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José Patiño y Rosales (1666 –1736).

Fue nombrado intendente general de Marina, presidente de la Casa de la Contratación y superintendente de Sevilla (R. D. 17 de enero de
1718). Quedó encargado del programa naval, fundó la Escuela de Guardia Marinas. También fue responsable del traslado de la Casa de
Contratación de Sevilla a Cádiz.
Como intendente general de Marina, comenzó Patiño promulgando una nueva Ordenanza de su régimen y gobierno de 6 de junio de 1717.
Patiño negoció con Francia el Tratado de El Escorial, conocido como Primer Pacto de Familia (7 de noviembre de 1733), por el que España
se convertía en aliada de Versalles en base a la promesa de ampliar los dominios de Don Carlos en Italia.

Melchor Rafael de Macanaz (1670 – 1760).

Hay que atribuir a Macanaz una destacada intervención en la elaboración del Real Decreto de 29 de junio de 1707, de abolición de los
Fueros de los reinos de Aragón y de Valencia. Al igual que en la redacción de un informe, remitido al embajador Amelot, propugnando la
conveniencia de suprimir el Real Consejo de Aragón (que originaría el consiguiente Real Decreto de extinción e incorporación al de
Castilla, de 15 de julio de 1707).

En 1711, escribió su notable Discurso jurídico, histórico, político, sobre las regalías de los Señores Reyes de Aragón, en el que los fueros o
derecho privativo de este reino era atacado como un obstáculo para la consolidación del poder real, es decir, de un poder unitario,
centralizado, racional y uniforme.
Macanaz fue llamado para que participase en la negociación de un concordato con la Corte de Roma, que concluirían en el fallido acuerdo
de 1717

Uno de sus primeros intentos de reforma fue, el 27 de noviembre de 1713, su pedimento fiscal para que en las Universidades del reino
fuese enseñado el Derecho Patrio o Nacional (Partidas, Nueva Recopilación, Ordenamientos de Cortes), y no, como hasta entonces, el
Derecho Común, de raíz romana y canónica (Código, Digesto, Novelas, Instituta, Justinianeos).

Tres semanas después, el 19 de diciembre de 1713, en febril actividad, dio a conocer al Consejo su famoso, recordado y denostado, en
los años siguientes, Pedimento fiscal de los 55 puntos, dentro del proceso de negociación de un futuro concordato, ya aludido, en el que
sostenía la absoluta independencia del poder temporal respecto del espiritual. Mediante otra petición fiscal, Macanaz instó, el 28 de
septiembre de 1714, a que el Consejo de Castilla suprimiese la censura inquisitorial sobre los libros y papeles impresos, entendiendo que
debía subsistir sólo la censura civil previa. Finalmente, en unión del fiscal general del Consejo de Indias, Martín de Miraval, el 3 de
noviembre de 1714 evacuó un dictamen en el que proponía reformar, la organización y el funcionamiento del Santo Oficio de la
Inquisición. Asumiendo las tesis de una irresuelta, en el reinado de Carlos II, consulta de 21 de mayo de 1696, Macanaz proponía no
suprimir la Inquisición, sino aumentar el control del poder real sobre ella, revocándole toda jurisdicción temporal.

Fernando VI, le designó ministro plenipotenciario para asistir al Congreso de Breda, el 4 de diciembre de 1746. Con el cambio de Monarca,
uno de los numerosos memoriales que Macanaz no dejaba de remitir periódicamente a la Corte, clamando por su inocencia y suplicando
ser reintegrado en su honor y fortuna, llevó un significativo título, de reafirmación en sus postulados regalistas: La Inquisición de España no
tiene otro superior que a Dios y al Rey (c. 1747). como su sorprendente Defensa crítica de la Inquisición (1734-1736).

 Marqués de Esquilache (1699-1785)

Así en el campo de la Hacienda se reforzaron las providencias dadas para el manejo de las rentas, sin alteración en las contribuciones, se
revisaron cuentas atrasadas, se implantó la Real Lotería, se suprimieron empleos inútiles, se redimieron bienes de la Corona enajenados, se
establecieron montepíos de viudas de militares y empleados civiles, se puso en obra el pago por el clero de los derechos sobre bienes de
manos muertas estipulados en el concordato, se autorizó el libre comercio de los granos, se organizaron los propios y arbitrios de los
pueblos. Al sector de la milicia pertenecen las disposiciones relativas a las ordenanzas de reemplazo, a la mejora de las fábricas de artillería,
a la fundación del Colegio de Artillería de Segovia. Tampoco se descuidaron las obras públicas, con la construcción o continuación de la red
de carreteras reales, con la limpieza, enlosado y nuevo alumbrado de las calles de Madrid, con la edificación de las casas de correos y
aduanas. A efecto de seguridad pública y de policía se debieron las medidas de vigilancia contra los vagabundos, malhechores y
pretendientes, y también la prohibición de llevar armas cortas y de fuego.

A la misma preocupación obedecía el famoso bando del 10 de marzo de 1766 prohibiendo el uso en la Corte del traje de capa larga y
sombrero redondo para el embozo, que desencadenó los disturbios conocidos bajo el nombre de motín de Esquilache.

Manuel Godoy y Álvarez de Faria Manuel.  (1767 – 1851)

En 1792, Godoy fue designado consejero de Estado y entró en el gobierno como secretario de Estado.

Finalizada la guerra por el Tratado de Basilea (22 de julio de 1795), Godoy impulsó un cambio radical en las relaciones con Francia,
cristalizado en el Tratado de San Ildefonso (18 de agosto de 1796), que fue un acuerdo de alianza de carácter ofensivo-defensivo dirigido
expresamente contra Inglaterra, pues contemplaba la neutralidad de España en caso de que otras potencias distintas a ésta declararan la
guerra a Francia. La alianza continuó vigente hasta 1808 y marcó la política exterior de la Monarquía española. En reconocimiento de su
actuación, Carlos IV le distinguió con el título de príncipe de la Paz (4 de septiembre de 1795).
El Príncipe de la Paz no dispuso de un plan propio de gobierno. Actuó en función de las circunstancias, sobre todo las exteriores, atento,
hasta el detalle, a las directrices de los monarcas, con quienes mantuvo un contacto muy estrecho y frecuente. Fiel al Rey, Godoy acomodó
su política al logro de tres objetivos principales: consolidar la Monarquía en España y la integridad territorial de su imperio, evitar el
contagio revolucionario, y mantener los intereses dinásticos españoles en Italia (especialmente agrandar el territorio del ducado de
Parma). Los asuntos de Francia centraron la atención y condicionaron el resto. Godoy fue ante todo un hombre de acción, un político nato,
que aprendió con rapidez los usos de la Corte y se adaptó a las exigencias del tiempo, sin tener inconveniente en cambiar de sistema
cuando le conviniera.

En los asuntos internos intento, la supresión de la Inquisición, aunque no se decidió a llegar hasta el final; no dudó, por otra parte, en
mantener los usos arcaicos de la Monarquía. Aconsejado por un grupo de activos ilustrados (Moratín, Llaguno, Forner, Melón, Estala...),
impulsó la enseñanza, la prensa, los establecimientos y expediciones científicas; patrocinó la creación literaria, imponiéndose a veces a las
trabas inquisitoriales; favoreció la difusión de nuevas ideas económicas, como las de Adam Smith, y la creación de organismos destinados a
proporcionar información fiable sobre el estado material de la Monarquía. Entre otras iniciativas, con esta última finalidad, creó la
Dirección de Fomento, centro de estudios económico-estadísticos destinado a asesorar al Gobierno y de donde salieron propuestas de gran
envergadura, entre ellas la elaboración de un censo de población (el de 1797) y la desamortización de los bienes de hospitales, hospicios,
casas de reclusión, de expósitos y otras obras pías. Al mismo tiempo, mantuvo las disposiciones sobre la censura de libros y escritos dadas
por sus antecesores y, tal vez por impedírselo Carlos IV, no se decidió a afrontar la reforma del clero y de la Iglesia, por la que clamaban con
insistencia los sectores ilustrados más avanzados.

Elevado a una cota de poder y honores inverosímil, Godoy creyó que podía contener la ofensiva de sus enemigos del interior gracias al
apoyo de Napoleón, de ahí que en 1807 se esforzara por satisfacer sus exigencias y, entre otras concesiones, concertó el Tratado de
Fontainebleau (27 de octubre de 1807) para la ocupación militar conjunta de Portugal. Este acuerdo establecía la división de Portugal en
tres partes, una de las cuales, el Alentejo, sería gobernada por Godoy en calidad de príncipe; asimismo, posibilitaba la entrada de tropas
francesas en territorio español, cosa que comenzó a producirse a principios de 1808.

Mientras el ejército francés iba ocupando puntos estratégicos en la Península, Napoleón presentó una nueva exigencia: la cesión a Francia
del territorio situado entre el valle del Ebro y los Pirineos. Godoy rehusó y, percatado de la gravedad de la situación, intentó organizar la
resistencia, para lo cual propuso el traslado de los reyes a Andalucía. El príncipe Fernando y el Gobierno en pleno se opusieron
tajantemente a ello y, al mismo tiempo, el “partido fernandino” organizó un complot, bajo la apariencia de revuelta popular, para hacer
prisionero a Godoy. En la noche del 17 de marzo de 1808, los habitantes de Aranjuez y gentes llegadas de pueblos vecinos reclutadas al
efecto asaltaron el palacio de Godoy. Éste logró escapar de la multitud escondido en un rincón del inmueble, pero en la mañana del día 19
se vio obligado a salir y fue hecho prisionero. Ese mismo día Carlos IV abdicó en Fernando VII. El nuevo rey se apresuró a ordenar la
confiscación de todos los bienes de Godoy y la apertura de causa judicial contra él. Tras poco más de un mes en prisión —en Aranjuez,
Pinto y Villaviciosa de Odón sucesivamente—, Godoy fue liberado por orden de Napoleón y trasladado por tropas francesas a Bayona,
donde el emperador había convocado asimismo a Carlos IV y Fernando VII para obligarles a renunciar a la Corona de España.

La publicación de sus Memorias en 1836.

Josefa de Amar y Borbón (1749 – 1833). Escritora ilustrada y defensora de la educación de las mujeres.

Nació en el seno de una familia que contaba por las dos ramas con una larga tradición intelectual vinculada a la Medicina. Su padre, José
Amar y Arguedas, nacido en Borja en 1715, se doctoró por la Universidad de Zaragoza en 1739 y obtuvo la cátedra de Anatomía unos años
más tarde. En 1754 se trasladó a Madrid, donde fue médico real, vicepresidente de la Real Academia Médico-Matritense y autor de obras
de su especialidad, falleciendo en 1779. Su madre, Ignacia Borbón y Vallejo, fue hija de Miguel Borbón y Berné, también zaragozano y
catedrático, que en 1746 pasó a Madrid como médico de la Real Cámara. Fue el artífice de la venida de su yerno a la capital, beneficiándose
ambos de la reorganización del Real Protomedicato en 1750 que supuso una relativa integración de las actividades médicas en el aparato
administrativo de la Monarquía. Por razones de afinidad y paisanaje, don José mantuvo estrecho contacto con Andrés Piquer, que además
de sus preocupaciones científicas también estaba interesado por temas de carácter pedagógico.

Igualmente, en sus últimos años, se relacionó con el poderoso grupo aragonés de la Corte, cuyo punto de unión era el conde de Aranda,
presidente del Consejo de Castilla entre 1766 y 1773.

Nada se sabe de cómo transcurrieron los primeros años de la familia en Madrid, salvo que fijaron su domicilio en la calle de Caballero de
Gracia y la asistencia regular del padre a Palacio. Doña Josefa era la quinta de doce hermanos, tres de los cuales siguieron la carrera militar
y otro la eclesiástica y recibió una educación poco convencional para su tiempo.

Fueron sus preceptores dos aragoneses de reconocida erudición, Rafael Casalbón, helenista de gran prestigio, vinculado a la Biblioteca Real
y posterior bibliotecario de ella a la muerte de Juan de Iriarte en 1772, y el presbítero Antonio Berdejo, también excelente conocedor de las
lenguas clásicas y miembro activo, años más tarde, de la Sociedad Económica Aragonesa. Ambos le dieron una excelenteformación
humanística y le iniciaron en el aprendizaje de los idiomas modernos, que consideraban imprescindibles.

No solo leyó a los clásicos, sino a los humanistas españoles del siglo xvi, como Juan Luis Vives, fray Luis de León, Antonio de Nebrija o Arias
Montano, por los que tanto aprecio sentían los eruditos ilustrados. Gracias a su buen conocimiento del latín, tuvo acceso a autores
modernos, como Bacon o Leibniz, más asequibles en esa lengua que en cualquier otra traducción.

En 1772, cuando contaba veintitrés años contrajo matrimonio con Joaquín Fuertes Piquer, un abogado oriundo de Valbona en Teruel,
sobrino de Andrés Piquer y relacionado a través de su hermano Francisco, que fue canciller, con la Universidad de Cervera. Él mismo era
colegial de San Ildefonso de Alcalá, y un hombre instruido, autor de una inédita Disertación Política legal sobre Potestades Eclesiásticas y
Secular, sus términos y formas de los procedimientos de esta en varias causas y materias de las personas eclesiásticas, escrita en 1766, en
la que no ocultaba sus puntos de vista regalistas. Además de estos méritos, como abogado de Madrid, había trabajado en la Sala de
Alcaldes de Casa y Corte y ocupado el cargo de depositario general del Monte de Piedad. Su porvenir parecía prometedor, ya que el
Consejo de Castilla, a la sazón presidido por Aranda, le había hecho varios encargos y, prueba de ello fue que, en el propio año de 1772, fue
nombrado alcalde del Crimen en la Real Audiencia de Zaragoza. Formó parte de la Sociedad Económica Aragonesa nada más constituirse
ésta en 1776, llegando a ser director segundo, y redactó varios informes de carácter económico.

La vida de casada y el traslado a la capital aragonesa abrieron nuevas perspectivas a doña Josefa, que no abandonó su afición por el estudio
y que pronto gozó fama de mujer instruida. No se sabe desde cuándo empezó a acudir a la Biblioteca de San Ildefonso, que acababa de
abrirse, como ella misma reconoce en 1790, pero fue durante mucho tiempo la única mujer que lo hizo. Debió interesarse no sólo por
cuestiones eruditas, sino, sobre todo, por los temas de actualidad, porque en 1782 acometió la traducción del italiano del Ensayo histórico
apologético de la literatura española... del abate Lampillas, un ex jesuita español que la había publicado en Génova entre 1778 y 1781.

Era un ataque en toda regla contra los argumentos esgrimidos por S. Bettinelli y G. Tiraboschi que descalificaban el Siglo de Oro español, y
una defensa en la línea que seguirían después Sempere y Guarinos, Masdeu, el padre Andrés y, muy especialmente, Juan Pablo Forner. Ya
la emprendiera por iniciativa propia, o por sugerencia, la traducción no podía ser más oportuna, ya que precisamente ese año acababa de
aparecer en la Encyclopédie Méthodique el célebre artículo de Nicolas Masson de Morvilliers sobre España que reavivaría la polémica y,
consciente de ello, doña Josefa envió su texto al director de la Económica, marqués de Ayerbe, convencida de su utilidad.

Acertó plenamente porque no sólo obtuvo el reconocimiento de la Sociedad, sino el nombramiento de socia de mérito, el 11 de octubre de
1782. Se trataba de una decisión insólita en su momento, máxime no siendo una dama de la aristocracia, porque se debía tanto a la
“acertada traducción”, como a sus “otros conocimientos y prendas bien notorias”. Asistió a algunas sesiones y llevó a cabo con prontitud y
diligencia los encargos que se le realizaron, como la revisión y, después, la traducción definitiva, de la obra de Griselini, Discurso sobre el
problema de si corresponde a los párrocos y curas de las aldeas el instruir a los labradores en los buenos elementos de la economía
campestre... que publicó al año siguiente. Posteriormente, y junto a otras señoras, recibió la comisión de hacerse cargo de las escuelas de
hilar que había puesto en marcha la misma Sociedad.

En 1786 se reavivó en la Sociedad Económica Matritense el debate abierto diez años antes sobre si convenía abrir o no sus puertas a las
mujeres. Entonces, la propuesta de José Marín, a pesar de contar con el apoyo decidido de personajes tan ilustres como Luis Imbille y
Pedro Rodríguez de Campomanes, ni siquiera se tomó en consideración. Ahora, en cambio, existía ya un precedente y, además, se habían
renovado los socios con lo que se entabló una viva discusión.

Entre los que eran favorables estaba Jovellanos, que presentó su memoria el 27 de marzo de 1786, mientras que Cabarrús se mostraba
contrario. Josefa Amar fue invitada a participar y lo hizo enviando una Memoria [...] sobre la admisión de señoras en la sociedad, fechada el
5 de junio, que fue leída en la Sociedad el 24 del mismo mes. Estructurada en treinta y cuatro puntos, comenzaba planteando el tema de la
querella de los sexos, quejándose de la falta de instrucción de las mujeres y de que carecieran de estímulos para salir de esta situación.
Negaba que carecieran de aptitudes para hacer lo mismo que los hombres y, tras refutar los argumentos bíblicos o históricos al uso,
concluía que su presencia reportaría muchos beneficios a la Sociedad.

La polémica y el discurso de doña Josefa tuvieron eco y su escrito, como los otros, fue publicado en el tomo VIII del Memorial Literario con
el título de Discurso en defensa del talento de las mujeres. Se llegó a nombrar con carácter extraordinario a dos socias, Isidra Quintana de
Guzmán y la condesa-duquesa de Benavente, y no se tomó ningún acuerdo, con lo que el propio rey Carlos III tuvo que intervenir,
autorizando por una Real Orden de 27 de agosto de 1787, la creación, en el seno de la Sociedad Matritense, de una Junta de Damas. Una
de las primeras socias admitidas fue doña Josefa que escribió para esta ocasión una Oración gratulatoria. Aunque la Sociedad Aragonesa
nunca aceptó la recomendación de Floridablanca de crear también una junta separada, su posición en su seno se resintió, limitando su
actividad en ella a la escuela de niñas o a labores asistenciales en el Hospital de Nuestra Señora de Gracia.

En 1789 salió en Madrid la segunda edición, corregida y aumentada, de su traducción de la obra de Lampillas, con una dedicatoria a la reina
María Luisa.

Al año siguiente, apareció el Discurso sobre la educación física y moral de las mujeres, estructurado en dos partes, que resume muy bien el
pensamiento pedagógico y médico divulgativo de su época. En él aparecen muchos lugares comunes ilustrados, como su confianza
absoluta en la capacidad regeneradora de la educación y su apuesta a favor de una práctica religiosa más interiorizada. En el plan de
estudios que propone, junto a disciplinas renovadoras, como las lenguas modernas, la historia, el dibujo o la música, se da cabida a las
labores manuales. También se muestra favorable a la enseñanza doméstica, por la poca confianza que le merece la conventual, y presta
gran atención a la salud como soporte de la educación moral.

Aunque en los años posteriores siguió traduciendo e, incluso, es probable que se arriesgara en alguna otra obra original, nunca más volvió
a publicar. La enfermedad irreversible de su marido y su muerte, a los setenta y dos años, en 1798, le obligaron a abandonar las relaciones
y actividades que hasta entonces venía desempeñando. Volcada en sus actividades como hermana mayor de la Congregación de Seglares
Siervas de los Pobres Enfermos del Hospital de Nuestra Señora de Gracia, conocida con el nombre de Hermandad de la Sopa, soportó el
primer sitio de Zaragoza en 1808 y colaboró activamente en el traslado de enfermos.

Después se trasladó a Cortes de Navarra, con algunos parientes, y no volvió hasta 1816, fecha en la que sus dos hermanos, Antonio y
Francisco, residían también allí. La muerte de su único hijo, Felipe, debió llenarla de dolor, acentuando su retiro. Había seguido la carrera
del padre, consiguiendo en 1802, el mismo año en que su tío Antonio era nombrado virrey de Nueva Granada, la plaza de oidor en la
audiencia de Quito. Iniciado el proceso de independencias, su situación se hizo muy comprometida, pereciendo a manos de los insurrectos
en 1810.
A partir de estas fechas, los rastros de Josefa Amar se pierden definitivamente. Según distintos testimonios, falleció en Zaragoza el 21 de
febrero de 1833, siendo enterrada en el cementerio del hospital en el que tanto había trabajado.

Leandro Fernández

Fernández de Moratín, Leandro.  1760 – París (Francia), 21.VI.1828. Escritor, dramaturgo neoclásico.

Hijo del abogado y también escritor Nicolás Fernández de Moratín, de noble ascendencia asturiana, y de Isidora Cabo Conde, de familia
honrada de labradores, fue primogénito y único superviviente de cuatro hermanos, fallecidos los menores con corta edad, y él mismo
estuvo a punto de morir a los cuatro años por las viruelas. De su infancia y adolescencia se tienen pocas noticias: no recordaba siquiera
cómo aprendió a leer; estudió primero con un maestro que iba a su casa y luego en una escuela de primeras letras próxima al domicilio
familiar, pasando, según propia confesión, los nueve primeros años de su vida “sin acordarse de que era un muchacho”. Fue sobre todo el
ejemplo del padre, contertulio de la Fonda de San Sebastián y miembro de la Sociedad Económica de Amigos del País de Madrid, así como
las conversaciones literarias en el círculo de amistades de su padre y la escogida biblioteca de éste, lo que despertó en el joven una
temprana afición a la lectura, anunciándose ya a los nueve o diez años un talento poético que tardaría poco en confirmarse e incluso
premiarse oficialmente.

El recuerdo de la propia experiencia de estudiante en una universidad, cuya reforma consideraba por otra parte imprescindible la
intelectualidad ilustrada, hizo desistir a Nicolás Fernández de Moratín de enviar a su hijo a la de Alcalá. Comenzó a aprender Dibujo, y se
formó luego el proyecto de hacerle estudiar en Roma con el célebre pintor Antonio Rafael Mengs, pero no pudo llevarse a cabo debido en
particular a la oposición de la madre. Entonces Leandro Fernández de Moratín empezó a trabajar de oficial en la Joyería del Rey al lado de
dos de sus tíos, hasta su viaje a Francia en compañía de Francisco Cabarrús a principios de 1787. Su formación cultural, por muy esmerada
que fuese la educación que le dio su padre, suponía, pues, una parte de autodidactismo; y además, a diferencia de sus mejores amigos,
Melón, Juan Pablo Forner, Pedro Estala, José Antonio Conde y otros, él carecía de títulos universitarios que le permitiesen pretender altos
cargos o ejercer determinados empleos; de manera que más que cualquier otro, y máxime después de la temprana muerte de su padre en
1780, que le convirtió repentinamente, a los veinte años, en cabeza de familia escaso de recursos, tuvo que contar con el favor de los
poderosos y adaptarse mal que bien a la inestabilidad de los ministerios de que dependía su suerte.

A los diecinueve años, en 1779, participó en un certamen poético convocado por la Real Academia Española, sobre la toma de Granada por
los Reyes Católicos, y su poema se imprimió “por ser el que más se acercaba al que ganó el premio”; en 1782, también bajo seudónimo,
reincidió con una Lección poética, sátira contra los vicios introducidos en la poesía castellana, en que se reflejan las polémicas sostenidas
por la generación de su padre y se manifiestan ya las opciones estéticas del futuro teórico y dramaturgo neoclásico. En agosto del mismo
año, solicitó sin éxito un empleo en la Real Guardajoyas en la que sirvieran su abuelo y su padre, y en 1784 una pensión, que tampoco se le
concedió. Entretanto, había trabado amistad con los escolapios Estala y Navarrete, y, luego, con el presbítero Juan Antonio Melón, que
llegó a constituirse en una pequeña tertulia literaria en la celda de Estala, a la que concurrían diariamente. Muerta la madre del poeta en
1785, pasó éste a vivir en casa de su tío paterno Nicolás Miguel y siguió en el obrador de joyería. Entonces, gracias a la recomendación de
Jovellanos, pudo emprender en calidad de secretario el viaje a Francia con el financiero Francisco Cabarrús, encargado de una misión oficial
en vísperas de la Revolución.

La ausencia duró un año y fue provechosa para el joven escritor deseoso de “correr cortes” como sus coetáneos más favorecidos de la
fortuna. En París pudo visitar al dramaturgo italiano Goldoni. Ya tenía concluida su primera comedia, El viejo y la niña, en verso, que no
admitieron los actores hasta 1790, y se iban componiendo por otra parte la zarzuela (más tarde convertida en comedia) El barón, encargo
de la condesa-duquesa de Benavente por mediación de Cabarrús, y la comedia, también en verso, La mojigata.

Al poco tiempo de regresar a Madrid, cayó en desgracia Cabarrús, y Moratín, que entreveía la posibilidad de un viaje a Gran Bretaña con los
hijos del financiero y que vivía en casa de éste, tuvo que volver a la de su tío y buscarse nuevos medios de subsistencia: en 1788, había
solicitado una plaza de bibliotecario segundo en los Reales Estudios de San Isidro, pero fue elegido otro candidato, Trigueros, autor de la
comedia Los menestrales; un romance jocoso dedicado al ministro Floridablanca, aficionado a este tipo de obritas, se le pagó con una
prestamera no muy pingüe de trescientos ducados (3.300 reales) en el obispado de Burgos, ordenándose de prima tonsura el agraciado en
octubre de 1789. Aquel año hizo también un intento, infructuoso, de representar El viejo y la niña, y publicó La derrota de los
pedantes, sátira literaria redactada en una prosa cuya pureza llamó ya la atención, y que presenta analogías temáticas con la Lección
poética.

Por entonces gozaba ya de mucha influencia Manuel Godoy. Moratín, Melón y Forner fueron presentados por un amigo guardia de corps a
Luis Godoy, el cual los recomendó a su poderoso hermano. Gracias a éste, Moratín obtuvo un beneficio en la iglesia de Montoro (Córdoba)
y una pensión de seiscientos ducados sobre la mitra de Oviedo. Por fin, en 1790 se estrenó El viejo y la niña, que evoca el drama de un
matrimonio desigual, caso lo bastante frecuente en la entonces llamada “clase media” como para llamar la atención de la elite ilustrada, e
incluso del Gobierno, el cual legisló al respecto. En febrero de 1792 se representó La comedia nueva, en prosa, “la más asombrosa sátira
literaria que en ninguna lengua conozco”, diría Marcelino Menéndez y Pelayo. En ella se ridiculiza a los autores de comedias “de teatro”,
esto es, con vistosas decoraciones y una intriga de tipo escapista, particularmente los dramas heroico militares taquilleros de Comella,
Valladares y otros dramaturgos “populares”.
Después de la caída de Floridablanca, al que sucedió el conde de Aranda, y, al menos según Melón, por haberse difundido también el
rumor de una inminente desgracia del favorito, pide permiso el escritor para volver a Francia, y de allí pasar a Inglaterra e Italia,
pretextando la necesidad de adquirir más conocimientos.

En la tierra vecina, en plena revolución cuyos excesos callejeros le atemorizaron y apuntó en su diario íntimo, no permaneció más que tres
meses, embarcándose luego para Inglaterra, pero sin dejar de pensar en poner fin a sus andanzas en el caso de conseguir una colocación
en Madrid que le proporcionase —escribe su biógrafo y amigo Manuel Silvela— “en pocas horas de trabajo lo estrictamente necesario para
mantener la vida y poder dedicar el resto según sus inclinaciones”: escribió el 5 de octubre de 1792 a Godoy para sugerirle la creación de
un cargo de bibliotecario del príncipe; el 20 de diciembre, a los pocos días de enterarse, con gran sorpresa, del ascenso del valido al
ministerio, le propone desde Londres un plan de reforma de los teatros (solicitando el puesto de director de ellos), por no haberse dado
curso a una análoga diligencia anterior cerca de Floridablanca debido a la exoneración de éste. Ante el silencio de su mecenas, Moratín,
que no dispone más que de unos mil reales mensuales, vuelve a la carga en febrero del año siguiente, pidiéndole una ayuda de costa para
realizar un periplo por Italia. Conseguida la cantidad de 30.000 reales, vuelve a cruzar el canal de la Mancha.

A su estancia en la tierra de Shakespeare se deben, entre otras obras, la traducción de Hamlet, obra, según él, “extraordinaria y
monstruosa” y las Apuntaciones sueltas de Inglaterra.

Permanece en Italia durante unos tres años, recorriendo las ciudades más famosas y admirando las bellezas artísticas, entrevistándose con
las figuras más destacadas de las artes y las letras, con varios jesuitas desterrados, visitando a varios amigos italianos a quienes conoció en
Madrid (Giambattista y Sabina Conti en Lendinara, Napoli Signorelli en Nápoles), entablando relaciones con diplomáticos españoles (Azara),
con el rector del Real Colegio de España en Bolonia, Simón Rodríguez Laso, y los becarios de aquel establecimiento, entre los que figuraba
Juan Tineo, sobrino de Jovellanos, con quien continuará su relación al regresar a Madrid, todo ello sin dejar de asistir al teatro —intimando
incluso con una bailarina de La Fenice—, dedicarse a la poesía lírica, y apuntando sus impresiones en los cuadernos de su Viaje a
Italia. Ingresa, como antes su padre, en la Academia romana de los Árcades bajo el seudónimo de “Inarco Cellenio” (“Inarco Celenio”, en
castellano), con el que firmó varias obras sucesivas, y sale a luz la hermosa edición de La comedia nueva por el gran impresor parmesano
Bodoni. Embarcó en Génova el 19 de septiembre de 1796 y, tras una navegación con distintas etapas y escalas (y algunos lances
angustiosos), llegó a Algeciras el 11 de diciembre.

Entre tanto, gracias a la intervención de Melón cerca de Godoy, fue nombrado secretario de la Interpretación de Lenguas por quedar
vacante la plaza a la muerte de Felipe Samaniego, de lo cual se enteró, o, por mejor decir, tuvo confirmación, el 5 de enero siguiente en
Cádiz, donde visita en particular a Goya, vuelto entonces a Andalucía. Tras detenerse en Jerez, Sevilla, Córdoba, llegó a Aranjuez, donde
saludó a su favorecedor y siguió viaje a Madrid. Al socaire del poder, provisto ya de un empleo estable de alto funcionario bastante
parecido a una sinecura, con un sueldo de más de 28.000 reales (casi lo que cobrara de ayuda de costa para mantenerse tres años en
Italia), y el título de consejero honorario debido a su nuevo destino, Moratín va a llevar una vida desahogada durante unos doce años;
vuelve a sus antiguas amistades, compra casas en Madrid y en Pastrana, conoce en 1798 a Francisca Muñoz, en el domicilio de cuyos
padres se hospeda el arabista José Antonio Conde; con la joven inició una relación que tal vez no fuese amor, pero que pasó de simple
amistad. Al año siguiente, le retrata Goya.

En 1799 ya ha convertido en comedia su zarzuela de encargo, El barón, leyéndola en casa del ex colegial de Bolonia, Juan Tineo, ante una
pequeña sociedad de amigos, sarcásticamente llamada de los Acalófilos (“amantes de lo feo”), que fundaron para burlarse de las
producciones que no concordaban con sus criterios estéticos. No se olvidó de su primer oficio y entregó un dibujo destinado a ilustrar un
número del Semanario de Agricultura, que dirigía su amigo Melón.

En junio y julio respectivamente volvieron a representarse El viejo y la niña y La comedia nueva. La reposición de esta última obra da lugar
a un incidente sintomático y premonitorio: solicitado por el “autor”, esto es, director de compañía teatral, para dirigir los ensayos, Moratín
exige el estricto cumplimiento de sus condiciones: él sólo repartió los papeles, y ello, en función de las características de los personajes y ya
no de la jerarquía de los actores, comprometiéndose además éstos a realizar todos los ensayos que juzgara necesarios y a seguir sus
directivas. El corregidor, como juez protector de los teatros, suscribió las exigencias del escritor, a los seis años escasos de informar
desfavorablemente acerca del antes mencionado proyecto de reforma dirigido a Godoy desde Inglaterra y desatendido por lo mismo desde
entonces. Unos meses más tarde, el 21 de noviembre, como consecuencia del interés que venían suscitando en varios dirigentes políticos
la estética y el ideario reformista propugnados por una activa minoría de escritores y críticos, una Real Orden confirmó la tendencia en que
se respaldaba ya Moratín para contrariar una costumbre inveterada en el mundillo de la farándula: se creaba una Junta de Dirección y
Reforma de los Teatros destinada a sustituir al Ayuntamiento en la administración de ellos, y a renovar de manera radical la escena
española en aplicación de un plan redactado en 1797 por el censor y catedrático de los Reales Estudios de San Isidro, Santos Díez González,
previamente examinado a petición de Godoy por el mismo Moratín y globalmente aprobado por él, por lo que constituyó el programa
oficial de la Junta. Treinta años después de la efímera tentativa del asistente Pablo de Olavide en Sevilla y sus repercusiones en Madrid y
Sitios Reales, triunfaban —en fecha algo tardía y también por muy poco tiempo— los partidarios del neoclasicismo, o por mejor decir,
nuevo clasicismo, reivindicado durante todo el siglo desde Luzán y su Poética (1737) hasta Clavijo y Fajardo, Nicolás Moratín y Urquijo,
entonces secretario de Estado y, por ende, firme apoyo de la reforma.

Pero Moratín, nombrado director en noviembre de 1799, presentó la dimisión de su cargo antes de tomar posesión de él: el plan que se
ponía por obra no le otorgaba los plenos poderes que solicitaba en su memorial de 1792 a Godoy, convirtiéndole en simple portavoz del
juez protector, presidente de la Junta, a la sazón el corregidor de Madrid, pronto sustituido por el gobernador del Consejo; en tal situación,
quedaba expuesto a asumir a los ojos del público la responsabilidad de decisiones ajenas y no siempre de resueltos partidarios de la
reforma tanto dentro como fuera de la Junta, y sabía, por otra parte, que la desposesión del Ayuntamiento había de suscitar una temible
coalición de intereses vulnerados. Además, deseaba gozar de una tranquilidad suficiente para poder seguir dedicándose a la literatura
dramática, y la Secretaría de Interpretación le convenía perfectamente en este aspecto. Admitida su renuncia con condición de que pasara
a corregir las comedias antiguas pertenecientes al repertorio de las compañías, consiguió la exoneración de este nuevo cargo en junio de
1800.

Dos aumentos sucesivos de las entradas destinados a alimentar el presupuesto de la reforma y alejar de los teatros a la parte más popular
del concurso, así como la supresión, por motivos estéticos e ideológicos, de numerosas comedias “de teatro”, entre ellas las populares
“comedias de magia”, no tardaron en provocar una notable baja en la frecuentación del público, acelerando el declive de la Junta, que
quedó suprimida por decisión del 22 de febrero de 1803.

Entretanto, se iba redactando El sí de las niñas, cuyo texto leyó Moratín por primera vez a sus contertulios el 12 de julio de 1801. En 1803,
ya refundida la zarzuela El barón, estaba preparando en el teatro de la Cruz el estreno de esta obra, cuando se enteró de que en el de los
Caños del Peral se anunciaba la representación de una comedia nueva intitulada La lugareña orgullosa, del capitán Andrés de Mendoza, la
cual no era más que un arreglo, en tres actos frente a los dos del original, de la primitiva zarzuela moratiniana, y se estrenó efectivamente
el 8 de enero. Animados por la previsible derrota de los reformadores, los poderosos miembros de la Junta de Hospitales que patrocinaba y
gestionaba el teatro de los Caños y había luchado incesantemente por salvaguardar su autonomía frente a las miras unificadoras de la
Junta de Dirección, querían tomarse un desquite en detrimento de Moratín, a quien no pocos seguían considerando inspirador de la
reforma; El barón sufrió además una grita en su primera representación el 28 de enero, y el mismo día, Moratín mandó una carta a Diego
Godoy, jefe de Andrés de Mendoza, a quien éste dedicó su plagio: el lance de La lugareña orgullosa y la cábala de El barón no eran sino
dos manifestaciones de un mismo resentimiento.

Por entonces, sin perjuicio de sus relaciones con Paquita Muñoz, entró en tratos con la actriz María García, la “Clori” de dos de sus sonetos,
con la que fue estrechando en adelante su amistad, y que años después compartió la vida con el ex corregidor josefino y hombre de
negocios Manuel García de la Prada, apoderado y amigo de Moratín después de la Guerra de la Independencia.

El 19 de mayo de 1804 se estrenó en la Cruz La mojigata. En 1805, se repuso El barón, y al finalizar el año, el autor redactó, como varios
contemporáneos, entre ellos Quintana y Mor de Fuentes, un poema sobre el reciente combate de Trafalgar, La sombra de Nelson, que leyó
en casa de Godoy el 3 de diciembre; por otra parte, preparaba la primera representación de El sí de las niñas, que se realizó el 24 de enero
de 1806.

Esta quinta y última comedia, dialogada en prosa como La comedia nueva para mayor naturalidad, y en la que se observa, como en las
anteriores, la preceptiva clásica y se consigue un difícil equilibrio entre comicidad y emoción, fue un gran éxito teatral en su tiempo, pues
se mantuvo excepcionalmente veintiséis días seguidos (más que las antes muy concurridas comedias de magia), con recaudaciones
cuantiosas y regulares, y fue preciso suspender sus representaciones por sobrevenir la Cuaresma. La crítica ha considerado que con ella se
creó la comedia moderna. Pero su argumento, a saber, el difícil problema, entonces muy actual, de la compatibilidad entre la libertad de
elección de las jóvenes casaderas y la autoridad parental respaldada por una rígida educación, conventual en este caso, suscitaron una
nutrida polémica, siendo incluso denunciada la obra a la Inquisición. Este tipo de disgustos, según su biógrafo Manuel Silvela, contribuiría a
desanimar a Moratín; el caso es que a los pocos meses, a los cuarenta y ocho años escasos de edad, dio por concluida su carrera de
comediógrafo en carta a su amigo italiano Napoli Signorelli, manifestando la intención de publicar sus cinco comedias con un prólogo
relativo a la poesía escénica durante el siglo XVIII. El sí de las niñas puso fin efectivamente a la producción original del escritor, el cual se
limitó en adelante a traducir, o, por mejor decir, adaptar a la escena española, vistiéndolas, según solía decir, “con basquiña y mantilla”,
dos comedias de su confesado maestro Molière: La escuela de los maridos y El médico a palos, en plena Guerra de la Independencia.

Al estallar el conflicto de 1808 —y ya a raíz del motín de Aranjuez—, la vida del escritor entró en una larga fase de inestabilidad. Como no
pocos ilustrados atraídos por la forma de gobierno que encarnaba la dinastía intrusa, esto es, a un tiempo heredera de la revolución
burguesa y garante del orden y estabilidad frente a las masas inquietas y, como antes en Francia, temibles, Moratín, por otra parte
funcionario del Estado y deseoso de conservar la seguridad económica, siguió desempeñando su cargo de secretario de la Interpretación.
Pero tras la victoria de Bailén, tuvo que ponerse a salvo siguiendo al ejército francés a Vitoria. En 1811, se le nombró bibliotecario mayor de
la Biblioteca Real y reeditó bajo seudónimo, celebrando en cierto modo su segundo centenario, la relación del Auto de fe de Logroño de
1610, con una serie de notas sarcásticas, “hijas legítimas del Diccionario Filosófico”, al decir de Menéndez Pelayo; la obra se publicó al año
siguiente en Cádiz, escenario de la lucha entre adversarios y partidarios del restablecimiento del Santo Oficio, con necesarias
modificaciones en las notas, pues una de ellas exaltaba las victorias francesas en España. En 1812 estrenó en Madrid su versión de La
escuela de los maridos, de Molière, pero a consecuencia de la victoria de Los Arapiles, huyó, definitivamente, de la Villa y Corte hacia
Valencia en el coche de María García y el ex corregidor García de la Prada. Vivió algún tiempo en la ciudad del Turia, como el abate
Marchena, Meléndez Valdés y otros muchos, se hizo cargo, con Estala, del Diario de Valencia a petición del gobernador francés, y publicó
en él varios poemas y la traducción de un breve cuento de Voltaire, Les deux consolés. De aquella estancia data la oda “Al nuevo plantío
que mandó hacer en la alameda de Valencia el mariscal Suchet”, publicada en dicho periódico en 1813. El 3 de julio, al ser evacuada la
ciudad, se refugió en Peñíscola, cercada a partir de noviembre, y permaneció diez meses allí.

Intentó luego regresar a Valencia, seguro de que no le afectaban los decretos relativos a los colaboradores del rey José, pero el nuevo
gobernador y ardiente absolutista, general Elío, le insultó públicamente, mandándole arrestar y embarcar luego con destino a Francia por
Barcelona. En esta ciudad, el barón de Eroles le permitió en cambio permanecer libre hasta que Madrid tomase una decisión; el 13 de
octubre de 1814, después de un juicio de purificación, se resolvió que el caso de Moratín no encajaba en el artículo primero del decreto de
30 de mayo, y al año siguiente se levantó el secuestro de los bienes que le quedaban. En la Ciudad Condal estrenó su segunda adaptación
de Molière, El médico a palos (1814). Pero tenía decidido el proyecto de irse a vivir a Italia. Viendo que el Gobierno tardaba demasiado en
concederle permiso para marcharse y seguir cobrando sus rentas eclesiásticas, y temiendo por su tranquilidad (sin saber que la Inquisición,
por mandato de la Corte, andaba buscando el paradero barcelonés de un tal “Moratán” para pedirle cuentas acerca de El sí de las niñas...),
se hizo recetar por dos médicos los baños de Aix y, según escribe con humor en carta a Melón, fue a esperar la decisión de Su Majestad
más allá del Pirineo, cruzando la frontera con pasaporte del general Castaños a primeros de septiembre de 1817. Se detuvo en Montpellier,
donde pasó el invierno, y llegó a París en mayo de 1818, permaneciendo dos años en la ciudad en compañía del amigo Juan Antonio Melón
y de la sobrina adoptiva de éste, Luisa Gómez Carabaño. En mayo de 1820 salió para Italia, llegando en junio a Bolonia, donde se hallaba ya
su antiguo compañero Robles Moñino, de la familia de Floridablanca, a quien conociera durante su anterior viaje por Italia. Pero,
restablecida la Constitución en España, ya no tenía por qué temer y volvió a Barcelona, donde vivía García de la Prada. Su situación
económica había mejorado; el Ayuntamiento le nombró juez de imprentas, y publicó, en homenaje a su padre, las Obras Póstumas de don
Nicolás (1821).

Mas una grave epidemia de fiebre amarilla le obligó a abandonar la ciudad con su amigo; volvió a cruzar la frontera, y ya no regresó a
España. Llegó a Bayona, pasando en breve a Burdeos, después de un intercambio epistolar con el ex alcalde de Casa y Corte josefino
Manuel Silvela, refugiado en la capital de Aquitania, donde dirigía un establecimiento de enseñanza para españoles. En diciembre de 1821,
al crearse en Madrid una efímera Academia Nacional, fue nombrado miembro de la clase de Literatura y Artes. A comienzos de marzo de
1822, por razones económicas y a instancias de Silvela, se trasladó a casa de éste, con cuya familia vivió los pocos años de vida que le
quedaban.

No dejó de escribir a sus amigos, Melon, Paquita Muñoz, García de la Prada ya residente en Madrid y demás conocidos, constituyéndose un
valioso epistolario que tratará, en vano, de publicar Silvela a su muerte.

También trabajó en la edición de sus Obras sueltas y fue ultimando los Orígenes del teatro español, para cuya realización había acumulado
documentación desde años atrás y en los que se manifestaban unos conocimientos excepcionales para la época. Como en Barcelona, solía
sentarse diariamente en su luneta (butaca de patio, se diría hoy) del teatro de Burdeos, al que llamaba con humor “mi oficina”, siendo por
otra parte, como no pocos paisanos suyos, objeto de una sigilosa vigilancia policial tendente a atribuirle un supuesto papel de
intermediario entre los “facciosos de España”, esto era, liberales, y los exiliados. En 1825, se publicaron en París los tres volúmenes de
sus Obras dramáticas y líricas por Auguste Bobée, el cual se negó, sin embargo, por temor a la insuficiente rentabilidad de otra edición, a
adquirir también el manuscrito de los Orígenes del teatro español. Entonces retrató al anciano Moratín su amigo Francisco Goya, a quien
frecuentaba desde su llegada; y al finalizar el año sufrió el escritor un ataque de apoplejía, que llegó a superar pero que le dejó algo
alterado el carácter. En agosto de 1827, el mismo día en que Silvela trasladaba su establecimiento de educación a París, Moratín redactó su
testamento, haciendo heredera de sus pocos bienes a la nieta de Silvela, y a fines de septiembre, fue otra vez a reunirse con su familia
adoptiva. En mayo de 1828 sintió las primeras manifestaciones de un cáncer de estómago, que puso fin a su vida en la noche del 20 al 21
de junio de 1828.

Leandro Fernández de Moratín fue para varios contemporáneos (Estala, Llorente) el “Molière español”; para otros, un nuevo Terencio.

Ricardo Wall

Wall y Devreux, Ricardo. El Dragón. Nantes (Francia), 5.XI.1694 – Soto de Roma (Granada), 26.XII.1777. General, diplomático y ministro.

Ricardo Wall y Devreaux “nació de paso, siguiendo sus padres al Rey de Inglaterra”, en la ciudad francesa de Nantes, en el seno de una
familia de irlandeses exiliados jacobitas. Fue bautizado dos días después en la iglesia de Saint Nicolas, en circunstancias desventuradas. En
la ceremonia ni siquiera se encontraba su padre, Matías Wall, natural de Killmallock, “noble ausente”, antiguo oficial del Ejército de Jacobo
II (había sido “enseña” en el Regimiento Fitz-James), que probablemente servía en ese momento en el Ejército de Luis XIV, como tantos
otros irlandeses. Él y su esposa, Catalina Devreaux, natural de Bucheres, habían huido de Irlanda en 1691 tras la derrota de Jacobo en la
batalla del Boyne ante las tropas de Guillermo III, y vivían en el “Foso del pozo de la plata” bajo el amparo de algún familiar, probablemente
Gilberto Wall, que aparece como padrino en la partida de bautismo.

Nada se conoce de sus primeros años hasta que, en torno a 1710, fue recibido como paje de la Duquesa de Vendôme. La muerte de Luis
XIV y la paz con Inglaterra produjeron un giro inesperado en la situación de los exiliados irlandeses, por lo que Ricardo Wall dejó Francia y
entró al servicio de Felipe V, gracias a la protección de la duquesa, que le entregó una carta de recomendación para el Monarca y para el
ministro Alberoni. Su primer destino fue la Real Compañía de Guardia Marinas, fundada en Cádiz por Patiño en 1717, donde se graduó en la
segunda promoción. Inmediatamente después, embarcó en el buque insignia de la escuadra española, el Real Felipe (setenta y cuatro
cañones), al mando del almirante Gaztañeta, con el cual participó en la campaña de Sicilia (1718) hasta el hundimiento de la flota española
en la batalla de Cabo Passaro. Tras el desastre, Wall pasó al Regimiento de Infantería de Hibernia, al mando del marqués de Lede. Con el
grado de alférez, tomó parte en la campaña terrestre de la guerra, en acciones como las de Melazzo y Francavilla.

En la siguiente campaña —Ceuta (1720-1721)—, Wall aparece ya como aide de camp del marqués, y al final, fue ascendido a capitán del
Regimiento de Batavia (de Dragones). En su hoja de servicios se destaca por estas fechas su “viveza y aptitud para cualquier cosa”; pero
también se menciona ya que es “propenso a sus diversiones”, una de sus señas de identidad, compartida con tantos otros socarrones
solteros de la época: “yo no tiento por la amenaza de casarme, déjeme V. E. gozar con tranquilidad de mi buena fortuna”.

En 1727, Wall acompañó al duque de Liria en su embajada a Rusia. Era, según el duque, “un hombre en quien ponía toda mi confianza, con
quien desabrochaba mi corazón en todos mis disgustos, que no eran pocos”. Liria había nacido también en el exilio francés (Saint Germain-
en-Laye, 1696) y era hijo del duque de Berwick, descendiente por tanto del mismísimo Jacobo II. El patrocinio del duque, basado en esta
solidaridad de origen, relanzó la carrera militar de Wall, que fue agasajado por el Rey de Prusia, de quien recibió la Orden de la
Generosidad, y por el propio Zar. Liria incluso llegó a proponer que se le diese el puesto de embajador en Berlín, proyecto que no prosperó.

Wall tenía así su primer contacto con el mundo diplomático y conocía algunas de las capitales más representativas del continente: Parma,
Viena, Dresde, Berlín, San Petersburgo y Moscú. De regreso a España en 1729, volvió a su carrera militar, y entre 1732 y 1734, participó en
la expedición a Toscana que colocó al entonces príncipe Carlos al frente del ducado de los Farnesio. Poco después, tras el estallido de la
Guerra de Nápoles (1734-35), en el marco de la Guerra de Sucesión Polaca, Wall destacó, según su hoja de servicios, en las acciones de
Capua, Mesina y Siracusa. En 1737 fue ordenado caballero de Santiago y poco después, en 1741, recibió, en segunda instancia, la
encomienda de Peñausende, que comprendía las villas de Peñausende, Peralejos de Abajo, Saucelle, Saldeana y Barrueco Pardo (Wall había
recibido la de Biedma, que intercambió con Casimiro de Uztáriz).

Era el espaldarazo definitivo para su carrera al servicio de los Borbones españoles. En 1736 había sido ascendido a coronel, aunque sin
regimiento; en 1740 se le concedió el mando del de Dragones de Francia. Por fin sus colores y el lema de su familia, aut caesar aut nullus,
lucían al frente de un regimiento. De ahí vendrá también su apodo El Dragón. Desempeñó, a partir de este momento, responsabilidades
importantes, como la revista de las tropas españolas enviadas a Italia durante la guerra de Lombardía, sustituyendo en ocasiones al propio
inspector general, Andrés Benincasa. A partir de 1744, participó en las operaciones, siendo empleado por el infante Felipe “en los ataques
de audacia”. Brigadier en 1744 y mariscal de campo en 1747, la campaña de Lombardía le procuró la amistad de uno de los hombres
fuertes del siguiente reinado: el duque de Huéscar (primogénito de la duquesa de Alba). Gracias a él abandonó la carrera militar después
de ser herido en la acción de Plasencia, y entró definitivamente en el mundo diplomático y político. En mayo de 1747 recibió el encargo de
una misión temporal “restringida nada más que a los asuntos de la guerra” en la República de Génova.

Apenas nombrado ministro de Estado, a fines de 1746, José de Carvajal y Lancaster, amigo íntimo de Huéscar, decidió seguir los consejos
del duque, quien ya le había advertido con insistencia: “Mira que en el ejército tienes una cosa muy buena que es Wall, así en lo honrado
como en lo capaz”. El ministro, que proyectaba una nueva diplomacia basada en el equilibrio y la neutralidad, lo destinó a la embajada de
Londres, con el encargo de negociar la paz con el gabinete británico. A su llegada, a finales de septiembre, Wall se enfrentó con serias
dificultades derivadas de la antipatía que despertaba entre los ministros ingleses su origen irlandés y jacobita, que fue azuzada por la
enemiga del marqués de Tabuérniga, un exiliado español que deseaba el cargo que Wall acababa de ocupar. Aunque las negociaciones
acabaron llevándose a un congreso general en Aquisgrán, Wall logró ganarse la confianza de aquellos que lo consideraban “más jacobita
que el Pretendiente” o “un Espión de la Francia”. A la altura de 1749, podía jactarse de “merecerles grandísima confianza”, aunque dejando
bien claro que “si el Rey me mandase invadir estos reinos con cien hombres espada en mano, le obedecería prontamente”.

En Londres se alojó en una mansión de Soho Square, la zona de moda de la ciudad; disfrutó de la intensa vida social al uso para
diplomáticos y se mostró hábil y perspicaz en las ocasiones en se requirió. Por estas fechas fue retratado por Van Loo (obra que se conserva
en la National Gallery de Dublín), encargó un Santiago a Tiépolo para la capilla de su iglesia (cuadro que actualmente se puede visitar en el
Szépmüvészeti Múzeum de Budapest) o patrocinó a hombres como Smollett, cuya traducción del Quijote al inglés (1755) está dedicada al
propio Wall.

Su embajada londinense resultó notablemente provechosa en el terreno diplomático, pero no fue él el único responsable de la buena
marcha de las relaciones hispano-británicas. El embajador inglés Benjamin Keene y Carvajal resolvieron en Madrid la mayor parte de los
espinosos problemas bilaterales, empezando por la firma del Tratado del Asiento, en 1750; mientras, en secreto, el marqués de la
Ensenada intentaba, a su manera, involucrar al embajador en sus planes de espionaje militar. La limitada capacidad de Wall para estos
menesteres, confesada por él mismo, obligó al marqués a enviar a Londres a Jorge Juan, el marino y matemático que colmó con creces las
aspiraciones del ministro de Marina. Con todo, Wall jugó siempre un papel digno, aunque a la vieja usanza, sin entrar en las “picardigüelas”
de Ensenada. Entre sus logros diplomáticos más destacados cabe señalar la paralización de un proyecto inglés de exploración del Mar del
Sur, a petición suya, su viaje a Hanover junto al monarca inglés en su visita bianual de sus dominios electorales, o su breve estancia en
Madrid, en 1752, en la que, además de conocer personalmente a Carvajal y a los reyes Fernando VI y Bárbara de Braganza —a los que
causó una gratísima impresión—, obtuvo, a pesar de las conspiraciones francesas para sustituirle por Grimaldi, el nombramiento de
teniente general y la confirmación de su puesto.

Dos años después, tras la repentina muerte de Carvajal (8 de abril de 1754), Wall apareció como la solución idónea para ocupar el puesto a
pesar de que su origen extranjero y su fama de antijesuita —excitada por el padre Rávago, confesor de Fernando VI— produjeron el
rechazo de los sectores más ensenadistas de la Corte. Pero Ensenada era ya objeto de la conspiración que lo apartaría del poder el 20 de
julio y Huéscar inclinaba a Fernando VI a elegir a Wall por ser éste el más próximo a los postulados políticos de Carvajal en lo referente al
mantenimiento a ultranza de la neutralidad, la obsesión del Monarca.

Caído Ensenada, su gestión política al frente de Estado comenzó en medio de la agitación que produjo lo que, en España y en Europa, se vio
como un gran éxito de los ingleses en Madrid: en todas las cortes se pensó que la guerra era inminente. Wall temió durante unos meses la
vuelta al poder de los ensenadistas, consciente de los apoyos que tenía el marqués, entre ellos el del jesuita padre Rávago, su enemigo más
declarado, que todavía siguió en la Corte al lado del Rey. Pensó que colegiales y jesuitas conspiraban contra él, mientras era objetivo
declarado de las intrigas de los franceses, que debían recuperar como fuera la valiosa alianza española. La embajada francesa divulgó
el cliché del Wall anglófilo que le acompañaría ya siempre. Sin embargo, Wall fue la pieza clave del mantenimiento del sistema de
neutralidad “religiosa”, como él la denominaba, convirtiendo la posición española en el detonante de la “Reversión de Alianzas” europea
que presidió el enfrentamiento anglo-francés durante la Guerra de los Siete Años.

Sin ceder a las continuas trampas y ofrecimientos de Francia y de Inglaterra, Wall consiguió mantener la neutralidad hasta la llegada de
Carlos III. Superó numerosos incidentes, como el del Antigallican, el ataque a la flota pesquera vasca en Terranova, o la toma de Guadalupe
por los ingleses en abril de 1759; rechazó negociar lo que pensó que no eran más que chantajes (Menorca, Gibraltar); tranquilizó a Isabel
Farnesio y al futuro Carlos III, que temían la pérdida de América a consecuencia de la guerra y hasta que hubiera un complot en el lecho del
moribundo de Villaviciosa de Odón. Fiel a su rey Fernando VI, Wall soportó con enorme entereza su cruel enfermedad, dirigiendo todo en
el gobierno durante el “Año sin rey” y procurando encontrar los mecanismos para entronizar al futuro Carlos III, cuyas dudas y falta de
decisión para tomar las riendas en una situación tan tormentosa le llegaron a exasperar. La muerte de Fernando VI el 10 de agosto de 1759
fue para Wall el fin de una pesadilla, que él mismo dijo que no quería recordar nunca; pero su vida política iba a ser igualmente agitada con
el nuevo Rey.

Carlos III no era un amante de la neutralidad como su hermanastro. Aunque mantuvo a Wall en el cargo, la política española tomaría un
giro inesperado tras las conversaciones que desembocaron en la firma del Tercer Pacto de Familia (agosto de 1761). Wall se vio obligado a
romper la neutralidad en una acción diplomática que él sabía que provocaría la entrada de España en la guerra —sin ninguna garantía de
éxito—, lo que había logrado evitar durante seis años. Los resultados desastrosos —los ingleses tomaron La Habana y Manila en 1762—, la
guerra de nuevo en la frontera portuguesa —sólo el reinado de Bárbara había podido mantener la paz entre los reinos vecinos—, y la
situación en la Corte, en la que Carlos III se entregaba a sus ministros italianos y a la “alianza de familia” de nuevo, le fueron tornando
escéptico y distante. De ahí viene otro de sus clichés.

Sin embargo, su “aversión a los negocios”, lejos de proceder de una falta de inclinación al trabajo, como algunos autores han afirmado,
provenía del desengaño, como él mismo dejó escrito: “Cada día me voy desengañando de la esperanza de ver remediar los inveterados
abusos que reinan en esta Monarquía de siglos a esta parte. Son pocos los que piensan al bien común, cada uno mira su patria como un
pasajero considera el navío en que se embarca para pasar a un puerto, como le desembarque y las mercancías que tiene, nada se le da que
vaya a pique después de dejarle en tierra con su hacienda”.

Wall había intentado ya en 1757 un retiro honroso, que fue rechazado por Fernando VI. En 1763, después de la firma de la paz y tras
algunos reveses en su política regalista (anulación del Exequatur Regio sin su conocimiento), Wall consiguió ver realizados sus deseos y
abandonó el ministerio. Carlos III le concedió el gobierno del Soto de Roma, un pequeño Real Sitio ubicado en la vega del Genil, a pocos
kilómetros de Granada, y le concedió la Orden de San Genaro. En los últimos años de vida, Wall se dedicó a la mejora de la administración
del Real Sitio, muy deteriorada después de años de abandono, y a algunos encargos menores como la restauración del palacio árabe de la
Alhambra, que dirigió entre 1769 y 1772, o la supervisión de las Nuevas Poblaciones de Olavide, en 1769. Fiel siempre a la Monarquía,
anualmente, se desplazaba a Aranjuez, en mayo, para hacer su corte a Carlos III, y en calidad de consejero de Estado (1759- 1772), todavía
intervino en algunos asuntos espinosos, como las Juntas de Abril y Mayo tras los alborotos de Madrid, conocidos en la historiografía como
motines contra Esquilache.

Desde una perspectiva administrativa, Wall ejerció, junto a la Secretaría de Estado (1754-1763), la Secretaría de Guerra (1759-1763) y fue
consejero de Estado (1759-1772). También obtuvo, a la caída de Ensenada, el nombramiento como secretario de Indias, pero renunció a
favor de Julián de Arriaga. A lo largo de su ministerio creó una red de hechuras y protegidos que le sobrevivieron varias décadas y que
dirigieron los destinos de España durante el siguiente reinado. Entre ellos destacan el marqués de Grimaldi, el conde de Aranda, el conde
de Campomanes, Manuel de Roda, el conde de Fuentes, o el conde de Ricla. Entre sus incondicionales hay una larga nómina de irlandeses,
como Alejandro O’Reilly, el conde de Mahony o el conde de Lacy, Diego Purcell, Diego Nangle, Pedro Stuart, Ambrosio O’Higgins, Guillermo
Bowles, Bernardo Ward o Carlos McCarthy. Entre los protegidos hay nombres tan conocidos como los de Francisco Pérez Bayer, José Clavijo
y Fajardo, Benito Bails, Celestino Mutis, José Agustín del Llano, Bernardo de Iriarte, Bernardo del Campo o Juan Chindulza.

En su última etapa, Wall se caracterizó por la piedad de sus costumbres. Él mismo confesó que se propuso redimir una vida llena de
desórdenes, “sin otro cuidado que el de mi salvación; este punto es de mucha entidad para uno que ha vivido tantos años y tan mal como
yo”. Testigos contemporáneos destacaban de él “un buen fondo de religión, de costumbres muy arregladas, devoto, limosnero, benéfico y
nada desdeñoso con los pobres”. La paz no llegaría, con todo, a su muerte. El testamento del irlandés favorecía claramente a su confesor,
Juan Miguel Kayser, quien se lo había arrancado prácticamente en el lecho de muerte. El subsiguiente pleito entre los herederos naturales
del ministro, su primo Eduardo Wall y su familia y el propio confesor, enturbiaría su memoria algunos años. Eduardo Wall se serviría
constantemente de la memoria de pariente a lo largo de su vida. Casado con la condesa de Armíldez de Toledo y, por tanto, entroncado
con la nobleza española, su política matrimonial llevaría a que sus hijos fortaleciesen estos lazos con uniones con las Casas de Fuentes, de
Cañada- Tilly y, ya en el siglo XIX, de Floridablanca.

Historiográficamente, la figura de Ricardo Wall ha sido descuidada cuando no claramente maltratada. Los tópicos más variopintos han
hecho del irlandés un anglófilo —llegando al extremo de poner en duda su lealtad a España—, un perverso antijesuita e incluso un masón.
Los errores sobre su vida son descabellados. Hay quien asegura que su carrera empezó en el Ejército francés o que participó en el Congreso
de Aquisgrán; también que fue un agente secreto español en América e intentó un plan de invasión de Jamaica. Su origen extranjero y la
mala interpretación de su política —considerada débil y entreguista—, así como la tendencia por sobrevalorar a Carlos III y sus gobiernos
ilustrados posteriores, han oscurecido su figura. Sin embargo, Wall fue la correa de transmisión de dos generaciones de enorme
importancia para la historia de España: la reformista que llevó al poder a Carvajal y a Ensenada, partiendo de las bases trazadas por Patiño
y Campillo, y la que profundizó en las reformas, durante los gobiernos de Aranda, Campomanes y Floridablanca. Ricardo Wall supo
mantener la neutralidad heredada, condición básica para el desarrollo de la política interior, a la vez que llevaba a la culminación el
proyecto carvajalista de una nueva diplomacia española, basada en la introducción de la España discreta en el nuevo concierto de las
naciones.

Fue hijo único y nunca se casó. Su socarrona soltería voluntaria —“ no concibo nada a la atadura”, decía— supuso el final de su linaje.
Murió de viejo, a los ochenta y tres años tras enfermedad repentina: “La crueldad de los hielos le sofocó el pecho”. Pasó sus últimos días en
“cama, siendo necesario el que dos criados le muevan en ella y le levanten algunos ratos. Su endeblez es grande pero mayor de medio
cuerpo abajo, poco apetito”. En medio de la polémica sobre los cementerios, demostró ser hombre ilustrado y devoto, pues pidió “que se
le enterrase en ataúd liso y lo más simple que pudiese ser” y “que se trasladase su cuerpo al Cementerio luego que éste se hubiese
concluido, en donde se sepultase como al más pobre de la parroquia”. Años después Pérez Bayer visitó su tumba donde seguramente le
agradaría ver el sencillo epitafio, con sus solos méritos, todo en latín salvo una palabra en griego.

Bernardo Ward

Ward, Bernardo. Irlanda, f. s. XVII-p. s. XVIII – ? Economista.

Poco se conoce de la vida de Ward, un economista de origen irlandés, luego nacionalizado español, al servicio de Fernando VI, que llegó a
España probablemente en la década de 1740, dedicándose al estudio de la nación “con el más vivo deseo de ser útil a un país en que había
fijado su domicilio y vecindad”. En 1750 publicó Obra pía y eficaz modo para remediar la miseria de la gente pobre de España, en la que
resalta la concepción del vasallo útil, el que trabaja y puede aportar ingresos al Estado, por su propio interés y el de la nación, de forma que
fortalece al Estado el aumento del número de vasallos útiles. Distingue la verdadera pobreza, que se debe socorrer, de la pobreza fingida,
no necesaria, que hay que castigar, es decir, entre la verdadera caridad, y la caridad mal entendida que aumenta el número de holgazanes,
y diseña en esta obra un plan para erradicar la pobreza. Los estamentos privilegiados, es decir, las autoridades, el clero y la nobleza, están
obligados a mantener a los impedidos, siempre que trabajen según sus posibilidades en un hospicio (el hospicio, como un lugar de trabajo
especialmente dedicado a enfermos, es el núcleo del sistema caritativo de Ward), pero a la gente facinerosa se le dará un trabajo más
fuerte y obligatorio, manteniéndola el Estado, pero tratando de hacerla gente útil para la sociedad. Y otro sector de la población que quiere
incorporar al proceso productivo es el femenino, tarea que considera difícil de realizar y, dado que la coacción es imposible, propone
utilizar la persuasión y para persuadir a las mujeres nadie mejor que los curas de almas. Es decir, Ward quiere que todos trabajen, incluso
los niños de los menestrales, insistiendo sobre la necesidad de lograr el pleno empleo de la mano de obra que es necesario para el
desarrollo de los sectores productivos.

En esta obra, Ward propone que “un sujeto propio para ese encargo diese la vuelta a los principales países de Europa, para ver y aprender
en cada país lo mejor que se haya establecido en la materia que tratamos”. Fernando VI, conociendo la valía de Ward, y con deseos
reformistas, le dio su Real Orden para que fuese a viajar por diferentes países de Europa, con la finalidad de que cotejando los
adelantamientos de otras naciones en la agricultura, artes y comercio, propusiese los medios de perfeccionar en España la industria,
emprendiendo estos viajes en julio de 1750. Ciertamente, Ward adquirió un claro conocimiento de los medios que las naciones más
industriosas de Europa han ido poniendo en práctica sucesivamente, para emplear, útilmente, todo su pueblo en los ramos industriales,
sacando de sus tierras todo el partido que les ha sido posible en la cosecha de frutos análogos a su calidad y climas diferentes, y reduciendo
las primeras materias a las diversas manufacturas, de manera que no queden ociosos los hombres ni los campos. De sus experiencias
dedujo que la finalidad pública consiste en animar el trabajo y favorecer la salida de los géneros industriales o naturales de un país,
eliminando los obstáculos o los impuestos que pudiesen retrasar en España el crecimiento económico. Después de que finalizasen sus
viajes en 1754, plasmó sus apuntes y observaciones en su Proyecto Económico en el que se proponen varias providencias, dirigidas a
promover los intereses de España, con los medios y fondos necesarios para su planificación. La obra, concluida en 1762, se publicó
póstumamente en 1779 por Pedro Rodríguez Campomanes, uno de sus lectores más distinguidos, y se reimprime en sucesivas ocasiones (el
mismo año 1779, 1782 y 1787).

El Proyecto Económico de Ward, que fue nombrado a su regreso a España ministro de la Real Junta de Comercio y Moneda, se le encargó
de la superintendencia de la Real Fábrica de Cristales de San Ildefonso, y llegó a ser miembro del Consejo de Castilla y del Tribunal de la
Contaduría Mayor, fue objeto de una amplia polémica de plagio de las obras todavía inéditas de José del Campillo y Cossío. Esta polémica
tuvo un amplio recorrido temporal, pues ya en el siglo XVIII Peñaranda y Castañeda acusó a Ward de copiar las obras inéditas de Campillo y
Cossío. Con mucha posterioridad, en 1952, M. Artola señala que Ward copió literalmente el Nuevo sistema de gobierno económico para la
América, con los males y daños que le causa el que hoy tiene, de los que participa copiosamente España, y remedios universales para que la
primera tenga ventajas considerables y la segunda mejores intereses en la segunda parte del Proyecto Económico, amparándose en la
circunstancia de encontrarse inédita la obra de Campillo. Por su parte, y para L. Sánchez Agesta, en 1953, no hay dudas del plagio, y
Sarrailh, poco después, no sólo reconoce que la segunda parte del Proyecto Económico es idéntica al Nuevo Sistema, sino que también
entiende que la primera parte del Proyecto Económico y la Obra Pía se inspira en otro escrito inédito de Campillo, Lo que hay de más y de
menos en España para que sea lo que debe ser y no lo que es. Más recientemente, J. L. Castellano Castellano, en 1982, puntualiza que Ward
copió mucho, muchísimo, del Nuevo Sistema de Campillo en la segunda parte del Proyecto Económico; en ocasiones Ward copió
literalmente, suprimió frases o añadió otras y, a veces, resumió; en ocasiones conservó el significado primitivo de las frases que copiaba y,
en otras, por el motivo que sea, cambió de significado. La copia de Ward, para Castellano, obedece a un nuevo planteamiento del
problema, tiene un significado muy distinto, entre otras cosas porque el enfoque económico de Ward es muy diferente al de Campillo. En
1999, F. Estapé también mantiene la tesis del plagio evidente. En todo caso, la polémica sigue abierta. Su Proyecto Económico se divide en
dos partes, una referida a España, y otra a las colonias americanas. Las cuestiones más importantes que, en conjunto, preocupan a Ward
son las referentes a la población de España; la modernización de la agricultura; las fábricas y artes; el comercio exterior e interior; la
navegación, el riego y los canales; el arreglo de las aduanas y tributos; una buena policía relativa a estos asuntos; el alivio de los pobres; el
destierro de la holgazanería y la extinción de la mendicidad; la introducción del espíritu industrial en la nación y un nuevo sistema de
gobierno económico en la monarquía española.

Para resolver los problemas planteados en España sobre cada uno de estos puntos, Ward propugna la aplicación de un conjunto de
medidas, siendo las más importantes: una visita general del Reino (para conocer los atrasos de España y superarlos se deberá formar una
comisión de sujetos inteligentes, activos y celosos que visiten todas las provincias y hagan las correspondientes observaciones); un Banco
que no pueda quebrar y donde todo el que tenga dinero pueda depositarlo con la mayor seguridad al 4 por 100, facilitándose así la
financiación de establecimientos útiles, por cuyo medio se logrará que circulen en el país los muchos millones que hoy quedan muertos en
las arcas de los particulares, sin fructificar ni para sus dueños, ni para el público; una Junta de Mejoras para dirigir todo el Proyecto, y que
fundándose en hechos ciertos y documentados que no admitirán duda, hará que nazca la ciencia del cálculo político que los ingleses
denominan aritmética política y que es el verdadero fundamento del acierto en las materias de Estado; hacer navegables los principales
ríos de España y construir canales, además de buenos caminos, que, en conjunto, permitan la comunicación de las provincias entre sí y de
todas con el mar, eliminando una de las causas más importantes del atraso de España, cual es la inexistencia de un gran mercado nacional;
fundar hospicios para criar para la industria a los hijos de la gente pobre y encerrar a los vagabundos; abrir las Indias a todos los productos
del Reino, quitando las toneladas y el palmeo; establecer correos marítimos, y hallar un medio de obtener fondos para todo esto sin
perjuicio para el Real Erario.

Un proyectista y realista como Ward, que aún participando de muchas de las ideas y de los instrumentos analíticos de los mercantilistas
pertenece al período de la Ilustración, encuentra una línea argumental que da coherencia y sistematización a su Proyecto. Parte
inicialmente del reconocimiento de la singular riqueza natural de España y de sus colonias, y, paralelamente, de la decadencia económica
de España, fruto del mal gobierno de los tres últimos Austrias, radicando la mala situación de la economía española en que no se utilizan
útilmente las tierras, ni los hombres, ni el dinero. Pues bien, para Ward, el conocimiento de los problemas, imprescindible en todo caso,
como para todos los ilustrados, sólo tiene sentido si tiene un fin práctico: aumentar la riqueza y, por tanto, la felicidad de la nación. Para
ello, es necesario el incremento de la población, pero de la población útil, activa; además, Ward propugna conseguir una fuerza de trabajo
barata (prolongando la jornada laboral) y economizar trabajo, que se puede conseguir de mil maneras, entre otras con la enseñanza útil, la
enseñanza para la producción. En el modelo de producción capitalista de Ward, el trabajo debe combinarse por el capital, siendo su
enfoque transformar el dinero en capital a través de un Banco nacional. La producción capitalista debe orientarse al fomento de la
agricultura, el sector más importante de la producción nacional, pero el crecimiento económico, el mayor poder de una nación, exige
también el desarrollo de la industria (defiende la industria a domicilio frente a la gran fábrica) y del comercio (propugna la libertad del
comercio interior y colonial y sigue criterios mercantilistas, proteccionistas, en cuanto al comercio con terceros países). Finalmente, el
Estado, para Ward, es la instancia suprema a cuyo engrandecimiento se debe dirigir toda la producción. Su concepción económica aspira a
la libertad y para ello es necesario un Estado más fuerte, para llevar a cabo su reforma. Un Estado que respete la propiedad privada, que no
permita los monopolios ni los privilegios de los gremios, de las compañías de comercio y de la Mesta, y que utilice los derechos aduaneros y
los impuestos no sólo para obtener ingresos y hacer así más poderoso al Estado, sino también para promover la creación de riqueza, ya que
el Estado es fuerte porque la nación es rica.

En este contexto, Ward sostiene que, por un lado, las aduanas son la clave del gobierno económico del Estado y la regla por donde se
nivelan y dirigen con acierto el comercio, las fábricas y la agricultura de una nación. Para Ward es necesario, en primer lugar, tener un
conocimiento suficiente de la situación del comercio español con las demás naciones, de los productos que importa y exporta, con
expresión de sus clases y cualidades, para determinar las fábricas que es necesario establecer o fomentar en orden a la fabricación de
aquellos productos objeto de exportación y los productos que importamos que impiden el consumo de productos nacionales. Con estos
datos disponibles se ha de proceder a una nueva reglamentación de los derechos aduaneros, causa en gran parte del atraso y decadencia
de España, aconsejando Ward en un plano más concreto el establecimiento de derechos de aduana diferenciales para los productos
extranjeros según cual sea su naturaleza.

En materia de impuestos, por otro lado, Ward también mantiene una postura reformadora, considerando necesario distinguir dos
aspectos: el modo de imponer los impuestos y la forma de recaudación. Respecto al primer aspecto —modo de imponer los impuestos—
Ward considera que es una cuestión que está en embrión en España, a pesar de lo mucho que se ha trabajado sobre esta materia. Sin
embargo, Ward se pronuncia en términos concisos cuando señala que en el modo de imponer tributos se debe tener presente la diferencia
de clases de los vasallos y la diferente calidad de los objetos que se han de gravar. Tres son, para Ward, los objetos sobre los que se debe
fundamentar la carga tributaria: bienes raíces, los frutos de la industria (debiendo tener cuidado con no oprimirla por ser la que motiva, en
su planteamiento, la felicidad y opulencia del Estado), y el consumo. En particular, Ward defiende que quede libre de imposición lo
necesario para vivir y gravar todo lo demás en proporción a su mayor o menor necesidad, ya que el gravamen del consumo, excepto el de
primera necesidad, es para él el modo más equitativo de hacer contribuir a los vasallos, pues cada uno contribuye voluntariamente lo que
quiere y es el procedimiento menos sensible y que menos irrita a la mayoría de los sujetos. En concreto, Ward defiende con especial
énfasis el gravamen del consumo de bienes de lujo, que además de enriquecer al Estado, por facilitar ingresos a la Hacienda, beneficia a los
vasallos, por frenar el vicio.

En relación con la forma de recaudación de los impuestos, segunda cuestión abordada por Ward en el ámbito tributario, considera
necesidad ineludible la reducción de los costes de tal tarea y, en consecuencia, propugna la modificación del sistema de recaudación, con la
finalidad de disminuir los costes indirectos de la imposición, es decir la cantidad pagada por el vasallo que no entra en el Erario Real. En
España es grande el desperdicio de sesenta a ochenta mil hombres, que serían muy útiles para labrar la tierra o para las fábricas, y se
emplean en recaudar los impuestos, y más de otros tantos millones de reales que cuesta su manutención, pudiendo simplificarse esta
operación y reducirse a la décima parte de gente y costo.

Pablo de Olavide

Olavide y Jáuregui, Pablo Antonio de. Anastasio Céspedes y Monroy. Lima (Perú), 25.I.1725 – Baeza (Jaén), 25.II.1803. Fundador de las
nuevas colonias de Sierra Morena y Andalucía y autor de informes sobre la reforma agraria y educativa durante el reinado de Carlos III y de
escritos religiosos y novelas moralizantes a final de su vida.

Fue más sobresaliente su labor como asistente de la ciudad de Sevilla. En este cargo emprendió diversas reformas, que van desde una
ordenación urbanística de la ciudad, hasta una nueva política de abastos, pasando por una reglamentación para la limpieza semanal de las
calles. Los tres frentes en los que Olavide trabajó con mayor energía fueron en la ordenación de las diversiones públicas, en la creación de
nuevas poblaciones en las tierras de propios de la ciudad (dehesas de Armajal y Prado del Rey, principalmente) y, sobre todo, en la reforma
educativa.

En 1768 redactó el Plan de estudios para la Universidad de Sevilla, junto a seis informes sobre la formación de un hospicio general, un
seminario clerical, un seminario de educandas, otro de alta educación para niños y un colegio para estudios de Gramática. Al igual que
el Informe sobre la Ley Agraria, el Plan de Estudios es un documento que refleja sus ideas y las de sus amigos.

La obra más conocida, por las numerosas ediciones en castellano y otros idiomas, es el Evangelio en triunfo, o Historia de un Filósofo
desengañado (1797- 1798), escrito en Cheverny. El libro consta de cuatro volúmenes, a destacar el último donde desmenuza de nuevo su
pensamiento socio-económico, que había expuesto y llevado a la práctica entre 1766 y 1776.
José Cadalso

Cadalso y Vázquez, José. Dalmiro, José Vázquez, Juan del Valle. Cádiz, 8.X.1741 – Gibraltar (Cádiz), 26.II.1782. Militar y escritor neoclásico.

Su familia, de origen vizcaíno, gozaba de una buena posición social que provenía de su trabajo en asuntos mercantiles: comercio con
América y algunos países europeos. Habiéndose quedado huérfano de madre a los dos años y debido a las frecuentes ausencias del padre,
su niñez transcurrió bajo la tutela de su familia materna, especialmente de su abuelo y de su tío José Vázquez, jesuita que llegó a ser rector
del colegio que la Compañía de Jesús tenía en Cádiz y, más tarde, provincial de la Congregación en Andalucía.

Hacia 1750 empezó a acompañar a su padre, que había regresado de una estancia prolongada en Indias, en sus viajes de negocios por
Europa. Se supone, ya que no existen datos exactos, que permanecieron fuera de España entre 1753 y 1758 aproximadamente.

Dos o tres de estos años estuvo estudiando en el colegio Luis el Grande, que los jesuitas tenían en París; y también pasó un tiempo sin
concretar en Inglaterra. Tuvo por ello la oportunidad de aprender lenguas modernas (dominaba el inglés y el francés) y de conocer formas
de vida y de cultura diferentes a las españolas. Fue adquiriendo Cadalso desde entonces el carácter cosmopolita que predicaban los
ilustrados.

A su vuelta a España, completó su formación en el Real Seminario de Nobles de Madrid, donde permaneció dos años con otros jóvenes que
formarían la futura elite reformista.

Inició en 1760 un segundo viaje por Europa, realizando nuevos estudios de Derecho y Política. Su padre murió al año siguiente en
Copenhague. Regresó en 1762 y se asentó en Madrid. Aquí empezó su carrera militar ingresando como cadete en el Regimiento de
Caballería de Borbón, en plena campaña de la guerra contra Portugal. Accedió al grado de capitán en 1764 tras servir como agregado al
Estado Mayor del conde de Aranda. En esta época escribió ya algunas de sus obras y tradujo una tragedia de Voltaire, la Zaira, que
tituló Combates de amor y ley (Cádiz, 1765), aunque esta traslación también ha sido atribuida a Juan Francisco del Postigo.

Desarrolló por entonces una intensa actividad social, paralela a su vida militar y literaria. Frecuentaba círculos cultos, asistía a tertulias y se
relacionaba con personajes de la aristocracia. Parece que por alguna de sus críticas a la sociedad madrileña, especialmente a las altas
jerarquías de la Corte y sus amoríos, expresada en el Calendario manual y guía de forasteros en Chipre para 1768, aunque no admitió
públicamente la autoría de este folleto parece que era suyo, fue desterrado a Zaragoza en 1768, donde más tarde se reunió con su
regimiento. Este aislamiento estimuló sus deseos de escribir, en particular obras que tratasen de la soledad, de la adversa fortuna o que
hicieran un análisis crítico de la sociedad.

Retornó a la vida madrileña en 1770. Debió de conocer por estas fechas a la actriz María Ignacia Ibáñez, cómica de gran popularidad en su
tiempo. Ese mismo año concluyó su tragedia Solaya o los circasianos, obra que quiso estrenar en los Reales Sitios pero que no fue
aprobada por los censores, que le negaron la licencia, y no llegó a ser representada ni impresa hasta época reciente. A pesar de todo siguió
con su vocación por el estro trágico en Sancho García, conde de Castilla, publicada en Madrid en 1771 bajo el seudónimo de Juan del
Valle, que fue representada primero en el coliseo privado del palacio del conde de Aranda y después en el madrileño Teatro de la Cruz. En
la puesta en escena de Sancho García participó María Ignacia en el papel de la Condesa. La tempana muerte, en 1771, de su bella amiga,
llenó al poeta de una profunda tristeza de la que dan fe sus composiciones escritas por esas fechas. No podemos aceptar las apócrifas
noticias que distorsionan su biografía con un falso intento de desenterrar su cadáver, sepultado en la iglesia madrileña de San Sebastián,
donde radicaba la Cofradía de Nuestra Señora de la Novena, patrona de los cómicos.

Por este motivo creen algunos biógrafos que fue desterrado a Salamanca, episodio que tampoco está documentado.

En 1772 estaba de nuevo en la Corte. Frecuentaba los ambientes de la alta sociedad y algunas renombradas tertulias literarias, como la que
se celebraba en el palacio de la condesa-duquesa de Benavente, mujer con la que mantuvo una gran amistad, o la de la Fonda de San
Sebastián, donde se relacionó con otros escritores de su tiempo, partidarios de la estética neoclásica (Nicolás Fernández de Moratín, Tomás
de Iriarte, Ignacio López de Ayala, los italianos Conti y Napoli Signorelli...). Por estas fechas compuso Los eruditos a la violeta, que, según
Glendinning, pudo haber acabado antes de la muerte de María Ignacia, aunque la obra no fue impresa hasta 1772, y las Noches
lúgubres, ligada a este luctuoso episodio.

Gozaba ya de una cierta fama literaria cuando en 1773 se incorporó con su regimiento a Salamanca.

En esta ciudad conoció a Juan Meléndez Valdés, estudiante de Leyes, a José Iglesias de la Casa, a Juan Pablo Forner, a fray Diego Tadeo
González..., todos ellos interesados por las letras, que formaron la denominada Escuela Poética Salmantina. En sus reuniones leían poemas
propios y ajenos, y se comentaban asuntos diversos relacionados con la literatura. Cadalso utilizó el nombre poético de Dalmiro y tuvo
sobre estos escritores un gran ascendiente de orden literario y moral.

Tras una corta estancia en Madrid, en octubre de 1774 siguió Cadalso a su regimiento por Extremadura.

En 1777 fue ascendido a comandante de escuadrón, pasando al año siguiente a Andalucía. Parece que se sentía desilusionado de la vida
militar, según se desprende de su correspondencia, y que se iba acentuando en él una visión negativa de la sociedad. Destinado a la Marina
por su propia voluntad, fue designado ayudante de campo del general en jefe de las fuerzas españolas que sitiaban Gibraltar, y en 1782
nombrado coronel. Murió el 26 de febrero de 1782 en este sitio al ser alcanzado por una granada.

En opinión de sus contemporáneos, Cadalso debió de ser una persona muy sociable y de gran atractivo personal, que supo mantener
amistad con gente de ideas y orígenes diversos. Se contaron entre sus amigos Vicente García de la Huerta, Tomás de Iriarte, Nicolás
Fernández de Moratín, Juan Meléndez Valdés y el conde de Aranda. Por parte de los críticos, su figura ha suscitado juicios diversos. Para
algunos fue un autor poco original, que imitó a escritores extranjeros, como Young o Montesquieu. Otros, en particular el profesor R. P.
Sebold, le consideran el iniciador del Romanticismo en España, basándose especialmente en sus Noches lúgubres, ya que consideran como
autobiográfico el episodio del desenterramiento de la amada. Pero lo fundamental de su producción tiene una tonalidad neoclásica, por
más que despiste a algunos críticos con alguna experiencia de tono romántico, que relaciona su compleja producción con sus lecturas
europeas.

Como poeta, Cadalso fue muy admirado e imitado por los jóvenes del setecientos, ya que su lírica estaba en consonancia con la nueva
estética rococó y neoclásica. Ocios de mi juventud es una colección de cincuenta y cuatro poemas que editó en 1773 con el nombre de José
Vázquez, su segundo apellido. Recoge composiciones de distintos momentos de su vida, sobre todo de su estancia en Aragón, entre los
años 1768 y 1770, y de su vuelta a Madrid. Entre estos últimos se encuentran los que se refieren a su amada Filis, nombre poético dado a
la actriz María Ignacia Ibáñez. Pertenecen a los géneros poéticos que estaban en boga: amorosos, que cantan los amores y desdenes
relacionados con Filis; pastoriles, tanto de tipo convencional como los que exaltan el paisaje aragonés; anacreónticos, de los que fue
iniciador, alabando los placeres sencillos; satíricos y burlescos, a la manera de Quevedo y Góngora; morales, de procedencia horaciana,
destacando el ideal de retiro... Imita a los clásicos (Horacio, Ovidio...) y a los poetas españoles de los Siglos de Oro (Garcilaso, Villegas,
Quevedo...).

Predominan las anacreónticas y los poemas pastoriles.

En todos ellos parte de los sucesos personales y reflexiona sobre la vida y la adversidad de una manera filosófica. Tuvo una excelente
acogida y esta colección fue reeditada en 1781, 1782 y 1786. Desde la fecha de publicación de la obra anterior hasta su muerte en 1782
seguirá escribiendo poesías que se editarán póstumamente en los años posteriores. Tiende ahora hacia los temas más graves y solemnes, y
utiliza versos más largos. Realizó también algunas traducciones de autores latinos (Virgilio, Horacio, Ovidio, Marcial, Catulo, Tibulo,
Propercio).

La valoración de Cadalso como prosista ha sido superior a la de su obra poética o dramática. La primera obra en prosa que escribió fue la
sátira titulada Calendario manual y guía de forasteros en Chipre (1768).

Es una parodia del calendario oficial que anualmente se publicaba en Madrid, en el que se hacían constar las principales fechas cortesanas,
los días de los santos y los cultos de la Iglesia, la lista de caballeros pertenecientes a las distintas órdenes militares con su fecha de entrada,
los nombres y señas de ministros, tribunales y otras entidades, así como el estado militar del Ejército y la Marina. La burla de Cadalso
consiste en presentar el año erótico con las fechas de bailes de máscaras, los nombres de gente de las altas jerarquías con sus amantes
correspondientes, objetos relacionados con las relaciones amorosas... Parece que esta obra fue la que provocó el destierro del escritor.

Escrita también con propósito satírico, editó en 1772 Los eruditos a la violeta, contra los que aparentan una falsa erudición. Componen la
obra siete lecciones, una para cada día de la semana, que un profesor imparte a sus discípulos. El catedrático, narrador en la mayor parte
de la composición, les enseña las nociones indispensables para lucirse en la sociedad sin estudiar nada en serio: tópicos que hay que
repetir, escritores que hay que ponderar, conocimientos que hay que fingir, habilidades que se deben manifestar...

Fue la obra más famosa de las publicadas en vida de Cadalso con reediciones en 1781, 1782, 1786 y 1790. Por eso, el mismo año
publicó Suplemento al papel intitulado los eruditos a la violeta, en la que comentaba traducciones de muchos fragmentos de poesías
citados en la segunda lección y se incluían seis cartas de discípulos sobre los temas de las demás lecciones. En 1790, muerto ya el autor, se
editó en Sevilla El buen militar a la violeta, folleto en el que aumentaba el tono satírico para ridiculizar a la sociedad a través de la
inmoralidad de los oficiales y del gusto por las modas extranjerizantes. Estos tres textos tienen hoy un valor histórico que reflejan el estado
de las costumbres de su tiempo, vistas desde una perspectiva crítica. También se cebaron las censuras en Cadalso, pues hubo quien acusó
de ser él mismo un erudito a la violeta, superficial, que había caído en los defectos que criticaba.

Con todo, la obra cumbre de Cadalso es Cartas Marruecas, escrita probablemente entre 1768 y 1774, y publicada póstuma por su amigo y
albacea Juan Meléndez Valdés, por entregas en el Correo de Madrid (febrero de 1788-julio de 1789), ya que la censura no autorizó su
publicación. La primera edición en volumen independiente es de 1793, reeditada en Barcelona en 1796. Forman un completo análisis
crítico, social y moral de la vida y costumbres españolas de su tiempo, hecho con notable gracia e ironía. Se inscriben en la línea de
literatura epistolar, de moda en Europa en el siglo xviii, combinada con la tradición de los libros de viajes. Montesquieu, con sus Lettres
Persannes (Cartas Persas), proporcionó un modelo que siguieron diversos autores. Es una colección de noventa cartas escritas por tres
personajes ficticios, que favorece el contraste y el perspectivismo: el marroquí Gazel, joven que se ha quedado en España después de la
vuelta a Marruecos del embajador en cuyo séquito viajaba; su antiguo maestro Ben-Beley, filósofo anciano que vive retirado en su país de
origen; y Nuño Núñez, su amigo español. Sin ajustarse a ningún orden cronológico ni temático, las Cartas tratan asuntos muy diversos,
aunque subordinados a una intencionalidad: dar una visión crítica de la realidad española de su tiempo. Los motivos son heterogéneos: la
escasez de población, la enseñanza universitaria, el abandono de la policía de las ciudades, el atraso de las ciencias, la inutilidad de la clase
noble, el abandono de la agricultura, la corrupción administrativa y la ambición de los políticos, entre otros. Estos asuntos variados se
relacionan, por una parte, con la historia de España (costumbres, educación, lengua, valores del país) y, por otra, con cuestiones
económicas y filosóficas de carácter universal (el lujo, la vida retirada, la fama póstuma). El punto de vista del viajero, distanciado de esta
sociedad, descubre perspectivas nuevas con un sentido crítico.

Las Noches lúgubres se publicaron, también póstumas, en el Correo de Madrid entre diciembre de 1789 y enero de 1790. La primera
edición completa fue de Barcelona en 1798. En esta obra el autor hacía gala de una nueva sensibilidad que se empezaba a manifestar por
entonces, sobre todo en algunos países europeos próximos al movimiento romántico: el gusto por exhibir los sentimientos personales de
dolor, melancolía o angustia. La obra pertenece al género sepulcral, de moda en Europa a mediados del siglo xviii y muestra el interés por
lo macabro, la necrofilia, lo cadavérico, la escenografía de tormentas, luces y sombras. Cadalso las escribió a imitación del inglés Young. En
tres episodios, referidos a tres noches, se nos cuenta cómo el joven Tediato intenta desenterrar, en la cripta de una iglesia, el cadáver de su
amada, ayudado por el sepulturero Lorenzo. La acción se complica con un crimen ajeno al protagonista que le lleva a la cárcel y le impide
culminar su tarea. Están escritas a modo de diálogo, aunque son más bien monólogos declamados.

Tanto en el estilo como en las situaciones argumentales se refleja la preocupación filosófica del autor por la injusticia y por las adversidades
de la vida. Los temas macabros y nocturnos agradaron sobremanera a los románticos que editaron en numerosas ocasiones las Noches
lúgubres (1802, 1804, 1815, 1817, 1818, 1819, 1823, 1827, 1828, 1829, 1842...).

Después de la muerte de Cadalso se publicaron a su nombre varias sátiras en prosa, en la prensa o se fueron incluyendo después en
distintas colecciones de sus obras. No está muy clara su autoría de Óptica del cortejo. Espejo claro en que con demostraciones prácticas del
entendimiento se manifiesta lo insustancial de semejante empleo. Ocios políticos, que trata de las relaciones entre los sexos y las malas
consecuencias de las amistades íntimas que se llaman cortejos. Sí que parece que salieron de su pluma las tituladas: Anales de cinco días,
en los que se vio y escribió lo que pasa en el siglo ilustrado, y una Guía de hijos de vecinos y forasteros, aparecidas póstumas en el
periódico Semanario Erudito (17, 1789). Completa la obra en prosa de Cadalso una autobiografía, incompleta, titulada Memoria de los
acontecimientos más particulares de mi vida, con tres “continuaciones”. Escribió numerosas cartas personales dirigidas a los poetas de
Salamanca y a otros personajes (literatos, militares, aristócratas) relevantes de su tiempo, que eran muy solicitadas y leídas de manera
manuscrita.

El teatro ocupa un lugar secundario dentro de la producción literaria de Cadalso, aunque fue posiblemente el género que cultivó primero.
Durante su vida no obtuvo gran éxito, y con el paso del tiempo tampoco se ha revalorizado. Escribió tres tragedias, una de ellas perdida,
con la intención de colaborar en el proyecto reformista del conde de Aranda de aclimatar este género a nuestros usos dramáticos. Cadalso
trata en estas obras de los amores entre personas de distintos países y culturas, así como de la lucha entre las ambiciones personales y los
deberes para con la familia, la sociedad o la patria. Siguen la preceptiva neoclásica. Solaya o los circasianos fue escrita hacia 1770 y
permaneció inédita hasta 1982. En su tiempo no se representó ni fue editada, ya que no superó los trámites de la censura. Dramatiza un
enfrentamiento entre el sentimiento amoroso y las convenciones sociales, con un desenlace cruel. Don Sancho García, conde de
Castilla, de 1771, está escrita en endecasílabos pareados y dividida en cinco actos. Ambientada en la época medieval, presenta un antiguo
tema legendario: la condesa de Castilla, Ava, madre del conde Sancho García, intenta envenenar a su hijo por complacer a su amante
Almanzor, que aspiraba a ocupar el trono castellano. Hay poca tensión dramática y un desenlace esperado. Fue reeditada en Madrid en
1784 y 1785. Tenemos referencias de que escribió otra tragedia en cinco actos, perdida, titulada La numantina, leída en la tertulia de la
Fonda de San Sebastián.

Siguiendo la estela de Garcilaso, Cadalso fue militar y literato que abarca un amplio espacio creativo como poeta, dramaturgo y prosista
que abrió el camino a la nueva literatura y reflejó en ella su espíritu reformista.

Doña María Isidra Guzmán y Lacerda,

Guzmán y de la Cerda, María Isidra de. La Doctora de Alcalá. Marquesa de Guadalcázar (XIII) y de Hinojares. Madrid, 31.X.1767 – Córdoba,
5.III.1803. Primera mujer doctora, académica honoraria de la Lengua, catedrática honoraria de Alcalá de Henares.

Nacida en el seno de una de las grandes casas aristocráticas, entre su padre, Diego de Guzmán y Fernández de Córdoba, marqués de
Montealegre, conde de Oñate, y su madre, María Isidra de la Cerda y Guzmán, duquesa de Nájera y condesa de Paredes de Nava, reunían
dieciséis títulos nobiliarios, seis de ellos con Grandeza de España. Emparentados con la nobleza española y también con la europea de los
Colonna, Spinola, Gonzaga y Ligne, podían contarse en su genealogía doce generaciones seguidas en las que al menos un miembro hubiera
obtenido el Toisón de Oro. Los dos tenían cargos palatinos —él, mayordomo mayor del Rey; ella, dama de la Reina y más tarde, ya con
Carlos IV, camarera mayor de la Reina—, gozando de una estrecha relación con el rey Carlos III, quien le había concedido a él el Toisón en
1780. Además de un importante patrimonio, poseían una significativa colección de obras de arte, heredada de su antepasado el VIII conde
de Oñate, que había sido embajador en Roma y virrey de Nápoles —parte se encuentra hoy en el Museo Cerralbo y en el Instituto Valencia
de Don Juan—, y una biblioteca, parte de cuya colección de manuscritos está hoy en la Real Academia de la Historia. El palacio familiar de
la calle Mayor de Madrid —hoy desaparecido— era célebre no sólo por su tamaño y por sus obras de arte, sino porque a su “balcón
principal solían asistir las personas reales en ocasiones solemnes, y desde él presenció Carlos II y su madre la entrada de su primera
esposa”, escribe Mesonero Romanos. En el palacio tenían lugar tertulias, a las que acudían notables de la Corte y de las Letras.

María Isidra enseguida destacó por sus precoces cualidades intelectuales, su facilidad para los idiomas clásicos y modernos, su “memoria
prodigiosa [...] y [...] un raro ingenio y poderoso entendimiento”, en palabras de Ezquerra del Bayo. Su fama se extendió tanto que el
director de la Real Academia de la Lengua, marqués de Santa Cruz, propuso, al parecer a instancias del propio Carlos III, su admisión en ella.

Así, en el acta de admisión en 1784 se puede leer: “La Academia, informada de los extraordinarios progresos y adelantamientos de esta
Señora en la eloqüencia y en las lenguas y particularmente en la castellana, sin embargo, de no haber habido hasta ahora exemplar
semejante, en atención a las expresadas circunstancias y al mérito personal que de ellas resulta a dicha Señora, acordó admitirla y
efectivamente la admitió con uniformidad de votos por Académica Honoraria”. Era la primera mujer académica, con sólo diecisiete años; y
su condición de honoraria podría haber sido, como en otros casos, la antesala del sillón en propiedad. A su toma de posesión en diciembre
de 1784 asistió el académico Jovellanos.

Tres meses después se propuso lograr el doctorado en Alcalá de Henares, pero la Universidad prohibía entonces el acceso a las mujeres. Su
padre, que siempre la apoyó, dirigió una solicitud al conde de Floridablanca, quien sólo tardó cinco días en notificar a la Universidad que “el
Rey en atención a las distinguidas circunstancias [...] y enterado S.M. de las sobresalientes qualidades personales de que está dotada,
permite, y dispensa en caso necesario, que se confieran a esta Señora por esa Universidad los grados de Filosofía y Letras Humanas,
precediendo los exercicios correspondientes”. La rapidez en resolver un expediente inusual demuestra que el Rey había tomado
previamente la decisión. La Universidad de Alcalá —particularmente querida por la familia de Isidra, porque su padre, como duque de
Nájera, era allí patrono del Colegio de Caballeros Manriques— atravesaba un período de decadencia: en 1784 el Ayuntamiento se había
dirigido al Rey pidiendo protección para la Universidad que, por padecer descenso en el número de estudiantes, estaba afectando a la vida
de la ciudad. Científicamente, se resistía a adoptar las nuevas corrientes empiristas, tratando de preservar el escolasticismo. Carlos III pudo
pensar no sólo en Isidra sino también en estimular a la Universidad.

El examen de grado se celebró el 5 de junio de 1785. Saliendo del palacio arzobispal, iba acompañada María Isidra por el rector y el
cancelario en una carroza de cristales, precedida de soldados a caballo, y rodeada de timbales y clarines de la casa de Oñate, hacia la iglesia
del colegio de jesuitas, convertido en salón de actos después de la expulsión de la Orden.

Se conserva el texto, en latín —“Litterarium Specimen [...]”— que contiene las preguntas del examen, abarcando los apartados siguientes:
griego, latín, francés, italiano, español, retórica, mitología, geometría, geografía, filosofía en general, lógica, ontosofía, teosofía, psicología,
física en general, física en particular, tratado sobre los animales, tratado sobre los vegetales, sistemas del orbe, esfera armilar y ética.
Sorprende el apartado sobre sistemas del orbe, en el que se afirma que “el de Copérnico [...] se ajusta a las leyes físicas y astronómicas,
pero no a la Sagrada Escritura, que enseña que el Sol se mueve y que la Tierra permanece inmóvil; por ello, no se puede mantener como
tesis; pero sí como hipótesis, y se aplica para explicar útilmente los fenómenos de la Naturaleza [...] Los sistemas de Kepler y de Newton,
aparte del movimiento de la tierra, generan muchas dificultades [...]”. Es toda una demostración de la comentada tensión entre escolástica
y empirismo. Isidra desarrolló el examen, que era oral, con “prontitud, claridad y fondo de doctrina, dando las más claras pruebas de su
extensa instrucción, perspicacia de ingenio y memoria singular”, expresándose en todos los idiomas de la prueba. Al terminar, habiendo
sido aprobada por unanimidad del Tribunal, los asistentes, profesores, alumnos e invitados, que abarrotaban la sala, prorrumpieron en
“vítores, vivas y aclamaciones del mayor júbilo, de modo que no dejaban oír la orquesta de música que tocaba [...]” según se recoge en la
narración que redactó el secretario del claustro.

La concesión del grado en Filosofía y Letras Humanas tuvo lugar al día siguiente. La comitiva era ahora más numerosa, pues se habían
sumado casi doscientos profesores y doctores. Isidra iba “en silla de manos, rodeada de criados mayores y de librea, todos de gala [...]”.
Después de llegar al salón de actos y de “oído un breve rato la orquesta”, llegó el momento de los juramentos y de la imposición del bonete
de doctora. Inmediatamente después, subió la “Doctora de Alcalá” a la cátedra y el cancelario le preguntó en latín sobre “si la mujer
virtuosa y docta podía enseñar en las universidades las ciencias profanas y sagradas”.

Tras la correspondiente disertación, Isidra, que aún tenía diecisiete años, fue nombrada catedrática honoraria de Filosofía Moderna,
consiliaria perpetua de la Universidad y además examinadora de cursantes filósofos. De nuevo, las aclamaciones no dejaron oír la orquesta.
Se le hizo entrega del título original en vitela, de una medalla conmemorativa y de un retrato por Joaquín Inza (que por sucesiones pasaría
a ser propiedad del conde de Luque, cuarto nieto de la doctora). Este retrato es réplica autógrafa del que se conserva en la Universidad
Complutense de Madrid (siendo una copia moderna el de la Universidad de Alcalá de Henares). Repicaron las campanas y, para terminar,
un gran convite ofrecido por la doctora.

Para Modesto Lafuente, la Universidad honró, a indicación de Carlos III, “el privilegiado talento y la extraordinaria instrucción de una dama
ilustre, de público y reconocido mérito literario”.

A los pocos días ingresaba en la Real Sociedad Vascongada de Amigos del País, convirtiéndose en la primera mujer que pertenecía a una
Real  Sociedad, y  en  enero  de 1786 lo hacía como socia de mérito “por su amor a las letras” en la Sociedad Económica Matritense —de la
que era miembro destacado Jovellanos, nombrado su director en 1784—, ingresos a los que quizá no fuera ajeno el hecho de que en
aquellos momentos quería Carlos III que esas corporaciones tuvieran más actividad. Era la primera mujer en ingresar en la Matritense, en la
que fue admitida por aclamación: “Todos los votos se reúnen en su favor”, dijo Jovellanos. Según Modesto Lafuente, el duque de Osuna, su
director en 1786, indicó “que sería del agrado del Rey y muy conforme al espíritu de la corporación que la doctora de Alcalá perteneciese a
ella para que sirviese de estímulo a otras personas de su sexo”. Pronunció su discurso de entrada el 25 de febrero de 1786, acompañada
por su padre, el marqués de Montealegre, quien también había ingresado en la Matritense, una semana después de que lo hiciera su hija.
A la salida, Isidra fue acompañada por Jovellanos “a tomar el coche”. Unos meses después ingresaría la famosa duquesa de Benavente y de
Osuna, quien al crearse en 1787, por decisión del Rey, la Junta de Damas de la Matritense, sería su primera presidenta.

Isidra, miembro de esta Junta, presentaría ese mismo año un informe sobre la Escuela de encajes. Tras el ingreso excepcional de estas dos
asociadas, Jovellanos sostuvo en una Memoria leída en la Matritense, en septiembre de 1786, “que las señoras deben ser admitidas con las
mismas formalidades y derechos que los demás individuos”. El conde de Floridablanca, continúa Modesto Lafuente, envió además a la
Matritense una comunicación expresando que ese era también el deseo del Rey. Isidra fue asimismo nombrada socia libre honoraria de la
Academia Imperial de las Artes de San Petersburgo.

Contrajo matrimonio el 9 de septiembre de 1789 —las capitulaciones matrimoniales se habían firmado en 1781— en la iglesia de San Ginés
de Madrid, oficiado por el arzobispo de Toledo, con Rafael Alfonso de Sousa de Portugal y Alfonso de Sousa, nacido en Madrid en 1771,
marqués de Guadalcázar y de Hinojares, Grande de España, hijo e inmediato sucesor de Francisca de Borja Alfonso de Sousa de Portugal y
Alfonso de Sousa —marquesa de Mejorada del Campo y de la Breña, condesa de Arenales y de la Fuente del Saúco— y de Pedro Alfonso de
Sousa de Portugal y Fernández del Campo —hermano del padre de Francisca—, ya difunto, plenipotenciario que fue en Dinamarca y
Suecia. Esta familia, descendiente del I marqués de Mejorada del Campo, secretario del Despacho Universal de Carlos II y del II marqués,
que tendría el mismo cargo con Felipe V, mantenía buenas relaciones con la Corona: habían vendido a Fernando VI en 1751, para que
pudiera ampliar sus dominios de caza, el coto y castillo de Viñuelas y habían recibido la grandeza de España con Carlos III, en 1780. Su
palacio familiar en Madrid (San Bernardo, n.º 62), donde viviría ocasionalmente la doctora, pertenece hoy al Ministerio de Justicia.
Como en Córdoba radicaba gran parte de los bienes del mayorazgo de Guadalcázar, el nuevo matrimonio fijó allí su residencia y allí
nacieron sus cuatro hijos: Rafael (1791-1812), que sucedió en los marquesados de Guadalcázar y de Hinojares al fallecer su padre en 1810,
y murió joven sin descendencia; María Magdalena (1793-1840), que aunque casó con el militar Gabriel Squella y Martorell, tampoco tuvo
descendencia; Luisa Rafaela (1795-1852, confirmada en el bautismo el año 1798 en el Real Oratorio de San Lorenzo de El Escorial, siendo
sus padrinos los Reyes, por lo que se añadió “Carlota” a su nombre), que casó en Córdoba en 1816 en la capilla del palacio de Guadalcázar
con Santiago Wall y Manrique de Lara, conde de Armíldez de Toledo, después teniente general y virrey de Navarra, por cuyos
descendientes continuaría finalmente (al carecer todos sus hermanos de descendencia) la línea y la sucesión de los títulos, progenitores
también de los condes del Campo de Alange; y, por último, Isidro (1797-1870), que fue marqués de Guadalcázar (en sucesión de su
hermano Rafael, fallecido en 1812), sucedió en los demás títulos y mayorazgos a su abuela Francisca Alfonso de Sousa (fallecida en 1820) y,
aunque casó con María Josefa Núñez de Prado y Virués de Segovia, tampoco tuvo sucesión. Se conserva, en colección particular, un retrato
de La Doctora con su primer hijo en brazos (Rafael), de autor desconocido, realizado en Córdoba en 1792. También, un retrato de su hija
María Luisa Rafaela Carlota, en óleo sobre lienzo.

Dama de la Reina, María Isidra ingresó en 1794 en la Real Orden de Damas Nobles de la Reina María Luisa (es seguro que ella es la
“marquesa de Guadalcázar e Ynojares” que aparece en la lista de damas, y no su suegra Francisca Alfonso de Sousa de Portugal, como cree
Ceballos-Escalera, pues ella era la poseedora, como consorte, de esos títulos en 1794, y diversos documentos, como sus testamentos o las
partidas de bautismo de sus hijos corroboran su pertenencia a esa Orden). Su marido, gentilhombre de Cámara de Su Majestad con
ejercicio, recibiría la Gran Cruz de Carlos III en 1799.

Había casado nueve meses después de la muerte de su gran protector, Carlos III, y apenas dos meses desde la toma de la Bastilla. De
manera casi repentina cambió el clima político en España: la “ilustración” se convirtió en un grave riesgo; aún mayor al consumarse el
regicidio en Francia. Aquellos que habían ayudado a Isidra pasaban momentos difíciles: Jovellanos fue apartado de la Corte en 1790 y
Floridablanca, aunque hostil a la Revolución, fue destituido en 1792 y apresado en Pamplona. Por ello, tanto su partida a Córdoba, como el
haberse casado con un hombre más joven que ella y menos culto, como las nuevas circunstancias políticas, explican que se concentrara en
la vida familiar y en la maternidad, dejando sus afanes intelectuales para momentos más propicios.

Además, desapareció el interés político en fomentar el incipiente prototipo de mujer-aristócrata-intelectual, que tampoco habría sido muy
intenso, pues como recoge Vázquez Madruga, la ilustración racionalista no reivindicó en general la razón femenina.

Con ocasión de la coronación de Carlos IV, la Universidad de Alcalá de Henares invitó en septiembre de 1789 a María Isidra, entonces
recién casada, a que formara parte como “principal diputada”, en representación del Claustro, de la comisión que se pretendía crear para
felicitar al nuevo Rey. Isidra agradece el reconocimiento, pero declina la invitación, a pesar de encontrarse todavía en Madrid: “como mis
circunstancias han variado enteramente, no me permiten las presentes admitir la comisión”. En todo caso, no se conoce ninguna
producción literaria o intelectual de la doctora durante estos años o, de haber existido, no se ha conservado ninguna traza localizada. “Su
vida se deslizó silenciosa, lejos de la Corte”, escribe Zamora Vicente. Premurió a sus padres y su muerte prematura, con sólo treinta y cinco
años, malogró su futuro. Su entierro en la iglesia cordobesa de Santa Marina de Aguas Santas fue, en abierto contraste con su doctorado,
secreto y de madrugada, sin pompa alguna, con el funeral “menos costoso que haya”, como había ordenado en su testamento. En
conmemoración del doscientos aniversarios de su fallecimiento, se erigió en Guadalcázar (Córdoba) el año 2003 un monumento en su
honor.

En su memoria, llevan su nombre la calle “Doctora de Alcalá”, en Alcalá de Henares, y la calle “María de Guzmán”, en Madrid.

La Condesa de Benavente,

María Josefa Alonso Pimentel y Borja, 1752 – 1834. Noble ilustrada.

María Josefa de la Soledad Alonso Pimentel, Téllez Girón, Borja y Centelles, Diego-López de Zúñiga, Ponce de León, condesa-duquesa de
Benavente, condesa de Mayorga, duquesa de Béjar, de Arcos, de Gandía, de Mandas y Villanueva, de Plasencia, marquesa de Lombay, de
Jabalquinto, princesa de Anglona, de Esquilache, y otros títulos, además de duquesa de Osuna por matrimonio, fue la única heredera de
uno de los linajes más importantes de España. En ella se concentra la herencia de su padre, Francisco de Borja Alonso Pimentel y Vigil de
Quiñones, fallecido en 1763, conde-duque de Benavente, con títulos y mayorazgos que se remontan a la época de Enrique III, Juan II y los
Reyes Católicos, junto con la herencia materna de María Francisca Téllez Girón, quien vivió hasta 1797, dama en Palacio desde 1757 con las
sucesivas reinas Bárbara de Braganza, María Amalia de Sajonia y María Luisa de Parma. María Josefa, por tanto, vivió y sobrevivió a los
reinados de Fernando VI, Carlos III, Carlos IV y Fernando VII, siendo figura principal en el mundo social e intelectual en los tres reinados en
los que se desenvolvió en su juventud y madurez.

Superviviente única entre cinco hermanos, en una época en que la mortalidad infantil era todavía devastadora, su cuna, su educación y su
inteligencia la convirtieron en una de las mujeres protagonistas de la lenta conquista de un espacio público social en un mundo masculino,
a través de los salones y tertulias en los que se desarrolló una nueva sociabilidad que facilitó la relación entre personas de distinta
condición; reuniones en las que se cultivaban el arte, la música, la literatura, la curiosidad científica, y entre cuyos integrantes se ejercía por
parte de una cierta nobleza ilustrada una importante labor de mecenazgo.

La condesa-duquesa de Benavente reunió todo para irradiar luz propia en ese mundo brillante: nobleza, gracia física, cultura, inteligencia,
conocimiento perfecto de varias lenguas, encanto y fidelidad a sus amigos, generosidad como anfitriona, una curiosidad y una viveza que le
acompañaron hasta la víspera de su muerte, a los ochenta y tres años, cuando recibió encantada el telescopio que había pedido a sus fieles
amigos-editores y proveedores de París. Nada le fue ajeno en su larga vida: política, ciencia, arte, literatura. Jamás se la encuentra inactiva
o despreocupada. Forma parte de un quinteto decisivo en una serie de acciones ilustradas de contenido social, a través de la Junta de
Damas, de la que fue su primera presidenta; con las condesas de Montijo, de Trullás y las marquesas de Sonora y de Fuerte-Híjar, más otras
muchas colaboradoras, contribuyeron todas a transformar las maneras y el alcance de la caridad tradicional y resultaron sin proponérselo
pioneras en muchas cosas de una distinta relación de las mujeres con la contemporaneidad.

La condesa de Benavente gobernó sus estados y señoríos junto con el duque, su marido, crió y educó directamente a sus cinco hijos,
después de pasar por la amargura de la pérdida de varios otros, y se preocupó de sus matrimonios, tal como era costumbre en la época. Su
primogénito, Francisco de Borja, entroncó con la Casa del Infantado, mientras que su hija Joaquina fue la bellísima marquesa de Santa Cruz,
retratada por Goya según el gusto neoclásico; su segundo hijo varón, Pedro Alcántara, príncipe de Anglona, casado con la hija del marqués
de Motilla, fue director del Museo del Prado, miembro y director de la Academia de Bellas Artes y correspondiente de la Academia de la
Historia; Josefa Manuela, la mayor de todos los hijos, marquesa de Camarasa por matrimonio, y María Manuela, la pequeña, duquesa de
Abrantes al casarse con el duque de tal título, completaron una familia que siempre se movió en un ambiente intelectual rico y abierto. Así
se comprende que el primogénito, Francisco de Borja, ya joven duque de Osuna en 1812, proclamase desde Cádiz —donde la familia
estaba refugiada después de escapar de Madrid y de Sevilla ante el avance de las tropas francesas—, que acataba por completo las
decisiones de las Cortes Constituyentes, en “lucha contra la tiranía” e “instrumento para nuestra felicidad futura, la Constitución”, y
aceptaba, como “nacido antes Ciudadano que Grande”, los decretos en contra de los señoríos y jurisdicciones nobles, por “convenir así al
bien general”. Y, asimismo, instó a la obediencia y respeto al “Soberano Congreso” y a la Constitución recién aprobada. (Archivo Histórico
Nacional, Archivo de Osuna, leg. 512.) O que el otro hijo, el príncipe de Anglona, que en algún momento había preocupado a su madre por
sus seductoras alegrías juveniles, fuera condenado posteriormente al exilio por Fernando VII por sus ideas liberales y no pudiera regresar a
España y recuperar sus bienes confiscados hasta 1831, llegando más tarde, como se ha dicho, a director del Prado y académico de prestigio
en los años cuarenta del siglo xix.

La condesa-duquesa de Benavente había iniciado su recorrido familiar propio al casarse, en 1771, con su primo Pedro Alcántara Téllez
Girón, hijo segundo de los Osuna. Los novios no llegaban en ese momento a los veinte años de edad, se conocían desde niños y
presionaron para el enlace cuando las dos grandes familias dudaban del matrimonio ya acordado al producirse el fallecimiento del
hermano mayor de don Pedro y recaer inesperadamente el gran linaje de los Osuna sobre el segundón. Son dos estirpes con el orgullo de
casta de unos linajes poderosos y ancestrales y el de los Pimentel, heredado y transmitido ahora por vía femenina, puede quedar
demasiado oscurecido por el de los Osuna. Se sabe que no fue así y que la personalidad de la condesa-duquesa de Benavente mantuvo su
propio y principal título, y así fue conocida, además del de duquesa de Osuna. En 1775 nació un primer hijo, que apenas sobrevivió un año;
un segundo hijo murió a los pocos meses de su nacimiento; el tercero, una niña, falleció a los dos años y un cuarto niño, nacido en 1778,
murió con cuatro años. Esta mortalidad pavorosa tiñó de sombra esa primera década de los jóvenes esposos. Por fin, el nacimiento, en
1783, de Josefa Manuela, coincidiendo con una estancia en Barcelona, rompió esa cadena de fallecimientos. En 1785 nació Joaquina; en
1786 el esperado varón y heredero, Francisco de Borja; en 1787, el segundo varón, Pedro de Alcántara y, finalmente, en 1794, Manuela
Isidra. La condesa-duquesa se ocupó muy directamente de la higiene y educación de sus hijos, eligiendo cuidadosamente nodrizas y
preceptores (Diego de Clemencín fue, quizá, el más conocido), inmersa en la atmósfera ilustrada del siglo que, desde Locke hasta Rousseau,
había empezado ya a considerar a los niños como individualidades insustituibles con un mundo propio, y no simplemente como unos
adultos en pequeño más o menos indiferenciados, actitud explicable emocionalmente por la alta mortalidad infantil. Del
nuevo sentimiento de la infancia que es explícito en las clases educadas del siglo xviii, la condesa-duquesa es, sin duda, representativa.

Las mejoras higiénicas y materiales, la repercusión de estas mejoras en la demografía, la profunda transformación de creencias,
mentalidades y actitudes que había experimentado la propia institución familiar y muy especialmente las mujeres en su función de esposas
y madres, todo ello explica en parte una mutación que se ha ido originando desde la segunda mitad del siglo xvii y se prolongó hasta
avanzado el xix en toda Europa, con diferencias internas según regiones y grupos sociales, pero que confluye en una nueva actitud hacia la
infancia que, con altibajos y retrocesos, se mantuvo hasta nuestros días y de la que son herederos los siglos xx y xxi.

Por su parte, Pedro de Alcántara, duque de Osuna, desempeñó sus obligaciones militares y funciones cortesanas como uno de los Grandes
de España que fue. Participó en embajadas especiales como la que le llevó a Italia, en el grupo de brillantes acompañantes del duque de
Arcos, a representar al rey Carlos III en el bautismo de una nieta del rey nacida en Nápoles; combatió en las campañas que intentaron
recuperar Gibraltar, en manos de los ingleses desde 1704, y fue con su regimiento a la conquista de Menorca, en donde triunfaron las
tropas españolas, expulsando a los ingleses de la isla de la que se habían apoderado también a principios de siglo. La conquista de
Menorca, en la que el duque fue distinguido por su coraje, marcó una nueva etapa en la vida de María Josefa Alonso Pimentel. Ella había
permanecido todo el tiempo en Madrid, entre embarazos e hijos malogrados, hasta que murió el único que les quedaba en aquel
momento, Perico Ramón, ya con cuatro años en 1782. Atendió entonces el requerimiento de su marido, que le instó para reunirse con él
en Mahón y la duquesa emprendió por vez primera ese viaje a la isla, pasando por Barcelona. De su viaje y su estancia en Mahón se
conservan sabrosas cartas que envió a su administrador y amigos. La de Benavente no fue sólo una ávida lectora, sino también una buena
escribidora epistolar que reflejó en su copiosa correspondencia a lo largo del tiempo su gran personalidad, su gracia y viveza, su sentido del
humor y su penetrante capacidad de comprensión de situaciones y personas.

Su estancia en la isla hasta fines de 1782 no fue para ella muy cómoda: había perdido a todos sus hijos y sufrió allí otro de sus abortos, sin
los cuidados y comodidades a los que estaba acostumbrada, atosigada por los pleitos en ese momento con la Casa de Arcos por motivos de
sucesión (litigios muy comunes entre la nobleza de la época), que acabó ganando en 1784, así como por la sucesión de los bienes de Béjar,
que también ganó más tarde. Se resarció a su vuelta por Barcelona, donde se encontraba en enero de 1783 y en la que recuperó su ritmo
de vida, sus tertulias y sus fiestas y relaciones sociales y en donde tuvo la alegría de ver nacer, como se ha dicho, a Josefa Manuela,
rompiendo el maleficio de las muertes infantiles.

Volvió a Madrid después de un año, repuesta totalmente y será una de las principales protagonistas de al menos dos décadas, hasta la
invasión de los franceses en 1808, de la sociedad cortesana e ilustrada española.
Desde el principio, el salón de la condesa-duquesa se convirtió en el más importante de Madrid. Primero en su palacio de la Cuesta de la
Vega (no muy lejos, en la calle de Don Pedro, todavía se conserva el de los duques del Infantado, y en la misma zona, en la calle Duque de
Alba, se encontraba el palacio de esta gran Casa, todos ellos cercanos al Palacio Real), y, cuando construyó el nuevo palacio de El Capricho,
en la Alameda de Osuna, a principios de los años ochenta, las tertulias, fiestas y reuniones de los Osuna se convierten en el eje obligado de
la gran vida social y cultural de la época.

Por el salón de la condesa-duquesa de Benavente pasó todo el mundo notable del momento: Moratín, Ramón de la Cruz —a quien llegó a
subvencionar la duquesa con seis reales diarios—, Humboldt cuando pasó por España, Agustín de Betencourt, Martínez de la Rosa ya en
Cádiz (cuando, en medio de la guerra y del bombardeo francés, prosiguieron las tertulias y la animación de los salones), Washington Irving,
el general Castaños, Mariano Urquijo, diplomáticos extranjeros (algo no muy frecuente, pues se les cerraban la mayoría de las puertas por
considerarlos poco menos que “espías”), artistas, músicos (fueron célebres las veladas musicales y la biblioteca musical de los duques),
cómicos, bailarinas, escritores y poetas. Y allí se comenta todo tipo de noticias y de chismes sociales, las canciones y tonadillas de moda, las
actrices y toreros de fama, pero también los libros llegados de Francia, los avatares de la política nacional e internacional, las obras de
teatro y los gustos artísticos, los avances científicos en física y ciencias naturales. También asistía a estas tertulias el “cortejo” de la
condesa, Manuel de la Peña, marqués de la Bondad Real. Una costumbre importada de Francia que suponía tener siempre cerca una
especie de amigo y consejero para las mil y una pequeñas cosas cotidianas, que, según Domínguez Ortiz, no llegaban, en España al menos,
a ser amantes, sino que debía parecerse, según el gran historiador, en algo parecido, en la mayoría de los casos, a las “devociones de
monjas” del siglo anterior, proporcionando a las damas una compañía amable y una cierta libertad a las mujeres casadas. El salón de la
condesa-duquesa de Benavente sobrevivió a todas las vicisitudes de la época: se mantuvo activo en los cinco años de refugio en Cádiz
durante la invasión francesa, y se reavivó en Madrid a partir de 1830, aunque ya el protagonismo de la anfitriona en esos últimos años
estuvo compartido por sus hijos y nietos.

Los contertulios y visitantes de los duques de Osuna podían disfrutar de la generosidad, el refinamiento y buen gusto de unos anfitriones
que, especialmente en la Alameda de Osuna, supieron combinar lo tradicional con las mejores novedades que venían de fuera,
especialmente de Francia, culturalmente hegemónica en toda Europa en el siglo xviii. El palacio de El Capricho es un ejemplo de la
introducción de una forma de vida más confortable hasta entonces desconocida —algo que va unido, desde Rambouillet y su “salón azul”,
a esta nueva forma de sociabilidad ejemplificada en los salones—; nuevos muebles y nueva, elegante y costosa decoración, en la que Goya
fue el gran protagonista, desde pinturas al temple a cuadros y retratos de la familia Osuna y de cada uno de sus componentes, desde las
pinturas como El columpio o La cucaña a El asalto al coche o La procesión o La conducción de piedra en una obra en los años ochenta, a los
famosos cuadros de brujas en los años noventa.

Nuevos espacios con puertas y ventanas abiertas a la luz y a los magníficos jardines y fuentes y, lago artificial.

Todo ello contrasta con la antigua austeridad de cuadros y tapices que había sido lo habitual en los palacios nobles. Y siempre, la
importancia de los libros, de la música, de las representaciones teatrales, de la cultura en suma. Se sabe, por testimonios de la época y por
la correspondencia de la condesa de Benavente, su avidez lectora que, en alguna ocasión, le lleva a reclamar a la Inquisición los libros que
había confiscado el Santo Oficio, procedentes de una herencia que le correspondía.

Esta actividad cultural, social, mundana y cortesana se compatibilizó en estas décadas de la plenitud de vida de la condesa de Benavente
con la intensa dedicación en la Junta de Damas, de la que, como ya se ha dicho, fue su primera presidenta. La Junta se creó formalmente el
27 de agosto de 1787 por el impulso directo de Carlos III, que zanjó así una discusión que venía prolongándose desde once años antes en el
seno de la Matritense y de otros foros de opinión sobre si las mujeres debían ser o no admitidas en las Sociedades Económicas de Amigos
del País (y, por extensión, en otra serie de instituciones como academias, universidades, etc.). El zigzag de la discusión a lo largo de varias
décadas, la paradoja de que algunos grandes nombres ilustrados fueran fieramente antifeministas, resulta significativo de los rechazos y
resistencias que provocaba la participación de las mujeres en los espacios públicos, por modesta o subordinada que se pretendiera tal
participación y a pesar de la alta cuna y buena formación de las interesadas.

El caso es que, al fin oficialmente constituida la Junta, las Damas organizan una serie de notables actividades. Además de ocuparse de
distintos informes, consultas y dictámenes que, tanto particulares como el rey y sus gobernantes, les solicitan sobre asuntos variados, y de
organizar sus cuotas, cotizaciones e ingresos varios, sus actividades más importantes se concentran en una asistencia social
fundamentalmente dirigida a las niñas y mujeres en muy distintos frentes —la escuela, el hospicio, la cárcel— que merece la pena destacar.

Respecto a la educación, eje del pensamiento y de la acción de los ilustrados tanto para las clases populares como para las elites sociales,
se puso inmediatamente bajo la responsabilidad de la Junta de Damas el cuidado de las llamadas “Escuelas Patrióticas”, fundadas por la
Sociedad Matritense en 1776, con el fin de dar instrucción y ocupación a un sector de la población inactivo, particularmente a las mujeres,
según había dispuesto la Real Cédula de 1783 de Carlos III, en donde, por primera vez, se establecía la obligatoriedad de la enseñanza
gratuita a las niñas. La Matritense contaba con cuatro escuelas gratuitas —San Ginés, San Sebastián, San Andrés y San Martín—, donde las
niñas de familias pobres aprendían un oficio (cardar, hilar, tejer) y recibían una instrucción primaria (leer, escribir y contar). Se unían así
tanto el ideal educativo de ampliación a todos —dentro de cada nivel social, según el sentido estamental de la época—, como el sentido
de utilidad que contribuía a la creación de riqueza y a la promoción de géneros nacionales, sobre todo en el sector textil. Las Damas de la
Matritense, con la condesa Benavente al frente, sortearon como pudieron la endémica penuria económica de las Escuelas y lograron crear
premios al estímulo y mantener cerca de trescientas alumnas que fueron pioneras de una enseñanza profesional, aprendiendo y
produciendo al tiempo, e incorporando cambios pedagógicos y tecnológicos de la época. Todo desapareció en la gran conmoción de 1808,
cuando todo el proyecto nacional y el sostenido y lento desarrollo quedó violentamente desbaratado por la invasión napoleónica y sus
consecuencias. Especial importancia tuvo la Junta de Damas en la mejora de la Inclusa de Madrid, un hospicio creado en 1567 y que, en el
momento de hacerse cargo de ella la Junta, sufría, según datos oficiales, una tasa de mortalidad de los niños acogidos del setenta y siete
por ciento, pero que en realidad se acercaba al noventa y seis por ciento. Las Damas cambiaron los administradores, llevaron a las
Hermanas de la Caridad al hospicio, tomaron medidas racionales sobre la alimentación, la higiene, la enseñanza a los pequeños;
establecieron médicos-celadores, cambiaron de edificio, sacaron dinero de suscriptores caritativos y, en fin, lograron una cierta mejora
material y moral, que se tradujo, al año de haber asumido la responsabilidad de la Inclusa, en la reducción de la mortalidad infantil en la
institución al cincuenta por ciento.

Igual acción beneficiosa ejercieron en la terrible cárcel de mujeres de La Galera, donde pocos meses después de asumir la Junta su cuidado,
consiguieron tal cambio de condiciones de las presas que su acción se extendió a las otras dos cárceles de mujeres de Madrid y a la
imitación en provincias de su acción, como también había ocurrido con el ejemplo de su actuación en la Inclusa. Las Damas se adelantaron
a todos en su labor de enseñar oficios a las presas, de darles un salario por su trabajo, de buscarles una rehabilitación para el futuro, de
cuidarles en la enfermedad y en los embarazos, de manifestarse en contra de los castigos penales infamantes, de considerar la mayoría de
los delitos de las pobres mujeres como fruto de la miseria y no de la maldad. Hasta 1800 no se fundó una asociación masculina parecida
para las cárceles masculinas e incluso se adelantaron a la famosa sociedad, cuáquera mayoritariamente, de Filadelfia que, en 1790,
emprendió la reforma de los penales, pidiendo la abolición de mutilaciones y flagelaciones así como los trabajos gratuitos y otros abusos
carcelarios.

También participaron activamente las Damas de la Junta en el movimiento a favor de la vacunación contra la viruela, que tanta resistencia
ocasionaba en los sectores tradicionales y, en general, en toda la población, y de la que España fue pionera con la famosa expedición de
Balmis, pagada por la Corona en 1803, que extendió la vacuna de Jenner, que había demostrado su eficacia, por hispanoamérica y acabó
dando la vuelta al mundo.

Todo este mundo ilustrado que empezó a conmocionarse a partir de la Revolución Francesa, se fracturó definitivamente en 1808. Nuestra
condesa de Benavente, afrancesada cultural como la inmensa mayoría de las clases educadas, no se convirtió sin embargo, en afrancesada
política. Nunca dejó de tener fuertes relaciones intelectuales y comerciales con Francia, pero nunca apoyó a los Bonaparte. Había vivido en
el París de 1799 durante un largo año, al ser nombrado su marido, el duque de Osuna, embajador de España en Austria, cargo y país al que
nunca llegó.

Como a la fuerza, en el viaje a Austria, tenían que pasar los duques de Osuna y su numeroso séquito, por la revolucionaria e insegura
Francia —aun cuando había cesado el Terror—, la acomodación provisional en el palacio que los duques del Infantado tenían en París, rue
Saint-Florentin, mientras los Osuna esperaban el placet de Austria para continuar viaje, se convirtió sin embargo en destino final y estancia
confortable por lo demás durante ese año, pues el placet nunca llegó; por motivos políticos complejos y el recelo de Viena hacia los
acuerdos que España tenía en ese momento con el Directorio de Francia, el emperador se negó a recibir al embajador. Osuna quedó, se
podría decir, en “tierra de nadie” porque, si Viena recelaba de la actitud española, lo mismo sucedía en la misma Francia y especialmente el
gobierno francés desconfiaba de la anglofilia del duque de Osuna. La numerosa correspondencia de doña María Josefa, así como la de otros
coetáneos que están cerca de los duques de Osuna en esa época, proporcionan copiosa información de su día a día. La duquesa disfrutó
con su curiosidad y su vitalidad de todo aquello que representaba París: monumentos, libros, vida social, nuevas amistades, nuevas
costumbres posrevolucionarias.

Cuando se produce el golpe de Estado del 18 de brumario, el 19 de noviembre de 1799, que determinó el ascenso definitivo de Napoleón
Bonaparte, el duque de Osuna —que había pasado por un delicado estado de salud y que se encontraba a disgusto en la posición de
embajador sin embajada e igualmente con el nombramiento de “inspector de los ejércitos del Rhin” por parte del gobierno español, cargo
que no era precisamente de su agrado—, estaba deseando poder volver a España. Los duques estaban gastando a manos llenas y la
estancia en París era sumamente cara, a cargo de su propio peculio, sin la ayuda que suponía el cargo de embajador. Consiguió, por fin, el
permiso de regreso y a principios de diciembre, los duques, junto con sus hijos y su numerosa comitiva, emprendieron el regreso a Madrid,
donde llegaron el 7 de enero de 1800.

Esa primera década del nuevo siglo estuvo marcada por los matrimonios de casi todos sus hijos, por el fallecimiento del duque en 1807, y
por los acontecimientos que desembocaron en 1808. La duquesa no fue precisamente santo de la devoción de la reina María Luisa, ni del
poderoso Godoy y, al producirse los sucesos de Aranjuez y posteriormente las abdicaciones de Bayona, los Osuna se encontraron —madre
e hijos— del lado de Fernando VII, como la gran mayoría.

El joven duque de Osuna fue de los que fueron a Bayona con el rey y volvió desilusionado ante el engaño francés. La familia vivió el 2 de
mayo en Madrid, acogieron y cuidaron heridos del choque contra los franceses y mantuvieron la esperanza alta después del triunfo de las
tropas españolas en Bailén. La llegada de las tropas napoleónicas hasta Somosierra, bajo el mando del propio Napoleón para reconquistar
Madrid, fuerza a la familia a marchar hacia Sevilla primero, donde la duquesa se encontró con sus viejos amigos Lord y Lady Holland hacia
febrero de 1809 y, luego, hacia Cádiz, donde residió durante cinco años largos. Allí vivió los avatares políticos y constitucionales, reanudó
su vida social, fue buena anfitriona y amiga del propio Wellington y disputó y sufrió con sus hijos, especialmente con el mayor, al que ya se
ha visto que fue sinceramente constitucionalista y a quien le cabe el honor de haber sido perseguido —y confiscado sus bienes— tanto por
Napoleón como, posteriormente, como se vio, por el rey Fernando VII en su vuelta absolutista. Sin duda, la condesa-duquesa se mantuvo
en una posición más conservadora políticamente que las de sus dos hijos varones, aunque siempre patriótica y de temperamento abierto
hacia otras posturas ideológicas que no eran la suya.

En Cádiz, como antes en París, como siempre en Madrid y en la Alameda de Osuna, y en todos los lugares en que vivió, los pleitos, los
apuros financieros y los gastos excesivos persiguieron a la duquesa. Pese a su inmensa fortuna, fue mala pagadora, generalmente por falta
de liquidez como toda la nobleza en el Antiguo Régimen. Los gastos ostentosos eran parte sustancial de la reputación noble, en el sentido
que Norbert Elias y otros historiadores han estudiado y profundizado.

Del despilfarro de la condesa de Benavente se cuentan sabrosas anécdotas: frente a la tacañería que parecía mostrar el embajador francés
al ponerse a buscar una moneda caída bajo la mesa en la que jugaba (los juegos de azar siempre hicieron furor en el Antiguo Régimen,
como ahora mismo), María Josefa Alonso Pimentel y Borja le proporcionó la luz necesaria encendiendo un fajo de billetes que tenía a
mano; en otra ocasión en que había faltado el champán en una fiesta a la que habían invitado a los Osuna, en la siguiente que dio la
condesa en su finca hizo recibir a sus invitados con cubos de champaña para abrevar los caballos de los carruajes en los que llegaban. Aun
cuando el detalle de estas anécdotas sea apócrifo, pues se encuentran historias parecidas en otros países de Europa, sí refleja su espíritu
algo cierto: la relación que una sociedad cortesana tenía hacia el dinero y las riquezas, con su propia racionalidad basada en la reputación y
la fama; muy distinta de la racionalidad de nuestras sociedades económico-mercantiles. La Casa de Osuna hizo de esta ostentación
obligada para no rebajar su imagen ni su linaje un ejemplo que contribuyó a su ruina en el siglo siguiente. En cualquier caso, esa actitud no
estaba ni mucho menos reñida con una administración responsable y, en contra del tópico generalizador del “absentismo” y del “desorden
administrativo” atribuibles al ocio y a la despreocupación de la nobleza, la investigación historiográfica matiza sustancialmente estos
estereotipos, sobre todo por lo que respecta al siglo xviii. Por otra parte, hay que tener en cuenta en estos gastos lo que significaba el
patronazgo y los señoríos de mayorazgo, la servidumbre numerosa en una estructura productiva fundamentalmente agrícola, y los
“familiares” de todo tipo que quedaban a cargo del señor, incluso de por vida, en una situación de dependencia que afectaba a cientos e
incluso miles de familias en muchas de las grandes casas nobiliarias. Una red de responsabilidades, obligaciones y dependencias que se
rompieron con la revolución industrial y el desarrollo económico, además del cambio de mentalidades. Por todo ello, no es extraño que la
condesa-duquesa de Benavente se ocupase muy directamente con sus administradores del estado de sus propiedades, las cuales, en la
mentalidad del Antiguo Régimen, pertenecen al grupo y no simplemente a cada individuo que hereda, por lo que, a su vez, debe transmitir
esta herencia a sus sucesores lo más intacta posible o incrementada.

Así lo declara expresivamente, considerando el celo y cuidado que debe tenerse en la administración y la “obligación en conciencia de
ceñirse a lo que cada uno tiene”, pues de la ruina de la Casa y familia, además de la persona, tendrá que rendirse cuentas ante el tribunal
divino.
María Josefa Alonso Pimentel falleció a los ochenta y tres años rodeada de hijos y nietos, no sin haber pasado por la pena de haber visto
morir a su hija mayor y especialmente la tragedia de su nieto Santa Cruz, además de sufrir por amigos queridos desaparecidos y de
contemplar en sus últimos tiempos la inestabilidad de la situación política española. En 1833 todavía asistió a la muerte de Fernando VII y a
la proclamación de Isabel II, pero ya se barruntaba la guerra civil cuando, finalmente, murió el 5 de octubre de 1834 en su casa de la Puerta
de la Vega. Gran figura femenina del siglo XVIII, toda una época ilustrada y liberal acababa también con ella.

La implantación de la Ilustración tiene en España dos fases, una primera entre 1720 y 1750 y una segunda posterior en la segunda mitad
del siglo y que dura hasta 1810. En cualquier caso, hay dos elementos que tienen una enrome importancia en el desarrollo de la Ilustración
en España:

a) La Universidad. El espíritu ilustrado avanza poco a poco a través de sus aulas.

b) Las Sociedades Económicas de Amigos del País. Estas sociedades preocupadas por la difusión de las “ciencias útiles” y el desarrollo
económico, trataban de estudiar la situación de cada provincia para fomentar la agricultura, el comercio y la industria, así como impulsar
las ideas liberales, fisiócratas, traducir libros, publicar otros, etc.

Aunque la realidad es que las ideas ilustradas nunca llegaron a tener en España el peso que sí tuvieron en Francia y en Alemania.

Sólo la llegada de Carlos III al trono español permitió cierto avance dentro de este modelo de pensamiento, pero nunca con la importancia
suficiente como para conseguir cambiar el paso de un país, que seguía atascado social, económica y culturalmente.

La extensión de los conocimientos tecnológicos y su aplicación práctica no sólo corrió de la mano de la educación, sino también de un
modelo de encuentro entre pensadores, intelectuales, religiosos y científicos que se dieron en las Reales Sociedades Económicas de
Amigos del País. La primera fue fundada por un grupo de nobles vascos en 1774. La más importante de ellas fue la Real Sociedad
Económica de Madrid, 1775, ciudad que será el centro y reflejo del nuevo modelo social. Sin distinción de clases, estas sociedades acogían
a todos los sectores en el afán común de procurar el desarrollo económico de las regiones donde estaban implantadas: técnicas nuevas de
cultivo, escuelas de oficios, difusión de la mecánica y la producción.

Tras el impulso reformista del reinado de Fernando VI, la Ilustración llega a su apogeo en el reinado de Carlos III. Los ministros de este
monarca, con espíritu renovador, trataron de elevar el nivel económico y cultural del país. Durante este período se crearon las
principales Academias, instrumento de difusión de las “nuevas luces”. Se establecieron la Real Academia de la Lengua, Medicina, Historia,
Bellas Artes de San Fernando, y, junto a ellas, el Jardín Botánico y Gabinete de Historia Natural. El interés por la educación y el progreso
científico se concretó en la creación de nuevas instituciones de enseñanza secundaria (Reales Estudios de San Isidro), de enseñanza
superior (Colegio de Cirugía, Escuela de Mineralogía, Escuela de Ingenieros de Caminos) y en la reforma de las Universidades y de los
Colegios Mayores. Se desarrollaron la prensa y las revistas literarias y científicas y la literatura didáctica y crítica, con la obra relevante de
Moratín “El sí de las niñas”.

La primera Ilustración (1720-1750)


Fue la actividad intelectual de determinados individuos en tres campos específicos
lo que condujo a la difusión de la Ilustración en España:

- El ensayo y la historia crítica, en forma de discursos, oraciones, cartas e informes.


- El pensamiento político, social y económico.
- La ciencia.
a) El ensayo y la historia crítica: Feijoo y Mayans.

Los dos innovadores más importantes en el campo del ensayo y de la historia crítica fueron el gallego afincado en Asturias Benito Feijoo y el
valenciano Gregorio Mayans.

Benito Jerónimo Feijoo (1676-1764) publicó entre 1726 y 1739 la que es su obra más importante llamada “Teatro Crítico Universal”, que es
completada con la serie de “Cartas eruditas y curiosas”. Feijoo se adaptó plenamente a las exigencias de la monarquía absoluta borbónica
que ensalzó en numerosas ocasiones, aunque criticó con dureza el atraso de las Universidades donde seguía predominando el pensamiento
escolástico, lo que impedía la introducción de la ciencia moderna. En su Teatro Crítico, Feijoo censuró la superstición y se ocupó
especialmente de denunciar los milagros falsos, porque consideraba además que no hacían ningún favor al cristianismo.

En cuanto a la historia crítica, el valenciano Gregorio Mayans (1699-1781) fue más lejos que Feijoo y defendía que sólo se podía conocer la
verdad histórica recurriendo a las fuentes y sometiéndolas a un riguroso examen crítico.

b) El pensamiento político, social y económico

El pensamiento político, social y económico de los ilustrados españoles en su mayor parte ha permanecido inédito ya que publicar sobre
"política" llevaba consigo muchos riesgos, como verse envuelto en un proceso inquisitorial o tener que lidiar con el Consejo de Castilla. La
obra más importante sobre estos temas y de mayor influjo fue “Theórica y Práctica de Comercio y Marina” (1724) de Jerónimo de Ustáriz
(1670-1732), que es considerada por muchos como el estudio cumbre del pensamiento mercantilista español, pero sí es una obra ilustrada
por dos de sus rasgos: empeño científico y objetivo de progreso social.

c) La ciencia
Hay consenso del reconocimiento del apoyo del rey Felipe V a los progresos en las ciencias aplicadas, aunque si bien es cierto que su
finalidad era proporcionar al ejército y a la marina los conocimientos útiles necesarios para ponerlas a la altura del resto de las potencias
europeas, incluso se habla de la militarización de la ciencia española de la Ilustración. En esta línea crítica se destaca que no se fundara una
Real Academia de Ciencias, como las que existían en Londres, París, Berlín o San Petersburgo, que estructurase y avalase la investigación
científica de forma autónoma respecto al poder o las instituciones universitarias dominadas por la escolástica.

El “Compendio Matemático” (1707-1715) de Tomás Vicente Tosca i Mascó (1651-1723), más conocido como Padre Tosca se convirtió en el
manual de las academias militares hasta el reinado de Carlos III. Asimismo, el “Compendium Philosophicum” de Tosca, publicado en 1721,
defendía las posturas mecanicistas de Galileo, Descartes y Gassendi y también ejerció una gran influencia.

Sin embargo, Tosca no recogió las aportaciones de Newton, cuya obra no será conocida en profundidad en España, aunque Feijoo se había
confesado newtoniano, hasta la expedición patrocinada por la Academia de Ciencias de París para medir un grado del meridiano terrestre
en Ecuador (1735-1744) en la que participaron Jorge Juan y Antonio Ulloa, quienes a su regreso y anticipándose a los franceses publicaron
en 1748, “Observaciones Astronómicas y Físicas”, sin duda la obra científica más importante de nuestro siglo XVIII. En ella se defiende los
postulados newtonianos y el heliocentrismo, por lo que dicha obra fue objeto de examen por la Inquisición que obligó, en principio, a
añadir la frase: «sistema dignamente condenado por la Iglesia». Ulloa parece que estaba dispuesto a aceptar semejante imposición, pero
Jorge Juan se negó y acudió al jesuita Andrés Marcos Burriel, quien explicó las circunstancias a Mayans. Y entre Burriel y Mayans calmaron
al inquisidor general (Pérez Prado) que se conformó con que se introdujeran las palabras: «aunque esta hipótesis sea falsa».

En el campo de la medicina, el médico Martín Martínez publicó en 1724 el “Compendio y Examen Nuevo de Cirugía Moderna”, que tuvo
numerosas ediciones, aunque dicho autor fue más conocido por una obra publicada dos años antes con el título “Medicina Escéptica”.

La plena ilustración (1750-1810)

La Ilustración en España se abrió paso con dificultad y sólo llegó a constituir islotes poco extensos y nada radicales, pero estos islotes no
surgieron al azar. El caldo de cultivo de las ideas ilustradas se encontraba en ciudades y comarcas dotadas de una infraestructura material y
espiritual: imprenta, bibliotecas, centros de enseñanza superior, sector terciario desarrollado, burguesía culta, comunicación con el
exterior, que son condiciones difíciles de hallar en el interior de la península, salvo en contadas ciudades: Madrid, Salamanca, Zaragoza,
pero sí se hallaban en el litoral, en puertos comerciales.

En la costa cantábrica surgieron dos tempranos focos de la Ilustración. El primero fue el asturiano, gracias a la senda abierta por el
benedictino Benito Feijoo que desarrolló la mayor parte de su actividad intelectual en el monasterio de San Vicente de Oviedo. En la
segunda mitad del siglo sus dos figuras más sobresalientes son Campomanes y Jovellanos, cuyos escritos muestran la asimilación de las
teorías económicas de la fisiocracia y del liberalismo económico.

Pedro Rodríguez de Campomanes (1723-1803) fue un político, economista e historiador. Estudió leyes y en 1747 publicó “Disertaciones
históricas del orden y caballería de los Templarios”, cuya erudición le valió el ingreso, al año siguiente, en la Real Academia de la Historia.
En 1762 Carlos III lo nombró ministro de Hacienda, cargo desde el cual introdujo una amplia serie de medidas encaminadas a la reforma de
la economía española. Su actuación al frente del Ministerio de Hacienda encontró siempre la oposición de la clase eclesiástica, temerosa,
con fundada razón, de las intenciones de Campomanes, convencido de la necesidad de entregar a agricultores no propietarios las tierras de
la Iglesia sin cultivar. En este sentido, creyó que el crecimiento económico de España pasaba por el desarrollo de la agricultura, por lo que
logró que el monarca estableciera subsidios para las zonas agrícolas más desfavorecidas.

En 1766, tras los acontecimientos políticos derivados del motín de Esquilache, el conde de Aranda, su más fiel aliado en política de Estado,
le encargó la elaboración de un informe para depurar responsabilidades, las cuales recayeron en los jesuitas, que fueron expulsados del
país en abril de 1767. En 1786 fue oficialmente nombrado presidente del Real Consejo de Castilla. Tras la subida al trono de Carlos IV,
Campomanes perdió influencia en los asuntos de Estado, sobre todo debido al favoritismo del nuevo soberano por el conde de
Floridablanca. Éste, a su vez, lo destituyó de todos sus cargos en 1791. Tras la destitución conservó su puesto en el Consejo de Estado y su
fama de afrancesado le impidió recuperarse políticamente.

Gaspar Melchor de Jovellanos (1744-1811) se graduó bachiller en 1761 en Cánones por la Universidad de Santa Catalina de El Burgo de
Osma (Soria) y en 1763 se licenció en Cánones por la Universidad de Ávila. Desarrolló su máxima actividad durante el reinado de Carlos IV.

En 1778 fue nombrado Alcalde de Casa y Corte en Madrid. En 1798, Godoy le nombra Secretario de Gracia y Justicia para reformar los
estudios universitarios y para dar cauce legal a las medidas para amortiguar la fuerza del partido reaccionario, que encabezaba la
Inquisición, pero poco después es cesado, detenido y conducido hasta la isla de Mallorca, donde permaneció encarcelado, primero en
Valldemossa y luego en el castillo de Bellver hasta 1808. Lejos de abandonar su actividad, se dedicó, en cuanto obtuvo el oportuno
permiso, a leer y escribir. En Valldemossa empezó el “Tratado teórico-práctico de enseñanza”.

Cuando el motín de Aranjuez colocó en el trono a Fernando VII, Jovellanos quedó en libertad. Estamos en marzo de 1808 y en vísperas de la
guerra de la Independencia. El grupo de los ilustrados se divide entre los que creen que Napoleón y José I van a resolver los problemas de
España, y aquellos que consideran que los españoles se bastan a sí mismos para llevar a cabo esta tarea. Los primeros, llamados
afrancesados intentaron convencer a Jovellanos para que colaborara con el gobierno de José I, pero Jovellanos se negó. En setiembre
aceptó el nombramiento para representar a Asturias en la Junta Suprema Central Gubernativa del Reino, compuesta por los diputados
nombrados por cada una de las Juntas provinciales, creadas para luchar contra Napoleón.

El otro foco ilustrado de la costa cantábrica fue Guipúzcoa. Allí nació la primera Sociedad Económica de Amigos del País, que servirá de
modelo a todas las demás, a iniciativa de los "Caballeritos de Azcoitia", nombre que se dio al grupo encabezado por Javier María de
Munibe, conde de Peñaflorida, Joaquín Eguía, tercer marqués de Narros, y Manuel Ignacio de Altuna, este último admirador de Rousseau,
de quien fue amigo.

En la costa mediterránea el foco ilustrado más relevante es Valencia, en donde destacan el matemático y astrónomo Jorge Juan, Gabriel
Ciscar y el botánico Antonio José Cavanilles.

Jorge Juan (1713-1773) fue un humanista, ingeniero naval y científico español. Tras la publicación junto con Antonio de Ulloa en 1748 de
las “Observaciones astronómicas y físicas hechas en los reinos del Perú”, se hace cargo del observatorio astronómico de Cádiz. Años
después, Jorge Juan muestra su pensamiento en “Estado actual de la Astronomía en Europa” (1774), con una defensa de la teoría
astronómica de Newton. Midió la longitud del meridiano terrestre demostrando que la Tierra está achatada en los polos. Reformó el
modelo naval español y siguió desarrollando sus estudios astronómicos, matemáticos y físicos, que culminaron con la publicación en 1771
de “Examen Marítimo”, que a juicio de muchos historiadores es la única obra española de mecánica racional que es original.

Gabriel Ciscar (1759-1829) fue un matemático, marino, que continuó la labor científica y docente de Jorge Juan en la Escuela de
Guardiamarinas para la que redactó una serie de manuales de amplia difusión como el “Tratado de Aritmética (1795) o el Tratado de
Trigonometría Esférica (1796)”. Todos estos méritos le valieron ser nombrado representante español en la comisión que iba a establecer en
París el nuevo sistema de pesos y medidas de alcance universal que sería conocido como sistema métrico decimal. Su trabajo “Memoria
Elemental sobre los Nuevos Pesos y Medidas Decimales” de 1800 fue alabado por la Academia de Ciencias de París.

En el campo de la botánica el sistema de Linneo fue aceptado por la mayoría de los científicos y por los jardines botánicos creados
entonces: Barcelona, Sevilla, Valencia, Zaragoza, gracias a la venida a España en 1751 de Pehr Löfling para estudiar la flora española y al
apoyo del director del Jardín Botánico de Madrid, el valenciano Antonio José Cavanilles (1745-1804), autor de numerosos trabajos sobre
botánica y creador y director de la revista “Anales de Historia Natural”. Además, Cavanilles, cuyo método científico fue alabado en toda
Europa, mantuvo contacto con el naturalista francés Georges Louis Leclerc, conde de Buffon, cuyos trabajos difundió en España el Real
Gabinete de Historia Natural, que impulsó la traducción de su Historia Natural, General y Particular por José Clavijo y Fajardo, editor de El
Pensador, quien, con el fin de evitar dificultades con el Santo Oficio, incluyó la retractación a que se había visto obligado el mismo Buffon.
La obra magna de Cavanilles fue mucho allá de la botánica, ya que en ella analizó fenómenos demográficos, antropológicos, sociales y
económicos. Se trataba de las “Observaciones sobre la historia natural, geografía, población y frutos del Reino de Valencia”.

El segundo gran foco ilustrado de la costa mediterránea fue Barcelona. Allí dominó la figura de Antonio de Capmany, autor de la que
puede considerarse la primera historia económica de España, titulada “Memorias históricas sobre la Marina, Comercio y Artes de
Barcelona”. Su actividad continuó en el siglo siguiente y participó en las Cortes de Cádiz.

En la España interior los focos ilustrados de relevancia son Zaragoza, Salamanca y Madrid. En la capital aragonesa el movimiento ilustrado
se articuló en torno a la Real Sociedad Económica Aragonesa de Amigos del País, que fue muy activa y en donde se fundó la primera
cátedra de Economía civil, lo que después se conocería como Economía política.

El núcleo ilustrado de Salamanca se reduce a la Universidad, cuyo claustro estaba muy dividido entre el sector tradicionalista y el defensor
de la introducción de las nuevas ideas. Juan Justo García, introductor de la matemática moderna en España, tuvo que pelear para que se
abandonara el aristotelismo y se introdujeran las nuevas teorías científicas. Gracias a estos y otros cambios, la Universidad de Salamanca
dejó de ser baluarte del tradicionalismo, y de sus aulas salen en las últimas décadas del siglo: José Cadalso, el poeta Meléndez Valdés, el
jurista Ramón de Salas.

Madrid, al ser la sede de la corte, atrajo gobernantes, pensadores y artistas de todas las regiones, por lo que Madrid fue el centro de la
Ilustración gracias a un conjunto de factores que no se encontraban en ninguna otra ciudad: instituciones docentes de espíritu moderno,
ambiente cosmopolita, prensa abundante, mecenazgo de aristócratas ilustrados, una Sociedad Económica cuya actividad sobrepujó mucho
a las de provincias y una presencia gubernamental que era, según los casos, impulso, freno o tutela.

Por otro lado, hay que decir que durante el reinado en España de Carlos III (de 1759 hasta su muerte en 1788) hubo una gran preocupación
por las ciencias y el propio rey intensificó el impulso que se había dado a las mismas en España durante el reinado de Fernando VI.

En diversas instituciones académicas españolas trabajaron destacadas personalidades científicas y en distintos organismos oficiales se
introdujeron cátedras de química, y la mineralogía y la metalurgia se convirtieron en objeto de especial protección para el gobierno. Las
necesidades del ejército y de la marina continuaron estimulando la introducción en España de los nuevos conocimientos de medicina,
matemáticas, física experimental, geografía, cartografía y astronomía, imprescindibles para un mejor conocimiento y protección del
imperio. En el siglo XVIII, con la llegada de la dinastía de los Borbones a España, el número de expediciones científicas es inmenso y de
diversa índole, desde exploraciones marítimas e hidrográficas, con aportaciones cartográficas de alta calidad, pasando por expediciones
astronómicas y geodésicas, hasta reconocimientos naturalistas que dieron a conocer a la ciencia europea nuevas especies vegetales y
animales en el momento del nacimiento de la historia natural moderna. En esta empresa, la Marina tuvo un papel protagonista al
convertirse los buques en” laboratorios flotantes”, donde se ensayaron los nuevos métodos de medición astronómica con instrumentos
que ayudaron a mejorar la cartografía existente.

La organización y envío de expediciones españolas a los dominios coloniales, además de ser una consecuencia de la política científica
ilustrada borbónica, fue resultado de una serie de factores políticos como la delimitación de fronteras, el control de la expansión de otras
potencias imperiales, económicos, como el aumento del comercio, la contención del contrabando y la explotación de nuevos recursos
naturales; demográficos y cartográficos. Los componentes de las expediciones se escogieron entre marinos, médicos, boticarios,
naturalistas e ingenieros militares españoles, además de algún representante ilustrado de la elite criolla. Como personal de apoyo fueron
dibujantes y pintores, formados tanto en academias ubicadas en la metrópoli como en las colonias, quienes se encargaron de representar
los ejemplares exóticos y de trazar los mapas de los territorios explorados.

La convicción de que los mares estaban llamados a convertirse en los “teatros” del enfrentamiento entre las potencias europeas, obligó a
proteger algunas áreas del ultramar español: el Caribe, el noroeste del continente americano y el cono sur, con una atención preferencial a
los estrechos que daban paso a estas zonas estratégicas del imperio español. De este modo, las exploraciones científicas españolas
dividieron sus objetivos entre estos territorios fronterizos considerados estratégicos para el control colonial con el estudio de los
virreinatos, en los que además intervinieron en el movimiento de reformas que los borbones habían impuesto previamente en la
metrópoli, que afectaba tanto a la administración, la organización territorial, la enseñanza, la medicina y la farmacia o la adquisición de la
ciencia moderna procedente de Europa.

4. Las expediciones científicas españolas en el siglo XVIII

En la segunda mitad del siglo XVIII se desarrolla en España un nuevo interés por ampliar conocimientos sobre los dominios de ultramar de
la Corona española, lo que provoca el envío de numerosas expediciones científicas a América y Filipinas y en el plazo de sesenta y cinco
años (entre 1735 y 1800) se llevan a cabo unas sesenta expediciones científicas. En este contexto, los descubrimientos y las actividades
científicas se dirigen hacia los problemas concretos que plantea el desarrollo económico y social y las iniciativas españolas no desmerecen
en nada de los proyectos que otras naciones europeas están llevando a cabo.

Entre las primeras expediciones españolas se encuentran aquellas destinadas a la fijación de fronteras entre los dominios
españoles y portugueses en América, conocidas como expediciones de límites, como las que tuvieron para delimitar soberanía y
territorios. En el equipo humano de estas expediciones hay que destacar que, junto a los cartógrafos, se solía incluir un grupo de
naturalistas y dibujantes científicos, dirigidos por un botánico experto. La expedición de Félix de Azara tuvo por objeto delimitar los límites
de Paraguay para fijar la línea de demarcación con Portugal desde el Río de la Plata, y dicha expedición aportó innovadoras ideas sobre
Historia Natural, incluso al mismo Darwin.

La subida al trono de Carlos III da un fuerte impulso a algunos de los proyectos científicos del reinado anterior. Se desarrollan ambiciosos
programas de investigación americanista, que se plasma en innumerables expediciones científicas, con objetivos militares, sanitarios,
minero-metalúrgicos y de búsqueda de recursos naturales.

La primera expedición botánica oficial en tiempos de Carlos III a los virreinatos estuvo mediatizada por el interés de los franceses por
desvelar los secretos de la naturaleza americana, a la vez que obtenían una valiosa información sobre las posesiones españolas.

Además, se pretextaba la búsqueda de los manuscritos del francés Joseph de Jussieu, científico que había participado en la expedición
geodésica hispano-francesa de La Condamine (1735-1745), destinada a Quito con el fin de aclarar la polémica sobre la figura de la Tierra, y
de la que habían sido miembros los guardiamarinas españoles Jorge Juan y Antonio de Ulloa. El gobierno español aceptó la propuesta
francesa de exploración del virreinato del Perú, con la salvedad de que la dirección estaría encomendada a los españoles, medida de
prudencia adoptada tras los incidentes ocurridos en la anterior expedición hispano-francesa y con la mira puesta en obtener las ventajas de
la mayor formación de los científicos franceses.

La segunda expedición botánica fue la del médico gaditano José Celestino Mutis (1732-1808) al virreinato de Nueva Granada. Mutis había
llegado a Santa Fe en 1760 en calidad de médico del nuevo virrey Pedro Mexía de la Cerda, pero con la idea clara de continuar el estudio de
la naturaleza americana.

Mutis desempeñó en América sus tareas de médico y contribuyó a sentar las bases educativas necesarias para la creación de una élite
ilustrada en Nueva Granada.
Entre sus actividades de estos años hay que destacar su labor como catedrático de Matemáticas en el Colegio del Rosario desde 1762, sus
exploraciones en busca de las controvertidas quinas neogranadinas, sus envíos botánicos al gran sabio Linneo y su atención hacia la minería
de Nueva Granada.
A Mutis le sorprendió el ambiente cultural y social: la educación era una copia de las instituciones educativas metropolitanas,
especialmente de la contrarreformada Universidad de Salamanca. La pedagogía que se infundía en las escuelas y seminarios era heredera
del Concilio de Trento de 1530 y estaba centrada en el aristotelismo y la escolástica tardía, sin ninguna explicación científica de la realidad.
Mutis en su empeño por modernizar las estructuras mentales de los criollos, se enfrentó con los sectores tradicionales de la sociedad.
Mutis se preocupó por adelantar observaciones astronómicas, recolectar plantas con las que fue formando un herbario, comprobar gran
parte de lo consignado en obras escritas sobre América y en estudiar la quina. En Santa Fe sentó las bases de la revolución científica
cuando, en el discurso inaugural de la cátedra de matemáticas del Colegio Mayor del Rosario, expuso los principios del sistema de
Copérnico, que fue la presentación de una nueva metodología, la del eclecticismo y de una novedosa actitud ante el mundo y la vida, que
significaba el abandono del fanatismo, para entrar en los terrenos de la física de Newton.

Aunque Mutis era el médico preferido de los habitantes de Santa Fe y percibía buenas entradas económicas, prefirió incursionar en
arriesgadas empresas comerciales y mineras. En sus aventuras mineras fracasó económicamente, aunque introdujo, junto con su socio
Juan José de Elhuyar, el método de amalgamación para la extracción de la plata. En lo que no fracasó, aunque tuvo que afrontar serias
disputas, fue en el descubrimiento de la quina en el territorio de la actual Colombia.

Una vez que se organizaron las tareas, tras la aprobación de la expedición en 1782, la responsabilidad de Mutis era abrumadora.
Comenzaba un camino que debía conducir le a la formación de una flora de Bogotá, a organizar el estanco de la quina, aclimatar canelos,
promover su té de Bogotá, buscar fuentes de azogue, ensayar técnicas de fundición o de amalgamación para la minería y tomar medidas de
prevención sanitaria.

Una vez establecida la expedición se creó una auténtica institución científica con tareas centralizadas, dedicada a varias disciplinas y en la
que se profesionalizaron las actividades a través de la formación de científicos criollos, que lograron cierta autonomía respecto a la
metrópoli madrileña, hasta crear una pequeña comunidad científica con características nacionales. Fue el trabajo de estos hombres uno de
los que mayores frutos de la expedición, ya que la obsesión de Mutis por representar fielmente las plantas descritas y la utilización de una
técnica cromática peculiar se utilizaron los tintes extraídos de los propios vegetales- tuvo como resultado una magnífica colección de 6.000
láminas.

En 1791, Mutis recibió la orden de regresar a Santa Fe, donde tuvo que reorganizar la expedición, para lo cual se le permitió la contratación
de nuevos pintores y la de ayudantes, los cuales poco después fueron detenidos y expatriados por su participación en las conspiraciones
independentistas contra la corona española. Dos años más tarde comenzó a publicar, en el Papel Periódico de Santa Fe de Bogotá, su obra
El arcano de la quina, revelado a beneficio de la humanidad. Los últimos años de la vida de Mutis fueron también decisivos para la
formación del entramado intelectual de Nueva Granada. Consiguió, casi al comenzar el nuevo siglo, la creación de una Sociedad Patriótica.
Además, se retomaron antiguas ideas sobre la formación de un jardín botánico, la creación de una Escuela de Minería, de un gabinete de
química, de un Museo de Historia Natural y de una Universidad.

Tras la muerte de José Celestino Mutis, en 1808, sus discípulos principales participaron de forma directa en las revueltas independentistas
sofocadas por el general español Morillo, quien, tras fusilar a gran parte de los seguidores de Mutis en 1816, ordenó que todos los
materiales acumulados por la expedición, manuscritos, herbario y láminas, fueran enviados a la Península para ser examinados por el sabio
ojo de la ciencia metropolitana.

La labor de Mutis quedó recogida y cuando en junio de 1817 llegó al puerto de Cádiz un cargamento de 104 cajones, al abrirlos un aire de
bosque de Indias se extendió más allá de la nave. Era un verdadero tesoro científico con semillas, resinas, minerales, maderas y dibujos de
plantas que había sido recopilado treinta años atrás por Mutis en las tierras que entonces pertenecían al virreinato de Nueva Granada, la
actual Colombia, y cuya independencia se proclamaría poco después.
Las cerca de 20.000 plantas herborizadas y las más de 6.000 ilustraciones con los diarios manuscritos pasan a formar parte del Real Jardín
Botánico de Madrid. El encargado de recoger los valiosos materiales para llevarlos a la capital fue Mariano Lagasca y Segura, director del
Real Jardín Botánico de Madrid. Lagasca y Segura se emocionaron en el momento en el que se abrieron esos cajones y aspiraron aquellos
aromas, esa colección que era el resultado de la vida del sabio José Celestino Mutis, el gran botánico que había nacido en Cádiz y cuya
memoria regresaba así a su ciudad natal.

La tercera expedición botánica a los virreinatos fue la destinada a Nueva España, en 1786, bajo la dirección del médico aragonés Martín de
Sessé (1751- 1808).

La real orden de 1786 mandaba establecer un jardín botánico, con su cátedra correspondiente en México y la formación de una expedición
que debía hacer los dibujos y recoger las producciones naturales. Para la consecución de este cometido, se nombró a Martín de Sessé
director del futuro jardín y de la expedición. La llegada de la expedición a Nueva España supuso la introducción de la historia natural
moderna, con los presupuestos teóricos linneanos, y la instalación de una institución de nuevo cuño en este territorio. Esta entrada no fue
fácil, ya que la brusca injerencia de los linneanos peninsulares en los asuntos de la colonia, con el propósito de reformar instituciones como
la Universidad y el Protomedicato -organismo encargado del control sanitario y farmacéutico del país, además de la creación de un jardín
con enseñanzas modernas, produjo fuertes reacciones en contra de los intrusos.
Las primeras actividades expedicionarias tuvieron lugar en octubre de 1787, en las zonas periféricas de la ciudad de México, donde se
ensayaron las técnicas de recolección botánica y zoológica. Sessé recorrió diferentes itinerarios por el valle de México, los bosques, ríos y
desiertos de la zona. En las cercanías de Toluca encontraron el "árbol de las manitas". En el recorrido que hicieron desde México a
Cuernavaca y Acapulco, se hizo una importante recolección de aves, minerales, semillas y plantas, entre las que destacaron el
Huiztzilxochitl, "que mana goma", el Copalcuahuitl, árbol del copal, y el Tzinacancuitlacuahuilt, el árbol que "cría una goma como incienso y
que los boticarios llaman gacca".

El impacto de estas expediciones botánicas a los diferentes virreinatos americanos en la comunidad científica internacional fue limitado, al
quedar inéditas muchas de las aportaciones y descubrimientos hechos por los españoles. Los científicos regresaron a la Península o
enviaron sus resultados en un momento histórico de hundimiento de la ciencia española, como consecuencia de la invasión francesa, la
caída del movimiento ilustrado del Antiguo Régimen, la subida al trono del absolutista Fernando VII y el movimiento de independencia
americano, al que de alguna forma habían contribuido.

En relación con la medicina, la Real Expedición Filantrópica de la Vacuna a las posesiones españolas de América y Filipinas, tuvo lugar entre
1803 y 1806 y fue un hito en la historia de la medicina.

El objetivo de dicha expedición, dirigida por el médico y cirujano militar alicantino Francisco Javier Balmis (1753-1819) fue la de propagar la
vacuna contra la viruela, descubierta por el británico Edward Jenner, a América y Asia.

Balmis ya era muy conocido por haber descubierto durante su estancia en las Antillas unas raíces indias como remedio para las
enfermedades venéreas y cuyo hallazgo había publicado en 1794. La Real Expedición Filantrópica de la Vacuna alcanzó merecida fama,
hasta el extremo de ser celebrado por los científicos extranjeros como uno de los hitos básicos en los inicios de la moderna medicina
preventiva.

Mención aparte tiene el viaje científico y político alrededor del mundo conocido como Expedición Malaspina, en honor científico y capitán
de navío Alejandro Malaspina, y fue una expedición financiada por la Corona española en la época ilustrada de Carlos III. La expedición se
prolongó a lo largo del periodo entre 1789-1794. Recorrió las costas de toda América desde Buenos Aires a Alaska, las Filipinas y Marianas,
Vavao, Nueva Zelanda y Australia. El 21 de septiembre de 1794 la expedición regresó a España habiendo generado un ingente patrimonio
de conocimiento sobre historia natural, cartografía, etnografía, astronomía, hidrografía, medicina, todas ellas ramas de conocimiento de
gran importancia geopolítica, así como sobre los aspectos políticos, económicos y sociales de estos territorios. La mayor parte de los fondos
obtenidos se conservan en el Museo Naval de Madrid, el Real Observatorio de la Armada, el Real Jardín Botánico y el Museo Nacional de
Ciencias Naturales. En la actualidad siguen siendo objeto de estudio por parte de historiadores y biólogos.

El siglo XVIII fue la edad de oro de las expediciones científicas y en ellas la aportación española fue deslumbrante. España en dicho siglo
estaba formada por el territorio peninsular y las colonias de ultramar y el imperio español era un vasto laboratorio para la experimentación
de las ciencias aplicadas, entre las que estaban la cartografía, la hidrografía y la geografía. Era necesario tener un conocimiento más preciso
del territorio porque de él dependía el mantenimiento del imperio y la hegemonía política.

El gran científico ilustrado Jorge Juan fue el gran promotor de la cartografía española del siglo XVIII. A su vuelta de la Expedición Geodésica
en Perú para la medición del tamaño de la tierra, propuso la creación de un nuevo mapa español a través de un sistema de triangulación
que permitiera medir correctamente la península Ibérica. El plan elaborado en 1751 era ambicioso y suponía la constitución de varios
grupos de trabajo.

Aunque el proyecto no fue puesto en marcha por una serie de obstáculos técnicos (falta de especialistas en diversas materias) y
presupuestos, la tentativa sirvió para dejar en evidencia dichas insuficiencias. También para que el Gobierno de la Nación decidiera
pensionar en París a cuatro jóvenes con el objetivo de aprender, entre otras cuestiones, el arte del grabado para la realización de mapas.
Entre ellos están los significados geógrafos madrileños de la segunda mitad de la centuria: Juan de la Cruz Cano (1734-1790) y Tomás
López de Vargas Machuca (1730-1802).

Instalados en España, a partir de 1760, la serie de trabajos realizados por ambos fue realmente impresionante. Primero, colaboraron en la
dirección de mapas sobre los diversos lugares en los que España estaba desarrollando conflictos bélicos, tales como Portugal (1762),
Luisiana (1763), Sacramento (1778) y Nueva Inglaterra (1779), y realizaron las cartografías de los territorios peninsulares en manos
extranjeras, como eran los casos de Gibraltar o Menorca. Y, en segundo lugar, colaboraron en los grabados que debían ilustrar obras
históricas o geográficas, tales como las Guías de Forasteros o La España Sagrada.
Con todo, la obra más significativa fue la elaboración de un mapa de España y sus dominios indianos. Para ello, se trazó en 1766 un plan de
recogida de datos en todas las regiones de España, a fin de obtener noticia puntual de montes y ríos, producciones agrarias y
manufactureras, centros educativos y restos arqueológicos.
De este vasto plan, fue en los datos topográficos en los que mayor insistencia se puso durante los treinta años que duró la recogida de
materiales. En esta tarea, el método de acumulación de mapas parciales tuvo inconvenientes técnicos que no siempre se supieron salvar,
tales como la reducción a una misma escala de los diferentes planos regionales. En 1810, se publicó finalmente de la mano de Antonio
López el “Atlas general de España”.

La iniciativa de estos dos importantes geógrafos no fue suficiente para las necesidades que fueron planteándose. Ante la necesidad de
informaciones geográficas precisas se tiene que acudir a instituciones que dispusieran de los técnicos y del instrumental más adecuado
posible. Por ello se acude a la Marina, que era la responsable de la defensa de las costas metropolitanas y americanas. La Academia de
Guardias Marinas y el Observatorio Astronómico instalados en Cádiz, así como los existentes desde 1777 en Cartagena y El Ferrol,
aseguraban una buena preparación técnica a los marinos.

En 1783, el ministro de Marina, Antonio Valdés, encargó al director de la academia gaditana, Vicente Tofiño de San Miguel y Vanderiales
(1732-1795), un mapa general de las costas españolas. Tres años después de iniciado el periplo, en una fragata y un bergantín, se
publicaron los “Derroteros de las costas de España y Atlas Marino de España, islas Azores y adyacentes”. Además, la expedición tuvo como
virtud la formación de un equipo de expertos, como Dionisio Alcalá Galiano, José Espinosa, José de Vargas Ponce y Alejandro Belmonte,
entre otros, que con el tiempo se dedicaron a realizar viajes por las diversas costas del planeta, haciendo así caso de las necesidades
militares, económicas y políticas que la cartografía debía responder. En estas numerosas expediciones cartográficas destacaron los viajes
por las costas de África y, sobre todo, por América. En 1785 y 1786, al mando de Antonio de Córdoba y con Alcalá Galiano a bordo, se
efectuó una incursión por la Patagonia y el estrecho de Magallanes para contrarrestar la información que franceses e ingleses estaban
consiguiendo. Asimismo, desde 1777 se iniciaron expediciones al norte, donde el marino danés al servicio del imperio ruso, Vitus Jonassen
Bering (1681-1741) había descubierto en 1728 el estrecho que lleva su nombre, al explorar las costas siberianas y alcanzar la costa
occidental de América del Norte.

El conjunto de estos viajes cartográficos permitió a los españoles un buen conocimiento de las costas norteamericanas. Finalmente, tuvo
lugar la expedición de Alejandro Malaspina, cuyo objetivo fue dar la vuelta al mundo para realizar investigaciones botánicas, pero también
para levantar cartas hidrográficas en las regiones más remotas de América, en un intento de facilitar, entre otros objetivos, unos mejores
intercambios mercantiles.

Dentro de la España peninsular, los ingenieros militares realizaron una meritoria misión: la cartografía planimétrica de la Monarquía;
acorde al nuevo ordenamiento territorial. La obra ejecutada fue ingente: miles de planos y mapas con valiosa información acerca de las
diversas provincias de España fueron levantadas por estos militares. Fue asimismo destacable la colaboración de los eclesiásticos.

Los obispos, especialmente los afines a la Ilustración, tuvieron verdadero interés en conocer geográficamente sus diócesis. En Toledo,
Valencia o Cuenca se estimularon tal tipo de empresas. Algunos prelados colaboraron incluso personalmente. Éste fue el caso del
mallorquín Antonio Despuig y Dameto (1745-1813), que fue obispo de Orihuela, arzobispo de Valencia y de Sevilla y nombrado por la papa
cardenal con título de San Calixto, arcipreste de la Basílica de Santa María la Mayor y protector de varias órdenes religiosas italianas.
Despuig fue uno de los acompañantes de la expedición de Tofiño y tomó la determinación de realizar junto con su secretario un mapa de la
isla de Mallorca, en 1784.

En los dominios americanos también hubo realizaciones llevadas a cabo por el clero, como las emprendidas, por ejemplo, por el obispo de
Nueva España. Tampoco los jesuitas descuidaron la realización de planos en los territorios donde tenían intereses.

Por último, en el campo de la geografía, es preciso resaltar la obra de uno de los mejores geógrafos del siglo, como fue el aragonés Isidoro
de Antillón (1778-1814), que fue un político, jurisconsulto e historiador de España. Desde su cátedra del Seminario de Nobles en Madrid,
representó la síntesis de la geografía ilustrada y la eclosión de los nuevos enfoques, hechos especialmente detectables en sus manuales
geográficos y en los atlas sobre su tierra o en sus observaciones astronómicas. Colaboró en la construcción de un Diccionario geográfico e
histórico de España y fue autor de las Lecciones de Geografía, editadas en 1804-1806, y de los Elementos de la geografía astronomía,
natural y política de España y Portugal, publicados en 1808. En ellos se recopila una buena parte de la información recogida por los mejores
eruditos del siglo, como Ponz, Bowles, Labrada o Asso, dando realce con estas publicaciones a la geografía humana.

Todo ello contribuyó a que la geografía, que se mostró como una disciplina especialmente ilustrada por sus múltiples posibilidades del
conocimiento de la realidad española. Su versatilidad se demostró acudiendo al socorro de cuestiones geopolíticas en las que España
estaba interesada, pero también en prestar ayuda a las necesidades internas del país, a las que aportó los conocimientos necesarios para la
construcción de obras hidráulicas, la planificación de ciudades o las decisiones en los pleitos jurisdiccionales o de propiedad. Por eso, no es
extraño que se aspirase desde el reinado del segundo rey Borbón a realizar una geografía física del país. Para su realización, por consejo de
Antonio de Ulloa, se contrató al irlandés William Bowles (1705-1780), que durante años se dedicó a recorrer el territorio. Resultado de
este largo periplo fue su “Introducción a la historia natural y a la geografía física de España” (1775), en la que se aprecia las variadas
implicaciones que existían entre botánica y geografía. Otra iniciativa más interesante fue la que desde 1740 inició la Real Academia de la
Historia para la elaboración de un Diccionario Geográfico Histórico de España. Pese al material ingente recogido y al apoyo de
Campomanes, cuando asumió la presidencia de la academia, lo cierto es que la empresa no ve luz hasta la centuria siguiente.

Con respecto al continente americano es digna de mención de José de Alcedo (1735-1812). Conocía América, pues había nacido en Quito y
pasado los 17 primeros años de su vida en las Indias, sólo en 1752 vino a España, ingresando en la Guardia real con el grado de alférez,
llegando a mariscal de campo y gobernador de La Coruña, donde se encontraba al producirse la invasión napoleónica. Su conocimiento
directo de las Indias y el haber recorrido gran parte de América y de sus islas, le sirvió de gran ayuda para la confección de su gran obra:
“Diccionario geográfico de América” (1786-1789).

Las Sociedades económicas de Amigos del País

A partir de la segunda mitad del siglo XVIII, se fundan varias Sociedades Económicas de Amigos del País, que son organismos no estatales
con el fin de promover el desarrollo de España, especialmente en el aspecto económico, y que se inician en los círculos culturales.
Contaban con licencia real para constituirse y reunirse, y en su fundación intervienen los sectores más dinámicos de la sociedad, como
importantes figuras de la nobleza y numerosos cargos públicos, de la Iglesia, del mundo de los negocios y los artesanos.

La primera en constituirse fue la Sociedad Bascongada de Amigos del País, fundada por el conde de Peñaflorida en 1765; diez años después
se constituye, a iniciativa de Campomanes, la Real Sociedad Económica de Madrid 1775. A principios del siglo XIX ya se habían constituido
63 sociedades en las principales ciudades del país.

Campomanes y otras personas percibieron que en España tardaba en desarrollarse su potencia económica por la falta de industria y baja
productividad, por lo que los pensadores liberales y los afrancesados (administradores y pensadores influidos por el advenimiento de la
dinastía de los Borbones) buscaron difundir los avances y el pensamiento de la Ilustración.

Igualmente se formaron Sociedades de igual tipo en países de Sudamérica, en donde la misión de fomentar la industria chocaba con la
primacía de la industria de la metrópolis, pues las colonias debían comprar los productos de España. Además, en la cultura conservadora de
la América española, la misión de propagar la Ilustración encontró un camino difícil por la censura oficial. Sin embargo, ciertos miembros de
las Sociedades se atrevieron a traer libros prohibidos de Europa, aún de la misma España, donde por ejemplo la Enciclopedia de Diderot se
podía comprar.
Es cierto que varias de las Sociedades de América nunca fueron más que el proyecto de un aristócrata aficionado o una imitación de una
novedad metropolitana. Con todo, varias Sociedades se destacaron en sus actividades, publicando ensayos sobre nuevos desarrollos en el
mundo agropecuario, abogando por el libre comercio y se puede ver el trabajo de estas Sociedades como un antecedente del proyecto de
emancipación de las colonias de ultramar.

Las Sociedades Económicas fueron cuna de nuevas formas de sociabilidad, donde personas (hombres) se reunían en público (no en casas)
para debatir los temas del día y solían organizarse formalmente, conservando actas de las actividades de cada reunión, eligiendo oficiales
(presidente y secretario para las funciones oficiales del grupo.

Las Sociedades Económicas de Amigos del País se muestran como un movimiento extendido a todo lo largo de la geografía, del que sólo se
desentendieron algunos grupos burgueses bien caracterizados, como parecen demostrar la inexistencia de fundaciones de este tipo en
Cádiz y Barcelona, tal vez por falta de sintonía con los planteamientos económicos emanados de los sectores oficiales impulsores por parte
de los comerciantes, industriales y navieros, que encontraron un mecanismo alternativo para la defensa de sus intereses en el Consulado o
la Junta de Comercio. En cualquier caso, la geografía de las Sociedades Económicas tampoco es exactamente la geografía del subdesarrollo,
pues junto a los centros establecidos en las capitales de comarcas estrictamente rurales, existieron muchas otras instaladas en núcleos
urbanos expansivos y cuyas preocupaciones iban mucho más allá de la mera promoción de la agricultura.

Las Sociedades Económicas de Amigos del País fueron una agrupación de ilustrados de buena voluntad y un instrumento de fomento al
servicio del reformismo oficial. En el primer caso, su actuación fue encomiable y contribuyó a despertar la conciencia crítica sobre los males
de la nación y a difundir la ilusión de que la supresión del atraso era posible, mientras que en la segunda vertiente los resultados sólo
pueden calificarse, salvo algunos logros puntualmente localizados, como decepcionantes.

El fracaso final de los Amigos del País debe ponerse en relación con la ralentización del empuje reformista del gobierno desde los años
finales del siglo, con la incomprensión manifestada por buena parte del entorno social, con la crisis económica finisecular que privó de
recursos a las instituciones benéficas o docentes en funcionamiento, pero quizás sobre todo se debió al planteamiento voluntarista
subyacente a toda su labor, ya que los medios disponibles nunca hubieran podido poner remedio a una situación de atraso económico y
cultural que necesitaba de acciones más enérgicas y radicales y de mayor envergadura que las permitidas en el ámbito local de actuación
reservado a los Amigos del País.
Las Sociedades Económicas de Amigos del País, en definitiva, fueron uno de los productos más originales del dirigismo cultural de los
equipos gobernantes borbónicos. Su historia permite plantear el problema de las relaciones entre el Despotismo Ilustrado y la propagación
de corrientes reformistas espontáneas entre los grupos sociales que tenían acceso a la cultura superior. Su historia permite introducir la
cuestión del reformismo en provincias, al margen de la incitación directa de la administración de la corte. La Guerra de la Independencia y
la revolución liberal acaban con las Sociedades, pero algunas son refundadas posteriormente o no habían llegado a liquidarse por lo que
aún existen algunas con ese nombre, aunque desde el siglo XIX tienen un carácter diferente.

La Sociedad Vascongada de amigos del país


La primera Sociedad Económica de Amigos del País fue una iniciativa de los nobles ilustrados guipuzcoanos conocidos como
los "Caballeritos de Azcoitia", encabezados por Javier María de Munibe, conde de Peñaflorida, que en 1748 formaron una tertulia llamada
"Junta Académica", cuyas actividades "incluía las matemáticas, la física, la historia, la literatura, la geografía, sesiones de teatro y conciertos
de música. Tomaron como modelo las sociedades económicas que estaban proliferando en toda Europa debido al interés creciente por los
temas económicos y en especial por el progreso de la agricultura, y que tenían un carácter más utilitario que las academias literarias y
científicas.

En 1763 las Juntas Generales de Guipúzcoa aprobaron el proyecto de creación de una Sociedad Económica de la Provincia de Guipúzcoa,
cuyos miembros son reclutados entre las personas más conocidas por su sabiduría en la agricultura, las ciencias y artes útiles a la economía
y en el comercio, dando entrada así en el seno de la sociedad a gente plebeya y enriquecida por el comercio que tenían los mismos
derechos que los socios procedentes de la nobleza o el clero.

La iniciativa de los "Caballeritos de Azcoitia" fue secundada por políticos e ilustrados del Señorío de Vizcaya y de la "provincia" de Álava,
quienes se reunieron con los guipuzcoanos en Azcoitia para aprobar los estatutos de una nueva sociedad llamada Sociedad Bascongada de
Amigos del País, que comenzó a funcionar en1765. Unos de sus objetivos era estrechar más la unión de las tres provincias vascongadas,
contaba con tres secciones, una por cada territorio, y más tarde promovió la formación de las dos sociedades de amigos del país del Reino
de Navarra establecidas en Pamplona y Tudela. Las secciones "provinciales" se dividieron en cuatro comisiones: "Agricultura y Economía
rústica", "Ciencias y artes útiles", "Industria y Comercio" e "Historia, Política y Buenas Letras".

Los fines de la Sociedad Económica Bascongada de Amigos del País eran aplicar los nuevos conocimientos científicos a las actividades
económicas, por ejemplo, en las ferrerías, y enseñar aquellas materias que no se explicaban en las universidades, como la física
experimental o la mineralogía, que sería el germen de la Real Escuela de Metalurgia. También establecieron cátedras de historia y de
francés.

Cuando fueron expulsados los jesuitas de España en 1767, los "caballeritos de Azcoitia" consiguieron la cesión del colegio de Bergara, en el
que fundaron el Real Seminario de Nobles. La Sociedad logró formar una importante biblioteca y consiguió el permiso para suscribirse a la
Enciclopedia, aunque con la condición de que sólo pudiera ser consultada por los socios de la entidad que tuvieran licencia de la Inquisición
para leer libros prohibidos, condición que al parecer no se cumplió.

Por iniciativa de Campomanes, el ejemplo de la Bascongada se extendió a toda la Monarquía. El proyecto de Campomanes tenía cinco
notables diferencias respecto de la institución vasca.

- La primera, era que la iniciativa partía del gobierno, con lo que la existencia de un grupo de ilustrados no era una condición previa para su
fundación.
- En segundo lugar, la función fundamental de sus estatutos es la de apoyar las reformas emprendidas por los ministros del rey.
- En tercer lugar, se aumenta considerablemente la tutela pública sobre las mismas.
- En cuarto lugar, el acceso a las sociedades queda restringido a la nobleza ilustrada, caballeros, eclesiásticos y gentes ricas, y miembros de
la administración y autoridades locales, con lo que su base social es mucho más reducida que la de la Bascongada.
-En quinto lugar, su ámbito de actividades se restringe a la teoría y la práctica de la economía política en todas las provincias de España, por
lo que se prescindía de la "Historia, Política y Buenas Letras" y pasa a un segundo plano las matemáticas, la física y la medicina.

Así pues, las más de sesenta Sociedades de Amigos del País que se constituyen en España entre 1775 y el final del reinado de Carlos III, en
1788, no siguen el mismo camino que la Bascongada.

La Sociedad Económica Numantina de Amigos del País se crea en 1777 y fomenta la actividad industrial, que es básicamente la industria
lanera, gracias al apoyo de una serie de socios, comerciantes avecindados en Cádiz.

7. La Química en España en el siglo XVIII

La revolución química de Lavoisier la introdujo en España Pedro Gutiérrez Bueno, con la traducción de la “Nueva Nomenclatura Química de
Lavoisier, Fourcroy, Morveau y Berthollet” en 1788, que amplió considerablemente en la segunda edición de 1801.

Hay que decir que entre las iniciativas creadas para promover el desarrollo de la ciencia en España en el siglo XVIII se encontraba el
pensionar a jóvenes españoles para su formación en el extranjero. Fue el caso de los hermanos Elhuyar que en 1783 descubrieron el
wolframio trabajando en el laboratorio dependiente de la Sociedad Bascongada de Amigos del País en Vergara (Guipuzcoa).

No obstante, a diferencia de las dificultades que encontró en España la física newtoniana, en la química los planteamientos del padre de la
química, el francés Antoine-Laurent de Lavoisier (1743-1794) fueron rápidamente aceptados, y así surgieron varios laboratorios de química
fundados por la Secretaría de Indias (1786), de Hacienda (1787) y por la Secretaría de Estado (1788), además de los de Azpeitia, Barcelona,
Cádiz, Segovia o Valencia creados por las Sociedades Económicas de Amigos de País u otras entidades.

7.1. Joseph Louis Proust

El francés Joseph Louis Proust (1754-1826) emigrado a España, fue profesor en Segovia y dirigió en Madrid el laboratorio que le hizo
construir Carlos IV. Llevó a cabo numerosos trabajos de análisis de compuestos químicos y estableció la ley de las proporciones definidas,
que le supuso una larga controversia (1801-1807) con su compatriota Claude Berthollet. La ley de Proust es la ley de la química más
importante después de la ley de conservación de la masa de Lavoisier. Proust comenzó a estudiar en el laboratorio de su padre, a la sazón
farmacéutico. Continuó sus estudios en París, donde trabó amistad con Lavoisier y ganó en 1776, tras un brillante concurso, el puesto de
farmacéutico jefe en el hospital de la Salpêtrière. Su vocación por la enseñanza le hace abandonar París a finales de 1778 y se establece en
Bergara (Guipúzcoa) para desempeñar la cátedra de química en el Real Seminario Patriótico de la Real Sociedad Económica Bascongada de
Amigos del País.
Regresó a su patria en 1780, hasta que años más tarde fue llamado por Carlos IV y designado, en 1785, profesor de química del Real
Colegio o Academia Militar para Oficiales y Caballeros Cadetes de Artillería, instalada en el alcázar de Segovia desde 1763. Desde 1799
hasta 1806 dirigió el laboratorio que el rey le hizo construir en Madrid. Éste era el resultado de la fusión de sendos laboratorios
dependientes de los ministerios de Estado y de Hacienda, dirigidos hasta entonces, respectivamente, por Pedro Gutiérrez Bueno y
Francisco Chavaneau.

En 1798 contrae matrimonio con la aristócrata Ana Rosa de Chatelain D’Aubigne, refugiada en España a raíz de la persecución de la
aristocracia en Francia, y con ella regresa a Francia a finales de 1806. Allí se enteró, en 1808, del saqueo de su laboratorio durante el
levantamiento popular producido en Madrid contra el invasor francés, así como de la pérdida de su empleo.

Fijó su residencia en su región natal en el pueblo de Craon. Fueron años de importantes logros científicos: en 1808 descubrió el azúcar de
uva o glucosa, después de que Napoleón I invitara a todos los químicos franceses a buscar una nueva sustancia que remediara la escasez de
edulcorantes causada por la guerra. Sin embargo, ya en España Proust había anticipado este descubrimiento (1799), e incluso había
publicado en Madrid su obra Ensayo sobre el azúcar de uva (1806). Para la investigación y producción de dicha sustancia recibió, en 1810,
una subvención que no terminó de remediar su maltrecha situación económica. Fue nombrado académico de número de la Academia de
Ciencias de París (1816), caballero de la Legión de Honor (1819), miembro de la Real Academia de Ciencias de Nápoles (1819) y miembro
asociado no residente de la Real Academia de Medicina de París (1820).
El Seminario de Bergara
Cuando el proyecto docente de la Sociedad Bascongada de Amigos del País cristalizó, sus enseñanzas se establecieron en un espléndido
inmueble que perteneció a los jesuitas y que fue donado a la Sociedad cuando la Compañía de Jesús fue expulsada de España. El centro se
denominó Real Seminario Patriótico Bascongado, y a pesar de llamarse "Seminario", en esta época no se cursaban en él estudios religiosos,
sino que ofrecía la educación necesaria para continuar otras carreras superiores, sin olvidar todo tipo de enseñanzas encaminadas a
proporcionar una formación integral a su alumnado.

En septiembre de 1777 se crearon las dos primeras cátedras de "Química" y de "Mineralogía y Metalurgia" que se instauraron en el país
porque, aunque la "Escuela de Minas" de Almadén se creó unos meses antes, su plan de estudios no las contemplaba. La fundación de
estas dos cátedras estuvo asociada a una misión de espionaje científico-militar que contó con la ayuda de los socios de la Bascongada y que
tuvo como broche de oro el aislamiento del wolframio en Bergara en 1783, por Juan José (1754-1796) y Fausto (1755-1833) de Elhuyar.

A Louis Proust le cabe el honor de haber establecido en Bergara un perfecto laboratorio para impartir sus clases y para realizar labores de
análisis químico.
Situado en la cercana "casa de Zabala", el 20 de mayo de 1779 fue testigo de la primera lección de química entendida como una disciplina
académica autónoma que se impartió en todo el Reino. Los hitos científicos conseguidos en la villa bergaresa fueron muchos, entre otros:

El logro de malear el platino a partir de sus menas, primero por François Chavaneau (1754-1842), profesor de Física, Lengua francesa y
Química, y después por Anders Nicolaus Thunborg (1747-1795), profesor de Mineralogía.

La activación de técnicas innovadoras para promover la industria del país.

Los distintos trabajos metalúrgicos de Fausto de Elhuyar.

Los análisis de aguas realizados en distintas fuentes y manantiales por Louis Proust.

La potenciación de las nuevas prácticas de agricultura y ganadería.

El elevado nivel de los estudios matemáticos impartidos Gerónimo Más.

La activación de los estudios de Náutica a través de la entrega de distintos premios.

La investigación médica de varios tipos, entre la que destacó la campaña de inoculación de la viruela.

En plena convulsión por el desarrollo de la revolución en Francia, entran los soldados franceses en la provincia de Guipúzcoa y todo el
personal del Seminario se dispersó, por lo que a partir de 1794 las actividades allí realizadas cesan, aunque no para siempre.

La bibliografía asigna a España el descubrimiento de dos elementos químicos: el wolframio y el platino (descubierto en 1735 en la actual
Colombia) y otro, el vanadio, en competencia con Suecia. El wolframio es un elemento químico que fue descubierto por los hermanos de
Elhuyar en los laboratorios del Seminario de Bergara. Tras trabajar arduamente en ello, informaron del trabajo el 28 de septiembre de 1783
a la Asamblea General de la Asociación Bascongada de los Amigos del País. Fue un descubrimiento de repercusión mundial y un triunfo
para la labor investigadora del Seminario. Juan José (1754-1796) y Fausto (1755-1833) de Elhuyar han pasado a la historia como los
descubridores del wolframio. Puede encontrarse escrito el apellido de diversas formas, como de Elhuyar, D´Elhúyar o Delhuyar, con o sin
tilde, pero no cabe duda, de que son una de las más destacadas familias de científicos de la historia de España.

En esa misma época, el francés François Chavaneau (1754-1842), profesor y químico que desarrolló su carrera en España en el Real
Seminario de Bergara, logró otro descubrimiento importante. Hasta la década de 1780, al platino no se le daba gran importancia, dado que
no se le habían encontrado aplicaciones prácticas y solía ser despreciado. Fue Chavaneau quien ideó el primer método de purificación del
platino. Así consiguió en el Seminario el primer lingote fabricado con la masa pura y maleable de este elemento químico. No obstante, el
platino fue descubierto en América, en la provincia de Esmeraldas,
Ecuador, por el español Antonio de Ulloa (1716-1795), siendo llevado por primera vez a Europa en el año 1735. El nombre del elemento se
relaciona a su parecido con la plata, con la cual se lo confundió en un primer momento. Antonio de Ulloa fue el segundo hijo de una familia
influyente y acomodada de Sevilla. Su carrera en la marina le llevó desde joven a cruzar el Atlántico: a los 19 años se unió, en compañía de
Jorge Juan, a la Misión Geodésica Francesa destinada a medir un arco de meridiano en la América ecuatorial con el fin de determinar la
forma de la Tierra. Ulloa emprendería el regreso a España en 1745. Tres años después publicó junto con Jorge Juan su Relación Histórica.
En 1801, al examinar muestras minerales procedentes de Zimapán en el actual Estado de Hidalgo en México, el científico hispano-
mexicano Andrés Manuel del Río (1764-1849) descubre el elemento químico vanadio.

El Jardín Botánico de Madrid


En 1755, el rey Fernando VI ordenó la creación del Real Jardín Botánico de Madrid, situándolo en la Huerta de Migas Calientes
(actualmente Puerta de Hierro, a orillas del río Manzanares) Contaba con más de 2.000 plantas, recogidas por el médico y botánico José
Quer y Martínez (1695-1764) en sus numerosos viajes por la Península Ibérica y Europa, sobre todo, a Italia donde fue destinado, u
obtenidas, también, por intercambio con otros botánicos europeos.

La continua ampliación del jardín llevó a que Carlos III diera instrucciones en 1774 para trasladarlo a su actual emplazamiento en el Paseo
del Prado de Madrid, donde se inauguró en 1781. Hay que decir que el Conde de Floridablanca, primer ministro de Carlos III, puso especial
interés en el traslado del Jardín al prado viejo de Atocha, no sólo porque permitiría embellecer el proyecto, sino, sobre todo, porque
serviría como un símbolo del mecenazgo de la Corona con las ciencias y las artes.

Uno de los científicos que participó en el proyecto del Real Jardín Botánico en el Prado fue el catedrático Casimiro Gómez Ortega (1741-
1818), que previamente, antes en 1771, fue nombrado primer catedrático del Real Jardín Botánico de Madrid de manera interina, ganando
definitivamente la plaza por oposición al año siguiente, desempeñándola hasta 1801, año en que se retiró. Actuó como editor de una
edición española de la obra “Philosophia Botanica” de Carlos Linneo (1792).

El primer proyecto arquitectónico fue adjudicado al arquitecto real Francesco Sabatini, que entre 1774 y 1781 realizó la traza inicial, con
una distribución en tres niveles, y parte del cerramiento, en el que destaca la Puerta Real (en el Paseo del Prado). Sobre esta base, entre
1785 y 1789 Juan de Villanueva (al que debemos el Museo del Prado y el Observatorio Astronómico) realizó un segundo y definitivo
proyecto, más racional y acorde a la función científica y docente que debía tener el Jardín.
En esos años se ordenaron las plantas según el método de Linneo
Desde su creación, en el Real Jardín Botánico se desarrolló la enseñanza de la Botánica, se auspiciaron expediciones a América y al Pacífico,
y se recibieron dibujos de grandes colecciones de láminas de plantas, semillas, frutos, maderas, plantas vivas y pliegos de herbario, que
contribuyeron a acrecentar sus colecciones científicas y su biblioteca.
El Jardín se convirtió en receptor de los envíos de las expediciones científicas que auspició la Corona en este período

Su sucesor, Francisco Antonio Zea (1766-1822), natural de la ciudad colombiana de Medellín, fue un científico y político, tomó posesión del
cargo el 17 de septiembre de 1805 con su discurso "Acerca del mérito y de la utilidad de la Botánica", donde pidió la renovación de los
métodos de enseñanza. Como director del Jardín Botánico publica en el Semanario de agricultura y artes la noticia de la plantación de
árboles con carácter festivo en Villanueva de la Sierra, dando pública fe de la celebración del primer Día del Árbol en el mundo. La
publicación de este semanario, del que él era director, fue un exponente de la Ilustración española. En él escriben relevantes científicos e
ingenieros españoles y extranjeros, que difunden las últimas teorías sobre agricultura, artesanía y usos domésticos cotidianos, con análisis
y teorías de corte preindustrial.

España necesitó la astronomía por su aplicación a la navegación, al tener que con-


trolar un enorme imperio de ultramar. Fue una razón pragmática, como ayuda al
comercio, las comunicaciones y su expansión. El arte de navegar se convirtió en la
ciencia de navegar y fue Jorge Juan uno de los principales artífices de esta trans-
formación. Fue precisamente él quien sugirió al rey Carlos III el establecimiento de
un Observatorio Astronómico de la Marina en el sur de España, fundado en 1753.

9.2. El Real Observatorio de Madrid

El edificio del Real Observatorio de Madrid es diseñado por Juan de Villanueva y comienza a construirse en 1790. Juan de Villanueva inició
la construcción de este Observatorio Astronómico encargado por el conde de Floridablanca, Secretario de Estado del rey Carlos III. La
construcción del edificio se inició ya en el reinado de Carlos IV

El Canal de Castilla es un cauce artificial que recorre 207 km.


Aunque existían antecedentes de proyectos similares en los siglos XVI y XVII, no
es hasta mediados del siglo XVIII, cuando Fernando VI y su ministro el Marqués de
la Ensenada, empiezan a pensar en un ambicioso plan para desarrollar la economía de España, plan en el que sobresalen las obras públicas
relacionadas con la comunicación.
Al ser Castilla la principal productora de cereales, el Marqués de la Ensenada sugiere a Fernando VI la construcción de una red de caminos y
canales de transporte pensados para Castilla. De esta forma, el prestigioso ingeniero Antonio de Ulloa presenta el “Proyecto General de los
Canales de Navegación y Riego” para los Reinos de Castilla y León, inspirado en anteriores trabajos del francés Carlos Lemaur. Las obras de
este grandioso proyecto dan comienzo el 16 de julio de 1753 en Calahorra de Ribas, término municipal de Ribas de Campos (Palencia), bajo
la dirección de Antonio de Ulloa y el ingeniero jefe Carlos Lemaur.

El Canal Imperial de Aragón es la otra obra hidráulica importante de España. Es un canal de riego y de navegación de 110 km construido de
1776 a 1790 entre Fontellas (Navarra) y Fuentes de Ebro (Zaragoza). Su construcción tenía por objeto mejorar el regadío de la antigua
Acequia Imperial de Aragón, llevando el agua del río Ebro hasta Zaragoza y permitir extender el regadío en la región. Así mismo estableció
un servicio de transporte de viajeros y mercancías entre Tudela y Zaragoza.
El canal proyectado en el siglo XVIII tenía dos aspiraciones: - Salvar los meandros y azudes del tramo medio del Ebro, haciéndolo navegable.
- La vieja idea aragonesa de conseguir una salida al mar que le permitiera exportar directamente sus productos, principalmente agrícolas,

Fue el 9 de mayo de 1772, gracias al impulso dado en el Gobierno por el Conde Aranda cuando se nombra protector del Canal al
zaragozano Ramón de Pignatelli (1734-1793) que proyectó la construcción material del cauce y la obra civil (1776-1790), venciendo
obstáculos de todo tipo como el azud de El Bocal, el gran acueducto del Jalón, el cauce hasta Zaragoza. También construyó las
dependencias de la institución en Zaragoza, en la conocida como Casa del Canal. Organizó la navegación por el mismo (1789) y el 15 de
agosto de 1790 se dio por finalizado el Canal Imperial de Aragón de 110 km tras colocarse la última piedra de la presa de El Bocal, Navarra.

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