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A Patricia, mi compañera

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Agradecimientos

Agradezco a los editores de Doxa por permitirme reeditar aquí


“Wolff entre autoridad y Autonomía” y a los de Analisi e Diritto
por hacer lo propio con “La estructura del Conflicto entre Autori-
dad y autonomía”. Rodolfo Vázquez ha hecho posible que este
texto aparezca en Fontamara. Ricardo Caracciolo ha discutido
cada tesis, cada antítesis, hasta la extenuación. Rodrigo Sánchez
Brígido y Hernán Bouvier se prestaron a interminables noches de
debate y pusieron en cuestión cada una de mis ideas. Por ello, y
por todo lo otro, les estoy agradecido.

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Introducción

Toda mi vida me he preguntado si debo obedecer a los demás: a mis


mayores cuando era niño, a mis jefes en los diversos trabajos por los
que transité, a las autoridades en general. ¿Cuándo? ¿Bajo qué con-
diciones? Esta pregunta se hacía, se hace, acuciante en las situacio-
nes de desacuerdo, cuando pienso que lo que me mandan está mal,
que es inútil, inmoral o equivocado en algún otro sentido. En todo
caso tuve pronta conciencia del dilema de la autoridad: si lo que me
mandan está bien, entonces es redundante, pues ya debo hacer eso;
si lo que me mandan está mal, entonces es irrelevante, pues debo ha-
cer lo correcto. Por lo tanto, los mandatos son o redundantes o irre-
levantes: yo he de guiarme de acuerdo a mis propios criterios.
Tenía (mantengo) a la vez otra intuición, contradictoria: que
las autoridades son necesarias para organizar la vida social, con
esa tendencia al conflicto que la caracteriza. Por supuesto que la
vida en una sociedad sin autoridades, el ideal anarquista, siempre
se las arregló para poner esa intuición en cuestión. Pero a pesar
de todo persistía el argumento de la realidad: si todas las sociedades
existentes se organizan bajo el principio de autoridad, buenas ra-
zones ha de haber para ello.
Este trabajo es un esfuerzo por clarificar mis tempranas intuicio-
nes, depurarlas en ideas y ponerlas a dialogar con la tradición filo-
sófica. Analiza dos cosas. Primero la tesis anarquista de que existe
una contradicción conceptual entre autoridad y autonomía moral y
que como tenemos un deber moral superior de ser autónomos, no
tenemos razones serias para tomar enserio a la autoridad, que la
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práctica social de seguir autoridades es un yerro de proporciones,
que hemos de abandonar cuando seamos suficientemente lúcidos.
Segundo, la más influyente de las justificaciones contemporáneas
de la autoridad: la teoría de la autoridad como servicio de Joseph
Raz. Como suele suceder en filosofía, estas tesis no se pueden es-
tudiar fructíferamente, su valor de verdad no puede determinarse,
si no se desnudan sus presupuestos.
Lo primero que descubrí (y analizo en el primer capítulo de este
texto) es que quienes afirman o niegan la existencia del conflicto
muchas veces hablan cruzado pues suponen diferentes sentidos de
autoridad y autonomía. Es necesario, sostengo, distinguir entre au-
tonomía moral como autolegislación (nos damos a nosotros mis-
mos la ley moral, nuestra voluntad es legisladora) y autonomía moral
como juicio propio (juzgamos por nuestra propia cuenta el contenido
de esa ley). A su vez los mandatos pueden ser concebidos como ac-
tos de voluntad y la autoridad justificarse sobre bases voluntaristas
(la promesa, el consenso) o, por el contrario, concebirse sobre ba-
ses epistémicas, de modo que autoridad sería quien goza de mayor
conocimiento, tal que justifica la renuncia a juzgar por uno mismo
(de este modo, obedeciendo a la autoridad, tendríamos mayores
chances de actuar correctamente). No pretendo que la distinción
quede clara aquí, sólo indicar que quienes cómo Raz, adoptan una
concepción epistémica de la autoridad y de la autonomía, no pueden
responder a quienes adoptan concepciones voluntaristas. Una eva-
luación completa del conflicto ha de analizar todas las posibilidades.
La complejidad se agrava si tenemos en cuenta que estas ideas
son pasibles de diversas lecturas, concepciones. La idea de auto-
nomía como autolegislación es particularmente compleja. Distingo
y bosquejo tres concepciones presentes en la literatura: la volun-
tarista de Wolff, la constructivista de Rawls y Reath, y la realista
de Wood y Kain. No puedo explicarlas aquí, pero advierto que en
el texto sólo desarrollo la concepción voluntarista. Constructivistas
y realistas en última instancia sostienen concepciones objetivistas y/o
cognitivistas de la moral. Y si la moral es objetiva, entonces nues-
tra función principal a su respecto será conocerla, juzgar sobre su
contenido. De aquí que estas concepciones de la autonomía como
autolegislación bien pueden estudiarse, al menos en lo que hace a
sus consecuencias respecto del conflicto entre autoridad y auto-
nomía, bajo la idea de autonomía como juicio propio. Ello justifi-
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ca que aquí haya omitido los capítulos dedicados al estudio de
esas concepciones.
El trabajo contiene entonces un primer capítulo dedicado a estu-
diar la estructura del conflicto entre autoridad y autonomía, don-
de se analizan y fundamentan las categorías recién nombradas.
Propongo un conjunto de distinciones que demarcan la estructura
que considero adecuada para el examen de la tesis de la incompa-
tibilidad conceptual. Comienzo con un análisis de la concepción
estándar de la autoridad, i.e. la tesis de la diferencia práctica (corre-
lativismo). Distingo aquí dos versiones: la epistémica y la volun-
tarista. Reviso luego las dos concepciones ya nombradas de la
autonomía moral: juicio propio y autolegislación. Concluyo afir-
mando que debemos distinguir dos versiones de la tesis de la in-
compatibilidad conceptual: a) el conflicto es irresoluble porque la
autonomía requiere que siempre seamos los autores de las nor-
mas que hemos de obedecer mientras que la autoridad pretende
que su voluntad sea la fuente de tales normas, y b) el conflicto es
irresoluble porque la autonomía requiere que siempre actuemos
sobre la base de nuestro propio juicio moral respecto de qué razo-
nes categóricas deben guiar nuestra acción mientras que la autori-
dad pretende que renunciemos a las implicancias prácticas de
dicho juicio.
El capítulo dos evalúa el valor de verdad en la tesis de la contra-
dicción conceptual sobre la base de una concepción voluntarista de
la autonomía como autolegislación. Evalúa entonces la tesis soste-
nida por Wolff en In Defense of Anarchism. Lo hace a la luz de las
tesis, sostenidas por el mismo Wolff, en The Autonomy of Reason,
libro en el cual da cuenta de las razones por las que sostiene el vo-
luntarismo. Se muestra que Wolff adopta esta tesis como conse-
cuencia de su rechazo a la viabilidad de la pretensión kantiana de
fundar la ley moral sobre bases a priori. Considero que presentar
los argumentos de Wolff en contra de Kant es un buen medio tanto
para determinar los contornos de la concepción voluntarista de la
autonomía como autolegislación como para explicitar los compro-
misos que su adopción implica. Por último se intenta mostrar que
desde una concepción voluntarista de la autonomía como autole-
gislación no puede sostenerse coherentemente la tesis de la incom-
patibilidad conceptual entre autoridad y autonomía. Si la democra-
cia directa y por unanimidad es, como sostiene Wolff, un tipo de
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autoridad, entonces a partir del voluntarismo hay al menos un caso
en que podemos hablar con propiedad de autoridad legítima.
El capítulo tres evalúa el peculiar modo raziano de negar la
existencia de una contradicción conceptual: su teoría de la autori-
dad como servicio. Particularmente me centro en la posibilidad
de que la autoridad brinde un servicio epistémico. Para ello he
reconstruido primero las tesis razianas todo lo clara y minuciosa-
mente que he podido. Creo que ese esfuerzo puede ser útil para
lectores no familiarizados con el pensamiento de Raz. Pero ade-
más la tarea reconstructiva se justifica, de nuevo, porque permite
explicitar los presupuestos del pensamiento raziano, no fácilmen-
te identificables mediante la lectura directa de sus textos. Creo,
en todo caso que su lectura puede ser de provecho para cualquier
lector interesado en teoría del derecho y teoría política. En la se-
gunda parte ofrezco una evaluación sistemática del argumento ra-
ziano de la pericia como modo de fundar autoridades legítimas.
Pretendo demostrar categóricamente que debe ser abandonado.
Los capítulos uno y dos fueron previamente publicados en Ana-
lisi e Diritto y Doxa, respectivamente. El capítulo tres se presenta
aquí por primera vez. Fueron originalmente concebidos como par-
tes de un todo: mi tesis doctoral. Sin embargo, razones de diversa
índole, sobre todo el grado de maduración de las ideas contenidas
en cada capítulo, hicieron que no publicara en aquella oportunidad
el texto entero. Pero su lectura conjunta ilumina con mayor clari-
dad el problema, su desarrollo y lo que pude aportar acerca del de-
safío del anarquismo y la teoría de la autoridad de Raz. Ello justifi-
ca, creo, esta publicación. De los capítulos anteriormente
publicados sólo modifiqué las citas para unificar criterios y actuali-
cé la bibliografía. El lector sabrá obviar algunas redundancias efec-
to de las aclaraciones de contexto necesarias en su momento.

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El jefe supremo debe ser, sin embargo, justo por sí
mismo sin dejar de ser un hombre. Por eso esta ta-
rea es la más difícil de todas y su solución perfecta
es imposible.
Inmanuel Kant

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La estructura del conflicto entre autoridad
y autonomía

1. Escepticismo sobre la existencia de autoridades legítimas

En la filosofía política de cuño liberal es común afirmar que un


gobierno legítimo es aquel cuya autoridad pueden reconocer los ciu-
dadanos sin dejar de verse a sí mismos como agentes autónomos.
En otras palabras, el respeto de la autonomía de los individuos se
considera condición necesaria de la legitimidad de cualquier go-
bierno. Sin embargo la reflexión filosófico-política contemporánea
al surgimiento del estado moderno ya observaba que la concilia-
ción entre autoridad y autonomía es altamente problemática. En un
muy conocido pasaje de El Contrato Social, Rousseau sostiene:
«Encontrar una forma de asociación que defienda y proteja con
toda la fuerza común a la persona y los bienes de cada asociado,
y gracias a la cual cada uno, en unión con todos los demás, sola-
mente se obedezca a sí mismo y quede tan libre como antes. Éste
es el problema fundamental [...]» (Rousseau, 1996: 14).
Kant, por su parte, en sus cartas filosóficas, afirmaba que el
problema general de la sociedad política consiste en descubrir
cómo «combinar la libertad con una compulsión que sea sin em-
bargo consistente con la libertad universal y su preservación»
(Kant, 1986: 132).1

1 
La traducción es mía.

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En la primera Crítica encontramos afirmaciones del mismo
tono: «Una constitución de la máxima libertad humana según le-
yes que hagan que la libertad de cada cual pueda coexistir con la
de los otros es, por lo menos, una idea necesaria que se debe po-
ner por fundamento no solamente en el primer diseño de la cons-
titución de un estado, sino también en todas las leyes […]» (Kant,
2007: 396, B. 373).2
A pesar de ser frecuentemente considerado el problema central
de la filosofía política y de haber recibido la atención de gran nú-
mero de pensadores, no hay consenso respecto de su adecuada
formulación (ya que para ello se requiere previo acuerdo sobre el
significado y las implicancias de cada uno de los términos del
problema) ni de cuál sea la solución correcta. En la medida en
que ambas cosas dependen en alto grado de nuestras discutidas
concepciones metaéticas y, específicamente, de la posición que
adoptemos respecto de la naturaleza y la fuente de nuestros debe-
res, no resulta tan extraña la ausencia de acuerdo. Sí es descon-
certante, dado nuestro compromiso práctico con ambos conceptos,
el que haya posiciones plausibles que afirmen que el conflicto entre
autoridad y autonomía es irresoluble. De hecho, entre los teóricos
dedicados al estudio del problema de la normatividad del derecho
el escepticismo respecto de la existencia de una obligación de
obedecer el derecho goza hoy, si no de una posición dominante,
de una incuestionable carta de ciudadanía.3 Este rechazo varía en
intensidad de acuerdo a los fundamentos ofrecidos.
Tales fundamentos están en general vinculados a alguna forma
y a algún grado de desconfianza en la posibilidad de fundar auto-
ridades legítimas.4 Dentro de este espectro la posición más radical
es la del anarquismo filosófico a priori y autonomista.5 Esta pos-

2 
Por supuesto, para que estas citas sean atinentes debemos sostener, como sostie-
nen Kant y Rousseau, la existencia de un vínculo entre las nociones de libertad y au-
tonomía. La autonomía es una de las formas de la libertad.
3 
Ver, por ejemplo, M. B. E. Smith, 1973: 950-976; Raz, 1986, especialmente el
c. 4; 1979, especialmente el c. 12; y 2001, especialmente el c. 15; Simmons, 1979;
Caracciolo, 1997: 159-178; 2000: 37-44, y particularmente 1998: 6; Gans, 1992;
Greenwalt, 1987; Wolff, 1970.
4 
Para un análisis de la relación entre autoridad legítima y obligación (general) de
obedecer el derecho puede verse Edmundson, 2004: 215-259.
5 
Para un análisis de las diversas doctrinas anarquistas, (a priori vs. a posteriori;
basado en el valor de la autonomía, la comunidad o la equidad; filosófico o político,
etcétera) ver Simmons, 2001: 102-121.

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tura, sostenida por Robert Paul Wolff en In Defense of Anarchism,
afirma que las ideas de autoridad legítima y autonomía moral son
conceptualmente incompatibles. Según Wolff, dado que ambos
conceptos son contradictorios y que el concepto de autonomía
goza de preeminencia normativa en razón de su vínculo concep-
tual con nuestras ideas de moralidad y racionalidad,6 el concepto
de autoridad legítima resulta vacío: es imposible que haya algún
elemento perteneciente a esa clase. En consecuencia, sostiene,
ningún gobierno concreto puede ser legítimo ni ningún derecho
positivo ser obligatorio. Ningún gobierno, ni siquiera el democrá-
tico, puede generar obligaciones jurídicas que deban ser tenidas
en cuenta por agentes autónomos en sus razonamientos prácticos.
Nunca nadie que pretenda autoridad legítima será autoridad legí-
tima.7 Si éste es el caso entonces parece que sólo deberemos obe-
decer los mandatos de quienes pretendan autoridad en tanto su
contenido sea compatible con nuestra autonomía. Esto a su vez
implica que los mandatos en sí serán normativamente irrelevan-
tes. Es decir, supuesto el vínculo conceptual entre moral y auto-
nomía, para un agente autónomo será verdadera la paradoja de la
autoridad: si la autoridad manda lo que es correcto entonces es re-
dundante, si manda lo que es incorrecto entonces es irrelevante.8
En este trabajo propongo un conjunto de distinciones que de-
marcan la estructura que considero adecuada para el análisis del
conflicto entre autoridad y autonomía. Pongo en cuestión la com-
prensión hoy más aceptada de dicho conflicto, i.e. la reconstruc-
ción que hace Raz del desafío de Wolff en el sentido de que la au-
tonomía moral requiere que juzguemos por nosotros mismos
sobre cuestiones morales mientras que la pretensión típica de la
autoridad es que dejemos ese juicio de lado.9 Sostengo que ésta es

6 
Ver Wolff, 1970: 71-72.
7 
Ver Wolff, 1970: 18-19, 70.
8 
Al respecto puede verse Nino, 1970: 370. También Bayón, 1991: 604.
9 
«No one has brought out the problematic aspect of authority better than Robert
Paul Wolff in his In Defense of Anarchy […] Wolff insight was to see that the pro-
blem is not in the right to rule directly, but in the duty to obey the ruler which it
brings in its wake. The duty to obey conveys an abdication of autonomy, that is, of
the right and the duty to be responsible for one’s action and to conduct oneself in the
best light of reason. If there is an authority which is legitimate, then its subjects are
duty bound to obey it whether they agree with it or not. Such a duty is inconsistent
with autonomy, with the right and the duty to act responsibly, in the light of reason.
Hence, Wolff’s denial of the moral possibility of legitimate authority. This is the cha-

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sólo una de las formas del conflicto. Que la excesiva atención que
se le ha prestado ha opacado la otra: la idea de que la autonomía
moral exige que nosotros seamos los autores de las leyes que de-
bemos obedecer mientras que la autoridad pretende que tengamos
a su palabra (expresión de su voluntad) como fuente de tales le-
yes. Esto a su vez nos ha impedido tener una visión clara del con-
junto del problema y de sus posibles soluciones.
La estructura, i.e. el diseño del problema, depende del signifi-
cado que atribuyamos a los conceptos de autoridad y autonomía.
Por allí entonces ha de comenzar este estudio.

2. Autoridad

Conceptos básicos

La noción de autoridad legítima refiere primariamente al dere-


cho a mandar. Por esta idea por lo común se entiende el derecho
de una persona o un grupo de personas a dictar normas de con-
ducta vinculantes para los sujetos normativos incluidos en su al-
cance. Por otro lado, la idea de autoridad también refiere al dere-
cho (monopólico) a respaldar dichas normas con sanciones. En
general se entiende que el segundo derecho depende del prime-
ro. El monopolio de la fuerza legítima presupone la existencia
de normas positivas que requieren legítimamente cumplimiento.
Se amenaza con sanciones si no se cumple con las normas dicta-
das.10
Por ello aquí me centraré en el análisis de la autoridad como de-
recho a dictar normas. Si no existe tal derecho cabe entonces por
lo menos reformular la idea de un derecho a imponer sanciones.

llenge of philosophical anarchism» (Raz, 1990: 4). «[...] the principle of autonomy
entails action on one’s own judgment on all moral questions. Since authority some-
times requires action against one’s own judgment, it requires abandoning one’s mo-
ral autonomy» (Raz, 1979: 3). En el mismo sentido Bayón, 1991: 618-619.
10 
En contra, Ripstein, 2004.

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La concepción de la diferencia práctica

La concepción del derecho a mandar como el derecho a dictar


normas vinculantes es, por lo menos desde la modernidad, la do-
minante dentro de la tradición jurídica occidental. Lo que afirma
es que los mandatos pretenden generar normas genuinas y que los
mandatos de una autoridad legítima de hecho las generan. A su
vez esta concepción, a la que podemos denominar «tesis de la di-
ferencia práctica», entiende que una norma dependiente de la
existencia de un mandato de una autoridad legítima hace una di-
ferencia en el razonamiento práctico de otro, i.e. altera sus razo-
nes para la acción, ya que concibe a las normas como un tipo de
razones para la acción.11 Dentro de esta línea de pensamiento —a
la que también suele denominarse «correlativismo» por sostener
que un mandato de una autoridad legítima es correlativo a la pro-
ducción de un cambio en los deberes o las razones para la acción
del sujeto normativo— podemos citar muchos ejemplos. Así
Kant afirma que la autoridad es «la facultad de obligar a otros
simplemente mediante su arbitrio (el de quien tiene autoridad)»
(Kant 1996: 31; MC, 6: 224).12 Wolff, por su parte, nos dice:
«Authority is the right to command, and correlatively, the right to
be obeyed» (Wolff, 1970: 4). La definición de John Lucas, equi-
valente en términos sustantivos a la de Wolff, es particularmente
esclarecedora. Sostiene que «a man or body of men, has authori-
ty if it follows from his saying “Let x happen”, that x ought to
happen» (Lucas, 1966: 16). Raz nos ofrece una definición similar
pero en términos de razones para la acción. Su particular virtud
es que destaca que la autoridad en cuestión es autoridad sobre
personas: «x has authority over y if his saying, “Let y φ”, is a re-

11 
En la página 27 especificaré dos modos de concebir la idea de cambio de las ra-
zones para la acción y, por lo tanto, dos modos de concebir la tesis de la diferencia.
Aquí sólo me importa destacar que hay concepciones de la autoridad que no conci-
ben el derecho a mandar como la capacidad de realizar un cambio normativo o una
diferencia práctica relevante en el razonamiento categórico-práctico de los sujetos
normativos. Entre las más discutidas están la concepción de la autoridad como coer-
ción justificada ver Ladenson, 1980, y para la concepción de la autoridad práctica
como autoridad teórica sobre cuestiones prácticas, ver Hurd, 1991. No me detendré
en su estudio por razones de espacio y porque sin duda la concepción estándar es la
de la diferencia práctica.
12 
Lo agregado entre paréntesis es mío.

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ason for y to φ» (Raz, 1979: 12).13 La autoridad, señala Raz, es la
capacidad de realizar una acción, la acción de cambiar la situa-
ción normativa ajena.
¿Qué tipo de razones para la acción generan o pretenden generar
los mandatos autoritativos? La diferencia específica del mandato
—lo que lo distingue por ejemplo de la promesa o del consenti-
miento, actos que también pretenden cambiar la situación norma-
tiva ajena— consiste en que sólo éste cambia o pretende cambiar
los «deberes categóricos ajenos».14 Específicamente en este trabajo
supondré que la autoridad pretende típicamente modificar las pre-
misas normativas de nuestros razonamientos categórico-prácti-
cos, i.e. alterar, en algún sentido aún por especificar, nuestros de-
beres generales.15 Quien no sólo pretende, sino que también goza

13 
Si bien la formula raziana está expuesta en términos de razones, estas razones
son específicamente deberes, esto es, razones categóricas (para una definición equi-
valente pero en términos de deberes ver Raz, 1986: 23). Por ello también vale afir-
mar que x tiene autoridad sobre y si de su directiva «y debe hacer φ» se sigue o re-
sulta que y debe hacer φ. Más adelante presentaré el particular modo raziano de dar
cuenta de la idea de deberes provenientes de mandatos en términos de razones pro-
tegidas (Raz, Razón 1991: 238) o de razones excluyentes (Raz, 1986: 41-42). Aquí
sólo me importa subrayar que la definición raziana destaca que «[…] What one
ought to do depends on who has authority in a non-relativized sense. That a person
has authority according to some system of rules is, in itself, of no practical relevan-
ce. Just as one can draw no conclusions as to what ought to be done from the fact
that according to a certain person authority is vested in Parliament, so one cannot
draw any such conclusions from the mere fact that according to some rules authority
is vested in Parliament» (Raz, 1979: 10). En otras palabras, afirmar autoridad es una
forma de desrelativizar los enunciados relativizados de razón. Cuando tenemos una
teoría de la autoridad legítima y además resulta verdadera la afirmación contingente
«el sistema normativo x que establece que φ es debido goza de autoridad legítima»,
entonces podemos pasar de «jurídicamente o desde el punto de vista del sistema nor-
mativo x, φ es debido» a «φ es debido». Sólo este último tipo de enunciados tienen
derecho a intervenir en nuestro razonamiento práctico.
14 
Los deberes categóricos son un tipo de razón para la acción no condicionada a
la existencia en el agente de un deseo o un interés de realizar la acción en cuestión.
Para alterar nuestro cálculo instrumental o prudencial, i.e. nuestros razonamientos
hipotético-prácticos, no se requiere autoridad.
15 
Dos precisiones. Primero, por cierto que una autoridad puede dar un mandato
particular (del tipo «haga x») a una persona concreta y generar así un deber específi-
co, quizás un deber final, para esa persona. No pretendo analizar aquí este tipo de ca-
sos ya que los más importantes son los que pretenden crear normas generales y abs-
tractas. En segundo lugar, no pretendo desconocer los esfuerzos por entender el
funcionamiento de la autoridad en términos de modificación o especificación de la
premisa fáctica (o la razón auxiliar en términos de Raz). Al respecto ver por ejemplo
Carlos Nino, 1994: 122. Juan Carlos Bayón (Bayón, 1991: 605, y 646, de donde se

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de autoridad legítima tiene derecho a que su pretensión sea atendi-
da. En otras palabras, quien tiene autoridad tiene la capacidad de
alterar directamente alguna de las premisas normativas de nues-
tro razonamiento práctico. Indirecta y potencialmente tiene la ca-
pacidad de alterar nuestros deberes finales.16
Esta formulación es intencionadamente débil. Alguien podría
pensar que la autoridad tiene una pretensión de crear razones ex-
cluyentes, protegidas, absolutas o algún otro tipo de razón muy
fuerte y pesada; que estas razones funcionan como premisas nor-
mativas y que, por lo tanto, lo que la autoridad pretende es que el
contenido de su mandato ocupe el lugar de la premisa normativa
en el razonamiento práctico ajeno. Nótese que si éste fuera el
caso, tener autoridad sería equivalente a tener virtualmente la ca-
pacidad de alterar los deberes finales de los individuos —pues si el
mandato de la autoridad desplazara a cualquier otra (o a práctica-

cita) también se refiere a esta posibilidad al afirmar que «[…] no es radicalmente des-
cartable que en algunos ámbitos o materias […] un agente entienda que puede tener
razones para hacer lo que una autoridad política le ordena precisamente sobre la base
de que ésta posee un conocimiento más fiable que el suyo propio de hechos relevan-
tes para determinar qué es lo que exige el balance de razones subyacentes que él
acepta…». El análisis lleva a Bayón a sostener que el mayor conocimiento de hechos
relevantes para la determinación de la situación normativa concreta sólo puede justi-
ficar autoridades teóricas. Como considera que éste es el modo adecuado de dar
cuenta de las directivas autoritarias descarta la capacidad de las autoridades de gene-
rar una diferencia práctica (p. 652). En el último capítulo evaluaremos la posibilidad
de fundar autoridades prácticas sobre la base de la capacidad de modificar las razones
auxiliares. Por el momento basta destacar que semejante posibilidad no es del todo
implausible (la premisa fáctica del argumento). Pensemos en la autoridad judicial. A
la autoridad judicial la premisa normativa le viene dada por el orden normativo. Pro-
blemas de interpretación normativa aparte, la autoridad judicial tiene principalmente
potestad para fijar autoritativamente los hechos que se tendrán por ciertos en el juicio
la premisa fáctica del argumento, y para derivar la solución del caso a partir de las
premisas. Y, por cierto, es plausible entender la sentencia, en su parte resolutoria,
como una nueva razón para las partes, independiente o excluyente de las razones que
la fundan. Si entendemos que los jueces hacen alguna diferencia en el razonamiento
práctico de las personas sometidas a su competencia, i.e. si entendemos que son una
autoridad, un modo plausible de analizarla es en términos de una potestad para fijar
autoritativamente las premisas fácticas o las razones auxiliares que se tendrán por
ciertas. Por último, si es plausible, tal como pretende Raz (1986: 42-46) utilizar el
modelo de la autoridad judicial para el análisis de la autoridad legislativa, entonces
es plausible analizar la autoridad legislativa en términos de razones auxiliares. Y ello
sin abandonar la tesis de la diferencia.
16 
Por «deber final» entiendo el que es conclusión de un razonamiento práctico,
aquello que el agente debe hacer una vez que todas las cosas han sido adecuadamen-
te consideradas; el deber que, por lo tanto, antecede a la acción.

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mente cualquier otra) razón posible entonces determinaría el de-
ber final—. Sin embargo algunas teorías de la autoridad afirman
que ésta pretende característicamente un poder más débil: el de
crear razones prima facie o, más específicamente, razones pro
tanto, i.e. razones que cuentan como premisas normativas pero
que no necesariamente determinan la solución.17 En qué consista
específicamente la diferencia que pretende hacer el mandato de la
autoridad, en qué sentido pretende alterar el razonamiento prácti-
co ajeno (si como razón absoluta, excluyente, protegida, prima
facie, pro tanto, etcétera) es algo que cualquier teoría que preten-
da dar cuenta de la existencia de autoridades legítimas en térmi-
nos de la concepción de la diferencia práctica debe explicitar.

Variaciones dentro de la concepción de la diferencia práctica

Teoría de los mandatos, justificación de la autoridad y naturale-


za de la moral

Dentro de la concepción de la diferencia práctica, lo que se supo-


ne que hace esa diferencia es la existencia de un mandato. Para
esta concepción un mandato es un acto de habla realizado con la
intención de cambiar los deberes ajenos. Dicho acto logrará su ob-
jetivo sólo si es emitido por alguien con derecho a mandar. Ahora
bien, con independencia del fundamento de ese derecho, está cla-
ro que no hay diferencia práctica sin mandato. El contenido espe-
cífico de la diferencia en cuestión se explica por el contenido del
mandato. Respecto de qué explica a su vez dicho contenido hay
por lo menos dos teorías, reflejo de dos concepciones de la autori-
dad práctica bajo la tesis de la diferencia:

1. La teoría voluntarista de los mandatos autoritativos sostie-


ne que éstos son expresión de la voluntad del mandante. En
otras palabras, lo que da cuenta del contenido de los mandatos
es el contenido de la voluntad del mandante. Ante la pregunta

17 
Para una concepción de la autoridad como generadora de razones prima facie
ver Reiman, 1972. Para la distinción entre razones prima facie y razones pro tanto,
ver Redondo, 1998 y Gaido, 2006: 9-10.

24

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«¿Qué explica que la autoridad haya mandado hacer x?» la res-
puesta es «el hecho de que quería que los súbditos hicieran x».
Para decirlo en palabras de Hobbes: «Orden es cuando un hom-
bre dice haz esto o no hagas esto, sin esperar otra razón que la
voluntad de quien formula el mandato» (Hobbes, 1992: 209).18
2. La teoría epistémica de los mandatos autoritativos sostiene
que su contenido es, al menos típicamente, reflejo del (supues-
to) conocimiento por parte del mandante del orden normativo
existente. En tanto el conocimiento es comúnmente analizado
en términos de creencia verdadera y justificada, los mandatos
autoritativos reflejan la creencia del mandante en determinada
configuración del orden en cuestión.19

Estas diversas explicaciones del contenido de los mandatos es-


tán vinculadas a dos concepciones sobre la justificación de la au-
toridad, i.e. sobre el carácter vinculante de los mandatos. Pues,
supuestas las dos teorías expuestas, esta pregunta puede dividirse
en dos: Primero ¿por qué debo obedecer determinada voluntad?
Segundo ¿por qué debo guiarme por las creencias de otro? He
aquí estas concepciones sobre la justificación:

1. La concepción voluntarista de la justificación de la autori-


dad sostiene que la fuerza normativa de los mandatos autorita-
tivos (i.e. de los actos de voluntad del mandante) se deriva de
alguna voluntad cuya fuerza normativa se supone originaria.
Esta voluntad puede ser la propia del mandante (el caso de una
sociedad teocrática gobernada directamente por Dios) o la de
aquel o aquellos a quienes el mandante representa (el caso de un

18 
Por cierto, la frase de Hobbes puede interpretarse en sentido conceptual, expli-
cativo o justificatorio. Aquí la uso en el segundo. Al presentar la teoría voluntarista
de la justificación podría utilizarla en sentido justificatorio. Otra concepción volun-
tarista de la naturaleza de los mandatos es la encerrada en la idea hartiana de razón
perentoria. Al respecto, ver Hart, 1982: 253.
19 
«Las directivas autoritativas son dictadas por razones que se cree las justifican.
Típicamente son razones que muestran que el acto prescripto es un acto que quienes
están sujetos a la autoridad tienen buena razón para realizar…» (Raz,1991: 239).
Cabe observar respecto de esta cita de Raz la misma ambigüedad observada respec-
to de la anterior cita de Hobbes. Esto no es más que un reflejo de la relación aquí
postulada entre tesis relativas a la explicación del contenido de los mandatos y tesis
relativas a su justificación (o en general a la justificación de la autoridad).

25

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rey por voluntad divina o el de un gobierno legítimo por el
consentimiento de los gobernados). En tanto los mandatos son
expresión de la voluntad normativamente relevante los súbdi-
tos tienen una buena razón para dejar de lado sus voluntades
particulares en el caso de que sean contrarias a lo mandado.
2. La concepción epistémica de la justificación de la autoridad
sostiene que ésta tiene derecho a mandar porque tiene un mayor
conocimiento del orden normativo aplicable a los súbditos. En
virtud de ese mayor conocimiento éstos últimos tienen una bue-
na razón para renunciar a juzgar por sí: es más probable que ac-
túen en conformidad con las razones que de hecho tienen si-
guiendo las directivas del mandante que guiándose directamente
por su juicio al respecto.20

20 
No debe confundirse la idea bajo análisis con la concepción de la autoridad
práctica como autoridad teórica sobre cuestiones prácticas. Para ésta última los
enunciados autoritativos no pretenden cambiar sino meramente identificar la situa-
ción normativa, situación que sus directivas no alteran ni pretenden alterar. En cam-
bio, para la concepción racionalista o epistémica de la autoridad dentro de la tesis de la
diferencia práctica, la creencia de la autoridad reflejada en sus directivas puede cambiar,
de algún modo aún por especificar, las razones para la acción del sujeto normativo.
En otras palabras, una vez inserta en un mandato, la creencia del mandante sobre las
razones independientes del mandato autoritativo que tienen los sujetos normativos,
puede funcionar (o pretender funcionar) como una razón para la creencia sobre qué
razones para la acción hay (sin pretender cambiar estas razones) o como una nueva
razón para la acción. Aquí sólo se está exponiendo la segunda concepción. Bien puede
ser que tras el análisis nos veamos obligados a abandonar la idea de que la autoridad
práctica puede entenderse como la capacidad, fundada sobre bases epistémicas, de
hacer una diferencia práctica. De todos modos aquí no pretendo defender su viabili-
dad sino meramente su presencia en el debate contemporáneo. De hecho, a mi juicio
un caso claro de una teoría epistémica de la autoridad dentro de la tesis de la diferencia
práctica es la concepción de la autoridad como servicio de Raz. Quien considera que
uno de los principales servicios que puede prestar una autoridad práctica y que la le-
gitiman como tal es un servicio epistémico (ver Raz, 1990: 6; 1986: 75). Entiende
que la autoridad debe reflejar en sus mandatos las razones subyacentes de los sujetos
normativos, aquellas razones para la acción que los agentes tienen con independencia
del mandato de la autoridad (Raz, 1986: 47). En tanto que la autoridad conoce mejor
esas razones (sus creencias al respecto tienen más probabilidad de ser verdaderas y
estar justificadas), los individuos deben seguir una estrategia indirecta, guiando su
acción por los mandatos de la autoridad con el fin de aumentar su grado de confor-
midad con dichas razones subyacentes. Ahora bien, como los mandatos permitirán
aumentar la conformidad con las razones subyacentes sólo a condición de que los
agentes se abstengan de evaluarlas por su cuenta, los mandatos conforman lo que
Raz llama razones excluyentes (Raz, 1986: 46-48 y 75). Dichas razones hacen una
diferencia en el razonamiento práctico del sujeto normativo. Para Raz entonces la
autoridad práctica es a la vez una autoridad epistémica y una autoridad capaz de ha-

26

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Quisiera, por último, conectar las concepciones expuestas con
dos epistemologías morales antitéticas.

1. Sin pretender dar cuenta de la extensa discusión al respec-


to, llamaré no cognitivistas a aquellas teorías que afirman que
no hay juicios prácticos (enunciados que afirman la existencia
de un deber o que afirman que determinada acción tiene deter-
minada calificación normativa) verdaderos. Ello bien porque
dichos juicios no refieren a propiedades que forman parte de la
estructura del mundo y que están ahí para ser conocidas sino
que son más bien expresiones de deseos, emociones, actitudes,
compromisos, etcétera, bien porque pese a pretender referir al
mundo son sistemáticamente falsos.
2. Las teorías cognitivistas sostienen que los juicios prácticos
son susceptibles de verdad o falsedad y, asimismo, que hay al-
gunos juicios prácticos que de hecho son verdaderos y cognos-
cibles por lo menos para algún agente.

Antes de sacar conclusiones en relación al cuadro hasta aquí ex-


puesto analizaré la relación entre cognitivismo y no cognitivismo en
tanto tesis epistémico-semánticas y realismo y antirrealismo, distin-
ción esta última relativa a la naturaleza de la normatividad moral.
Las teorías morales realistas entienden que los valores y debe-
res morales gozan de una existencia independiente de cualquier
estado mental de cualquier sujeto, i.e. existen como existe cual-
quier otro hecho en el mundo. La existencia o inexistencia de he-
chos morales hace que los enunciados que a ellos se refieren sean
verdaderos o falsos. En este trabajo supondré, sin mayor análisis,
la existencia de una relación conceptual entre realismo y cogniti-
vismo moral.
Por su parte las teorías antirrealistas entienden que los deberes
morales gozan de una existencia de algún modo dependiente de los
estados mentales (particularmente estados volitivos, intereses, de-

cer una diferencia práctica. Y tiene capacidad de hacer esta diferencia porque es au-
toridad epistémica. Para afirmaciones explícitas en este sentido ver Raz, 1986: 48,
59-60.

27

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seos o actitudes, actos de consentimiento) de al menos un sujeto.21
Ahora bien, la frase anterior puede entenderse en dos sentidos.
En el primero no existen los deberes y valores morales en tan-
to tales y las expresiones que a ellos se refieren son o bien des-
cripciones de hechos empíricos como el hecho de que alguien de-
sea x (teorías descriptivistas, factualistas o autobiográficas), o bien
expresiones de esos deseos (emotivismo, expresivismo), o enuncia-
dos que tienen por función referir al mundo, teniendo por lo tanto
significado y capacidad de verdad o falsedad pero que de hecho son
sistemáticamente falsos pues no existen los hechos a los que pre-
tenden referir (teorías del error). Sin duda estas versiones del an-
tirrealismo son todas no cognitivistas. Pero no interesan para a
los fines de este trabajo. Dado que estamos hablando de justifica-
ciones morales de la autoridad dejaremos afuera cualquier con-
cepción de la moral que la conciba globalmente como un engaño
o como un error.
En un segundo sentido el antirrealismo puede entenderse como
la afirmación de que existe un dominio propiamente moral pero
que su fuerza vinculante no es primitiva sino derivada en última
instancia de consideraciones no morales, consideraciones por lo
general relativas al autointerés de los agentes. El contractualismo
y el constructivismo moral en sus diversas variantes son ejemplos
típicos de este tipo de teorías.22
Me importa destacar que dentro de este último grupo de teorías
antirrealistas es posible distinguir teorías cognitivistas y teorías
no cognitivistas. Para ilustrar la primera situación supongamos
una teoría moral del consentimiento hipotético como la de
Gauthier. Según dicha teoría la moral se basa en la estructura de los
intereses de los agentes con independencia de sus intereses espe-
cíficos. En este esquema la idea de un agente racional está vincu-
lada a la pretensión de maximizar la satisfacción de las propias
preferencias. Ahora bien, dados estos presupuestos resulta que
podemos imaginar una práctica tal que «puede lograr el acuerdo
unánime entre personas racionales que eligen las condiciones
bajo las cuales estarían dispuestos a interactuar. Y este acuerdo es
21 
Para la reconstrucción de las relaciones entre cognitivismo, no cognitivismo,
realismo y antirrealismo me ha sido de suma utilidad el trabajo de Bouvier, 2012,
particularmente el capítulo 2.
22 
Al respecto puede verse por ejemplo Gauthier, 1989; Wolff, 1973; Reath: 1994.

28

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la base de la moralidad» (Gauthier, 1989: 29). Ahora bien, en tan-
to podemos imaginar esta práctica podemos describirla. Si pode-
mos describirla los enunciados que lo hagan correctamente serán
enunciados verdaderos al igual que las creencias que dichos
enunciados expresarán. Las teorías del consentimiento hipotético
son, a mi juicio, teorías cognitivistas y, en tanto tales, no ofrecen
mayor dificultad de clasificación.
Vamos ahora al caso de antirrealismo que realmente me intere-
sa a los fines de este ensayo. Supongamos que nos encontramos
en estado de naturaleza, un estado concebido de modo tal que en
él no hay deberes categóricos, pero tenemos buenas razones pru-
denciales para que los haya. Supongamos que en esta situación
consentimos, expresa o tácitamente, en constituir a determinada a
persona en autoridad. Una vez que la autoridad emite mandatos
se puede decir que tenemos deberes categóricos.23
¿Qué epistemología moral presupone una teoría de la normati-
vidad categórica como la presentada?24 Sin duda una vez que la
autoridad —expresa o tácitamente consentida y por ello legítima
dentro de este esquema— emite mandatos y genera deberes, po-
drá haber enunciados que los describan y que serán, por lo tanto,
susceptibles de verdad o falsedad. Ahora bien, dado que, ex hipo-
tesi, antes de la constitución de la autoridad nos encontramos en
una situación premoral, no se puede hablar en esa situación de
enunciados categóricos verdaderos o falsos. Más aún, mientras la
autoridad constituida no emita mandatos, del único deber del que
podemos hablar es de deber en blanco de obedecer cualquier cosa
que la autoridad mande. Es decir, para el contractualismo expre-

23 
Ciertamente no es claro si una teoría como la que estoy describiendo puede
atribuirse con justicia a alguno de los contractualistas clásicos. En todo caso no es-
toy pensando en un filósofo específico sino en el sentido común que el contractualis-
mo generó en sus lectores. Así por ejemplo Hart: «…on Hobbes view, the Sovereign
in giving his commands which are law is exercising a right arising from the subject’s
contract». Hart, 1982: 253. Un claro ejemplo del pensamiento que tengo en mente lo
constituyen los anarquistas a posteriori. Para los anarquistas a posteriori no hay es-
tados legítimos porque no se da de hecho (y es altamente improbable que se dé) el
tipo de consentimiento universal que permitiría constituirlos como tales. Pero si se
diera ese consentimiento, si todos prometiéramos obediencia a una autoridad, enton-
ces ésta tendría derecho a mandar. Al respecto ver Simmons, 2001: 122-157.
24 
Por cierto, para una teoría contractualista como la que intento esbozar no tiene
demasiado sentido distinguir entre deberes morales y jurídicos. Al respecto ver
Wolff, 1973: 224.

29

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so o tácito la epistemología moral correcta con anterioridad a la
emisión de mandatos es el no cognitivismo.25
Pasemos, ahora sí, a estudiar la conexión existente entre el pri-
mer conjunto de teorías por un lado y el segundo conjunto por el
otro. No pretendo demostrar aquí la existencia de un vínculo con-
ceptual. Me contentaré con que se me conceda que la visión de
conjunto es más armónica si, separando los conjuntos, mantene-
mos vinculados sus elementos.
Comencemos por suponer una epistemología no cognitivista
como la del contractualismo expreso o tácito. ¿Cómo hemos de
dar cuenta dentro de este marco del contenido de los mandatos
autoritativos en tanto creadores de deberes categóricos? Con in-
dependencia de su viabilidad teórica, cuestión que no he evaluado
aquí, lo que me interesa destacar es que estas teorías no pueden
dar cuenta del contenido de los mandatos autoritativos en térmi-
nos de las creencias morales del mandante. ¿Pues cuál sería el ob-
jeto de esas creencias? Seguramente no razones morales, en este
mundo no las hay ex hipotesi. Tampoco razones prudenciales.
Pues si este fuera el caso entonces los mandatos reflejarían razo-
nes prudenciales pero no generarían deberes categóricos.
En cambio sí tiene sentido dar cuenta de dicho contenido ape-
lando a la voluntad del mandante. En esta situación nos somete-

25 
De aquí en más y por razones de simplicidad en la exposición cuando me refie-
ra al no cognitivismo antirrealista tendré en mente este tipo de teorías. Sin embargo
no creo que sea el único tipo de antirrealismo no cognitivista posible. Por ejemplo,
una teoría que conciba que la fuente de la moral es la voluntad divina es antirrealista
no cognitivista respecto de los mandatos divinos, i.e. Dios no manda lo que manda
porque es bueno con independencia de su voluntad sino que lo bueno es bueno por-
que Dios lo manda. Y, por cierto, en mi opinión una teoría moral semejante guarda-
ría el tipo de relación que aquí postulo con una teoría voluntarista de la justificación
de los mandatos autoritativos y con una teoría voluntarista de la explicación de su
contenido. Puede parecer que este no es el caso. Pues aún si lo que debemos hacer
está determinado por la voluntad de Dios bien puede resultar que haya alguien que
conozca mejor su voluntad. ¿No tendríamos, en ese caso, un deber de obedecer a esa
persona en tanto autoridad epistémica? Sin embargo esa persona no sería autoridad
a menos que Dios quisiera que funcione en tanto tal. Para decirlo en otras palabras,
supongamos que debemos hacer lo que Dios quiere. x sabe lo que Dios quiere. Pero
no forma parte de la voluntad de Dios que sigamos los mandatos de x. ¿Debemos
obedecer a x? A mi entender este no es el caso. Al menos yo, aun conociendo la vo-
luntad divina respecto del hacer de sus súbditos, me abstendría de pretender repre-
sentarlo sin su consentimiento. Igual prudencia me imagino mostrarían los súbditos,
bien que desde el lado de la obediencia, en semejante situación.

30

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mos al querer de uno para no vernos sometidos al querer caótico
de todos. Ese querer es vinculante para nosotros en tanto le he-
mos prometido obediencia. Si, al fin y al cabo, no tenemos más
deberes que aquellos a los que directa o indirectamente hemos
consentido y siendo el consentimiento un tipo de acto de volun-
tad, bien cabe pensar que un acto que pretende influir sobre nues-
tros deberes, i.e. cambiar la situación normativa, no puede ser
otra cosa que un acto de voluntad.
Igualmente, si no hay ningún mundo moral previo a los esta-
dos volitivos de alguien (nosotros o Dios) no cabe entonces justi-
ficar los mandatos sino como expresión de la voluntad normati-
vamente relevante. Consecuentemente la autoridad legítima será
concebida ya como la voluntad normativamente relevante, ya
como su representante.26
Partamos ahora de presupuestos cognitivistas. Entendemos
que hay enunciados prácticos verdaderos y cognoscibles siquiera
para algún agente. ¿Cómo hemos de explicar los mandatos de la
supuesta autoridad? ¿Tendría algún sentido concebirlos como ac-
tos de voluntad? Me parece que no, por lo menos no si lo que está
detrás del cognitivismo es el realismo. ¿Pues podría la voluntad
de alguien hacer alguna diferencia en un mundo moral cuyos
principios al menos están determinados a priori de cualquier
voluntad?27 Parece más coherente concebir los mandatos como
expresión de las creencias del mandante sobre el contenido del
mundo moral que nos vincula. Igualmente, tendremos por justifi-
cada a esa autoridad cuando de hecho tenga un conocimiento más
refinado de ese mundo. Lo mismo sucede si el cognitivismo en
juego tiene detrás teorías constructivistas. Pues para estas teorías

26 
Es cierto que este tipo de teorías parece suponer la existencia de un deber obje-
tivo de respetar las promesas. Dicho deber se derivaría de una exigencia de coheren-
cia inherente a nuestro carácter de agentes racionales. Parece que este es el mínimo
racionalismo posible, necesario para dar cuenta del carácter normativo de la voluntad.
27 
Por cierto, no se está afirmando aquí que para el realismo el mundo moral sea
completamente estático y que la voluntad de los agentes no pueda introducir ningu-
na modificación. Pero para los realistas, como señala Raz «Reasons precede the will.
Though the latter can, within limits, create reasons, it can do so only when there is a
non-will-based reason why it should» (Raz, 1986: 84). Para los antirrealistas la rela-
ción es la inversa: «Me parece que está fuera de duda la relevancia de los intereses
del agente para la justificación práctica. La relevancia de toda otra cosa, excepto en
la medida en que afecte los intereses del agente, me parece sumamente dudosa»
(Gauthier, 1989: 26).

31

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los enunciados prácticos son verdaderos o falsos y esto con inde-
pendencia de las voluntades concretas de los agentes.
Ahora bien, supuesto el cognitivismo moral la viabilidad de
una justificación epistémica de la autoridad depende en buena
medida de cuál sea la teoría sobre la distribución de las capacida-
des epistémico-morales que debamos adoptar. Al respecto hay
dos posiciones divergentes.
Por un lado es posible pensar, como de hecho se pensaba y se
presuponía en el antiguo régimen, que hay sabios morales, perso-
nas con un acceso privilegiado a la verdad moral. Si éste es el
caso, todos aquellos que no pertenezcamos a ese selecto grupo te-
nemos una buena razón para dejarnos guiar en nuestra vida prác-
tica por esos ilustrados morales: ellos conocen más. Por otro lado
está la idea, típica de la modernidad, de que todos, en tanto seres
igualmente dotados de razón, tenemos la misma capacidad de ac-
ceso a la ley moral. Schneewind expone magistralmente la dife-
rencia entre la epistemología moral del antiguo régimen y la de la
modernidad:

During the seventeenth and eighteenth centuries established conceptions of


morality as obedience came increasingly to be contested by emerging con-
ceptions of morality as self-governance. On the older conception, morality
is to be understood most deeply as one aspect of the obedience we owe to
God. In addition, most of us are in a moral position in which we must obey
other human beings. Good’s authority over all of us is made known to us by
reason as well as by revelation and the clergy. But we are not all equally
able to see for ourselves what morality requires. Even if everyone has the
most fundamental laws of morality written in their hearts or consciences,
most people need to be instructed by some appropriate authority about what
is morally required in particular cases [...].
The new outlook that emerged by the end of the eighteenth century centered
on the belief that all normal individuals are equally able to live together in
a morality of self-governance. All of us, on this view, have an equal ability
to see for ourselves what morality calls for and are in principle equally able
to move ourselves to act accordingly, regardless of threats or rewards from
others. These two points have come to be widely accepted —so widely that
most moral philosophy now starts by assuming them. In daily life they give
us the working assumption that the people we live with are capable of un-
derstanding and acknowledging in practice the reasons for the moral cons-

32

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traints we all mutually expect ourselves and others to respect. We assume,
in short, that people are equally competent as moral agents unless shown to
be otherwise. There are many substantive points on which modern moral
views differ from what was widely accepted at the beginning of the seven-
teenth century, but our assumption of prima facie equal moral competence
is the deepest and most pervasive difference (Schneewind 1998: 4).

Aquí no pretendo investigar qué teoría sobre la distribución de


las capacidades epistémico-morales debe adoptarse. Sí me interesa
mostrar que, presupuesta la adopción de una teoría, se siguen con-
secuencias respecto de la posibilidad o imposibilidad de autorida-
des legítimas entendidas como sabios morales. Para una epistemo-
logía del acceso privilegiado es perfectamente coherente asumir
que puedan existir este tipo de autoridades y que, en consecuencia,
la renuncia al juicio propio se encuentre justificada. Para una epis-
temología que conciba que todos tenemos igual acceso, la posibili-
dad de tal justificación se vuelve al menos mucho más tortuosa.

¿Qué diferencia? La versión voluntarista y la versión epistémica

Suponiendo que se me ha concedido la existencia de las relacio-


nes arriba postuladas, en adelante me referiré en general a la con-
cepción voluntarista de la autoridad para nombrar el primer con-
junto de relaciones y a la concepción epistémica para nombrar el
segundo. En tanto estamos dentro de la tesis de la diferencia, bajo
cualquiera de las dos concepciones en juego el acto de la autori-
dad debe ser concebido como un acto de cambio, ya creación ya
modificación, de razones para la acción. Ahora bien, la concep-
ción voluntarista y la epistémica entienden en sentido diferente la
idea de «cambiar la situación normativa de los agentes».
En su versión voluntarista, la tesis de la diferencia supone que
el acto autoritativo puede implicar un cambio radical e incluso
crear un deber absolutamente nuevo. Afirma esta tesis que existen
deberes propiamente dependientes de los actos de mandato e
independientes de una situación normativa preexistente. En prin-
cipio sólo bajo la concepción voluntarista puede entenderse la
idea de cambio como aptitud para hacer que determinada acción
que en un tiempo T1 tiene determinado carácter normativo (e.g.

33

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prohibido) pase en un tiempo T2 a tener otro carácter normativo
(e.g. obligatorio). Llamemos a esta idea «cambio en sentido fuerte».
Por el contrario la concepción epistémica afirma que si bien a
resultas del acto autoritativo el sujeto normativo cuenta con una
nueva razón para la acción, ésta no puede cambiar radicalmente
la situación normativa —pues la creencia de la autoridad refleja-
da en el mandato pretende a su vez reflejar una situación norma-
tiva determinada independientemente—.28 Bajo una concepción
epistémica el cambio en sentido fuerte puede darse sólo si está
justificado actuar de acuerdo a los mandatos de la autoridad aún
si ésta se equivoca.29 Pero si la autoridad presta adecuadamente
su servicio epistémico entonces su mandato tendrá el mismo con-
tenido que el orden normativo que pretende reflejar. Si el manda-
to produce un cambio, lo produce sólo en un sentido débil. Para
Raz, por ejemplo, la diferencia radica en el surgimiento de una
razón de idéntico contenido pero de carácter diferente. Después
del acto autoritativo el agente tiene no sólo una razón de primer
orden para realizar el acto en cuestión (una razón moral por ejem-
plo) sino también una razón protegida.30
Por estas razones sólo en la versión voluntarista de la autori-
dad práctica bajo la concepción de la diferencia, y no en la epis-
témica, podemos distinguir los siguientes elementos:
Autoría: dentro de la concepción voluntarista de la autoridad,
la tesis de la diferencia como cambio en sentido fuerte es princi-
palmente una tesis respecto de la fuente de la existencia de las
normas. Las normas (o ciertas normas), afirma esta tesis, tienen

28 
En el mismo sentido Bayón, 1991: 643.
29 
Una defensa de una autoridad práctica epistémicamente fundada que debe se-
guirse aún en caso de estar equivocada en el caso particular puede encontrarse en
Raz, 1986: 60-61.
30 
Para Raz (Raz, 1991: 44) una razón de primer orden es una razón para hacer o
dejar de hacer algo. Una razón de segundo orden es una razón para actuar por una ra-
zón o para abstenerse de actuar por una razón. Una razón excluyente es una razón de
segundo orden para abstenerse de actuar por una razón. En The Morality of Feedom
Raz caracterizaba las normas emanadas de mandatos como razones excluyentes
ver Raz, 1986: 60. En el poscriptum a la segunda edición de Razón Práctica y Nor-
mas (Raz, 1991: 238), Raz se rectifica y pasa a considerarlas como razones protegi-
das: «…una combinación sistemática de una razón para realizar el acto […] exigido
por la regla y una razón excluyente para no actuar por ciertas razones (en pro o en
contra de ese acto)». En contra de la posibilidad de cambio normativo a partir de una
concepción epistémica de la autoridad ver Bayón, 1991: 690, nota 632.

34

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autor, son enteramente producto del acto de voluntad del sujeto
puesto en lugar de autoridad quien es, asimismo, la razón de su
autoridad o vinculatoriedad. La tesis del cambio en sentido fuerte
implica justamente que a resultas del acto normativo existen ra-
zones categóricas «enteramente nuevas».
Discrecionalidad: si una autoridad puede, mediante actos de
voluntad, crear normas, es perfectamente entendible que conciba-
mos que la autoridad tenga discreción sobre el contenido de esas
normas. Sólo bajo esta concepción, y no —o por lo menos no en
principio— bajo la epistémica, podemos atribuir discrecionalidad
a la autoridad.
Es común pensar que autoría y discrecionalidad son rasgos
distintivos de la autoridad en general y no sólo de la concepción
voluntarista de la autoridad práctica en los términos de la tesis de
la diferencia. Andrews Reath por ejemplo, se expresa en los si-
guientes términos:

In general, a legislative enactment is taken to settle the shape of the norma-


tive landscape for the issue in question (Reath, 1994: 455). Where signifi-
cant externals constraints determine the content of legislation, and where
the reasons to comply with a body of principles exist prior to the legislative
enactment, the agent in question does not exercise sovereignty, in any inter-
esting sense (1994: 436).

Pero claramente éste no es el caso. Pensemos en el funcionamien-


to típico de las autoridades del antiguo régimen. Las autoridades
de ese orden no se habrían descrito a sí mismas como cambiando
en sentido fuerte la situación normativa de sus súbditos. Por el
contrario, la autoridad del antiguo régimen entendía que su función
era leer en el orden inmutable, respecto del cual tenía un acceso
privilegiado, y realizar un servicio de mediación entre dicho or-
den y los súbditos. El principal interés —al menos declarado y
autoconsciente— de la autoridad era el mantenimiento y concre-
ción (encarnación) en el mundo de ese orden trascendente.
Resumiendo, la versión voluntarista de la tesis de la diferencia
entiende la idea de cambio de las razones para la acción en el sen-
tido de creación de nuevas razones por la voluntad de la autori-
dad legítima. Como la voluntad puede tener un contenido u otro,
resulta que las razones que de ella emanan tendrán uno u otro
35

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contenido, i.e. serán ya razones para realizar una acción, ya para
abstenerse de realizarla. La versión epistémica por su parte «en
tanto que entiende que lo que hace legítima a una autoridad es su
mayor conocimiento de las razones objetivas aplicables a los su-
jetos normativos y dado que éstos deben renunciar a juzgar por sí
mismos sólo en tanto es más probable que actúen conforme a
esas razones siguiendo los mandatos de la autoridad» no puede
concebir el funcionamiento correcto de la autoridad en términos
de generación de razones con cualquier contenido. Las razones
generadas por los mandatos tendrán característicamente el mismo
contenido que las razones que éstos pretenden reflejar. En este es-
quema el cambio generado por el mandato debe entenderse como
la generación de una nueva razón con el mismo contenido pero
de carácter distinto (excluyente o protegida en Raz) a la que el
agente tenía con anterioridad al mandato.

3. Autonomía Moral

Dos concepciones de la autonomía moral: juicio propio y auto-


legislación

El conflicto entre autoridad y autonomía, tal como es presentado


por Wolff en In Defense of Anarchism, está construido a partir de la
idea de autonomía «moral». Sólo ella es relevante a la hora de dis-
cutir la verdad de la tesis de que dicho conflicto es irresoluble.31

31 
Por ello dejo de lado el análisis de otras concepciones de la autonomía tales
como la idea de autonomía como ámbito privado y la idea de autonomía personal. La
primera refiere al espacio de libertad individual (libertad negativa en Berlín) donde
la autoridad no puede legislar legítimamente. Pero si se afirma la existencia de este
espacio de libertad individual es porque se concibe que hay un espacio, el ámbito pú-
blico, donde la autoridad sí puede legislar. Así entonces, este concepto de autonomía
no entra en contradicción con la idea de autoridad. Por su parte, la idea de autonomía
personal refiere a la capacidad de las personas de ser dueñas de sus propias vidas
(autopropiedad). Usualmente se entiende que una persona goza de autonomía perso-
nal si es libre de ser el tipo de persona que quiere ser. Pero como bien señala G.
Dworkin, es claro que alguien puede querer ser un buen ciudadano, i.e. una persona
obediente de las leyes. No hay entonces contradicción conceptual entre autonomía
personal y autoridad (al respecto ver Dworkin, 1988: 27-28). Para un análisis de las
diversas concepciones de la autonomía presentes en el debate contemporáneo, ver
Iosa, 2010: 55-72.

36

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En relación con esta idea cabe realizar una distinción central que
guiará el resto del trabajo. Solemos hablar de «autonomía moral»
para referirnos tanto a la idea de que somos autores de la ley mo-
ral como a la idea de que tenemos el derecho y el deber de juzgar
por nosotros mismos sobre cuestiones morales y de actuar en
consecuencia. Por lo tanto debemos distinguir entre autonomía
como autolegislación y autonomía como juicio propio.
a) Autonomía como autolegislación: Para un agente autónomo
la fuente de cualquier deber categórico que se le aplique, así
como aquello que da cuenta de su carácter normativo, es su pro-
pia voluntad (en algún sentido, todavía por determinar, de esta
expresión). Según Wolff, por ejemplo:

Since the responsible man arrives at moral decisions which he expresses to


himself in the form of imperatives, we may say that he gives laws to him-
self, or is self-legislating. In short, he is autonomous. As Kant argued, mo-
ral autonomy is […] a submission to laws which one has made for oneself.
The autonomous man, insofar as he is autonomous, is not subject to the will
of another (Wolff, 1970: 14).

b) Autonomía como juicio propio: Aquí la exigencia no es de


creación de la ley. Lo que la autonomía requiere bajo esta con-
cepción es, lato sensu, que actuemos sobre la base de nuestro
propio juicio moral. Wolff expresa la idea con estas palabras:
«The responsible man is not capricious or anarchic, for he does
acknowledge himself bound to moral constraints. But he insists
that he alone is the judge of those constraints» (Wolff, 1970: 13).
Thomas Scanlon, por su parte, sostiene:

An autonomous person cannot accept without independent consideration


the judgment of others as to what he should believe or what he should do.
He may rely on the judgment of others, but when he does so he must be pre-
pared to advance independent reasons for thinking their judgment likely to
be correct, and to weigh the evidential value of their opinion against con-
trary evidence (Scanlon, 1972: 216).

Comenzaré por el análisis de esta última idea para pasar luego


a la primera.

37

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Autonomía como juicio propio

La idea de autonomía como juicio propio es ambigua. Una prime-


ra ambigüedad es que, por un lado, se la usa para nombrar nuestra
(supuesta) capacidad fáctica y nuestro (supuesto) derecho-deber
de juzgar por nosotros mismos sobre cuestiones morales y de ac-
tuar de acuerdo al resultado de ese juicio (somos autónomos en
tanto tenemos, de hecho y de derecho, esa capacidad —con inde-
pendencia de si la ejercitamos o no—) y, por otro, para referirse
al hecho de la satisfacción de esa obligación (es autónomo quien
cumple con su obligación de juzgar por sí y quien actúa de acuer-
do al resultado de su juicio).32
Una segunda ambigüedad está dada por el hecho de que el sig-
nificado de «juicio propio» también varía según la epistemología
moral presupuesta. Supongamos el cognitivismo moral. Según
esta concepción es posible conocer el valor de verdad de los
enunciados prácticos. Supuesto el cognitivismo, la idea de juicio
propio puede dividirse en tres. En primer lugar está la exigencia
de soberanía epistémica, de independencia en la adquisición de
conocimiento. La autonomía como juicio propio exige entonces
juzgar por uno mismo en el sentido de involucrarse en un proce-
dimiento que nos permita conocer qué razones morales hay. 33
Ahora bien, aquí «juicio» sufre de la típica ambigüedad proceso-
producto. Así, el juicio propio exige, en segundo lugar, que las
creencias morales adquiridas en virtud del procedimiento en
cuestión sean el antecedente de la acción. Pero la exigencia no está
sólo puesta en la idea de que actuemos sobre la base de «nues-
tras» creencias, sino que esto es importante en tanto las conside-
ramos «correctas». El último elemento es la acción, que debe estar
basada en esas creencias producto de ese proceso epistémico. Re-
sumiendo, el juicio propio bajo el cognitivismo exige que el

32 
Cuando afirma la tesis de la incompatibilidad conceptual (dejando por un mo-
mento de lado su oscilante uso de las dos concepciones de autonomía aquí expues-
tas) Wolff se está refiriendo a la segunda idea. Cuando actuamos porque la autoridad
ha requerido determinada acción lo que sucede es que dejamos de atender a nuestro
propio juicio moral. Sin embargo, a su entender, permanecemos moralmente respon-
sables pues seguimos teniendo el deber de atenderlo. Ver Wolff, 1970: 14.
33 
Aquí no pretendo dar cuenta de ese procedimiento pero es claro que debe ser
confiable y accesible para todos aquellos de quienes se predica la obligación de jui-
cio propio.

38

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agente actúe en virtud de creencias suyas que considera verdaderas
y justificadas (i.e. considera que constituyen conocimiento —aun-
que, por cierto, puede que de hecho no lo constituyan—) en tanto
son fruto de un procedimiento epistémico confiable que tiene a su
alcance.
Es importante que veamos que «en un sentido» la idea de jui-
cio propio está en tensión con el cognitivismo. Supongamos el
realismo moral como doctrina cognitivista. Bien podría alguien
afirmar que es imposible a la vez sostener el realismo y la idea de
autonomía como juicio propio. Pues quien pretendiera hacerlo se
enfrentaría a un dilema: si existen razones objetivamente vincu-
lantes, entonces lo importante es que actuemos de acuerdo con
ellas y no con nuestro juicio sobre ellas. Por el contrario, si debe-
mos actuar de acuerdo a nuestro propio juicio moral, entonces pa-
reciera que no hay razones objetiva y categóricamente vinculan-
tes (pues nos vincularían sólo a condición de que las juzgáramos
vinculantes).34
Sin dudas el realismo no está necesariamente vinculado con la
autonomía como juicio propio. Quien acepte una de estas ideas
puede negar la otra sin contradicción. Pero para escapar del dile-
ma planteado basta con mostrar que no hay contradicción con-
ceptual entre ambas doctrinas. De hecho, a mi juicio, no existe tal
contradicción: el realismo moral es perfectamente compatible con
la idea de que existe una obligación de juzgar por sí y de que so-
mos autónomos en tanto la satisfacemos. Para demostrarlo el re-
alista sólo debe probar que su teoría es a la vez compatible con
una epistemología moral que afirme que todos tienen la misma
capacidad de conocer el orden moral y con una teoría normativa
que sostenga que juzgar por uno mismo es de algún modo obliga-
torio. El realista que acepte estas tesis adicionales puede perfec-
tamente asir el dilema por los cuernos.
En primer lugar, cabe notar que incluso si aceptamos que exis-
ten razones objetivas y vinculantes para todo ser racional, debe-
mos reconocer que no tenemos posibilidad de acceso a ellas más
que a través de nuestro juicio y nuestras creencias (o, mejor di-
cho, a través del juicio y las creencias de alguien). Ahora bien, el

34 
La idea de presentar este problema en forma de dilema me fue sugerida por
Cristina Redondo.

39

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hecho de que sólo podemos actuar sobre la base de razones en las
que alguien cree no hace que estas razones pierdan ni su objetividad
ni su carácter categórico. Son objetivas porque están completas
como razones, aún si nosotros no creemos en ellas. Son categóri-
cas porque son independientes de nuestros deseos.
Sin duda, el que no podamos actuar sobre la base de razones
sino en tanto sean razones en las que alguien cree, no implica que
no nos esté permitido delegar el juicio en otro. Para ello se re-
quiere además suponer que todos, en tanto seres racionales por
ejemplo, gozamos de la misma capacidad de acceso a la moral
(de lo contrario sería irracional postular un requerimiento de igual
esfuerzo epistémico) y que existe una obligación moral de juzgar
por sí. Aquí no pretendo demostrar la existencia de semejante
obligación. Bástame con señalar que no es en absoluto inconsis-
tente un sistema que tiene un conjunto de normas sustantivas y al
menos una norma procesal que impone la obligación de cada
agente de comprometerse en el conocimiento de esas normas sus-
tantivas. Un realista semejante podría afirmar, sin comprometer
su realismo, que existe una obligación de juzgar por uno mismo
en cuestiones morales.35
Pasemos ahora a analizar la idea de juicio propio bajo presupues-
tos no cognitivistas. Aquí esta idea ya no refiere a un procedi-
miento epistémico. No importa el juicio como proceso epistémico
porque no se supone que haya nada que conocer. Lo importante
bajo esta concepción es que actuemos sobre la base de nuestras
creencias por el hecho de que son «nuestras». Bajo el antirrealismo
la idea de juicio propio colapsa con la de aceptación de (o con-
sentimiento a) ciertos criterios como criterios vinculantes, donde

35 
Kant, por ejemplo, afirma que todos tenemos igual acceso a la ley moral (F, 4:
391, 404, 411), y que, en tanto agentes racionales, tenemos la obligación de actuar
racionalmente, i.e. moralmente en el ámbito práctico (F 4:412). Para citar la Funda-
mentación de la Metafísica de las Costumbres ([1785] 2002) de Kant (abrevio F) uti-
lizo la numeración canónica de la Academia. Si además, tal como afirman Allen
Wood (Wood, 2008: 112) y Patrick Kain (2004: 266) la teoría moral kantiana debe
ser leída en clave realista, entonces reuniría los tres requisitos enunciados. Raz tam-
bién cuenta entre los realistas que consideran que, al menos prima facie, existe una
obligación de juicio propio. Su teoría de la autoridad es justamente un intento de ex-
posición de las condiciones bajo las cuales está justificado renunciar a juzgar por uno
mismo (respecto del resultado del balance de razones de primer orden).

40

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lo que los hace vinculantes es el hecho de que nosotros los acep-
temos como tales.

Autonomía como autolegislación

Tesis de la legislación y tesis de la soberanía

Quien supone una concepción de la autonomía moral como auto-


legislación supone la existencia de una relación intrínseca, con-
ceptual y normativa, entre la idea de autonomía, (el contenido de)
la moral y (la razón de) su normatividad. Quien afirma esta rela-
ción sostiene que nos damos a nosotros mismos (en algún sentido
de esta expresión) los deberes morales a los que estamos vincula-
dos y es este hecho el que explica que sean vinculantes o norma-
tivos para nosotros. Es más, este hecho explicaría la normativi-
dad de cualquier deber.
He formulado aquí dos tesis que conviene distinguir. La pri-
mera establece una relación entre la noción de autonomía y el con
tenido de la moral, i.e. de nuestros deberes categóricos. Siguien-
do a Andrews Reath la llamaré «tesis de la legislación»: «[...] the
moral law, and the requirements to which it leads, are laws that
the rational will legislates» (Reath, 1994: 435). Kant es el primer
filósofo que ha vinculado estrechamente autonomía y moral, tanto
que se habla de su concepción en términos de moral como auto-
nomía o autogobierno, oponiéndola a concepciones premodernas
(en occidente han tenido particular relevancia las de raíz cristia-
na) de la moral entendida como obediencia (a los mandatos de
Dios, por ejemplo).36 Esta tesis pretende responder a la pregunta
«¿qué deberes morales tengo?» o su equivalente «¿cuál es el con-
tenido de la moral?» Y la respuesta es, por supuesto, «tienes los
deberes que surgen de tu autonomía moral».
La segunda tesis establece una relación entre autonomía, mora-
lidad y normatividad y ha sido bautizada, también por Reath, como
«tesis de la soberanía»: «An agent who is subject to an uncondi-
tionally valid principle (i.e. a practical law) must be (regarded as)
the legislator from whom it receives its authority» (Reath, 2006:

36 
Ver Schneewind, 1998: 3.

41

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122). «[...] rational agents are bound only to laws which they
have given, or laws of which they can regard themselves as legis-
lators» (Reath, 1994: 435). Para Kant: «[...] it is only because of
the legislative action of our own will that we are under moral
law» (Schneewind, 1998: 6).37 La normatividad intrínseca de la
moral y, en última instancia, de todo deber categórico, se explica
en virtud de su vínculo esencial con nuestra autonomía, la auto-
nomía es la fuente de la normatividad de la moral. Esta tesis pre-
tende responder a preguntas normativas del tipo: ¿por qué debo
hacer lo que debo hacer? o ¿por qué debo ser moral?. Y la res-
puesta es nuevamente: «debes hacerlo porque así lo exige tu au-
tonomía».

Relevancia de la autonomía como autolegislación para el problema


de la normatividad de los mandatos autoritativos

A mi juicio, parte de la inquietud que genera el concepto de auto-


ridad y parte de los intentos de responder a la pregunta sobre la
normatividad de los mandatos autoritativos en términos de su
compatibilidad o incompatibilidad con nuestra autonomía moral
se explican en virtud de la presuposición —muchas veces incons-
ciente— de la verdad de la tesis de la legislación y de la tesis de
la soberanía. Observemos que si son verdaderas entonces toda
otra pretensión de normatividad —como la pretensión de norma-
tividad del derecho— deberá mostrar cómo se deriva de nuestra
autonomía moral, ya que la autonomía es, se postula, la fuente de
cualquier normatividad categórica.38 Si resulta que es imposible

37 
Ver también Wood, 2008: 106: «Kant’s ethical theory is grounded on the idea
that the moral law is binding on me only because it is regarded as preceding form my
own will».
38 
Hoy la mayoría de los intérpretes de Kant entienden que la autonomía es la
fuente de la normatividad categórica en general. Quienes, como Katrin Flikschuh
(ver Flikschuh, 2010: 51-70), niegan que este sea el caso y afirman por el contrario
que, según Kant, en el ámbito jurídico «autonomy as self-legislation is simply irre-
levant» (p. 53), entienden que Kant es un defensor del fraccionamiento del razona-
miento práctico. Consecuentemente intentan mostrar un fundamento distinto de la
autonomía (tal como la idea de libertad externa) para las obligaciones jurídicas. Por
mi parte no me comprometo aquí con ninguna de las posibles lecturas de Kant. Me
basta con mostrar las diferentes posibilidades.

42

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derivar la normatividad del derecho a partir de la normatividad de
la moral entendida como autonomía, entonces nos quedan abier-
tos los siguientes caminos:

• Negar normatividad categórica al derecho y a cualquier


otra pretensión heterónoma.
• Argüir a favor de una fuente de normatividad independien-
te de la moral para dar cuenta de la normatividad del dere-
cho; i.e. fraccionar el razonamiento práctico.
• Renunciar a derivar el contenido y la normatividad de la mo-
ral de la autonomía (i.e. renunciar a entender la moral como
autonomía) y proponer una teoría alternativa de los funda-
mentos de la moral, una que sí nos permita derivar la normati-
vidad del derecho a partir de la normatividad de la moral.

Autonomía como autolegislación de la ley moral objetiva

Estas tres últimas posibilidades son dignas de atención sólo si re-


sulta que es imposible derivar la normatividad del derecho a par-
tir de la normatividad de la moral entendida como autonomía.
Aquí me limitaré a intentar precisar las líneas generales que, a mi
juicio, deberían transitar los esfuerzos de determinación de la
viabilidad de tal derivación.
Sin duda es en el pensamiento kantiano en donde alcanza sus
máximas cumbres el proyecto ilustrado de fundar la praxis en la
razón, i.e. la creencia en una autonomía de la voluntad racional o
razón práctica. Esta autonomía toma forma en la idea kantiana de
autolegislación. Kant nos ofrece la fórmula clásica de la idea de auto­
nomía como autolegislación, «la idea de la voluntad de cualquier
ser racional como una voluntad que legisla universalmente» (F, 4:
431) en el “Capítulo II” de la Fundamentación de la Metafísica de
las Costumbres, como tercera fórmula del imperativo categórico:
«Así pues, no se trata sólo de que la voluntad quede sometida a la
ley, sino que se somete a ella como autolegisladora, y justamente
por ello ha de comenzar a considerársela sometida a la ley» (de la
cual ella misma puede considerarse como autora) (F, 4: 431).
En su forma propiamente imperativa la fórmula de la autono-
mía dice: no acometer ninguna acción, sino «de tal modo que la
43

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voluntad pueda considerarse a sí misma por su máxima al mismo
tiempo como universalmente legisladora» (F, 4: 434).
En tanto que la voluntad a la que alude aquí Kant es la volun-
tad de un agente racional y nosotros somos agentes (imperfecta-
mente) racionales ¿cómo debemos interpretar su afirmación de
que somos, o debemos considerarnos como, legisladores de la ley
moral? La pregunta surge porque la relación establecida es clara-
mente problemática y da lugar a lecturas encontradas de la idea
de autolegislación. ¿Es que nosotros, como individuos particula-
res, legislamos la ley moral mediante actos positivos de nuestra
voluntad? ¿O es más bien la voluntad racional, presente en noso-
tros pero en absoluto dependiente de nuestros actos ni de ninguna
otra particularidad nuestra, la que legisla? El problema es si son
compatibles, y en ese caso cómo, las afirmaciones kantianas de
autolegislación de la ley moral y las características —objetividad,
universalidad, necesidad— persistentemente atribuidas a la mo-
ral, i.e. a las normas que son el contenido de los supuestos actos
de autolegislación.
Si cuando hablamos de un agente autónomo entendemos que
es el agente el que legisla mediante sus actos particulares de vo-
luntad, si la ley moral es creación de «su» voluntad, entonces pa-
reciera que podemos dar cuenta del carácter práctico o motivador
que solemos imputarle a dicha ley. Pero el resto de los predicados
comúnmente atribuidos a la moral tienen una relación conflictiva
con esta interpretación de la idea de autolegislación. Las ideas de
universalidad, objetividad y necesidad apuntan a la existencia de una
ley moral válida con independencia de cualquier acto de voluntad
particular. Asimismo la idea de que se puede juzgar objetivamen-
te sobre cuestiones morales presupone la existencia de una ley
que puede entonces ser conocida objetivamente. Pero si la fuente
de la existencia y de la normatividad de los mandatos morales es
«mi» voluntad particular entonces, por lo menos en principio, la
idea de corrección objetiva de los juicios morales queda total-
mente desdibujada: «hacer x es correcto» colapsará con «hacer x
es correcto para mí», idea que sólo tiene sentido si se acepta un
relativismo moral a ultranza. Lo mismo sucede con la ideas de
objetividad y de universalidad de las normas: si mis deberes son
producto de mi voluntad particular, i.e. si carecen de existencia
objetiva, entonces sólo me vincularán a mí. Tampoco será posible
44

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atribuirles necesidad: puedo legislar lo que quiero y desvincular-
me a mi antojo.

Allen Wood define el problema en los siguientes términos: «After all, a moral
law proceeding from my will seems by that fact to be a law valid only for me,
perhaps even a law whose content is subject to my whims and arbitrariness.
But that leads to a natural question: How can a law bind me at all if I am its
author, because that apparently puts me in a position to change or invalidate it
at my own discretion? (Wood, 2008: 107).

Si, en cambio, subrayamos la idea de que la moral obliga obje-


tiva, universal y necesariamente, entonces no se ve qué lugar
queda para mi voluntad. Para que podamos afirmar que hay un
espacio para la voluntad individual pareciera que debe quedar al-
gún ámbito de discrecionalidad sobre el contenido de las obliga-
ciones. Esto no sucede bajo ninguna idea objetivista de la moral.
Si éste es el caso, como bien señala Wood:

[…] the autonomy which attracted us so much to Kantian ethics begins to


look like nothing but a euphemism, or even a deception. If the will which
gives the moral law is not my will, but an ideal rational will, then there
seems no force left in the assertion that this will is mine. If the moral law is
a law whose authority lies in the power of reason common to all people,
then instead of saying that the authority of the law lies in my will, why
shouldn’t we say instead that its authority lies simply in the rationality of its
content. Why shouldn’t we admit that when we are following the law, we
aren’t following our own will at all, but merely doing what is rational (even
39
if we really want to do something else)?
[...] this tension threatens to pull the doctrine of autonomy apart, depen-
ding upon whether we emphasize the «autos» or the «nomos» -the rational
being’s will as author or legislator of the moral law, or the law itself as ob-
40
jectively binding on that same will (Wood, 2008: 106).

39 
A. Wood, Autonomy as the Ground of Morality, disponible en <http://www.
stanford.edu/~allenw/webpapers/Autonomy.doc>.
40 
La aparente inconsistencia interna del concepto kantiano de autonomía moral
es algo hoy ampliamente aceptado en los estudios sobre el tema. Al respecto ver Re-
ath, 1994: 435; Kain, 2004:264; Dworkin, 1988: 39; O’ Neill, 2015: 103 y ss.

45

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Para dar una interpretación filosóficamente viable de la con-
cepción kantiana de la autonomía debemos, en mi opinión, dar
cuenta consistentemente de esta idea en apariencia internamente
contradictoria: autolegislación de la ley moral objetiva. Debe-
mos, sin renunciar a la objetividad, universalidad e indisponibili-
dad de la moral, dar cuenta del lugar del elemento subjetivo, es
decir, de la idea de que:

[…] todo ser racional, como fin en sí mismo, ha de poder considerarse a sí


mismo al mismo tiempo como legislador universal con respecto a todas las
leyes a las que pueda verse obligado [...], ha de adoptar sus máximas desde
su propio punto de vista, pero al mismo tiempo ha de asumir también el pun-
to de vista de cualesquiera otros seres racionales como legisladores (a los que
por eso se llama también personas) (F, 4: 438).

El problema es si esto es posible. Y todo pareciera indicar que


no lo es; que hay dos alternativas y que son excluyentes.41 De he-
cho, la pregunta por la consistencia de la noción de autonomía,
puede verse como una versión secularizada del dilema de Eutifrón,
es decir, de la vieja disputa entre voluntarismo y racionalismo.42
Dentro de los estudios sobre el concepto kantiano de autono-
mía se han dado tres respuestas a este problema: la voluntarista,
la constructivista y la realista. Las presentaré escuetamente.
El voluntarismo, defendido principalmente por Wolff y Bitt-
ner, asume que los actos de voluntad de los agentes, su elección
contingente de ciertos fines, es la única fuente de normatividad
(más allá de la exigencia de coherencia incita en la idea de racio-
nalidad) y, en consecuencia, rechaza cualquier pretensión de atri-
buir a la moral objetividad, universalidad y necesidad anterior a
esos actos contingentes. Todo deber es «constituido» por nuestros
actos de voluntad legislativos. Particularmente los deberes mora-
les surgen de actos contractuales expresos o tácitos y alcanzan
sólo a los participantes de dichos acuerdos.

41 
Al respecto, ver Wood, 2008: 110.
42 
«Reflexiona sobre esto: lo que es piadoso ¿es aprobado por los dioses por ser
piadoso o es piadoso porque es aprobado por los dioses?», Platón. Eutifrón o de la
Piedad, en Platón, 1977: 344 (9e/10a). Igualmente podríamos preguntar del siguien-
te modo. Lo que aprobamos como correcto ¿lo aprobamos por ser independiente-
mente correcto o es correcto porque nosotros lo aprobamos?

46

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El constructivismo, sostenido entre otros por Rawls, O’Neill,
Korsgaard y Reath, tiene la pretensión de que podemos entender
la idea kantiana de autolegislación como la afirmación de que la
ley moral emana de nuestra voluntad (escapando así a la necesi-
dad de asumir compromisos ontológicos excesivos, i.e. la postu-
lación de entidades «extrañas» para dar cuenta de las normas)
pero que esto no nos lleva necesariamente a renunciar a la objetivi-
dad de la ley. Para el constructivismo «[...] moral requirements are
in some sense generated by a process of rational deliberation».43
La materia de este procedimiento es aportada por las máximas
del agente que, si superan el «procedimiento imperativo categóri-
co», se transforman en leyes objetivo prácticas.44
El realismo en la interpretación de la noción de autonomía,
con destacados expositores en Kain y Wood, niega que se requie-
ra postular la existencia de algún acto o estado psíquico particular
del agente para afirmar que se encuentra sometido a la ley moral.
La ley moral está más bien, por decirlo de algún modo, inscripta
en la estructura normativa de la voluntad de un agente racional, de
un ser que no está totalmente determinado por el orden causal de la
naturaleza sino que es capaz de actuar por razones. Si existe una
ley tal, nos dice Kant «ha de hallarse ya vinculada (plenamente a
priori) con el concepto de la voluntad de un ser racional en gene-
ral» (F, 4: 426). En este sentido, la voluntad racional es autóno-
ma, es la fuente de toda normatividad. En palabras de Kant: «La
autonomía de la voluntad es aquella modalidad de la voluntad por
la que ella es una ley para sí misma (independientemente de cual-
quier modalidad de los objetos del querer» (F, 4: 440). Lo que
afirman los realistas es que el primer principio de la moral —sólo
el primer principio, no todo el sistema— se deriva a priori del con-
cepto de agencia racional, voluntad racional o razón práctica y que
este principio es la única y suprema fuente de toda normatividad
categórica. Consecuentemente los realistas deben morigerar las afir-
maciones kantianas de autoría de la ley moral por parte de los
agentes.

43 
Reath, 2006: 164, nota 17.
44 
Para la idea de ‘procedimiento imperativo categórico’ puede verse Rawls,
1993: 291-319.

47

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Vale subrayar que esta interpretación realista de la noción de
autonomía no renuncia a considerar a la voluntad como fuente de la
normatividad de los deberes morales. Justamente difiere de otros
realismos (el de los intuicionistas o el de los teóricos del derecho
natural) en que rechaza la idea de que descubrimos nuestros de-
beres morales mediante el ejercicio de capacidades cognoscitivas
que tienen por objeto ciertas entidades abstractas que están «ahí
afuera». Es cierto que rechaza la idea de que es la voluntad particu-
lar la que legisla; sostiene, en cambio, que la fuente de la normati-
vidad de los mandatos es la voluntad (o el concepto de la voluntad)
de todo sujeto racional, con independencia de sus actos volitivos
específicos.

4. Concepciones de la autoridad, concepciones de la


autonomía y tesis de la incompatibilidad conceptual

Tenemos entonces dos concepciones de la autoridad, la volunta-


rista y la epistémica, y dos concepciones de la autonomía: como
autoría y como juicio propio. Es natural pensar entonces que te-
nemos dos versiones de la tesis de la incompatibilidad concep-
tual. Pues la versión voluntarista de la autoridad se opone natu-
ralmente a la idea de autonomía como autolegislación así como la
versión epistémica de la autoridad se opone a la versión de la au-
tonomía como juicio propio.
He aquí entonces las dos versiones de la tesis de la incompati-
bilidad conceptual:

a) El conflicto entre autoridad y autonomía es irresoluble por-


que la autonomía moral requiere que siempre seamos los auto-
res de las normas que hemos de obedecer mientras que la auto-
ridad pretende que su voluntad sea la fuente de tales normas.
b) El conflicto entre autoridad y autonomía es irresoluble por-
que la autonomía moral requiere que siempre juzguemos por
nosotros mismos sobre qué razones categóricas deben guiar
nuestra acción y que obremos en consecuencia, mientras que
la autoridad pretende que renunciemos a actuar sobre la base
de nuestro propio juicio para descansar en el suyo.

48

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Cualquier teoría que pretenda responder a la tesis de la incompati-
bilidad conceptual entre autoridad legítima y autonomía moral, debe
hacerse cargo de las dos versiones de cada una de estas ideas. Así,
quien como Raz, pretenda meramente dar cuenta de la existencia
de razones para renunciar al juicio propio o para rechazar esta exi-
gencia como improcedente, puede aún no dar cuenta de la existencia
de razones para renunciar a darnos a nosotros mismos las razones
que nos vinculan (renunciar a autolegislarnos) o para rechazar tal
idea como poco plausible y, por lo tanto, no solucionar en todos sus
términos el conflicto entre autoridad y autonomía.
Para aclarar la idea vale un ejemplo. Supongamos que concebi-
mos a la autoridad en términos de la concepción epistémica y que
entendemos que hay casos de autoridad justificada. Si el sostene-
dor de la concepción epistémica de la autoridad es coherente y
asume el cognitivismo moral, concebirá la justificación de la au-
toridad en términos de justificación de la renuncia a juzgar (conocer)
por sí qué debe hacerse, i.e. renuncia a la autonomía moral.45Ahora
supongamos un posible objetor no cognitivista. Este posible obje-
tor además entiende la autonomía moral en términos de autolegisla-
ción y tiene una lectura voluntarista de esta idea. Semejante objetor
entiende que una persona es autónoma cuando se rige por aquellas
leyes que ella misma crea. Si esta persona considera que es autó-
noma en tanto sigue las leyes emanadas de su voluntad y que tales
leyes serán categóricas cuando su voluntad se exprese mediante
acuerdos alcanzados con otros o por su consentimiento a regirse
por los mandatos de un tercero, por cierto que no podrá siquiera
considerar la pretensión de una autoridad basada en el mayor cono-
cimiento. En tanto esta persona no cree que haya nada que conocer

45 
Se me podría objetar sin duda que no es necesariamente cierto que justificar so-
bre bases epistémicas la autoridad práctica requiera justificar la renuncia a la autono-
mía como juicio propio. El mismo Raz puede ser visto como alguien que justifica la
autoridad negando que esto implique renunciar a la autonomía. La cuestión se aclara
si distinguimos entre autonomía de primer orden (juicio propio sobre razones de pri-
mer orden, razones para hacer o no hacer algo) y autonomía de segundo orden (jui-
cio propio sobre todas las razones relevantes, incluyendo razones de segundo orden,
razones para tener en cuenta o dejar de tener en cuenta otras razones). Para Raz, y
creo que para cualquier cognitivista, la justificación de la autoridad requiere necesa-
riamente la justificación de la renuncia a la autonomía de primer orden. La autoridad
no requiere, en cambio, renuncia a la autonomía de segundo orden. Al respecto, ver
Raz, 1979: 27.

49

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con anterioridad a sus propios actos de voluntad legislativa, no
puede atender a los argumentos de quien pretende que su mayor
conocimiento es lo que justifica su autoridad. Por el contrario, ten-
derá a tener por buenas o en principio atendibles a teorías que ba-
sen la autoridad de alguien en el consentimiento o la promesa de
los gobernados. Pues así, al obedecer a la autoridad, estos no esta-
rían más que siguiendo su propia voluntad.

50

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2
Autonomía como autolegislación.
El conflicto desde la concepción
voluntarista46

1. El problema

Entre los teóricos dedicados al estudio del problema de la norma-


tividad del Derecho hoy es dominante una posición escéptica res-
pecto de la existencia de una obligación general de obedecer el
Derecho. El grado de este rechazo varía en intensidad y los fun-
damentos ofrecidos también son diversos. Dentro de este espec-
tro quizás la posición más radical sea el anarquismo filosófico a
priori y autonomista. Esta postura, sostenida por R. P. Wolff en In
Defense of Anarchism,47 afirma que las ideas de autoridad legíti-
ma y autonomía moral son conceptualmente incompatibles y que
por ello es imposible la existencia misma de autoridades legíti-
mas. En consecuencia, sostiene, no tenemos ningún deber de obe-

46 
Publicado originalmente en Doxa bajo el título Wolff entre Autoridad y Autono-
mía, Un análisis de la concepción voluntarista de la autonomía como autolegisla-
ción y de sus consecuencias respecto de la tesis de la incompatibilidad conceptual
entre autoridad y autonomía (Iosa, 2010b), En el presente trabajo todas las referencias
a trabajos de Kant son acordes con la paginación de la edición de la Academia. Para
la Fundamentación de la Metafísica de las costumbres (Kant, [1785] 2002) abrevio
(F), para la Metafísica de las costumbres (Kant, [1797] 1996,) abrevio (MC). El resto
de las traducciones son mías, salvo que indique lo contrario.Ver, por ejemplo: M. B.
E. Smith, 1973: 950 - 976; Raz, 1986, especialmente el c. 4; 1979, especialmente el
c. 12; y 2001, especialmente el c. 15; J. Simmons, 1979; Caracciolo, 1997: 159-
178; 2000: 37-44, y particularmente 1998: 6; Gans, 1992; Greenwalt, 1987; Wolff,
1970.
47 
Wolff, 1970. En adelante DA.

51

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decer ningún Derecho positivo en tanto emanado de fuentes con
pretensiones de autoridad.48 Al estudio de esta tesis en una de sus
variantes posibles —la que deriva la incompatibilidad conceptual
a partir de una concepción voluntarista de la autonomía entendi-
da como autolegislación—, está dedicado este capítulo.
El análisis y refutación de la postura de Wolff se ha convertido
en el primer paso obligado para los teóricos preocupados en fun-
dar la autoridad del Derecho o por lo menos en negar que deba-
mos a priori descartar su fuerza normativa. Pero la mayoría de los
análisis obvian el hecho de que en DA, Wolff maneja inadvertida-
mente dos concepciones diferentes e incompatibles de la autono-
mía moral: por un lado una comprensión voluntarista de la auto-
nomía como autolegislación y, por otro, una idea de autonomía
como juicio propio, como independencia epistémica. Estas con-
cepciones presuponen teorías opuestas sobre la fuente y la natu-
raleza de los deberes morales. Para la segunda, la existencia de la
moral es independiente de cualquier estado subjetivo del sujeto
normativo y, por tanto, es susceptible de conocimiento objetivo
—de juicio en última instancia—, mientras que para la primera
los deberes surgen de actos de voluntad del agente y por tanto no
son cognoscibles con independencia de sus estados subjetivos.
Cada una de ellas tiene, tal como sostendré aquí, implicancias
distintas en relación con el conflicto entre autoridad y autonomía.
Una vez distinguidas estas concepciones se verá claramente que
la existencia del conflicto y la viabilidad de las propuestas de so-
lución dependen de cuál se use en la construcción del problema.
Mantenerlas separadas nos permite, por otra parte, dividir en dos
la tesis de la incompatibilidad conceptual:

48 
«The defining mark of the state is authority, the right to rule. The primary obli-
gation of man is autonomy, the refusal to be ruled. It would seem, then, that there can
be no resolution of the conflict between the autonomy of the individual and the puta-
tive authority of the state. Insofar as a man fulfills his obligation to make himself the
author of his decisions, he will resist the state’s claim to have authority over him.
That is to say, he will deny that he has a duty to obey the laws of the state simply be-
cause they are the laws. In that sense, it would seem that anarchism is the only poli-
tical doctrine consistent with the virtue of autonomy» (Wolff, 1970:18). «If all men
have a continuing obligation to achieve the highest degree of autonomy possible,
then there would appear to be no state whose subjects have a moral obligation to
obey its commands. Hence, the concept of a de jure legitimate state would appear to be
vacuous, and philosophical anarchism would seem to be the ‘only reasonable political
belief for an enlightened man» (Wolff, 1970:19).

52

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a) El conflicto entre autoridad y autonomía es irresoluble por-
que la autonomía moral requiere que siempre seamos los auto-
res de las normas que hemos de obedecer y la autoridad pre-
tende que su voluntad sea la fuente de tales normas.
b) El conflicto entre autoridad y autonomía es irresoluble por-
que la autonomía moral requiere que siempre juzguemos por
nosotros mismos sobre cuestiones morales y la autoridad pre-
tende que renunciemos a dicho juicio.

La mayoría de los análisis vigentes de la autoridad se centran


en esta última noción, destacando que la autoridad exige renuncia
a la independencia epistémica (al juicio propio) y que justificar la
autoridad es justificar tal renuncia.49 La idea de autolegislación tal
como la maneja Wolff, i. e. la concepción voluntarista de autono-
mía como autolegislación, ha sido objeto de escasa atención en
este debate.50 Por ello en este trabajo me centraré en su análisis.
En primer lugar mostraré las razones que han llevado a Wolff
a adoptar esta concepción. Ella se sigue como conclusión de los
argumentos esgrimidos por Wolff en The autonomy of reason.51
Mediante dichos argumentos Wolff pretende mostrar la inviabili-
dad de la pretensión kantiana de fundar la ley moral sobre bases
a priori. Considero que cualquier intento de refutar la concepción
voluntarista de autonomía debe enfrentarse con dichos argumentos
y mostrar que la pretensión kantiana se sostiene o, por lo menos,
que Wolff no ha demostrado lo contrario. Creo que una refutación
49 
Ésta es la comprensión estándar del conflicto. Así, J. Raz describe el supuesto
conflicto en los siguientes términos: «[...] el principio de autonomía implica que se
actúe basándose en el propio juicio en todas las cuestiones morales. Como la autori-
dad algunas veces requiere que se actúe en contra del propio juicio, exige, así, el
abandono de la autonomía moral», Raz, 1985: 17-18. Asimismo, en The Morality of
Freedom (Raz, 1986: 48), afirma: «Todo el punto y propósito de las autoridades... es
excluir el juicio individual sobre los méritos del caso...». En el mismo sentido Bayón,
1991: 618-619.
50 
Considero, sin embargo, que es la más importante, ya que, a diferencia de la de
juicio propio, es una tesis sobre la fuente de la normatividad categórica y cualquier
teoría de la autoridad como generadora de deberes debe dar cuenta de qué tesis sobre
tal fuente supone. Cabe destacar que Wolff maneja aquí una concepción posible, la
voluntarista, de autonomía como autolegislación. En la discusión del concepto kan-
tiano de autolegislación hay otras dos interpretaciones que no discutiré aquí, la cons-
tructivista y la realista. De dichas concepciones se siguen resultados diferentes para
la resolución del conflicto entre autoridad y autonomía.
51 
Wolff, 1973 (en adelante AR).

53

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semejante es perfectamente posible, que la concepción volunta-
rista de la autonomía no se sostiene. Sin embargo no argumentaré
aquí en contra de la concepción voluntarista. Me limitaré a pre-
sentar los argumentos de Wolff en contra de Kant, tarea que espe-
ro sea útil tanto para permitirnos determinar los contornos de la
concepción voluntarista de la autonomía como autolegislación
como para explicitar los compromisos que su adopción implica.
En segundo lugar mostraré que desde de una concepción vo-
luntarista de la autonomía (y con independencia de su viabilidad
sustantiva), no puede sostenerse coherentemente la tesis de la in-
compatibilidad conceptual. A partir del voluntarismo, tanto la
promesa de obediencia a determinadas personas (i. e. el contrato
social entendido como acto histórico) como el consenso, pueden
fundar autoridades legítimas. Sin duda, a partir del voluntarismo
—y a defender este punto se limitará mi argumentación— hay al
menos un caso de consenso, el de la democracia directa y por
unanimidad, en que podemos hablar con propiedad de autoridad
legítima.52 De aquí se sigue que, partiendo de esta concepción de
la autonomía no es cierta la tesis de la incompatibilidad concep-
tual. La viabilidad del consenso como fundamento de autoridades
legítimas nos explica que Wolff afirme que la democracia directa
y por unanimidad (el caso paradigmático de un consenso expre-
so) sea la única solución genuina al desafío del anarquismo.53 Sin
la distinción entre dos concepciones de autonomía aquí propuesta,
tal afirmación implicaría por parte de Wolff una crasa contradic-
ción con su tesis de la incompatibilidad conceptual. Pero que
Wolff se contradice es cierto sólo en parte, en tanto que la tesis de
la «única solución posible» está sostenida y es viable dentro del
marco de una concepción voluntarista de la autonomía.
La tesis de la incompatibilidad conceptual puede, por el mo-
mento, mantenerse para la concepción de la autonomía como jui-

52 
Limito aquí la tesis a defender. No pretendo dar a entender que los argumentos
de este trabajo bastan para fundar el deber de obedecer las normas emanadas de cual-
quier contrato o cualquier consenso. Simplemente defiendo que a partir del volunta-
rismo no es cierta la tesis de la incompatibilidad conceptual porque hay por lo menos
un caso de autoridad compatible con la autonomía.
53 
Wolff, 1970: 27. La única condición que cabe agregar aquí para tener por bue-
na esta hipótesis es que acordemos con Wolff en que la democracia directa y por
unanimidad es un caso de autoridad —afirmación cuya verdad no es, tal como se
verá en el texto, en absoluto obvia—.

54

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cio propio y para otras concepciones no voluntaristas de la auto-
nomía como autolegislación.

2. Autonomía moral en In Defense of Anarchism

Agencia racional y autonomía moral

En In Defense of Anarchism, Wolff comienza su exposición del


concepto de autonomía afirmando una relación conceptual entre
agencia racional (entendida como capacidad de elegir actuar por
razones) y responsabilidad moral (entendida como capacidad de ser
sujeto de imputación). Del hecho de que no podemos dejar de
pensarnos como responsables por nuestras acciones se sigue ne-
cesariamente que somos (o debemos considerarnos como) agen-
tes racionales, i. e., capaces de elegir actuar por razones. Sólo tiene
sentido atribuir responsabilidad a agentes capaces de elegir ac-
tuar por razones, no lo tiene imputársela a seres totalmente deter-
minados por la causalidad natural.54
Dos son los elementos del concepto de agencia racional. Por
un lado, la capacidad de elegir, la libertad. «The fundamental as-
sumption of moral philosophy is that men are responsible for
their actions. From this assumption it follows necessarily, as Kant
pointed out, that men are metaphysically free, which is to say that
in some sense they are capable of choosing how they shall act»
(Wolff, 1970, 12).
Pero inmediatamente Wolff agrega que la libertad de elegir no
es el único elemento necesario a la hora de dar cuenta del presu-
puesto de la responsabilidad, i. e. de la agencia racional: «The
obligation to take responsibility for one’s actions does not derive
from man’s freedom of will alone... Only because man has the ca-
pacity to reason about his choices can he be said to stand under a
continuing obligation to take responsibility for them» (Wolff,
1970, 12).

54 
Este punto está vinculado a la afirmación kantiana en la Crítica de la Razón
Práctica (5:30) de que la moral (el sabernos responsables) es anterior a la libertad (el
concebirnos como agentes racionales) en el orden del conocimiento, mientras que la
libertad es anterior a la moral en el orden del ser.

55

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Libertad y razón son entonces los elementos mutuamente ne-
cesarios y conjuntamente suficientes del concepto de responsabi-
lidad y de su presupuesto, el concepto de agencia racional. Según
Wolff, y según Kant a quien Wolff está siguiendo aquí, todo hom-
bre que goza tanto de libertad (de una voluntad libre) como de ra-
zón, todo agente racional, es responsable. A su vez todo hombre
responsable debe asumir responsabilidad por sus acciones. Igual-
mente, todo agente racional tiene la obligación de actuar racio-
nalmente (Wolff, 1970: 12-13).
Hasta aquí Wolff ha realizado dos afirmaciones. Primero, que
cuando concebimos a alguien como un ser responsable necesaria-
mente nos comprometemos con la idea de que es un agente racio-
nal, un ser capaz de elegir actuar por razones. Segundo, que todo
ser responsable tiene la obligación de asumir responsabilidad (y
que todo agente racional tiene la obligación de actuar racional-
mente). Analicemos entonces esta distinción entre «ser responsa-
ble» y «asumir responsabilidad».
Ser responsable es una «facultad (una capacidad de asumir res-
ponsabilidad)» que es una propiedad necesaria de los agentes en
tanto son capaces de elegir y de reconocer las razones existentes.
Sólo los seres responsables son susceptibles de imputación, sólo
a ellos se les puede atribuir acciones como acciones suyas. Con-
secuentemente, sólo a ellos tiene sentido exigirles que asuman
sus consecuencias (por ser consecuencias de acciones suyas).
Quienes son responsables tienen a su vez la obligación de asu-
mir responsabilidad, i. e. tienen el deber de elegir actuar de acuer-
do a las razones (que consideran) existentes. Pero no todos los que
son responsables cumplen necesariamente con esta obligación.
Sólo de quienes de hecho lo hacen puede decirse que asumen res-
ponsabilidad. La asunción de responsabilidad no es un hecho nece-
sario para agentes responsables pero imperfectamente racionales
como nosotros.
¿Qué se requiere para satisfacer la obligación de asumir respon-
sabilidad? El satisfacer la obligación de asumir responsabilidad, i. e.
el asumirla, requiere, según Wolff, hacer uso tanto de la propia li-
bertad como capacidad de elección como de la propia razón como
capacidad epistémica. Notemos que si bien todas nuestras acciones
son «nuestras»en la medida en que somos seres responsables, no es
cierto, y menos necesariamente cierto, que en todas nuestras accio-
56

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nes hagamos uso de nuestra libertad y de nuestra razón. Quien hace
algo por la mera razón que otro le dijo que lo hiciera —digamos
que usted me pide que me tire a un pozo y yo me tiro, o que mate a
alguien y yo lo mato— no está haciendo uso ni de su libertad ni de
su razón.
Este último requisito —el hacer uso de la propia razón— no
requiere, según Wolff, que se logre identificar adecuadamente las
razones existentes, sino que no se renuncie al esfuerzo de realizar
dicha tarea: «When we describe someone as a responsible indivi-
dual, we do not imply that he always does what is right, but only
that he does not neglect the duty of attempting to ascertain what
is right» (Wolff, 1970: 12-13).
Intentar determinar qué es correcto implica a su vez dos cosas
que definen el alcance de la noción de juicio propio: por una par-
te, aumentar el conocimiento de los datos, tanto normativos como
fácticos, relevantes en el razonamiento categórico-práctico que
nos llevará a decidir la cuestión y, por otra, ejercitar dicho razo-
namiento (el balance de razones y el juicio de subsunción) cada
vez que la situación demande tomar decisiones morales: «Taking
responsibility involves attempting to determine what one ought
to do, and that … lays upon one the additional burdens of gaining
knowledge, reflecting on motives, predicting outcomes, critici-
zing principles, and so forth» (Wolff, 1970: 12).
De un agente que ha decidido libremente actuar de acuerdo a
razones que, tras un proceso de conocimiento, ha llegado a consi-
derar como las razones aplicables a su caso, se puede decir que ha
asumido responsabilidad por sus actos. Nada habrá que repro-
charle aún si no ha logrado actuar por las razones que decidían el
caso. Ha hecho todo lo que se podía esperar de él.
A su vez la noción de autonomía moral es idéntica, según
Wolff, a la idea de asumir responsabilidad: «... moral autonomy is
simply the condition of taking full responsibility for one’s ac-
tions...» (Wolff, 1970: 14).
Así, la idea de autonomía está vinculada, mediante la de res-
ponsabilidad, con la de agencia racional.55 Asumen responsabili-

55 
Consecuentemente, al referirse a la teoría del contrato social, Wolff afirma que
es un intento por superar el conflicto entre «the primary demand of moral agency,
which is autonomy…» (Wolff, 1970:87).

57

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dad, satisfacen su obligación de actuar racionalmente, son autó-
nomos, quienes eligen por sí haciendo uso de su razón.

Posibles objeciones al concepto normativo de un agente racional

Antes de seguir con el análisis de las tesis de Wolff es importante


detenerse en este punto kantiano porque está presupuesto en el
resto de la discusión y un malentendido aquí puede llevar a con-
fusiones más adelante.
Hasta ahora se ha afirmado que la idea de responsabilidad pre-
supone la de agencia racional (la idea de un agente capaz de ele-
gir actuar por razones) y que todo agente responsable tiene la
obligación de asumir responsabilidad así como todo agente racio-
nal tiene la obligación de actuar racionalmente.
Un primer mal entendido consistiría en suponer que lo que se
afirma es que de hecho estamos obligados a actuar racionalmen-
te. Muy por el contrario, lo único que Kant está afirmando es que
si alguien es un agente racional, entonces debe actuar racional-
mente (F, 4: 412-413). Igualmente, Wolff afirma que «si» alguien
es un ser responsable, entonces está obligado a asumir responsa-
bilidad.
Una segunda cuestión. Bien podría objetarse que aquí tanto
Kant como Wolff están dando un salto de lo conceptual a lo nor-
mativo. Ésta es sin duda una objeción importante, quizás la más
importante. ¿Cómo puede ser que del concepto de un agente ra-
cional derivemos la obligación de actuar racionalmente? Igual-
mente podemos pensar que no se puede derivar la obligación de
asumir responsabilidad, esto es, de actuar responsablemente, a
partir del concepto de un agente responsable.
Los conceptos de responsabilidad y de agencia racional, afir-
man Wolff y Kant, son conceptos normativos. Una forma posible
de concebir un concepto normativo es, tal como en una conversa-
ción sobre este punto sostuvo R. Caracciolo, entenderlo como un
concepto cuya definición incluye una norma. Así como un juez
penal es un agente que en sus decisiones públicas debe aplicar las
normas penales y procesal-penales, un agente responsable es uno
que debe asumir responsabilidad por sus acciones. Un agente ra-

58

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cional, a su vez, es uno que está obligado a actuar racionalmente,
i. e. a elegir actuar por las razones que considere correctas.56
¿Son estas definiciones normativas correctas en tanto defini-
ciones de agencia racional y de responsabilidad?
Bien podríamos contestar que éste no es el caso. Así, uno po-
dría pensar que el concepto de agencia racional implica mera-
mente la capacidad, pero no la obligación, de actuar por razones.
Para revisar la plausibilidad de esta definición alternativa vale
acudir a Kant. Cuando se enfrenta a la noción de agencia racional
lo hace en los siguientes términos:

Cada cosa de la naturaleza opera con arreglo a leyes. Sólo un ser racional
posee la capacidad de obrar según la representación de las leyes o con arre-
glo a principios del obrar, esto es, posee una voluntad. Como para derivar
las acciones a partir de leyes se requiere una razón, la voluntad no es otra
cosa que razón práctica (F, 4: 412).

56 
Kant defenderá esta última afirmación bajo una forma específica. Porque en-
tiende que del concepto de un agente racional se deriva no sólo la obligación de ac-
tuar racionalmente, sino también el criterio para determinar cuáles acciones son ra-
cionales y cuáles no. La idea kantiana es que del concepto de un agente racional se
deriva una norma, el imperativo categórico, a la que los agentes racionales están vin-
culados en tanto tales. Por tanto, si alguien es un agente racional y está vinculado a
actuar racionalmente, entonces está vinculado a actuar de acuerdo al primer princi-
pio de la moral. Todo el segundo capítulo de la Fundamentación está dedicado a
mostrar la verdad de este condicional. El imperativo categórico es obligatorio para
agentes racionales. Idealmente todo el argumento de la Fundamentación podría ser
reconstruido como un gran modus ponens con el anterior condicional como premisa
mayor. Es cierto, uno esperaría que Kant inmediatamente afirme que somos de hecho
agentes libres y racionales para poder derivar que de hecho estamos vinculados por
el primer principio. Pero debemos advertir que ésta es una cuestión diferente. Kant
se enfrenta a ella recién en el tercer capítulo. Allí, sin embargo, no afirma categóri-
camente que somos agentes libres y racionales. Semejante afirmación teórica queda
excluida del ámbito de lo que se puede decir con sentido en virtud de los argumentos
de la primera crítica. En cambio Kant se limita a afirmar por un lado que el concebir-
nos a nosotros mismos como agentes libres y racionales es compatible con el hecho
de que en determinado nivel somos meros fenómenos y que como tales estamos ins-
criptos en el orden causal. Por otro lado, Kant afirma que en tanto decidimos y actua-
mos no podemos dejar de concebirnos a nosotros mismos como seres libres y racio-
nales. Cualquiera que niegue esta afirmación es de esperar que lo haga por una
razón. Pero si la niega por una razón cae inmediatamente en contradicción, pues está
afirmando algo, y el afirmar algo por una razón es actuar por una razón. Quien acep-
ta que actúa, acepta que se concibe a sí mismo como un agente racional.

59

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Un agente racional entonces, tiene la capacidad de obrar según
la representación de «leyes», es decir, de «razones a las que está
vinculado». La agencia racional es una capacidad de obrar en vir-
tud de razones que nos vinculan. Para un agente capaz de razón
práctica no tiene ningún sentido decir «reconozco que ésta es una
razón vinculante que se aplica a mi caso pero no estoy vinculado
a actuar conforme».
Alternativamente, podríamos entender que si somos agentes
racionales es «necesario» que actuemos racionalmente. Pero que
del hecho de que esto sea necesario no se sigue que sea obligato-
rio. Ahora bien, cabe preguntarnos, ¿es cierto que un agente ra-
cional actúa necesariamente de modo racional? La idea kantiana
de que somos agentes «imperfectamente» racionales trata de cap-
tar la intuición de que éste no es el caso. Muchas veces, pese a re-
presentarnos las razones que deberían guiar nuestra acción, las
razones que triunfan y deciden el caso desde el punto de vista de
la razón, actuamos en contra de esas razones. Kant explica el he-
cho de que actuemos irracionalmente como el resultado de una
lucha entre la razón y la inclinación. Con independencia de la co-
rrección de la explicación kantiana es claro que nuestro actuar ra-
cional no es necesario. Ahora bien, el hecho de que actuemos
irracionalmente no nos vuelve agentes irracionales. Porque la
agencia racional no implica que necesariamente actuemos racio-
nalmente, sino meramente que estamos obligados a actuar así.
Vale en este punto traer nuevamente a Kant:

Si la razón determina indefectiblemente a la voluntad entonces las acciones


de un ser semejante que sean reconocidas como objetivamente necesarias lo
serán también subjetivamente, es decir, la voluntad es una capacidad de ele-
gir sólo aquello que la razón reconoce independientemente de la inclinación
como prácticamente necesario, o sea, como bueno. Pero si la razón por sí
sola no determina suficientemente a la voluntad y ésta se ve sometida ade-
más a condiciones subjetivas (ciertos móviles) que no siempre coinciden
con las objetivas, en una palabra, si la voluntad no es de suyo plenamente
conforme con la razón (como es el caso entre los hombres), entonces las ac-
ciones que sean reconocidas como objetivamente necesarias serán subjeti-
vamente contingentes y la determinación de una voluntad semejante con
arreglo a leyes objetivas supone un apremio... La representación de un prin-
cipio objetivo, en tanto resulta apremiante para una voluntad, se llama un

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mandato (de la razón) y la fórmula del mismo se denomina imperativo (F, 4:
413).

Si no nos convenciera Kant, ¿hay algún otro argumento que se


nos pueda ofrecer a favor de la tesis de que el concepto de agen-
cia racional implica la obligación de actuar racionalmente? Qui-
zás baste preguntarnos ¿tiene sentido la idea de un ser racional
que no está obligado a actuar racionalmente? La pregunta es más
iluminadora si utilizamos la idea de responsabilidad. ¿Podemos
pensar un agente responsable que no tiene la obligación de actuar
responsablemente? Semejante agente podría decir «tengo el per-
miso de actuar irresponsablemente pero eso no compromete mi
responsabilidad». Sin embargo esto parece ser contradictorio.
Los agentes racionales, entonces, tienen la obligación de asu-
mir responsabilidad, i. e., de ser autónomos. Nuevamente, enton-
ces ¿por qué deberíamos considerar a todos los agentes libres y
racionales como obligados a ejercitar su autonomía, i. e. su capa-
cidad de elegir y su razón? ¿Es acaso, tal como sostienen algunos
de los objetores de Wolff, una obligación moral más, que puede
ser derrotada bajo determinadas circunstancias? Las considera-
ciones aquí apuntadas indican que el alcance y el peso de la obli-
gación de autonomía están ya determinadas por la misma idea de
agencia racional: existe un vínculo entre el concepto de agencia
racional, como concepto normativo, y el surgimiento de esta obliga-
ción. Esto es, en tanto somos seres libres y dotados de razón tenemos
necesariamente la obligación de ejercitar tales facultades. Por
ello, aunque según Wolff podemos de hecho renunciar a asumir
responsabilidad, renunciar a la autonomía, no podemos dejar de
vernos a nosotros mismos como bajo la obligación de asumirla.
Así la persona que realiza una acción meramente porque otro le
dijo que la hiciera, digamos una acción dañosa, no puede excu-
sarse alegando que el otro se lo ordenó. Permanece responsable
aun cuando no haya asumido su responsabilidad.

Autonomía como juicio propio vs. autonomía como autolegislación

Ahora bien, ¿cuál es el rol específico de estas dos facultades, vo-


luntad libre y razón, en el ejercicio de esta responsabilidad por

61

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las propias acciones? Una respuesta coherente, la que parece es-
tar implícita en gran parte de DA, es que la razón se debe encar-
gar por un lado de identificar los elementos relevantes para el ra-
zonamiento práctico normativo y, por otro, de ejercitar ese
razonamiento (i. e., aplicar los deberes generales al caso concre-
to). La libertad de elegir es, por su parte, capacidad de actuar por
razones, de modo que una vez que identificamos mediante el jui-
cio propio qué es lo que debemos hacer en el caso concreto, aho-
ra esta capacidad, como una capacidad ejecutiva (en Kant arbitrio
libre, willkür-MC, 6: 226), hace que podamos actuar sobre la
base de esas razones. De modo que la libertad de elegir no juega
ningún papel ni respecto de la existencia de las razones (no las
crea) ni del ejercicio del razonamiento práctico (que es una capa-
cidad epistémica). Presupone esta explicación una teoría respecto
de la naturaleza y la fuente de las razones categóricas, de los de-
beres que la razón identifica y aplica.
Aunque Wolff no explicita esta teoría, parece claro que entiende
que la razón como facultad epistémica puede identificar y aplicar
estas razones (razones existentes independientemente), razones
que, por tanto, serán enunciables en proposiciones normativas
susceptibles de verdad o falsedad (i. e. serán susceptibles de co-
nocimiento objetivo). De modo que la teoría supone tanto el rea-
lismo como el cognitivismo moral. Ésta parece ser la concepción
metaética en juego, vinculada a lo que podemos llamar una con-
cepción judicial o epistémica de la autonomía. De hecho, en el
párrafo que sigue a las distinciones establecidas dentro del con-
cepto de responsabilidad y analizadas más arriba, Wolff continúa
del siguiente modo:

The responsible man is not capricious or anarchic, for he does acknowledge


himself bound by moral constraints. But he insists that he alone is the judge
of those constraints. He may listen to the advice of others, but he makes it
his own by determining for himself whether it is good advice. He may learn
from others about his moral obligations, but only in the sense that a mathe-
matician learns from other mathematicians –namely by hearing from them
arguments whose validity he recognizes even though he did not think of
them himself. He does not learn in the sense that one learns from an explo-
rer, by accepting as true his accounts of things one cannot see for oneself
(Wolff, 1970:13).

62

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Hasta aquí parece que Wolff está presentando una concepción
de la autonomía como ejercicio del propio juicio, de modo que
quien juzga por sí mismo es autónomo y quien no lo hace no lo
es. Pero a continuación extrae una consecuencia totalmente ines-
perada y que nos introduce en una concepción diferente de la au-
tonomía, autonomía entendida ahora como autolegislación, con-
cepción que en su interpretación voluntarista (con implicaciones
metaéticas diametralmente opuestas a cualquier realismo) adop-
tará en AR:

Since the responsible man arrives at moral decisions which he expresses to


himself in the form of imperatives, we may say that he gives laws to him-
self, or is self-legislating. In short he is autonomous. As Kant argued, moral
autonomy is a combination of freedom and responsibility; it is a submission
to laws which one has made for oneself. …we must acknowledge as well
the continuing obligation to make ourselves the authors of such commands
as we may obey (Wolff, 1970; 14 y 17).

Pero esta concepción de la autonomía como autoría (por lo


menos tal como más adelante la desarrollará en AR) implica una
teoría totalmente diferente tanto respecto del rol de la libertad de
la voluntad y de la razón como de la fuente y naturaleza de los
deberes. Porque si nosotros mismos hemos hecho la ley para no-
sotros mismos, entonces ahora parece que nuestra voluntad libre
es la fuente de la normatividad. La razón no tiene que salir a
«descubrir» deberes porque los tiene muy cerca suyo: han sido
«creados» por la voluntad libre del agente. De modo que el papel
epistémico de la razón parece acotarse al ejercicio del razona-
miento práctico entendido meramente como especificación de las
razones creadas por la voluntad libre. E incluso dejarle este rol
mínimo suena forzado.
Wolff no tiene explícitamente en cuenta en DA, la distinción
entre autonomía como autolegislación y autonomía como juicio
propio aquí ensayada. Bien podría pensarse que usa la idea de au-
toría o autolegislación solamente como una metáfora. En el mis-
mo sentido podría sostenerse que la idea principal que Wolff
pone tras el rótulo de «autonomía» es que los agentes morales tie-
nen una obligación de juzgar por sí. La idea de que ellos hacen su
propia ley no sería sino una forma de enfatizar el hecho de que
63

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toman sus propias decisiones morales, aun si no crean las razones
para dichas decisiones. Si no fuera porque el mismo Wolff rein-
terpretará (en AR) toda su teoría en términos de autolegislación,
podríamos conformarnos con sostener, tal como lo hace por
ejemplo Raz junto con todos los que entienden la justificación de
la autoridad como la justificación de la renuncia al juicio propio,
que Wolff entiende autonomía como juicio propio.57

3. La concepción voluntarista de autonomía como


autolegislación

Tesis metaéticas

Paso ahora a analizar la concepción de la autonomía como auto-


legislación que Wolff desarrolla en AR, y que está implícita en
buena parte de las afirmaciones sostenidas en DA. El voluntaris-
mo —tal es el nombre con que, por su vínculo con las homóni-
mas concepciones teológicas de la fuente de la moral, la discu-
sión filosófica contemporánea ha rotulado a la concepción de la
autonomía sostenida por Wolff en aquel texto— pone en el centro
de la discusión sobre la fuente, el contenido y la vinculatoriedad de
la moral la noción de una voluntad libre. Sostiene que los actos
de voluntad, las contingentes elecciones de los agentes, sumados
a determinada concepción meramente formal de la racionalidad,
son la fuente última de cualquier normatividad. Tales actos de
elección no están a su vez respaldados por razones (porque no hay
fines en sí, no existe lo bueno incondicionado). La moral no puede
exigirnos la adopción de máximas. En consecuencia esta concep-
ción rechaza cualquier pretensión de atribuir a la normatividad
moral los caracteres de objetividad, universalidad y necesidad po-
sitivas. Sólo queda una objetividad negativa relativa a la obliga-
toriedad de excluir cualquier máxima internamente contradictoria
o la adopción conjunta de dos máximas externamente contradic-
torias. La normatividad resultante es una normatividad hipotética
(dependiente de la contingente adopción de máximas). Ahora

57 
Ver Raz, 1985:17-18. Para un análisis de la concepción de la justificación de la
autoridad como justificación de la renuncia al juicio propio ver Bayón, 1991: 618 y ss.

64

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bien, cuando dichos actos expresan una libre decisión colectiva
tenemos, según Wolff, la fuente de la moral categórica positiva,
una moral contractual que pese a ser categórica en virtud de ser
producto del acuerdo, ya no es incondicionada.58

Fundamentos del voluntarismo

R. P. Wolff desarrolla estas ideas como respuesta a lo que él con-


sidera objeciones definitivas a la concepción kantiana de la auto-
nomía. Refiriéndose a ella sostiene:

Kant’s unclarity here stems directly from his commitment to two incompati-
ble doctrines. On the one hand he believes that there are objective, substanti-
ve, categorical moral principles, which all rational agents, insofar as they are
rational, acknowledge and obey. If this is true, then the notion of self-legisla-
tion seems vacuous. On the other hand, he believes (I think correctly) that ra-
tional agents are bound to substantive policies only insofar as they have fre-
ely chosen those policies. But if this is true, then one must give up the belief
in objective substantive principles and recognize that the substance or content
of moral principles derives from collective commitments to freely chosen
ends (Wolff, 1973:181).

Como podemos ver, Wolff sostiene que en el análisis kantiano


del concepto de autonomía están presentes los dos elementos, vo-
luntad libre y razón, que he señalado en el propio análisis wolffia-
no. Sólo que aquí, y como resultado de un meditado análisis de
las tesis sostenidas por Kant en la Fundamentación, Wolff toma
partido explícitamente por el elemento volitivo rechazando el
epistémico, i. e. la existencia de principios objetivos de la razón
práctica, independientes de los actos volitivos de los agentes y
por ello susceptibles de conocimiento objetivo.
Presupuesto este nuevo significado de «autonomía», entendida
ahora no como independencia epistémica sino como una particu-
lar concepción acerca de la fuente de la normatividad, se sigue
que debemos reinterpretar en su totalidad el conflicto entre auto-

58 
Por «positiva» me refiero aquí a una moral que implique que algunas máximas
deben ser aceptadas, una que no se limite a excluir posibles máximas del debate moral.

65

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ridad y autonomía tal como fue presentado por el mismo Wolff en
DA. Pero para poder analizar el conflicto bajo la concepción vo-
luntarista primero debemos precisar la concepción misma. Para
ello es necesario explorar sus fundamentos, tarea que comenzaré
a desarrollar en el próximo apartado.
Una vez precisada la concepción voluntarista de la autonomía
analizaré qué resultados se siguen de su adopción respecto del
conflicto entre autoridad y autonomía. Al respecto sostendré que
a partir del voluntarismo (tal como lo entiende Wolff) no se sos-
tiene la tesis de la incompatibilidad conceptual.

El análisis de Wolff de las tesis de la Fundamentación

La concepción voluntarista de la autonomía no pretende ser una


mera exégesis del pensamiento de Kant, ni siquiera una interpre-
tación de su pensamiento. Por el contrario, Wolff llega a ella tras
un análisis del argumento kantiano, análisis que pretende seguir a
Kant hasta donde sus afirmaciones son correctas y rectificarlo
donde, a su juicio, se equivoca.
Wolff adopta el voluntarismo básicamente en virtud de que en-
tiende que la empresa kantiana, entendida como la búsqueda de
principios incondicionados de la razón práctica, ha fracasado. De
modo que me centraré en el análisis wolffiano de los argumentos
kantianos de la Fundamentación con el objeto de reconstruir las ra-
zones por las que Wolff considera que de la noción kantiana de au-
tonomía —la idea de que en un agente racional su voluntad es una
ley para sí misma— no se pueden derivar semejantes principios.
Tal como acabo de afirmar, Wolff entiende que el propósito
central de Kant en la Fundamentación es «to discover uncondi-
tionally valid principles of practical reason» (Wolff, 1998:39).59
Kant habría intentado dar cuenta de estos principios principal-
mente por dos vías. Por un lado Kant habría pretendido derivar el
imperativo categórico, tanto en su versión de la fórmula de la ley
universal como en su versión de la fórmula de la humanidad, a
partir del concepto de un agente racional. A su vez, el imperativo

59 
Recordemos que Kant señala que el propósito de la Fundamentación es «la
búsqueda y el establecimiento del principio supremo de la moralidad» (F 4:392).

66

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categórico permitiría derivar a priori principios sustantivos in-
condicionados que bastarían para determinar el carácter normati-
vo de cualquier máxima, i. e., si su adopción está permitida, pro-
hibida o es obligatoria. Por otro lado, Kant habría pretendido
haber demostrado la existencia de dos fines —la felicidad ajena y
la propia perfección— necesarios (de adopción obligatoria) para
todo agente racional pero independientes del concepto de un
agente racional. De existir, estos fines permitirían derivar princi-
pios que manden incondicionalmente a todo agente racional la
adopción de las máximas necesarias para la realización de las accio-
nes requeridas como medios para la satisfacción de esos fines.
Para demostrar que existen principios incondicionados de ra-
zón, a Kant le bastaría con mostrar que alguna de estas vías es só-
lida. Como la primera tiene a su vez dos versiones tenemos que
explorar la viabilidad de tres argumentos. Kant, entonces, tendría
que mostrar la verdad de alguna de las siguientes tesis de modo
de establecer la validez universal, objetiva y necesaria de los
principios morales:

a) Que del concepto de un agente racional se deriva la fórmula


de la ley universal —FUL— 60 y que FUL sirve como criterio
para establecer las condiciones necesarias y suficientes de de-
terminación del carácter normativo de cualquier máxima; i. e.
FUL permite determinar si la adopción de una máxima cual-
quiera es permitida, prohibida, u obligatoria.
b) Que del mero concepto de agencia racional se puede derivar
FH (la Fórmula de la Humanidad) y que FH sirve como crite-
rio necesario y suficiente para establecer el carácter normativo
de cualquier máxima.
c) Que existen fines necesarios para todo agente racional deri-
vados de alguna otra fuente independiente del concepto de
agencia racional. Ésta es la vía que, según Wolff, Kant elige en
la Metafísica de las costumbres al postular como fines necesa-
rios la búsqueda de la propia perfección y la felicidad ajena.

60 
FUL vale por las iniciales de la «fórmula de la ley universal», en inglés: formu-
la of universal law, denominación que adopto por ser hoy estándar.

67

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Wolff, por su parte, afirma que ninguna de estas tesis está ade-
cuadamente fundada. Por tanto, considera que Kant no ha demos-
trado la existencia de principios incondicionados de la razón
práctica.
Respecto de las alternativas A y B, comencemos por advertir
que, para Wolff, la contribución principal de Kant en la Funda-
mentación es su intento de mostrarnos cómo derivar el imperati-
vo categórico a partir de un análisis del concepto de agencia ra-
cional.61 Pero Wolff bien nos advierte que Kant intenta derivar a
partir del concepto de un agente racional, de un ser capaz de ac-
tuar por razones, no sólo la fórmula del imperativo categórico y
la prueba de su carácter vinculante respecto de nosotros en tanto
que agentes racionales, sino también la fórmula y la vinculatorie-
dad del imperativo hipotético. Dos serían entonces los intentos
kantianos: AgR→IC y AgR→IH.
El imperativo hipotético manda adoptar una máxima de me-
dios presuponiendo la adopción de un fin. Wolff considera que
Kant muestra acertadamente que el imperativo hipotético es vin-
culante (es un imperativo) para todo agente que ha adoptado el
fin que le sirve de condición. Por su parte, el imperativo categóri-
co pretendería, según Wolff, ser un test válido a priori para deter-
minar a priori la validez de cualquier máxima sustantiva.62 La re-
petición se justifica: por a priori entiende Wolff aquí no sólo el
carácter epistémico del primer principio, sino también el de los
principios sustantivos particulares. Si la empresa kantiana (tal
como Wolff la entiende) fuera exitosa, entonces los deberes sus-
tantivos y las permisiones podrían derivarse analíticamente del
primer principio y, por tanto, el estatus normativo de cualquier
máxima sería cognoscible a priori.63 Ahora bien, respecto del im-

61 
AR, 51.
62 
Vale recordar que por «máxima», Kant se refiere al principio subjetivo del
obrar, i. e., aquel por el cual el agente obra. Se diferencia de la idea de ley práctica,
es decir, el principio objetivo, aquél por el cual el agente debe obrar (F 4: 421, nota).
63 
Hoy sin embargo, y a partir del resurgimiento del interés por el estudio de la
Metafísica de las costumbres y de los trabajos antropológicos de Kant, es común en-
tender que la pretensión de apriorismo kantiana no es para toda la moral sino sólo
para el primer principio. La derivación de deberes sustantivos generales o particula-
res a partir del primer principio requeriría el establecimiento de hechos con diferente
grado de generalidad que permitirían especificar su contenido. A. Wood y P. Kain
son claros expositores de esta forma de entender la empresa kantiana.

68

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perativo categórico así entendido, Wolff considera que Kant no
muestra que se derive analíticamente del concepto de un agente
racional.
Debemos entonces determinar tanto la propiedad de la com-
prensión wolffiana de la primera de las empresas kantianas en
cuestión como la corrección de su negación del éxito de la mis-
ma. Este paso es decisivo para nuestro propósito de elucidar la
noción voluntarista de autonomía moral, noción que parte de ne-
gar que Kant haya visto coronado con el éxito su esfuerzo sobre
esta cuestión: «…it is possible to reconstruct Kant’s derivation of
the Categorical Imperative. But it is not possible to reconstruct it
in a way that gives Kant what he really wants» (Wolff, 1973: 153).
Respecto de las alternativas B y C, advirtamos que si hubiera
fines necesarios, fines de adopción obligatoria para todo agente
racional, podríamos derivar máximas de adopción obligatoria
para todo agente racional en tanto tal, máximas que a su vez re-
quieran acciones que fueran medios conducentes a esos fines.64
Estos fines, en tanto presupondrían una condición necesariamen-
te satisfecha por cualquier agente racional (y no meramente deri-
vada de la naturaleza humana, como el deseo de felicidad) darían
lugar a imperativos categóricos. Pero, entiende Wolff, no hay fi-
nes necesarios o, en todo caso, Kant no nos ha mostrado que los
haya (Wolff, 1973: 132.)
Rechazadas las tesis A, B y C, lo único que Kant, según Wolff,
lograría mostrar es que del concepto de agencia racional se deriva
FUL pero entendido sólo como criterio de admisibilidad o no de
las máximas. Toda máxima que no satisfaga este criterio es una
máxima que debe ser excluida a priori en virtud de no satisfacer
una exigencia mínima de racionalidad. En otras palabras, satisfa-
cer FUL es condición necesaria de la racionalidad o moralidad de
las máximas. Pero dicha satisfacción no es suficiente para deter-
minar su carácter normativo (una máxima que satisfaga FUL pue-
de aún ser de adopción prohibida, permitida u obligatoria).

64 
Entiendo que la idea de «fines necesarios» es equivalente a la de «fines de
adopción obligatoria» en lo que a agentes imperfectamente racionales respecta. Para
nosotros no hay fines necesarios en sentido estricto, i. e., fines que no podamos dejar
de adoptar. Todo fin debe ser incorporado mediante un acto de la voluntad libre. Un
fin necesario, en estos términos, no es más que un fin que cualquier agente racional
tiene buenas razones para adoptar.

69

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Lo que nos queda entonces es que del mero concepto de agen-
cia racional podemos derivar analíticamente dos cosas: por un
lado, FUL entendido en los términos recién descritos y, por otro,
el imperativo hipotético. Si esto es cierto ahora se entiende clara-
mente por qué Wolff sostiene su particular concepto de autono-
mía: no hay valores previos a ninguna decisión, sólo la adopción
de un fin vuelve valioso el curso de acción conducente al logro de
ese fin. Notemos además que si éste es el concepto de autonomía
en juego, resulta ocioso postular una obligación incondicionada
de juzgar por uno mismo. Bajo este esquema no hay ningún es-
fuerzo epistémico que hacer ya que no hay razones objetivas ni
externas. De ser éste el caso sólo estaremos vinculados a nuestras
propias decisiones (y por una exigencia de coherencia).Analizaré
primero la tesis que afirma la utilidad de FUL como mero criterio
de determinación de la admisibilidad de las máximas (un resulta-
do bastante pobre dadas las pretensiones kantianas pero no caren-
te en absoluto de relevancia). Luego analizaré las razones por las
que Wolff considera que Kant falla en fundamentar las tres tesis
recién enumeradas. Por último reconstruiré su análisis respecto
de la normatividad de los imperativos hipotéticos.

La Fórmula de la Ley Universal como mero criterio de admisi-


bilidad de las máximas: la ley moral como exigencia de cohe-
rencia

The categorical imperative itself remains, however, for as we shall see, it is


a perfectly universal negative criterion of the rationality of policies, and as
such is binding on all rational agents. (Wolff, 1973:138).
The categorical imperative rules out the adoption of policies or sets of poli-
cies which are internally inconsistent and, hence, impossible to carry out as
specified (Wolff, 1973:159).

Cuando Kant presenta la primera fórmula del imperativo cate-


górico (FUL) cerca del final del primer capítulo de la Fundamen-
tación lo hace en los siguientes términos:

70

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Como he despojado a la voluntad de todos los acicates que pudieran surgir-
le a partir del cumplimiento de cualquier ley, no queda nada salvo la legiti-
midad universal de las acciones en general, que debe servir como único
principio para la voluntad, es decir, yo nunca debo proceder de otro modo
salvo que pueda querer también ver convertida en ley universal a mi máxi-
ma (F, 4:402).

Es clásica la discusión sobre la vacuidad de FUL. Wolff, como


ya indiqué, la presenta como la cuestión de si tal imperativo es
condición solamente necesaria o también suficiente para la vali-
dez de cualquier máxima. En la frase anterior a la fórmula Kant
sostiene que la conformidad con el imperativo es lo único que
debe servir de principio a la voluntad, sugiriendo enfáticamente
que considera que éste es condición necesaria y suficiente para
determinar la validez de todas las máximas morales. Asimismo,
tras la segunda presentación de la primera fórmula del imperati-
vo, en el capítulo II, sostiene que «... si a partir de este único im-
perativo pueden ser deducidos —como de su principio— todos
los imperativos del deber...» (F, 4: 421).
Así pues, parece claro que la idea de Kant es que la fórmula de
la ley universal del imperativo categórico nos otorga un criterio
necesario, suficiente y a priori, para decidir si debemos adoptar
una máxima determinada. Sin embargo Wolff se ubica dentro de
la tradición escéptica poniendo en duda, con razones atendibles,
el hecho de que el imperativo categórico pueda cumplir con la ta-
rea que Kant parece adjudicarle.
Pero podemos tener una interpretación más débil de la fórmula
de la ley universal del imperativo categórico: considerar que es-
tablece sólo una condición necesaria.
En este caso toda máxima que no satisfaga la condición esta-
blecida por FUL será considerada como inadmisible en la discu-
sión moral. Incluso podríamos decir que su adopción está prohi-
bida. Pero el hecho de que una máxima satisfaga la condición en
cuestión sólo será indicador de su admisibilidad prima facie. Esto
es, sólo tendrá sentido discutir el carácter normativo de máximas que
satisfagan FUL. Pero la satisfacción de esta condición no será su-
ficiente para determinar el carácter normativo de ninguna máxi-
ma. Tendremos entonces un criterio para excluir algunas máximas
del ámbito de la moral pero no uno para adoptar máximas. Clara-

71

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mente Kant, por lo menos en la presentación de FUL en el primer
capítulo de la Fundamentación, no creía que el imperativo cate-
górico cumpliera solamente este papel más modesto, aun cuando
la expresión «salvo que» contenida en la fórmula, pudiera apun-
tar en la dirección de interpretarla como estableciendo solamente
una condición necesaria. Wolff sostiene, sin embargo, que esto es
lo único que podemos derivar de un análisis del concepto de
agencia racional.
A su entender, lo que Kant (en parte) pretende es mostrar que
a partir del mero análisis de la noción de agencia racional, volun-
tad racional o razón práctica, se deriva un principio general de
consistencia en el querer y que este principio a su vez implica (o
es idéntico a) un principio de universalidad de tal modo que cuan-
do un agente se da razones a sí mismo se compromete implícita-
mente con la afirmación de que cualquier agente en similares cir-
cunstancias tiene las mismas razones a su disposición:

This requirement of consistency in willing can be expressed quite generally
in the form of a command, which reason gives to itself, to adopt only those
rules of action (maxims in Kant´s terminology) the reasons for the adoption
of which are equally compelling reasons for any rational agent as such. Or,
in the more familiar language of the first formulation of the Categorical Im-
perative „Act only according to that maxim by which you can at the same
time will that it should become a universal law (Wolff, 1998:41).

Reformulando la cuestión podemos preguntar: ¿Hay algún de-


ber que podamos derivar sin mayores discusiones del mero con-
cepto de agencia racional? Ciertamente, podemos derivar el deber
de actuar racionalmente. Como nos indica Wolff, de «Being as
you are a rational agent… The only possible command of reason
that could follow… would be a command to be rational» (Wolff,
1973:154). Esto a su vez implica un mandato de adoptar máximas
para las cuales tengamos buenas razones. Como las razones, en
tanto hemos abstraído cualquier condicionamiento que las con-
vierta en buenas razones sólo para algunos agentes, son universales
en su forma, entonces éste es un mandato de actuar sobre la base
de razones que sean buenas razones para todo agente racional. ¿Qué
razones son obviamente buenas para todo agente racional? Según
Wolff, puede haber sólo dos conjuntos de razones buenas para
72

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todo agente racional, separadas en virtud de la distinción entre
materia y forma. Cada conjunto tiene un solo elemento:

The only material reason for acting on a maxim that would be a good reason
for all rational agents insofar as they are rational is: Because the state of
affairs proposed or intended in the maxim is good. This is what Kant calls,
being moved by the Idea of the Good. The only formal reason for acting on
a maxim that would be a good reason for all rational agents insofar as they
are rational is: Because the maxim is logically consistent (Wolff, 1973:75).

Dejemos de lado por ahora, en tanto que estamos analizando


FUL, el elemento material para centrarnos en el formal. Aquí ve-
mos que no parece ser el caso de que la mera consistencia lógica
de una máxima pueda ser razón suficiente para adoptarla. Pero sí
es una buena razón para rechazarla el que sea inconsistente. To-
dos, en tanto agentes racionales, tenemos una razón para no adop-
tar, para excluir, máximas internamente contradictorias.
Podríamos decir entonces que existe una implicación entre
universalidad y no contradicción. Toda máxima que pueda ser
querida por cualquier agente racional es una máxima no contra-
dictoria. Por ello la exclusión de cualquier querer contradictorio
(o sea, la prohibición de la adopción de una máxima internamen-
te contradictoria o la adopción conjunta de máximas mutuamente
contradictorias) está implicada en la fórmula de la ley universal
del imperativo categórico. El caso más típico de máxima interna-
mente contradictoria en la literatura kantiana es aquel en que se
adopta como máxima una regla universal pero se permite una ex-
cepción para uno en el caso concreto. Una regla universal y abs-
tracta manda para todos los agentes racionales y para todos los
casos particulares que están dentro de su alcance. Si yo al mismo
tiempo de adoptar esta regla acepto una excepción para mi caso,
en el mismo acto de aceptar esta excepción estoy negando la uni-
versalidad de la regla. FUL funciona entonces como un requeri-
miento de imparcialidad en la adopción de máximas. Si yo acepto
que se deben cumplir todas las promesas salvo ésta que he asumi-
do y que va en contra de mis intereses, entonces estoy negando
que se deban cumplir todas las promesas. Como nos indica Wolff,
la contradicción consiste en la adopción de máximas que no pue-
den ser ejecutadas conjuntamente.
73

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For example, a company which announced as its hiring policy, „We are an
equal opportunity employer: no women, blacks, or Indians need apply,‟
would be guilty of inconsistent willing. The policy (or pair of policies) thus
announced cannot be carried out, because the first part will be violated if the
second part is followed and vice versa (Wolff, 1973:159).

Respecto de dos máximas internamente consistentes pero mu-


tuamente inconsistentes, el imperativo categórico, según la lectu-
ra wolffiana, nos dice meramente que si hemos adoptado la máxi-
ma X, y si no estamos dispuestos a abandonarla, entonces no
podemos adoptar al mismo tiempo la máxima Y en tanto sea in-
consistente con X. Para que el imperativo nos mande dejar de
lado la máxima Y debemos postular la adopción —contingente—
de la máxima X. Lo que ahora sucede es que el rechazo de Y no se
sigue enteramente a priori de la mera idea de un agente racional.
Para ilustrar lo afirmado revisemos brevemente dos de los
ejemplos kantianos acompañando a Wolff en su análisis de cuál
es, según el imperativo categórico interpretado en los términos
hasta aquí descriptos, el carácter normativo de estas máximas.
a) El suicidio: La máxima del suicida kantiano dice: «He de
terminar con mi vida cuando ésta me amenace a largo plazo con
más desventuras que placeres». Ahora bien, para extraer una con-
tradicción, nos advierte Wolff, Kant se ve obligado a introducir la
razón para la máxima dentro de la fórmula de la máxima, de
modo que ésta se leerá: «En base al egoísmo (o por amor propio)
terminaré mi vida si es que…». Según Kant, si tornáramos esta
máxima en ley de la naturaleza65 encontraríamos que es interna-
mente contradictoria, ya que el impulso del egoísmo tiene como
función natural preservar la vida. Ahora bien, es contradictorio
que el mismo impulso sea a la vez causa tanto de la finalización
como de la preservación de la vida.
Para Wolff este argumento tiene una falla fatal, ya que presupo-
ne que la naturaleza perseguiría ciertos fines al dotarnos de egoís-
mo, una teleología natural totalmente excluida por los argumentos
de la primera crítica (que sólo permite afirmar la existencia de
causas eficientes en la naturaleza). Como las inclinaciones egoís-
65 
Los ejemplos kantianos están contrastados con la Fórmula de la Ley de la Na-
turaleza (fln). Como fln es nada más que la expresión más intuitiva de ful, no de-
bería haber problemas para su análisis.

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tas no tienen ningún fin natural (porque no hay fines naturales),
debemos rechazar el argumento que sostiene que una máxima ba-
sada en semejante impulso es autocontradictoria, y que por ello
debe ser excluida. Si es cierto que debemos rechazar cualquier
teleología natural, entonces por ahora no tenemos razón para con-
siderar irracional la adopción de esta máxima que implicaría un
deber negativo para con uno mismo. Pero, claro, si elegimos vivir,
entonces sí es irracional elegir al mismo tiempo suicidarnos.
b) La falsa promesa: Según Wolff, el ejemplo de la falsa pro-
mesa (un deber negativo y para con los otros) es el más importante:
«…since Kant’s Moral Theory is (in my judgment) essentially a
contract theory of obligation, false promising or breach of con-
tract must necessarily go to the heart of his doctrine» (Wolff,
1973:65).
Por esto, y porque para Wolff la promesa es una de las razones
más plausibles para creer en la posibilidad de autoridades legíti-
mas, debemos prestarle especial atención.
Wolff sostiene que el argumento kantiano a favor de la posibi-
lidad de derivar la prohibición de prometer falsamente a partir del
imperativo categórico es inadecuado, pero que, por otras vías, se
puede dar un argumento convincente al respecto, un argumento
que muestre que una máxima de admitir la promesa falsa implica
una incoherencia lógica y que, por tanto, es inconsistente con la
interpretación mínima del imperativo categórico que aquí esta-
mos evaluando.
Kant formula el problema en los siguientes términos:

Enseguida me percato de que, si bien podría querer la mentira, no podría


querer en modo alguno una ley universal del mentir; pues, con arreglo a una
ley tal no se daría propiamente ninguna promesa, porque resultaría ocioso
fingir mi voluntad con respecto a mis futuras acciones ante otros, pues éstos
no creerían ese simulacro o, si por precipitación lo hicieran, me pagarían
con la misma moneda, con lo cual la máxima, tan pronto como se convirtie-
ra en una ley universal, tendría que autodestruirse (F, 4: 403 y 422).

Para Wolff, el argumento que ofrece Kant a favor la contradic-


ción interna de ésta máxima, en la medida en que se basa en una
«heterónoma» apelación a las consecuencias de prometer falsa-
mente, es incoherente con los propios principios kantianos y, por
75

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tanto, resulta inadecuado (Wolff, 1973: 89). Más específicamen-
te, Wolff considera incorrecto el presente argumento por las si-
guientes razones:

1) Es contingente que la práctica de prometer falsamente lleve


a la anulación de la práctica de prometer vía descreimiento ge-
neral en las promesas ajenas. También es un hecho contingente
el que la gente tienda a descreer en quien persevera en el in-
cumplimiento de sus promesas. De hecho se pueden mostrar
casos en que la situación es justamente la contraria: la práctica
de prometer, y de creer en las promesas ajenas, sobrevive aún
frente a incumplimientos masivos.66
2) El argumento de no prometer falsamente para evitar que los
demás en el futuro dejen de creer en mis palabras o me paguen
con la misma moneda, es de naturaleza prudencial y aquí no
estamos tratando de determinar si me conviene prometer falsa-
mente sino si es correcto.
3) La forma de la pregunta de Kant “¿acaso me contentaría que
mi máxima (librarme de un apuro gracias a una promesa ficti-
cia) debiera valer como una ley universal (tanto para mí como
para todos los demás)?” nos lleva por mal camino. Porque no
tenemos hasta aquí ningún criterio que nos diga con qué tipo de
situaciones no puede estar contento un agente racional mera-
mente en tanto tal. Es perfectamente posible que un psicópata o
un aventurero estén dispuestos a sufrir el riesgo de ser alguna
vez engañados por otros si pueden esperar ganar más que per-
der en una situación de engaño recíproco. Alguien, sin dejar de
ser racional, podría estar contento con esta situación. Lo que
importa no es si alguien pudiera quererla, sino si pudiera que-
rerla consistentemente.

Sin embargo, pese al (alegado) yerro kantiano en su intento de


argumentar a favor de la incoherencia de la máxima en cuestión,
Wolff sostiene que puede demostrarse por otras vías que seme-
jante máxima es internamente contradictoria y que, por tanto,
66 
No es mi intención aquí evaluar críticamente los argumentos de Wolff, pero
cabe destacar que si bien la práctica de la promesa puede subsistir frente a incumpli-
mientos generalizados, es más discutible que pueda hacerlo frente a un incumpli-
miento universal.

76

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debe ser condenada. La clave para entender la relevancia del
ejemplo de la promesa está, en sus palabras, en la noción de una
práctica social gobernada por reglas, práctica a la que el agente
ha ingresado voluntariamente. Recordemos que lo que excluye el
imperativo categórico, bajo esta interpretación, es la contradic-
ción en el querer, la adopción conjunta de máximas mutuamente
excluyentes. Ahora bien:

...the most important kind of contradictory willing is the case in which I com-
mit myself to the adoption, with others, of a collective policy, thereby esta-
blishing a practice or institution, and then privately adopt another policy
which contradicts it. For example, I and my fellows adopt a collective policy
of binding our future actions by certain ritual utterances («I promise») and
then I also adopt the policy of breaking my promises under circumstances not
allowed in the rules of the original, collective policy. The contradiction con-
sists simply in the logical impossibility of acting in all possible situation on
both policies (Wolff, 1973: 166).

De la presentación del caso según Wolff surge con claridad que


para estar vinculados a no prometer falsamente los agentes deben
haber ingresado, mediante una manifestación expresa o tácita de
su voluntad, en una práctica de prometer. Lo que no puedo es si-
multáneamente querer comprometerme con otros en la adopción
de determinada política —en este caso la adopción de una prácti-
ca de prometer— y querer que rijan excepciones para mí. A su en-
tender, el ejemplo de la falsa promesa muestra que existe una ley
que prohíbe prometer falsamente pero que manda condicional-
mente: no para todo agente racional meramente en tanto tal, no en-
teramente a priori, sino sólo para el agente que haya adoptado
como suyas ciertas máximas: en este caso, que haya postula-
do como máxima suya el ingresar en una práctica de prometer.67
Como podemos ver, Wolff entiende que los ejemplos funcio-
nan pero sólo bajo la condición de que el agente haya adoptado
ciertas máximas. O en otras palabras, si los argumentos de Wolff

67 
«What Kant’s argument, suitably reconstructed, demonstrates, is that false pro-
mising is incompatible with the practice of promise-making, from which it follows
that we must, in all consistency, choose either, not to endorse, participate in, and
commit ourselves to the practice of promising or else not to make false promises»
(Wolff, 1998: 44).

77

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son correctos, ningún ejemplo funciona como Kant pretendía: no
podemos establecer enteramente a priori estos deberes para todo
agente racional. No tenemos lo que Kant buscaba: una derivación
de los deberes morales sustantivos a partir de un análisis del con-
cepto de un agente racional, vía el imperativo categórico.

El intento de derivar leyes morales sustantivas a partir de la noción


puramente formal del imperativo categórico

Volviendo a la reconstrucción wolffiana del argumento de Kant,


lo que molesta a Wolff es que Kant parece creer que FUL no es
sólo criterio necesario, sino también suficiente para la identifica-
ción de máximas morales sustantivas:

What makes Kant`s moral theory so controversial…is the extraordinary


claim that the purely formal principle of consistency in willing is sufficient
to identify, from among the host of possible moral rules, just those which
reason commands, ad which therefore constitute the substance of morality
(Wolff, 1998, 41).

Wolff niega que Kant logre llevar a cabo la tarea que se propone,
es decir, niega que FUL sea un criterio para determinar el carác-
ter normativo de cualquier máxima sustantiva y, específicamente,
para determinar qué máximas son de adopción obligatoria. Por el
contrario, tal como vimos, Wolff entiende que FUL solamente es un
criterio para determinar cuándo es inadmisible la adopción de
una máxima. Pero si Kant pudiera derivar FUL, concebido como
condición necesaria y suficiente de la moralidad de las máximas,
del mero concepto de agencia racional, habría realizado una tarea
hercúlea: habría dotado a la moral de un fundamento que ningún
agente racional podría rechazar, y nos habría dado un criterio
para determinar la corrección de cualquier juicio categórico-prác-
tico. Esto es, habría determinado el contenido de la moral y la ra-
zón de su vinculatoriedad. Por tanto, si hemos de rechazar la pre-
tensión kantiana debemos hacerlo por muy buenas razones. Dado
que esto es justamente lo que Wolff nos sugiere que debemos ha-
cer, cabe analizar minuciosamente sus argumentos en contra de

78

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Kant. He aquí algunas de las razones por las que rechaza una in-
terpretación positiva del imperativo categórico:

…the actual argument of the Groundwork again and again treats the Cate-
gorical Imperative as a sufficient condition of the validity of maxims. Con-
sequently Kant talks as though an agent who conformed his action to the
Categorical Imperative would have thereby a sufficient reason for action.
Thus, in the passage before us, Kant argues: «Since I have robbed the will
of every inducement that might arise for it as a consequence of obeying any
particular law, nothing is left but the conformity of actions to universal law
as such» (F, 4: 402). But this makes no sense at all. Having «robbed the
will» of all reasons for action based upon some mere the facto condition of
the self, such as its possession of certain desires or inclinations, Kant leaves
nothing which could motivate the will save those reasons which are good
reasons for any agent qua rational. Among those reasons for adopting and
acting on a policy is the Categorical Imperative, to be sure. But as a merely
necessary condition of the objective validity of policies (maxims), it can at
most serve to rule out those proposed policies which are inconsistent. So-
mething more, namely the Idea of the Good, will be needed to rule in cer-
tain specific policies as objectively valid for all rational agents (Wolff,
1973: 86).

Dado el contexto en que Kant introduce la fórmula del impera-


tivo categórico y los problemas de diverso orden que surgen de la
cita de Wolff inmediatamente precedente, conviene comenzar el
tratamiento de este punto distinguiendo tres problemas diferentes:

1) El de la determinación de qué puede motivar la acción. Aquí


la pregunta es si el agente que reconoce que determinada ac-
ción es conforme al imperativo categórico tiene una razón su-
ficiente para actuar en el sentido de un motivo que lo impulse
a la acción. Al respecto Kant se preguntaba si la razón pura
puede ser por sí misma práctica.
2) El del establecimiento de las condiciones bajo las cuales la
realización de acciones correctas otorga mérito moral al agen-
te. La respuesta kantiana a esta cuestión es que la acción otor-
ga mérito moral al agente sólo cuando éste la realiza por la ra-
zón de que es una acción correcta (y no meramente en virtud
de que los fines buscados son buenos, ya que puedo realizar
79

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una acción cuyo fin es bueno pero por las razones equivoca-
das: en tal caso no merezco mérito moral).
3) El de la determinación de la respuesta a la pregunta «¿qué es
moralmente correcto?». Aquí la pregunta es si el imperativo ca-
tegórico es criterio suficiente para responder a esa pregunta, i. e.
para establecer el carácter normativo de cualquier máxima, para
determinar el contenido de la moral.

Ahora bien, el imperativo categórico debe primero dotarnos de


un criterio para determinar la moralidad de cualquier máxima
para que después podamos preguntarnos por sus otras funciones.
Si la ley moral no nos otorgara un criterio para determinar qué
debemos hacer, ¿a qué postularla como aquello que otorga valor
a la acción y mérito al agente, o como aquello que debe motivar-
lo? Y éste es el problema que tenemos por delante. ¿Es la mera
legitimidad universal un criterio suficiente para determinar la va-
lidez de máximas sustantivas? La respuesta de Wolff, como ya vi-
mos, es negativa. ¿Qué razones avalan esta negativa? No parece
haber otra razón que su comprensión del funcionamiento de
FUL.68 Ya establecimos que el imperativo categórico prohíbe la
adopción de una máxima internamente inconsistente o la adop-
ción conjunta de dos máximas mutuamente inconsistentes. Ahora
bien, sobre cuál de dos máximas internamente consistentes pero
externamente inconsistentes adoptar, el imperativo categórico en-
tendido como criterio de evaluación de la moralidad de las máxi-
mas a través de la posibilidad de querer consistentemente su uni-
versalización, no nos dice nada. Para ello, según Wolff, debemos
agregar en el ámbito práctico lo equivalente a la evidencia en el
ámbito teórico: la idea material de lo bueno, i. e. salirnos fuera
del ámbito de FUL.

68 
Podemos pensar que Wolff ofrece escasos fundamentos a favor de su idea de
que FUL es sólo un criterio necesario de la moralidad de las máximas. A su favor
cabe sostener que quien pretende afirmar que FUL es un criterio también suficiente
corre con la carga de la prueba.

80

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La postulación de un fin necesario para todo agente racional

Sólo la existencia de un fin necesario puede ser fundamento de


un imperativo categórico

Tanto el segundo como el tercer intento partirían de reconocer


que un principio puramente formal no puede proveer de una guía
moral sustantiva para decidir entre máximas internamente consis-
tentes pero externamente contradictorias; que para poder emitir
reglas prácticas vinculantes para todo agente racional se requiere
contar con un fin que todos los agentes, en tanto racionales, bus-
quen. Si existiera un fin necesario para todos los agentes raciona-
les no podríamos «zafarnos de la prescripción si desistimos del
propósito» (F, 4: 420). Por lo tanto, aunque un fin tal sea funda-
mento de normas condicionales, no establecería deberes contin-
gentes sino necesarios.
¿Pero existe un fin semejante, un fin necesario para todo agen-
te racional? Al respecto hay, según Wolff, dos posibilidades, am-
bas exploradas por Kant: intentar derivar un fin necesario a partir
de la mera idea de un agente racional o fundar por otras vías una
teoría de los fines necesarios u obligatorios. Si alguno de estos
dos caminos resultara viable, es decir, si contáramos con un fin
necesario, bien podríamos derivar de la fórmula del imperativo
hipotético —que puesta en términos no de mandato sino de pro-
posición analítica, reza «quien quiere el fin quiere los medios ne-
cesarios para ese fin»— más el fin necesario en cuestión, la obli-
gación para todo ser racional de adoptar determinadas máximas y
de realizar determinadas acciones en tanto sean medios condu-
centes a la consecución de esos fines obligatorios. Así, la fórmula
del imperativo categórico rezaría: «Siendo como eres un ser ra-
cional y teniendo como fin tuyo la realización de lo bueno (el fin
obligatorio), adopta las máximas x, y, y z y realiza las acciones r,
s y t en tanto son medios necesarios para la realización del fin
obligatorio».69

69 
Un ejemplo puede aclarar la idea. Supongamos que Kant logra demostrar que
el hombre es un fin en sí mismo. Supuesto este fin necesario, de aquí puede derivar-
se la obligación de comprometerse con la felicidad ajena (y con todos los deberes a
su vez derivados de este deber amplio). La FH manda respetar a la humanidad en
cada persona como un fin en sí mismo. Ahora bien, «los fines del sujeto que es fin en

81

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Un fin obligatorio derivado de la mera idea de agente racional:
El hombre como fin en sí mismo

Kant cree que del concepto de una voluntad racional se puede de-
rivar no sólo un principio moral formal, sino también uno mate-
rial: el hombre como un fin en sí. Wolff, por el contrario, rechaza
categóricamente que se pueda dar sentido a la idea de que el hom-
bre es un fin en sí mismo y que la fórmula de la humanidad
—«obra de tal modo que uses a la humanidad, tanto en tu perso-
na como en la persona de cualquier otro, siempre al mismo tiem-
po como fin y nunca simplemente como medio»— (F, 4: 429) se
derive del concepto de agencia racional. Por mi parte, si bien no
estoy seguro de la viabilidad de la tesis kantiana, sí me parece
que la negativa de Wolff es por lo menos prematura. Pero no es
objeto de este trabajo emprender la refutación del análisis
wolffiano de Kant, por lo que me abstendré de desarrollar mis
opiniones al respecto.70 Aquí me limitaré a la presentación del ar-
gumento kantiano y al análisis de la reconstrucción wolffiana.
El argumento kantiano a favor de FH corre aproximadamente
del siguiente modo: Kant comienza preguntándose si es posible
enjuiciar cualquier máxima que sirva como principio subjetivo de
la acción en base a una ley objetiva y afirmando que «si existe
una ley tal, esta ha de hallarse ya vinculada (plenamente a priori)
con el concepto de la voluntad de un ser racional en general» (F, 4:
426). Seguidamente repite su definición de voluntad: «La voluntad
es pensada como una capacidad para que uno se autodetermine a
obrar conforme a la representación de ciertas leyes. Y una facul-
tad así sólo puede encontrarse entre los seres racionales» (F, 4:
427). Ahora bien, Kant reconoce que la voluntad racional tiene

sí mismo tienen que ser también mis fines en la medida de lo posible, si aquella re-
presentación debe surtir en mí todo su efecto» (G 4:430). Así, el imperativo categó-
rico a este respeto diría más o menos lo siguiente: «siendo como eres un ser racional
y teniendo como tienes la persecución de los fines lícitos de los demás como fin tuyo
en la medida de lo posible, elige los medios conducentes a ayudar a los demás en el
logro de esos fines». Wolff no ve la vinculación entre la FH y los fines necesarios de
la Metafísica de las costumbres. Parte de la crítica a su argumento (crítica que no
emprenderé aquí) corre por esta vía.
70 
Para un lúcido análisis de la derivación de FH a partir de la idea de un agente
racional, Ver A. Wood, “Kant’s Ethical Thought”, Cambridge, Cambridge Universi-
ty Press, 1999, c. 4.

82

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una forma (la universalidad) y tiene un fin. Al respecto nos dice:
«Fin es lo que sirve a la voluntad como fundamento objetivo de
su autodeterminación y cuando dicho fin es dado por la mera ra-
zón, ha de valer igualmente para todo ser racional» (F, 4:427). El
concepto mismo de agencia racional, voluntad racional o razón
práctica entraña para Kant la postulación de un fin para esa vo-
luntad. No es posible imaginar una voluntad que mueva a la ac-
ción al agente sin un fin para esa voluntad. Hasta aquí podemos
seguir a Kant sin problemas. El argumento se torna difícil, y para
Wolff errado, en tanto Kant también afirma que el mero concepto
de agencia racional entraña la existencia de un fin objetivo, nece-
sario para todo agente racional.
Para fundar tal tesis Kant comienza distinguiendo entre fines
subjetivos «que descansan sobre móviles», es decir, sobre deseos
contingentes, y fines objetivos, necesarios, «válidos para todo ser
racional» (F, 4: 427). Los fines contingentes no pueden dar lugar
a leyes prácticas que todo agente racional en tanto tal deba obe-
decer. Los fines contingentes que un agente se postula dan base a
imperativos hipotéticos que mandan sólo a aquellos que adoptan
el fin particular al que sirven los medios que el imperativo manda
usar. Ahora bien, Kant sostiene con toda razón: «Suponiendo que
hubiese algo cuya existencia en sí misma posea un valor absolu-
to, algo que como fin en sí mismo pudiera ser un fundamento de
leyes bien definidas, ahí es donde únicamente se hallaría el fun-
damento de un posible imperativo categórico, esto es, una ley
práctica» (F, 4: 428).
Está claro que si podemos vincular al concepto de una volun-
tad racional no sólo la idea de fines que puedan motivar a esa vo-
luntad a la acción sino la de fines necesarios, entonces podemos
fundar imperativos categóricos vinculantes para todo agente ra-
cional.71 En este sentido Wolff: «If there is an end which is in
itself good, then that is a good reason for its adoption as an end
by every rational agent, and any policies which are efficient
means to such an end will thereby be good policies for every ra-
tional agent» (Wolff, 1973: 174).

71 
Aquí «imperativo categórico» no significa imperativo incondicionado, sino im-
perativo cuya condición es necesariamente satisfecha por todo agente racional.

83

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Pero, y he aquí la primera objeción de Wolff, Kant no nos ofrece
ningún argumento convincente para su afirmación de que existe un
fin necesario, algo valioso en sí. Simplemente Kant comienza el pá-
rrafo que sigue a la anterior cita con esta afirmación: «Yo sostengo
lo siguiente: el hombre y en general todo ser racional existe como un
fin en sí mismo, no simplemente como un medio para ser utilizado
discrecionalmente por ésta o aquella voluntad» (F, 4: 428).
Y de aquí extrae la famosa fórmula de la humanidad antes ci-
tada. Kant, sostiene Wolff, estaría poniendo un valor supremo del
cual extraer luego todo el sistema de los deberes morales. No ha-
bría ningún argumento a favor de su afirmación de que el hombre
es el valor supremo y el fin necesario.72
Es cierto que en virtud de los párrafos que siguen a la postulación
de la idea del hombre como fin en sí mismo podemos interpretar a
Kant como formulando un argumento por eliminación. Si no hu-
biera nada de valor absoluto, entonces no habría ningún principio
categórico de conducta. Pero «debe» haber un principio categóri-
co de conducta. Por lo tanto, debemos encontrar aquello que es de
valor absoluto. Si hubiera un fin que todos los hombres en tanto
tales deben adoptar, ese fin cumpliría ese papel (de valor absolu-
to capaz de fundar un imperativo categórico). El valor de los objetos
de nuestra inclinación, así como los medios que usamos para al-
canzarlos, no es más que relativo, porque si no tuviéramos esa
contingente inclinación no tendrían valor alguno. Las inclinacio-
nes mismas distan a su vez tanto de ser valiosas en sí «que más
bien ha de suponer el deseo universal de cualquier ser racional el
estar totalmente libre de ellas» (F, 4: 428). Nada queda que podamos
postular como de valor absoluto, como fin en sí mismo, salvo las
personas (o los agentes racionales en general) en sí mismas.
Ahora bien, el argumento presupone que debe haber un princi-
pio categórico de conducta y que, por tanto, debe haber algo de va-
lor absoluto que le sirva de fundamento. Sin embargo, hay que ad-
vertir que ésta es una presuposición que, como bien señala Wolff,
corta para los dos lados. Si no encontramos nada de valor absoluto,
no podremos fundar un imperativo categórico (Wolff, 1973: 49).

72 
Nótese que no tenemos por qué conceder sin más a Wolff la verdad de su tajan-
te afirmación. Kant ofrece un argumento a favor de FH en F 4:429. A favor de la va-
lidez de dicho argumento, ver Wood, 1999: c. 4.

84

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Por otra parte, ¿qué quiere decir la idea de que el hombre es un
fin en sí mismo? Al respecto Wolff: «¿Now, in what sense can a
moral agent —whether myself or another— be an end of my ac-
tion? Can a person be my purpose?» (Wolff, 1973: 175). La pre-
gunta misma parece no tener sentido. Yo puedo hacer algo por el
bien de otra persona. En este sentido «su bienestar» es mi fin, no
la persona misma.73
Otra manera plausible de interpretar lo que Kant está diciendo
es que, al actuar y al tomar decisiones que involucran a otros no
debemos descuidar el hecho de que los demás, en tanto agentes
racionales, también adoptan ciertos fines, lo que implica que de-
bemos respetar los fines que estas personas libremente eligen. Si
ésta es la interpretación correcta de lo que Kant quiere decir con
su idea de que el hombre es un fin en sí mismo, entonces el mero
hecho de que otro adopte un fin debería ser una razón para respe-
tarlo. Pero no es cierto que debamos respetar cualquier fin que
otro adopte por el mero hecho de que lo adopte. Porque los fines
ajenos pueden ser morales o inmorales. Debemos respetar los pri-
meros y rechazar los segundos. Pero ahora cabe preguntarse
¿cuál es el criterio para distinguir entre unos y otros? Justamente
se esperaba que el imperativo categórico en su versión de la hu-
manidad como fin en sí lo proveyera.
Hasta aquí los argumentos de Wolff contra la idea kantiana de
que todo agente racional tiene valor absoluto y, por tanto, es un
fin en sí mismo.

Una teoría de los fines obligatorios independiente del concepto


de agencia racional: la Teoría de la Virtud de la Metafísica de
las costumbres.

Tiene que haber, pues, un fin semejante y un imperativo categórico que le


corresponda. En efecto, puesto que hay acciones libres, tiene que haber

73 
En el mismo sentido, D. Ross (Ross, 1954: 51), afirma que un fin es algo que
todavía no existe, y por tanto que Kant hace una distinción impropia, un uso inade-
cuado del lenguaje, cuando distingue entre un fin establecido por cuenta propia (ca-
tegoría a la que pertenecerían los hombres) y un fin a realizar (F, 4: 437). A favor de
la inteligibilidad de la noción de hombre como fin en sí mismo y de fin existente o
establecido por cuenta propia, ver Wood, 1999: 116 y 362, n. 4.

85

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también fines a los que se dirijan como objeto. Pero entre estos fines tiene
que haber algunos que a la vez sean deberes (es decir, según su concepto).
Porque si no hubiera fines semejantes, y puesto que ninguna acción humana
puede carecer de fin, todos los fines valdrían para la razón práctica sólo
como medios para otros fines, y sería imposible un imperativo categórico;
lo cual anularía toda doctrina de las costumbres....
¿Cuáles son los fines que son a la vez deberes?
Son la propia perfección y la felicidad ajena (F, 4: 385).

Aquí, sostiene Wolff, Kant ya ha renunciado a su intento de


extraer principios morales sustantivos meramente a partir de un
análisis del concepto de agencia racional. Es más, Wolff entiende
que en la Metafísica de las costumbres Kant no hace ningún in-
tento de derivar nuestras supuestas obligaciones de buscar nues-
tra propia perfección y de favorecer la felicidad ajena a partir de
ese concepto. Tampoco ofrecería ningún argumento equivalente,
ningún otro intento de justificar esos supuestos deberes. Por ello
Wolff considera que esta empresa no es más que un intento falli-
do: «Kant offer no grounds for attributing unconditional obliga-
toriness to any set of independent ends, and the entire Metaphy-
sics of Morals must therefore be set aside as a mere exercise in
hypothetical possibilities» (Wolff, 1973: 49).
En esto Wolff no hace más que seguir la tradicional crítica a la
Teoría de la Virtud. En ella Kant habría abandonado la concepción
meramente formal de la ética para anclar en una ética de bienes.74
Creo, sin embargo, que Wolff descarta con excesiva ligereza la posi-
bilidad de fundar los deberes en cuestión en una teoría de la agen-
cia racional. De hecho no ofrece ningún análisis de la teoría kantia-
na de los fines obligatorios, lo que vuelve dogmática su afirmación
y en última instancia le impide apreciar la fuerza de la argumenta-
ción kantiana. Al respecto basten aquí las siguientes sugerencias
como indicadores de una refutación posible de la tesis wolffiana.
En primer lugar, no es cierto que Kant en la Metafísica de las
costumbres no argumente a favor de estos dos fines obligatorios.75

74 
Al respecto, ver el prefacio de A. Cortina a la Metafísica de las costumbres de
Kant (Kant, MC: XX).
75 
Respecto del deber positivo de cultivar las propias facultades ver MC 6:392.
Respecto del deber positivo de comprometerse con la felicidad ajena el argumento
está en MC 6:393 (y también en Kant, [1788]1961: (5: 34-35).

86

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Considero que Wood acierta al afirmar que la obligatoriedad de
estos fines se funda en el imperativo categórico bajo la fórmula
de la humanidad, que a su vez se deriva del concepto de agencia
racional.76 Porque el hombre es un fin en sí mismo tenemos nece-
sariamente el deber de buscar nuestra propia perfección y el de-
ber de promover la felicidad ajena. Si FH tiene, contra Wolff,
fundamento adecuado en la noción de un agente racional, Kant
entonces podrá derivar de allí estos dos deberes como incondicio-
nados, válidos para todo agente racional. Asimismo podrá derivar
válidamente toda la lista de deberes específicos, positivos y nega-
tivos, que extrae de estos dos fines obligatorios: la prohibición
del suicidio, la deshonra de sí mismo por la voluptuosidad, la
mentira, etcétera; así como las obligaciones de beneficencia, gra-
titud, amistad, etcétera En segundo lugar, en la Fundamentación
están los principios de un argumento al respecto. Cabe observar
que los deberes de buscar la propia perfección y la felicidad ajena
no son sino la contracara positiva de los deberes negativos de no
adoptar una máxima de descuido de los propios talentos ni una de
no beneficencia universal.77
Hasta aquí la tarea wolffiana de crítica a los argumentos kan-
tianos destinados a demostrar la existencia de una moral objetiva,
universal y necesaria. Según Wolff, si sus argumentos son bue-
nos, si Kant no puede rebatirlos, entonces debemos dejar de lado
nuestra creencia en una moral semejante, por lo menos hasta tan-
to encontremos buenos argumentos para sostenerla. Wolff co-
mienza ahora su construcción de un sistema moral basado en el
contrato.

76 
«As we shall see, Kant’s ethical theory holds that there are two other ends that
every rational being is required to set in obedience to the moral law: namely my own
perfection and the happiness of others. But these are ends represented as necessary
consequent on the moral law: they are not ends that might be appealed to in groun-
ding it» (Wood, 1999: 353, n. 27).
77 
Es decir, no son exactamente los mismos, porque en la Fundamentación, y par-
ticularmente al desarrollar los ejemplos de máximas evaluadas usando FUL, Kant
meramente muestra la inadmisibilidad en el discurso moral de una máxima de no be-
neficencia universal, y de una máxima de descuido sistemático de los propios talen-
tos. Pero no argumenta a favor de la conclusión más fuerte de que exista un deber
positivo al respecto. Tal deber no se puede derivar de las conclusiones meramente
negativas arribadas mediante el uso de FUL. Al respecto, ver Wood, 1999: 101.

87

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Autonomía y elección libre de fines

Hasta aquí el análisis de Wolff pretende haber demostrado que


del concepto de un agente racional no se deriva más que FUL en-
tendido como un criterio de exclusión de máximas contradicto-
rias. Pero la mera no contradicción no es una razón suficiente
para la acción. A su entender, tampoco podemos derivar de aquel
concepto la existencia de fines de adopción obligatoria. La razón
pura, entonces, no puede motivar la acción en tanto que no puede
establecer criterios a priori de acción debida (no nos podemos
motivar por el imperativo categórico en ninguna de sus variantes
si éste no nos dice qué hacer). ¿En virtud de qué razones cabe en-
tonces esperar que actúe el agente? ¿Y con qué criterios de acción
correcta nos deja este análisis?
Sólo cabe actuar, sostiene Wolff, en razón de fines adoptados
libremente. «The adoption or positing of ends is a nonrational
process determined neither by reason nor by desire. There are, in
principle, no ends that reason requires and no ends that it rules
out» (Wolff, 1973: 223).
Aquí yace el centro de la concepción voluntarista de la autono-
mía como autolegislación que Wolff desarrolla en AR. Somos au-
tónomos en tanto adoptamos libremente nuestros fines.
Adoptar un fin es un acto de la voluntad libre.78 Los deseos no
explican por sí mismos la acción sino en la medida en que el
agente adopta un fin en base a ellos. Este acto a su vez implica la
incorporación de los deseos dentro de una máxima general en vir-
tud de la cual el agente actúa.79

78 
«Fin es un objeto del libre arbitrio, cuya representación determina al libre arbi-
trio a una acción (por la que se produce aquel objeto). Toda acción tiene, por tanto,
un fin y, puesto que nadie puede tener un fin sin proponerse a sí mismo como fin el
objeto de su arbitrio, tener un fin para las propias acciones es un acto de la libertad
del sujeto agente y no un efecto de la naturaleza» (MC, 6: 385). Tenemos que distin-
guir entonces entre desear un objeto o tener una inclinación hacia algo y querer un
fin. De aquí se sigue que la fórmula del imperativo hipotético no es idéntica a «quien
desea el fin, quiere los medios». La segunda no es analítica y como proposición sin-
tética, muchas veces es falsa, es decir, no es universalizable. Un agente puede desear
un fin sin quererlo, es decir sin realizar el acto de la libertad de elegirlo como fin de
su voluntad y, por tanto, puede no querer los medios.
79 
«La libertad del albedrío tiene la calidad totalmente peculiar de que éste no
puede ser determinado a una acción por ningún motivo impulsor si no es en tanto
que el hombre ha admitido tal motivo impulsor en su máxima (ha hecho de ello para

88

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Normatividad del imperativo hipotético

Una vez que tenemos un criterio de qué vale como una explica-
ción correcta de una acción, cabe preguntarnos por qué criterio de
justificación es compatible con esta teoría de la acción. Al respec-
to Wolff destaca que

Now on Kant’s view, the paradigmatic case of rational action is a case in


which: first I form a concept of some event, object, or state of affairs which
I choose to bring into being; and second, I do something which I believe
will actualize that which my concept represents. In short, I act so as to rea-
lize my end (Wolff, 1973:111).

Por ello el único criterio de corrección para las acciones, dife-


rente de la mera no contradicción de las máximas que las inspi-
ran, es el imperativo hipotético, la adecuación de las acciones
como medios para los fines que pretenden satisfacer.
El imperativo hipotético es válido para todo agente racional
(Wolff destaca que su fórmula se sigue directamente de la defini-
ción kantiana de voluntad, ver Wolff, 1973: 143-144). Pero para
determinar su contenido, es decir, qué manda específicamente,
debemos esperar a que el agente se postule —contingentemen-
te— un fin. De modo que sólo sabemos qué manda en concreto el
imperativo hipotético con posterioridad a ese acto de la voluntad
libre: cuando la condición, en términos kantianos, está dada. Por
ello, para Wolff, la fuente de la normatividad por excelencia es la
elección de un fin. En tanto actúa sobre la base de principios rele-
vantes a condición de que haya elegido libremente un fin, el
agente es, según Wolff, autónomo.

Fundamentos voluntaristas de la normatividad categórica

En el análisis de Wolff los agentes cuentan con dos criterios de


corrección. Por una parte, deben evitar tanto la adopción de máxi-

sí una regla universal según la cual él quiere comportarse); sólo así puede un motivo
impulsor, sea el que sea, sostenerse junto con la absoluta espontaneidad del albedrío
(la libertad)».  Kant, [1793-4]1995: (6: 24). Esta tesis ha sido denominada por H.
Allison como «tesis de la incorporación». Al respecto, ver Allison ,1990: 40-41.

89

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mas internamente contradictorias como la adopción conjunta de
máximas externamente contradictorias. Además deben adoptar
los medios conducentes a los fines que haya elegido libremente.
El primero no es un criterio para la adopción de máximas sustan­
tivas, sino para su exclusión. El segundo manda sólo bajo la condición
de que el agente haya adoptado un fin. Bajo esta reconstruc-
ción pareciera que nos hemos quedado sin moral (entendida
como un conjunto de deberes categóricos, objetivos, universales
y necesarios). Así lo reconoce el mismo Wolff:

If there are no reasons for the choice of ends, then there can be no reasons
which would be good reasons for all agents qua agents. One could still talk
of good reasons for the adoption of policies, but all such reasons would be
good only for agents having the specified ends, and so the principles expres-
sing those reasons would be what Kant calls hypothetical rather than cate-
gorical (Wolff, 1973:89).

Claro está entonces que para Wolff no hay principios morales


obligatorios para todo agente racional meramente en tanto tal, i. e.
derivados del concepto mismo de agencia racional. Sin embargo, su
escepticismo moral no va tan lejos como para negar cualquier moral
posible. Dados estos presupuestos no parecen quedarle a Wolff sino
dos caminos para fundar algo similar a una moral, i. e. un conjunto
de deberes categóricos (aunque ya no incondicionados):

1. El consenso, es decir la elección común de fines. El consen-


so fundaría una moral entendida como el compromiso con po-
líticas colectivas conducentes al logro de los fines colectiva-
mente adoptados y el rechazo de aquellas que puedan frustrar-
los. En tanto que los fines en cuestión son producto del con-
senso, cada agente no estaría en libertad de librarse de la
obligación renunciando al fin. En este sentido las normas, pese
a ser producto de la elección contingente de fines, serían cate-
góricas para cada agente.
2. El ingreso en una práctica de prometer y la realización de
promesas vinculantes dentro de esa práctica.

Por ambos caminos sólo a posteriori tendremos deberes cate-


góricos sustantivos. En el primero, el contenido de la normativi-
90

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dad categórica dependerá del contenido del consenso, y en el se-
gundo, del contenido de las promesas de los agentes.
Quisiera centrarme ahora por un lado en la explicación, a partir
de una concepción voluntarista, de la fuerza normativa de la pro-
mesa y del consenso y, por otro, en las consecuencias que la
adopción de estos fundamentos tiene para la distinción entre pru-
dencia y moralidad.
Comencemos con el caso de la promesa. Como ya vimos,
Wolff considera que una persona que ingresa en una práctica de
prometer tiene la obligación de cumplir con cada una de sus pro-
mesas. De lo contrario caería en una contradicción volitiva pues
no se puede querer estar dentro de la práctica y a la vez querer
poder dejar de cumplir con el contenido de las particulares pro-
mesas realizadas. Todas mis promesas me vinculan categórica-
mente, i. e. no puedo desvincularme renunciando al fin concreto
que me llevó a prometer en el caso particular.80 El límite entre
moral y prudencia, entre normatividad categórica y normatividad
hipotética, queda entonces determinado por el alcance de las pro-
mesas de los agentes.
El caso del consenso resulta un poco más complicado. Comen-
zaré aportando soporte textual a mi afirmación de que Wolff con-
sidera que el consenso es un fundamento adecuado de la moral.
En AR se expresa sobre este punto en los siguientes términos:

I am persuaded that moral obligations, strictly so-called, arise from freely


chosen contractual commitments between or among rational agents who
have entered into some continuing and organized interaction with one
another. Where such contractual commitments do not exist, cannot plausibly
be construed as having been tacitly entered into, and cannot even be supposed
to be the sort that would be entered into if the persons were to attempt some
collective agreement, then no moral obligations bind one person to another
(Wolff, 1973: 219).

Wolff entiende que el consenso puede funcionar como funda-


mento de la moral, i. e. de un conjunto de normas universales ob-

80 
Aunque todavía está abierto si no sería posible lograr ese resultado renuncian-
do a la práctica de la promesa. De todos modos, ¿qué significa renunciar a dicha
práctica?, ¿es una práctica a la que podamos renunciar con sentido?

91

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jetivas y necesarias. Pero semejante moral estará limitada en su
alcance. Sólo vinculará a los participantes en el acuerdo o a quie-
nes racionalmente se lo pueda extender. Las normas morales
mandan categóricamente —con independencia de los deseos y fi-
nes contingentes que los agentes puedan adoptar o abandonar con
posterioridad al consenso—, pero sólo a quienes hayan, expresa
o tácitamente, acordado.
Wolff también considera que el consenso nos permite distin-
guir la moral de la prudencia:

Those ends which one posits by oneself, treating other persons as external
to the process of choice, give rice to what are commonly called principles of
prudence. Those ends which one posits collectively with other rational
agents, through a process of rational discourse culminating in unanimous
agreement, give rise to what are commonly called moral principles (Wolff,
1973: 224).

¿Cómo es que el consenso puede funcionar como fundamento


de la moral? ¿Y cómo es que nos permite distinguir la moral de la
prudencia? La respuesta a ambas cuestiones está, a mi entender,
en la similitud entre el consenso y la promesa.
Para poder, en el caso del consenso, trazar la línea entre pru-
dencia y moral, hay que distinguir entre la mera concordancia de
fines y el ingreso deliberado en una práctica común que implique
un proceso deliberativo por el que llegamos a acuerdos sobre qué
fines adoptar y mediante qué medios alcanzarlos. Porque si parti-
mos de agentes racionales sólo comprometidos por un deber de
consistencia y por imperativos hipotéticos, el hecho de que adop-
ten fines meramente concordantes con fines de otros no parece
ser razón para otorgarle carácter categórico a los principios de
conducta que se sigan de esa adopción. ¿No podrían acaso libe-
rarse de sus obligaciones renunciando a los fines adoptados?
Sólo podemos negar esta conclusión si otorgamos al acuerdo
la misma fuerza normativa de una promesa, que es lo que parece
pensar Wolff. No puedo querer ingresar en una práctica de pro-
meter y a la vez querer poder zafarme a mitad de camino de los

92

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compromisos implicados por mis promesas particulares.81 El con-
senso, por su parte, no es más que una promesa, dirigida por cada
uno de los participantes a todos los demás, de mantenerse en la
adopción de los fines y los medios consensuados.
Según Wolff entonces, cualquier razón que vincule a un agen-
te presupone por su parte un acto suyo de elección de un fin. Si ha
elegido un fin por sí mismo, la razón es prudencial; si lo ha elegi-
do con otros en un proceso deliberativo, o si dentro de una prác-
tica de prometer ha elegido un fin que lo llevó a realizar una pro-
mesa particular, la razón es moral (categórica). Pero para tener
una razón el agente debe siempre elegir el fin, es decir, ser el au-
tor de las razones que lo vinculan.

4. Voluntarismo y autoridad

Seguidamente desarrollaré la concepción de la autoridad de


Wolff y luego su tesis de la incompatibilidad conceptual entre au-
toridad y autonomía. Inmediatamente pasaré a evaluar dicha tesis
en relación con la concepción voluntarista de la autonomía como
autolegislación. Tal como vimos, pareciera que esta concepción
pudiera dar lugar a deberes categóricos mediante dos dispositi-
vos: el consenso y la promesa. Si no hay ninguna diferencia entre
cualquier consenso y la democracia directa y por unanimidad (el
caso paradigmático de un consenso explícito), si no hay ninguna
81 
G. Dworkin no ve este punto y por eso se equivoca cuando critica a Wolff en
los siguientes términos: «“From the temporal perspective the commitments of my
earlier self must bind (to some degree) my later self. It cannot always be open for the
later self to renounce the commitments of the earlier self. This implies that even self-
imposed obligations create a world of otherness” —a world that is independent o my
current will and that is not subject to my choices and decisions. The distance bet-
ween my earlier and later selves is only quantitatively different from that between
myself and others. In his discussion of the one state he believes has authority and is
consistent with autonomy —unanimous direct democracy— Wolff fails to see this
point. He argues that there is no sacrifice of autonomy because all laws are accepted
by every citizen. But this is only true at a given point in time. What if the individual
changes his mind about the wisdom or goodness of the law? Is he then bound to obey
it?» (Dworkin, 1988: 42). Dworkin parece no percatarse de que dentro de la concep-
ción voluntarista de Wolff la vinculatoriedad a largo plazo de los deberes emanados
de la promesa o el consenso no pone en juego la autonomía moral de los agentes. Si
los agentes cambian de parecer siguen estando vinculados, de lo contrario caerían en
una contradicción volitiva.

93

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diferencia entre cualquier promesa y la promesa de obedecer los
mandatos de otro, entonces pareciera que un voluntarista debería
rechazar la tesis de la incompatibilidad conceptual. Me centraré
en el caso del consenso ya que éste da cuenta de lo que en DA
Wolff entiende como la única autoridad justificada.

La autoridad según Wolff

Para comenzar recordemos su concepto de autoridad legítima:


«Authority is the right to command, and correlatively, the right to
be obeyed» (Wolff, 1970: 4). El derecho a mandar por parte de
quien detenta autoridad implica un deber de obediencia por parte
del sujeto normativo.82 En tanto que un mandato es un acto de ha-

82 
Si bien es cierto que el derecho a ser obedecido, i. e., el deber de obediencia por
parte del sujeto normativo, es el problemático, basta con centrarnos en el derecho a
mandar ya que quien justifica este derecho justifica el deber de obediencia de los su-
jetos normativos. Esta afirmación implica la aceptación de la hoy conocida como te-
sis de la correlatividad, la idea de que el derecho a mandar no es concebible con in-
dependencia del deber de obedecer. No deben desconocerse sin embargo los
esfuerzos realizados por desligar el derecho de la autoridad a mandar del deber de
obediencia del sujeto normativo. Así, R. Ladenson, (Ladenson, 1990: 35 y ss.) ha sos-
tenido que el concepto de Derecho implicado en el derecho a mandar es un derecho
como justificación (justification-right). Estos derechos (a diferencia de los derechos
como pretensiones (claim-rights), no son derechos a que otro haga algo y por tanto
no implican, como sí implican aquéllos, un deber por parte del sujeto pasivo de la re-
lación. Como señala J. C. Bayón (Bayón, 1991: 629), el ‘derecho a mandar’ en la
concepción de Ladenson implica meramente la pretensión de que la autoridad tiene
una justificación para ejercer el poder. Así una autoridad legítima tendría derecho a
mandar si el ejercicio de la fuerza por su parte está justificado. Esta situación no im-
plicaría sin embargo que aquéllos a ella sometidos tengan el deber de obedecerla. Sin
embargo, J. Raz (Raz, 1986: 25-26) ha sostenido que este intento de separar el dere-
cho a mandar del deber de obedecer no conduce por buen camino: «It seems plain
that the justified use of coercive power is one thing and authority is another. I do not
exercise authority over people afflicted with dangerous diseases if I knock them out
and lock them up to protect the public, even though I am, in the assumed circumstan-
ces, justified in doing so. I have no more authority over them than I have over mad
dogs. The exercise of coercive or any other form of power is no exercise of authority
unless it includes an appeal for compliance by the person(s) subject to the authority.
That is why the typical exercise of authority is through giving instructions of one
kind or another. But appeal to compliance makes sense precisely because it is an in-
vocation of the duty to obey». Raz nos señala además que una sociedad en que la au-
toridad funcionara como Ladenson pretende sería una sociedad cuyas prácticas nos
resultarían irreconocibles. Así las Cortes no impondrían penas o mandarían pagar in-
demnizaciones en virtud de que las personas han violado un deber de comportarse de

94

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bla, quien afirma autoridad afirma que ese acto o el contenido de
ese acto produce un cambio en la situación normativa del sujeto
normativo, i. e. en algún sentido es relevante y debe ser tenido en
cuenta por el sujeto normativo a la hora de determinar sus debe-
res finales. Llamemos a ésta tesis de la diferencia práctica.
Cabe entonces preguntarse en qué sentido considera Wolff que
pretende relevancia el acto de quien pretende autoridad. De las
muchas precisiones que cabría hacer al respecto me interesa aquí
una en particular: ¿Considera Wolff que la autoridad pretende
que su voluntad es creadora de normas? ¿O más bien considera
que la autoridad pretende que su dicho es relevante en tanto es re-
flejo de su mayor conocimiento de un mundo normativo existente
independientemente?
La primera opción es la correcta. Wolff entiende que la autori-
dad pretende, mediante su voluntad, crear razones. Específica-
mente, razones operativas, independientes del contenido y de ca-
rácter absoluto. Notemos que si éste fuera el caso, si la autoridad
tuviera la capacidad de modelar mediante su voluntad nuestro
paisaje normativo, su actividad pareciera, en principio, ser un
obstáculo para la autonomía moral en sus dos versiones (autole-
gislación y juicio propio). Bajo esta hipótesis no tiene sentido
pensarse como autor de las normas a obedecer y tampoco lo tiene
comprometerse en un esfuerzo epistémico por conocer razones

determinado modo. En dicha sociedad los tribunales sólo afirmarían que «a las perso-
nas que se comporten de ciertos modos se las hará sufrir» (27) Y se tendrá dicho su-
frimiento por moralmente justificado. En el mismo sentido, Bayón (629) señala que
si la doctrina en cuestión fuera verdadera esto implicaría que toda coerción justifica-
da debería contar como un caso de autoridad legítima, lo que evidentemente confun-
de las ideas de actuar como autoridad y estar moralmente autorizado a usar la fuerza
sobre otro. Bayón (632) destaca una idea que a mi juicio resulta muy esclarecedora,
sino concluyente, respecto de la diferencia entre la afirmación de que alguien tiene
una justificación para usar la fuerza y el decir que alguien tiene autoridad legítima:
«... decir que alguien tiene una justificación para usar el poder, es decir, que hay razo-
nes morales que amparan la realización de actos que pueden modificar las razones
prudenciales de otro (y sólo esa clase de razones). Por el contrario, pretender que —en
tanto que autoridad legítima— uno cuenta con un poder normativo equivale a soste-
ner que mediante la emisión de directivas se puede modificar el conjunto de razones
para actuar dominantes sobre las meramente prudenciales del destinatario de las nor-
mas». Para una discusión sobre la tesis de la correlatividad que incluye una recons-
trucción precisa de las posiciones de Ladenson y Raz, ver Ródenas, 1996: 84-88.

95

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existentes independientemente.83 Con vistas a brindar soporte
textual a mi lectura de Wolff, explicitar la teoría wolffiana de los
mandatos y exponer las razones de su rechazo a la tesis que afir-
ma su fuerza normativa (i. e. su rechazo a la tesis de que agentes
autónomos deban obediencia a algún mandato), analizaré algunas
de sus afirmaciones claves con relación a este tema.

1) «Obedience is not a matter of doing what someone tells you


to do. It is a matter of doing what someone tells you to do be-
cause he tells you to do it» (Wolff, 1970: 9)
2) «The autonomous man, insofar as he is autonomous, is not
subject to the will of another» (Wolff, 1970: 14).
3) «…men can forfeit their autonomy at will. That is to say, a
man can decide to obey the commands of another without ma-
king any attempt to determine for himself whether what is
commanded is good or wise» ((Wolff, 1970: 14).
4) «But by refusing to engage in moral deliberation, by accep-
ting as final the commands of the others, he forfeits his auto-
nomy» (Wolff, 1970: 24).
5) «Taking responsibility for one’s actions means making the
final decisions about what one should do. For the autonomous
man, there is no such a thing, strictly speaking, as a command»
(Wolff, 1970: 15).

Las aserciones expuestas prestan tesis distinguibles y merecen


un análisis por separado:

a) El mandato es un acto de habla o algún tipo de acto comuni-


cativo. Esta tesis se sigue de lo afirmado en 1).
b) Los mandatos, en tanto que actos de habla, son expresiones
de la voluntad del mandante. En 2), interpretado a contrario, se
puede leer esta tesis.

83 
Vale destacar un punto. Si la autoridad diseñara nuestro paisaje normativo aún
sería relevante el juicio propio, aunque en un sentido débil. Aún deberíamos juzgar,
es decir, conocer y aplicarnos a nosotros mismos las normas de ese paisaje normati-
vo artificial creado por la autoridad. Claro que no tendríamos ninguna obligación de
juzgar por nosotros mismos al respecto, bien podríamos contratar un abogado. Pero
la idea de juicio sigue teniendo sentido. Lo que pierde sentido es la idea de juicio so-
bre un mundo normativo existente independientemente de los actos de la autoridad.

96

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c) Tesis de la diferencia: quien manda pretende que existe un
vínculo entre la realización del acto del mandato y la produc-
ción de algún cambio en el catálogo de deberes del agente.84
Podemos leer esta tesis principalmente en la última frase de 5)
y también en 4). Recordemos, por otra parte, su definición de
autoridad como derecho a mandar y correlativo surgimiento de
un deber de obediencia. Si surge un deber de obediencia al
mandato esto es porque el mandato ha logrado cambiar la si-
tuación normativa del sujeto normativo, específicamente ha lo-
grado crear una norma.
d) Independencia del contenido: quien manda pretende que
existe un deber que ha surgido del acto de mandato, un deber
dependiente del mandato e independiente de consideraciones
de justicia o corrección. Creo que esta tesis está implícita en to-
das las afirmaciones anteriormente citadas. Si actuamos en virtud
de lo que otro nos dice porque nos lo dice, parece que entende-
mos su acto como generando deberes, i. e. deberes dependien-
tes del acto de mandato. Cómo el dicho de una persona no tiene
una conexión necesaria con ningún contenido, es evidente que
si consideramos su dicho como fuente de normatividad lo con-
sideraremos como fuente de una normatividad independiente
del contenido.
e) Carácter absoluto de los mandatos: quien manda pretende
que el mandato genera razones absolutas, es decir, no razones
prima facie que hayan de ingresar como premisas al razona-
miento práctico y competir con otras razones válidas, sino ra-
zones que siempre triunfan en el razonamiento práctico y por
tanto, en un sentido, excluyen el juicio propio o por lo menos
su relevancia práctica. Es decir, quien acepta un mandato
cuenta, según Wolff, con una solución (espuria en su análisis)
al problema práctico. Esta tesis está expuesta en las afirmacio-
nes 4) y 5). Tiene sentido hablar de que la autoridad crea debe-
res finales si su mandato excluye toda la relevancia del razona-
miento práctico.85

84 
Si aceptamos que se produce un cambio, cosa que no hace Wolff, habrá que
explicar en qué consiste, pero ésta es una tarea independiente.
85 
Cabe advertir que si bien se pudiera pensar que la reinterpretación de las tesis
de Wolff aquí propuesta es deudora del pensamiento de otros autores, todo lo que le
atribuyo surge, a mi entender, de su propio y particular pensamiento. Respecto de las

97

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La idea de Wolff, entonces, es que la autoridad pretende que su
mandato, expresión de su voluntad, puede generar razones norma-
tivas, independientes del contenido y absolutas, esto es, capaces de
excluir la relevancia práctica de cualquier otro hecho que pretenda
funcionar como razón. Por ello pretende excluir la relevancia tanto
de la voluntad como del juicio propio del sujeto normativo.

Dos versiones de la tesis de la incompatibilidad conceptual

Wolff, al menos en DA, niega que el mandato tenga la fuerza que


pretende. Afirma, por el contrario, que en virtud de que esta pre-
tensión es incompatible con nuestro deber de autonomía, el man-
dato carece de toda fuerza normativa. Ya en estas tesis sobre la
naturaleza de los mandatos se deja entrever la distinción aquí

tesis c) y d) que atribuyo a Wolff, es cierto que él no habla en términos de deberes


dependientes de la emisión de mandatos ni de deberes independientes del contenido;
tampoco se refiere explícitamente a la tesis de la diferencia. Para buscar los referen-
tes de tales términos hay que revisar los trabajos de Rawls, Hart y Raz. Pero, a mi
entender, las ideas a que esos términos refieren sí están presentes en el análisis de
Wolff. Respecto de la tesis e) cabría pensar que aquí debería más bien afirmarse que Wolff
considera que los mandatos generan razones excluyentes en lugar de razones absolu-
tas, tal como afirmo en el texto. Mi reiterado uso de la afirmación de que las razones
absolutas excluyen la relevancia del juicio propio bien puede sugerir esto. Sin em-
bargo no debe interpretarse a Wolff como afirmando que los mandatos generan razo-
nes excluyentes. De hecho la teoría de los mandatos como razones excluyentes es
parte de la teoría de la autoridad como servicio con que Raz pretende mostrar el es-
pacio en que es posible hablar de autoridades legítimas. Wolff, en cambio, no tiene
ningún interés en legitimar la autoridad. Si Wolff afirmara que los mandatos son ra-
zones excluyentes, estaría diciendo que son razones para excluir el juicio propio,
cosa que enfáticamente niega. Uno podría aún pensar que lo que Wolff quiere decir
es que los mandatos pretenden generar, sin éxito, razones excluyentes. Pero de hecho
la tesis de Wolff es que los mandatos pretenden generar razones absolutas (ver
Wolff, 1970: 111). Una razón excluyente es una razón para dejar de considerar cier-
tas razones (de primer orden) en el balance de razones. Sin embargo una razón ex-
cluyente no soluciona necesariamente el problema práctico. Sí sucede esto con las
razones absolutas, éstas excluyen la relevancia del juicio propio de un modo mucho
más radical: nos ofrecen una solución directa al problema práctico, i. e., son razones
finales (o deberes, en términos de Wolff). Los mandatos tampoco pueden pensarse
como razones concluyentes. Mientras que una razón es absoluta si no puede haber
una razón que la supere, una razón es concluyente si no hay de hecho una razón que
la derrote. No podemos saber de antemano si una razón no absoluta es concluyente.
Tenemos que ver en el caso si es la razón que resuelve el problema práctico. Para un
análisis de la distinción entre razones absolutas, concluyentes y prima facie, ver Raz,
1991: 31.

98

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usada entre dos concepciones de la autonomía. Por ello, tal como
hice al comienzo, dividiré en dos su tesis de la incompatibilidad
conceptual. Pues por un lado tenemos una versión voluntarista de
dicha tesis y, por otro, tenemos una versión epistémica.
a) El conflicto entre autoridad y autonomía es irresoluble por-
que la autonomía requiere que siempre seamos los autores de las
normas que hemos de obedecer y la autoridad pretende que su
voluntad sea la fuente de tales normas
Los actos de voluntad ajenos, entiende Wolff, no tienen rele-
vancia normativa (no pueden cambiar la situación normativa; en
todo caso funcionarán como cualquier hecho, para determinar,
como razones auxiliares, la situación normativa del agente en el
caso concreto). ¿Por qué piensa Wolff que un acto de voluntad de
otro no puede hacer una diferencia normativa? Para entenderlo,
simplemente debemos recordar su concepción voluntarista de la
autonomía como autolegislación, su tesis de que tenemos razones
sólo en tanto elegimos libremente fines. Las elecciones de otro no
pueden cambiar el catálogo de mis razones. ¿Pero realmente se
sigue de dicha concepción que la voluntad de otro no puede nun-
ca cambiar la situación normativa del sujeto normativo? En el
próximo apartado intentaré dar respuesta a esta pregunta.
b) El conflicto entre autoridad y autonomía es irresoluble por-
que la autonomía requiere que siempre juzguemos por nosotros
mismos sobre cuestiones morales y la autoridad pretende que re-
nunciemos a dicho juicio
La autoridad puede pretender el derecho a desplazar el juicio
del agente por dos razones: Primero, porque considera que su vo-
luntad es una fuente de razones normativas de peso absoluto o
por lo menos superador de cualesquiera otras razones inidentifi-
cables mediante el ejercicio, por parte del agente, de su capacidad
de juicio. Si se acepta, como acepta Wolff, que los actos de vo-
luntad ajenos no tienen, en tanto tales, relevancia normativa, se
debe dejar de lado esta posibilidad de justificación de la renuncia
al juicio propio. Segundo, quien pretende autoridad puede consi-
derar que su entendimiento es mayor y por tanto el sujeto norma-
tivo, en tanto conoce menos, tiene buenas razones para dejar en
manos de la autoridad la identificación de las razones (existentes
con independencia de la voluntad de la autoridad) por las que

99

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debe actuar. Wolff no da señales de pensar la autoridad mediante
este último esquema. Por ello no profundizaré en su análisis.

El voluntarismo y la tesis de la incompatibilidad conceptual

Una concepción voluntarista de la autonomía como autolegisla-


ción, en tanto que pone en el centro la noción de autoría de las ra-
zones a través de la elección subjetiva de un fin, parece llevar a la
tesis anarquista que niega la posibilidad conceptual de autorida-
des legítimas, i. e., que otro pueda ser el autor de las razones que
debo atender. Si soy autónomo sólo en tanto elijo fines y, por tan-
to, si estoy vinculado sólo por los fines que elijo, no se ve a pri-
mera vista cómo pueda vincularme otro.
Según este punto de vista, la voluntad de otro no puede vincu-
larme porque sólo puedo vincularme a través de mi voluntad.
Pero bien mirado cabe por lo menos dudar que a partir de estas
premisas se siga la incompatibilidad conceptual postulada. Pues
bien, puedo querer quedar vinculado por la voluntad de otro
(como en el caso de la promesa plasmada en el contrato social en-
tendido como acto histórico) o querer quedar vinculado por el
consenso logrado con otros. Analizaré este último caso ya que es
el más importante según Wolff para la determinación de la posi-
bilidad de autoridades legítimas.

Autoridad basada en el consenso (democracia directa y por


unanimidad)

Wolff comete en DA una gruesa contradicción: sostiene por un


lado el anarquismo a priori, su tesis de la contradicción concep-
tual entre autoridad y autonomía, y luego afirma que la democra-
cia directa y por unanimidad es la única solución genuina al con-
flicto. Pero es obvio que si es cierto que dicha democracia es la
única solución posible entonces no es verdadera la tesis de la in-
compatibilidad conceptual. Ahora bien, la democracia directa y
por unanimidad es o no es un caso de autoridad legítima. Si es un
caso de autoridad legítima, entonces no es verdadera la tesis de la
incompatibilidad conceptual. Si no es un caso de autoridad legíti-
100

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ma, entonces Wolff puede seguir afirmando su tesis de la incom-
patibilidad conceptual, pero debe negar que la democracia en
cuestión sea la única solución genuina al conflicto.
Comenzaré analizando la primera posibilidad, supondré con
Wolff que el procedimiento bajo análisis es un caso de autoridad
legítima. Wolff afirma que «unanimous direct democracy... is a
genuine solution to the problem of autonomy and authority»
(Wolff, 1970: 27). Esto en virtud de que:

…under unanimous direct democracy, every member of the society wills


freely every law which is actually passed. Hence, he is only confronted as a
citizen with laws to which he has consented. Since a man who is constrai-
ned only by the dictates of his own will is autonomous, it follows that under
the directions of unanimous direct democracy, men can harmonize the duty
of autonomy with the commands of authority (Wolff, 1970: 23)

Advirtamos que lo que Wolff propone como solución al con-


flicto no es la sumisión a un conjunto de instituciones que seres
racionales puedan querer, sino la sumisión a leyes que todos los
ciudadanos de hecho quieran. El querer de los ciudadanos no está
limitado aquí por ningún principio restrictivo. Y aunque postuláse-
mos que los que deciden son todos sujetos racionales, no sería,
según Wolff, su racionalidad lo que los lleva a querer las mismas
leyes. La racionalidad, en esta versión, no ofrece criterios sustan-
tivos de decisión.
Entendemos mejor cómo es que Wolff puede caer en semejan-
te contradicción si la miramos con la lupa de la distinción aquí
propuesta entre distintas concepciones de la autonomía moral
presentes en su análisis. Aquí Wolff considera explícitamente a la
voluntad de los agentes como la fuente de la normatividad por
excelencia. Así dice que en la democracia directa y por unanimi-
dad «todo miembro quiere toda ley», y que un agente autónomo
es aquel que está limitado «sólo por los dictados de su propia
voluntad».86 Si el querer de los agentes es la fuente de la normativi-
dad de las leyes, entonces es perfectamente posible que éstos se

86 
«Just as the truly responsible man gives laws to himself, and thereby binds
himself to what he conceives to be right, so a society of responsibly men can collec-
tively bind themselves to laws collectively made…» (Wolff, 1970: 22).

101

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vean vinculados y que su situación normativa cambie en virtud
de leyes que hayan querido conjuntamente con otros. El hecho del
consenso hace, por otra parte, que el querer de los agentes inmer-
sos en esta práctica sea vinculante para ellos de un modo que no
lo sería la mera adopción privada de un fin. Pues sólo en este úl-
timo caso los agentes podrían desvincularse renunciando al fin.
Cabe también destacar que el consenso puede cambiar la situa-
ción normativa de los agentes sólo bajo una concepción volunta-
rista de la autonomía como autolegislación. Si, en cambio, sostu-
viéramos una concepción de la autonomía como juicio propio y
además afirmáramos que existen deberes independientes de los
actos colectivos de elección de los agentes, deberíamos negar al
consenso, entendido como acuerdo de voluntades, cualquier fuer-
za normativa.87 Afirmar lo contrario sería similar a afirmar que
éste puede cambiar las leyes causales que rigen el mundo físico.
Algo semejante sucedería si aceptáramos concepciones diferentes
de la autonomía como autolegislación, ya sea constructivistas o
realistas. Frente a ellas, el mero acuerdo de voluntades no tendría
necesariamente la misma fuerza normativa.88
Por las razones expuestas creo poder afirmar que bajo una con-
cepción voluntarista de la autonomía y suponiendo que la demo-
cracia directa y por unanimidad sea un caso de autoridad, no existe
la contradicción conceptual afirmada por Wolff. Bajo tal concep-
ción esta última es la tesis que debe ser abandonada, no la tesis de
que una democracia directa y por unanimidad resuelve el conflic-

87 
Nótese que Wolff sostiene aquí que lo que concilia la autoridad y la autonomía
en el caso de la democracia directa y por unanimidad es el hecho de que todos los
ciudadanos quieren la ley sancionada. Bien pudiera ser otra justificación el hecho de
que en este caso todos los ciudadanos juzgan que la ley sancionada es correcta. Pero
esta última no es la línea argumentativa que Wolff sigue aquí.
88 
Me he limitado a mostrar aquí la falsedad de la tesis de la incompatibilidad
conceptual sólo en tanto partamos de una concepción voluntarista de la autonomía.
Este trabajo deja abierta la posibilidad de que a partir de otras concepciones de la au-
tonomía la incompatibilidad en cuestión se mantenga. Sólo si aclaramos lo suficien-
te nuestras concepciones de la autonomía podremos evaluar acabadamente la tesis de
la incompatibilidad conceptual. Esto es un buen antídoto contra quienes, como Sim-
mons (Simmons, 2001: 110-111, n. 15), al observar que existen para el mismo Wolff
casos de autoridad legítima, dan por tierra sin más con la tesis de la incompatibilidad
conceptual.

102

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to.89 La incompatibilidad se torna meramente empírica y contin-
gente. Los problemas con la democracia directa y por unanimidad
no son conceptuales sino técnicos,90 derivados de las contingentes
y empíricas limitaciones a nuestras capacidades de lograr consen-
so. Pero es lógicamente posible pensar una sociedad en donde las
decisiones se tomen por el acuerdo de todos los ciudadanos.
La única forma en que Wolff podría seguir manteniendo su te-
sis de la incompatibilidad conceptual es negando que la democra-
cia directa y por unanimidad sea un caso de autoridad. En tanto
que su definición de autoridad decía que autoridad es el derecho
de uno a mandar sobre otros, esta posibilidad no parece en abso-
luto descabellada. Lo que tendríamos en este caso sería, más que
Derecho, una moral basada en el consenso.91

89 
Sí debe ser también abandonada la afirmación de que la democracia directa y
por unanimidad es la única solución posible. Porque, y aunque aquí no se ha argu-
mentado mayormente al respecto, parece que desde una concepción voluntarista la
promesa de obediencia también funciona como fundamento posible de una autoridad
legítima. Esto, por otra parte, lo reconoce el mismo Wolff: «A contractual democra-
cy is legitimate, to be sure, for it is founded upon the citizens’ promise to obey its
commands. Indeed, any state is legitimate which is founded upon such a promise»
(Wolff, 1970: 69). Extrañamente Wolff continúa inmediatamente con la siguiente y
desconcertante afirmación: «However, al such states achieve their legitimacy only by
means of the citizens’ forfeit of their autonomy...». Cómo la condición de legitimi-
dad del Estado es el respeto de la autonomía, esta última afirmación no parece tener
ningún asidero. La extrañeza se resuelve en tanto nos percatamos que el concepto de
autonomía en que Wolff, confusamente sin duda, piensa aquí, es el de autonomía
como juicio propio. Porque ciudadanos que voluntariamente (autónomamente) pro-
meten obediencia a un Estado constituyendo así su legitimidad, renuncian sin embar-
go a su autonomía como ejercicio del juicio propio.
90 
Tal como el mismo Wolff reconoce (ver Wolff, 1970: 34).
91 
Agradezco a R. Caracciolo el haberme ayudado a pensar en esta posibilidad.

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3
Autoridad como delegación del juicio propio.
Una evaluación de la teoría
de la autoridad como servicio de Raz92

1. Introducción: el argumento de la pericia puesto en cuestión

Los últimos intentos de dar cuenta de la posibilidad de autorida-


des legítimas fundan la obligación de obediencia sobre el rol que
ocupa quien posee autoridad al interior de una práctica o institución
valiosa (Hershovitz, 2011, Marmor 2011a y b; Kyritsis, 2015). La
vieja idea platónica93 de que las autoridades prácticas son tales
en virtud de su capacidad de ofrecer un servicio epistémico (el
argumento de la pericia) ha sido dejada de lado en estas investi-
gaciones. Sin embargo esta idea, central en la más influyente con-
cepción de la autoridad legítima de los últimos tiempos (me
refiero a la teoría de la autoridad como servicio de Joseph Raz)
no ha sido, al menos hasta donde sé, objeto de un análisis tal que nos
permita cerrarla definitivamente en tanto vía de fundamentación
de la legitimidad de las autoridades prácticas.94 De hecho Raz, en

92  
Presenté una primera versión de este trabajo en el Seminario de Filosofía del
Derecho de la uam, donde gocé de una estancia de investigación financiada por la
Fundación Carolina y la Universidad Siglo 21. Agradezco a Silvina Álvarez, Juan
Carlos Bayón, José Luis Colomer, Pablo de Lora y Francisco Laporta, sus críticas y
sugerencias.
93 
Ver Platón, 1977: 488d.
94 
Las tres tesis que componen la teoría de la autoridad como servicio de Raz (la
tesis de la justificación normal, la tesis de la dependencia y la tesis de la exclusión)
han sido objeto de detallado análisis y crítica sistemática. La literatura es tan abun-
dante que no tiene sentido intentar aquí dar acabada cuenta de ella. Debido a su estre-
cha vinculación con el objeto de esta investigación sí me permitiré destacar los trabajos

105

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su último trabajo dedicado integralmente al tema (Raz, 2006) si-
gue defendiendo su validez.95 Incluso investigaciones críticas res-
pecto del enfoque general de este autor entienden que el argu-
mento de la pericia aún es viable (Ródenas, 2006). Por mi parte
creo que no lo es. Aquí pretendo demostrar dicha tesis de un
modo sistemático, tal que permita afirmarla categóricamente.
Para ello, si bien apelaré a algunos argumentos ya presentes en la
literatura, también aportaré algunos a mi juicio novedosos.

El desafío del anarquismo

Comenzaré reconstruyendo el problema al que Raz trataba de dar


respuesta: el desafío del anarquismo filosófico. Básicamente afir-
ma lo siguiente:

• Existe una contradicción conceptual entre las ideas de au-


toridad legítima y autonomía moral.
• La obligación de autonomía moral es inderrotable.
• Por lo tanto, no existen autoridades legítimas ni conse-
cuentemente, obligación de obedecer el derecho positivo.

de Ehrenberg, 2011 (allí contamos con un buen resumen de las más importantes crí-
ticas a la teoría de la autoridad de Raz), Himma, 2007, Tucker, 2012, Darwall 2013,
Shapiro, 2002 y Venezia, 2013. En nuestra lengua especialmente relevantes son los
trabajos de Bayón, 1991, y Rodenas, 1996. La crítica ha sido tal que no es arriesgado
decir que la teoría en cuestión ha perdido el lugar hegemónico del que disfrutaba has-
ta hace poco tiempo y que necesitamos una nueva teoría de la autoridad (en este sen-
tido Hershovitz, 2011). En cuanto al objeto de presente análisis, el argumento de la
pericia (tal como veremos uno de los modos en que, según Raz, puede satisfacerse
la tesis de la justificación normal), si bien ha sido abundantemente criticado (espe-
cialmente Darwall, 2013 y Bayón, 1991), entiendo que no lo ha sido de modo sufi-
cientemente sistemático. Dichas críticas, por lo tanto, no permiten extraer una conclu-
sión categórica en el sentido de que el argumento referido debe ser abandonado. De
aquí al menos parte del interés que pueda revestir el presente análisis.
95 
Es cierto que, en su respuesta a Darwall, Raz ha puesto en cuestión la genera-
lidad del argumento de la pericia al afirmar que el mayor conocimiento es relevante
para las autoridades prácticas «sólo cuando está vinculado a otras consideraciones,
tales como la necesidad de coordinación, de concretizar límites indeterminados y cosas
semejantes» (Raz, 2010: 301). Ahora bien, este reconocimiento, si bien importante
en tanto indica que el mismo Raz desconfía hoy del argumento de la pericia, está tan
calificado y depende de un argumento de una oscuridad tal que es difícil determinar
su alcance. En todo caso aquí se pretende mostrar que la concepción epistémico-
práctica de la autoridad debe ser abandonada incondicionadamente.

106

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Para rechazar la conclusión de este argumento basta con rechazar
cualquiera de las premisas. En este trabajo me interesa evaluar el
intento raziano de negar la verdad de la primera.
Procederé del siguiente modo. Ofreceré primero una reconstruc-
ción esquemática del argumento en virtud del cual se ha sostenido
la existencia de una incompatibilidad conceptual entre autoridad
y autonomía. Luego de señalar que dicha tesis puede ser dividida
en una versión epistémica y una voluntarista me centraré en la
epistémica. Para explicar por qué se ha llegado a afirmar que la au-
toridad legítima es incompatible con la autonomía moral entendi-
da como exigencia de juzgar por sí sobre cuestiones morales, i.e.
como exigencia epistémica, me detendré en la reconstrucción y
análisis de las tesis sostenidas por Robert Paul Wolff en su In De-
fense of Anarchism (Wolff, 1970). Presentaré luego la respuesta
de Raz al desafío presentado por Wolff. Para ello reconstruiré pri-
mero sus tesis conceptuales respecto de las ideas de autoridad y
autonomía y luego, sus tesis normativas,96 i.e. su teoría de la auto-
ridad como servicio. Prestaré especial atención a la idea de que la
autoridad brinda un servicio epistémico. Por último evaluaré la via-
bilidad de su propuesta y trataré de demostrar que su argumento
no llega a dar cuenta de la existencia de autoridades legítimas ni
siquiera en la acotada medida de sus pretensiones.

La tesis de la contradicción conceptual entre autoridad y auto-


nomía y la consecuente inexistencia de una obligación de obe-
decer el derecho

En otra oportunidad (Iosa, 2011: 56-57) he sostenido que deben


distinguirse dos versiones de la tesis de la incompatibilidad con-
ceptual:

a) El conflicto entre autoridad y autonomía es irresoluble por-


que la autonomía moral requiere que siempre seamos los auto-
res de las normas categóricas que hemos de obedecer mientras
96 
Esta distinción de niveles me parece útil a los fines expositivos a pesar de la
conocida tesis raziana de la interdependencia de cuestiones conceptuales y normati-
vas en el análisis de la autoridad legítima, tesis que será tenida en cuenta en su mo-
mento.

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que la autoridad pretende que su voluntad sea fuente de tales
normas.
b) El conflicto entre autoridad y autonomía es irresoluble por-
que la autonomía moral requiere que siempre juzguemos por
nosotros mismos sobre qué razones categóricas deben guiar
nuestra acción y que obremos en consecuencia, mientras que
la autoridad pretende que renunciemos a actuar sobre la base
de nuestro propio juicio para descansar en el suyo.

Para hacer inteligible esta afirmación de modo de justificar la


atención que aquí prestaré a la segunda forma de entender el con-
flicto, i.e. como un conflicto entre exigencias epistémicas incom-
patibles, me permitiré un brevísimo análisis de esta distinción.
La versión estándar de la autoridad legítima afirma que ésta es
el derecho a mandar y que cuando dicho derecho es ejercido sur-
ge correlativamente un deber de obediencia de parte de los súbdi-
tos.97 Luego del mandato entonces, cambia la situación normativa
de los agentes: ahora tienen una razón para la acción que no te-
nían antes del mandato.
¿Cómo es posible dar cuenta de este cambio en el catálogo de
razones del agente? Es claro que el contenido del cambio depen-
derá del contenido del mandato. A su vez el contenido del manda-
to (por qué la autoridad A mandó al sujeto S hacer x en lugar de
y) puede explicarse de dos modos divergentes. O bien se explica
en virtud del contenido de la voluntad del mandante (quería que s
hiciera x) o bien se explica en virtud de sus creencias (creía que
S debía hacer x).
Estas teorías explicativas del contenido de los mandatos, intui-
tivamente al menos, se vinculan con sendas teorías acerca de la
justificación de la autoridad, i.e. del carácter vinculante de sus
mandatos. Pues este carácter se puede deber a la fuerza normati-
va de la voluntad que los emite, la voluntad de Dios o del pueblo,

97 
Al respecto, ver Raz, 1979: 12, Wolff, 1970: 4, Kant, 1996: 31, Lucas, 1966:
16. No comparto la tesis de Bayón en el sentido de que la versión estándar implica
directamente la exigencia de delegación del juicio propio (Bayón, 1991: 618). A mi
entender esta versión es compatible tanto con la exigencia de delegar el juicio como
con la de delegar la autoría. Por eso me parece preferible dejar el concepto limitado
al derecho a mandar y el deber de obedecer, habilitando así dos concepciones de la
autoridad compatibles con ese concepto.

108

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por ejemplo, o al mayor conocimiento del mandante, conoci-
miento que haría más probable el actuar conforme a las razones
existentes.
Por último ambos pares de teorías parecen conectadas de modo
natural, por así decirlo, a dos epistemologías morales antitéticas.
La explicación doxástica de los mandatos y la justificación epistémi-
ca suponen, al menos en principio, el cognitivismo moral, i.e. que
los juicios prácticos son susceptibles de verdad o falsedad y, asi-
mismo, que hay algunos juicios prácticos que de hecho son verda-
deros y cognoscibles. En el nivel ontológico hay más de una teoría
compatible con el cognitivismo moral, pero a los fines expositi-
vos, y dado que la teoría de la autoridad de Raz en la que haré
foco aquí asume este compromiso metaético, supondré que detrás
del cognitivismo subyace el realismo moral, i.e. que hay hechos
morales que hacen verdaderos los juicios morales.
Para comprometerse con una explicación voluntarista del conteni-
do de los mandatos y una justificación equivalente no se requiere,
por el contrario, asumir ningún compromiso epistémico. En un
estado de naturaleza tal que no hay deberes morales podríamos
concebir a sujetos vinculándose voluntariamente a una autoridad
cuyos actos de voluntad serían vinculantes justamente en virtud
de aquella voluntad originaria plasmada en el contrato.98
Vayamos ahora al análisis sucinto de la noción de autonomía
moral. Por ella suele entenderse o bien la idea de que somos au-
tores de las normas morales que hemos de obedecer, i.e. que di-
chas normas son, en algún sentido, producto de nuestra voluntad,
o bien que tenemos el derecho y el deber de juzgar por nosotros
mismos sobre la existencia y el alcance de las normas morales
que nos vinculan. Podemos entonces hablar de autonomía como
autolegislación de la ley moral o de autonomía como juicio propio.
La primera es una teoría sobre la fuente de la normatividad mo-

98 
Sin duda, para que el contrato originario sea vinculante se requeriría algo así
como una norma moral no dependiente de ningún contrato que dijera que «deben
cumplirse las promesas». Una norma semejante puede ser perfectamente derivable
de la idea de un agente racional ya que un agente racional está vinculado a actuar y
querer sin contradicción, y por lo tanto no puede querer a la vez insertarse en una
práctica de la promesa y no cumplir una vez que ha prometido. De modo que, tal
como afirmara Kant, si hay agentes racionales entonces están vinculados a cumplir
las promesas. Pero esto en todo caso es un argumento a favor del racionalismo y en
contra del voluntarismo, no un problema interno al voluntarismo.

109

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ral, la segunda una exigencia moral (requerida de intelección me-
diante un argumento que muestre cómo se inserta en la teoría moral
correcta o al menos considerada correcta por quien afirma la exis-
tencia de esa exigencia) de carácter procesal que indica que uno
mismo debe comprometerse en el proceso de conocimiento de las
normas morales por las que ha de actuar. No me detendré en el
análisis de la primera idea ya que este trabajo está destinado
al análisis de la segunda. Baste con mostrar que estos dos sentidos
de autonomía se oponen naturalmente, por así decirlo, a los dos sen-
tidos de autoridad antes explicitados, de ahí que tenga sentido des-
doblar el conflicto tal como propuse arriba.99

2. Autonomía como juicio propio en Wolff

Los dos sentidos de autonomía moral arriba formulados están


presentes en el análisis de Wolff.100 Por un lado él nos dice que el
hombre autónomo es autor de las leyes que lo vinculan, i.e. que
estas emanan de su propia voluntad, lo que a su vez implica que
el hombre autónomo no está sujeto a la voluntad de otro (Wolff,
1970: 14),101 y por otro lado, que el hombre autónomo está sujeto
a límites morales, pero límites de los que sólo él es juez (Wolff,
1970: 13). Para ser gráficos podríamos hablar entonces de una
concepción legislativa y de otra judicial de la autonomía.
Pasemos al análisis de la segunda de estas ideas: el hombre au-
tónomo es juez de sus propias acciones, i.e. determina por sí mis-
mo cuál es su situación normativa y actúa en consecuencia. Ob-
servemos que la idea de juicio propio puede entenderse de dos
modos opuestos, uno subjetivista y otro objetivista. En el sentido
subjetivista la idea es que juzgo por mí mismo meramente en tan-
to actúo sobre la base de razones que creo correctas, i.e. correctas
en tanto que son mías. En este sentido la creencia es una metáfora

99 
Para un análisis en detalle de las ideas aquí sucintamente expuestas ver el pri-
mer capítulo de este volumen.
100 
Aun si las nombra, nuestro autor no parece registrar la tensión entre estas dos
concepciones. De hecho su análisis ni siquiera explicita que se trate de dos concepcio-
nes.
101 
La concepción wolffiana, i.e. voluntarista, de la autonomía como autolegisla-
ción, ha sido analizada en detalle en el segundo capítulo.

110

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para referirse a la aceptación de ciertas razones. La concepción
objetivista por el contrario entiende que soy autónomo en tanto
actúo en base a razones que juzgo o creo correctas, i.e. razones
cuya corrección es independiente de mis creencias, creencias que
estoy dispuesto a cambiar si encuentro que son equivocadas en
virtud de criterios externos a las mismas creencias. Aquí estoy in-
teresado en una concepción objetivista, epistémica de la autonomía
como juicio propio, concepción que, por otra parte, supone Raz
en su respuesta al desafío del anarquismo.
Supuesta esta concepción del juicio propio cabe precisar el al-
cance de la referida exigencia. ¿Qué exige la obligación de juicio
propio y en qué consiste su delegación? ¿Qué debe hacer quien de-
sea juzgar por sí sobre cuestiones morales, i.e. satisfacer la exigen-
cia de juicio propio? La reconstrucción del pensamiento de Wolff
puede ser un buen punto de partida en la clarificación de esta idea.

Juicio propio como exigencia de determinación del deber final

Así como Kant entiende que los agentes racionales tienen la obli-
gación de actuar racionalmente, Wolff afirma que todo agente
responsable tiene la obligación de asumir plena responsabilidad
por sus acciones, i.e. debe ser autónomo. Satisfacer esa obliga-
ción, ser autónomo, requiere «…intentar determinar lo que uno
debe hacer» (Wolff, 1970: 12). Esto a su vez exige «tomar por
uno mismo las decisiones finales sobre lo que se debe hacer»
(Wolff, 1970: 15).102
¿Qué significa exactamente ‘tomar las decisiones finales’ so-
bre lo que se debe hacer? Una posibilidad es entender que lo que
la obligación de autonomía prohíbe y lo que el hombre autónomo
de hecho no hace, es renunciar al juicio propio entendido como
mero juicio de aplicación, como determinación del deber final del
agente. Pero esta interpretación parece por un lado requerir una
renuncia mayor que la que la autoridad pretende, porque ésta
emite reglas generales que en la mayoría de los casos debemos

102 
Para un análisis detallado de la vinculación entre las ideas de agencia racional,
ser responsable, tener obligación de asumir responsabilidad, autonomía moral y jui-
cio propio, ver Iosa, 2010b: 518-523.

111

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interpretar y aplicar por nosotros mismos (las reglas jurídicas,
como bien dice Hart, están primeramente dirigidas a los ciudadanos
quienes deben aplicárselas a sí mismos).103 Por otro lado, asumir
tal posibilidad implica no hacer justicia a las mismas afirmaciones
de Wolff quien parece, en otros párrafos, indicar que la exigencia
de juzgar por sí no requiere meramente un ejercicio de especifica-
ción de deberes sino que está vinculada a una tesis más fuerte: la
negación de la existencia de razones absolutas, independientes
del contenido y dependientes de la emisión de mandatos. Estudie-
mos entonces esta tesis.

Mandatos como generadores de razones absolutas o prima facie

Sentencias wolffianas como la recién citada son mejor interpreta-


das como afirmaciones de la tesis de que la autoridad pretende
generar razones absolutas, razones que hagan una diferencia tal
que de antemano sabemos que determinarán la conclusión del ra-
zonamiento práctico.104 Notemos que, de ser así las cosas, el jui-
cio propio del agente (entendido como conocimiento y balance
de las razones existentes y posterior juicio de determinación del
deber final que ofrece la solución normativa al caso) se vuelve
irrelevante. Pues lo que deba, en última instancia, hacerse estará
determinado de antemano.
A esta concepción se ha opuesto la idea de que la autoridad
pretende tan solo generar razones categóricas prima facie, i.e. ra-
zones que cuentan en el balance de razones categóricas pero que
no necesariamente triunfan (pues pueden ser derrotadas por otras
razones de mayor peso). De tener meramente esta pretensión, el
mandato de la autoridad todavía dejaría un espacio para el ejerci-
cio relevante del juicio propio como conocimiento, balance y

103 
Ver Hart, 1995: 49-52.
104 
«I want... to emphasize the absoluteness of the typical state claim to authori-
ty» (Wolff, 1970: 111). Al respecto: Jeffrey Reiman (Reiman, 1972: xx) afirma que
en el planteo de Wolff «“moral authority” entails something stronger than a right to
give commands which are merely prima facie binding, i.e. morally binding in the
absence of more compelling moral reasons. Such a right would not be irreducibly in
conflict with moral autonomy, since it would not deprive the individual commanded
of the right to make the final decision about what he should do». Para la distinción
entre razones absolutas, concluyentes y prima facie ver Raz, 1991: 31.

112

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aplicación al caso del conjunto de razones existentes, incluida la
razón prima facie emanada del mandato. Pero debemos advertir
que, sea cual sea la viabilidad de la afirmación de que la autori-
dad pretende sólo generar razones prima facie, dar cuenta de la
autoridad legítima es dar cuenta de cómo es posible que actos de
emisión de mandatos generen incluso ese tipo de razones. El
víncu­lo entre el acto de emisión de un mandato y el surgimiento
de una razón no deja de ser problemático meramente porque sos-
tengamos que la razón en cuestión es prima facie.105

Exigencia de juicio propio como tesis acerca del «espacio de las


razones»

A mi entender, Wolff sitúa el nudo de la cuestión en el vínculo


entre el mandato y el surgimiento de una razón para la acción.
Para Wolff el agente tiene el deber de no renunciar a juzgar por
sí, tiene prohibido poner en el lugar de las razones identificadas
mediante el ejercicio de su propio juicio el contenido de los man-
datos de quien pretende autoridad, porque dichos mandatos en
ningún caso pueden constituir razones. No existen razones cate-
góricas dependientes de la emisión de mandatos: «For the auto-
nomous man there is no such thing, strictly speaking, as a com-
mand» (Wolff, 1970: 15).
¿Por qué no puede haber razones categóricas dependientes de
la emisión de mandatos? Porque los mandatos son, entiende
Wolff, expresión de la voluntad de otro y la voluntad ajena no es
fuente de normatividad categórica.

Obedience is not a matter of doing what someone tells you to do. It is a mat-
ter of doing what he tells you to do because he tells you to do it (Wolff,
1970: 9). The autonomous man, insofar as he is autonomous, is not subject
to the will of another. He may do what another tells him, but not because he
has been told to do it. He is therefore, in the political sense of the world,
free (Wolff, 1970: 14).

105 
Ver Caracciolo, 1999: 2 (nota 3).

113

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La razón de fondo, entonces, por la que Wolff rechaza que la
pretensión de la autoridad (de que el agente renuncie a juzgar por
sí y se guíe por el contenido de su dicho) pueda estar alguna vez
justificada es que la autoridad pretende vanamente que su volun-
tad sea creadora de normas. Si éstas son absolutas o prima facie es
una cuestión secundaria. Lo importante es que Wolff entiende aquí
que nunca la voluntad de otro puede crear deberes categóricos,
vinculantes para el sujeto normativo. Si la voluntad de otro pudie-
ra moldear nuestro paisaje normativo, entonces bien pudiera ser
que debiéramos tomar en cuenta el contenido de sus mandatos, ya
sea de modo prima facie o absoluto. Pero, afirma Wolff, este no es
el caso.
¿Es cierto que la voluntad de otro no puede nunca crear razo-
nes categóricas? La afirmación de que aceptar la voluntad de otro
como fuente de dichas razones es equivalente a renunciar al jui-
cio propio implica la afirmación de dos tesis. Primero, que todo
lo que requiere la exigencia de juzgar por uno mismo es el tomar
decisiones sobre la base de razones existentes; segundo, que la
voluntad ajena no es fuente de tales razones. Puesta así la exigen-
cia de autonomía como juicio propio pasa a ser una tesis ontoló-
gica sobre el tipo de hechos que son, o son fuente de, razones106 o, si
se quiere, una teoría sobre lo que cuenta (y lo que no cuenta) como
fuente de normatividad categórica.

106 
En este sentido la postura de Shapiro me parece una lectura adecuada del de-
safío propuesto por Wolff. Según Shapiro lo que ofende a Wolff no es sólo el carác-
ter perentorio, excluyente del juicio propio, que pretenden tener los mandatos, sino
también el hecho de que son actos de voluntad que pretenden mandar con indepen-
dencia de su contenido. «Authority and autonomy clash not simply because one who
obeys does not deliberate. The problem is also that such a person believes that the
fact that he was ordered to act in a certain way gives him a reason to so act. He takes
the will of another as his reason, indeed the only reason, rather than the merits of the
case at hand… An autonomous person, by contrast, never treats a command as a con-
tent-independent and peremptory reason for action. The demands of authority means
nothing to the autonomous agent, for such a person never allows his will to be deter-
mined by the will of another». Por ello, para Shapiro, en concordancia con lo soste-
nido aquí, la tesis anarquista meramente afirma que no existen razones categóricas
emanadas de actos de voluntad ajenos: «To say that everyone should act in a morally
autonomous manner is to make a claim about the space of reasons. Autonomous
agents are those who recognize that the only reasons that exist are either content-de-
pendent or non-peremptory ones. Moral autonomy is important because it is impor-
tant that people act on reasons and not act on non-reasons» (Shapiro, 2002: 389,
390).

114

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Pero la tesis wolffiana de la intrascendencia de la voluntad aje-
na en la creación de razones parece excesivamente fuerte como
para tomarla por verdadera sin análisis. Negar que la voluntad
pueda nunca modelar de ningún modo el paisaje normativo es de-
masiado contraintuitivo. Sin duda damos lugar a la voluntad, a
los deseos, ya sean ajenos o propios, en el diseño de nuestro pai-
saje normativo, de otro modo instituciones como las promesas, la
adopción de proyectos, de relaciones, etcétera, no tendrían senti-
do. Se requiere entonces precisar la tesis para volverla plausible
al menos en principio.
Una posibilidad es negar sin más la tesis de la intrascendencia
de la voluntad. Por esta vía parece circular Raz cuando afirma lo
siguiente:

What after all is disturbing in the case of authority? It is not the fact that one
person complies with the will of another. … The special problem with
authority is not that it requires one to regard the will of another as one’s re-
asons for action, but that it requires one to let authoritative directives pre-
empt one’s own judgment. One should comply with them whether or not
one agrees with them (Raz, 1990: 5).

Pero negar que la voluntad ajena como fuente de deberes sea


en absoluto un problema es pasarnos completamente del otro
lado; de hecho en su teoría Raz no entiende el contenido de los
mandatos como dependiendo de la voluntad de la autoridad. De
modo que tenemos razones para tomarnos con precaución esta
afirmación de Raz. La verdad seguramente ha de estar al medio.
Una primera forma de pensar la tesis de Wolff, justamente la
que da lugar al rechazo de Raz, es que nunca los deseos ajenos
son razones para la acción propia. Esta tesis, puesta así, sin nin-
guna calificación, es insostenible. Es claro que los deseos ajenos
a veces son razones para nosotros. Tal como aclara Raz, «If when
I walk the street I realize that someone wants to find the gate to
my college I will, other things being equal, help him to do so.
That person desire to find the gate is my reason» (Raz, 1990: 5).
Pero claro, esta respuesta es fácilmente descartable. Primero,
si advertimos que lo que Wolff está afirmando no es que los de-
seos de otro no puedan ser en absoluto razones para la acción
sino que nunca, por el mero hecho de ser deseos, pueden ser razo-
115

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nes categóricas, ie, deberes. Seguramente Raz concedería este
punto: negaría, por ejemplo, que los deseos inmorales de otro
sean razones en absoluto.
Segundo, si fuera el caso que el único problema con la autori-
dad es que pretende siempre excluir el juicio propio, entonces si
fuera cierta la tesis de que las razones dependientes de la emisión
de mandatos son meramente prima facie y, por lo tanto, hubiera
aún un sentido relevante en que el agente debe juzgar por sí, re-
sultaría que Raz no tendría nada de qué quejarse. Wolff en cam-
bio seguiría manteniendo que no debemos tener en cuenta esas
pretendidas razones.
Ahora bien, supuesto que lo que está afirmando Wolff es que la
voluntad ajena no puede ser fuente de deberes categóricos, cabría
entonces preguntase lo siguiente. ¿La voluntad ajena no tendría
potencia normativa porque es «voluntad» o porque es «ajena»?
Negar que cualquier voluntad pueda ser fuente de deberes ca-
tegóricos es, de nuevo, implausible: la institución de la promesa
indica que tenemos la capacidad de vincularnos categóricamente
(al menos dentro del ámbito de lo moralmente permitido) a vo-
luntad. Parece entonces que lo que debería molestar a Wolff es el
carácter ajeno de esta voluntad. Pero cabe observar que si es cier-
to que sólo se puede prometer válidamente sobre el ámbito de lo
moralmente indeterminado (o al menos no prohibido) esto puede
dar una señal del espacio en el que podría tener sentido la tesis de
Wolff. Recordemos que los iunsanaturalistas clásicos (hoy realis-
tas morales) hablaban de la existencia de un «orden moral inmu-
table». Este orden moral, a su entender, no era modificable por
actos de voluntad, ni propios ni ajenos. Para decirlo en términos
llanos, nunca nada moralmente malo puede, por el mero acto de
voluntad de una supuesta autoridad, pasar a ser moralmente bue-
no o exigido, y viceversa. Quizá esto es lo que nos está tratando
de decir Wolff (en la clave realista de lectura aquí propuesta) al
negar que la voluntad ajena puedas ser fuente de razones categó-
ricas: la voluntad no puede modificar las razones objetivas sobre
las que tiene que ejercerse el juicio propio, si tomo esa voluntad
como fuente de razones objetivas estoy entonces renunciando al
juicio propio. Esto, por cierto, es algo que el mismo Raz podría
aceptar. Recordemos que a su entender: «Reasons precede the
will. Though the latter can, within limits, create reasons, it can do
116

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so only when there is a non-will-based reason why it should»
(Raz, 1986: 84).107

Juicio propio como exigencia de soberanía epistémica

Hasta aquí he intentado clarificar la exigencia de autonomía como


juicio propio, establecer qué se acepta cuando se acepta que se tie-
ne una obligación de éste tipo. Y vimos que el concepto de auto-
nomía como juicio propio puede ser entendido como una tesis
acerca de cuáles son las razones existentes, o acerca de qué vale
como fuente de razones categóricas. La tesis de Wolff es que la
voluntad de otro, expresada en su mandato, no es fuente de tales
razones (al menos no cuando se refiere a acciones con valencia
moral previa, ya sea prohibidas u obligatorias) y, por lo tanto, no
debe ser tenida en cuenta a la hora de decidir qué debemos hacer.
Ahora bien, aun si fuera éste el caso, si la voluntad no fuera
fuente de razones categóricas, quedaría sin embargo otro sentido
en que pudiera decirse que es racional delegar el juicio propio.
Como sabemos, el contenido del mandato de quien pretende au-
toridad puede ser entendido no sólo como manifestación de su
voluntad sino como manifestación de su entendimiento. Si la au-
toridad conociera mejor las razones que se nos aplican, en princi-
pio no se vería por qué debiera postularse una obligación de jui-
cio propio tal que la delegación nunca estuviera justificada. Wolff
ni siquiera se plantea esta última posibilidad. Sí circula por estas
vías el proyecto de Raz. Al analizar su teoría evaluaremos si es
posible justificar la renuncia al juicio propio sobre la base de la
capacidad de la autoridad de ofrecernos un servicio epistémico.

107 
Esto podría apuntar en la dirección de que debemos dejar a la voluntad ajena
un espacio en que puede crear razones categóricas en tanto esta creación esté respal-
dada por una razón no basada en la voluntad. La necesidad de solucionar problemas
de coordinación, en tanto es bueno que tengan una solución, podría ser interpretada
como un caso en que concedemos a la voluntad ajena semejante capacidad creadora
de razones.

117

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3. La teoría de la autoridad de Joseph Raz

La comprensión raziana del desafío del anarquismo

La teoría de la autoridad de Raz pretende ser una respuesta explí-


cita al desafío del anarquismo tal como él entiende que ha sido
planteado por Wolff, i.e. como postulando una contradicción con-
ceptual entre autoridad y autonomía como juicio propio: «[...]
one’s right and duty to act on one’s judgment of what ought to be
done, all things considered. I shall call this the principle of auto-
nomy» (Raz, 1979: 27). A su vez entiende, como vimos, que la
autoridad es problemática en tanto tiene la pretensión de excluir
dicho juicio.

No one has brought out the problematic aspect of authority better than Ro-
bert Paul Wolff in his In Defense of Anarchy… Wolff insight was to see that
the problem is not in the right to rule directly, but in the duty to obey the ru-
ler which it brings in its wake. The duty to obey conveys an abdication of
autonomy, that is, of the right and the duty to be responsible for one’s action
and to conduct oneself in the best light of reason. If there is an authority
which is legitimate, then its subjects are duty bound to obey it whether they
agree with it or not. Such a duty is inconsistent with autonomy, with the
right and the duty to act responsibly, in the light of reason. Hence, Wolff’s
denial of the moral possibility of legitimate authority. This is the challenge
108
of philosophical anarchism (Raz, 1990: 4).

Sin embargo, no debemos descuidar el hecho de que Raz consi-


dera que son dos las paradojas de la autoridad implicadas por el
desafío del anarquismo y que por lo tanto se deben ofrecer dos
respuestas. Por un lado la autoridad parece entrar en conflicto con
la razón, entendida como la exigencia de actuar «on the balance of
reasons of which one is aware» (Raz, 1979: 3; 1982: 17).Como la
autoridad requiere sumisión a sus mandatos incluso cuando estos
contradicen el balance de razones del cual uno es consciente, la
autoridad sería contraria a la razón. Por el otro, la autoridad con-

108 
Un poco más adelante (p. 6) especifica Raz en qué consiste este desafío: Al
obedecer a la autoridad, afirmaría el anarquismo, los individuos han «abdicated their
responsibility to decide on the balance of reasons themselves».

118

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tradiría la autonomía ya que « [...] authority sometimes requires
action against one’s jugdment» (Raz, 1979: 3; 1982: 17). La dis-
tinción parece indicar que la autoridad niega por un lado un deber
sustantivo, i.e. actuar sobre la base de las razones existentes; y por
otro un deber procesal, i.e. juzgar por uno mismo cuáles son esas
razones. Si entendiéramos la exigencia de racionalidad en térmi-
nos de un deber de actuar sobre la base de las razones existentes,
entonces claramente la exigencia de autonomía diferiría de la exi-
gencia de racionalidad. Sin embargo la razón, según Raz, requiere
actuar sobre la base de las razones «de las que uno es consciente».
Si la única forma de saber cuáles son las razones de fondo existen-
tes es juzgando por uno mismo al respecto, entonces la distinción
parece colapsar. De todos modos, y dado el carácter condicional
de la última afirmación, debemos tener en cuenta ambos aspectos
del desafío del anarquismo. Consecuentemente interpretaré a Raz
como afirmando que el desafío del anarquismo plantea exigencias
distintas: por un lado la exigencia de actuar sobre la base de las ra-
zones existentes y, por otro, la de actuar sobre la base del propio
juicio, respecto de cuáles son esas razones.

Estructura de la respuesta raziana al desafío del anarquismo

La respuesta de Raz al desafío del anarquismo puede dividirse en


dos partes. Por un lado está la cuestión de qué es la autoridad.
Raz es uno de los defensores de la concepción estándar, a su en-
tender «authority is the ability to change reasons for action»
(Raz, 1979: 16). Quien pretende autoridad pretende, mediante sus
mandatos, cambiar las razones para la acción de los sujetos norma-
tivos. Ahora bien, para Raz los mandatos no pretenden tener una
fuerza absoluta ni una prima facie (Raz, 1979: 13-15). Pretenden,
más bien, crear un tipo particular de razón para la acción: las ra-
zones protegidas. «Authority over persons is ability to change
protected reasons for their actions» (Raz, 1979: 21).109 Así, la ex-
plicación raziana de la naturaleza de la autoridad depende de a) la
viabilidad filosófica de la noción razón protegida (y de la presu-

109 
En breve presentaré el concepto raziano de razón protegida.

119

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puesta noción de razón excluyente),110 b) de que haya razones
protegidas y c) de que las órdenes de una autoridad legítima sean
(o generen) este tipo de razones, (i.e. de la verdad de la tesis de
que todo mandato autoritario pretende ser tomado como una ra-
zón protegida y que los mandatos de la autoridad legítima de hecho
lo son). Raz pretende que su análisis del concepto de autoridad
sirve como respuesta al desafío del anarquismo, esto es, muestra
que las paradojas de la autoridad son meramente aparentes (Raz,
1979: 5; 1982: 19). Entiende que su concepto de autoridad es
compatible con los de racionalidad y autonomía. En tanto no hay
incompatibilidad conceptual, se abre la posibilidad de justificación.
La segunda parte de su respuesta consiste en especificar las con-
diciones bajo las cuáles estamos justificados en tomar a los manda-
tos de quien pretende autoridad como razones protegidas, i.e. bajo
qué condiciones está justificada la pretensión autoritativa.
Sin embargo la división de tareas presentada, aunque esclare-
cedora y ordenadora, puede resultar engañosa. Da la impresión
de que se puede especificar el concepto de autoridad con inde-
pendencia de si contamos o no con una teoría de la autoridad le-
gítima. Si este fuera el caso se podría refutar la tesis de la incom-
patibilidad conceptual en términos puramente conceptuales, antes
de introducirnos en la cuestión de la justificación. Esta idea es
avalada por el mismo Raz quien, por lo menos en The Authority
of Law, parece entender en estos términos su empresa.

The question of the legitimacy of authority takes the form that it was always
assumed to take: an examination of the grounds that justify in certain circum-
stances regarding some utterances of certain persons as exclusionary reasons.
There is no short cut that will make such an inquiry redundant by showing
that the very concept of legitimate authority is incompatible with our notion
of rationality or morality (Raz, 1979: 27).

No parece, empero, que las cosas sean así de simples. Como el


mismo Raz lo reconoce, en el análisis de la noción de autoridad
es imposible desligar el nivel conceptual del normativo. Pues la

110 
Según Raz, los conceptos de razón de segundo orden, razón excluyente y ra-
zón protegida son coherentes y pueden ser integrados «con las razones de primer or-
den para elaborar una lógica coherente del razonamiento práctico» (Raz, 1991: 45).

120

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pretensión de cambiar las razones protegidas de los sujetos nor-
mativos logrará su cometido cuando sea una pretensión justifica-
da. Sólo la autoridad legítima tiene la capacidad de cambiar las
razones protegidas de los destinatarios de sus mandatos; el tercer
requisito del concepto de autoridad es un requisito normativo.111
Para ponerlo en otros términos, la cuestión de si el concepto de
autoridad es o no coherente con los conceptos de racionalidad y
autonomía será pasible de respuesta sólo después de ofrecer una
teoría de la autoridad legítima, de las condiciones bajo las cuales
estamos justificados en tomar los mandatos autoritativos como
razones protegidas. Sólo si tenemos buenas razones para conside-
rar los dichos de alguien como razones protegidas para nosotros,
sus dichos serán razones protegidas. Alguien será autoridad sólo
si estamos justificados en tenerlo por tal.
Teniendo en mente esta aclaración no hay razón para que no
nos guiemos en la exposición por la distinción entre el nivel con-
ceptual y el normativo.

Análisis conceptual de la autoridad

El concepto raziano de autoridad

El concepto de autoridad de Raz está vinculado a su explicación


de la naturaleza de las órdenes o mandatos (pues sólo una autori-
dad legítima tiene la facultad de dictar órdenes vinculantes). Una
vez que entendemos qué tipo de razones ofrecen las órdenes de
una autoridad legítima y cómo intervienen estas razones en el ra-

111 
Raz es el primero en destacar el vínculo entre lo conceptual y lo normativo en
el análisis de la noción de autoridad. Tras presentar las tesis que estructuran su con-
cepción de la autoridad como servicio afirma: «Three thesis were presented as part
of an explanation of the concept of authority. They are supposed to advance our un-
derstanding of the concept by showing how authoritative action plays a special role
in people’s practical reasoning. But the theses are also normative ones. They instruct
people how to take binding directives, and when to acknowledge that they are bin-
ding. The service conception is a normative doctrine about the conditions under
which authority is legitimate and the manner in which authorities should conduct
themselves. Is not that a confusion of conceptual analysis and normative argument?
The answer is that there is an interdependence between conceptual and normative ar-
gument» (Raz, 1986: 63).

121

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zonamiento práctico, entendemos, según Raz, porqué el concepto
de autoridad no es conceptualmente contradictorio ni con el de
racionalidad ni con el de autonomía.
Lo primero que hay que destacar respecto de los mandatos au-
toritativos es que son emitidos con la intención de que sean toma-
dos como (o como creando) razones para la acción. Como sabe-
mos, el concepto de una razón para actuar se opone al de una
razón para creer. Del mismo modo, la idea de una autoridad prác-
tica se opone a la de una autoridad teórica. Para entender las con-
diciones de uso de estos conceptos es útil distinguir la idea de
mandato de la de consejo.112 Pues el consejo —de una autoridad
teórica— es emitido con la intención de brindar información
acerca de una situación relevante para el destinatario del consejo,
sea ésta moral, legal, prudencial o acerca de hechos brutos. No es
parte constitutiva de la idea de consejo el que el consejero quiera
influir en lo que el aconsejado decida hacer. Si pretende influir, su
influencia se ejerce haciendo consciente al aconsejado de las ra-
zones del caso (ver Raz, 1979: 13-14). La evaluación de su peso
relativo y la decisión de qué hacer estarán a cargo de este último.
Así, cuando llevamos el auto al mecánico, se nos informa sobre
qué problemas tiene el auto y nosotros decidimos si asumimos el
arreglo o no o si buscamos una segunda opinión. Si este análisis
es correcto, entonces, como bien señala Raz, los consejos de una
autoridad teórica son razones para creer: «...the adviser must in-
tend his giving the advice to be taken as a reason to believe that
what he says is true, correct or justified» (Raz, 1979: 14).
Raz nos indica que, por oposición a los consejos, las órdenes y
las súplicas son emitidas con la intención de que sean tomadas
por el destinatario como razones para la acción, i.e. para realizar
el acto ordenado o pedido (ver Raz, 1979: 14). Debemos ahora

112 
La idea de consejo aquí relevante es la de un informe de situación, dado por
un experto con la intención de informar. Sin embargo debemos advertir que «conse-
jo» suele implicar que se aconseja qué hacer antes que qué creer. Aquí limitamos el
uso de la idea de consejo a la segunda situación. El mismo Raz advierte esta ambi-
güedad: «These remarks (sobre la idea de consejo) apply most naturally to “advice
that p”. Are they true of “advice to φ”? This is a moot point, but it seems to me that
“I advise you to apply to Balliol”, when used to advice, is used to make the same sta-
tement as is often made by “Balliol is your best choice”, or by “On balance I think
applying to Balliol is preferable to the alternatives”. “Advice to φ”, is reducible to
“advice that p”» (Raz, 1979: 14, nota 14).

122

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encontrar el criterio que divide a estos dos últimos tipos de actos
comunicativos imperativos. Raz pone la diferencia en estos tér-
minos:

Suppose that a man makes a request and is told in reply that his request was
considered, but on the balance it was found that the reason against the ac-
tion requested overrode those for it including the request itself. He will no
doubt be disappointed, but he will not feel that his request was disregarded.
He has nothing to complain about. He must concede that whatever his ho-
pes, he intended no more than that the action be taken on the balance of re-
asons, his request being one of them. This is not so if he gave an order. A
man who orders someone else does not regard his order as merely another
reason to be added to the balance by which the addressee will determine
what to do. He intends the addressee to take his order as a reason on which
to act regardless of whatever other conflicting reasons exist (Raz, 1979: 14-
15).

La diferencia entre órdenes y súplicas es importante porque se


requiere autoridad para dar órdenes y no se requiere autoridad
para suplicar. La idea de orden o mandato está conceptualmente
unida a la de autoridad (ver Raz, 1979: 15). De modo que sabien-
do qué son las órdenes tendremos una puerta de acceso confiable
a la de autoridad.
El pasaje recién citado nos indica que una súplica es, en gene-
ral, una razón prima facie válida para su destinatario. El destina-
tario considerará el balance de razones aplicables a la situación
en que tiene que decidir qué curso de acción adoptar, incluyendo
en este balance la súplica (como una razón prima facie, i.e. una
razón que cuenta pero que no determina necesariamente la solu-
ción) y tomará la decisión en virtud del resultado del balance.
Ahora bien, parece que si así funcionan las súplicas o solicitu-
des, no pueden funcionar del mismo modo las órdenes o mandatos.
En tal caso nos quedaríamos sin criterio para distinguir entre ambas
ideas. Necesitamos entonces entender en su especificidad la idea de
orden o mandato, i.e. que tipo de razones pretende ofrecer quien
dicta una orden y cómo intervienen estas razones —cuando la or-
den es exitosa en crearlas, esto es, cuando son órdenes de una auto-
ridad legítima— en el razonamiento práctico de su destinatario.

123

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La tesis de Raz sobre la naturaleza de las órdenes es que son
razones protegidas. Para entender la idea de una razón protegida
y su funcionamiento dentro del razonamiento práctico de un
agente se requiere complejizar nuestra idea de razones para la ac-
ción. En esta línea, Raz entiende que las razones para la acción
no están todas en el mismo nivel sino que están estratificadamen-
te ordenadas. Debemos reconocer, nos indica Raz, que «razones
diferentes pertenecen a niveles diferentes, hecho que afecta a su
impacto en las situaciones de conflicto» (Raz, 1991: 39).
La concepción tradicional de la naturaleza de la racionalidad
—o de la estructura de las razones para la acción—, la presupues-
ta en la paradoja entre racionalidad y autoridad, supone que «to-
dos los conflictos prácticos se adecuan a un patrón lógico: los
conflictos de razones se resuelven por medio del peso o la fuerza
relativos de las razones en conflicto, lo cual determina cuál de
ellas supera a las otras» (Raz, 1991: 40). Raz considera que si
bien esta imagen de la estructura de las razones y de cómo se re-
suelven los conflictos prácticos es adecuada para la mayoría de
las situaciones, en última instancia está equivocada:

Mi tesis... es que debemos distinguir entre razones para la acción de primer


orden y razones para la acción de segundo orden y que los conflictos entre
las razones de primer orden se resuelven por medio de la fuerza relativa de
las razones en conflicto, pero que esto no es verdadero por lo que se refiere
a los conflictos entre razones de primer orden y razones de segundo orden
(Raz, 1991: 40).

En el esquema de Raz, una razón de primer orden es una razón


para realizar o para abstenerse de realizar determinada acción.
Por contraposición, una razón de segundo orden es «toda razón
para actuar por una razón o para abstenerse de actuar por una ra-
zón» (Raz, 1991: 44, ver 1979: 17) Dentro de las razones de se-
gundo orden son de especial importancia para el análisis de los
mandatos y del concepto de autoridad las razones excluyentes: «I
shall call a reason to act for a reason a positive second-order rea-
son. There are also negative second-order reasons, that is, reasons
to refrain from acting for a reason. I shall call negative second-
order reasons exclusionary reasons» (Raz, 1979: 17; 1991: 44).

124

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Para ilustrar su distinción, Raz nos propone una serie de ejem-
plos (Raz, 1991: 40-44). En uno de ellos nos pide que imagine-
mos el caso de Colin, un padre que ha prometido a su pareja que
en todas las decisiones que afectarán a la educación de su hijo ac-
tuará sólo sobre la base de los intereses del niño, dejando de lado
cualquier otra consideración. Ahora surge la cuestión de si lo en-
viará a un colegio privado o a uno público. Puede haber un sinnú-
mero de razones a favor o en contra de mandar al niño a un cole-
gio privado o a uno público. Algunas de estas razones afectan
directamente sus intereses. Seguramente la más importante es
dónde recibirá una mejor educación. Supongamos que esta razón
pesa a favor de enviarlo al colegio privado. Pero puede haber
también otras razones que afecten los intereses del niño. Puede
que sus amigos se hayan inscripto en la escuela pública, o que
ésta sea mejor en deportes o en artes y que estos sean temas que le
interesan especialmente, o que los padres consideren que es me-
jor para su socialización que comparta su educación con niños de
diversas extracciones sociales y no sólo con los niños ricos que
pueblan la escuela privada. También puede haber otras razones a
favor o en contra de mandar a su hijo a la escuela privada que no
son razones que afecten los intereses del niño. Raz nos ofrece dos
de ellas: si Colin manda a su hijo a la escuela privada no podrá
renunciar a su trabajo para escribir el libro que tanto desea escri-
bir. Además, dado que Colin es una persona respetada en su co-
munidad y su conducta es tomada como ejemplo por otros, puede
que su decisión afecte a las de otros padres, y puede que para al-
gunos de ellos enfrentar ese gasto resulte muy costoso o muy
frustrante el no poder enfrentarlo.
Con este ejemplo en mano podemos entender mejor la distin-
ción raziana entre razones de primer y segundo orden. Todas las
razones aquí expuestas, salvo la promesa, son razones de primer
orden. Las razones que hacen al interés del niño son las más ob-
vias. Todas las razones que tienen en cuenta el interés del niño
pueden funcionar como premisas en un argumento que concluya
en la afirmación de que hay o no razón para enviarlo a un colegio
privado, o que hacerlo sería bueno. También pueden funcionar
como premisas de tal argumento razones no vinculadas a su interés.
Así puede ser que teniendo en cuenta el interés del padre por escri-
bir un libro o el hecho de que su decisión afectará negativamente
125

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a otros padres resulte que no es bueno mandar al niño al colegio
privado. Pero la promesa realizada a la madre «no es una razón a
favor ni en contra de enviar a su hijo al colegio privado» (Raz,
1991: 44). Del hecho de que el padre haya prometido a la madre
no tomar más consideraciones en su decisión que aquellas que
afecten al interés de su hijo, no se sigue que sea bueno o malo enviar-
lo al colegio privado. Pero sí resulta que debido a la promesa, el
padre tiene una razón para no tomar en cuenta algunas razones:
aquellas que no afectan directamente al interés del niño. La pro-
mesa en este caso es, según Raz, un particular tipo de razón de
segundo orden: una razón excluyente, una razón para no tomar en
cuenta otras razones.
Las distinciones hasta aquí trazadas nos permiten, según Raz,
captar en su especificidad la naturaleza de las órdenes o mandatos
(y la autoridad es el título o capacidad para emitir órdenes o man-
datos). A su entender «All mandatory rules are protected reasons»
(Raz, 1979: 18, nota 19). He aquí la idea de razón protegida: «so-
metimes the same fact is both a reason for an action and an (ex-
clusionary) reason for disregarding reasons against it. I shall call
such facts protected reasons for action» ( Raz, 1979: 18; 1991:
238). Es decir, un mandato es a la vez una razón de primer orden
para realizar la acción mandada y una razón excluyente para no
tener en cuenta ciertas razones (las excluidas) en contra de reali-
zar la acción.
Raz define al poder normativo en términos de razones protegi-
das y a la autoridad en términos de poder normativo:

I will define normative power as ability to change protected reasons (Raz,


113
1979: 18). ...there is a close relation between normative power and authori-
ty. On the simple explanation of authority power is a special case of authority.
Authority is ability to change reasons. Power is ability to change a special
type or reasons, namely protected ones. However… we should regard autho-
rity basically as a species of power (Raz, 1979: 19).

113 
En Razón Práctica y Normas, texto originalmente editado en 1975, Raz soste-
nía que «Un poder normativo es una capacidad para afectar a las razones excluyen-
tes que se aplican a la acción de uno mismo o de otros. Esto explica por qué la no-
ción de poder normativo no se aplica a acciones que afecten sólo a razones de primer
orden» (Raz, 1991: 115). Sin embargo, en 1979: 18, nota 19, considera errada la an-
terior definición.

126

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La autoridad es una especie de poder normativo porque éste
poder, esta capacidad de cambiar las razones protegidas, puede
ser ejercido sobre uno mismo o sobre los demás. El poder norma-
tivo ejercido sobre uno mismo equivale a la capacidad de asumir
obligaciones voluntarias, i.e. a la capacidad de prometer. En cambio,
el poder normativo sobre otros «is authority over them» (Raz,
1979: 19).114

Disolución de las paradojas

Raz entiende que si tenemos en cuenta que hay razones de diverso


nivel y que la autoridad es una especie de poder normativo con-
sistente en la capacidad de cambiar las razones protegidas aplicables
a terceros, podemos enfrentar con éxito y disolver las paradojas de
la autoridad. Si este es el concepto correcto de autoridad enton-
ces, según Raz, la autoridad no entra en conflicto ni con la racio-
nalidad ni con la autonomía.115
Como vimos, Raz entiende que son dos los desafíos propues-
tos por el anarquismo: la incompatibilidad entre autoridad y ra-
zón y la incompatibilidad entre autoridad y autonomía. Respecto
del primero, Raz sostiene que presupone una teoría falsa sobre la
naturaleza de la racionalidad, i.e. sobre la estructura de las razo-
nes para acción y sobre el impacto que los mandatos autoritativos
tienen en el razonamiento práctico. La racionalidad, para cual-
quier teoría, exige actuar sobre la base de las razones existentes.
Ahora bien, según la teoría de la racionalidad presupuesta por el
desafío del anarquismo las únicas razones existentes son las razo-
nes de primer orden (recordemos la negativa de Wolff a considerar

114 
Debemos destacar nuevamente que en este punto el ámbito conceptual y el
normativo están estrechamente vinculados. Pues si bien siempre que alguien emite
una pretendida orden lo hace, según Raz, con la intención de que sea tomada como
una razón protegida, sólo quien tiene derecho a emitir órdenes realmente logra crear
razones protegidas, i.e. tiene derecho a que su mandato sea tomado como tal razón.
Y tiene semejante dereho sólo aquel respecto de quien está justificado, es bueno, el
concedérselo: «An act is the exercise of normative power if there is sufficient reason
for regarding it either as a protected reason or as canceling protected reasons and if
the reason for so regarding it is that it is desirable to enable people to change protec-
ted reasons by such acts, if they wish to do so» (Raz, 1979: 18).
115 
Ver nota 25.

127

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los actos de voluntad ajenos como generadores de razones, i.e. su
tesis restrictiva respecto del «espacio de las razones»). Si las úni-
cas razones existentes son las razones de primer orden y si la ra-
cionalidad exige que los agentes siempre actúen sobre la base del
resultado del balance de razones existentes, se entiende que los
agentes deben actuar sobre la base del resultado del balance de
razones de primer orden. Si fuera cierto que las únicas razones
existentes son las razones de primer orden entonces sería cierto
que hay un conflicto conceptual entre racionalidad y autoridad.
En tanto que los mandatos de la autoridad pretenden ser razones
sin ser razones de primer orden, y en tanto sólo éstas existen «...
legitimate authority involves a denial of one’s right to act on the
merits of the case».
Raz, por el contrario, sostiene su teoría estratificada de la ra-
cionalidad: las razones de primer orden no son las únicas razones
existentes. A veces tenemos razones de segundo orden para dejar
de lado las razones que se aplican al caso. De hecho, a su enten-
der, las directivas de una autoridad justificada son razones de este
tipo.116 Si éste es el caso entonces no hay contradicción entre au-
toridad y racionalidad. Ello porque la racionalidad exige actuar
sobre la base de las rezones existentes dominantes. Eso sí, tal
como sostiene Raz, el concepto de racionalidad debe reformular-
se. Debe dejarse de lado la idea de que el principio de racionali-
dad ordena que siempre se debe hacer lo que se debe hacer sobre
la base del resultado del balance de razones de primer orden. En
cambio «es siempre el caso que se debe, todas las cosas conside-
radas, actuar por una razón no derrotada» (Raz, 199: 45). Si exis-
ten razones protegidas, si los mandatos de una autoridad son ra-
zones protegidas y si estas razones protegidas no son derrotadas
en el caso, entonces quien actúa por un mandato de una autoridad

116 
En algunos pasajes da la impresión que para Raz bastara con que los concep-
tos de razón de segundo orden, razón protegida o razón excluyente, fueran coheren-
tes de tal modo que pudiera haber este tipo de razones, sin necesidad de que de he-
cho las haya, ni de que los mandatos sean razones de este tipo, para dar por resuelto
el conflicto entre autoridad y racionalidad. Refiriéndose al conflicto entre autoridad
y autonomía, Raz afirma: «But since there could in principle be valid second order
reasons, there is nothing in the principle of autonomy that requires the rejection of
all authority» (Raz, 1979: 27). Pero si el principio de racionalidad exige actuar sobre
la base de razones existentes, para que sea racional obedecer a las autoridades es ne-
cesario que los mandatos sean o creen razones protegidas.

128

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legítima actúa racionalmente, i.e. sobre la base de una razón exis-
tente no derrotada.
De modo similar se resuelve la paradoja entre el concepto de
autoridad y el de autonomía. Si la autonomía exige actuar sobre
la base del juicio propio sobre las razones existentes, y se entiende
que las razones existentes son todas razones de primer orden, es
natural pensar que la autoridad, en tanto exige renunciar a actuar
sobre el propio juicio sobre las razones de primer orden, implica
abdicación de autonomía. Pero si existen razones de segundo or-
den, actuar sobre la base del propio juicio respecto de las razones
existentes exigirá incluir en este juicio las razones de segundo or-
den, y particularmente las razones protegidas implicadas en los
mandatos autoritativos. Así, si el caso está dentro del alcance de
una razón protegida no derrotada por otra razón de segundo orden
y no superada por razones de primer orden no alcanzadas por la
exclusión, entonces el agente debe juzgar por sí mismo, concluir
que esa razón ofrece la solución correcta al caso y actuar en con-
secuencia.117
Pese a que pueda parecer que Raz ha ofrecido una respuesta
contundente al desafío del anarquismo, bien mirado, hasta aquí lo
único que Raz ha hecho es afirmar que los mandatos de una auto-
ridad legítima son razones para la acción de un tipo particular, y
que el agente debe tomarlas en consideración al juzgar cómo
debe actuar en las circunstancias del caso. Esto era justamente lo
que Wolff había negado. Raz afirma que los mandatos son razo-
nes mientras que Wolff lo niega. ¿Cuál es la tesis correcta? Ya co-

117 
Vale citar el pasaje en que Raz resuelve el conflicto entre autoridad ya autono-
mía. A su entender Wolff «tacitly and correctly assumes that reason never justifies
abandoning one’s autonomy, that is, one’s right and duty to act on one’s judgment of
what ought to be done, all things considered. I shall call this the principle of auto-
nomy. He also tacitly and wrongly assumes that this is identical with the false prin-
ciple that there are no valid exclusionary reasons, that is, that one is never justified in
not doing what ought to be done on the balance of first-order reasons. I shall call this
the denial of authority. This confusion is natural if one conceives of all reasons as es-
sentially first-order reasons and overlooks the possibility of the existence of second-
order reasons. If all valid reasons are first-order reasons then it is a necessary truth
that the principle of autonomy entails the denial of authority, for then what ought to
be done all things considered is identical with what ought to be done on the balance
of first-order reasons. But since there could in principle be valid second-order rea-
sons, there is nothing in the principle of autonomy that requires the rejection of
authority» (Raz, 1979: 27).

129

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nocemos las razones de Wolff (de Wolff en su versión epistémica)
a favor de negar el carácter de razón para la acción a los manda-
tos autoritarios. Los mandatos reflejan la voluntad del mandante
y la voluntad de otro no puede ser ni una razón categórica ni
fuente de tales razones. Raz nos debe ofrecer un argumento que
muestre que Wolff está equivocado. Corresponde entonces seguir
a Raz en su paso del plano conceptual al normativo. Raz debe
mostrarnos bajo qué condiciones estamos justificados en conce-
der a los mandatos de quien pretende autoridad el carácter de ra-
zones protegidas. Esto es, debe ofrecernos una teoría de la auto-
ridad legítima. Sólo los mandatos de una autoridad legítima son
razones protegidas. Pues si bien puede ser cierto que todo aquel
que emite órdenes pretende que sean tomadas como razones pro-
tegidas, sólo las órdenes de una autoridad legítima tendrán ese
carácter y deberán ser tomadas como tales.
En otros términos, las paradojas se resuelven sólo si es cierto
que por lo menos algunos mandatos son de hecho razones prote-
gidas. Cómo sólo serán razones protegidas los mandatos de las
autoridades legítimas, no podremos considerar correcta la solu-
ción raziana a las paradojas de la autoridad hasta tanto no tenga-
mos en claro las condiciones bajo las cuales estemos justificados
en considerar a alguien como una autoridad legítima y a sus man-
datos como razones protegidas. Pasemos entonces a analizar la
justificación raziana de la autoridad: su teoría de la autoridad
como servicio.

La teoría de la autoridad como servicio

Ideas básicas

Según Raz las autoridades son legítimas en la medida que nos


brindan un servicio que necesitamos. Este servicio consiste bási-
camente en mediar entre nosotros y las razones que se nos aplican
y en ayudarnos, gracias a esta mediación, a maximizar nuestro
actuar sobre la base de esas razones.
Conviene de entrada explicitar el carácter limitado de la tesis.
La autoridad está instrumentalmente justificada como herramien-
ta para maximizar el ajuste a razones sólo si lograr este resultado
130

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es lo más valioso en la situación. Si lo más valioso es actuar por
nosotros mismos esta justificación no entra en juego (ver Raz,
1986: 56). De modo que necesitamos saber bajo qué circunstan-
cias es más valiosa la primera opción y bajo qué circunstancias lo
es la segunda. En tanto que Raz pretende ofrecer una teoría de la
autoridad que responda al desafío del anarquismo hemos de su-
poner que siempre que están en juego cuestiones de deberes cate-
góricos entiende que es más importante maximizar el ajuste a ra-
zones. Por otra parte así lo atestigua el hecho de que cuando se
refiere a casos en que pese a aplicarse la tesis de la justificación
normal no estamos obligados a tomar sus mandatos como vincu-
lantes, se está refiriendo a casos sin relevancia moral, por ejem-
plo si debo tomar los consejos de un cocinero profesional o de un
especialista en bolsa como razones protegidas, como mandatos
vinculantes (Raz, 1986: 64-65).118
Si siguiendo una estrategia indirecta, si guiándonos no por las
razones dependientes, subyacentes o de primer orden sino por las
reglas emanadas del mandato autoritativo maximizamos nuestra
conformidad a aquellas razones, en los casos en que maximizar
dicho ajuste es más importante que cualquier otra cosa, entonces
la autoridad es legítima (ver Raz, 1990: 13).119 He aquí su tesis de
la justificación normal:

The normal way to establish that a person has authority over another person
involves showing that the alleged subject is likely better to comply with re-
asons which apply to him (other that the alleged authoritative directives) if
he accepts the directives of the alleged authority as authoritatively binding
and tries to follow them, rather than by trying to follow the reasons which
apply to him directly (Raz, 1986: 53).

Para que podamos maximizar nuestro ajuste a razones median-


te el expediente de seguir los mandatos de la autoridad deben dar-
se al menos las siguientes condiciones. En primer lugar tiene que
haber razones cuya existencia sea independiente de la existencia
de mandatos. La teoría de la justificación normal presupone algu-
118 
Sobre esta cuestión también puede verse J. Raz, 1991, postcriptum.
119 
Utilizare de modo equivalente «razón dependiente o subyacente» y «razón de
primer orden». A los efectos de este trabajo no creo que haya ninguna distinción im-
portante que realizar entre estos conceptos.

131

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na ontología de las razones. Raz es explícito sobre esta cuestión:
la ontología en juego no es sino el realismo metaético. Así, luego
de sostener que la idea de razón se ha identificado tanto con enun-
ciados como con creencias y hechos, y de negar que los enunciados
sean propiamente razones, Raz salda en los siguientes términos la
cuestión de si debemos aplicar el término «razón» preponderan-
temente a creencias o a hechos:

Las creencias son a veces razones, pero sería equivocado considerar a todas
las razones como creencias. Debería recordarse que las razones se usan para
guiar la conducta, y las personas deben guiarse por lo que es el caso, no por
lo que creen que es el caso. Sin duda, para guiarse por lo que es el caso una
persona debe llegar a creer que tal cosa es el caso. Sin embargo, es el hecho
y no su creencia en él lo que debe guiarle y lo que es una razón (Raz, 1991:
120
19).

Raz no está negando que el término «razón» se use adecuada-


mente para referirse a creencias. Simplemente resalta que éste es
un sentido secundario:

Sólo las razones entendidas como hechos son normativamente significati-


vas; sólo ellas determinan lo que debe hacerse. Para decidir lo que hemos de
hacer debemos descubrir cómo es el mundo, y no cómo son nuestros pensa-
mientos. La otra noción de razón es relevante exclusivamente para propósi-
tos explicativos y no, de ninguna manera, para propósitos de guiar la con-
ducta (Raz, 1991: 21). Lo que guía nuestra acción es el mundo, pero dado
que inevitablemente lo hace por medio de nuestro conocimiento de él, nues-
tras creencias son importantes para la explicación y el enjuiciamiento de
nuestra conducta (Raz, 1991: 25).

Otro dato importante: el sentido en que Raz usa la idea de «hecho»


incluye a los valores morales:

Cuando digo que los hechos son razones uso el término «hecho» en un senti-
do amplio, para designar aquello en virtud de lo cual los enunciados verdade-
ros o justificados son verdaderos o justificados. En este sentido los hechos no

120 
Para una interpretación de Raz en clave realista ver Carracciolo, 1991: 78-79.

132

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se contraponen a los valores, sino que los incluyen («Es un hecho que la vida
humana es el valor supremo») (Raz, 1991: 19).

En segundo lugar, para poder brindarnos el servicio de optimi-


zar nuestro ajuste a las razones dependientes la autoridad tiene
que conocer esas razones. La tesis bajo estudio presupone tam-
bién entonces alguna forma de cognitivismo. La autoridad tiene
que conocer mejor, o en todo caso tanto como nosotros, las razo-
nes dependientes o subyacentes. Bajo esta última situación, que
no será por cierto la situación normal, debemos tener alguna otra
razón para descansar en el juicio de la autoridad. Lo importante
es destacar que la tesis de la justificación normal presupone la idea
de que los mandatos autoritativos reflejan la creencia de la auto-
ridad respecto de la situación normativa (independiente de los
mandatos autoritativos) del sujeto normativo. Esto es confirmado
por la tesis de la dependencia: «All authoritative directives
should be based on reasons which already independently apply to
the subjects of the directives and are relevant to their action in the
circumstances covered by the directive. Such reasons I dubbed
above “dependent reasons”» (Raz, 1986: 47).
Si la autoridad conoce, típicamente mejor, las razones depen-
dientes entonces hay buena probabilidad de que si seguimos sus
mandatos maximicemos nuestro ajuste a la razón. Pero para obte-
ner este beneficio es necesario, según Raz, que tomemos los man-
datos autoritativos como razones protegidas para la acción, como
razones para hacer lo ordenado y como razones para dejar de lado
otras razones que puedan apuntar en la dirección contraria. La au-
toridad ya ha evaluado las razones dependientes, su mandato re-
fleja esa evaluación. Por ello, en tanto tomamos en cuenta el
mandato de la autoridad, no debemos comprometernos nosotros
mismos en una evaluación semejante. O en todo caso podemos
hacerlo como un mero juego intelectual, pero nunca debemos ac-
tuar sobre su base. De lo contrario estaríamos contando dos veces
la misma razón, por un lado la razón dependiente y, por otro, el
mandato que la refleja. En otras palabras, no debemos tomar los
mandatos meramente como razones prima facie, como razones
que agregan peso a la consideración de que determinada acción
es debida, pero que no excluyen el juicio propio entendido como
balance de razones de primer orden o dependientes (Raz, 1986: 58).

133

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Más aún, de no tomar los mandatos autoritativos como razones
protegidas nos perderíamos las ventajas obtenidas gracias al ac-
tuar siguiendo autoridades. Estas ventajas consisten tanto en
maximizar nuestro ajuste a razones como en evitarnos tener que
juzgar por nosotros mismos en cada situación sobre cuestiones de
valores últimos.121 En tanto la autoridad conoce mejor, sólo difi-
riendo el juicio logramos ese resultado. Por ello, entiende Raz, la
tesis de la dependencia lleva a la tesis de la exclusión: 122 «The
fact that an authority requires performance of an action is a rea-
son for its performance which is not to be added to all other rele-
vant reasons when assessing what to do, but should exclude and
take the place of some of them» (Raz, 1986: 46).

Análisis de la tesis de la justificación normal

La tesis de la exclusión se aplica sólo a autoridades legítimas.


Sólo cuando se dan las condiciones de la tesis de la justificación
normal tenemos razones para tomar los mandatos autoritativos
como razones excluyentes y como razones protegidas. Cabe en-
tonces comenzar precisando los casos típicos en los que, según
Raz, podemos afirmar que se satisfacen esas condiciones:123 So-
bre el punto Raz afirma lo siguiente:

121 
Para el primer punto ver Raz, 1986: 67-69. Para el segundo Raz, 1986: 58.
122 
Sobre la relación entre estas tesis ver Raz, 1986: 59.
123 
En realidad Raz se refiere a las siguientes situaciones como aquellas que pue-
den satisfacer la tesis de la justificación normal (Raz, 1986: 75):
1. The authority is wiser and therefore better able to establish how the individual should
act.
2.It has a steadier will less likely to be tainted by bias, weakness or impetuosity, less likely
to be diverted from right reason by temptations or pressures.
3. Direct individual action in an attempt to follow right reason is likely to be self-defeating.
Individuals should follow an indirect strategy, guiding their action by one standard in order
better to conform to another. And the best indirect strategy is to be guided by authority.
4. Deciding for oneself what to do causes anxiety, exhaustion, or involves costs in time or
resources the avoidance of which by following authority does not have significant
drawbacks, and is therefore justified.
5. The authority is in a better position to achieve (if its legitimacy is acknowledged) what
the individual has reason but in no position to achieve.
El primero es el argumento de la pericia, del mayor conocimiento. El quinto caso se refiere
a la capacidad de la autoridad para solucionar problemas de coordinación.

134

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El tercer caso no es sino la tesis de la justificación normal enunciada en otras palabras. Di-
cha tesis nos dice que la autoridad es legítima cuando si guiamos nuestra acción por un estándar,
el mandato autoritario, es más probable que maximicemos el ajuste de nuestra acción a otro es-
tándar, las razones subyacentes. Afirma entonces que cuando hay una autoridad legítima tene-
mos razones para seguir una estrategia indirecta. Podemos entonces prescindir de este caso.
El segundo caso es más difícil de analizar. ¿En qué sentido es relevante el hecho de quien
pretende autoridad tenga una voluntad más estable y menos sujeta a tentaciones o a cualquier
otra debilidad? Por lo menos en principio no parece que la debilidad de la voluntad del sujeto
normativo sea un problema en relación a la determinación de qué razones hay, pues ésta es una
capacidad epistémica que no ven aminorada ni el perezoso ni el disoluto. Evidentemente los dé-
biles de la voluntad tienen dificultades no para identificar lo que deben hacer sino para pasar al
acto. Si la debilidad de la voluntad es una razón para tener autoridades es una razón para tener
alguien que nos ofrezca motivos extra, digamos sanciones, para hacer lo que ya debemos hacer.
Pero no es este el sentido de ‘autoridad’ que aquí nos interesa sino la capacidad de cambiar las
razones protegidas para la acción. No parece que la debilidad de la voluntad sea una razón para
adoptar la estrategia indirecta implicada en la adopción de autoridades.
Pero a lo que aquí parece estar refiriéndose centralmente Raz es a la situación en la que
nuestra posición interesada nos hace perder objetividad en la evaluación de las razones depen-
dientes. Tenemos una buena razón para tener autoridades si tenemos una buena razón para du-
dar de nuestra imparcialidad, i.e. de nuestra capacidad de conocer desde un punto de vista obje-
tivo las razones dependientes y, por contraparte, podemos confiar en la imparcialidad de la
autoridad y por lo tanto en su capacidad de esforzarse por identificar objetivamente las razones
existentes. Bajo esta interpretación el caso en cuestión no es sino una variante del primero.
El cuarto caso, como bien reconoce Raz, «is a borderline case between normal and deviant
justification». (Raz, 1986: 75). En primer lugar, cabe señalar que tiene sentido delegar en otro la
tarea de decidir qué hacer como dispositivo para ahorrar trabajo, tiempo o recursos, o para evi-
tar la ansiedad y el cansancio, si ese otro conoce por lo menos igual que nosotros, si no más,
cuáles son las razones que se nos aplican. No tendría ningún sentido delegar esta tarea en otro
por estas razones si ese otro no tiene la menor idea de las razones subyacentes relevantes. Por lo
tanto este caso es, en un sentido, dependiente del primero.
Por otro lado cabe recordar la distinción kantiana entre conocimiento a priori y conocimien-
to a posteriori. La ley moral, o por lo menos su primer principio, es cognoscible a priori. No pa-
rece ser el caso que determinar qué se debe, categóricamente, hacer sea algo que insuma mu-
chos recursos o tiempo. De cualquier modo, delegar el juicio moral propio por estas razones
resulta frívolo. Tras haber obrado mal en virtud de seguir el mandato autoritario y haber, por
ejemplo, dañado a otro, la víctima de nuestra acción no aceptará como disculpa el que por razo-
nes de tiempo o para evitar ansiedad delegamos el juicio.
Este argumento sí puede aplicarse correctamente a situaciones en que no estamos evaluan-
do qué debemos categóricamente hacer. Un médico de urgencia bien hace en tomar como una
razón protegida, como una regla, el protocolo sobre cómo se debe mover desde el piso a la ca-
milla a un paciente que ha sufrido un traumatismo. No puede ponerse a revisar en la situación
las razones para mover al paciente de una u otra manera. Ello en virtud de la urgencia y del he-
cho de que en el breve tiempo en que tiene que tomar la decisión no puede incorporar un cono-
cimiento equivalente al reflejado en la regla. Pero aquí el ‘debe’ no es un debe categórico, es una
regla de experiencia que nos indica los medios por los cuales se hace mejor aquello que ya tene-
mos el deber de hacer, i.e. auxiliar al paciente. En este caso el médico principal que dictó la re-
gla con el protocolo, es una autoridad, en el sentido de Raz, para el médico que atiende el caso.
Pero el médico principal no es en absoluto una autoridad respecto de qué debemos categórica-

135

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I believe that the primary arguments in support of political authority rely on
its expertise (or that of its policy-making advisers) and on its ability to se-
124
cure social coordination (Raz, 1990: 6).

En cierto sentido, sin embargo, el argumento de la coordina-


ción social es una subclase del argumento epistémico, porque
una condición necesaria para que la autoridad tenga la capacidad
de resolver mejor los problemas (objetivos) de coordinación es
que se encuentre especialmente ubicada para juzgar cuándo exis-
te un problema de ese tipo.125 En todo caso aquí me limitaré a
analizar y evaluar el argumento epistémico.

El argumento epistémico

Según Raz cuando la autoridad conoce mejor las razones depen-


dientes o de primer orden y puede determinar con mayor preci-
sión su peso relativo, i.e. cuál de ellas debe decidir el caso gené-
rico, sus mandatos generan razones protegidas y por lo tanto
estamos justificados en tomarlos como tales.126 Pues sólo si los to-

mente hacer, no es autoridad sobre los fines. De aquí que entienda que los únicos argumentos
realmente interesantes son el primero y el quinto, el epistémico y el de la coordinación.
124 
Hay que destacar que sobre el punto Raz ha cambiado su posición en ciento
ochenta grados entre The authority of Law, publicado por primera vez en 1979, y su
Introduction a “Authority” publicada en 1990. En aquel texto sostenía lo siguiente:
“I share the belief that a legitimate authority is of necessity effective at least to a de-
gree. But this is a result of substantive political principles (e.g that one of the main
justifications for having a political authority is its usefulness in securing social co-
ordination, and that knowledge and expertise do not give one a right to govern and
play only a subordinate role in the justification of political authority). It is not entai-
led by a conceptual analysis of the notion of authority… (Raz, 1979: 9; 1982: 23).
125 
«... I am aware of the possibility that another person, or organization, might be
better able to judge when there are strong or sufficient reasons for social coordina-
tion in which I should participate» (Raz, 1990: 9-10).
126 
El hecho de que la autoridad –legislativa- evalúa razones dependientes aplica-
bles a casos genéricos hace que puede equivocarse de dos maneras. Al evaluar las ra-
zones dependientes aplicables al caso genérico su mandato puede no reflejar adecuada-
mente el resultado del balance. Así, puede decidir mal todo el conjunto de casos
particulares abarcados por el caso genérico. En segundo lugar, pese a haber decidido
bien en su gran mayoría los casos particulares abarcados en el caso genérico, puede
que su decisión sea una mala decisión para algún caso particular. Puede que la autori-
dad no haya tenido en cuenta en su decisión general una propiedad relevante aplicable
al caso particular en cuestión. Incluso puede que no haya podido tenerla en cuenta. De

136

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mamos así conseguiremos maximizar el ajuste de nuestra acción
a aquéllas razones.
Ahora bien, el argumento epistémico sólo da lugar a una justi-
ficación limitada de la autoridad. Sólo estarán obligados a seguir-
la quienes conozcan menos que ella sobre el tema objeto del man-
dato. En otras palabras, mediante el argumento epistémico no
puede fundarse una obligación general de obedecer el derecho.
Veamos, en palabras de Raz, cómo juega el argumento epistémico
dentro de la tesis de la justificación normal en la determinación
del alcance de tal obligación:

…the thesis allows maximum flexibility in determining the scope of authori-


ty. It all depends on the person over whom authority is supposed to be exerci-
sed: his knowledge, strength of will, his reliability in various aspects of life,
and on the government in question. These factors are relevant at two levels.
Fist, they determine whether an individual is better likely to conform to rea-
son by following an authority or by following his own judgment indepen-
dently of any authority. Second, they determine under what circumstances he
is likely to answer the first question correctly” (Raz, 1986: 73). “Of course,
sometimes I do have additional information showing that the authority is bet-
ter than me in some areas and not in others. This may be sufficient to show
that it lacks authority over me in those other areas. The argument about the
preemptiveness of authoritative decrees does not apply to such cases (Raz,
1986: 68-69).

Me parece importante destacar que dentro del alcance del ar-


gumento epistémico los mandatos autoritativos son excluyentes
sólo en tanto quien pretende autoridad conoce de hecho más que
el sujeto normativo sobre el tema objeto de regulación. Los man-
datos autoritativos no son excluyentes respeto de cuestiones so-
bre las cuales no es cierto que la autoridad conoce más. Y si hay
algún ámbito en que, por principio, la autoridad no pueda cono-

cualquier modo si solucionamos el caso de acuerdo a la regla dependiente del manda-


to, estaremos ofreciendo una solución incorrecta, no abalada por el balance de razones
dependientes. Por supuesto, si como sostiene el particularismo, cualquier intento de re-
solver casos particulares resolviendo casos genéricos está destinado al fracaso porque
el caso particular siempre es particularísimo, siempre tiene propiedades relevantes im-
posibles de determinar por adelantado, entonces quien pretende autoridad para resolver
casos genéricos no puede resolver nunca adecuadamente ningún caso particular y por
lo tanto nunca está justificado el reconocer autoridades.

137

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cer más —o, en general, nadie pueda acreditar fehacientemente
mayor conocimiento—, en ese ámbito no habrá autoridades.

4. Evaluación y crítica de la fuerza del argumento epistémico


dentro de la tesis de la justificación normal

Según Raz entonces una autoridad legítima hace una diferencia


en las razones para la acción que debe tomar en cuenta el agente:
su mandato crea una razón protegida. Ahora bien, es condición de
la legitimidad el que sea más probable que aumentemos nuestro
ajuste a las razones subyacentes siguiendo los mandatos de la su-
puesta autoridad que nuestro propio juicio (tesis de la justifica-
ción normal). Como la autoridad debe basar su mandato sobre su
juicio respecto del balance resultante de aquellas razones (tesis
de la dependencia) una forma de aumentar esta probabilidad es
que las conozca mejor, que tenga un mayor acceso. Si quien pre-
tende autoridad de hecho conoce más, entonces, según Raz, tene-
mos buenas razones para dejar de lado nuestro juicio al respecto
y actuar sobre la base del mandato, i.e. tomarlo como razón pro-
tegida para la acción (tesis de la exclusión o remplazo). Así, con-
servando nuestra autonomía (pues juzgamos que el mandato es
una razón protegida), delegamos la tarea de evaluar las razones
subyacentes o dependientes en la autoridad. Queda entonces re-
suelto el conflicto entre autoridad y autonomía.
Pasemos ahora a evaluar la viabilidad de esta respuesta. Para
ello comencemos por precisar el desafío que pretende enfrentar.
La tesis de la incompatibilidad conceptual puede ser coherente-
mente afirmada sólo si nunca es racional renunciar al juicio pro-
pio. ¿Pero qué afirma exactamente esta tesis en tanto exigencia de
soberanía epistémica? Pensemos las siguientes posibilidades:

a) Que la obligación de juicio propio se extiende a cualquier


ámbito en que debamos tomar decisiones. La negación de esta
tesis afirma que sólo en el ámbito moral es relevante el juicio
propio y que en otros ámbitos delegar el juicio es perfectamen-
te racional.
b) Que si bien la obligación es sólo respecto del ámbito moral,
en ese ámbito abarca todos los pasos del razonamiento prácti-
138

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co. Si esto es así el agente debe juzgar sobre las razones opera-
tivas, las auxiliares (justificación externa) y realizar además el
juicio de derivación (justificación interna.). Este es el sentido
más estricto en que se puede concebir la idea de que el agente
tiene la obligación de establecer por sí el deber final aplicable
a su situación.
c) Que el agente tiene obligación de juzgar por sí solamente
respecto de las razones operativas o normativas de su razona-
miento categórico-práctico.
d) Que el agente tiene obligación de juzgar por sí respecto de
las razones auxiliares.

Seguidamente presentaré estas concepciones de la obligación


de juicio propio, precisaré si tienen visos de viabilidad al menos
prima facie e intentaré determinar en qué medida la teoría de Raz
puede concebirse como respuesta a cada una de ellas.

Juicio propio como obligación omnicomprensiva

¿Hasta dónde alcanza la obligación bajo análisis? ¿Es a veces racio-


nal renunciar a la autonomía? Si, tal como afirma Wolff (1970: 12),
es cierto que hay un vínculo conceptual entre la noción de agencia
racional (ser responsable según sus términos) y la obligación de asu-
mir responsabilidad por nuestras propias acciones (intentar determi-
nar por uno mismo lo que se debe hacer), entonces toda vez que de-
jamos de asumir esta responsabilidad, toda vez que renunciamos a
nuestra autonomía, estamos actuando irracionalmente. Sin embargo,
Wolff considera que hay casos en que es razonable renunciar a juz-
gar por sí:

There are many forms and degrees of forfeiture of autonomy. A man can
give up his independence of judgment with regard to a single question, or in
respect of a single type of question. For example, when I place myself in the
hands of my doctor, I commit myself to whatever course of treatment he
prescribes, but only in regard to my health. I do not make him my legal
counselor as well… From the example of the doctor, it is obvious that there
are at least some situations in which it is reasonable to give up one’s auto-
nomy (Wolff, 1970: 15).

139

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La afirmación contenida en la última frase de la cita es contra-
dictoria con la tesis wolffiana de que la obligación de asumir res-
ponsabilidad por nuestras propias acciones, la obligación de auto-
nomía moral, está conceptualmente vinculada con la idea de que
somos (o debemos considerarnos como) agentes libres y raciona-
les. Si éste es el caso ¿cómo puede ser que a veces sea racional re-
nunciar a nuestra autonomía? Si en algunas situaciones es razona-
ble renunciar a nuestra autonomía, esto equivale a afirmar que en
algunas situaciones es razonable suspender el juicio propio en la
determinación de nuestros deberes morales. De ser así las cosas el
conflicto entre autoridad y autonomía no será un conflicto entre au-
toridad y racionalidad, de modo que en algunas situaciones será ra-
cional determinar nuestros deberes finales teniendo en cuenta los
mandatos de quien pretende autoridad legítima. Pero entonces el
planteo de Wolff perdería toda su fuerza.
Sin embargo pareciera que el problema podría resolverse median-
te el simple expediente de distinguir entre casos en los que juzgamos
sobre cuestiones fácticas, cognoscibles a posteriori, cuestiones, por
lo tanto, en las que algunas personas conocen más que otras, y el es-
pecial caso de las normas morales. 127 Pues cuando nos ponemos en
las manos de nuestro médico no estamos renunciando en ningún sen-
tido a nuestra autonomía moral. Las razones por las que lo hacemos
son en general prudenciales, esto es, hacemos lo que nos dice nuestro
médico porque queremos recuperar la salud. Por otra parte el conoci-
miento sobre el funcionamiento del cuerpo humano y sobre los medios
para mantener la salud y curar las enfermedades es un conocimiento
empírico, cuya adquisición depende de cuestiones contingentes
como el estudio, las vocación, etcétera. Cuestiones, esto es, en que
no parece en absoluto problemático diferir el juicio de conocimiento
dados ciertos fines cuya identificación no diferimos. Consecuente-

127 
Otra estrategia destinada a dar cuenta de la afirmación de Wolff de que a veces
es racional renunciar a la autonomía consiste en afirmar que lo que la autonomía pro-
híbe es que renunciemos en general, a largo plazo, al juicio propio, aunque estaría
permitido renunciar respecto de temas concretos y por un tiempo limitado. Igualmen-
te, el conflicto entre autoridad y autonomía debería ser entendido como la afirmación
de que es imposible fundar una autoridad general (de obedecer el derecho). Aunque
no habría nada problemático en aceptar autoridades prácticas sobre cuestiones par-
ticulares y concretas. Ricardo Caracciolo, por ejemplo, entiende en estos términos el
conflicto en cuestión. Por mi parte entiendo que el problema existe aún respecto de
renuncias particulares y concretas.

140

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mente, nadie toma las directivas de un médico como cambiando su
situación normativa, sus deberes categóricos. Una posición omni-
comprensiva sobre la obligación de juicio propio llegaría a límites
tan ridículos como prohibir el uso de una calculadora.128
¿Pero qué tiene de especial el ámbito moral? ¿Por qué no po-
dríamos diferir aquí el juicio mientras sí podemos diferirlo en
otros ámbitos?

Juicio propio sobre todo el razonamiento categórico-práctico

A mi juicio, el modo preanalíticamente más plausible de entender


la exigencia de juicio propio es concebirla como exigiendo que el
agente realice por sí todos los pasos del razonamiento categórico-
práctico, es decir, que se comprometa tanto en su justificación ex-
terna como en su justificación interna. Respecto del compromiso
con la justificación interna no hay mucho que decir. Si es verdad
que debe comprometerse con el conocimiento de las normas y de
los hechos entonces esta última exigencia no implicaría mucho
mayor costo. Analicemos entonces las otras exigencias por sepa-
rado. Pues si resulta que alguna no se sostiene entonces tampoco
se sostendrá esta concepción más requirente de la obligación de
juicio propio. Comencemos por la obligación de juzgar sobre las
razones operativas del razonamiento práctico, i.e. las normas mo-
rales, las razones dependientes en Raz.129 ¿Existe tal obligación?
¿Sobre qué bases se puede afirmar tal cosa?

128 
Raz también podría apropiarse de la distinción propuesta pues, a mi juicio, cae
en el mismo error de Wolff (Raz, 1990: 12). La cuestión no es que es irrazonable re-
nunciar a decidir por uno mismo por largos períodos de tiempo (el caso del esclavo
por opción) mientras que es razonable hacerlo respecto de cuestiones particulares.
Más bien la diferencia es cualitativa. Existe un deber continuo (afirma la tesis de la
obligación de juicio propio) de juzgar por uno mismo en cuestiones morales, y este
deber no se ve afectado cuando ponemos determinados asuntos, sin relevancia mo-
ral, en manos de un tercero.
129 
Bayón entiende que en Raz el argumento de la pericia se aplica sólo a las ra-
zones auxiliares, no a las operativas (Bayón, 1991: 654, n. 591). Por mi parte no he
encontrado soporte textual que justifique dicha restricción. Soporte para imputarle
una concepción amplia del argumento en cuestión puede encontrarse en Raz, 1986:
59. Se asume por otra parte que las razones morales que son razones dependientes
han de concebirse como valores morales antes que como reglas o normas de manda-
to en el sentido de Raz. Pues si las concebimos como reglas entonces las debemos

141

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Juicio propio sobre las razones operativas

Supongamos qué alguien afirma que existe una exigencia moral,


al menos prima facie, de que el agente juzgue por sí sobre las ra-
zones operativas (morales). ¿Bajo qué condiciones podría conce-
der que tiene sentido delegar el juicio propio? Tal vez bajo las
condiciones que afirma Raz:

a) Cuando la autoridad tiene mayor conocimiento de las razo-


nes operativas, i.e. morales, del razonamiento práctico (gracias
a ese mayor conocimiento se satisfacen las exigencias de la te-
sis de la justificación normal).
b) Cuando en virtud de su mayor conocimiento y de la consi-
guiente satisfacción de las exigencias de la tesis de la justifica-
ción normal, tenemos razón para tomar su mandato como una
razón (protegida) para la acción (tesis de la exclusión). Si éste
es el caso el mandato de la autoridad produce un cambio en
nuestro catálogo de razones para la acción. Las autoridades
epistémicas pueden, en otras palabras, ser prácticas.

Revisemos los desafíos con los que se enfrentaría cada una de


estas tesis. Comencemos por la segunda.

La capacidad de cambiar las razones operativas

Recordemos que hemos aceptado, con Raz, que hay razones obje-
tivas para la acción. Nos estamos preguntando cómo cuentan los
actos de mandato de una autoridad en el razonamiento práctico de
un agente racional i.e. uno que atiende a razones. Si los actos au-
toritativos cuentan entonces producen un cambio: la situación
normativa no es igual antes y después del mandato. Sus actos tie-
nen, en otras palabras, relevancia práctica. ¿Cómo hemos de ex-
plicar esa relevancia? Es preciso ofrecer una reconstrucción ade-
cuada del razonamiento práctico en el que intervienen mandatos.

considerar como razones excluyentes y en la mayoría de los casos como razones pro-
tegidas (Raz, 1991: 86). Bajo esta comprensión los mandatos autoritativos pretende-
rían excluir razones protegidas, lo que dificultaría la intelección del modo en que in-
teractúan ambos tipos de razones y de cómo se resuelven estos conflictos.

142

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En su reconstrucción estándar el razonamiento práctico (que a
su vez puede tener por una parte, varios pasos desde el máximo
nivel de generalidad, el imperativo categórico por ejemplo, hasta
el deber final de realizar una acción concreta en determinada si-
tuación y, por otra, incluir conflictos de razones cuyo balance
aquí se supone realizado) está compuesto por una norma como
premisa mayor (a su vez la norma está compuesta de una premisa
fáctica que delimita un caso genérico y una consecuencia norma-
tiva), como premisa menor figura un hecho que es una instancia
del caso genérico previsto en el antecedente de la premisa mayor,
y una conclusión normativa que se deriva lógicamente de las pre-
misas. Así, por ejemplo:

a) El bosque nativo debe ser preservado en las zonas del estado


donde aún existe.
b) En las zonas p, q y r, aún existe bosque nativo.
c) Deben preservarse las zonas p, q y r.

Aquí nos estamos preguntando si es posible que el mandato


autoritativo produzca un cambio en las razones operativas, deje-
mos por el momento de lado las razones auxiliares. ¿Qué es lo
que la autoridad tiene, en la teoría de Raz, el poder de cambiar?
¿Las razones para la acción propiamente dichas, i.e. los hechos
que son razones (de ahora en más razones operativas-hecho)?130
¿O lo que el agente en su «razonamiento práctico» debe conside-
rar como razón para la acción (razones operativas-premisa)?131
Tenemos entonces dos posibilidades:

a) El mandato autoritativo cambia las razones operativas-hecho.


b) El mandato autoritativo cambia las razones operativas-premisa.

130 
Estos hechos serán normativos si, como es aquí el caso, estamos hablando de
razones operativas normativas. Serán fácticos si hablamos de razones auxiliares.
131 
Respecto de la distinción entre razón para la acción y razón premisa ver Re-
dondo, 1996: 17, 121-122. También es importante distinguir entre un sentido psico-
lógico o subjetivo y uno objetivo de razonamiento práctico. El primero es el proceso
mental de justificación y depende de las razones que acepta el agente. El segundo es
el que sirve de criterio de corrección al primero y depende lo que el agente debe
aceptar. Para esta discusión el relevante es el segundo sentido. Sobre el punto ver
Redondo, 1996: 90, 114-115.

143

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La teoría de Raz parece proponer un cambio en sentido fuerte,
i.e. el mandato es una nueva razón-hecho, es un hecho normativo
que desplaza y ocupa el lugar de las razones de primer orden.
Luego de mostrar las dificultades que dicha lectura enfrenta revi-
saré si es posible reinterpretar su teoría como proponiendo un
cambio en las razones operativas-premisa (no afirmo, es claro,
que esta reinterpretación sea la correcta desde el punto de vista
exegético). Por último mostraré por qué esta opción también debe
ser descartada como explicación de la fuerza normativa de una
autoridad práctica, i.e. una tal que hace una diferencia. Con este
fin en mente comenzaré especificando el sentido de «cambio» del
que la teoría pretende dar cuenta.

Cambio en las razones operativas-hecho

Si por cambio entendemos la modificación del contenido de lo


que debe hacerse entonces la concepción raziana niega que la au-
toridad, al menos típicamente, produzca ningún cambio. Pues
mientras la autoridad preste adecuadamente su servicio, mientras
no se equivoque, sus mandatos tendrán exactamente el mismo
contenido que las razones subyacentes que pretenden reflejar.
Para esta teoría entonces, cuando la autoridad funciona correcta-
mente en un sentido no hay cambio: si antes del acto de mandato
el sujeto tenía razón para hacer p luego del mandato sigue teniendo
razón para p. En este esquema la autoridad no puede cambiar de-
liberadamente el contenido de lo que se debe hacer.
Hay otro sentido, sin embargo, en que la teoría pretende dar
cuenta del carácter práctico de las autoridades. Pues el mayor co-
nocimiento tiene, afirma la tesis de la exclusión, carácter práctico:
luego del mandato las personas tienen razón para tener en cuenta
como razones las directivas autoritativas y no las razones subya-
centes: al parecer entonces el mandato autoritativo ha producido
un cambio en las razones. Antes del mandato la razón que debía
determinar la acción era la razón subyacente (una razón moral
por ejemplo), ahora es el mandato (o la norma que es su contenido);
antes la razón para hacer p era una razón de primer orden, ahora
es una razón protegida.

144

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Ahora bien, a esta lectura de la teoría raziana, como postulan-
do un cambio en las razones operativas-hecho, se le ha objetado
que hay un pase mágico en afirmar que una autoridad sobre bases
epistémicas, i.e. teórica, pueda ser práctica. A mi modo de ver
debe concederse que la teoría en cuestión no da cuenta de la ca-
pacidad de la autoridad de producir un cambio en los hechos
(normativos) que son razones para la acción. Pues si la autoridad
presta un servicio epistémico, un servicio basado en su mayor co-
nocimiento de esas razones, entonces no parece que pueda cam-
biarlas (el conocimiento, las creencias, no producen un cambio
en ningún mundo, son inertes). Si la autoridad conoce más el
mundo moral entonces parece que nos da razones para creer (para
tener ciertas creencias y no otras sobre cómo es el contenido de
ese mundo) y no para actuar.
Ahora bien, ésta negación de la posibilidad de una autoridad
teórica de ser práctica puede resultar dogmática; Raz estaría jus-
tamente afirmando dicha posibilidad, y además dando razones
para ello. En todo caso debemos determinar si es racional o no para
un agente tomar los mandatos de una pretendida autoridad prác-
tica sobre bases epistémicas como razones excluyentes. El test
útil en este sentido es el de la determinación del peso normativo
de los mandatos, i.e. de la racionalidad de considerarnos vinculados
por ellos, en los casos en que la autoridad se equivoca y además
esto nos resulta evidente. Si aun cuando sabemos que la autoridad
se equivocó debemos seguir sus mandatos entonces resulta que
ha surgido una nueva razón sustantiva tal que ha desplazado a las
razones dependientes. Por el contrario, si cuando sabemos que se
ha equivocado resulta que no es racional tomar en cuenta su man-
dato, pues entonces está claro que la autoridad no ha logrado
crear una nueva razón operativa.

El tratamiento raziano del error de una autoridad epistémica

¿Cómo debemos reaccionar frente al error de una pretendida au-


toridad práctica sobre bases epistémicas? ¿Debemos considerar
vinculantes esos mandatos?
Una respuesta posible, que Raz analiza y descarta, afirma que
cualquier error sustantivo descalifica el mandato de una autoridad
145

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justificada por su servicio epistémico; que la autoridad sólo ex-
cluye las razones dependientes cuando las refleja correctamente,
pero que cuando se equivoca debemos reabrir el juicio propio, es
decir, no tomar sus mandatos como razones protegidas. Claro que
para determinar si el mandato reflejó correctamente las razones
dependientes no tenemos más alternativa que revisarlas por noso-
tros mismos. Si así son las cosas, entonces siempre debemos reabrir
el balance de razones dependientes. Pero todo el punto de tener
autoridades está, sostiene Raz, en que delegando nuestro juicio
en el suyo, por principio más confiable, aumentamos nuestra con-
formidad con las razones subyacentes. Si cada vez que no estamos
seguros si la autoridad acertó reabrimos el balance de razones de
primer orden, entonces nos perdemos esa ventaja.132 Así, según
Raz, aun cuando una autoridad en general justificada por razones
epistémicas —i.e. una autoridad cuyas decisiones tomadas en
conjunto nos ayudan a maximizar nuestro ajuste a razones— se
equivoca en un caso particular, los agentes siguen teniendo razo-
nes para tomar su mandato como una razón protegida y, por lo
tanto, para obedecer: «…there is no point in having authorities
unless their determinations are binding even if mistaken (though
some mistakes may disqualify them)» (Raz, 1986: 47, 61).
El problema está en determinar qué errores pueden descalifi-
carla. Sin duda para Raz algunos de estos errores pueden tener
ese resultado: «Even where an authoritative decision is meant fi-
nally to settle what is to be done it may be open to challenge on
certain grounds, e.g. if an emergency occurs, or if the directive
violates fundamental human rights, or if the authority acted arbi-
trarily» (Raz, 1986: 46).
Parece claro que Raz debe ofrecer un punto a la crítica (a la
crítica que afirma que los errores de la autoridad ameritan reabrir
el balance de razones) sin abandonar su tesis de la exclusión. Su
estrategia es imputarle a la objeción la ausencia de distinción en-
tre un error grande y un error claro:

Consider a long addition of, say, some thirty numbers. One can make a very
small mistake which is a very clear one, as when the sum is an integer whe-
reas one and only one of the added numbers is a decimal fraction. On the

132 
Para el análisis raziano de la objeción y su respuesta, ver Raz, 1986: 60-62.

146

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other hand, the sum may be out by several thousand without the mistake
being detectable except by laboriously going over the addition step by step.
Even if legitimate authority is limited by the condition that its directives are
not binding if clearly wrong, and I wish to express no opinion whether is so
limited, it can play its mediating role. Establishing that sometimes is clearly
wrong does not require going through the underlying reasoning. It is not the
case that the legitimate power of authorities is generally limited by the con-
dition that it is defeated by significant mistakes which are not clear (Raz,
1986: 62).

Hay muchos puntos para discutir en este párrafo:

a) ¿Es cierto que determinar que existe un error claro no re-


quiere revisar el razonamiento subyacente? En el caso de la
suma por ejemplo, ¿cómo hemos de saber que el resultado es
errado si no revisamos los números que componen la suma e
identificamos que hay un número decimal? ¿Y cómo hemos de
determinar que el resultado es errado a menos que razonemos
que si hay un número decimal y sólo uno entre todos los su-
mandos entonces el resultado no puede ser un entero? El único
sentido en que aquí es cierto que determinar la existencia de
un error no requiere revisar el razonamiento subyacente es que
no hay que volver a hacer toda la suma para determinar que
hubo un error. ¿Pero por qué sería este el único sentido de ‘re-
visión’ relevante?
b) ¿A qué se debe que Raz no quiera expresar opinión sobre si
los errores claros limitan la vinculatoriedad de los mandatos
de una autoridad en general legítima? Pensar que la tesis de la
exclusión manda tomar los mandatos como razones protegidas
aun cuando estos expresan errores claros va en contra de la
idea de que tenemos autoridades meramente como instrumen-
to para mejorar nuestra conformidad a las razones subyacen-
tes. Aquí es importante introducir una distinción. Una cosa es
que la autoridad se equivoque, otra que ello nos resulte claro.
La idea de un error claro es justamente la de un error efectiva-
mente u objetivamente cometido respecto de cuya comisión
además tenemos seguridad, certeza subjetiva. Aunque Raz se
abstenga de expresar opinión, todo indica que debería sostener
que los errores claros justifican no tomar los mandatos como

147

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vinculantes. 133 Y esto tanto para los errores claros grandes
como para los pequeños.
c) ¿Funciona la distinción raziana entre errores claros y errores
grandes no claros? El hecho de que Raz use un ejemplo mate-
mático es revelador. Seguramente no le hubiese resultado tan
fácil mostrar su distinción entre un error claro y uno grande en
el ámbito moral. Pues en éste ámbito los errores grandes son
por lo general tan claros como un elefante recortado en el ho-
rizonte.134 Si los errores morales claros ameritan no tomar los
mandatos autoritativos como vinculantes, y los errores grandes
son tendencialmente claros, entonces los errores morales gran-
des, significativos, por lo general también ameritan desconocer
las pretensiones autoritativas.
d) Parece entonces que sólo quedaría espacio para tomar los
mandatos autoritativos equivocados como razones protegidas
si sus errores morales no son claros. Afirmar que un error de
apreciación moral no es claro es afirmar que no estamos segu-
ros de si se cometió o no. Lo que es igual a afirmar que no te-
nemos certeza sobre cuál es la situación normativa. Justamen-
te, sólo para los casos de incertidumbre es que puede tener
algún sentido, al menos en principio, diferir el juicio moral.
Esto implica según parece que en estos casos tenemos razones
para seguir el mandato aun si no estamos seguros si el juicio
de la supuesta autoridad, más fiable por principio, refleja ade-
cuadamente el balance de razones subyacentes. Ahora bien, re-
cordemos que el test propuesto afirmaba un sentido muy espe-
cífico de «cambio»: cambio en las razones sustantivas. Y
dijimos que sólo había cambio en estas razones si los manda-
tos eran vinculantes aun si equivocados. Luego descartamos
que los mandatos fueran vinculantes para los casos en que es-
tábamos seguros del error. Esto indica que la autoridad no
cambia las razones existentes en ningún caso, no sólo en los
casos de error. Pues si hubiese logrado cambiar las razones
existentes entonces debería ser vinculante aun en el caso de
error. Ahora bien ¿Qué pasa para los casos de incertidumbre?
133 
En este sentido Bayón, 1991: 649.
134 
Seguro puede haber grandes errores morales que no resultan claros, e.g, el
caso de la resolución equivocada de dilemas morales. Pero estas situaciones son la
excepción antes que la regla.

148

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Obsérvese que en ellos la autoridad puede tanto haber acertado
como haber errado. Simplemente que no lo sabemos. ¿Bajo es-
tas circunstancia, debemos considerar sus mandatos como ge-
nerando algún tipo de cambio, aunque sea diferente al hasta
ahora presupuesto? Revisemos si éste es o no el caso.

Cambio en las razones operativas-premisa

¿Qué pasa entonces en los casos en que no estamos seguros sobre


cuál sea el resultado del balance de razones aplicables al caso y
hay quién está en mejores condiciones epistémicas para resolver
la cuestión? Observemos que seguir bajo estas circunstancias el
mandato autoritativo haría más probable que actuemos conforme
el resultado del balance de razones dependientes. Aún si no debe-
mos seguir a una autoridad semejante cuando estamos seguros que
se equivoca, ¿hay todavía algún sentido en que sus mandatos pue-
den ser relevantes? ¿Puede que debamos interpretar su mandato
como cambiando en algún otro sentido las razones existentes?
De hecho hay una ambigüedad fundamental en la idea de cam-
bio que parece apuntar en la dirección señalada. Tal como sostu-
ve arriba, en una teoría como la de Raz si antes del mandato la ra-
zón que debía determinar la acción era la razón subyacente, luego
lo es el mandato, he aquí el cambio. Pero debemos distinguir dos
dimensiones de las razones en tanto determinantes de lo que se
debe hacer. A veces las razones exigen que nos guiemos por ellas,
otras veces, (u otras razones) exigen que actuemos en conformi-
dad con ellas.135 Los mandatos de una autoridad legítima bien
pueden concebirse como cambiando las razones que guían nues-
tra acción y no las razones a las cuales debemos conformar nues-
tra acción. Como para guiar nuestra acción las razones deben fi-
gurar en nuestros razonamientos, entonces un cambio en las
razones-guía bien puede interpretarse como un cambio en las ra-
zones operativas-premisa.
Observemos la cuestión más de cerca: al guiarse por los man-
datos autoritativos el agente, si bien deja de guiarse por las razones

135 
Respecto de la distinción entre guiarse por una razón y conformarse a una ra-
zón ver Raz, 1991: 220-226.

149

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objetivamente existentes, aumenta las probabilidades de confor-
mar su conducta a dichas razones. Raz considera que las razones
para la acción son primordialmente razones para que la acción
esté en correspondencia con ellas. A su entender «lo importante es
que el acto para el cual la razón es una razón llegue a hacerse
(salvo que la razón sea derrotada). No necesariamente importa si
se hace por ésta o por alguna otra (buena) razón».136 En otros tér-
minos, lo importante es que nos conformemos a las razones obje-
tivas. Si el guiarnos por el mandato aumenta nuestra posibilidad
de conformarnos con las razones objetivas entonces tenemos
buena razón para guiarnos por el mandato. Las consecuencias
respecto de la relevancia práctica de los mandatos (el sentido re-
levante de la idea de cambio de las razones para la acción en
cuestión) no son menores. De acuerdo con esta lectura todo el
punto de seguir los mandatos es aumentar la conformidad con las
razones subyacentes. Sin duda, si los mandatos reflejan las razones
subyacentes entonces guiándonos por, y en consecuencia confor-
mándonos a ellos, aumentaremos nuestra conformidad con aque-
llas razones. Pero lo que esto indica es que los mandatos de una
autoridad legítima son razones por las que debemos guiarnos.
Cuando satisfacemos este deber nos guiamos por ellos. Es decir, los
tenemos en cuenta en nuestros razonamientos. En otras palabras,
los mandatos producirían un cambio en las razones operativas-
premisa. Y por cierto, ex post facto funcionarían como razones
explicativas de nuestra acción.
La misma cuestión permite una aproximación desde otro ángu-
lo: ¿Cómo debemos interpretar la idea de que debemos actuar co-
rrectamente? ¿Sólo actuamos correctamente (justificadamente)
cuando actuamos de acuerdo a las razones sustantivas para la ac-
ción que de hecho tenemos? ¿No está acaso justificado el agente
que actuó en virtud de las razones que, luego de un sincero es-

136 
Ver Raz, 1991: 221- 222. «Uno tiene razón para hacer todo lo que facilite el
actuar en correspondencia con la razón…. Es trivialmente cierto que ser guiado por
una razón conducirá a… actuar en correspondencia con ella. De ahí que uno siempre
tenga razón para ser guiado por una razón. Pero tales razones instrumentales desapa-
recen si su fin se alcanza de alguna otra manera… no hay ninguna pérdida, ni defec-
to, ni tacha, ni ninguna otra deficiencia, en la actuación en correspondencia con la razón
que se logra no a través de ser guiado por ella sino por otras razones» (Raz, 1991:
225-226).

150

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fuerzo por la conformidad y de utilizar todas las herramientas que
tenía a su disposición, consideró que le eran aplicables?
Sin duda aquí hay dos sentidos de justificación en juego. Pero
el segundo también es moralmente relevante: no hay ningún re-
proche que hacerle al agente que hizo su mejor esfuerzo por con-
formarse a las razones existentes. Y dicho esfuerzo puede implicar
el acudir a aquellos que, se supone, conocen más. Si éste último
es el caso, entonces la teoría raziana puede arrojar luz sobre la es-
tructura del razonamiento práctico en que intervienen mandatos
autoritativos. Ello a condición de que los interpretemos como ge-
nerando un cambio de las razones operativas-premisa. Al fin y al
cabo lo que el agente hace lo hace porque cree que es su deber. La
conclusión de un razonamiento práctico en el sentido de que
«debo hacer x» es el contenido de esta creencia, justificado en tanto
derivación correcta de las razones operativas-premisa aplicables
a las razones auxiliares-premisa relevantes (no hay relaciones de
inferencia entre razones-hecho). Lo que sucedería entonces es que,
al tener la autoridad mayor conocimiento de las razones relevan-
tes, el agente tiene razón para creer que el enunciado que debe
utilizar en su razonamiento práctico (razonamiento que le permi-
tirá llegar a una conclusión sobre sus deberes finales) es el que la
autoridad pone a su disposición (y no el enunciado al que llega
mediante su propio juicio). Tal como dice Nino, «tenemos razo-
nes para hacer aquello que tenemos razones para creer que tene-
mos razones para hacer« (1989: 133).
Si la reconstrucción de la idea de cambio de las razones opera-
tivas aquí ofrecida fuera plausible entonces tendríamos esclarecido
de un punto muy importante de nuestra noción de autoridad: ha-
bría autoridades prácticas que son tales en base a sus méritos
epistémicos. En otras palabras, si hubiera alguien que pretendiera
autoridad sobre la base de su mayor conocimiento moral y fuera cier-
to que conoce más en este ámbito, entonces, y en tanto no estuvié-
ramos seguros que se ha equivocado, tendríamos buenas razones
para tomarlo como autoridad legítima.
Pero éste no es el caso: pese a su apariencia de plausibilidad,
este argumento sólo alcanza para sostener que los mandatos cam-
bian las razones para creer que se debe hacer algo, no las razones

151

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para la acción,137 y aún si una autoridad epistémica pudiera cam-
biar las razones en este sentido, ello no sería suficiente para con-
cederle carácter práctico.138 La prueba de la verdad de estas afir-
maciones es que los mandatos de una autoridad epistémica en los
términos aquí ofrecidos son mejor concebidos como generando
razones indicativas antes que excluyentes.139 Las reglas indicati-
vas cumplen típicamente su papel en situaciones de incertidum-
bre. Supongamos que en contextos de información completa he-
mos observado que en determinados casos de la clase p la acción
correcta suele ser x. Ello porque típicamente en esos casos suele
prevalecer determinada razón r. De aquí podríamos generalizar
«en p se debe hacer x» para aquellos casos en que no contemos
con todos los elementos de juicio o con el tiempo para determinar
si allí se da la razón r. Seguir esta regla aumentará la probabilidad
de que actuemos en el caso conforme a las razones existentes.
Los protocolos médicos son un buen ejemplo de estas reglas.
Ante casos de accidentes automovilísticos por ejemplo es una regla
poner al paciente un cuello ortopédico o, si no hay uno disponi-
ble, movilizarlo evitando cualquier movimiento del cuello, pues
si hay daño vertebral semejante movimiento puede dejarlo para-
lítico. Si no sabemos, como suele suceder, si de hecho sufrió se-
mejante daño, bien cabe guiarse por el protocolo médico. Ahora
bien, en condiciones de información completa, cuando, siguiendo
el ejemplo, sabemos que no hubo daño vertebral, la regla indica-
tiva no tiene ningún valor. Incluso puede que sepamos que en el
particular accidente que estamos socorriendo la acción requerida
para evitar el daño es estimular al paciente a que mueva la cabe-
za. Sin duda en estos casos dejaremos la regla de lado. Esto quie-
re decir que las reglas indicativas son vinculantes hasta cierto
grado. En la medida en que no tenemos a mano los elementos de
juicio relevantes o el tiempo o la capacidad de analizarlos debe-
mos hacer uso de la regla, pero cuando esta situación no se dé y

137 
Así lo entiende el mismo Raz al criticar lo que llama «la concepción del reco-
nocimiento», en Raz, 1986: 28-30.
138 
Salvo en el estricto y muy limitado sentido en que son vinculantes las razones
indicativas. Como explicitaré más abajo creo que este es el único sentido en que se
puede dar cuenta del carácter práctico de los mandatos autoritativos.
139 
Ver Bayón, 1991: 649-653 cuyo análisis se sigue aquí.

152

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podamos determinar por nosotros mismos el resultado del balan-
ce de razones, aferrarse a ella sería irracional.
Lo mismo sucedería con los mandatos de una autoridad episté-
mica. Si siguiendo sus mandatos aumentamos la probabilidad de
actuar conforme con el balance de razones subyacentes (y este es
el caso cuando quien pretende autoridad típicamente conoce me-
jor esas razones) entonces tenemos buenas razones para guiarnos
por ellos. Pero esa razón desaparece cuando estamos seguros que
se equivocó. Hay, en otras palabras, razones para tomar los man-
datos como reglas indicativas. Pero quien dicta reglas indicativas
no es una autoridad práctica sino teórica: éstas no son razones
para actuar sino razones para creer, en nuestro caso para creer
que determinada acción, la requerida en el mandato, es probable-
mente la que de hecho exigen las razones para la acción aplica-
bles al caso en cuestión. Esto a su vez indica que bajo esta con-
cepción no se satisfacen las exigencias de la teoría estándar de la
autoridad (correlativismo) en tanto ella exige que los mandatos
autoritativos para ser tales hagan una diferencia en nuestro catá-
logo de razones para la acción, i.e. que sean fuente de deberes
para los sujetos normativos.
Ahora bien, en el hipotético caso de que Raz pudiera refutar
estos argumentos y mostrar que los mandatos de una autoridad
epistémica pueden funcionar como razones excluyentes y, por lo
tanto, satisfacer las exigencias de la concepción estándar de la
autoridad, aun debería enfrentar otra objeción que será objeto de
desarrollo en el siguiente apartado. Pues para que sean humana-
mente posibles autoridades prácticas sobre la base de su mayor
conocimiento de las razones operativas, y siendo éstas razones
morales, hay que suponer que hay gente que tiene un mayor co-
nocimiento moral que otras. Éste es un supuesto al menos preana-
líticamente incompatible con nuestras asunciones morales bási-
cas como sujetos modernos. No estoy diciendo que sea falso, sino
simplemente que nosotros pensamos y actuamos moralmente
bajo el supuesto de que todos, en tanto agentes racionales, tene-
mos el mismo acceso a la moral, la misma capacidad de conocer,
tal vez incluso el mismo conocimiento de lo que está bien y lo
que está mal: nuestro mundo es un mundo sin sabios morales.140

140 
Al respecto, ver Schneewind, 1998: 4.

153

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De la ausencia en nuestro mundo de sabios morales (posibili-
dad que, por ejemplo, está plenamente abierta como explicación
de la autocomprensión de las autoridades del antiguo régimen),
se sigue que nos quedamos sin personas reales que puedan funcio-
nar como autoridades, i.e. la idea de autoridad como mayor cono-
cimiento moral no nos permite dar cuenta de nuestro concepto de
autoridad. Pero en todo caso hay que revisar si este presupuesto
moderno de igualdad de acceso al conocimiento moral está justi-
ficado. Analicemos más detenidamente esta idea.

Mayor conocimiento de las razones morales

A mi parecer, para que pudiera afirmarse que estamos vinculados


a juzgar por nosotros mismos sobre las razones morales aplicables
a nuestra situación (o a una situación descripta en términos gené-
ricos), debieran al menos darse por verdaderas las siguientes tesis
que funcionarían como condiciones necesarias de dicha obliga-
ción.

a) Todos tenemos la misma capacidad de conocimiento moral,


si no el mismo conocimiento de la moral.
b) La delegación del juicio, aún sin producir pérdida, no pro-
duce ninguna ganancia en términos de ajuste a razones. Dado
que lo que está en juego es de suma importancia, una delega-
ción semejante sería frívola.
c) La delegación del esfuerzo epistémico tiene mayor probabi-
lidad de producir malos resultados que buenos, i.e. hace más
improbable que actuemos en base a las razones existentes.

¿Tenemos razones para considerar verdadera la primera tesis?


Sin dudas, si reconociéramos que no todos tenemos igual acceso
a la verdad sobre cuestiones morales, si hubiera por un lado sa-
bios y por el otro brutos morales, no tendría ningún sentido afir-
mar que todos y cada uno tenemos una obligación moral de juzgar
por nosotros mismos sobre el contenido y el alcance de nuestros
deberes. Semejante obligación sería autofrustrante. Sólo si estas
normas son, tal como sostiene Kant, cognoscibles incluso por la

154

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razón más común, entonces es inteligible hablar de una obligación
de juicio propio.
Qué teoría de la distribución de las capacidades epistémico-
morales sea correcta depende a su vez de qué teoría moral sea
verdadera. Así, si la teoría moral correcta resulta ser el utilitaris-
mo, entonces parece que la teoría epistémico-moral correcta es
una que afirme una distribución desigualitaria de esta capacidad.
Ello en la medida que los cálculos necesarios para establecer de
qué acciones cabe esperar que produzcan la mayor felicidad para
el mayor número están, al menos en muchos casos, sólo al alcan-
ce de especialistas. Si éste es el panorama es claro que carece de
sentido postular una obligación de juicio propio.
La teoría kantiana en cambio parece directamente vinculada a
la postulación de la obligación en cuestión. Kant entiende que
existe un vínculo conceptual entre agencia racional, autonomía y
ley moral en virtud del cual ésta, o al menos su primer principio,
el imperativo categórico, es cognoscible a priori. 141 Creo que
Wolff, dentro de una concepción de la autonomía como juicio
propio, aceptando una moral de cuño kantiano (ésta es sin duda
la teoría moral presupuesta en su análisis) puede coherentemente
afirmar que nunca es racional renunciar a la autonomía moral.
Sobre el punto sostiene Kant:

… todos los conceptos morales tienen su sede y origen plenamente a priori


en la razón, y ello tanto en la razón humana más común como en aquella
que alcance las más altas cotas especulativas (F, 4: 411) ...no necesitándose
ninguna ciencia ni filosofía para saber lo que uno ha de hacer para ser hon-
rado o bueno, e incluso para ser sabio y virtuoso. Bien cabría presumir de
antemano que el conocimiento sobre cuánto cada hombre se halla obligado
a hacer, y por lo tanto también a saber, sería un asunto que compete a todo
hombre, incluso al más corriente (F, 4: 404, ver F, 4: 391).

141 
El mismo Wolff reconoce que debemos distinguir entre autonomía moral y
otros sentidos de autonomía en que puede estar justificada la renuncia. En la autono-
mía moral la renuncia nunca está justificada porque dicho concepto está vinculado
analíticamente al de agencia racional: «a special authority can be acquired by some
group of persons called “the state” only at the price of the moral autonomy of the
subjects, and that is a price that it is contrary to the nature of rational agents to pay»
(Wolff, 1970: 103).

155

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Cabe preguntarse con cuál o cuáles de dos tesis posibles se
compromete aquí Kant. Cada tesis tiene una versión fuerte y una
débil. La primera afirma que la ley moral es cognoscible a priori
—se deriva del mero concepto de un agente racional—, y que,
consecuentemente, todo agente racional tiene capacidad de cono-
cerla. En su versión fuerte esto se predica de toda la ley moral. En
su versión débil la tesis afirma que sólo el primer principio de la
moral, cuya mejor versión quizás sea la idea de que el hombre es
un fin en sí, es cognoscible a priori. Una segunda idea afirma que
todos, meramente en tanto agentes racionales, tenemos de hecho
el mismo conocimiento de la toda ley moral. Nuevamente, en su
versión débil la tesis no se compromete con un conocimiento tan
extendido. Afirma sólo que todos tenemos conocimiento del pri-
mer principio de la moral, i.e. que las personas son fines en sí,
que tienen valor absoluto.
¿Existe algún vínculo entre la primera y la segunda tesis? ¿Se
deriva el igual conocimiento de la igual capacidad epistémica?
Asumir esto pareciera implicar, por un por un lado, que todos usa-
mos estas capacidades por el mero hecho de poseerlas. Por otra
parte, equivaldría a desconocer que el carácter a priori de la ley no
implica de suyo que esté efectivamente al alcance de cualquiera ni
que sea transparente o autoevidente. Hay, sin embargo, señales que
indican una interpretación de Kant en este sentido. Bien podríamos
pensar que la ley moral es una de aquellas «nociones necesarias» a
las que Kant se refiere en El único argumento posible para una de-
mostración de la existencia de Dios, cuando afirma:

La providencia no ha querido que las nociones necesarias para nuestra feli-


cidad tengan que reposar sobre la agudeza de sutiles razonamientos, sino
que las ofrece inmediatamente al entendimiento natural común, el cual, si
no se le confunde con falsas artes, no deja de conducirnos directamente a lo
verdadero y útil, en cuanto estamos en extremo necesitados de ello (Kant,
[1763] 2004: A2: 65).

Si hay nociones necesarias para la búsqueda de la felicidad


cuánto más las habrá para la consecución de una vida racional,
siendo en Kant la racionalidad (la moralidad) más importante que la
felicidad. En todo caso, si ésta es la tesis, Kant debería mostrar
cómo difiere la moral de la matemática. Porque el resultado de
156

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una complicada operación matemática, estando determinado a
priori no es, sin embargo, de hecho accesible para la mayoría de
nosotros.
Resulta claro que Kant se compromete con la primera tesis en
alguna de sus dos versiones: que, en virtud de su carácter a priori,
i.e. derivado del mero concepto de agencia racional, todos tenemos
las mismas capacidades epistémicas respecto de la ley moral o su
primer principio. Así lo entiende Wood al comentar (F, 4: 404):

To be a moral agent at all, you must be capable of recognizing both what


morality demands of you and acknowledging the value of complying with
those demands... Kant thinks we must attribute to anyone who is to be held
morally responsible at all (even to the person with an utterly evil will) all
the cognitive capacities that are needed to have a good will (Wood, 1999:
20).

Es discutible, en cambio, si debemos adjudicarle la segunda


tesis ya sea en su versión fuerte o en su versión débil. ¿Es posible
atribuir (en tanto hemos de considerarlo moralmente responsa-
ble) a todo ser humano el conocimiento de toda la ley moral?
¿Podemos siquiera atribuir universalmente el conocimiento del
primer principio de la moral, i.e. que la humanidad en cada per-
sona es esencialmente valiosa y el valor supremo?
Respecto del primer principio, la frecuencia con que en la his-
toria de la humanidad ha sido violado parece indicar que muchos
lo desconocen. Pero, por supuesto, esto no es evidencia suficien-
te: bien pudiera suceder que los seres humanos, pese a conocer el
valor último de la humanidad, lo violemos sistemáticamente por
una pulsión al mal propia de nuestra naturaleza, por debilidad de
la voluntad o por alguna otra razón.
De hecho Kant se compromete con la afirmación de que todos
los seres humanos conocen, si bien oscuramente, el primer prin-
cipio de la moral. Recordemos que el primer capítulo de la Fun-
damentación, tiene por único objeto explicitar el principio que ya
usamos al juzgar moralmente. Así, al presentar por primera vez la
fórmula de la ley universal, cerca del final de dicho capítulo,
Kant sostiene que con dicho principio «coincide perfectamente la
razón del hombre común en su enjuiciamiento práctico, ya que
siempre tiene ante sus ojos el mencionado principio» (F, 4: 402).
157

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Y unos párrafos más adelante sostiene: «Hemos recorrido el co-
nocimiento moral de la razón del hombre común hasta llegar a su
principio, que aun cuando no es pensado aisladamente por esa ra-
zón bajo una forma universal, tampoco deja de tenerlo siempre a
la vista y lo utiliza como criterio de enjuiciamiento» (F, 4: 403).
Por otra parte, y más allá del soporte textual, justamente ese
conocimiento parece ser lo que se afirma cuando se sostiene que
todo ser humano racional, presupone, en cada acto de elección y de
atribución de valor, que él, en tanto ser racional, es un ser esen-
cialmente valioso. Ahora bien, si asumo que yo soy valioso en
tanto poseo humanidad y racionalidad, entonces me comprometo,
o asumo implícitamente, que todo otro ser con las mismas capa-
cidades es esencialmente valioso.
¿Es esta presuposición del valor de la humanidad en cada ser
humano equivalente al conocimiento del primer principio de la
moral? Nuevamente, de preguntarles, seguramente muchos seres
humanos afirmarían que no reconocen, es más que no es cierto que
todos los seres humanos sean intrínsecamente valiosos y la fuente
de cualquier valor. Este rechazo, no obstante, no sería equivalente
a la falsedad de la tesis kantiana, ya que ésta es una tesis a priori.
Entonces nuevamente ¿presuposición equivale a conocimiento? Si
el conocimiento es conocimiento consciente y proposicional, i.e.
una creencia verdadera y justificada, no parece que la presuposi-
ción en cuestión equivalga a conocimiento. Pero esto quizás indi-
que sólo que no es esa idea de conocimiento la que está implicada
por la presuposición kantiana, sino una más débil.
Respecto del conjunto de la ley moral, i.e. de su primer princi-
pio más todos los deberes que de allí se derivan mediante el agre-
gado de premisas fácticas de diverso grado de generalidad, afir-
mar que todos los agentes racionales de hecho la conocen parece
poco plausible por excesivamente exigente.
Pero semejante concepción del conocimiento de la ley moral,
como si fuera un cuadro que tuviéramos en frente y pudiéramos
(o no) abarcar de una mirada, resulta poco convincente. Y ni si-
quiera es necesaria para sostener nuestra distinción entre un ám-
bito, el del conocimiento a posteriori, en que no es en absoluto
problemático diferir el juicio en expertos, y un ámbito, el del co-
nocimiento moral, en que dicho diferimiento resulta cuanto me-
nos problemático y dónde sólo podrá ser aceptable si se cuenta
158

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con una justificación suficiente. Porque aunque en el momento
presente no conozca, si tengo la capacidad de conocer, esto es, la
capacidad de comprometerme en un juicio reflexivo y evaluativo
de la calificación normativa de las acciones que me son moral-
mente requeridas dada la situación en la que me encuentro, te-
niendo además en cuenta que soy el mejor situado para ello, no se
ve qué ganaría difiriendo mi juicio moral en otro.142 Si siempre
que surge la pregunta «¿qué debo hacer en esta situación?» tengo
en mí todas las herramientas necesarias para responderla, bien
puedo decir que conozco la ley moral. Pues tengo permanente-
mente acceso a ella.
Estas afirmaciones respecto del conocimiento de la ley moral o
de su primer principio son, sin duda, tentativas y en absoluto con-
cluyentes. Quizás todo lo que se pueda afirmar (suponiendo la ver-
dad de una teoría moral como la kantiana) es la verdad de la prime-
ra tesis (capacidad de conocer) y a los mejor sólo respecto del
conjunto de deberes morales derivados de hechos muy generales,
vinculados a la condición humana y por ello familiares para todos.
O más aún, quizás se pueda afirmar la verdad de la primera tesis
meramente en relación al primer principio. La verdad de la segun-
da, la afirmación de actual conocimiento, es más dudosa, aún en su
versión débil. Con la verdad de la primera nos basta, sin embargo,
para responder una pregunta muy común que pongo aquí en boca
de Shapiro: «Why must a person deliberate about every moral ac-
tion? Shouldn’t he defer to another’s judgment when that judgment
is better than his? The idea that a person must weigh the balance of
reasons every time a moral decision arises is not only dangerous in
cases of informational asymmetries or cognitive disabilities but it
is also terribly wasteful» (Shapiro, 2002: 388).
Si damos por buena una teoría moral como la de Kant (cuya
defensa aquí no se ha emprendido) entonces al menos respecto del
primer principio de la moral no hay asimetrías ni incapacidades
cognitivas entre agentes racionales.
Supongamos entonces que todos tenemos la misma capacidad
de juicio sobre el contenido de la ley moral. ¿Se sigue de aquí

142 
Para un análisis de las peculiaridades que para el conocimiento del deber moral
final supone la necesidad de conocimiento de las premisas fácticas o razones auxilia-
res del razonamiento práctico, revisar la sección correspondiente.

159

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una obligación de juicio propio? La respuesta parece ser negati-
va. En muchos ámbitos delegamos responsabilidades aun cuando
pudiéramos asumirlas. Yo podría construirme mi casa y sin em-
bargo prefiero contratar un albañil. ¿Por qué el caso de la autono-
mía moral sería distinto?
Sin duda si fuera cierto que delegar el juicio moral hace más
improbable el ajuste a las razones morales entonces no debiéramos
delegarlo. ¿Hay alguna razón para afirmar que ese es el caso?
Bueno, pues dado que las razones morales se aplican a nuestras
situaciones concretas y dado que somos los mejores situados para
conocer las particularidades de esas situaciones, esto podría con-
tar como una razón para afirmar que la delegación sería contra-
producente. Sin embargo éste es un argumento muy embrionario
y en absoluto concluyente, que parece suponer además la verdad
de una teoría moral como el particularismo, radicalmente opuesta
al universalismo kantiano.
Ahora bien, no parece que para que negar que una autoridad
empírica pueda satisfacer las condiciones de la tesis de la justifi-
cación normal vía sus mayores capacidades epistémicas sea nece-
sario postular una obligación de juicio propio. Se requiere menos
que eso: que no haya razón para la delegación. Pues para autori-
zar la delegación la tesis de la justificación normal exige que sea
más probable que actuemos conforme con las razones subyacen-
tes si seguimos los mandatos autoritativos que si actuamos con-
forme nuestro propio juicio. Para que se dé esta mayor probabili-
dad, por lo que hace al argumento epistémico, la autoridad debe
conocer más. Si no está acreditado que conoce más entonces no
se satisfacen las exigencias de la referida tesis.
¿Qué plausibilidad tendría una pretensión de mayor conoci-
miento moral si se asume una perspectiva kantiana? ¿Cuál de las
siguientes tesis habría que negar?

1) Todos tienen igual capacidad de conocer el primer principio


de la moral.
2) Todos tienen igual capacidad de conocer toda la ley moral.
3) Todos tienen igual conocimiento del primer principio de la
moral.
4) Todos tienen igual conocimiento de toda la ley moral.

160

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Sin duda habría que negar la última. ¿Pero sobre qué bases ca-
bría esa negación? Supongamos que queremos negar la última afir-
mando las otras tres. Bajo esta concepción, el conocimiento de los
deberes generales derivados del primer principio dependerá del co-
nocimiento de cuestiones fácticas que funcionan como premisas
empíricas de diverso grado de generalidad, i.e. razones auxiliares, y
resulta que tal conocimiento (que incluye acceso a la información,
disponibilidad de acceso a la tecnología, etcétera) es desigual. Pero
entonces el mayor acceso al conocimiento de los deberes morales
dependería del mayor acceso al conocimiento de dichas premisas.
Dejemos entonces el análisis de esta posibilidad para el momento
de estudiar el argumento de las razones auxiliares.
Otra posibilidad es negar la tesis tres. Afirmar que no todos co-
nocen el valor de la vida humana. Pero, como ya vimos, la teoría
kantiana se compromete con la afirmación de que todos presupo-
nen dicho valor al juzgar moralmente, es decir, lo conocen aunque
de modo oscuro.
Si lo que se rechaza es la tesis, dos, i.e. igual capacidad de co-
nocimiento de toda la ley pero sin negar la tesis uno, entonces la
desigual capacidad de conocimiento se deberá, nuevamente a la desi­
gual capacidad de conocimiento de las razones auxiliares.
Por cierto, si se rechaza la tesis uno se rechaza radicalmente la
teoría kantiana aquí presupuesta. Dicho esto, parece que si acep-
tamos la misma capacidad de conocimiento moral, entonces no
hay ningún argumento para afirmar el mayor conocimiento de la
ley moral que sea independiente del mayor conocimiento de las
razones auxiliares, posibilidad que será analizada en su momento.
Queda, sin embargo, un punto por revisar. Hasta aquí se ha
sostenido que si es cierto que los seres humanos, individualmen-
te, tenemos igual acceso a la moral, entonces no hay agentes em-
píricos que puedan funcionar como autoridades epistémico-prác-
ticas. Sin embargo la autoridad política es por lo general una
institución, incluso una institución democrática. El mayor cono-
cimiento de las razones operativas podría predicarse entonces de
las instituciones democráticas. La teoría de la autoridad como
servicio quedaría vinculada a la suerte del argumento a favor de

161

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la democracia deliberativa.143 El análisis de la viabilidad de dicho
argumento no será emprendido aquí.

Juicio propio sobre las razones auxiliares

Visto que no hay modo de justificar una autoridad práctica sobre


la base de su mayor conocimiento de las razones morales, i.e.
operativas ¿queda alguna otra posibilidad de concebir a la autori-
dad como generando un cambio en las razones relevantes para la
determinación de lo que los sujetos deben categóricamente hacer
en última instancia? Estudiemos si es posible concebir la rele-
vancia de la autoridad en términos de un cambio en las razones
auxiliares relevantes para la determinación de los deberes finales.
Pero primero lo primero. ¿Impone la obligación de juicio pro-
pio juzgar por uno mismo sobre la existencia de las razones auxi-
liares? Si la obligación en cuestión exige determinar por uno mis-
mo el contenido de los deberes finales que han de guiar nuestra
acción entonces pareciera que debemos también conocer por noso-
tros mismos las razones auxiliares. Ello porque un cambio en las
razones auxiliares implicará un cambio en los deberes finales, i.e.
aquellas son relevantes para la determinación del alcance de estos.
Pero esto es igual a decidir estipulativamente el contenido de la
obligación de juicio propio. Y justamente nos estamos preguntan-
do qué razones tenemos para concebirla de uno u otro modo.
Puestas así las cosas no se ve por qué el agente debería juzgar
por sí mismo sobre las razones auxiliares. Éstas, por cierto, no
son razones en sentido estricto, sólo trasladan la fuerza normati-
va de una razón operativa a los casos incluidos en su alcance: no
tienen ningún peso normativo por sí solas. Y por cierto, son cues-
tiones de hecho, de conocimiento contingente. Antes exigimos
que la obligación de juicio propio se limitara a cuestiones mora-
143 
En contra de este compromiso el mismo Raz, en Raz, 2006b, 164, nota 20. Por
cierto, si el argumento de la democracia deliberativa no funciona y la democracia no
tiene fundamentos epistémicos, esto indicaría que la democracia no tiene mayores
credenciales que cualquier otro sistema desde el punto de vista de la teoría de la au-
toridad como servicio. Esto es conforme con el pensamiento de Raz pero no con
nuestra concepción de la democracia: a veces antes que tomar decisiones correctas
nos importa tomar nosotros mismos, colectivamente, las decisiones que han de regu-
lar nuestra vida en común. En este sentido, ver Hershovitz, 2003.

162

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les. Pero en la estructura del razonamiento práctico aquí supuesta
hay cuestiones, las razones auxiliares, que no son morales en sen-
tido estricto (aunque sean relevantes a la hora de establecer nues-
tros deberes finales). Creo entonces que la obligación de juicio
propio no alcanza a las razones auxiliares.
Tanto mejor para la idea de autoridad legítima. Si la autoridad
se puede justificar sobre la base de su mayor conocimiento de las
razones auxiliares entonces no habrá conflicto entre autoridad y
autonomía.
Analicemos entonces esta idea. Lo que afirma es que la autori-
dad estaría justificada en virtud de su mayor conocimiento de las
circunstancias fácticas a tener en cuenta en la determinación de
los deberes finales. Si la autoridad conoce mejor estos hechos,
afirma la tesis, entonces las personas tienen buena razón para dejar
de lado su propio juicio al respecto y, en cambio, guiarse por el de
la autoridad. Veamos un par de ejemplos tomados del propio Raz:

El gobierno puede tener sólo una parte de la autoridad que pretende, puede
tener más autoridad sobre una persona que sobre otra. La prueba es la que
se ha explicado antes: ¿seguir las instrucciones de la autoridad incrementa
la conformidad con la razón? Para cada persona la pregunta debe plantear-
se de nuevo… Un farmacólogo experto puede no estar sujeto a la autoridad
del gobierno en asuntos relativos a la seguridad de los medicamentos; un
habitante de un pequeño pueblo junto a un río puede no estar sujeto a su au-
toridad en materia de navegación y conservación del río por cuyos bancos
ha pasado toda su vida (Raz, 1986: 74).

Preguntémonos cómo pretende (equivocadamente en estos ca-


sos según Raz) influir la autoridad sobre el razonamiento práctico
del farmacólogo y del habitante del pueblito palustre.

Veamos el primer ejemplo:

1) Sólo está permitido vender medicamentos seguros.


2) El medicamento x es seguro.
3) Está permitido vender el medicamento x.

Y el segundo:

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1) En el río sólo estarán permitidas embarcaciones que no afec-
ten la navegación ni alteren el medio ambiente.
2) Las embarcaciones con motores de más de x caballos de
fuerza afectan la navegación y alteran el medio ambiente.
3) No se debe navegar con embarcaciones con motores de más
de x caballos de fuerza.

Estamos centrados en la posibilidad de concebir la autoridad


como produciendo un cambio en las razones auxiliares. Retome-
mos la distinción formulada más arriba entre razones auxiliares-
hecho y razones auxiliares-premisa. ¿Sobre cuáles pretenden in-
cidir (producir un cambio) la autoridad médica o la autoridad
naval en tanto autoridades prácticas?
¿Puede el mandato basado en un mayor conocimiento modifi-
car los hechos que son razones auxiliares? Parece que la respues-
ta es negativa. Así como la autoridad sobre bases epistémicas no
puede cambiar el hecho de que, todas las cosas consideradas,
debe preservarse el equilibrio del río (razón operativa), tampoco
puede cambiar nada sobre el tipo de motores que alteran dicho
equilibrio (razón auxiliar).
La pretensión de la autoridad es mejor concebida como cam-
biando las razones auxiliares-premisa en virtud de su mayor co-
nocimiento de las razones auxiliares-hecho. Cuando emiten man-
datos que tienen por contenido las normas que figuran en las
conclusiones de razonamientos como los recién reconstruidos,
suponen que saben (más que nosotros por cierto) qué medica-
mentos son seguros o que embarcaciones son compatibles con el
cuidado del río. Si resulta que de hecho tienen mayor conoci-
miento sobre los hechos que deben figurar como razones auxilia-
res (cosa totalmente compatible con nuestros presupuestos mora-
les y con el costo económico de adquirir conocimiento fáctico en
la modernidad técnica), entonces los agentes tienen buenas razo-
nes para utilizar en sus razonamientos prácticos no sus propias
creencias sobre los hechos, no las razones auxiliares identificadas
ejercitando su propio juicio, sino las presupuestas en los manda-
tos de la autoridad. Esto, afirma el argumento, equivale a sostener
que los agentes tienen razones para tomar los mandatos como ra-
zones excluyentes, i.e. sus mandatos producen un cambio en lo

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que el agente debe considerar su deber final vía un cambio en las
razones auxiliares-premisa.
Sin duda que la autoridad no se expresa mediante enunciados
de hecho sino que directamente emite mandatos con forma de
norma. En nuestros ejemplos la autoridad permite vender el me-
dicamento x o prohíbe navegar con determinado tipo de embar-
caciones. Ahora bien, ¿cuándo tendremos razones para tomar di-
chos mandatos como normas genuinas, i.e.como razones
protegidas? ¿Cuándo deberemos considerarlas como emanadas
de autoridades legítimas? Cuando quienes emitan esos mandatos
conozcan más que nosotros sobre los hechos relevantes según las
razones operativas existentes. Si éste no es el caso o si pretenden
modificar las razones operativas (si ordenan algo inmoral, por
ejemplo) debemos negarles toda relevancia.
Sin embargo, hay fuertes objeciones a esta concepción de la au-
toridad práctica. Primero, al igual que en el caso de las razones
operativas, el mayor conocimiento por parte de la autoridad de las
razones auxiliares relevantes sólo puede dar lugar a reglas indicati-
vas. Como vimos esas reglas son razones para la creencia y no para
la acción. Esta reconstrucción, en otras palabras, no da cuenta de
las exigencias de la concepción estándar de la autoridad: quien
emite reglas indicativas no cambia las razones para la acción. Sin
duda, en situaciones de incertidumbre tenemos razón para guiar-
nos por las reglas indicativas, y quizás esta sea toda la vinculatorie-
dad que una autoridad práctica sobre bases epistémicas pueda pre-
tender. De hecho no creo que sea desatinada la actitud de otorgarle
justamente este peso a los mandatos de nuestras autoridades empí-
ricas. Comenzar preguntándonos si podemos tener por cierto que
conocen más en el ámbito de su competencia. De ser así, cabe to-
mar sus dichos en cuenta para especificar nuestros deberes en ese
ámbito. Pero claramente esta actitud pierde sentido no sólo cuando
sus mandatos son inmorales sino cuando pese a declamar mayor
competencia en determinado ámbito fáctico no pueden justificar
esa pretensión. Ahora bien, si este comportamiento no es del todo
irracional, cabe observar que equivale a tomar a las autoridades no
como si pretendieran desplazar nuestro juicio, sino, en todo caso,
brindarnos elementos de juicio. Sin dudas esta no será su preten-
sión, pero será todo lo que estamos justificados en concederles.

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Hay sin embargo un último problema que debe enfrentar una au-
toridad aun tan débil como la concebida en términos de razones in-
dicativas. Pues el argumento que la justifica en esos términos a par-
tir de su mayor conocimiento de las razones auxiliares pareciera
implicar que toda persona que tiene mayor conocimiento sobre he-
chos fácticos normativamente relevantes tiene autoridad práctica.
Esto nos dejaría por un lado sin ninguna distinción entre las autori-
dades políticas y cualquier agente que tiene mayor conocimiento
fáctico en ámbitos relevantes, amén de que cualquier ámbito es po-
tencialmente relevante. A un agente semejante deberíamos, parece,
concederle autoridad práctica e incluso política. Esto suena dema-
siado alejado de nuestras intuiciones preanalíticas como para ser
viable. Deberíamos introducir una distinción entre aquellos que
meramente conocen más sobre los hechos relevantes y aquellos
que además son autoridades prácticas. Pero entonces será éste últi-
mo el criterio de legitimidad y no el mayor conocimiento fáctico.

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Índice

Agradecimientos. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 9

Introducción . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 11

1. La estructura del conflicto entre autoridad y autonomía . 17


1. Escepticismo sobre la existencia de autoridades
legítimas. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 17
2. Autoridad. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 20
Conceptos básicos. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 20
La concepción de la diferencia práctica. . . . . . . . . . 21
Variaciones dentro de la concepción
de la diferencia práctica. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 24
Teoría de los mandatos, justificación
de la autoridad y naturaleza de la moral. . . . . . . 24
¿Qué diferencia? La versión voluntarista
y la versión epistémica. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 33
3. Autonomía Moral. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 36
Dos concepciones de la autonomía moral:
juicio propio y autolegislación. . . . . . . . . . . . . . . . . 36
Autonomía como juicio propio . . . . . . . . . . . . . . . . . 38
Autonomía como autolegislación . . . . . . . . . . . . . . . 41
Tesis de la legislación y tesis de la soberanía . . . 41
Relevancia de la autonomía como
autolegislación para el problema de la normatividad
de los mandatos autoritativos . . . . . . . . . . . . . . . 42
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Autonomía como autolegislación de la ley
moral objetiva. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 43
4. Concepciones de la autoridad, concepciones de la
autonomía y tesis de la incompatibilidad conceptual. . . 48

2. Autonomía como autolegislación. El conflicto desde


la concepción voluntarista . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 51
1. El problema . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 51
2. Autonomía moral en In Defense of Anarchism . . . . . 55
Agencia racional y autonomía moral . . . . . . . . . . . . 55
Posibles objeciones al concepto normativo
de un agente racional. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 58
Autonomía como juicio propio vs. autonomía
como autolegislación . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 61
3. La concepción voluntarista de autonomía como
autolegislación. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 64
Tesis metaéticas. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 64
Fundamentos del voluntarismo. . . . . . . . . . . . . . . . . 65
El análisis de Wolff de las tesis
de la Fundamentación. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 66
La Fórmula de la Ley Universal como mero
criterio de admisibilidad de las máximas: la ley
moral como exigencia de coherencia . . . . . . . . . . . . 70
El intento de derivar leyes morales sustantivas
a partir de la noción puramente formal del imperativo
categórico. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 78
La postulación de un fin necesario para todo
agente racional. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 81
Sólo la existencia de un fin necesario puede
ser fundamento de un imperativo categórico. . . . 81
Un fin obligatorio derivado de la mera idea
de agente racional: El hombre como fin
en sí mismo. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 82
Una teoría de los fines obligatorios
independiente del concepto de agencia racional:
la Teoría de la virtud de la Metafísica
de las costumbres. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 85
Autonomía y elección libre de fines. . . . . . . . . . . . . . 88
Normatividad del imperativo hipotético. . . . . . . . . . 89
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Fundamentos voluntaristas de la normatividad
categórica. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 89
4. Voluntarismo y autoridad. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 93
La autoridad según Wolff . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 94
Dos versiones de la tesis de la incompatibilidad
conceptual. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 98
El voluntarismo y la tesis de la incompatibilidad
conceptual. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 100
Autoridad basada en el consenso (democracia
directa y por unanimidad). . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 100

3. Autoridad como delegación del juicio propio. Una


evaluación de la teoría de la autoridad como
servicio de Raz . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 105
1. Introducción: el argumento de la pericia
puesto en cuestión . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 105
El desafío del anarquismo. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 106
La tesis de la contradicción conceptual entre
autoridad y autonomía y la consecuente inexistencia
de una obligación de obedecer el derecho . . . . . . . . 107
2. Autonomía como juicio propio en Wolff . . . . . . . . . . 110
Juicio propio como exigencia de determinación
del deber final. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 111
Mandatos como generadores de razones absolutas
o prima facie. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 112
Exigencia de juicio propio como tesis acerca
del «espacio de las razones». . . . . . . . . . . . . . . . . . . 113
Juicio propio como exigencia de soberanía
epistémica. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 117
3. La teoría de la autoridad de Joseph Raz. . . . . . . . . . . 118
La comprensión raziana del desafío
del anarquismo. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 118
Estructura de la respuesta raziana al desafío
del anarquismo. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 119
Análisis conceptual de la autoridad. . . . . . . . . . . . . 121
El concepto raziano de autoridad . . . . . . . . . . . . 121
Disolución de las paradojas.. . . . . . . . . . . . . . . . 127
La teoría de la autoridad como servicio. . . . . . . . . . 130
Ideas básicas . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 130
175

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Análisis de la tesis de la justificación
normal . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 134
El argumento epistémico . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 136
4. Evaluación y crítica de la fuerza del argumento
epistémico dentro de la tesis de la justificación normal. . 138
Juicio propio como obligación omnicomprensiva. . . 139
Juicio propio sobre todo el razonamiento
categórico-práctico. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 141
Juicio propio sobre las razones operativas. . . . . . . . 142
La capacidad de cambiar las razones
operativas. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 142
Mayor conocimiento de las razones morales. . . . 154
Juicio propio sobre las razones auxiliares . . . . . . . . 162

Fuentes consultadas . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 167

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