Documentos de Académico
Documentos de Profesional
Documentos de Cultura
Cuarenta años anduvo Israel por el desierto, cuarenta días estuvo Jesús en el desierto,
cuarenta días debemos como Iglesia vivir en el desierto. De lo que se trata, entonces, es de
una experiencia de desierto, bastante conocida en la tradición monástica y en la tradición
mística. Quisiera destacar algunas características de esta experiencia que nos ayuden a
cosechar muchos frutos del desierto (¡vaya paradoja!) al que estamos siendo llamados en este
tiempo cuaresmal.
2º El desierto es un lugar de paso: no se construye una casa en medio del mismo. Sería una
estupidez confundir el desierto con la Tierra Prometida. No estamos todavía en ella, sino que
como comunidad nos dirigimos hacia ella. Somos peregrinos, y en este peregrinaje debemos
llevar como posesión sólo aquellos bienes que no pueden ser ni robados por ladrones ni
carcomidos por polilla, bienes como perdón, misericordia, reconciliación, solidaridad, una
mirada benévola a nuestro mundo y un largo etcétera en esta dirección. Pregunta: ¿en qué
hemos puesto nuestro corazón? Pista: uno tiene puesto su corazón en aquello que gasta su
tiempo y dinero.
3º El desierto nos muestra con crudeza nuestra fragilidad, nuestra indigencia, nuestra
inconsistencia radical, nuestra transitoriedad, lo que nos debe llevar a reconocer nuestra
dependencia en una doble dirección: en relación a los demás y en relación a Dios. La
transitoriedad, que nos puede conducir a melancólicas reflexiones, en realidad nos invita a
valorar todos los momentos de nuestra existencia; nos lleva a considerar con agradecimiento
el milagro de existir y los dones (o maná) que diariamente recibimos. Nos debe llevar sobre
todo a confiar en Dios que nos salva de la transitoriedad y que nos invita a vivirla no centrados
en nosotros mismos sino vueltos hacia los demás. Pregunta: ¿Dejamos que Dios sea Dios o lo
acomodamos a nuestros intereses y expectativas?
4º Por último, considerar la ambigüedad del desierto, que puede ser ocasión de salvación o de
perdición, porque en él podemos encontrar a Dios pero también a los demonios. Desnudos y
frágiles en el desierto tenemos todavía la tentación absurda de creer que somos amos y
señores de nuestra vida de manera completamente independiente. Israel después de haber
encontrado a su Dios en el desierto sucumbió a la tentación de rechazo de Dios y de
autosuficiencia, por lo menos la primera generación. Jesús también enfrentó la tentación
demoníaca, ante la que salió victorioso por su inquebrantable fidelidad a su Padre. En nuestra
entrega a Jesús radica nuestro propio triunfo, pero hay una condición insoslayable: abandonar
lo secundario y dirigirnos al desierto, a la fabulosa aventura de la fe.