de cuantos los acompañaron en la instauración del neopositivismo, tan arraigado en

19
Seguimos con ligeras modificaciones formales la versión española del ensayo "Wozunoch Philosophie",
incluido en Theodor W. Adorno, Filosofía y superstición; Madrid, Alianza Editorial, 1972; págs. 13-14.

31
la filosofía reciente de los países anglosajones. La segunda deriva principalmente de
Heidegger y se ha difundido, vulgarizado y diversificado con la proliferación de
"existencialismos". Este propósito de indagar la realidad del ser exhibe múltiples vincu-
laciones con el ámbito poético, ya se trate de meras coincidencias, de reconocidos antece-
dentes, de notorios influjos. En significativo contraste, el neopositivismo expresó cierto
grado de menosprecio por la actividad artística, a la que a menudo marginó en un área
residual, en compañía de la metafísica.20 Por consiguiente, en principio resulta muy curioso
comprobar que Borges tiende a alinearse junto a los que parecen desdeñar la literatura como
un juego vacío de contenidos; pero tal vez sea posible demostrar que esta elección no es tan
desconcertante pues se sustenta en una concepción del hombre: de su ineptitud para explorar
la realidad con auxilio del lenguaje y, no obstante, del papel protagónico que tiene la palabra
en su existencia.
Un detenido reconocimiento de los textos de Borges permite observar que, a decir verdad,
son casi nulas sus referencias a las figuras que impulsaron la filosofía del análisis lógico
propiamente dicha, tal vez con la única excepción de Bertrand Russell. Sin embargo, es
posible señalar coincidencias de interpretación a propósito de ciertos problemas, las que tal
vez cabría remontar a una afinidad de fuentes, a una analogía en la formación y la actitud filo-
sóficas, a una frecuentación de los mismos pensadores. Al respecto, en la obra de Borges es
muy notoria la mención de quienes han sido considerados precursores directos de este mo-
vimiento: Occam, Hume, John Stuart Mill, William James.21 Además, quizá valga la pena
tener presente que Schopenhauer, uno de los filósofos que Borges recuerda con mayor
asiduidad, ejerció poderosa atracción en las ideas tempranas de Wittgenstein, durante el
período en que este autor compuso su famoso Tractatus logico-philosophicus, uno de cuyos
propósitos básicos era determinar los límites del lenguaje considerado como instrumento
para desentrañar la estructura de la realidad. 22 Por otra parte, el pasaje en que Borges
contrapone a nominalistas y realistas, tal como fue introducido en dos artículos suyos que se
dieron a conocer en el diario La Nación de Buenos Aires en 1949 y 1951 y luego ingresaron
en Otras inquisiciones, exhibe manifiesta similitud con el párrafo inicial del capítulo sobre
filosofía del análisis lógico, en la History of Western Philosophy que Bertrand Russell
publicó en 1946, con la sola diferencia de que Borges denomina "realistas" y "nominalistas"
a los que Russell califica, respectivamente, de "matemáticos" y "empíricos".23
Pero ante todo conviene enfatizar el hecho de que Borges reconoció explícitamente su interés

20
De todas maneras, el célebre "Grupo Bloomsbury", al que pertenecieron Roger Fry, Clive Bell, E. M. Forster
y Virginia Woolf, elaboró sus concepciones poéticas a partir de las ideas de G. E. Moore, cuyo ascendiente en el
desarrollo del pensamiento que condujo al neopositivismo suele juzgarse digno de consideración. Sobre la
relación de Moore con este círculo artístico, véase el segundo capítulo del libro de J. K. Johnstone, The
Bloomsbury Group; Londres, Secker and Warburg, 1954; págs. 2043. Sin embargo, cabe hacer la salvedad de
que la relación entre dicho círculo y las ideas de Moore —fundada en las consecuencias de los "principios
éticos" formulados por este filósofo— no parece en modo alguno afín a la posición de Borges en su interés
manifiesto por los problemas lógicos del lenguaje.
21
Para la historia y doctrina de esta corriente seguimos el libro de Leszek Kolakowski, Positivist Philosophy
from Hume to the Vienna Circle; Londres, Penguin Books, 1972.
22
Al respecto, cf. la opinión de David Pears, en su Wittgenstein (Londres, Collins, 1971), pág. 76: "Muchas de
estas ideas provenían de Schopenhauer, si bien Wittgenstein hizo un empleo personal de ellas".
23
Bertrand Russell, History of Western Philosophy; Londres, Alien and Unwin, 1946; pág 857.

32
por la filosofía de Fritz Mauthner (F, 116), cuya labor como uno de los fundadores de la
"crítica del lenguaje" y como uno de los renovadores del nominalismo —en la línea de Ernst
Mach y del pragmatismo vitalista— generalmente ha suscitado menos atención que la de-
bida, si bien su doctrina fue tomada en consideración sin lugar a dudas por Wittgenstein,
quien declaró no compartir el escepticismo radical de este pensador (Tractatus, 4.0031). Al
respecto, una clave muy provechosa para descubrir en las ideas de Borges una trayectoria que
exhibe plena coherencia radica en vincularlas a la posición que Mauthner asumió en su
Beitrdge zu einer Kritik der Sprache, donde se declara que el lenguaje sólo es un juego, dota-
do de singular eficacia como tal pero exento de cualquier aptitud para representar, conocer y
entender adecuadamente la realidad, sea "interna" o "exterior" al hombre. Escritor de lengua
alemana ligado a la ciudad de Praga —al igual que Franz Kafka y Gustav Meyrink—, Mauth-
ner señaló que las concepciones del mundo elaboradas en el transcurso de la historia pueden
reducirse a tres modelos principales: uno, de carácter "adjetivo", que es consecuencia de un
materialismo ingenuo; otro, de índole "sustantiva" que procede del realismo metafísico y, por
fin, un tercero, de naturaleza "verbal", cuya interpretación deriva de una óptica nominalista o
heraclitiana. Él mismo admite ser ubicado en esta última corriente, en razón de que ha
sostenido que la falacia habitual de la gnoseología consistió en suponer que existe cierto
grado de correspondencia necesaria entre el lenguaje y la realidad, sin que se advirtiera que
los procedimientos enunciativos apuntan exclusivamente a trasladar un sistema simbólico en
términos de otro sistema simbólico, lo cual no permite rehuir el círculo vicioso de ficciones
que tal itinerario va trazando. Al cúmulo de manifestaciones concretas e individuales que
ofrece el universo, la palabra sólo es capaz de contraponer un conjunto de abstracciones y
generalizaciones que poseen precaria validez. 24 En manifiesta coincidencia con tales
opiniones, Borges juzga que Mauthner ha sido "injustamente olvidado" (P, 110) y califica de
"admirable" su Worterbuch der Philosophie (D II, 168), del que confiesa poseer un ejemplar
que ha "releído y abrumado de notas manuscritas" (D II, 165).
Sea como fuere, las coincidencias de Borges con los positivistas lógicos resultan, en ciertos
aspectos, bastante sugestivas. Su elogio del nominalismo está totalmente de acuerdo con uno
de los principios que a lo largo de la historia de la filosofía positivista ha sido respetado en
forma escrupulosa. 25 Su predilecta afirmación de que el lenguaje es el centro de los
problemas que plantea el pensamiento halla una exacta reiteración en Wittgenstein cuando
declara en el Tractatus que "toda filosofía es crítica del lenguaje". Inclusive, las reflexiones
de George Steiner acerca de Wittgenstein son aplicables plenamente a Borges:

El más grande de los filósofos modernos fue también el más profundamente


empeñado en escapar a la espiral del lenguaje. Toda la obra de Wittgenstein
comienza preguntando si existe alguna relación verificable entre la palabra y el
hecho. Lo que llamamos hecho puede muy bien ser un velo hilado por el
lenguaje para proteger la mente de la realidad. Wittgenstein nos obliga a
preguntarnos si se puede hablar de la realidad cuando la palabra es meramente

24
Cf. Ernst Cassirer, Filosofía de las formas simbólicas, I; México, Fondo de Cultura Económica, 1971; pág.
146.
25
Al respecto, cf. Kolakowski, op. cit., págs. 13-16.

33
una especie de regresión infinita, palabras sobre palabras.26

En consecuencia, es lícito ubicar a Borges en la orientación que ha sido legada al pensa-


miento actual por influjo del positivismo lógico, de G. E. Moore y de Wittgenstein, los que
han compartido la presunción de que la meta de la filosofía no consiste en describir o siquiera
explicar el mundo, y aún menos en transformarlo, puesto que su preocupación específica
debería encaminarse exclusivamente a examinar de qué manera se habla de él: "su tarea,
según se ha observado, es discurrir acerca del discurso". 27 Cabe agregar, además, que el
criterio frecuentemente enunciado por Borges de que el lenguaje no es más que un "juego de
símbolos" o un "sistema de signos arbitrarios" sugiere afinidades con la actitud en mayor o
menor grado "convencionalista" que adoptaron Carnap y Ajdukiewicz, según la cual el
lenguaje crea nuestra imagen de la realidad y, a su vez, está sujeto a normas instauradas por
medio de un compromiso, las que podrían sustituirse modificando en profundidad nuestra
óptica de cuanto tratamos de elaborar con ayuda del intelecto.28 También con Carnap, Borges
comparte la sospecha de que una buena porción de la filosofía tradicional se limita a formular
"seudoproblemas", originados en el intento de legitimar especulativamente creencias tales
como la validez del realismo o el desciframiento de las operaciones que cumple una presunta
divinidad. 29 Aquí surge el cuestionamento principal que el neopositivismo hace al
pensamiento sistemático del pasado y que Borges suscribe sin reservas: puesto que la
filosofía es lenguaje y su único objeto lícito es la reflexión sobre el lenguaje mismo, casi toda
la especulación desarrollada en el curso de los siglos, en la medida en que se encamina a
plantear consideraciones de otra índole, sólo es una manifestación particular de la literatura
de ficción, despojada de todo propósito cognoscitivo valedero.30 Al respecto, no debemos
olvidar el juicio sin atenuantes que se desliza en "Tlon, Uqbar, Orbis Tertius": "la metafísica
es una rama de la literatura fantástica" (F, 23).
No obstante, Borges sólo acompaña a la filosofía del análisis lógico hasta donde llega su
crítica sobre el valor cognoscitivo de la metafísica tradicional; más allá de este límite se
aparta de ella, cuando los neopositivistas pasan a desechar en todo sentido la validez de la
actividad desarrollada por la filosofía del pasado e intentan formular, por su parte, una
metodología propia del conocimiento científico. Según los filósofos del análisis lógico, la
metafísica no es más que un menospreciable subproducto del lenguaje, una materia "resi-
dual". Borges no se muestra dispuesto a sustentar esta opinión en absoluto, pues juzga que
tales composiciones, si resultan dignas de ello, merecen ser rehabilitadas como juego, en
virtud de su calidad estética; es decir, por su específico valor literario. En esto, es asimismo
consecuente con su propia interpretación de la literatura, a la que considera como un sistema
26
Véase el artículo "The Retreat from the Word", en George Steiner, Language and Silence; Londres, Penguin
Books, 1969; pág. 41. Seguimos la traducción aparecida en la revista Asomante, XXV, 1 (1969), pág. 25.
27
Cf. A. J. Ayer, Philosophy and Language; Oxford, Clarendon Press, 1960; pág. 5.
28
Para una crítica de esta doctrina, véanse los trabajos de Adam Schaff, Introducción a la semántica (México,
Fondo de Cultura Económica, 1966), págs. 85 y ss. y Lenguaje y conocimiento (México, Grijalbo, 1967), págs.
212-213.
29
Cf. I. M. Bochenski, La filosofía actual; México, Fondo de Cultura Económica, segunda edición, 1951; pág.
76.
30
Cf. Bochenski, loc. cit. y Kolakowski, op. cit., pág. 213.

34
combinatorio cuyos elementos los proporciona el lenguaje. En la medida en que Borges
cuestiona en forma radical todos los esfuerzos encaminados a obtener una penetración
lingüística de la realidad (salvo quizá los que aspiren a un limitado carácter operativo), su
posición acerca de este aspecto del neopositivismo coincide, por añadidura, con la que han
asumido en años recientes algunos estudiosos, entre quienes merece citarse a Leszek
Kolakowski, autor de un corrosivo ensayo sobre la ideología del racionalismo.31 Por lo tanto,
mientras los filósofos del análisis lógico tratan de superar la inadecuación del lenguaje con el
propósito de perfeccionar un vehículo que facilite el acceso discursivo a la realidad, Borges
reivindica esas mismas limitaciones que habían sido denunciadas y subraya la función
protagónica que desempeña la ficción en el desenvolvimiento de cualquier especie de
discurso. Tal enfoque se funda en la circunstancia de que Borges interpreta el nominalismo
en términos mucho más radicalizados que los defensores de la ciencia moderna, hecho que en
última instancia puede remontarse al influjo que sobre sus ideas ejerció la crítica de Hume al
razonamiento experimental. 32 De ello se deduce que el lenguaje difícilmente pueda
enlazarse con plenitud a la realidad, ya que su naturaleza lo impulsa con preferencia a
suscitar espejismos y ensueños que se imponen por la eficacia de una simetría o proporción
intrínseca, de un equilibrio primordialmente nominal. En todo caso, la cualidad prístina y de
mayor empuje vital que trasuntan las palabras —según este criterio— radica en una aptitud
de evocación, más allá de la exclusiva descripción minuciosa y precisa; o enunciado de otro
modo, radica en la expresión poética feliz (con sus propias exigencias de precisión), mejor
que en la directa referencia al objeto real. Por consiguiente, en el discurso la palabra no puede
proporcionarnos una satisfactoria interpretación de la realidad —como desearía el rigor
lingüístico de los neopositivistas—, sino que se muestra llamada a agotarse en sí misma, a
excluir —o poco menos— la gravitación directa de la cosa designada. De cuanto se ha dicho
surge que el aprovechamiento que Borges extrae de sus inquisiciones filosóficas
fundamentalmente opera por contraste, como afirmación decisiva del ámbito poético. A ello
se debe su interés en la paradoja o el nonsense que puede ser engendrado por una lógica
rigurosa. En la práctica, se trata de una suerte de reductio ad absurdum obtenida con el
concurso de los innúmeros casos en que el lenguaje escapó a las pretensiones de atribuirle
una función cognoscitiva. En consecuencia, al restringir el margen propio de la filosofía a un
campo tan estrecho como el que proponen los neopositivistas, resulta evidente que la
condición humana es en mucho menor grado "filosófica" que "literaria", según lo corrobora
—a juicio de Borges— el uso habitual que hacemos de la materia verbal; y si llevamos el
argumento hasta sus derivaciones últimas, aun sería lícito sospechar que el margen que estos
pensadores se reservan para el ejercicio de su labor especulativa es harto dudoso que les
pertenezca en exclusividad.
Por lo tanto, una de las circunstancias que pareciera garantizar la razón de ser de la literatura
en su condición de tal es la arbitrariedad del signo, la imposibilidad de que el lenguaje pueda
trasladar fielmente la realidad a un plano conceptual. Esto ha llevado a Borges a una

31
Véase el ensayo "El racionalismo como ideología", en Leszek Kolakowski, Tratado sobre la mortalidad de la
razón; Caracas, Monte Ávila, 1972; págs. 253-325.
32
El nominalismo de la filosofía moderna admite diversas gradaciones, cuya variedad más radical —el
pensamiento escéptico de Hume— es la que ha gravitado en mayor proporción en las ideas de Borges. Acerca
de tales gradaciones, cf. Robert Blanché, El método experimental y la filosofía de la física; México, Fondo de
Cultura Económica, 1972; págs. 369 y 384.

35
sistemática explicitación de las falencias que aquejan el uso del lenguaje como mediador en
nuestra captación del mundo, en nuestra relación intelectual con las cosas. Tal posición se
halla especialmente sintetizada en las reflexiones sobre "el idioma analítico de John Wilkins"
(OI, 139-144). Muy certeramente, Michel Foucault ha señalado un pasaje de este artículo que
posee considerable efecto cómico, pero que al mismo tiempo postula inquietantes reservas
acerca de nuestros instrumentos especulativos. 33 Se trata de una curiosa clasificación
atribuida a una supuesta enciclopedia china:

En sus remotas páginas está escrito que los animales se dividen en (a)
pertenecientes al Emperador, (b) embalsamados, (c) amaestrados, (d)
lechones, (e) sirenas, (f) fabulosos, (g) perros sueltos, (h) incluidos en esta
clasificación, (i) que se agitan como locos, (j) innumerables, (k) dibujados
con un pincel finísimo de pelo de camello, (1) etcétera, (m) que acaban de
romper el jarrón, (n) que de lejos parecen moscas. (OI, 142)

Hay varios motivos para juzgar que este texto resulta perturbador. En un reconocimiento
apenas superficial, bastaría con que examináramos en forma aislada cada uno de los diversos
rubros (en especial, el designado con la letra h). Pero lo más dramático es la índole
deliberadamente heteróclita que exhibe el conjunto de las especies enumeradas, hecho que
nos induce a pensar si acaso no serán arbitrarias todas las categorías ordenadoras que em-
pleamos en nuestra construcción de la realidad. Estamos acostumbrados a conceder la
arbitrariedad del lenguaje como tal (al menos, por lo que respecta al vínculo entre
significante y significado), pero esto es mucho más agresivo en virtud de que nos insinúa la
hipótesis casi inadmisible de que las relaciones lógicas por sí mismas se prestan a engendrar
diseños totalmente caprichosos. Para nuestro esquema ideológico ello entraña, de hecho, lo
mismo que cuestionar la validez de la aptitud racional que, convenientemente ejercida,
suponemos llamada a resolver todos los problemas suscitados en nuestro trato con el mundo.
De todas maneras, Borges no se inmuta, y en una de sus entrevistas con Georges Charbonnier
aventura la opinión de que las clasificaciones "sólo son comodidades de la intelección"
(Charbonnier, 85). Kolakowski quizá se aproxime a una consideración similar cuando re-
conoce que, de no mediar nuestro sentido práctico, nada nos impide proponer "fantasías
surrealistas", ordenamientos aparentemente arbitrarios de la realidad;34 pero Rudolf Carnap y

33
Michel Foucault, Las palabras y las cosas: México, Siglo XXI, 1968; págs. 1-5.
34
Cf. Kolakowski, Tratado sobre la mortalidad de la razón, págs. 75-76. Según este autor, el criterio de verdad
no tiene un fundamento metafísico sino que es apenas el producto de una dialéctica entre el hombre y el mundo,
en la que prevalece un móvil práctico. El pasaje íntegro es muy significativo: "Teóricamente nada nos impide
descomponer la materia que nos rodea en fragmentos que serían absolutamente distintos a los objetos que nos
son familiares (por lo tanto, y hablando en general, nada nos prohíbe establecer un mundo donde no existiesen
objetos tales como 'caballo', 'hoja', 'estrella' y otros objetos presuntamente inventados por la naturaleza, sino ob-
jetos como por ejemplo 'un medio caballo y un trozo de río', 'mi oreja y la luna' y otros productos parecidos de la
fantasía surrealista; si el mundo de los surrealistas se nos aparece como 'más raro' que el habitual es porque sus
elementos no tienen nombre y porque no podemos utilizarlos en la técnica. Por eso la pequeña y sana
inteligencia humana los considera 'irreales' o los divide en fragmentos para los que tiene nombres en la vida
diaria, con lo cual hace posible percibirlos en ese mismo plano). Ninguna distribución, por fantástica que sea
para la costumbre, está teóricamente menos justificada o es menos 'exacta'* que la vigente; pero nos resultaría
difícil imaginarnos qué apariencia tendría un mundo así, porque estaría formado por objetos que no tendrían

36
A. J. Ayer jamás se hubiesen atrevido a llevar sus indagaciones lógicas del lenguaje hasta
consecuencias tan extremas.

2. Gravitación De La Palabra
Sea como fuere, el hecho de admitir las limitaciones del lenguaje como herramienta
cognoscitiva no entraña, en absoluto, desconocer la fuerza de convicción que la materia
verbal ejerce sobre nosotros. Por lo contrario, aunque sabemos que la realidad existe, nos
amenaza constantemente el peligro de perder contacto con el mundo al quedar aislados en las
palabras, las que revelan su indiscutible autoridad al imponernos ese modo paradójico de
incomunicación. Según este criterio, el lenguaje simultáneamente limita nuestras po-
sibilidades de conocimiento y nos somete a su dominio, y esta segunda acción requiere que le
prestemos el máximo de consideración posible. El signo es arbitrario porque obliga a
ingresar en un juego, pero este juego reviste para nosotros la mayor seriedad porque nuestra
capacidad de relación con el prójimo se sustenta casi por entero en él. Esto Borges lo señala
con respecto a sus propios cuentos: también ellos son un juego que, en todo caso, no puede
resultar indiferente o tedioso para quien los escribió, ya que al autor la tarea de composición
le fue impuesta por cierta necesidad íntima que no podía rehuir (Charbonnier, 11). En
verdad, cuando denunciamos las limitaciones del lenguaje lo que estamos reconociendo no es
su impotencia sino la nuestra. De ello se desprende que la palabra —para Borges— cobra un
valor mágico, pero no en un sentido sobrenatural sino exclusivamente por el influjo
abrumador (aunque casi subrepticio) que sin cesar ejerce en el esfuerzo humano de elaborar
una imagen del mundo. Y en este aspecto, Borges hace una advertencia sobre la función de la
literatura que la crítica actual debiera tomar muy en cuenta, para no dejarse atrapar en un
puro análisis de procedimientos vanos; al respecto, señala que en el problema literario "existe
un misterio" y que "cuando Stevenson dice que los personajes del arte —de una novela o de
un drama— sólo son una serie de palabras, al instante sentimos que esto no es cierto", ya que
en su trato con nosotros todo signo exhibe un poder evocativo que sobrepasa en mucho su
modesta labor enunciadora; si no admitimos la "voluntaria suspensión de la incredulidad"
que propiciaba Coleridge y nos mostramos reacios a percibir que los seres imaginarios
instalados en una obra de ficción poseen una vida propia y hasta secreta, entonces la ilusión
que hace posible el advenimiento de la poesía se desvanece y el texto queda desprovisto de
sentido (Charbonnier, 51-52). En todo caso, el aporte del crítico consiste en desentrañar la
forma en que el texto suscita ese persuasivo impacto; y aun entonces, todavía queda un
margen acaso inevitable de encantamiento, por minucioso y preciso que sea el análisis de las
estrategias artísticas.
Por otra parte, cabe destacar que, en la producción de Borges, el destino del hombre y del
mundo radica, con fatalidad irreversible, en transformarse en materia verbal, en componente
de ficción. La condición humana nos lleva inexorablemente a ser olvidados o a convertirnos
en literatura. Y en definitiva, la literatura no puede ser otra cosa que lo que es: un sistema de
signos, un espacio vacío de realidad pero pleno de sortilegios. Alguna vez, Roland Barthes
señaló precisamente que, desprovistos del don de ubicuidad, debemos resignarnos a que casi

equivalentes en nuestro lenguaje, y por lo tanto serían inaccesibles al conocimiento discursivo".

37
todo nuestro conocimiento de la vida contemporánea —aun la más estremecedora— se
reduzca a signos proporcionados por fuentes periodísticas. Shih Huang Ti, aquel emperador
de la China evocado por Borges, opinaba lo mismo acerca de cuanto acaeció en épocas
anteriores: abolir el pasado consiste en quemar los anales, en abrogar la supervivencia de los
libros de historia (OI, 9). La única perduración cierta de que pueden disfrutar quienes
vivieron en etapas pretéritas consiste en acceder a la frágil pero obstinada subsistencia
nominal que ha quedado asentada en un texto. Borges lo percibe patéticamente, en su propia
condición de escritor cuya fama va emancipando un apellido y un conjunto de obras y
separándolas de la existencia carnal innominada que sólo acepta ser reconocida por el
indistinto y ubicuo pronombre de primera persona; pocos pasajes de su producción revelan
tal dramatismo como el despojado y memorable fragmento que se titula "Borges y yo" (H,
50-51).35 Análogo proceso se adueñó de Cynewulf, el remoto poeta anglosajón que registró
su nombre en caracteres rúnicos, pero cuyas circunstancias personales no han sobrevivido en
ningún otro vestigio (ALG, 37). También es el caso de Walt Whitman, que confirió su propio
nombre al legendario protagonista de Leaves of Grass; de ese modo, su personalidad se
desdobló entre la insípida y omitible existencia del hombre real y el "amistoso y elocuente
salvaje" que transita los poemas, pletórico de energía y de fervor (OI, 99). A Borges lo
fascina esa aptitud que tienen los nombres personales de borrar la realidad de los individuos a
quienes designan, para convertirse en ficciones verbales autónomas. Es una taumaturgia que
se complace en ejercer públicamente, con el secreto deleite de sospechar que su intención
pasará inadvertida. Al respecto, la estrategia más difundida consiste en justificar la mención
incidental de seres reales en el curso de anécdotas fabulosas, ya se trate de su propio nombre
ó él de escritores conocidos suyos: Adolfo Bioy Casares, Ezequiel Martínez Estrada, Pierre
Drieu La Rochelle o Alfonso Reyes, en "Tlon, Uqbar, Orbis Tertius"; Patricio Gannon y
Emir Rodríguez Monegal, en "La otra muerte". Ingenuamente podría suponerse que se trata
de un ardid encaminado a proporcionar esa especie de convicción que, según suelen afirmar
los preceptistas, la presencia de un nombre real logra imprimir en cualquier ejercicio
imaginativo. La verdad acaso deba buscarse en la dirección opuesta: a Borges lo seduce
contemplar cómo la literatura el universo de las palabras— devora los fragmentos de realidad
que le son arrojados y los transforma en su propia sustancia; por consiguiente, no cesa de
alimentar a este monstruo insaciable; goza comprobando que lo real se disuelve en lo ficticio,
toda vez que en el texto cae el nombre de alguien que tuvo o tiene —como él dice— una
existencia "acaso no imaginaria" (F, 90). Inclusive, ¿quién es el mismo Borges, cuando
aparece en sus propios relatos, salvo un personaje ficticio? De tal manera, la literatura
delimita un territorio virtual que nos permite llevar a cabo proezas a las que se resiste el
mundo cotidiano: mezclar cosas que tienen consistencia y espesor tangibles con formas
quiméricas y fantasmales; citar libros que no fueron publicados jamás; examinar obras que
sería fatigoso escribir (F, 11); atribuir los trabajos propios a autores fingidos, como sucede
con los ensayos sobre el obispo Wilkins y sobre la carrera de Aquiles y la tortuga que apa-
recen' en la nómina de escritos de Pierre Menard (F, 46 y 47).

35
En la Brhadarenyaka-Upanishad hay un sugestivo pasaje sobre la relación entre el nombre y el pronombre de
primera persona que se presta, quizás, a un útil paralelismo con "Borges y yo". Dice: "En el principio todas las
cosas fueron el Ser en forma de personalidad. Él miró en torno de sí y no vio nada, salvo a Sí Mismo. Lo primero
que dijo fue: 'Soy Yo'. De allí que 'Yo' se convirtiera en su nombre. Por lo tanto, hasta el presente, si preguntáis
a un hombre quién es, lo primero que responderá es 'Soy Yo', y agregará cualquier otro nombre que tenga". Cf.
Shree Purohit Swami y W. B. Yeats, The Ten Principal Upanishads; Londres, Faber, segunda edición, 1938;
pág. 119

38
Al cabo de tantas ilustraciones coincidentes, parece ocioso puntualizar que a Borges nada lo
apasiona en tal medida como la gravitación del lenguaje en la existencia humana: la literatura
es un asunto constante de su literatura. Pero ello se pone de relieve no sólo en sus
meditaciones o experimentos lingüísticos sino también en el empleo habitual que hace de las
palabras. La maestría que Borges exhibe en la composición de la prosa (e igualmente del
verso) ha sido elogiada y examinada en multitud de ocasiones: los procedimientos han sido
analizados; los usos verbales, tabulados; las imágenes, aisladas; la complejidad del estilo,
desmenuzada en sus elementos. Como ha reconocido el autor mismo, las condiciones en que
fueron elaboradas las piezas que la integran hacen que el lenguaje desempeñe el papel
protagónico de Historia universal de la infamia, libro del que se pueden desgajar innúmeras
muestras de los usos que, acaso más atenuados, habrían de convertirse en típicos de Borges.36
También la noticia sobre "el arte de injuriar" (HE, 145-155) proporciona ejemplos tan agudos
como felices de la diatriba solapada que se origina en un excepcional manejo de la materia
verbal. Un breve catálogo de esta destreza debe incluir la exactitud en la selección de los
términos, el oportuno enlace de vocablos que llega a sorprendernos con sobrentendidos más
precisos qué la explicitación, la economía de la adjetivación, los variados y permanentes
empleos de una ironía que se torna más corrosiva por su aire de inadvertida despreocupación:

Hollywood, por tercera vez, ha difamado a Robert Louis Stevenson. Esta


difamación se titula El hombre y la bestia: la ha perpetrado Víctor Fleming,
que repite con aciaga fidelidad los errores estéticos y morales de la versión
(de la perversión) de Mamoulian. (D II, 179)

Estas pocas líneas elegidas casi al azar (y lejos de ser las más representativas) darían para una
pormenorizada disertación sobre el aspecto de malicioso desliz que comunica la presencia de
los verbos difamar y perpetrar, sobre las reverberaciones semánticas que imparten al giro
aciaga fidelidad una textura antitética y manierista, inclusive sobre la cualidad oral del
rectificador aparte que se introduce con la sagaz ubicación del paréntesis. Muchas veces se ha
ensayado esta labor y se repite a diario, transformada en compulsiva tarea escolar. Sin
embargo, conviene tener presente que esta virtuosidad del estilo no es, para Borges, ni un
preciosismo ocioso ni un formalismo vacío que se agota en sí mismo y que puede estudiarse
aisladamente, sino que se halla ligada de manera íntima a una concepción del lenguaje según
la cual la palabra se apodera del hombre en razón de su fuerza persuasiva, del férreo dominio
que ejerce sobre nuestra imaginación. No cabe duda de que los escritos de Borges señalan
una verdadera revolución en las letras argentinas y aun en las de toda el área hispanohablante:
por contraste con la prosa ornada de herencia modernista o con el lenguaje descuidado de
otros escritores que lo precedieron inmediatamente, propone un estilo funcional que se
caracteriza por la expresividad lograda con una utilización rigurosa, ceñida, de las palabras.
Pero, al mismo tiempo, no admite ni justifica la inagotable —y, a su juicio, superflua—

36
Al respecto, Borges escribe en AE, 239: "Las piezas estaban destinadas a un consumo popular, en el diario
Crítica, e intencionalmente eran pintorescas. Ahora pienso que el secreto valor de estos bocetos —además del
mero placer que sentí al escribirlos— consiste en el hecho de que eran ejercicios narrativos. Puesto que las
tramas y circunstancias me eran dadas, cuanto tenía que hacer era adornarlas con una serie de vividas
variaciones".

39
diligencia de quienes se distraen en la computación de efectos "acústico-decorativos" (D I,
45). Ya en 1930 anotaba una observación que no ha desmentido en el curso de los años:

La condición indigente de nuestras letras, su incapacidad de atraer, han ope-


rado entre nosotros una superstición del estilo, una distraída lectura de
atenciones parciales. Los que adolecen de esa superstición entienden por
estilo no la efectiva representabilidad de una página, sino las habilidades
aparentes del escritor: sus comparaciones, su acústica, los episodios de su
puntuación y de su sintaxis. Son indiferentes a la propia convicción o propia
emoción: buscan tecniquerías (la palabra es de Miguel de Unamuno) que les
comunicarán si lo escrito tiene el derecho o no de agradarles. (D I. 43)

Borges comparte con aquellos a los que denuncia la certidumbre de que el lenguaje lo es todo
en el texto, pero a la vez discrepa con ellos porque se limitan a una vivisección des-
humanizada, exenta de sentido o fundamentación, ajena a las secretas claves antropológicas
que —en su opinión— han permitido al signo adquirir su prestigio y autoridad. Por consi-
guiente, su excelencia artística resulta indiscutible; pero no es el mero producto de una
artesanía verbal (por importante que ello parezca), sino que además responde a las necesi-
dades elementales del hombre en su condición de habitante —muy probablemente,
prisionero— de un mundo nominal. Desde su punto de vista, el escritor tiene que desarrollar
un dominio pleno de las estrategias retóricas, pero no como una vía de exclusivo
"embellecimiento" textual, sino como un instrumento que en forma operativa contribuya a
explorar las relaciones del lenguaje con la experiencia humana, hasta el deslinde de sus
posibilidades extremas.

3. Realidad Y Ficción
En suma, las relaciones que mantenemos con los signos constituyen el eje en torno del cual se
organiza en su totalidad el pensamiento literario de Borges. Los hombres se hallan instalados
simultáneamente en dos universos que de algún modo son análogos y coextensivos, pero que
al mismo tiempo se oponen entre sí tal como la imagen de un espejo se opone al objeto
reflejado. Estamos insertos en uno de estos universos, del que formamos parte; el otro, en
cambio, consiste en el sistema de símbolos que utilizamos para interpretar al anterior. Por su
naturaleza intrínseca, el primero es real; el segundo, ficticio. El mundo real es un laberinto
del que no es posible escapar; el ficticio es la imagen registrada en el espejo de nuestra
reflexión sistematizadora. En tanto existimos somos una porción de esa realidad cuyas
características, empero, resultan inexplicables para nosotros pues tan pronto como tratamos
de enunciarlas —y aun de pensarlas— se convierten en ficción. Por consiguiente, la realidad
en sí misma se nos presenta caótica, dura, rígida, inescrutable. De allí surge que nuestro
destino "no es espantoso por irreal; es espantoso porque es irreversible y de hierro" (OI, 256).
En sus declaraciones, Borges llega casi a una interpretación materialista de la realidad,
interpretación que se propone justificar el ejercicio de la filosofía como una forma de
evadirse de lo que es inflexible y opresivo: "si uno es materialista y cree en las cosas duras y

40
rígidas, entonces queda atado a la realidad o a lo que se denomina realidad" (Burgin, 138). En
la medida en que esta observación hace equivalentes el mundo material y la realidad, Borges
difícilmente pueda ser considerado por entero subjetivista e inclusive parece escapar a la
posible acusación de solipsista.37 Sin embargo, sus textos declaran de manera constante que,
en cuanto intentamos transmitir u ordenar nuestra experiencia de esa realidad,
inevitablemente quedamos atrapados en el lenguaje, el cual nos impone una sustitución de
los datos concretos que pretendemos comunicar o estructurar. Por lo tanto, nuestro esfuerzo
de concebir o declarar, a causa de la índole misma de la acción, nos ubica en un ámbito
sustitutivo, ficticio. De esto se desprende que ficción es todo aquello que enunciamos por
medio del lenguaje, sea lo que fuere. Tal aserto es igualmente válido para la formulación
científica, filosófica o poética, ya que el acto de decir entraña por sí una transposición
cualitativa del objeto real y del circuito de relaciones en que se halla inserto. Además, ello no
sólo es aplicable a las interpretaciones que extraemos de nuestro contacto con los hechos y
cosas que nos circundan, sino que también resulta extensivo a las expresiones utilizadas para
manifestar nuestra propia conciencia, pues el lenguaje es el conjunto de "gruñidos y
chillidos" —según dice Chesterton— que imaginamos capaces de "significar todos los
misterios de la memoria y todas las agonías del anhelo" (OI, 212). En definitiva, no queda al
respecto ninguna alternativa: cuanto enunciamos —por extremada que sea nuestra búsqueda
de exactitud verbal— es inevitablemente ficción. La palabra cuenta con una excepcional
aptitud persuasiva porque es un recurso que parece prestarse con plasticidad y eficacia a
nuestra instrumentación ordenadora; pero a la vez se muestra harto traicionera porque, sin
que prestemos debida atención al hecho, nos traslada a un plano de presencias fantasmales.
La perfidia del lenguaje, que convierte en ficción cuanta realidad es asimilada en el área de su
influjo, constituye una de las preocupaciones constantes de Borges; en especial, ello se
observa en algunos cuentos en que este asunto suele presentar un aspecto bastante complejo e
indirecto, al punto de que es posible sospechar un premeditado disimulo, el que no obstante
ha sido concebido tal vez no con el propósito de velar intenciones sino, más bien, de recrear
por medios poéticos la forma solapada en que opera la palabra cuando desenvuelve su
intrincado juego de encubrimiento y transposiciones, esa acción tan suya de disgregar los
hechos a través de una labor pública y desembozada pero que, en razón de nuestros hábitos
negligentes, permanece casi ignorada y secreta. Un ejemplo inicial puede extraerse de la
pieza titulada "Historia del guerrero y de la cautiva" (A, 49-54), que según apuntó el mismo
autor "se propone interpretar dos hechos fidedignos" (.4, 181); es decir, que tuvieron
consistencia real, si nos atenemos a las fuentes utilizadas: por una parte, el episodio en que el
lombardo Droctulft abandona a su gente y muere defendiendo Ravena, asediada por quienes
habían sido sus compañeros de armas; por la otra, la anécdota de la cautiva inglesa que
prefirió continuar su vida en las tolderías indígenas, en lugar de regresar al mundo del que
había sido arrebatada. Al superponer ambas historias, Borges destaca una polarización de
actitudes: el guerrero se identifica con las formas de vida más elaboradas y urbanas, en tanto
que la cautiva escoge las condiciones más primitivas y rústicas. Sin embargo, al mismo
tiempo hay algo que confiere una profunda e inequívoca afinidad a las dos decisiones, pues
sus protagonistas —separados por "mil trescientos años y el mar"— acataron un mismo

37
Cabe destacar, empero, que en este punto Borges no mantiene una línea que pueda ser considerada
inequívoca. Por ejemplo, en la brevísima pieza titula da "Tú" (OT, 69) cada hombre es "uno", es "único" y
"siempre está solo".

41
"ímpetu secreto" que fue "más hondo que la razón" y que "no hubieran sabido justificar",
ímpetu que los llevó a consustanciarse con un orden al que no pertenecían por origen y
formación pero en el que estaban llamados a integrarse. Cabe destacar una circunstancia
bastante curiosa: el hecho de que este comentario sobre dos episodios reales haya sido
recogido en un volumen de ficciones. Tal decisión pone en un primer plano, implícito pero
muy significativo, las opiniones que el autor sustenta acerca de la palabra y su capacidad
estructuradora: basta la yuxtaposición que conduce al mutuo esclarecimiento para que dos
sucesos que pertenecían a la realidad se conviertan, sin tropiezos, en ingrediente de un
ejercicio imaginativo. Aquí de nuevo se torna ostensible la extrema tenuidad del matiz que
separa la crónica verídica de la fábula, cuando la intervención del medio narrativo disuelve la
consistencia de ambos personajes y los transforma en exclusiva materia nominal, única
esperanza de supervivencia que los seres humanos pueden abrigar con alguna certeza. Para
perdurar, el hombre y el mundo se tienen que volver ficticios, se deben someter a las normas
que imperan en la literatura. Al respecto, en la "Parábola de Cervantes y de Quijote" (H, 38)
Borges recuerda que el novelista español, al concebir su producción más memorable, quiso
mostrar la oposición entre lo cotidiano y real, por un lado, y los vanos prodigios de las
narraciones caballerescas, por el otro; para ello, imaginó a un lector enloquecido por la
frecuentación de tales historias y lo ubicó en el muy concreto paisaje hispánico de la Mancha
y de Montiel; pero no pudo evitar que "los años acabaran por limar la discordia" y que ese
ámbito real en el que transcurre la acción terminara adquiriendo características "no menos
poéticas que las etapas de Simbad o que las vastas geografías de Ariosto" (y aquí el
significado de poético se aproxima al de "fabuloso", o tal vez inclusive al de "irreal"). En
suma, que el lenguaje posee un espacio propio que es inviolable porque nada puede ingresar
en él sin adecuarse a las leyes que allí imperan. En consecuencia, no es posible en modo
alguno que la realidad logre penetrar o arraigar en el mundo de la ficción, a menos que la
naturaleza de esa realidad sufra una transformación radical.
Por lo contrario, la ficción tiene una insidiosa aptitud mimética que le permite infiltrarse en la
realidad, la que resulta muy permeable a pesar de su solidez concreta. Dos relatos de Borges
parecen deliberadamente concebidos con el propósito de ilustrar esta aseveración: uno es
"Tema del traidor y del héroe" (F, 137-141); el otro, "Emma Zunz" (A, 61-68). La primera de
estas composiciones bosqueja las intrigas revolucionarias que tienen lugar "en un país
oprimido y tenaz". Fergus Kilpatrick, reconocido jefe de la conspiración, es desenmascarado
por uno de sus lugartenientes como traidor a la causa emancipadora; condenado a muerte por
sus secuaces, se pretende evitar que trascienda la felonía del héroe popular, para lo cual se
disimula la ejecución tras la mise en scéne de un atentado público cuya trama es
cuidadosamente elaborada sobre el modelo que proporcionan dos tragedias de Shakespeare.
De tal modo, las calles de Dublín se convirtieron en un inmenso tablado en el que se
desenvolvió una vasta representación, con el concurso de una muchedumbre de actores.
Según admite el mismo Borges, el episodio se inspira en las paradójicas fantasías de
Chesterton;.pero la originalidad del asunto consiste en introducir el aparato histriónico como
parte integral de la realidad, confundido con ella hasta el punto de que es inverosímil declarar
lo acontecido, es irrelevante denunciar la simulación. Por contraste, "Emma Zunz" presenta
una narración de apariencia mucho más simple pues entrelaza un grupo de situaciones
aisladas que vive un mismo personaje y que nada tienen de insólitas o descomunales, lo cual
en una primera lectura puede llevarnos a suponer que nos hallamos ante una pieza de ficción
naturalista. Lo singular es la forma en que la protagonista cumple su plan vengativo urdiendo

42
un relato que prescinde de la inconexión entre los hechos y que enhebra la realidad
fragmentada en una continuidad fingida, cuya persuasión verbal elimina toda fisura y fragua
una coherencia causal ausente en la serie de acontecimientos congregados. Por esta vía el
lenguaje sistematiza un conjunto de partículas dispersas y postula una sucesión eslabonada,
una historia que "era increíble, en efecto", pero que sin embargo "se impuso a todos" porque
respondía de algún modo a nuestra idea de verosimilitud. Convertida en un juego de signos
relacionados, la azarosa y fracturada realidad acaba por fundirse y vertebrarse en lo que es
apenas un espejismo. Cabe sospechar que esta arbitraria concatenación de los datos
utilizados se propone sugerirnos algo así como un modelo de los procedimientos en que se
sustenta la elaboración del pensamiento científico. Para lograr su objeto, Borges ensaya la
operación contraria a la que cumplió David Hume con análogo propósito: en tanto el filósofo
desmonta y analiza los mecanismos que intervienen para infundir solidez aparente a nuestra
exégesis conjetural de los procesos naturales, el cuentista procura trazar la síntesis que
conduce a tales interpretaciones; pero en ambas direcciones se pone al descubierto un mismo
problema, un idéntico cuestionamiento de las aptitudes humanas para desentrañar cómo
funciona el mundo en que vivimos. Los instrumentos especulativos de que disponemos
limitan nuestra posibilidad de alcanzar con certeza un pleno dominio de la realidad.38
De cualquier manera, la situación del hombre no admite ninguna alternativa: pese a las
restricciones que nos impone, el lenguaje aparece como nuestra única vía satisfactoria de
expresión. Por consiguiente, no se debe desestimar totalmente la opinión de Leibniz —que
compartió el zarandeado profesor Pangloss— acerca de las presumibles ventajas que entraña
el ámbito de nuestra existencia: aunque nos precipite sin cesar en la ambigüedad y el equí-
voco, la abstracción proporcionada por los conceptos tal vez resulte más soportable para
nuestro entendimiento que la caótica e ilimitada concreción de los hechos individuales.
Según declaró Borges, este es el hilo conductor que debe entresacarse de "Funes el
memorioso": "un buen hombre, un hombre muy ignorante, tiene una memoria perfecta, tan
perfecta que las generalizaciones le están prohibidas; muere muy joven, agobiado por esta
memoria que podría soportar un dios, no un hombre" (Charbonnier, 77). El protagonista del
cuento (F, 117-127) no olvida ningún detalle, y a causa de ello descubre que las palabras
sólo consienten un margen de representación limitado e incierto. Funes advierte que la
exactitud de nuestros enunciados requeriría un vocabulario infinito, pues en su recuerdo cada
hoja de árbol se distingue de las demás y tiene que contar con un término que la designe;
pero inclusive esta multiplicación de nombres propios resultaría insuficiente, porque cada
hoja modifica su apariencia en instantes diferentes, por obra del sol, de la lluvia, del viento,
del ciclo biológico. La prodigiosa retentiva permitió a Funes aprender sin esfuerzo multitud
de lenguas; en cambio, lo inhabilitó para el pensamiento, ya que esta actividad consiste en
cierto grado de negligencia: "pensar es olvidar diferencias, es generalizar, abstraer" (F, 126).
Al llegar a esta comprobación, Borges formula su circunscripta rehabilitación de las ideas
platónicas, no por el carácter sustancial que les atribuye el realismo filosófico sino porque

38
Por supuesto, la idea de que el mundo no puede ser capturado por nuestros medios conceptuales y
enunciativos es típica del nominalismo. Pese a ello, también es característica de otra corriente de pensamiento.
En la medida en que la experiencia de lo divino fue concebida como realidad, los místicos percibieron asimismo
esta falencia del lenguaje, a la que trataron de sobreponerse en sus escritos con ayuda de la metáfora; piénsese,
al respecto, en el ejemplo memorable que ofrece la poesía de San Juan de la Cruz. El cuestionamiento del
lenguaje como recurso para indagar la índole "numinosa" de la divinidad ya aparece explicitado, por lo demás,
en las postrimerías del siglo v de nuestra era, en la Teología mística del Pseudo Dionisio.

43
glorifican un medio que, dentro de su precariedad, se presta para enunciar nuestros juicios,
para organizar nuestra existencia, para permitirnos el trato con nuestros semejantes. El
hombre es, en esencia, un animal lingüístico que se halla recluido inexorablemente en un
espacio nominal. Le sucede lo que al pájaro cautivo que ha llegado a familiarizarse en
demasía con su jaula y ha perdido por completo su disposición para vivir en libertad: es
incapaz de sobrellevar intelectualmente un exceso de realidad. Esta es la fatal circunstancia
que habría de precipitar, sin remedio, el aniquilamiento de Ireneo Funes. Las ilustraciones se
podrían multiplicar a lo largo de la producción narrativa de Borges. Por ejemplo, una pieza
como "El jardín de los senderos que se bifurcan" (F, 97-111) permite rastrear muy diversas
observaciones acerca de la gravitación que el lenguaje tiene en nuestro pensamiento: la mera
distracción de un copista de las Mil y una noches llega a sugerir la instauración de un tiempo
circular; la omisión sistemática de un vocablo logra convertirse en clave para elucidar una
extensa e intrincada composición; el peso de nuestros hábitos semánticos obstaculiza el
reconocimiento de que en un determinado contexto las palabras libro y laberinto designan un
mismo objeto. Pero la abundancia de pasajes que confirman esta preocupación por sí sola
hace innecesaria la reiteración. El hecho que parece indiscutido consiste en que la materia
verbal, por su diligencia en la transposición ficticia —es decir, abstractizante,
sistematizadora—, opera como un vehículo muy traicionero para elaborar nuestro
conocimiento de la realidad, si bien el hombre no cuenta con la más mínima perspectiva de
reemplazarlo por alguna herramienta más efectiva y precisa. Se suscita, en consecuencia, un
desgarramiento que no tiene salida, tal como lo puntualizó Leszek Kolakowski al cuestionar
la validez cognoscitiva excluyente que los neopositivistas confieren al enunciado científico.
Esta página proporciona óptimo corolario a las comprobaciones que hace el personaje central
de "Funes el memorioso":

Es evidente que el contacto del hombre con el mundo se realiza en forma no


discursiva, es decir, que el contenido de lo que experimenta por medio de
ese contacto no puede ser expresado adecuadamente con palabras. La mayor
parte de nuestro contacto con el mundo tiene este carácter, ya que, por
ejemplo, ni una sola de nuestras percepciones sensoriales puede ser expre-
sada adecuadamente con palabras; eso se debe a que no hay dos percepcio-
nes sensoriales totalmente idénticas y a que el número de propiedades con-
tenidas en una percepción es infinito. Aunque existiera, pues, un lenguaje
muy rico y capaz de ampliarse indefinidamente, sería de todos modos
prácticamente imposible describir adecuadamente una percepción
cualquiera. Además, la traducción verbal de una percepción no es la
traducción de la percepción en cuanto tal, sino simplemente la señalización
de lo que en realidad sucedió.

Para pronunciarse en forma definitiva acerca de la situación, el mismo Kolakowski añade a


continuación: "con palabras sólo se pueden representar palabras".39 Por lo tanto, la naturaleza
última de la realidad no admite ser transformada en objeto de un conocimiento que pueda
configurarse o impartirse con el auxilio exclusivo del lenguaje.

39
Leszek Kolakowski, Tratado sobre la mortalidad de la razón, págs. 262-263.

44
4. Ambigüedad Verbal Y Desamparo Humano
De todas maneras, Borges pareciera juzgar que lo fundamental con respecto al lenguaje no es
lo que nos esforzamos en decir acerca de la realidad sino algún tipo de certidumbre sobre
nuestra inserción en el mundo que tratamos de obtener a través de tales enunciados. En este
sentido, el párrafo final de "Emma Zunz" resulta más que elocuente:

La historia era increíble, en efecto, pero se impuso a todos, porque


sustancialmente era cierta. Verdadero era el tono de Emma Zunz, verdadero
el pudor, verdadero el odio. Verdadero también era el ultraje que había
padecido; sólo eran falsas las circunstancias, la hora y uno o dos nombres
propios. (A, 68)

El texto exhibe absoluta claridad: los hechos aislados sucedieron efectivamente; la concate-
nación que se les atribuyó fue, sin duda, simulada; pero lo que en forma concluyente infunde
persuasión a la historia fingida por la protagonista consiste en lo que Emma Zunz sentía, en
lo que procuraba alcanzar por medio de su invención. Cuanto hace el personaje para que tal
invención se torne convincente es un hábil escamoteo, en el que se percibe el eco de aquel
distingo que, en la última década del siglo pasado, Gottlob Frege señaló en los contenidos
significativos del lenguaje, al discriminar en ellos dos niveles: uno específicamente concep-
tual (al que suele denominarse "sentido" o, por antonomasia, "significado") y otro indicativo
de la realidad mentada (al que se designa con los términos "referencia" y "denotación"). El
mismo Frege puntualizó que hay frases que poseen sentido y, sin embargo, carecen de refe-
rencia; y anotó que, por una imperfección del lenguaje, es posible elaborar "filas de signos
que producen la ilusión de que se refieren a algo, pero que, por lo menos hasta el momento,
todavía carecen de referencia".40 Cabe observar, al respecto, que Emma Zunz nos presenta un
conjunto de signos cuya autenticidad resulta incuestionable (el "tono", el "pudor", el "odio",
el "ultraje") y los integra sin tropiezos en la fraguada historia que posee un sentido totalmente
persuasivo, para lo cual la protagonista se limita a sustituir aquellas referencias que hubieran
interferido en su propósito ("las circunstancias, la hora y uno o dos nombres propios"). Como

40
Gottlob Frege, Estudios sobre semántica; Barcelona, Ediciones Ariel, 1971; pág. 70. El trabajo en cuestión,
titulado "Über Sinn und Bedeutung", apareció en 1892. Borges pudo conocerlo directamente o a través de la
ulterior reivindicación de Bertrand Russell, quien dedicó en 1905 uno de sus estudios lógicos al problema de la
"denotación" (acerca de la terminología empleada por Russell se han formulado objeciones). Las observaciones
de Russell sobre el pensamiento de Frege han sido traducidas al español; al respecto, véanse el susodicho
ensayo "Sobre la denotación", en su Lógica y conocimiento (1901-1950), Madrid, Taurus, 1966, págs. 51-74, y
también el apéndice A, titulado "Las doctrinas de Frege sobre lógica y matemática", en su obra Los principios
de la matemática, Buenos Aires, Espasa-Calpe, 1948, págs. 611-637. Para una noticia general, cf. Adam Schaff,
Introducción a la semántica, págs. 231-233. Por lo demás, el distingo de Frege ha tenido amplia difusión en el
área de estudios lingüísticos, si bien las ideas de Borges sobre el lenguaje parecen proceder del campo filosó-
fico, de acuerdo con las referencias que manejó en sus textos. La posición de Frege también es analizada en
Umberto Eco, La estructura ausente; Barcelona, Editorial Lumen, 1968; párrafos II, 1 y II, 2 (especialmente,
pág. 78).

45
era imposible verificar esta sustitución —con un testigo muerto (la víctima) y el otro
definitivamente excluido (el marinero)—, la versión proporcionada "se impuso a todos" pues
produjo la ilusión adecuada, en razón de que tenía "sentido" pese a la deliberada confusión de
"referencias". Ello nos permite advertir que, más allá de ciertas correspondencias muy
limitadas o muy imprecisas entre lo acontecido y su formulación verbal, la multisecular
preocupación por el margen estricto de verdad o falsedad que pueda contener un enunciado
supone el flagrante desconocimiento de la ambigüedad que es inherente a cualquier signo, ya
que toda operación semántica entraña inevitablemente un resultado que es escurridizo en
mayor o menor grado. Pero además de bosquejar una crítica gnoseológica, este cuento
desliza una curiosa reversión de la mecánica que gobierna la novela detectivesca, tan
admirada por Borges. Boileau y Narcejac han sugerido que la función del investigador
policial, tal como se la exhibe en las composiciones clásicas de este género, entraña en cierto
modo la tarea de "remontarse del signo al significado",41 con el objeto de resolver el misterio
a partir de los indicios diseminados a lo largo de la exposición; y para el frecuentador
avezado de tales piezas, resulta previsible que el esclarecimiento se ha de obtener, por más
que el criminal imaginario tome la precaución de confundir escrupulosamente las pistas. A
decir verdad, Emma Zunz no desdeña en absoluto esta labor de inferencia, pero sólo en la
medida en que procura (y logra) desbaratarla con el concurso de signos que admiten
interpretaciones falsas tanto o más persuasivas que las verdaderas. De alguna manera, pues,
se trata de un "antirrelato detectivesco" cuyo interés no se halla centrado en la destreza
indagatoria del habitual sabueso que todo lo resuelve —por lo demás, ausente en esta narra-
ción—, sino en el ingenio con que es sustituida la causa del crimen por obra de un asesino
que, al ejercitar sin obstáculos su destreza mental, consigue que una concatenación apócrifa
llegue a mostrarse irrefutable.
Sea como fuere, debatir el margen de verdad o falsedad que pueda contener un enunciado
reviste sólo importancia secundaria; lo decisivo es el móvil humano que interviene en su
instauración. El enfoque de Borges permite suponer que la materia verbal siempre conserva
un estímulo ajeno al conocimiento que se pretende formular, pues en ella persiste la
gravitación de una urgencia precrítica que se impone al hombre como necesidad elemental de
sobreponerse al desamparo y a la soledad, para lo cual buscamos —aun sin advertirlo— el
auxilio de una enunciación provisoria llamada a interpretar la naturaleza última de la reali-
dad; y esa urgencia precrítica conserva su impronta en toda expresión lingüística, por muy
"objetivos" y "científicos" que pretendan ser los enunciados ofrecidos. Ello es inherente a la
condición de la palabra; suponer lo contrario —dentro de esta concepción del lenguaje—
significaría consustanciar indebidamente el verbo y el mundo. La despiadada lucha que el
hombre entabla en el afán de lograr verosimilitud y precisión para sus declaraciones de algún
modo precede y determina toda posibilidad de satisfacer esa meta. La persecución del
significado exacto entraña, en cierto sentido, un impulso que es anterior a la certeza de
hallarlo. Lo que habitualmente dejamos de preguntarnos es en qué medida nuestras herra-
mientas conceptuales pueden responder con eficacia plena a las exigencias que les impone-
mos. Ya hemos observado que la índole del lenguaje, por sí sola, hace muy difícil que
nuestra aspiración se concrete; pero sobre este hecho pesa, además, la actitud misma —a la
vez expectante y desilusionada— con que afrontamos nuestra búsqueda: aun en la
circunstancia de que sospechemos de antemano que es imposible quebrar la resistencia

41
Boileau-Narcejac, La novela policial; Buenos Aire, Paidós, 1968; pág. 23.

46
opuesta a la acción que proyectarnos, esto resulta insuficiente para desalentarnos en la que es,
acaso, la más antigua y frustrada empresa. Por ello los habitantes de la Biblioteca de Babel
no desisten de recorrer los anaqueles en procura de una vindicación personal (F, 90). Por
ello, asimismo, seguiremos librando sin término la desesperanzada contienda que nos empuja
a estructurar interpretaciones precarias de la realidad, en reemplazo de aquel dominio cierto
que ningún ser humano se halla en condiciones de adquirir: "la imposibilidad de penetrar el
esquema divino del universo no puede, sin embargo, disuadirnos de planear esquemas huma-
nos aunque nos conste que éstos son provisorios" (OI, 143). De ello resulta que, si bien la
teología, la metafísica y la filosofía en general no comunican un conocimiento más valedero
que el transmitido por la literatura fantástica, su proyección en nuestras vidas de ninguna
manera puede ser desdeñada. Como armas destinadas a tomar por asalto la realidad se
muestran bastantes toscas, pero como andamiajes para nuestra trémula sustentación
intelectual resultan inapreciables. "La filosofía disuelve la realidad", decía Borges; pero
agregaba que, como no hallamos otro camino en nuestra apremiante demanda de
certidumbre, su acción resulta "beneficiosa" (Burgin, 138) o por lo menos —podríamos
atemperar— se manifiesta apaciguadora.
La actitud que asume Borges con respecto al lenguaje nos permite entrever la denuncia de un
circulo vicioso, que a su juicio es insalvable para la condición humana la materia verbal solo
puede engendrar ficciones, pero estamos desprovistos de cualquier otro medio que nos
facilite la organización de nuestra experiencia. Todos nuestros enunciados no pasan de
ensayos fallidos; son, al mismo tiempo, indispensables e insatisfactorios; por más exactos
que se los juzgue, la diferencia que los separa de la pura fantasía apenas si es de grado, jamás
llegará a ser de naturaleza. No debemos considerar fortuito el hecho de que esta posición sea
análoga a la que suelen suscribir los místicos: nuestro contacto directo con la realidad descar-
ta toda posibilidad de expresar adecuadamente tal relación; siempre recaemos en la metáfora.
Nuestras alternativas se reducen, de manera exclusiva, a la traducción inapropiada —por
rescatable que se la considere desde los enfoques científico, filosófico y poético— o al
silencio.
En síntesis, la producción de Borges nos lleva a vislumbrar una suerte de filosofía del
lenguaje que acaso pueda cuestionarse —en cuanto parece negar toda alternativa que permita
salvar, por lo menos de manera práctica, este presunto antagonismo irreductible entre
universo y palabra—, pero que dentro de sus, propios alcances se muestra sin lugar a dudas
rigurosa y coherente: a su juicio, el conocimiento es una actividad fundamentalmente
especulativa, una labor limitada a imaginar el ámbito en que nos hallamos insertos pero no a
interpretarlo; por añadidura, pensar el mundo consiste en verbalizarlo o, vertido en otros
términos, conocer la realidad significa convertirla en una sistematización conceptual que
deforma y simplifica la naturaleza de los hechos concretos que registra nuestra percepción.
No obstante, en vista de que —dentro de las fronteras del esquema utilizado por Borges— es
imposible escapar a este procedimiento, sólo queda expedita la vía de perseverar en él (a
condición de que, por supuesto, se reconozca su extremada e irremediable precariedad).

5. Conclusiones
Al completarse, la exploración realizada desemboca en ciertas comprobaciones acerca de la

47
producción de Borges, en general, y acerca del pensamiento lingüístico de este escritor, en
particular. Los principales resultados obtenidos pueden formularse en los siguientes
términos:
a) En los escritos de Borges es posible señalar una manifiesta preocupación
metalingüística, orientada a desentrañar los alcances del conocimiento, a
interrogarse sobre la validez de la especulación filosófica y a indagar el papel
relevante de la literatura como plenitud de la gravitación que la palabra ejerce en
nuestra existencia.
b) Cuando Borges expresa su renuencia con respecto al pensamiento sistemático, esta
actitud se circunscribe exclusivamente a los intentos de elaborar en forma deliberada
interpretaciones de la realidad, las que a su juicio recaen de manera inevitable en
concepciones metafísicas cuyo valor cognoscitivo no excede el de la literatura
fantástica. En cambio, parece omitir o desconocer el hecho de que su propia
obra—como toda labor humana que posee continuidad y se concentra en ciertos
aspectos de especial relevancia— tiende naturalmente a proponernos un sistema.
c) El sistema que trazan los escritos de Borges se inscribe en una tradición especulativa
del pensamiento europeo cuya línea principal pasa por el nominalismo, el
empirismo, el positivismo y el pragmatismo, para llegar en nuestro siglo a la filosofía
del análisis,,lógico. Por su mismo recelo con respecto a la herramienta lingüística del
conocimiento, esta corriente ha estado vinculada con frecuencia a una ideología
liberal, perceptible en algunas de sus figuras más prominentes y notoria asimismo en
Borges: puesto que no hay un acceso cierto y unívoco a la verdad, toda concepción
ajena —tal como postulaba John Stuart Mill— debe ser examinada con la misma
atención que cada uno presta a sus propias ideas; la única doctrina que cabe rechazar
sin contemplaciones es aquella que dogmáticamente rehúsa compartir este principio
de tolerancia. 42 Consecuencia directa de tal óptica es la aprobación que Borges
expresa por Herbert Spencer, quien enunció una "profética" alternativa: respeto del
individuo o tiranía (OI, 168).
d) Borges destaca con excepcional perspicacia los problemas cognoscitivos que el
formalismo lógico de esta corriente no ha podido resolver, a causa de un residuo
idealista que llevó a separar de manera infranqueable el lenguaje de la realidad. Al
respecto, cabe señalar que los textos de este autor exploran la situación hasta sus
perspectivas últimas, lo cual conduce a una visión casi apocalíptica en la que el
hombre se ve imposibilitado de afianzar su inserción plena en la realidad y queda
atrapado en un ámbito puramente nominal. De tal forma, se pone de contragolpe al
descubierto, con implacable claridad, el desasosiego que a menudo suele
introducirse subrepticiamente en el pensamiento de esta orientación gnoseológica,
por más que sus representantes filosóficos —tal vez con la sola excepción de
Hume— hayan tratado de rehuir o disimular sus consecuencias.

42
Cf. L. T. Hobhouse, Liberalism; Londres, Williams and Norgate, 1927; pág. 116.

48
III. EL ESPACIO LITERARIO
La literatura es un juego de convenciones tácitas;
infringirlas parcial o absolutamente es una de las muchas
felicidades (de los muchos deberes) de ese juego de límites
ignorados. Ejemplo: cada libro es un orbe ideal, pero suele
agradarnos que su autor, en el ámbito de unas líneas, lo
confunda con la realidad, con el universo.
........................................................................................
Todo libro es la traducción de un arquetipo oscuro; todo
escritor es un lector, un compilador, un intérprete.
Nota preliminar a Sartor Resartus 43

43
Thomas Carlyle, Sartor Resartus; Buenos Aires, Emecé, 1945; pág. 9. El texto completo de esta "Nota
preliminar" abarca las págs. 9-15; posteriormente, Bor-ges sólo recogió un breve fragmento de este comentario
(P, 32-33).

49
1. Función De La Crítica
Aparentemente, Borges sospecha que en todo enunciado opera una dialéctica entre la
imposibilidad de transcribir la realidad en forma literal y la aptitud de indicarla o circundarla
con el auxilio de metáforas. El lenguaje recae de manera inevitable en la ficción, porque
jamás podrá transmitirnos un conocimiento apropiado del mundo. Pero la ficción no es
inocente o vana, porque tal vez proporcione algún tipo de referencia acerca de aquello que
deseamos saber, una aproximación connotativa de eso mismo que escapa al frustrado intento
de quien pretende ejercer la denotación. En última instancia, la búsqueda de exactitud y
correspondencia precisas a que aspiran el filósofo y el hombre de ciencia tiene mucho de
esfuerzo ingenuo y estéril, por cuanto la sabiduría radica, acaso, en la formulación tropoló-
gica. El lenguaje no puede tomar por asalto el ámbito de sus presuntos referentes, pero quizá
logre explorarlo de soslayo y sea capaz de conseguir sorpresivos atisbos en momentos en que
las palabras simulan referirse a otra cosa. Proporcionar una reproducción verbal fiel y sin
ambigüedades es tedioso e irrelevante, tal como lo fue la absurda empresa de aquellos
cartógrafos que trazaron un mapa que coincidía puntualmente con el territorio que se
proponían relevar (H, 103). Calcar la vida, como era intención de la novela realista en el siglo
pasado, es optar por una convención artificial y redundante; pero acaso algo de la realidad se
adhiera al texto en forma incierta, indirecta, aun sin advertirlo. En su habitual frecuentación
de sir Thomas Browne, Borges podría citar —a semejanza de Edgar Poe— aquel conocido
pasaje de Urn Burial: "Si bien resultan cuestiones desconcertantes, el canto que entonaron
las sirenas y el nombre que Aquiles adoptó al ocultarse entre las mujeres no se hallan fuera
del alcance de toda conjetura".
Sea como fuere, cabe afirmar que en los escritos del autor de Ficciones se registra en
contextos muy diversos una misma opinión, en la que se cifra un juicio acerca de los vínculos
que toda composición literaria mantiene con la realidad: en el curso de la tarea poética no es
posible reproducir el mundo, sino más bien añadirle algo que está destinado a exhibir ciertas
cualidades afines a las que poseen las restantes cosas instaladas en el universo. De manera
explícita, esta apreciación irrumpe en un pasaje acerca de la rosa que Giambattista Marino
quiso perpetuar en su verso; el autor descubrió que "los altos y soberbios volúmenes que
formaban en un ángulo de la sala una penumbra de oro no eran (como su vanidad soñó) un
espejo del mundo, sino una cosa más agregada al mundo" (H, 31-32). De nada sirve cotejar
un "objeto verbal" con aquello que supuestamente representa; ello entraña la falacia de
establecer un paralelismo entre hechos diferentes, de ensayar una analogía "con otras
realidades" (P, 30). Por lo tanto, también estos objetos que son las composiciones artísticas
sugieren una dialéctica: se configuran dentro del sistema cerrado en que tiene lugar la acti-
vidad imaginativa pero, en la medida en que no se lo proponen deliberadamente, comparten
por omisión o inclusión algunos rasgos de las circunstancias en que fueron concebidos y, por
ende, arrastran consigo una ideología implícita. Sólo un escritor de nuestro siglo, como
Pierre Menard, se halla tan preocupado en reflexionar sobre los mecanismos de su labor
como para intentar la aventura de reescribir exactamente una novela de comienzos del siglo
XVII; sólo "a Maurice Barres o al doctor Rodríguez Larreta" se les puede ocurrir la
elaboración de una novela histórica acerca de la época de Felipe II de España en la que se
introduzca el pintoresquismo de "españoladas" tales como gitanos, conquistadores, místicos,
autos de fe, amén de Felipe II; en cambio, el Quijote no requirió ninguno de estos artificios

50
para prestar riguroso testimonio de ese mismo período (F, 53). Al fin y al cabo, "componer el
Quijote a principios del siglo diecisiete era una empresa razonable, necesaria, acaso fatal; a
principios del veinte, es casi imposible. No en vano han transcurrido trescientos años,
cargados de complejísimos hechos. Entre ellos, para mencionar uno solo: el mismo Quijote"
(F, 52-53).
Según observó Edward Gibbon, "en el libro árabe por excelencia, en el Alcorán, no hay
camellos", lo cual —añade Borges— "bastaría [... ] para probar que es árabe", en razón de
que estos animales resultaban para Mahoma triviales y cotidianos hasta el punto de pasar
inadvertidos, por contraste con lo que hubiera sucedido a cualquier falsario, quien habría pro-
digado camellos hasta desbordar la narración con verdaderas caravanas (D II, 156). El asunto
queda plenamente sintetizado en la página de Borges on Writing en la que se expone la
naturaleza del "compromiso" que asume todo escritor:

Al escribir un cuento, aun si se refiere al hombre de la luna, será un cuento


argentino porque soy argentino, y responderá a la civilización occidental
porque a ella pertenezco. Pienso que no es necesario tener conciencia de
esto. Tomemos Salammbó, la novela de Flaubert, por ejemplo. El autor la
llamó "novela cartaginesa", pero cualquiera puede advertir que es obra de
un realista francés del siglo XIX. No creo que un cartaginés hubiera sacado
nada en limpio de ella; por lo que sé, tal lector se mostraría dispuesto a
considerarla una broma pesada. No creo indispensable esforzarse en ser leal
a la comarca de uno o a las opiniones propias, porque siempre se es leal a
ellas. Se posee una determinada voz, un determinado rostro, una
determinada forma de escribir, y no hay manera de evitarlos aunque se
quiera. En consecuencia, ¿para qué tratar de exhibirse moderno o
contemporáneo, si no hay perspectiva alguna de ser otra cosa? (Di
Giovanni, 51)

En esta óptica se inscriben los juicios de Borges sobre la poesía gauchesca. Quienes esco-
gieron este género no practicaban una forma de expresión popular sino la imitación de cierto
lenguaje que no les era propio y que se convertía en una suerte de abstracción o remedo del
habla real conexa, en la cual eran introducidas descripciones pintorescas que hubieran
resultado redundantes para el gusto del auténtico habitante de la pampa. Por consiguiente,
los giros campestres de esa producción son tanto más "verdaderos" literariamente cuanto
mayor es la conciencia paródica del hombre de ciudad que los emplea. De lo que se
desprendería una autenticidad en el uso mayor en el Fausto de Estanislao del Campo que en
el Martín Fierro, por la precisa razón de que es inverosímil suponer a un gaucho instalado en
un teatro asistiendo a una representación operística. Ello no significa desconocer empero
que, de las dos, la última es "la obra más perdurable que hemos escrito los argentinos" (D II,
152-153). El mismo juicio se halla reiterado en muchos pasajes: el color local que abunda en
el poema de Hernández es un indicio de la "persona culta" que adopta "un tono "rústico" (P,
91), pero en definitiva el Martín Fierro, a semejanza del Quijote o los dramas de
Shakespeare, excedió los modestos propósitos del autor hasta adquirir dimensiones de im-

51
prevista dignidad (P, 90, 93 y 98).44
Por lo demás, la censura que Borges formuló a las opiniones vertidas por Ricardo Rojas y
Leopoldo Lugones sobre el poema de Hernández revela con notoria exactitud los criterios
que propicia para el examen de un texto literario. Sus reconvenciones no apuntan al Martín
Fierro, que en todo caso es lo que es, sino a los comentaristas que trataron de entretejer una
mitología alrededor de la composición. Borges cuestiona el escamoteo de que se vale la
crítica que trata de apropiarse de una obra por razones extraliterarias. Declarar, como
Lugones, que la narración del gaucho es equiparable a las acciones de Aquiles o a las
navegaciones de Ulises, a la obstinación de Rolando o a las hazañas de Sigfrido es un
disparate que sólo se explica por la connotación emotiva de coraje y virilidad que suele
impregnar el vocablo épica. Con rigor descriptivo, un poema épico puede incluir episodios
relatados por el héroe, pero su esencia exige un narrador impersonal y omnisciente que
otorgue intensidad objetiva a la gesta, lo que no se cumple en el ejemplo mencionado por
cuanto nos proporciona "la relación del destino de Martín Fierro, en su propia boca" (D I, 57).
Si de algún modo el poema épico nos informa sobre los sentimientos o la psicología del
protagonista, ello es a través de sus actos; cuando tales sentimientos irrumpen en expresión
directa, según Croce advirtió asimismo en la Divina Comedia, el ingrediente lírico tiende a
prevalecer. No es un problema de dignidad o menosprecio del poema; es una mera cuestión
de organización de los materiales.45
Por añadidura, el nominalismo lo hace reticente ante el empleo de una conceptualización
demasiado abstracta; escribe: "los géneros no son otra cosa que comodidades o rótulos y ni
siquiera sabemos con certidumbre si el universo es un espécimen de literatura fantástica o de
realismo" (P, 51). De igual modo, la veta nominalista lo lleva a asumir una posición crítica
acorde con los modelos de Aristóteles: prefiere la descripción y desecha la preceptiva; piensa
que cada texto tiene que ser indagado en particular y que ello conduce a la formulación de
categorías que deben ser rigurosas pero que no pueden ser rígidas. Por sobre todas las cosas,
juzga que la literatura es un ámbito que se estructura de acuerdo con leyes propias y que no es
posible abordarla con pautas extrínsecas; lo fundamental consiste en determinar qué se quiso
hacer, de qué modo se llevó a cabo el proyecto y en qué medida la obra ha satisfecho sus
objetivos dentro de las exigencias impuestas por el sistema lingüístico en el que fue
instaurada. Con un explicable margen de divergencias en sus respuestas individuales, tales
criterios parecen haber suscitado notoria fascinación en varios representantes conspicuos de
la "nueva crítica" francesa, entre quienes cabe mencionar a Blanchot, Macherey y Genette.46
44
Algunos críticos censuran este juicio porque interpretan que se puede inferir una actitud de menosprecio:
Borges opinaría que Hernández compuso un poema representativo por pura casualidad, no por sus aptitudes
artísticas. Tal inferencia es absurda, aunque no sea más que por la proximidad de los nombres de Cervantes y
Shakespeare; lo que Borges sugiere es otra cosa: un autor notable escribe una obra maestra no porque se lo
proponga deliberadamente, sino porque ello es propio del rigor poético con que cumple su tarea.
45
Para un análisis de las opiniones críticas que se han vertido sobre el poema de Hernández, puede consultarse,
además, MF, 66-76.
46
Gérard Genette. Figuras; Córdoba, Ediciones Nagelkop, 1970; págs. 139-149. Maurice Blanchot, El libro
que vendrá; Caracas, Monte Ávila, 1969; págs. 109-112. Pierre Macherey, Pour une théorie de la production
littéraire; París, Francois Maspero, 1966; págs. 277-285. Para una traducción española de este último trabajo,
véase Nuevos Aires, número 4, abril a junio de 1971, págs. 45-52. Un examen general del asunto puede
consultarse en Emir Rodríguez Monegal, "Borges y Nouvelle Critique", en Revista Iberoamericana, número
80, julio a setiembre de 1972, págs. 367-390.

52
En especial, los ha seducido la noción combinatoria de Borges, que admite ser articulada
perfectamente en la doctrina lingüística de Saussure: las infinitas posibilidades que se van
concretando en la literatura se nutren de un limitado número de metáforas, las que
constantemente se entrecruzan para proponernos ensamblamientos imprevistos. En el de-
venir poético, los autores son apenas rúbricas que sirven para señalar diversos sectores de un
campo único, no para dividirlo. En este punto, refrenda la opinión de Valéry, que transcribe
escrupulosamente: "La Historia de la literatura no debería ser la historia de los autores y de
los accidentes de su carrera o de la carrera de sus obras, sino la Historia del Espíritu como
productor o consumidor de literatura. Esa historia podría llevarse a término sin mencionar un
solo escritor" (OI, 19). Atribuir la Imitación de Cristo a Joyce o Céline —o atribuir el Quijote
a un imaginario novelista del siglo XX— no entraña modificar lo escrito pero, en cambio,
supone una nueva forma de enfrentarlo: "una literatura difiere de otra, ulterior o anterior,
menos por el texto que por la manera de ser leída; si me fuese otorgado leer cualquier página
actual —ésta, por ejemplo— como la leerán el año dos mil, yo sabría como será la literatura
del año dos mil" (OI, 218). En la medida en que es imposible que el lector actual se
desembarace del mundo al que pertenece, su trato con una obra literaria del pasado siempre
se halla sujeto a una rectificación de la óptica con que ésta fue leída por sus propios
contemporáneos. Una ilustración la proporcionan las traducciones más conocidas de las Mil y
una noches; al igual que la mayoría abrumadora de quienes hablan lenguas europeas, Borges
no está en condiciones de examinar el original de estos relatos; pero le ha bastado comparar
las variantes de unas pocas versiones occidentales para obtener un cuadro muy abigarrado y,
por momentos, bastante cómico: en los materiales que Galland, Lane, Burton, Mardrus y
Littmann declaraban reproducir puntualmente, cada uno de ellos se mostró fiel a las audacias
o a las interdicciones de su propia época (HE, 99-133).47 Recíprocamente, un puñado de
fragmentos que tuvo origen en idiomas y siglos distintos no puede evitar los cambios de
sentido que engendra la gravitación de un significativo escritor reciente como podría ser,
digamos, Franz Kafka (OI, 148). Según puntualiza Gérard Genette en sus entusiastas
reflexiones sobre esta idea, para el lector de nuestros días, "en el tiempo reversible de la
lectura, Cervantes y Kafka son ambos nuestros contemporáneos y la influencia de Kafka
sobre Cervantes no es menor que la influencia de Cervantes sobre Kafka".48
En suma, este fugaz reconocimiento de sus juicios parece confirmar la difundida opinión que
ubica a Borges entre quienes formulan una teoría de la literatura pero que lo excluye, en
cambio, del ejercicio específico de la crítica.49 Si bien casi toda su producción es un conjunto
de textos acerca de textos y revela un apreciable margen de cultura libresca, se ha subrayado
que con muy escasa frecuencia sus comentarios apuntan a la evaluación de obras concretas.
Sus indicaciones se encaminan más bien a deslindar lo que Todorov denomina una poética:
una serie de coordenadas en las que puede ser insertado y comprendido el hecho literario, sin
47
Una variante del mismo argumento puede consultarse en "Las versiones homéricas" (D I, 139-150). En
Borges on Writing, la parte tercera está íntegra^ mente dedicada a los problemas de traducción (Di Giuvauni,
103-160).
48
Gérard Genette, op. cit., pág. 148.
49
El asunto ha sido expuesto por Thomas R. Hart, Jr., en su artículo "The Literary Criticism of Jorge Luis
Borges", en Modern Language Notes, LXXVIII, 1963, págs. 489-503. También resulta útil el trabajo de Darío
Puccini, "Borges como crítico literario y el problema de la novela", en El ensayo y la crítica literaria en
Iberoamérica; Toronto, Universidad, Instituto Internacional de Literatura Iberoamericana, 1970; págs.
145-154.

53
incurrir en la peligrosa costumbre de ofrecer estimaciones prefabricadas que muchas veces
sustituyen la relación efectiva del presunto lector con la composición evaluada.50 Una nota al
pie del artículo sobre el Biathanatos, de John Donne, ejemplifica cabalmente el recelo que
siente por la crítica estimativa, por cuanto se limita a transcribir algunos versos de este poeta
como única prueba llamada a demostrar su verdadera grandeza artística (OI, 129); ninguna
afirmación dogmática, por autorizada que sea, puede reemplazar el contacto directo con la
obra. Cabe sospechar que los elogios o vituperios de un texto, al margen de que estén o no
debidamente fundamentados, retacean de manera inevitable nuestra libertad de acceso; y con
extremada frecuencia carecen inclusive de solidez suficiente, al punto de tornarse
deleznables. Algunos procedimientos que habitualmente cultiva la crítica más efímera se
hallan caricaturizados en ese conjunto tan gracioso de reseñas plenas de hipérboles,
rebosantes de lugares comunes, vanamente eruditas, escasamente gramaticales y muy
dispuestas a encomiar a los amigos del fingido comentarista, que Borges y Bioy Casares
fraguaron con artero y generoso humorismo en las Crónicas de Bustos Domecq.
Precisamente porque cada pieza literaria es un objeto puesto en el mundo, no es lícito
escamotearla por medio de una valoración; sólo se justifica comprenderla, como punto de
partida para que cada cual elabore una actitud original ante ella; pero esa comprensión
únicamente se logra cuando dominamos el marco de referencia en el que pueden situarse los
aspectos constantes de la poesía en general o las cualidades particulares del material
examinado. Más allá de estas precisiones, los escritos de Borges —no sólo los ensayos sino
también su verso y su ficción— no pretenden realizar otra cosa que una tenaz
cross-examination de textos procedentes de épocas y lenguas muy variadas, labor que tiene
por objeto explorar la reiteración y posible articulación de ciertas metáforas o de ciertas
ideas, cuya trama ha ido configurando un tapiz de intrincado dibujo en el que se nos propone
una interpretación de la literatura misma y, por extensión, del universo entero (ese libro
mucho más enmarañado que escribió Dios, según nos advierte Borges de acuerdo con un
concepto de vieja y fecunda estirpe).51 Esta búsqueda que jamás se agota —esta suerte de
catálogo de las metáforas que acaso constituya el andamiaje sobre el cual se edificó el
mundo— es la justificación que sirve para explicar de manera inequívoca las preferencias de
Borges por determinados autores y obras, pese a que no faltan exégetas que —por inad-
vertencia de tal motivo— las consideran arbitrarias o, por lo menos, desconcertantes.52

50
Tzvetan Todorov, Literatura y significación; Madrid, Editorial Planeta, 1971; págs. 10-11.
51
Para la metáfora del universo considerado como libro, véase Ernst Robert Curtius, Literatura europea y Edad
Media latina, I; México, Fondo de Cultura Económica, 1955; págs. 448-457. Sobre el uso que hace Borges de
esta metáfora, puede consultarse la breve observación de George Steiner, Extraterritorial; Barcelona, Barral
Editores, 1973; pág. 44.
52
Por ejemplo, Darío Puccini, en el artículo ya mencionado, observa que "nos extraña mucho el hecho de que
tenga en estimación ilimitada escritores como Chesterton, Wilde o Wells, así como nos parecen un poco raras
las palabras de alabanza que otorga a Shaw". Casi de inmediato, empero, rectifica tal opinión y admite que
"Borges halla sólo en algunos, no en otros libros, los estímulos y solicitaciones que le sirven para sus ficciones
y sus divagaciones estéticas, morales y filosóficas". De todos modos, conviene subrayar que Borges simpatiza
con aquellos autores que contribuyeron a su interpretación de la realidad y de la literatura, en tanto que muestra
indiferencia en su obra por muchos escritores juzgados "representativos"; en esto no difiere de T. S. Eliot, en su
reivindicación de la "poesía metafísica" inglesa del siglo XVII y su rechazo de Milton. Cabe agregar que de los
ensayos que escribieron Eliot y Borges se desprende, por igual, el hecho de que un autor prominente siempre
reescribe desde su enfoque la tradición poética precedente —crea sus propios precursores— y, en consecuencia,
modifica en función de su óptica personal la historia literaria.

54
En su elaboración de una teoría de la literatura, Borges puso en circulación un conjunto de
nociones que ha sido emparentado con las doctrinas poéticas de T. S. Eliot, de Paul Valéry y
de Benedetto Croce, así como se le ha reconocido "puntos de contacto" con Northrop Frye.53
Pero quizá convenga reiterar asimismo su estrecha y magistral relación con la "nueva crítica"
francesa, ciertamente en calidad de involuntario precursor, tal como fue el caso de aquellos
que sin premeditación anunciaron la llegada de Kafka. Al respecto, es lícito sostener que,
reformulada en la terminología de Saussure, su concepción artística acaso pueda reducirse a
dos principios fundamentales claramente discernióles que, si bien utiliza en un sentido muy
peculiar, de manera epidérmica lo conectan con algunos de los más representativos
fundadores de la investigación poética actual. Ellos son: 1) toda composición individual es
un hecho del habla en el que se actualizan ciertas potencialidades de una lengua, que es la
literatura como sistema especializado de signos; y 2) cada lector enfrenta el caudal íntegro de
la actividad literaria pasada y presente como una revelación que, para él, se da en un plano
absolutamente sincrónico y que, por tal motivo, admite un juego de articulaciones en mayor
grado que un árbol genealógico o un devenir histórico. Curiosamente, Borges jamás
menciona al lingüista ginebrino y sólo podría suponerse un conocimiento indirecto de sus
ideas, a través de otros autores. Sin embargo, esta no es la única explicación posible; cabe
otra en la que Saussure, concentrado en el estudio de los problemas semiológicos que entraña
el análisis de sistemas de signos arbitrarios, admite ser vinculado al tronco nominalista al que
Borges declara explícito acatamiento; ello, por lo demás, no es en absoluto improbable si se
piensa en la concomitancia de sus famosos cursos universitarios con los epígonos positivistas
y con el apogeo del pragmatismo.54

2. Metáfora Y Ficción
De todas maneras, el vínculo que a juicio de Borges se establece entre la actualización del
hecho poético y las potencialidades del sistema literario difiere bastante del que
tradicionalmente han propuesto los discípulos de Saussure que instauraron la estilística: no
consiste en la mera singularidad expresiva que una obra determinada extrae de las oportuni-
dades ofrecidas por su respectivo idioma, sino que radica en la forma original en que un texto
nos propone ciertos recursos tomados de una lengua poética universal que, de conformidad
con sus leyes combinatorias propias, permite articular el conjunto de metáforas, de
arquetipos imaginativos cuya reiteración y coincidencia se han verificado a través de una
continuidad multisecular. Ello significa que si es lícito postular algún parentesco, éste debe
orientarse más bien hacia los procedimientos de Ernst Robert Curtius en Europäische
Literatur und lateinisches Mittelalter que hacia los métodos de Charles Bally en Le langage
et la vie. Varios artículos ejemplifican de modo óptimo esta técnica de indagación; uno es el
ya citado sobre los precursores de Kafka; otros, los que se refieren a la esfera de Pascal, a la

53
Al respecto, consúltense los artículos ya cita-dos de Thomas R. Hart, Jr. y de Darío Puccini (en este último,
especialmente la nota 2). La afinidad con Northrop Frye radica, por supuesto, en que este crítico, al igual que
Borges, maneja las metáforas como arquetipos imaginativos que configuran el vocabulario fundamental de la
literatura.
54
Amado Alonso considera innegable el positivismo de Saussure; al respecto, véase la nota preliminar a
Ferdinand de Saussure, Curso de lingüística general; Buenos Aires, Editorial Losada, 1945; pág. 27.

55
flor de Coleridge, al ruiseñor de Keats; todos se hallan incluidos en Otras inquisiciones. Por
lo demás, tal enfoque se inscribe en el cuadro general de la doctrina que sustenta Borges
acerca de la materia verbal: puesto que la realidad es un laberinto caótico que no admite
ordenamiento o simplificación, cualquier esfuerzo lingüístico encaminado a imponer en la
totalidad del universo o en una parte de él un sentido que esté al alcance del hombre presume
una tarea conceptualizadora que se muestra útil (por cuanto resulta operativa), pero que
irremediablemente posee un valor tropológico (porque es arbitraria). El intento de que el
texto sea un reflejo veraz del mundo conlleva una falacia insuperable que ha viciado de
intenciones sociológicas y psicológicas un extenso período en el desenvolvimiento de la
novela moderna, durante el cual se pretendió que un género poético ofreciera un calco fiel de
las condiciones en que transcurría la vida coetánea para ensayar, a partir de él, un abordaje
crítico de la existencia humana. Semejante "realismo esclarecedor" es, a juicio de Borges,
una verdadera exhibición de contradictio in adjecto. Para ser fiel, una representación del
mundo debe revelarse infinitamente enmarañada pues sólo Dios, quizás, esté capacitado para
resolver sus contradicciones (tal como suponía Nicolás de Cusa); por cierto, Borges piensa
que la novela realista tiene una buena dosis de caos, puesto que una de sus características
consiste en que "propende a ser informe" (P, 22). Pero al mismo tiempo, para que el lector la
admita debe poseer un margen mínimo de coherencia, de orden, de conceptualización, lo cual
la induce a proponernos deformaciones o simplificaciones que a veces lindan con lo
inverosímil, según se comprueba —a juicio de Borges— en la narrativa psicológica de los
novelistas rusos del siglo XIX y en sus discípulos: "suicidas por felicidad, asesinos por
benevolencia; personas que se adoran hasta el punto de separarse para siempre, delatores por
fervor o por humildad" (P, 22). Cabe argüir que tales observaciones, sin declararlo, están
cuestionando la famosa hipótesis de Stendhal, enunciada en el capítulo XIX de Le rouge et le
noir, que ha constituido la piedra miliar del realismo narrativo anterior o posterior a este
libro: "una novela es un espejo que se desplaza por un amplio camino". En todo caso se trata
de un espejo organizado con palabras y, por consiguiente, sin lugar a dudas infiel. El relato de
esta especie "prefiere que olvidemos su carácter de artificio verbal y hace de toda vana
precisión (o de toda lánguida vaguedad) un nuevo rasgo verosímil" (P, 22). Tan rotundo
cuestionamiento explica, en la producción de Borges, la ausencia casi completa de
apreciaciones sobre las grandes figuras europeas que cultivan la novela en los siglos XVIII y
XIX, sea en Inglaterra, en Francia o en Rusia: ni Jane Austen, ni Balzac, ni Tolstoi pueden
disfrutar de su admiración. Acaso la única excepción podamos hallarla en sus páginas sobre
Bouvard et Pécuchet, aunque sintomáticamente esta obra póstuma de Flaubert se aparta de
manera muy significativa de los habituales propósitos realistas (D II, 137-143). Pero si las
omisiones son sugerentes, también debemos reconocer que lo son las preferencias explícitas.
A menudo nos habla del Quijote, al que inclusive dedica consideraciones específicas (OI,
65-69); es posible hallar asimismo frecuentes menciones de Moby Dick, Huckleberry Finn y
Kim; con respecto a este grupo de relatos en los que se desarrolla un mismo esquema de
estirpe cervantina, algunas reflexiones esclarecedoras las ofrece un trabajo sobre The Purple
Land, obra que también pertenece a dicho campo (OI, 193-198). Se trata de narraciones
construidas por medio de una sucesión de episodios más o menos independientes cuya
unidad, según parece, radica fundamentalmente en el protagonista o conjunto de
protagonistas que sobrellevan una serie de peripecias imbuidas de cierta autonomía. Este tipo
de armazón novelesca puede sugerir una idea de desorden, de incoherencia o de variedad en
mucho mayor grado que las historias consideradas típicamente realistas (OI, 193), pero
Borges afirma que en el encadenamiento de las peripecias tiene que existir una lógica interna,

56
un "intrínseco rigor" (P, 22); para sustentar la cohesión de las piezas que pertenecen a este
género se requiere de manera indispensable una secreta fuerza articuladora que el lector tiene
que ir descubriendo gradualmente (OI, 193). Esta organización estricta conduce de una
aventura a la siguiente como si se fueran desarrollando los sucesivos pasos en la
demostración de un teorema que acaba por resolverse en una situación definitiva, la que una
vez alcanzada se presenta como fatal, como resultado de una necesidad que nada hubiera
podido quebrar. Por lo demás, las composiciones mencionadas nos proponen un argumento
itinerante que entraña una suerte de quéte, de búsqueda continua —aunque en apariencia
fragmentada— en que el hombre se muestra como peregrino que persigue un incierto
horizonte de realización en este mundo o en algún otro. Es razonable, pues, sospechar la
presencia de una metáfora, de un arquetipo subyacente en la mera acumulación superficial de
incidentes; el valor de esta metáfora no se puede precisar con exactitud, ya que se sustenta en
un caudal significativo que admite muy variadas lecturas. En tal sentido, se nos advierte que
"la obra que perdura es siempre capaz de una infinita y plástica ambigüedad; es todo para
todos, como el Apóstol; es un espejo que declara los rasgos del lector y es también un mapa
del mundo" (OI, 126-127).
De las observaciones que acabamos de formular se desprende un limitado número de rasgos
característicos en los relatos que Borges enfrenta con mayor simpatía: rigor enunciativo;
unidad formal; aptitud conceptualizadora que se traduce en una medida perceptible de
intención metafórica. A partir de este modelo, es lícito extender el reconocimiento a las
restantes obras de ficción citadas por el mismo comentarista, en las que advertimos la
presencia total o parcial de las cualidades indicadas. Por ejemplo, se nos advierte que en la
"faz novelesca" de los poemas narrativos suele manifestarse una concepción similar, hecho
que permite incluir en el cuadro los textos homéricos, la Divina Comedia, los Canterbury
Tales, el Martín Fierro, composiciones de Milton y de William Morris, además de ciertas
piezas del medioevo temprano que tienen origen escandinavo o anglosajón; hasta cierto
punto, análogas consideraciones aconsejan incorporar determinadas alegorías religiosas
orientales, como el Coloquio de los pájaros, del persa Farin un-din Attar. En un breve elogio
del "primer Wells", aquel que escribió The Invisible Man y The Island of Dr. Moreau, se
enfatiza la dimensión metafórica de estas invenciones, cuyo atractivo no sólo consiste en la
circunstancia de que "es ingenioso lo que refieren" sino también en que proporcionan
cifradas referencias a "procesos que de algún modo son inherentes a todos los destinos hu-
manos" (OI, 126); por otra parte, no debemos olvidar que las fantasías científicas configuran
un área imaginativa en la que un escritor capacitado —como Wells o como Olaf Stapledon—
puede manejar "con honesto rigor las complejas y sombrías vicisitudes de un sueño
coherente" (P, 152). A Borges lo fascinan las Mil y una noches por la exactitud con que se
articulan las peripecias de algunas anécdotas, en las que encontró reflejadas sus íntimas pre-
ferencias por el juego combinatorio que se da en cada uno de los relatos.55 En la medida en
que un historiador suele registrar acontecimientos tan remotos que se han vuelto fabulosos,
corresponde agregar el nombre de Edward Gibbon por cuanto, al igual que los otros textos
narrativos, la exploración del pasado es una ficción en virtud de que exhibe ciertas
peculiaridades literarias, ya que "los mismos hechos pueden combinarse, o interpretarse, de

55
Cf. Adolfo Bioy Casares, La otra aventura; Buenos Aires, Editorial Galerna, 1968; pág. 150. El articuló
sobre Borges, titulado "Libros y amistad", incluido en el volumen mencionado, resulta de gran utilidad en la
materia.

57
muchos modos" y la exposición resultante acaba por ser leída con una óptica que va
cambiando con el transcurso del tiempo (P, 73-74). En elogio de narradores que juzga
contemporáneos, escribe que "ninguna otra época posee novelas de tan admirable argumento
como The Turn of the Screw, como Der Prozess, como Le voyageur sur la terre" (P, 23). Con
referencia al cuento moderno, ha declarado que su entusiasmo por Stevenson, Kipling, Henry
James, Joseph Conrad, Poe y Hawthorne, entre muchos más, se origina en la economía de
recursos y en la trabazón interna que impone una forma poética tan ceñida (AE, 237-238). Su
admiración por James Joyce no necesita mayores explicaciones si se toma en cuenta la
coherencia estructural y la significación multívoca de Ulysses y de Finnegans Wake; lo
mismo cabe observar, tal vez, con respecto a Lewis Carroll. Acerca de su asidua
frecuentación de la novela detectivesca, en el curso de sus entrevistas con Richard Burgin
propuso una interpretación muy ilustrativa:

Creo que estos libros han desempeñado un papel significativo, en virtud de


que han recordado a los autores la importancia de la intriga., Cuando uno lee
narraciones policiales y luego otras novelas, se comprueba con sorpresa
—es injusto, pero sucede— que las últimas presentan un aspecto informe.
En una anécdota detectivesca todo se halla cuidadosamente relacionado.
(Burgin, 50)

Por último, en este mismo motivo se funda el sostenido interés que Borges ha demostrado por
la metafísica, la más armoniosa y decantada variedad que ofrece la narrativa de ficción,
cuyos argumentos son asombrosos y estrictos en grado tan elevado como jamás alcanzarán
"ni Wells, ni Kafka, ni los egipcios de las Mil y una noches".56
En un intento de sintetizar las ideas constantes que asoman a lo largo de los juicios de Borges
sobre la literatura de ficción, el crítico Darío Puccini trató de formular ciertas pautas básicas,
entresacadas principalmente de los ensayos "La postulación de la realidad" (D I, 89-99), "El
arte narrativo y la magia" (D I, 109-124) y "De las alegorías a las novelas" (O/, 211-215).
Este procedimiento condujo a la enunciación de una teoría del género que consta de tres
puntos: 1) una "ley de causalidad", que gobierna la rigurosa articulación de las peripecias; 2)
una "intención alegórica", que apunta hacia la instauración de significados arquetípicos; y 3)
una "postulación de la realidad", que abarca los artificios utilizados para mentar los hechos
imaginarios.57 En suma, se trata de las exigencias mínimas que permiten trasladar sucesos
individuales e intrincados al plano de las generalizaciones ordenadoras que son propias del
lenguaje. Por lo tanto, la doctrina de la novela, para Borges, no es más que un aspecto
particular en la sostenida elaboración de sus preocupaciones nominalistas: un conjunto de
recursos poéticos destinados a organizar los acontecimientos expuestos de conformidad con
las exigencias insuperables que interpone la materia verbal, dispuesta a admitir únicamente
una realidad que ha dejado de serlo, que se ha simplificado y conceptualizado. Según estas

56
Borges ha reiterado el juicio en muchas ocasiones. Reproducimos el texto de la inconfundible nota editorial
anónima que encabeza la traducción de la "Fantasía metafísica", de Arthur Schopenhauer, aparecida en Anales
de Buenos Aires, número 11, diciembre de 1946, pág. 54.
57
Darío Puccini, loc. cit., págs. 149-152.

58
pautas, el realismo literario más que una utopía es un absurdo; la transcripción plena del
mundo en un texto está más allá de las posibilidades que nos brinda cualquier medio
enunciativo; las palabras sólo pueden retener en sí una pura fantasmagoría. No obstante, el
mensaje que resulta de esa transfiguración, si logra soslayar los equívocos de la supuesta
verosimilitud, puede cargarse de un valor metafórico que de manera subrepticia y ambigua
nos habla sobre los aspectos esenciales de la condición humana.
Estas comprobaciones tienen una consecuencia que acaso parezca imprevista: la posibilidad
de ensayar una nueva lectura de "El Aleph", uno de los más difundidos cuentos de Borges (A,
155-174). Según tal interpretación, el centro de interés del relato puede buscarse en una
velada denuncia de las falacias que sustentan el realismo literario. Se trata de un texto
cuyo valor no sólo consiste en el hecho de que "es ingenioso lo que refiere" —según la
fórmula que Borges acuñó en elogio de Wells— y de que exhibe un desarrollo pleno de
humorismo y causticidad sino de que, por añadidura, permite entrever una historia urdida con
intención felizmente equívoca. La exposición en primera persona recuerda la sutileza con
que Henry James manejaba este artificio: sospechamos que el narrador —que se llama
"Borges"— tergiversa o escamotea levemente los sucesos, sea por desconocimiento, por
inadvertencia o por malicia. En las páginas iniciales hay, asimismo, una típica estrategia de
James en el manejo del tiempo y de los rituales; a semejanza de lo que sucede en "The Altar
of the Dead", la reiteración de una misma ceremonia que sin embargo sufre ligeras
modificaciones —la recordación del nacimiento de la difunta Beatriz Viterbo— crea en muy
breve espacio esa impresión de fugacidad en que los años y la vida parecen huir antes de que
la reflexión permita evaluar el sentido de la existencia. Con respecto a la trama, ofrece una
curiosa articulación de pintura cotidiana y de hallazgo descomunal. Más de la primera mitad
del relato (A, 155-165) puede considerarse una sutil demostración de costumbrismo, hasta
que el anuncio de la existencia del Aleph traslada los acontecimientos a un ámbito de pura
alucinación (A, 165-174). Antes que nada, merece considerarse la técnica literaria de ese
comienzo "realista". Ciertas indicaciones de aspecto casual —especialmente los detalles de
la salita en la casa de la calle Garay— sugieren de entrada vagos indicios de pequeña
burguesía con rancio aposentamiento suburbano; pero en definitiva, la verosimilitud de la
exposición no está tanto en el gesto, el comportamiento o el milieu, cuanto en el lenguaje oral
de Carlos Argentino Daneri. Su fonética y su vocabulario, lo que dice y cómo lo dice, son
inconfundibles para el oído atento del habitante de Buenos Aires. El sesgo realista, pues,
estaría sugerido por las expresiones que el narrador pone en boca de este personaje. Pero no
conviene precipitarse, ya que es indispensable reconocer que en la vida real nadie habla en
términos tan afectados como Carlos Argentino Daneri. Borges deliberadamente hace lo que
atribuyó a los poetas gauchescos: para asumir un modo de expresión ajena proporciona una
exageración del habla utilizada, una parodia. Por consiguiente, el "efecto de realidad", en
literatura, es una deformación que tiene por objeto parecer verdadera, es un empleo de
formas arquetípicas que en la experiencia concreta jamás podrán hallarse incontaminadas en
tal medida. Pero queda por examinar el aspecto fantástico de la historia: el descubrimiento
del Aleph, ese lugar del espacio en el que todos los puntos convergen para formar un
microcosmos, una exacta réplica en miniatura del universo. 58 Un lugar tan prodigioso

58
La descripción del Aleph que proporciona el narrador presenta una indudable analogía con cierto pasaje de la
Historia verdadera, obra de Luciano de Samosata que Borges menciona en el prólogo a las Crónicas
marcianas, de Ray Bradbury (P, 25). Se trata del espejo que un viajero fantástico halla en la luna: "Vi además
otra maravilla en el palacio real: un gran espejo suspendido encima de un pozo no muy profundo. Si se

59
permite al observador contemplar simultáneamente la realidad íntegra en todas sus facetas.
Ello induce al narrador a declarar su incapacidad de referirnos el espectáculo que tuvo ante
los ojos, por la naturaleza intrínsecamente inefable que posee la plenitud, la cual llevó a los
místicos al empleo de la metáfora (A, 168-169). En cambio, al mediocre, ingenuo y vanidoso
Carlos Argentino Daneri, esa misma contemplación le sugiere la empresa monótona y falaz
de traducir en palabras cuanto ha visto, para lo cual —según propia confesión— se embarcó
en la tarea dé redactar un poema descriptivo cuyo "dilatado jardín de tropos, de figuras, de
galanuras, no tolera un solo detalle que no confirme la severa verdad" (A, 163-164). El centro
de la argumentación de Borges es nuevamente la crítica de los intentos literarios realistas,
encarada desde el enfoque de su nominalismo que niega la adecuación entre el mundo y los
recursos verbales. El protagonista de "El Aleph" no es el narrador, no es Carlos Argentino
Daneri, no es ni siquiera la memoria de esta otra Beatriz, muerta como la de Dante; el
protagonista es el lenguaje. Los restantes elementos constitutivos de esta pieza tienen por
único objeto, tal vez, seducir al lector para instarlo a que prosiga su reconocimiento hasta el
desenlace.

3.. Hacia La Realidad


Esto nos introduce en el centro mismo de la concepción que ha servido como base para que
Borges desarrolle su narrativa de ficción. Mientras que en muchos ensayos prevalece el
relevamiento de las teorías que fueron elaboradas en el pasado para explicar los mecanismos
verbales que intentan capturar, transcribir y comunicar la estructura del universo, en los
cuentos podemos destacar, sin caer en fáciles simplificaciones, una reiterada observación de
la forma en que opera el lenguaje en su esfuerzo por registrar el funcionamiento secreto de la
realidad o por penetrarlo en su textura más íntima. Ello se observa, por igual, en "Tema del
traidor y del héroe", en "Emma Zunz" y en "El Aleph". Tal comprobación se puede ampliar
con ejemplos adicionales que permitirán reconocer en esta exploración grados o aspectos
diversos.
En ningún sitio Borges se ha referido tan detenidamente a sus propias narraciones como en la
sección del "Autobiographical Essay" en que rememora las experiencias de lo que llama su
"madurez", palabra que resulta harto reveladora si se la toma como indicio de lo que la
práctica del cuento significó en su desenvolvimiento poético (AE, 237-244). Al respecto,
cabe consignar que, según él mismo declara, Ficciones y El Ateph, sus dos primeras
colecciones de cuentos, "constituyen, sospecho, mis dos obras mayores". El
perfeccionamiento de una técnica expositiva no le resultó fácil, y sólo al cabo de varios años
llegó a una formulación satisfactoria, al completar "Hombre de la esquina rosada", su primer
relato. Éste fue, empero, un intento aislado, salvo que se lo relacione con Historia universal
de la infamia, volumen en que se congrega una serie de textos concebidos hasta cierto punto
según el modelo de las "vidas imaginarias" que había escrito Marcel Schwob. Pero
transcurriría algún tiempo antes de que Borges comenzara una labor sostenida en la prosa de
imaginación.

desciende al pozo, es posible oír cuanto se dice en la tierra; y si se levantan los ojos hacia el espejo, se ve en él
todas las ciudades y todos los pueblos, como si se estuviese en ellos".

60
Probablemente, la mayor dificultad que se le presentó haya consistido en la necesidad de
encontrar el vehículo adecuado para un tipo muy especial de invención, en el cual la anécdota
funciona como mero artificio superficial (aunque brillante y cautivador) para una búsqueda
intelectual que se desarrolla en un plano de significación profundo. Al cabo, logró instaurar
distintas variedades de discurso ficticio que respondían a su proyecto. Es posible mencionar
algunas de ellas, sin que esto suponga un propósito de enumeración exhaustiva. En primera
instancia, hallamos lo que Borges denomina "semiensayos", en los que la narración está
concebida como si fuera el comentario o la reseña de libros presuntamente existentes, según
puede observarse en "El acercamiento a Almotásim", "Pierre Menard, autor del Quijote",
"Examen de la obra de Herbert Quain". Otra solución, cercana a la anterior, consiste en
introducir la referencia y examen de una obra literaria fantasmal dentro de un episodio
novelesco que tiene gravitación casi fortuita, como el hallazgo del volumen de una
enciclopedia, en "Tlön, Uqbar, Orbis Tertius", o el mensaje cifrado que cuesta la vida al si-
nólogo Stephen Albert, en "El jardín de los senderos que se bifurcan". Una tercera posi-
bilidad radica en una estrategia que es más afín a la de Richard Garnett, en The Twilight of the
Gods, que a la de Marcel Schwob: a partir de algunos datos que tienen aspecto erudito, de un
personaje o hecho al que se atribuye relevancia histórica, se arma una fábula plena de sentido,
como "Los teólogos" y "La busca de Averroes". Un recurso muy frecuente es el monólogo o
el testimonio directo (oral o escrito) del protagonista, que hallamos en "Hombre de la esquina
rosada", "La forma de la espada", "La casa de Asterión", "Deutsches Réquiem" o "La
escritura del Dios". Por añadidura, hay cuentos de apariencia más tradicional, a veces con
matices costumbristas y aun naturalistas en la elaboración del suceso referido o en la
caracterización de personajes (por muy insólita o fantástica que sea la anécdota), como se
advierte en "Emma Zunz" y en "El Aleph". Pero por debajo de estas variedades múltiples
suele manifestarse una idea especialmente obsesiva, entre varias que recorren la producción
de Borges: la tensión que se establece entre lenguaje y realidad. Este conflicto presenta tres
opciones fundamentales: 1) el lenguaje logra imponer sus exigencias conceptualizadoras en
desmedro de la realidad; 2) el lenguaje y la realidad luchan entre sí para afirmar sus
manifestaciones antagónicas; y 3) el lenguaje se somete al poder anonadador que tiene la
realidad.
La primera de las opciones, el triunfo del lenguaje como matriz configuradora del universo
humano, la hallamos, por lo menos, en "Tlon, Uqbar, Orbis Tertius" y en "Emma Zunz". En
esta última pieza, la protagonista logra falsificar la realidad apelando a una concatenación
verbal de sucesos que no tuvo lugar tal como ella pretende. En el otro relato (F, 13-34), en
cambio, se intenta una reelaboración imaginativa de las ideas que expuso el obispo Berkeley:
se nos asegura que la realidad existe en tanto hay un sujeto pensante, que esse est percipi. Por
ejemplo, unas monedas perdidas cesan de tener realidad desde el momento en que se
extravían hasta que alguien logra encontrarlas. En ese extraño y enrarecido orbe, sólo pueden
utilizarse lenguas analíticas —como la que postuló John Wilkins—, cuyos ordenamientos
presuntamente rigurosos se conjetura que agotan las posibilidades no de la expresión sino de
la existencia; en tales circunstancias, sería un crimen de lesa ortodoxia suscribir el juicio de
Hamlet cuando afirma que "en el cielo y en la tierra hay más cosas que en el sueño de tu
filosofía"., En Tlon, la especulación intelectual sólo se desarrolla como ejercicio lógico, de
modo que toda tesis metafísica debe incorporar "el riguroso pro y el contra" de la doctrina
examinada (F, 27); en cuanto a la literatura, "los libros de ficción abarcan un solo argumento,
con todas las permutaciones posibles" (F, 27), sugerencia que Main Robbe-Grillet trató de

61
poner en práctica en Dans le labyrinthe y La maison de rendezvous, así como en sus guiones
y películas cinematográficas.59
El enfrentamiento de realismo ingenuo y nominalismo crítico, en "El Aleph", es una forma
de enunciar la segunda opción, en la que lenguaje y realidad se esfuerzan en imponer sus
respectivas modalidades. El mismo conflicto se trasluce en "El congreso" (LA, 33-63), en el
que don Alejandro Glencoe concibe la instalación de una asamblea mundial que sea
representativa de la humanidad en todos sus aspectos. Por supuesto, semejante proyecto
entraña "un problema de índole filosófica", pues la representatividad está condicionada por el
hecho de "fijar el número exacto de los arquetipos platónicos, enigma que ha atareado
durante siglos la perplejidad de los pensadores" (LA, 44). Finalmente, el proyecto es
desechado por la sencilla razón de que don Alejandro advierte que en el espacio y en el
tiempo la realidad está constituida por hechos y actores individuales, no por arquetipos. Su
congreso únicamente sería representativo si pudieran participar en él todos los hombres que
han llegado a existir; es decir, sólo podría constituirlo satisfactoriamente el universo mismo.
Por lo demás, hacia el término de este cuento leemos que los organizadores de la asamblea,
después de que su patrocinador desistió, se reunieron para comprometerse a guardar silencio:
"cuando juramos no decir nada a nadie ya era la mañana del sábado" (LA, 63). Esta mención
del día, con su reminiscencia bíblica, nos advierte que el tratamiento naturalista de la historia,
que transcurre en lugares típicos de Buenos Aires y en una propiedad rural del Uruguay, está
al servicio de una alegoría: Dios, que en la presente circunstancia es hijo de un inmigrante
rioplatense oriundo de Aberdeen, ha cumplido su tarea en el plazo de seis días y al
completarla descubre que su creación está constituida de casos individuales concretos, no de
conceptos generales abstractos. Al producirse el desenlace de la lucha, la realidad ha vencido
al lenguaje.
La tercera opción se vincula, en definitiva, al "silencio privilegiado" que asumen los místicos
cuando declaran que no es posible decir nada en términos literales acerca de esa realidad
incondicionada que denominan Divinidad. Como ilustraciones muy dispares pueden tomarse
"La Biblioteca de Babel" y "La escritura del Dios". La primera de estas narraciones retoma la
metáfora del universo concebido como libro, al que en el caso presente suplanta un infinito
número de volúmenes desordenados, cada uno de los cuales quizá manifieste una intrincada
cualidad del mundo. En medio de ese caos, "el hombre, el imperfecto bibliotecario, puede ser
obra del azar o de los demiurgos malévolos" (F, 87); pero "el universo, con su elegante
dotación de anaqueles, de tomos enigmáticos, de infatigables escaleras para el viajero y de
letrinas para el bibliotecario sentado, sólo puede ser obra de un dios" (F, 87). Se nos dice que
muchos han intentado descifrar el significado misterioso de esta construcción ilimitada, pero,
¿qué sucedería si alguien consiguiese alcanzar esa meta? En "La escritura del Dios" hallamos
una respuesta (A, 117-123). Sepultado en una tenebrosa prisión por voluntad de los
conquistadores españoles, un mago azteca medita en la sentencia mágica que una divinidad
escribió en un sitio desconocido con caracteres que no fueron revelados. De pronto, el
cautivo intuye que el mensaje acaso esté grabado "en la piel viva de los jaguares" que, en el
curso de sus innúmeras y sucesivas generaciones, lo han de perpetuar hasta la consumación
de los siglos. Al cabo de incesantes fatigas y de agotadores ejercicios, el prisionero obtiene la

59
El procedimiento de la narrativa de ficción que se practica en Tlon es análogo a los experimentos novelescos
de Herbert Quain en April March (F, 79-80); ofrece asimismo una posible clave de L'année derniére á
Marienbad, el guión de Alain Robbe-Grillet que filmó Alain Resnais.

62
revelación del lenguaje que empleó Aquél o Aquello, pues "no sé si estas palabras difieren"
(A, 122). Pero simultáneamente con su descubrimiento, advierte que no tiene sentido
transmitir su hallazgos Ni siquiera le es necesario salir de la cárcel, porque ya está liberado:
ha comprobado que la criatura, enfrentada con esa misteriosa presencia, queda anonadada
por la fascinación de tal encuentro. Por lo tanto, se deja sumir en el olvido, como si la
oscuridad y el silencio fueran las claves últimas de una sabiduría que trasciende toda forma
de conocimiento.
Para Borges, la realidad es eso que cree percibir el místico en su éxtasis y que algunos de sus
personajes —como Jaromir Hladík, en "El milagro secreto"— desentrañan inexplica-
blemente al filo de una situación límite, cuando se aprestan a morir. Tal revelación no puede
ser enunciada; nada es lícito decir acerca de ella con exactitud; en todo caso, sólo admite el
asedio indirecto de la metáfora, irremediablemente vaga e imperfecta. Y aun así, "de esas
metáforas ninguna me sirve para esa larga noche de júbilo, que nos dejó, cansados y felices,
en los linderos de la aurora" (LA, 62). Pese a todo, en estas palabras se sospecha algún eco del
lenguaje tropológico que utilizaba San Juan de la Cruz. Por lo demás, a juicio del autor de
Ficciones, este es el único realismo posible, el punto hacia el que convergen todos los hilos
que forman la trama de sus artificios verbales, de su universo imaginario. Su frecuentación de
la mística europea y oriental, su interés en la cabala, su erudición filosófica y sus vastas
lecturas de toda especie se resuelven, acaso, en un propósito único: hallar la metáfora que,
valga la paradoja, sirva exactamente para sugerir la compleja, múltiple e insustituible
perfección de lo concreto e individual. Aunque tal vez, si fuera posible hallarla, nos sucedería
lo mismo que al mago de "La escritura del Dios" o que al poeta y al rey de "El espejo y la
máscara": tamaño deslumbramiento nos empujaría acaso al silencio, a la muerte o al
abandono de las vanidades mundanas. Si algo cabe agregar, es aquello que dice el narrador de
"El Aleph": "arribo, ahora, al inefable centro de mi relato; empieza, aquí, mi desesperación
de escritor" (A, 168).
Por último, sólo un par de acotaciones a sendos equívocos en que suele incurrir la crítica. Dos
comentaristas de mérito relevante nos permitirán ilustrarlos. George Steiner, habitualmente
tan sagaz y lúcido, se hace intérprete de un ajetreado argumento según el cual en la
producción de Borges falta calor y vitalidad humanos, está ausente la creación de hombres y
mujeres "tangibles".60 Semejante objeción no tuvo presente si lo que se pide es admisible en
los propósitos del artista juzgado y, adicionalmente, si la búsqueda de la realidad y las
dificultades para acceder a ella con nuestras limitadas herramientas lingüísticas no
constituyen problemas imbuidos de valor humano hasta la desesperación. El otro reparo lo
formula J. M. Cohén, cuando sugiere una posible contradicción entre las preocupaciones
"místicas" de algunos cuentos y el hecho de que Borges rehúya personalmente una definición
de su credo religioso. 61 Sin duda, esta observación es el producto de una notoria in-
advertencia: si el lenguaje siempre es ineficaz para explicar la relación del hombre con lo
divino —según se desprende de los relatos mencionados—, exigirle a Borges precisiones en
materia de fe significaría pedirle que reniegue de sus ideas acerca de la divinidad.

60
George Steiner op. cit., págs. 4647.
61
J. M. Cohén, Jorge Luis Borges; Edimburgo, Oliver and Boyd, 1973; pág. 78.

63
4. Conclusiones
En la primera epístola a los corintios, XIII, 12, San Pablo escribió que en esta vida los
hombres sólo pueden obtener una imagen de las cosas divinas "por espejo, en oscuridad". En
los Hechos de los Apóstoles, XVII, 34, se dice acerca del mismo San Pablo que su primer
converso ateniense fue cierto Dionisio Areopagita. En el curso del siglo V, un autor
desconocido adoptó este nombre para redactar una serie de tratados; en uno de ellos se pro-
puso enunciar los atributos divinos; en otro, la Teología mística, declaró que esos atributos
sólo podían tener valor tropológico, porque el lenguaje humano está incapacitado por su
finitud para hablar de las cualidades de Dios. Hasta el Renacimiento, el influjo del llamado
Pseudo Dionisio puede ser trazado en teólogos, filósofos y poetas: en Erígena, en Tomás de
Aquino, en Dante, en Eckhart, en Nicolás de Cusa.
Sin embargo, sólo con el afianzamiento pleno del nominalismo las ideas de este ignoto
tratadista pudieron ser llevadas hasta sus consecuencias últimas. Hasta entonces, rara vez se
había intentado describir la experiencia mística; a lo más, se especulaba sobre las condi-
ciones en que ella era posible. Pero cuando los nominalistas hicieron evidente el desajuste
entre lenguaje y realidad, se tornó asimismo manifiesto el hecho de que las palabras jamás
pueden ofrecer transcripciones literales; únicamente les cabe la referencia y el asedio
metafóricos. Esta confluencia de mística y nominalismo y su estrecha interacción permitie-
ron que un poeta como San Juan de la Cruz se embarcara en la riesgosa aventura de evocar en
sus textos el encuentro del hombre con la divinidad, auxiliado por un sostenido proce-
dimiento metafórico.
Tal herencia se ha prolongado ininterrumpida —aunque a veces marginada— hasta nuestros
días, en que se observa una renovación poética del lenguaje místico. Sin necesidad de
experiencias extraordinarias, el artista parece haber comprendido en muchos casos que la
instrumentación de la materia verbal que perfeccionaron los místicos es apropiada para ha-
blar acerca de una realidad absoluta y concreta con la que el hombre cree haber mantenido
constante relación. La obra de Borges no es el único ejemplo en el empleo actualizado de
tales métodos enunciativos, pero indudablemente es uno de los más perspicaces y siste-
máticos de la literatura contemporánea.

64
EPÍLOGO. EL “SILENCIO PRIVILEGIADO”
Detrás del nombre hay lo que no se
nombra.

"Una brújula" (OP, 153)

65
1. Descubrimiento Del Silencio
En el curso de las páginas precedentes hemos podido trazar la serie de cuestionamientos que
llevó a Borges a sustentar con plena convicción la hipótesis de que las palabras cumplen una
tarea fundamental en el ámbito humano, si bien fracasan en todo intento de transcribir
fielmente la naturaleza y estructura del universo. Esta posición crítica, básicamente, está
inspirada en tres vertientes principales: nominalismo filosófico, tropología mística y
disgregación del realismo literario vigente en el siglo XIX. Sin subestimar la gravitación de
la materia verbal en nuestra existencia, estas fuerzas concurren a afirmar que el lenguaje tiene
límites de enunciación y que puede convertirse en una limitación del hombre mismo, si no
advertimos o nos negamos a asumir tales fronteras enunciativas. De ello se desprende que
cuanto decimos entraña la ausencia efectiva de aquello mismo que tratamos de declarar, así
como recíprocamente el mundo nos incorpora en su trama con exclusión de las palabras. El
lenguaje sólo puede aspirar a sustituir la realidad concreta, en la medida en que nos precipita
de manera irremediable en ficciones abstractas.
Esta comprobación ha conducido a un sostenido elogio o requerimiento del silencio, a una
actitud crítica con respecto al lenguaje en general o a ciertos usos que se manifiesta a lo largo
del pensamiento moderno y que tiene una enorme y casi paradójica vigencia en nuestros días,
cuando hasta la literatura —actividad verbal por excelencia— ha emprendido un radical
cuestionamiento de su propia sustancia. El desarrollo de tal proceso —extenso, sostenido y
complejo— puede remontarse claramente hasta el siglo XIV, aunque es posible reconocer
indicios y antecedentes, en la cultura europea, desde fecha muy anterior. De algún modo, el
relevamiento de este itinerario nos permitirá ensayar un marco de referencias en el que puede
ser ubicada la obra de Borges, como fiel y conspicuo testimonio de ciertas preocupaciones
que han ido adquiriendo especial relevancia en las últimas centurias.
Cada vez con mayor convicción, los historiadores actuales ponen el acento en hechos e ideas
que, en forma inequívoca, parecen señalar en el curso del siglo XIV una serie de fenómenos
sociales, políticos, culturales y religiosos destinados a liquidar definitivamente el
ordenamiento medieval. Se mencionan, al respecto, transformaciones económicas,
tendencias individualistas, una creciente autonomía del arte como fin en sí mismo. También
se puntualiza la impronta que dejaron en la desintegración la persistente hambruna, la crisis
financiera, la peste y sus hondas consecuencias demográficas, la instalación del papado en
Aviñón, el estallido de la Guerra de Cien Años y el agudo malestar que precipitó rebeliones
urbanas y campesinas. Sin embargo, aunque se las suele registrar, hay dos circunstancias
principalísimas cuya participación en este cuadro general de la época no se destaca de
manera conveniente y cuyo íntimo parentesco habitualmente queda inadvertido: el
florecimiento de la mística y el avance del nominalismo.
Por cierto, tanto el nominalismo cuanto la mística contaban con una prolongada tradición que
abarca buena parte del período medieval. El primero había estado presente en todos los
vericuetos relacionados con el problema de los universales, cuyo remoto punto de partida era
el Isagoge de Porfirio, un texto griego del siglo III traducido al latín por Boecio, que habría
de engendrar largos conflictos a partir del siglo XI, por obra de Berengario de Tours y de
Roscelino. La segunda se había nutrido en el Corpus Dionysiacum, acaso redactado en las
postrimerías del siglo V, que a partir de su introducción en la Europa occidental había

66
ejercido gran influencia en Erígena y en la escuela de Saint Víctor. No obstante, estas dos
líneas de pensamiento sólo alcanzarían manifiesto predominio en el curso del siglo XIV. Por
una parte, el franciscano Guillermo de Occam logró consolidar una doctrina que corroía la
autoridad, hasta entonces casi incuestionable, del realismo escolástico. Por la Otra, el
surgimiento de varios centros de irradiación fomentó la difusión de una vasta marca de
misticismo que culminaría en la España del siglo XVI: en Alemania, la presencia de Eckhart,
Taulero y Suso, juntamente con la composición de la Theologia Germánica y, mucho más
tarde, con la poesía de Angelus Silesius; en Flandes, la obra de Ruysbroeck; en Inglaterra, la
producción de Richard Rolle, de Lady Julián of Norwich, de Walter Hilton y, en especial, del
anónimo traductor del Pseudo Dionisio quien, además, redactó The Cloud of Unknowing.
Con respecto a la acción concertada que desarrollaron ambas fuerzas en las transformaciones
intelectuales, corresponde destacar que cada una por su lado minó los fundamentos del
sistema que se había construido laboriosamente hasta culminar en Tomás de Aquino. El
nominalismo de Occam disgregaba la unidad del pensamiento cuya cohesión y supremacía
radicaban en la teología y, por consiguiente, fomentó la autonomía de la especulación
filosófica y favoreció el afianzamiento de una actividad científica en cierne. El misticismo, al
insistir en forma teórica o práctica en una relación directa del hombre con lo divino,
perturbaba la función mediadora de la Iglesia y promovía una suerte de individualismo
religioso. De tal modo, las dos corrientes se insertaban en el conjunto de factores que estaban
operando como elementos de cambio.
Si bien la mística y el nominalismo medievales tenían —según quedó señalado— orígenes
independientes, su parentesco e inclusive sus diferencias pueden comprobarse en relación
con un mismo texto, en el cual se planteaba una dificultad de índole lingüística cuyas
proyecciones habrían de resultar decisivas en la configuración del pensamiento moderno. Se
trata de la Teología mística, del Pseudo Dionisio, en la que se declaraban las insuficiencias de
la materia verbal para enunciar los atributos de Dios. El centro de esta breve y medulosa
argumentación se halla en un párrafo de su capítulo III, destinado a esclarecer la naturaleza
de las "teologías negativas":

Cuando nos disponemos a ingresar en la Nube que está más allá de lo


inteligible, ya no se requiere ni siquiera concisión sino más bien una
cesación absoluta de la palabra y del pensamiento. Nuestro discurso
aumenta de volumen a medida que desciende de lo superior a lo inferior y se
aleja de las alturas. En cambio, cuando ascendemos de lo inferior a lo
trascendente y a medida que nos vamos acercando al punto culminante, el
caudal de nuestras palabras se reduce, hasta llegar al último término del
ascenso en el que nos quedamos enteramente mudos y plenamente unidos a
lo Inefable.62

62
Para la presente interpretación, seguimos en líneas generales la lectura de Maurice de Gandillac en su versión
de las Oeuvres completes clu Pseudo-Denys l'Aréopagite; París, Aubier, 1943; pág. 182. Para el texto griego
completo de la Teología mística, con traducción española y comentario crítico, véase Cuadernos de filosofía,
número 9, enero-junio de 1968; págs. 91-125. Por lo demás, ya Gregorio Niseno y otros teólogos tempranos
habían advertido la falacia de "nombrar lo divino"; al respecto, véase Vladimir Lossky, Essai sur la théologie
mystique de l'Église d'Orient; París, Aubier, 1944; especialmente pág. 31.

67
Sin duda, en este punto confluyen mística y nominalismo, en su crítica del lenguaje como
medio insatisfactorio para transmitir una medida razonable de conocimiento. Para la primera,
tal como lo expresa el Corpus Dionysiacum, los "nombres divinos" sólo son aptos para
mentar indirectamente los atributos de Dios cuya naturaleza es, en última instancia,
absolutamente inefable. Para el segundo, las palabras no constituyen más que flatus vocis
—"emisiones vocales"— cuya aptitud para designar la realidad es totalmente arbitraria. Por
consiguiente, en ambos casos se manifiesta una reserva fundamental con respecto a la
materia verbal.
En cambio, la diferencia entre mística y nominalismo no sólo radica en el objeto de co-
nocimiento —Dios, para una; la estructura del cosmos, para el otro— sino también en la
importancia que posee el lenguaje para el desenvolvimiento de sus respectivas áreas. La
ineficacia de las palabras no menoscaba en absoluto al místico en su proyección hacia la
divinidad; simplemente lo limita en la capacidad de transmitir su experiencia; en
consecuencia, no declara que su meta sea inalcanzable o arbitraria, sino meramente que es
inefable o, en todo caso, que sólo admite ser expresada por medio de tropos. Por contraste, el
nominalista se siente hondamente perturbado, por su propio descubrimiento, en la tarea de
ordenar los datos que su experiencia ha recogido en el mundo, pues tal ordenamiento es
lingüístico y, como inevitable derivación de ello, resulta arbitrario. De aquí se siguen dos
actitudes opuestas en relación con el silencio: el místico lo asume como el más perfecto
testimonio de sabiduría, en tanto que el nominalista —a través de su estrecha vinculación con
el desarrollo del pensamiento filosófico y científico— va a librar en los tiempos modernos
una desesperada batalla en el intento de superarlo.

2. Reivindicaciones Del Silencio


Sea como fuere, desde el Renacimiento existe cierta especie de articulación entre mística y
filosofía, con respecto a la dificultad que entraña el lenguaje. No en vano las dos
consideraciones se entrelazan en el punto de partida que nos ofrece la obra de Nicolás de
Cusa. Este pensador fue un heredero inmediato y directo de los místicos alemanes que
vivieron en el siglo XIV y, al mismo tiempo, en el curso de sus reflexiones habría de contri-
buir en forma significativa a la indagación del problema gnoseológico con una óptica que se
aproxima al nominalismo. 63 Desde los comienzos, sus especulaciones se nutren en las
enseñanzas del Corpus Dionysiacum, cuyo impacto en De docta ignorantia se manifiesta de
modo harto revelador; buena parte del texto está destinada a comentar y ratificar la doctrina
enunciada en la Teología mística. La idea principal parece consistir en que los "nombres di-

63
Nicolás de Cusa escribe: "Los géneros y las especies, en la medida en que son el objeto de denominaciones
verbales, son seres de la razón que ésta ha elaborado a partir de las relaciones de semejanza y diferencia
extraídas de la realidad". En una nota, Maurice de Gandillac afirma que este pasaje, pese a su aspecto, no debe
ser interpretado como una declaración nominalista; sin embargo, el mismo comentarista agrega de inmediato
que tampoco dicho texto admite ser considerado como manifestación de realismo, en virtud de que no expresa
la adecuación del lenguaje a la realidad sino únicamente un intento "de reconstruir en forma conjetural una
realidad en sí misma inabarcable" (insaisissable) para la razón humana. Al respecto, véase Oeuvres choisies de
Nicolás de Cues, traduction et préface de Maurice de Gandillac; París, Aubier, 1942; págs. 256-257.

68
vinos" poseen un valor puramente tropológlco, cuya justificación debe centrarse en el hecho
de que proveen al hombre de un vocabulario para referirse a Dios en términos humanos. Pero
la finitud de nuestra condición nos impide emplear un lenguaje literal que se refiera a la
infinitud divina. Allí radica fundamentalmente el misterio del dogma trinitario: facilita a
nuestras limitadas facultades un acceso necesariamente imperfecto para concebir cierta
relación que en sí misma trasciende cualquiera de las interpretaciones propuestas. De manera
análoga, "el gran Dionisio afirmaba que Dios no era ni verdad, ni inteligencia, ni nada que
pueda expresarse con palabras",64 puesto que en nuestro lenguaje todo atributo está en cierto
modo condicionado por su contrario —la luz por la tiniebla, y así sucesivamente—, en tanto
que las cualidades divinas son absolutas y no admiten ningún juego de oposiciones; aceptar
ese juego supondría convalidar una polaridad maniquea en que lo demoníaco se mostraría en
condiciones de rivalizar con lo divino. Además, desde una perspectiva específicamente
filosófica, "nada puede ser lo contrario de la infinitud que no es factible nombrar; la infinitud
no es un todo al que sea dable oponerle su parte; tampoco es lícito desgajarle una parte; la
infinitud no es ni grande, ni pequeña, ni nada de cuanto tiene nombre debajo del cielo o
encima de la tierra". 65 En sentido estricto, es imposible hablar de Dios en términos
afirmativos; sólo "al negar y abolir progresivamente toda la determinabilidad propia del
saber y de su objeto finito, llegamos con ello al ser y a la determinación del contenido de lo
absoluto".66
No obstante, a medida que el pensamiento de Nicolás de Cusa se desarrolla hacia su completa
y original maduración, los términos de su enunciado progresivamente se invierten: puesto
que el conocimiento del Creador está vedado al hombre, es indispensable cumplir el
recorrido especulativo hacia Dios a partir de las criaturas que prestan testimonio sensible de
Su presencia en el mundo; el estudio científico de la realidad empírica se convierte en un
camino de acercamiento a lo divino; observar la naturaleza y descubrir sus leyes es la única
vía de que podemos disponer, según ya se desprende del tratado De coniecturis. Por lo tanto,
es indispensable elaborar un método que nos lleve del dato aislado al principio racional que
sirva para explicar el ordenamiento del cosmos y que nos aproxime a la intelección de Dios
por obra de una gradual reconciliación de los hechos finitos en la unidad que les dio origen.
De este modo, el Cusano prefigura la dialéctica hegeliana, al proyectar un itinerario que nos
ha de conducir de la complejidad que exhibe el mundo percibido por los sentidos a la unidad
sustancial que posee la concepción divina. Sin embargo, Nicolás de Cusa advierte con
notable lucidez que en este proceso cognoscitivo la "realidad" del mundo se transforma en
"percepción" sensoria y, finalmente, nuestro entendimiento se maneja con "signos". Hay,
pues, una inevitable mediatización entre los hechos examinados y el lenguaje que utilizamos
para comprenderlos. En definitiva, sólo podemos pensar con ayuda de abstracciones que
irremediablemente nos distancian de lo concreto. El saber humano, en consecuencia, no

64
De docta ignorantia, I, 26. Seguimos la traducción de Nicolás de Cusa, De la docta ignorancia; Buenos
Aires, Lautaro, 1948.
65
De visione Dei, XIII. Véase Oeuvres choisies de Nicolás de Cues, pág. 403.
66
Ernst Cassirer, El problema del conocimiento en la filosofía y en la ciencia moderna, I; México, Fondo de
Cultura Económica, 1953; pág. 65. En este trabajo y también en Individuo y cosmos en la filosofía del
Renacimiento (Buenos Aires, Emecé, 1951), Cassirer otorga al Gusano un papel de capital importancia en la
formación del pensamiento moderno. Análoga relevancia le atribuye Bernhard Groethuysen, Antropología
filosófica; Buenos Aires, Editorial Losada, segunda edición, 1975; págs. 231-245.

69
puede desembarazarse de cierto matiz condicional, de cierta cualidad hipotética; y
simultáneamente, por más que el hombre avance en su empresa intelectual, siempre ha de
subsistir el conflicto originado en que ve la creación no como acto creador (natura naturans)
sino como cosa creada (natura naturata);, de esto se desprende que no logrará captar con
plenitud la unidad de propósito, en razón de que tendrá que iniciar su búsqueda en la variedad
de manifestaciones que se proponen a su observación. Pero al mismo tiempo, a medida que
en el curso de los años el filósofo fue progresando en el desenvolvimiento de su sistema,
mayor importancia cobró en su doctrina el papel de las matemáticas como lenguaje que logra
superar las imperfecciones del discurso, con lo cual se estaba anticipando a Descartes,
Spinoza o Leibniz y barruntaba el intento de escapar a las ambigüedades del habla cotidiana
que habría de explorar la lógica simbólica. Estas apreciaciones rápidas están muy lejos de
ofrecer una síntesis satisfactoria de la senda que se puede trazar a lo largo de la producción
del Cusano, pero acaso resulten suficientes para sugerir el parentesco que ha existido en los
tiempos modernos entre mística y pensamiento científico desde sus orígenes, a la vez que
señalan algunos de los problemas lingüísticos capitales que ambas corrientes deberían
afrontar en los siglos venideros.
Con respecto a la mística, es sintomática la importancia que adquiere como expresión
literaria. Aunque no cesa la producción de tratados doctrinales, el aspecto que se revela más
vital es el poético. Tal fenómeno alcanza su punto culminante, fuera de toda duda, en la obra
de San Juan de la Cruz. La causa de este proceso es fácilmente comprensible. En la medida
en que la influencia del Corpus Dionysiacum hace notoria la ineficacia de la demostración, la
tendencia especulativa —predominante en la Edad Media— queda relegada a un plano
subsidiario, como mera justificación teológica del lenguaje poético; en cambio, éste irrumpe
con extraordinaria fuerza en virtud de su capacidad connotativa, de su índole tropológica: la
poesía permite el uso de las palabras para hablar de otra cosa, para sugerir por medio de
enunciados verbales aquello que resulta imposible de denotar; es, a su modo, la única forma
de que dispone el hombre para no quedar atrapado en el silencio. Por lo demás, no debe
suponerse en modo alguno que la relación mística con la divinidad necesite ser declarada, ya
que su mayor perfección —según observa Ruysbroeck— consiste en sumergirse en "ese
oscuro silencio en que se pierden todos los amantes".67 De manera bastante similar, el mismo
San Juan de la Cruz, en su comentario del Cántico espiritual, cita acerca de las revelaciones
místicas lo que San Pablo dice en la segunda epístola a los corintios, XII, 4: "Oí palabras
secretas que al hombre no es lícito hablar".68 Pero la apoteosis del silencio se da en Ángelus
Silesius, quien en su Cherubinischer Wandersmann no cesa de repetir que es necesario callar
para que pueda escucharse la voz de Dios. 69 Con parecida disposición, Hooker escribe:

67
Seguimos la traducción inglesa de Eric Colledge, en Jan van Ruysbroeck, The Spiritual Espousals; Londres,
Faber, 1952: pág. 190. También Taulero subraya el valor místico del silencio; al respecto, véase la antología
comentada de Giovanni María Bertin, / mistici medievali; Milán, Garzanti, 1944; págs. 110-111. Ya en el siglo
XI hallamos en San Pedro Damián un elogio del silentium loquendi magister.
68

69
Las referencias al silencio en el Cherubinischer Wandersmann son múltiples; dos de ellas resultan
especialmente ilustrativas en el presente caso. Una dice: "Se habla al callarse. Hombre, si quieres experimentar
el ser de la eternidad, es necesario en consecuencia privarte de toda palabra" (II, 68). La otra declara: "Cuando
piensas en Dios, lo oyes en ti mismo. Si tú no hablas y permaneces quieto, Él seguirá hablando incesantemente"
(V, 330). Al respecto, véase Ángelus Silesius, Pélerin chérubinique: Cherubinischer Wandersmann,
traducción, prefacio y comentario de Henri Plard; París, Aubier, 1946; págs. 120 y 296.

70
"Nuestra más adecuada elocuencia acerca de Ti es el silencio".70 Por lo demás, todo lenguaje
místico corre un grave riesgo de cristalizarse o desgastarse en la utilización religiosa
institucionalizada. A ello se refiere, tal vez, Simone Weil cuando habla de una indispensable
purificación que nos libre del peso intelectual que se ha acumulado en nuestra relación con lo
divino y tal es el significado que corresponde atribuir a su paradójica afirmación de que el
ateísmo es "un equivalente" de esa purificación; a menudo, en nuestro tiempo los pensadores
independientes en quienes opera la fe hacen referencia al "ateísmo" y a la "muerte de Dios"
como expresiones dirigidas a enjuiciar una imagen divina excesivamente condicionada por el
lenguaje, que se ha dilapidado en constreñir lo inefable en un espacio verbal.71 El "silencio" y
la "noche" como formas negativas del conocimiento que se desprende de la relación con Dios
son, asimismo, subrayadas por Rudolf Otto en Das Hei Hge,72 obra que sin duda ejerció
influjo en las preocupaciones cinematográficas de Ingmar Bergman, tan apasionado por el
hecho de que "el silencio de Dios" consiste en que el género humano se muestra incapaz de
callar para oírlo. 73 Pero si se pretende manifestar el conocimiento místico, ello sólo es
posible a condición de abandonar la discursividad y el empleo literal de las palabras; es decir,
se debe apelar a la poesía.
Según quedó señalado, se podría argüir que el problema del nominalismo, en la filosofía
moderna, sigue una dirección paralela al debate sobre misticismo, pero en sentido opuesto:
ligado al pensamiento científico, no pudo menos que reconocer las limitaciones del lenguaje
pero se vio obligado, en una búsqueda angustiosa, a descubrir alguna manera de superar esta
dificultad que cuestiona la aptitud de todo enunciado para introducirse plenamente en el
conocimiento de la realidad. En la medida en que la ciencia ha demostrado su capacidad
operativa a partir de la consolidación misma del nominalismo, se ha tornado urgente
fundamentar teóricamente su eficacia, sin que sea posible —como es inherente a este tipo de
pensamiento— apelar a razonamientos que excedan los límites del nivel empírico o que
desconozcan la arbitrariedad del sistema lingüístico. Ello ha determinado que la herencia del
nominalismo tenga una activa y compleja historia que culmina en las intrincadas
elucubraciones de la epistemología contemporánea, tal como se manifiesta en Bertrand
Russell, en Carnap, en Reichenbach ó en Ayer, entre muchos otros. Esta prolongada contien-
da, librada especialmente en el área del formalismo lógico, se ha desenvuelto a lo largo de
una serie de etapas que han tenido considerable gravitación en la evolución general de la
filosofía moderna, y en el curso de estas sucesivas acciones se han producido marchas y
contramarchas destinadas a tomar por asalto la elusiva realidad, en lo posible sin incurrir en
70
Citado por William Ralph Inge, Christian Mysticism; Londres, Methuen, 1948; pág. 111.
71
Cf. Simone Weil, La gravedad y la gracia; Buenos Aires, Editorial Sudamericana, 1953; pág, 192. Acerca de
la "muerte de Dios" en el pensamiento de Nietzsche, Heidegger propone un análisis muy sugestivo en su ensayo
incluido en Holzwege; por lo demás, A. de Waelhens, en La filosofía de Martin Heidegger (Madrid, C.S.I.C.,
1952), pág. 362, anota que el autor de Sein und Zeit "ha comprendido perfectamente" que "una filosofía
colocada por entero bajo la dependencia de la negación de Dios [como es el caso de Nietzsche] es una filosofía
que continúa a su manera suspensa del problema de Dios".
72
Para la traducción española, cf. Rudolf Otto, Lo santo; Madrid, Revista de Occidente, 1925; págs. 94-95.
73
Sobre este aspecto de la obra de Bergman, referido al vínculo que se establece entre el hombre y lo divino,
puede consultarse Arthur Gibson, El silencio de Dios; Buenos Aires, Ediciones Megápolis, 1973. También es
posible ver dos notas nuestras: "El tras-fondo religioso de Ingmar Bergman", en Sur, número 324, mayo-junio
de 1970, págs. 102-105; y "Elocuencia de la noche y del silencio", en la sección literaria de La Gaceta de San
Miguel de Tucumán, domingo 4 de abril de 1976.

71
especulación metafísica. Esas etapas, que Leszek Kolakowski en su estudio sobre la doctrina
positivista presenta como una continuidad, abarcan desde el pensamiento de Occam hasta la
actual filosofía del análisis lógico, incluidos los capítulos intermedios del empirismo inglés,
del positivismo del siglo XIX y del pragmatismo norteamericano.74 Además, esta orientación
ha tratado, en los últimos tiempos, de ampliar el campo de sus investigaciones a través de
ciertas especialidades, como la lógica simbólica y la semántica. Sin embargo, el debate
lingüístico dentro de este proceso se ha concentrado principalmente en el período más
reciente por obra del empirismo lógico, a partir de los aportes realizados a fines de la centuria
pasada y a comienzos de la nuestra por Gottlob Frege, Bertrand Russell y G. E., Moore. El
principal centro de irradiación, en tal debate, lo constituyó el Círculo de Viena, que ha tenido
continuadores en los Estados Unidos y en otros países; pero quizá la figura más interesante y
compleja—a la vez que la más sugestiva para el enfoque presente— fue Ludwig
Wittgenstein, pensador independiente y original cuyo único trabajo publicado en vida, el
Tractatus logico-philosophicus, apareció en 1921. Según esta obra, sólo es posible pensar
aquello que se enuncia por medio del lenguaje y un empleo adecuado de éste permite la ex-
ploración lógica de la forma en que se estructura la realidad fáctica. Más allá de tal conoci-
miento, poco hay que tenga razonable sentido, de modo que este famoso ensayo concluye
con una terminante afirmación: "De lo que no se puede hablar, mejor es callarse".75 Por
añadidura, dicho aforismo aparece ya anticipado en el prólogo del Tractatus: "Todo aquello
que puede ser dicho, puede decirse con claridad; y de lo que no se puede hablar, mejor es
guardar silencio". Este criterio fue recogido con entusiasmo por los integrantes del Círculo de
Viena y sus discípulos, quienes señalaron un amplísimo campo de especulaciones que no
admite exigencias lingüísticas tan rigurosas y que, por ende, debería llamarse a silencio: la
metafísica, la. religión, la poesía, la filosofía de la historia, la ética, la política. No obstante,
llevado hasta sus consecuencias últimas, el alcance de esta doctrina es devastador, tal como
ha puntualizado Kolakowski en su ensayo sobre ideología del racionalismo: puesto que
buena parte de nuestro trato con el mundo escapa al ámbito restringido que el empirismo
lógico reconoce al uso verbal significativo, en la práctica tendríamos que resignarnos a un
silencio casi absoluto.76
Por otra parte, aunque tenga un valor apenas anecdótico, resulta curioso comprobar que
Wittgenstein, después de publicar su trabajo, exhibió una notoria parquedad por espacio de
treinta años, hasta el fin de su existencia; siguió elaborando sus investigaciones lingüísticas y
sus escritos tardíos revelan una óptica más flexible, pero rehuyó la difusión de tales estudios,
sólo aparecidos después de su muerte. Al respecto, Fredric Jameson, en The Prison-House of

74
Leszek Kolakowski, Positivist Philosophy f rom-Hume to the Vienna Circle; Londres, Penguin Books, 1972;
passim.
75
Para el texto alemán con traducción española, véase Ludwig Wittgenstein, Tractatus logico-philosophicus;
Madrid, Revista de Occidente, 1957; pág. 191.
76
Leszek Kolakowski, Tratado sobre la mortalidad de la razón; Caracas, Monte Ávila, 1972; págs. 262-263.
Por lo demás, las intrincadas búsquedas lingüísticas que realizó esta corriente filosófica están ligadas, en última
instancia, a qué se entiende por "significado"; la cuestión ha sido expuesta por Gilbert Ryle en su ensayo "The
Theory of Meaning", reproducido en la antología que compiló Max Black, The Importance of Language;
Englewood Cliffs, Prentice-Hall, 1962; págs 147-169. También Fredric Jameson, en The Prison-House of
Language (Princeton University Press, 1972), pág. 29, puntualiza que el problema surge como consecuencia de
que estos pensadores concibieron las palabras como símbolos, a diferencia de lo que habría de proponer
Saussure cuando encaró el lenguaje como sistema de signos.

72
Language, compara esta actitud con la de Saussure, cuya revolución lingüística se debió a la
paciente reconstrucción póstuma de sus cursos; con la de Valéry, que marginó la poesía por
largo tiempo para consagrarse a las matemáticas; con la de Kafka, que recomendó a su
albacea literario destruir sus manuscritos; con la de Hofmannsthal, que abandonó la lírica a la
edad de veinticinco años. En opinión de Jameson, todas estas relevantes ilustraciones de
silencio dan testimonio de que en la época actual se ha producido "una especie de fractura
geológica en el lenguaje mismo" y de que nos hallamos en un período de transición "hacia
nuevos esquemas de pensamiento" cuyo impacto no sólo está llamado a afectar la
terminología heredada sino inclusive la gramática y sintaxis tradicionales.77

3. El Silencio En La Palabra
Resulta una verdad de Perogrullo afirmar que el lenguaje es inherente a la tarea del escritor.
Pero en los últimos tiempos, sin dejar de escribir, el hombre de letras ha insistido con
frecuencia en que es necesario desechar las palabras, asumir el silencio. No se trata, pues, de
abandonar o eliminar la producción poética, según los ejemplos que propone Walter Muschg:
Shakespeare que decide retirarse de la composición dramática; Kleist que destruye el
manuscrito de Robert Guiscard; Gogol que intenta quemar la segunda parte de Almas
muertas.78 Nos referimos a quienes postulan en los textos mismos la inutilidad de su obra y
reconocen, tal vez con mucho mayor dramatismo, la muerte de lo que empero no cesan de
seguir haciendo. Es, más bien, aquello que Claude Mauriac denomina la "aliteratura
contemporánea" y que Roland Barthes ha caracterizado como "ese sabotaje turbulento de la
literatura, ese arte que tiene la estructura misma del suicidio y cuyo estilo es la manera de
existir de un silencio".79 Para adoptar el enfoque mencionado se requiere una conciencia de
qué es la materia verbal, lo cual significa saber en qué medida el lenguaje entraña la negación
de cuanto enuncia como realidad. Semejante apreciación difícilmente hubiera sido admitida
por los autores realistas del siglo XIX, que daban por supuesta la transparencia de las
palabras en su evocación material, social o psicológica del mundo.80 Para darse cuenta de
ello era indispensable reconocer la opacidad de la materia utilizada por el poeta, el ámbito
estricto en que se desenvuelve la composición, la transposición que sufre lo representado
—si acaso es representado— cuando se convierte en pura enunciación. Explícitamente, esto
sólo fue registrado en la plenitud de su alcance cuando Mallarmé declaró que su misión
consistía en donner un sens plus pur aux mots de la tribu. Ünicamente en ese momento se
torna manifiesta la actividad del escritor, en tanto su labor radica, antes que en cualquier otra
cosa, en un esfuerzo desarrollado a partir del empleo de los vocablos y de los recursos que le
proporciona el sistema en que éstos se estructuran. Tal como ha señalado R. P. Blackmur,

77
Fredric Jameson, op. cit., pág. 12.
78
Walter Muschg, Historia trágica de la literatura; México, Fondo de Cultura Económica, 1965; pág. 603.
79
Para la traducción española que seguimos, véase Claude Mauriac, La aliteratura contemporánea; Madrid,
Ediciones Guadarrama, 1972; pág. 13.
80
En el extremo opuesto, Kolakowski, en Tratado sobre la mortalidad de la razón, pág. 77, escribe: "no se
puede comparar el lenguaje con un cristal transparente a través del cual pudiéramos observar el reino 'objetivo'
de la realidad".

73
para la literatura moderna "el significado es aquello que el silencio logra cuando se introduce
en las palabras"; 81 o según el juicio de Erich Heller, las difíciles condiciones en que
Holderlin, Baudelaire y Rimbaud llevaron a cabo su labor les permitió advertir que en poesía
"la ausencia de la palabra por sí misma parece estallar en discurso sin quebrar el silencio".82
El punto de partida de este reconocimiento puede ubicarse en Une saison en enjer, cuando
Rimbaud anota: O pureté, pureté! C'est cette minute d'éveil qui m'a donné la vision de la
pureté! — Je ne sais plus parler! De algún modo, el mensaje se transmite a Hofmannsthal,
quien lo reelabora especulativamente en Ein Brief, cuando Lord Chandos explica en la
ficticia misiva a Francis Bacon las razones de su impotencia artística, originada en el hecho
de que ninguna lengua conocida le puede facilitar un instrumento adecuado para registrar esa
cualidad inefable que sólo es posible hallar en la realidad misma:

Quiero decir que la lengua en la cual me sería dado, quizás, no sólo escribir
sino también pensar, no es latín, ni inglés, ni italiano, ni español, sino una
lengua de la que no conozco ni una palabra, una lengua en la que me hablan
las cosas silenciosas y en la que algún día tal vez deba, desde el fondo de la
tumba, justificarme ante un juez desconocido.83

La ineptitud expresiva del lenguaje se ha convertido en una preocupación constante del


escritor actual y nuestra elección de unos pocos ejemplos ha sido guiada exclusivamente por
el grado conveniente de explicitación que ofrecen determinados pasajes. Karl Wofskelhl
dice, con absoluta desnudez: Das Wort, das Wort ist tot84 Juan Ramón Jiménez puntualiza:
"El poeta, en puridad, no debiera escribir, puesto que su mundo, lo inefable, lo condena al si-
lencio".85 Kafka sugiere que el silencio de las sirenas era un arma mucho más letal que su
canto y arguye que la utilizaron en el episodio de Ulises.86 T. S. Eliot nos recuerda en Burnt
Norton, V, versos 1-2 que la palabra proferida no puede escapar a la temporalidad (Words
move, music moves only in time); por contraste, en Ash Wednesday, V, versos 1-9 enfatiza el
valor místico que tiene el silencio como vehículo para expresar el Verbo inefable.87 Aldous

81
R. P. Blackmur, "The Language of Silence", en The Sewanee Review, LXIII, 3 (1955), pág. 403.
82
Citado por R. P. Blackmur, loe. cit., pág. 392.
83
Para la traducción española completa, véase Hugo von Hofmannsthal, "Carta de Lord Chandos", en Sur,
número 163, mayo de 1948, págs. 30-40. Para comentarios de este texto, véanse Walter Muschg, op. cit., págs.
604-605, y Hermann Broch, Poesía e investigación; Barcelona, Barral, 1974; págs. 199-205.
84
Citado en George Steiner, Language and Silence; Londres, Penguin Books, 1969; pág. 73.
85
Citado en José Ángel Valente, Las palabras de la tribu; Madrid, Siglo XXI, 1971; pág. 70.
86
Véase "El callar de las sirenas", en Franz Kafka, La muralla china; Buenos Aires, Emecé, 1953; págs. 81-82.
87
Sobre el silencio en T. S. Eliot, véase R. P. Blackmur, loe. cit., págs. 392-393. El silencio ya aparece
mencionado en The Waste Land, I, verso 41: the heart of light, the silence. Los términos son muy significativos
si se toma en cuenta la importancia que Eliot otorgaba, por contraste, a la novela de Joseph Conrad, The Heart
of Darkness, considerada como denuncia de la confusión y el desorden del mundo actual; al respecto cabe
consignar que de ella extrajo el primitivo epígrafe para The Waste Land, desechado por consejo de Ezra Pound,
y el epígrafe para The Hollow Men. Al menos; no parece casual la oposición entre "el corazón de la luz: el
silencio" y "el corazón de las tinieblas".

74
Huxley dedica un capítulo al silencio en The Perenniaí Philosophy. 88 Por fin, Christian
Morgenstern comunica su pensamiento sobre la poesía en esa insólita composición —por
llamarla de algún modo— que se titula "Fisches Nachtgesang", en la cual las sílabas (o acaso
las palabras) han sido sustituidas por meras indicaciones diacríticas de longitud o brevedad:
nada, al parecer, se puede enunciar; sólo es admisible la referencia que corresponde
interpretar como propia de un ritmo.89 Cabe preguntarse, por añadidura, si las rupturas en la
sintaxis de la oración y en la ilación del pensamiento o ciertos recursos afines incorporados
en la técnica del "monólogo interior", tan frecuentes en la literatura del siglo XX, no son
asimismo alusiones a la ineficacia de nuestro lenguaje en su intento de penetrar niveles
profundos de la experiencia.
Por lo demás, la cuestión ha trascendido las artes específicamente verbales y reaparece en el
teatro y en el cinematógrafo.90 Buena parte del diálogo en las piezas dramáticas de Ionesco
tiene por objeto "no decir nada".91 Pero quizás el autor que más interés ha demostrado en esta
verbalización del silencio es Samuel Beckett, tanto en sus novelas cuanto en sus obras para la
escena, al punto de que llegó a escribir una pieza muda, Acte saris paroles, como antes ya lo
había hecho de manera acaso todavía más agresiva Roger Vitrac, en Poison. Con respecto al
cine, José Ferrater Mora, en un par de epígrafes a libros suyos,92 ha sugerido certeramente la
atracción que Jean-Luc Godard siente por el lenguaje y que se torna harto significativa en el
cuadro XI de Vivre sa vie, cuando la protagonista observa:

Pero ¿por qué hay que hablar siempre? Opino que muy a menudo habría que
callarse, vivir en silencio. Cuanto más se habla, menos quieren decir las
palabras.93

También Ingmar Bergman ha considerado el problema., Resulta memorable la comunicación


que se establece, al margen de la significación verbal, entre el chiquillo que recorre el
laberinto de pasillos y el empleado del hotel, en El silencio. Además, Persona daría motivó
para amplias reflexiones sobre el mutismo que se adueña de la actriz, como respuesta al mun-
do en que le ha tocado vivir. En otro sentido, no debemos olvidar a Harpo Marx, cuyo

88
Aldous Huxley, The Perenniaí Philosophy; Londres, Chatto and Windus, 1946; págs. 247-250.
89
Remitimos a la edición del texto alemán con traducción inglesa de los Galgenlieder, en Christian
Morgenstern, The Gallows Songs; Berkeley y Los Angeles, University of California Press, 1964; pág. 30.
90
El aspecto dramático ha sido ampliamente comentado en Martin Esslin, The Theatre of the Absurd; Londres,
Eyre and Spottiswoode, 1962; passim. Este libro dedica especiales consideraciones al lenguaje de Beckett
(págs. 61-64) y de Ionesco (págs. 108-109 y 143-146), además de una apreciación general del asunto (págs.
295-299). El problema del silencio en el cine es examinado en el breve capítulo sobre "la devaluación del
lenguaje", en Amos Vogel, Film as a Subversive Art; Londres, Weidenfeld and Nicolson, 1974; págs. 106-107.
91
Sobre el silencio en Ionesco y Adamov, con transcripción de textos ilustrativos, véase George Steiner, op.
cit., págs. 73-74. También merece tomarse en cuenta el comentario sobre La cantatrices Chaussee y "la tragedia
del lenguaje", en Eugene Ionesco, Notes et contre-notes; París, Gallimard, 1962; págs. 155-160.
92
José Ferrater Mora, Indagaciones sobre él lenguaje; Madrid, Alianza Editorial, 1970; pág. 7; Las palabras y
los hombres; Barcelona, Península, 1972; pág. 7.
93
Jean-Luc Godard, Cinco guiones; Madrid, Alianza Editorial, 1973; pág. 171.

75
silencio a lo largo de toda su trayectoria fílmica operó como contraparte de la verborragia
casi maníaca que dominaba a cuantos lo circundaban.94 Pero muy pocos han tenido una
lucidez comparable a la de Antonin Artaud, cuando en Le thédtre et son double escribe sobre
el efecto perturbador que, a su juicio, tiene la expresión verbal en las representaciones:

Es necesario admitir que la palabra se ha osificado, que los vocablos, todos


los vocablos, se han helado y envarado en su propia significación, en una
terminología esquemática y restringida. [... ] La palabra sólo sirve para
detener el pensamiento; lo cerca, pero lo acaba; no es en suma más que una
conclusión.95

Todas las referencias precedentes destacan el silencio como alternativa del lenguaje literario.
Hay, no obstante, una posición aún más radical que postula toda expresión poética como una
forma de silencio; en el mejor de los casos como aquel silencio propio de la metáfora cuyos
enunciados sólo adquieren sentido en función de lo que no es posible explicitar. Tal actitud es
examinada por Maurice Nadeau en el conjunto de novelistas que a partir de la última guerra
mundial han cuestionado el ejercicio mismo de la narrativa: Georges Bataille, Maurice
Blanchot y Lois-René des Forést.96 De estos tres autores el que requiere mayor atención es
Blanchot, en virtud de que ha sido quien encaró con mayor rigor teórico el examen de la
cuestión, especialmente en sus páginas sobre "la literatura y el derecho a la muerte",
incluidas en La part du feu.97 Por debajo de su argumentación se percibe la subsistencia de la
concepción nominalista según la cual las palabras sólo nos proporcionan flatus vocis, sin que
haya un vínculo natural o necesario con la realidad. En su opinión, "Hólderlin, Mallarmé y,
en general, cuantos escribieron poesía cuyo tema era la esencia de la poesía advirtieron que el
hecho de nombrar es un fenómeno maravilloso pero inquietante". Para ser algo se requiere
tener realidad, pero por su misma naturaleza la escritura priva de realidad a lo mentado, de
modo que esto inevitablemente se convierte en nada. De ello se desprende que el lenguaje
siempre es hablar sobre nada, es intentar una declaración del mundo a través de una
mediación en el que éste se manifiesta como una ausencia. Cuanto escuchamos en el texto
literario es aquello que se presenta como un silencio de la existencia, como la pura ficción
conjurada por la materia verbal.
El enfoque de Blanchot nos introduce de manera directa en la principal preocupación que ha
dominado a lo largo de la obra de Borges, cuya producción ha sido motivo de tantas
indagaciones. La trayectoria íntegra de Borges parece centrarse en su explícita adhesión al
nominalismo, que formuló con rotundo convencimiento al afirmar que hoy día "nadie se
declara nominalista porque no hay quien sea otra cosa" (OI, 214). La proximidad de los dos
autores se advierte notoriamente cuando cotejamos un texto como "Borges y yo" (H, 50-51)

94
Cf. Susan Sontag/ Styles of Radical Will; Londres, Secker and Warburg, 1969; pág. 11.
95
Seguimos la versión española de Antonin Artaud, El teatro y su doble; Buenos Aires, Editorial
Sudamericana, 1971; pág. 120.
96
Maurice Nadeau, Le Román franjáis derruís la guerree; París, Gallimard, 1965 (Collection Idees); págs.
135-141 y 219-222.
97
Maurice Blanchot, La part du feu; París, Gallimard, 1949; págs. 303-345.

76
con estas observaciones de Blanchot:

Pronuncio mi nombre y es como si pronunciara mi sentencia de muerte; me


separo de mí mismo y dejo de ser mi presencia o mi realidad, para
convertirme en la presencia objetiva e impersonal de mi nombre, que está
más allá de mí y cuya petrificada inmovilidad hace las veces de una lápida
que descansa sobre el vacío.98

La idea central de Borges, elaborada principalmente en sus ensayos, consiste en que el


conocimiento discursivo es imposible: para ordenar los datos de nuestra percepción e inte-
grarlos en una imagen' del mundo, debemos acudir al lenguaje; pero la organización que nos
propone este instrumento deriva de su propia estructura y de su capacidad conceptualizadora;
por consiguiente, sólo obtenemos una configuración abstracta y arbitraria que se halla
irreductiblemente mediatizada de la realidad, tal como se demuestra en las páginas sobre el
idioma analítico de John Wilkins (OI, 139-144). Como consecuencia de este hecho, jamás el
hombre podrá hablar de la realidad porque su medio expresivo se apropia de cuanto ingresa
en su ámbito y lo convierte en ficción. La poesía, la filosofía e inclusive la ciencia tienen esto
en común: son manifestaciones diversas de un único campo significativo que se denomina
literatura y cuya sustancia siempre es fabulosa. Los géneros próximos a la metafísica son el
cuento y la novela; la historia no es más que una construcción verbal; abolir el pasado exige
apenas quemar los anales que lo registran. Sólo el presente fáctico, en su condición
inexpresable, puede ser considerado plenamente real. Por cierto, hay una alternativa que muy
frecuentemente surge en los cuentos de Borges: el conocimiento se da como una visión,
irracional e imprevistamente; pero el resultado de tal revelación súbita es incomunicable y,
por lo general, se da cuando el receptor está a punto de morir, incapacitado de transmitir a sus
congéneres el prodigioso descubrimiento.. Además, ¿vale la pena declarar lo que se ha
llegado a saber? En "La escritura del Dios" se nos propone una respuesta negativa:

Quien ha entrevisto el universo, quien ha entrevisto los ardientes


designios del universo, no puede pensar en un hombre, en sus triviales
dichas o desventuras, aunque ese hombre sea él. Ese hombre ha sido él y
ahora no le importa. Qué le importa la suerte de aquel otro, si él ahora es
nadie. Por eso no pronuncio la fórmula, por eso dejo que me olviden los
días, acostado en la oscuridad. (A, 123)

Por lo tanto, en Borges vuelven a reunirse los dos silencios que han recorrido, en la totalidad
de su trayectoria, la marcha del pensamiento moderno. De un lado está el silencio nominal, la
ineptitud del lenguaje para introducirse en la realidad; del otro, hallamos el silencio místico,
el carácter inefable que se desprende del trato con Aquello (o Aquel) que sustantivamente "es
lo que es". Quien habla no dice nada; a quien ha desentrañado la verdadera sabiduría sólo le
está permitido callar. La totalidad de las reflexiones humanas parece resumirse en las

98
Maurice Blanchot, op. cit., págs. 326-327.

77
palabras iniciales del mensaje taoísta: "Quien habla, no sabe; quien sabe, no habla".

4. Actualidad Y Permanencia Del Silencio


Sintetizado en estos términos, el pensamiento de Borges se inscribe en una de las mayores
preocupaciones intelectuales de nuestro tiempo, largamente abonada y prefigurada a través
de varios siglos. En la centuria actual, el tema ha sido presentado de innúmeras formas y ha
sido debatido con abundancia y minuciosidad, si bien cabe afirmar que no se ha llegado a una
solución definitiva. La controversia permanece abierta y es razonable sospechar que todavía
dará motivo a muchas instancias nuevas. Para señalar la amplitud y variedad de los aportes
ya realizados basta con enumerar unas pocas muestras de la reiterada y obsesiva
consideración del silencio: George Steiner es autor de dos trabajos fundamentales titulados
"The Retreat from the Word" y "Silence and the Poet", que se incluyen en su libro Language
and Silence; Susan Sontag ha escrito un panorama de "The Aesthetics of Silence", que
recogió en Styles of Radical Will; Max Picard expuso sus meditaciones en Die Welt des
Schweigens; Ramón Xirau reunió una serie de artículos suyos en Palabra y silencio; José
Ángel Valente se ha referido a la cuestión en sus observaciones sobre "la hermenéutica y la
cortedad del decir", incorporadas en Las palabras de la tribu; Roland Barthes encara "la
escritura y el silencio" en un capítulo de Le degré zéro de l'écriture; Hans Mayer inicia Zur
deutschen Literatur der Zeit con una extensa consideración del "hablar y enmudecer de los
poetas"; R. P. Blackmur es autor de una sólida indagación sobre "The Language of Silence";
Maurice Merleau-Ponty, en su ensayo sobre "Le langage indirect et les voix du silence",
anota que "todo lenguaje es indirecto o alusivo, es —si se quiere— silencio"; F. L. Lucas, en
tono rapsódico, elaboró un enfoque "Of Silence", que puede consultarse en sus Studies
French and English. A su vez, cada uno de estos aportes suele proporcionar no pocas
indicaciones bibliográficas adicionales. Es lícito preguntarse qué factores han inducido este
cúmulo de apreciaciones sobre los límites de la palabra y la vigencia del silencio. George
Steiner y Susan Sontag parecen convencidos de que el impulso se originó en las
circunstancias históricas que ha debido enfrentar el poeta y el pensador en el mundo de nues-
tros días. El primero de estos investigadores considera que varias fuerzas han concurrido a
engendrar la situación. Una de ellas es el abuso sufrido por el lenguaje, en el que hemos
pasado de victimarios a víctimas: una civilización de palabras termina por desvalorizar los
medios de expresión y comunicación y se convierte en una cultura "desconcertada"
(distraught). Además, han gravitado condiciones políticas adversas, en razón de las cuales el
poeta ha preferido "mutilar su propia lengua, más bien que dignificar con sus dones o con sus
indiferencias la falta de humanidad".99 Para Susan Sontag, el artista se halla en explícita
rebeldía contra "la vida disecada y parcelada de la mentalidad común" y, en virtud de ello, ha
tenido necesidad de "reclamar una revisión del lenguaje".100 Erich Kahler, en cambio, piensa
que asistimos a los efectos de una generalizada confusión que ha derivado hacia "modas
extravagantes" y hacia una desintegración formal de la expresión. 101 En conjunto, estas

99
George Steiner, op. cit., págs. 75-76.
100
Susan Sontag, op. cit., pág. 22.
101
Erich Kahler, La desintegración de la forma en las artes; México, Siglo XXI, 1969; pág. 91.

78
observaciones parecen sugerir que la raíz de la actualidad que tiene el debate debiera
buscarse en el agotamiento sufrido por un modo de pensamiento particular, por un
determinado lenguaje. Pero la solución no es tan simple, pues no deja de percibirse en las
diversas proposiciones una fundamental e irreductible polaridad. ¿Cuál es la crisis a la que
asistimos? ¿Está en cuestión el lenguaje, en sus aspectos esenciales y permanentes, o este
lenguaje, propio del ciclo histórico específico que denominamos "moderno"? Ambas
hipótesis cuentan con sus respectivos defensores.
Por una parte, la conciencia de los límites que tiene la palabra se ha agudizado por obra de la
revolución lingüística que desarrolló métodos intrínsecos para el estudio de la materia verbal.
Este proceso ha enfatizado el carácter arbitrario y abstractizante de nuestros recursos
expresivos y comunicativos., La clave de tal fenómeno debe explorarse en torno de una
observación capital de la doctrina que elaboró Saussure: "lo que el signo lingüístico une no es
una cosa y un nombre, sino un concepto y una imagen acústica".102 De ello parece inter-
pretarse que la realidad mentada por las palabras es ajena al sistema y, por consiguiente, el
valor referencial se halla condicionado. Esta frontera es insalvable como tal, de manera que
el margen de silencio es inherente a la naturaleza misma del lenguaje y así lo fue siempre. Por
la otra parte, se ha tratado de hallar algún tipo de salida que resuelva la oposición entre
lenguaje y realidad. En tal sentido, la dialéctica materialista ha cuestionado el residuo
idealista que subsiste, a su juicio, en la tradición nominalista e intentó algunas soluciones que
pueden seguirse a lo largo de un itinerario que llega hasta Materialismo y empiriocriticismo)
pero esta acción ha quedado muy debilitada, sea porque desde un punto de vista filosófico fue
atrapada en un callejón sin salida, sea por el dogmatismo que restringió las posibilidades
especulativas del área socialista a una mera exégesis de textos juzgados canónicos; a causa de
ello, en el período más reciente sólo se registraron contribuciones a veces nada desdeñables
pero, sin duda, fragmentarias, aisladas y a menudo sometidas a una grave presión del poder
político, como las de Adam Schaff, Karel Kosík y, durante su permanencia en Polonia, de
Leszek Kolakowski.103 Al margen de esta orientación, pueden mencionarse la originalidad y
102
Ferdinand de Saussure, Curso de lingüística general; Buenos Aires, Editorial Losada, 1945; pág. 128.
103
Conviene señalar que, según los pensadores más independientes que han actuado en esta corriente, Marx se
encaminaba —al menos en sus escritos juveniles— hacia una teoría en la cual la praxis tenía que operar como
vía dialéctica para la superación del conflicto entre realismo y nominalismo; al menos, en tal sentido apunta el
ensayo "Carlos Marx y la definición clásica de la verdad", en Leszek Kolakowski, Tratado sobre la mortalidad
de la razón, págs. 63-98. Sin embargo, estos trabajos iniciales permanecieron inéditos hasta 1932. Mientras
tanto, dicha salida quedó cerrada cuando Lenin, en Materialismo y empiriocriticismo, actualizó la vieja
contienda y denunció al nominalismo en nombre de la restauración metafísica del realismo, ahora sustentado en
un fundamento materialista (por oposición al de origen idealista, que procedía de Platón). Tal es,
presuntamente, lo que se puede entresacar de la afirmación que hace Lenin cuando sostiene que la propiedad
específica de la materia consiste en ser una realidad objetiva independiente del sujeto que la conoce (y, por
ende, real inclusive al margen de la praxis humana o de toda dialéctica cognoscitiva, premisas que eran
insoslayables si se pretendía mantener la coherencia del sistema); al respecto, cf. Gustav A. Wetter, Dialectical
Materialism (Londres, Routledge, 1958), pág. 118. Ello estimuló un riguroso dogmatismo del que resultó víc-
tima el pensamiento filosófico del área socialista. El callejón sin salida en que se introdujo Lenin ha sido
reconocido por algunos filósofos marxistas de la Europa occidental; tal es el caso del italiano Guido David Neri,
en Praxis y conocimiento (Caracas, Tiempo Nuevo, 1970), quien 'subraya los contrasentidos (sic) en que
incurre Lenin (pág. 143) y el estéril escolasticismo (sic) que ello trajo aparejado (pág. 225). Asimismo, no
deben omitirse los esfuerzos un tanto desesperados de Adam Schaff para justificar a Lenin, en Lenguaje y
conocimiento (México, Grijalbo, 1967), pág. 225. De paso, vale la pena recordar las observaciones que Simone
Weil formula desde otro punto de vista intelectual, en un comentario sobre Materialismo y empiriocriticismo
que publicó en 1933 y que fue recogido en el volumen titulado Oppression et liberté (París, Gallimard, 1955),

79
empuje que exhibe Gastón Bachelard en La philosophie clu non y el significativo estudio de
Umberto Eco, La struttura assente. Por último, sin renunciar al matiz nominalista que deriva
de concebir la filosofía como "crítica del lenguaje", el nuevo empirismo que en el curso de
nuestro siglo ha florecido especialmente en los países anglosajones también ha tratado de
perfeccionar métodos que conduzcan a la máxima reducción posible del hiato que separa los
enunciados de la realidad, en particular a través de un sostenido asedio de lo que estos
pensadores denominan "significado"; sus consideraciones suelen ser bastante intrincadas y
sus resultados se hallan sujetos a discusión y revisión constantes, pero al margen de tales
dificultades probablemente se trate del aporte más sostenido y minucioso para fundamentar
con el mayor rigor un compromiso entre las verificaciones operativas y las aspiraciones de
verdad que juegan en el desenvolvimiento de toda indagación científica.104
En suma, es evidente que el debate se halla muy lejos de haber quedado cerrado y parece
indudable que el problema de los límites y alcances del lenguaje —juntamente con la
significación e importancia del silencio— proseguirá suscitando en el futuro respuestas de la
especie más variada. Pero, como quiera que sea, la obra de Borges ha sido una contribución
singular y apasionada a esta búsqueda incesante que ha cumplido el hombre moderno en su
persecución de una clave que permita comprender y evaluar la naturaleza de nuestra relación
intelectual con la realidad.

págs. 45-53. Esta autora señala que Engels y Lenin sacrificaron las cualidades seminales de la dialéctica al
eliminar la acción del espíritu o sujeto consciente, de lo que resulta un determinismo naturalista en el que la
intervención de lo específicamente humano desaparece. Esto significa una negación de la libertad que, a juicio
de Simone Weil, contradice las intenciones de Marx.
104
Sobre esta corriente, véase la antología de A. J. Ayer, El positivismo lógico; México, Fondo de Cultura
Económica, 1965.

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