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Cuerpo y letra en Teresa de la Parra

Longtemps, longtemps, la voix humaine fut base et condition de la


littérature. […] Tout le corps humain présent sous la voix, et
support, condition d’équilibre de l’idée. […] Un jour vint où l’on sut
lire des yeux sans épeler, sans entendre, et la littérature en fut tout
altérée.
Paul Valéry, Tel Quel, Œuvres, 1960.

Setenta años después de la publicación de Ifigenia, los malentendidos y


polémicas en torno a esa primera novela de Teresa de la Parra siguen
teniendo visos desmedidos, descolocados, e incluso cómicos para el lector
de fin de siglo, quien saborea las impugnaciones y respuestas irónicas de la
autora. En esos artículos de contraataque a los «falsos intelectuales» y a los
«ultramontanos», toma cuerpo su diferencia y su distancia en el campo
literario de entonces, sacudido por las vanguardias y abandonado
lentamente por los modernistas crepusculares. La escritora venezolana ya
había adoptado en los años veinte una posición incómoda y lúcida, la de
oponerse a unos y otros, buscando en sus novelas la voz y la forma propias a
ese tiempo de reajustes, a esa oscilación entre Europa y América, a su
femineidad independiente y moderada.
De esa condición transicional, la autora tenía una consciencia cabal y
sorprendente, tal como lo dejan entrever las conferencias, los epistolarios y
diarios publicados sucesiva pero aún no completamente. Además de
confesar que su escritura literaria apareció en reacción a una infancia
colonial durante una adolescencia en la que «todos somos revolucionarios,
tanto por espíritu de justicia como por espíritu de petulancia» (O, 491)1, la
autora reveló que su «inquietud nómade» y su «sed de ideal» la retrotrajeron

1 Ver al final del artículo las referencias bibliográficas completas de las citas y
abreviaturas.
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insospechadamente a la infancia y a lo que ella llamaba la Colonia (OE2,


110-111). Cuando años más tarde releyó su primera novela, volvió a surgir
la ambivalencia que la trajo a Europa y que desde allí la llevaría una y otra vez
de vuelta a su país: la cultura europea la atraía por su lejanía e
inaccesibilidad misma, aunque, mal asimilada, hubiera dado más tarde como
resultado un «barbarismo peligroso» que impregnó a su parecer toda la
novela (OE 2, 286 y 296). Su respuesta inmediata fue un trabajo reflexivo
con los discursos orales, criollos y cultos para dar con una forma
contrapuntística, «la más criolla de la literatura criolla» (OE2, 225), la de
Las memorias de Mamá Blanca.
Desde los años veinte hasta la actualidad, la crítica fue paulatinamente
profundizando los contrastes estilísticos e ideológicos de los textos mismos,
aunque hubo que esperar los años ochenta para que ello se concretara en los
estudios de E. Aizemberg, F. Masiello y E. Garrels, y en la primera edición
crítica de Archivos. Después de la tentación inicial de ver reflejado en las
obras el autorretrato de la autora, trampa en la cayeron los primeros críticos
y traductores —tanto F. de Miomandre como M. de Unamuno y R. Carías
(O, 4-5, 562, 595, 609)—, el anatema conservador del «defensor de las
Aristeigueta» con que se había atacado aquí y allá a la autora fue
desplazándose hacia el campo de la crítica ideológica. V. Fuenmayor develó
así los intereses de clase presentes en las dos novelas. Otra tendencia
crítica, animada por un afán filológico, quedó plasmada en los estudios
sucesivos de V. Bosch y en el volumen de Archivos que ella coordinó; esas
lecturas lograron analizar y restituir los mecanismos del fluir encantado de
la prosa, acercándose así a la vocación misma de la autora, quien siempre
deseó despertar a esa muerta que era para ella la palabra escrita (M, 75).
Entre ambos tipos de aproximaciones críticas se puso en evidencia una
complejidad textual y ficcional que sobrepasaba las oscilaciones psíquicas
de la autora: V. Bosch mostró la dualidad cultural criolla de su poética

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coloquial (M, 146-150) y González Boixo la ambivalencia de un feminismo


moderno que evitó sin embargo entrar en conflicto abierto con la figura
paterna (M, 234). El aspecto intertextual de estas contradicciones fue
corroborado por estudios más recientes, como los de S. Zanetti y S. Mattalía
sobre Ifigenia y el de D. Bohórquez sobre el conjunto de la obra. Allí se
pudieron observar los deslices entre géneros mayores y menores, o entre el
diarístico y el epistolar, siempre parodiados e ironizados, así como el
trabajo dialógico de la escritura, fundado en una hibridación y una nostalgia
depresiva recurrente. Las implicaciones discursivas también ambivalentes
de las novelas surgieron por fin en los artículos D. Sommer reproducidos en
la segunda edición de Archivos. La autora norteamericana analiza en detalle
el cuestionamiento lingüístico y escriturario entre la aspiración a la
transparencia y la constante opacidad con la que la narradora se distancia de
los discursos familiares autorizados (M2, 277-290).
Todos estos cambios y progresos en la comprensión crítica de los textos
de Teresa de la Parra se deben, más que a la distancia temporal, a un nuevo
horizonte de expectativa crítica, nutrido sobre todo del dialogismo de Bajtín
y de la teoría literaria feminista norteamericana. Al compartir y ampliar ese
horizonte crítico, leer hoy a la autora venezolana desde el país que
reconoció y premió su obra, me lleva a confirmar el carácter eminentemente
literario de sus entramados textuales, por más que ésto contradiga la
boutade de Fr. de Miomandre según la cual «Ni por un instante creemos
que se trate aquí de literatura» (O, 5). Parafraseando a D. Sommer (M2,
278), se podría pensar entonces que las novelas son dos «monumentos a las
encantadoras contradicciones», no sólo de la escritora venezolana, sino
sobre todo de la escritura literaria misma tal como se debatía en esa
coyuntura histórica decisiva de los años veinte.
En ambas novelas en efecto, modernidad y tradición se encuentran
cruzadas: la combinación del género epistolar con el diarístico en Ifigenia,

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que debía dar cuenta de la cotidaneidad femenina más inmediata, está sujeta
en realidad a la imaginería novelesca del siglo anterior, aunque ironizada y
distanciada. Por el contrario, en Las memorias de Mamá Blanca para
impugnar la deshumanización moderna y poetizar la infancia se recurre a un
diseño novelístico reflexivo y polifónico, típico de la nueva consciencia
estética. A partir de ese cruce inesperado y atípico entre innovación y
tradición, postularé entonces que la aspiración a la modernidad europea y a
la nostalgia de la colonia criolla se unió en el filo de dos «teologías
novelescas» opuestas, la de la encarnación y la de la ausencia, manteniendo
una oscilación entre cuerpo y letra que alimentó, según O. Paz (1956, 232-
250) y J. Rancière (1998, 95-96), a la literatura europea más innovadora de
los siglos XIX y XX.

1. Una poética de la encarnación

Recordemos para empezar que tanto en Ifigenia como en Las


memorias…, existe una misma situación de orfandad y desposeimiento
femenino: en el primer caso, la desaparición del padre acarrea la pérdida del
patrimonio familiar y la sujeción progresiva al modelo patriarcal; en el
segundo, el fracaso agrícola paterno implica el traslado a la capital y el
alejamiento irreversible del paraíso infantil criollo. Rota la unidad entre la
mujer, la familia y el estado, estas protagonistas situadas fuera del mundo
del trabajo, quedan relegadas a la vida de la imaginación, donde, tal como lo
indicó F. Masiello (1985, 810-814), cuestionan diversamente la
genealogía, la unidad y la verticalidad del orden al que están sometidas.
Ante el encierro y la pérdida, la literatura ofrecerá salidas y paliativos: la
lectura es un escape imaginario dotado del «doble encanto de lo delicioso y
lo prohibido» (O, 79), la escritura íntima y cotidiana efectúa una
exploración identitaria en la que, según la compiladora de las memorias,

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«como en todo amor bien entendido, en su principio y en su fin, me buscaba


a mí misma» (M, 7).
El verdadero agente de la transformación pasa a ser el cuerpo femenino,
que es el capital inalienable más preciado de las protagonistas. No en vano
el erotismo y el afecto heterosexual son evitados una y otra vez por María
Eugenia ya que, si Mamá Blanca se ha liberado de ellos, es por haber pagado
ya el tributo a que la sexualidad patriarcal las condenaba a ambas en tanto
que mujeres, el de la maternidad. Ese cuerpo propio, alejado de la
dependiencia marital o sexual, expresa el erotismo a través del vestido y el
ceremonial cosmético observado por S. Zane tti (1997, 139-142),
mientras que la búsqueda introspectiva quedará plasmada a través de la
literatura. Es gracias a su propio cuerpo de mujer escenificado en la
escritura y reflejado por el espejo o por la amiga que lee o escucha, que ellas
acceden progresivamente a una imagen de sí mismas cortada de la herencia
paterna y productora valores de reemplazo.
Durante ese breve intervalo anterior o posterior al sacrificio del
matrimonio y la maternidad, la joven y la anciana encarnan en su propio
cuerpo una suma de personajes literarios y de lecturas heredadas, pero
siempre reapropiadas y reescritas: María Eugenia lo hace a la manera de
Madame Bovary, personificando finalmente a la heroína trágica de
Eurípides tras haberlo hecho con muchos otros roles famosos; y la segunda,
al modo del cuentista tradicional que viene de muy lejos y tiene una
experiencia única para contar, tal como lo quería W. Benjamin (1991, 206-
207). Varias escenas tematizan esa reapropiación de la literatura europea
en el cuerpo propio al comienzo de ambas novelas: entre las amigas de
colegio, la antigua «comunidad de gusto por el teatro y las novelas» lleva a
María Eugenia a escribir su propia novela, ya que cree valer «un millón de
veces más que esas heroínas» (O, 9); la morena «Blanca Nieves» imitará a
esa cuentista oral y materna que le riza su cabello liso, aunque sin éxito

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frente a sus hermanas menores. Más tarde, en su vejez, logrará trasmitir el


consejo moral del cuento a su amiga, la escritora profesional y editora sus
escritos, aunque éstos estaban destinados en principio a sus nietos (M, 39-
40).
No es casual que en ambos casos uno de los numerosos textos en juego
sea Paul et Virginie, la novela bucólica de Bernardin de Saint-Pierre, ya que
las protagonistas tratan quijotescamente de corregir o impugnar el final
trágico al que está destinado la relación amorosa. La encarnación idealizada
de esa novela francesa representa tanto en Ifigenia como en Las memorias
un intercambio oral entre madre e hija, en el que el carácter real o putativo
de la filiación importa menos que la transmisión simbólica efectuada y la
seducción recíproca. Mientras que Mercedes, el modelo materno de la
futura Ifigenia, da una versión desencantada de la ilusión novelesca (O,
118), la madre de María Moñitos alimenta las proyecciones novelescas de su
hija a la vez sobre el espejo y sobre el espacio circundante:
—Era así como Marquesa, ¿verdad Mamá?
Mamá comprendía la necesidad urgente de mi corazón y la satisfacía
generosamente:
—Sí, era idéntica a Marquesa. (M, 36).
En los dos casos el intercambio de lecturas vividas establece un pacto
horizontal y simbólico entre mujeres, donde la identidad y el poder se
definirán más tarde por común acuerdo entre ellas.
Para que ello se concrete, será necesario pasar al espacio de la escritura,
donde ambas mujeres quedan ligadas por un contrato literario intimista,
muy en boga en las capas altas de la burguesía francesa de la época que
reaccionaban así según D. Madélenat al avance de la sociedad industrial de
masa (1989, 50). Lejos de la uniformidad y la promiscuidad dominantes,
ese contrato coloca a la protagonista en busca de su propia autenticidad, la
actual y cotidiana en la carta y los diarios de María Eugenia, la pasada y
remota en las memorias fragmentadas de Mamá Blanca. Las confidencias y

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confesiones hechas alternativamente a la joven amiga o al propio yo


desdoblado, recrean un espacio profundo y verdadero porque sincero y
oculto a los ojos del resto del mundo, alimentando así la ilusión
autobiográfica que tentó a los primeros críticos de la obra. Mientras que
fuera del espacio privado reina la mentira, en ese adentro de la escritura
intimista retorna la verdad contradictoria del sentimiento tras haber sido
reprimida. Para probar el cumplimiento del contrato intimista y sincero allí
están los largos monólogos interiores que la presencia de los mayores ha
impedido exteriorizar (O, 91-92), la relectura posterior de los diarios
donde la protagonista encuentra un testimonio de «gran interés
psicológico» (O, 187), y la emoción a flor de piel de la anciana que a los
setenta y cinco años aún siente latir su corazón ante la perspectiva de una
excursión campestre (M, 97).
La confidencia íntima o memoriosa deviene incesantemente relato
fragmentado de escenas significativas que recogen la tensión del drama
personal o la riqueza del idilio infantil. También aquí los personajes
referidos adquieren un relieve dinámico por medio de un discurso narrativo
aparentemente fluído y transparente. En Ifigenia los diálogos extensos y
tupidos entre las amigas, o entre la protagonista y los miembros de su
familia, construyen bandos opuestos de personajes, enfrentados por la
elocuencia seria y católica de la Abuelita, la irónica de tío Pancho y la
afrancesada de Mercedes. En el ámbito paradisíaco de Piedra Azul, la
convivencia de propietarios godos y servidores antillanos, de niñas
herederas y peones desposeídos, se acompaña de una heteroglosia
harmónica y musical que parece ceder un espacio propio a cada voz
particular. Las dos novelas nos presentan una serie de personajes que van
pasando ante los ojos del lector como un «friso» en el que estuvieran
próximos, y a igual distancia según J. Balza, quien aplica con justeza la
expresión a Las memorias… (M, 217).

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La presunta ingenuidad y fluidez de las cartas, diarios y memorias que


vierten esos discursos referidos se construye a partir del modelo narcisista
del río, del agua transparente y pura que refleja y refresca a las protagonistas
de ambas novelas. Las escenas del juego infantil en el trapiche (M, 92-94) y
del baño adolescente en el pozo fluvial que abisma la identidad (O, 148-
150), idealizan el contacto erótico de la protagonista consigo misma, como
si súbitamente cuerpo y alma coincidieran, sin necesidad de palabras.
Cuando la lectura es plenamente compartida, y la escritura se hace fácil y
fértil, retorna metafóricamente ese fluir sensual del agua para nombrar una
prosa capaz de dar cuerpo al soplo del alma y al reflejo la belleza
espontánea. La escritura intimista juega a ser el río confesor del logos, del
bien que «absuelve todas las negruras» (O, 150), o ese espejo donde madre
e hija se aúnan como «excelente lector o complemento» (M, 35).
Esta red metafórica que hace de la palabra escrita un río transparente de
reflejos fieles expone también su carácter mediatizado y secundario,
impostado e imperfecto respecto a la coincidencia absoluta entre lo dicho y
lo vivido que prescinde de palabras. La fusión ideal tan buscada es
finalmente la del silencio simultáneo a la mirada, la de la escucha absorta del
cuento reencarnado. La proximidad entre lo nombrado y lo fantaseado se
produce a final de cuentas sólo en el monólogo interno con una misma o en
el diálogo en voz baja con el hombre al que no se está prometida (O, 240).
La escritura por su parte no deja de ser distancia, diferencia entre la
presencia corporal de la voz y esas palabras que transportan sucedáneos de
ausencias.

2. Una poética de la ausencia

Aquella posesión de sí misma a la que tendía la encarnación por la


lectura apasionada y la escritura clandestina (M, 11), debía exponer tarde o

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temprano el carácter artificioso del juego literario, la distancia necesaria


para recrear la proximidad, el minucioso trabajo hasta llegar a la
espontaneidad. Lo que, dicho de otra forma, podría equivaler a ausentarse
en la escritura para estar más tarde presente, a alejarse de sí misma para
perdurar tras una desaparición inmediata. Así, para realizar esa ferviente
aspiración de pertenencia, proximidad y transparencia, fue necesario
hilvanar continuamente el tejido de cada novela de distancias y opacidades
que hasta aquí he dejado en un segundo plano por inscribirse en una poética
de la ausencia. La apariencia de vida está entonces sustentada por toda una
serie de desdoblamientos y distanciamientos que, además de reestablecer el
espejo claro de la vida privada femenina en Ifigenia (OE, 469), y la
inocencia de la palabra oral en Las memorias…, descentran lo íntimo hacia
lo público y detienen el fluir espontáneo de la voz en el entramado escrito.
La distancia se interpone en cada uno campos ya observados en que la
letra se había encarnado: el personaje, la escena de acceso a la literatura, el
contrato intimista y el fluir discursivo. En primer lugar es el carácter
excesivo de las protagonistas de ambas novelas lo que las aleja
irremediablemente de la instancia autorial, quien establece su diferencia en
el paratexto. Los títulos de los capítulos que ordenan la carta y los diarios de
Ifigenia mantienen una tensión continua con el transcurrir diario, tal como
lo indicó S. Zanetti (1997, 150): sea trivializando el drama con títulos de
folletín en la segunda y tercera parte, sea objetivando el transcurrir diario
cuando se exacerba el melodrama en la cuarta y última parte. A la
exuberancia desenfadada del diario de María Eugenia corresponde en Las
memorias… la desmesura del libro voluminoso legado por la anciana a la
compiladora, y que ésta ha podado en favor de mayor naturalidad y limpidez
(M, 12). Tanto respecto al bovarysmo de la primera como a la bondad
generosa de la segunda, la instancia autorial afirma su soberanía sobre esas

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figuras encarnadas, pero cautivas en el papel amarillento ya de esos escritos


íntimos.
El paratexto refleja un montaje narrativo que equivale a una indiscreción
ficticia, a una traición por haber dado a conocer unos escritos íntimos que
han sido además transvasados y alterados por el filtro opaco de la escritura
ajena y reflexiva. La traición se torna paródica cuando el montaje muestra la
transposición ostensible de varios géneros literarios consagrados, y
encarnados por la protagonista. La transición genérica observada por S.
Mattalía en Ifigenia de la carta detallista al diario lírico (1992, 47), va
acompañada de reescrituras paralelas al cambio de tono: inicialmente
priman las versiones cómicas de escenas románticas, como la caída del
poeta tras haber recitado (O, 19), relevadas progresivamente por
reescrituras dramáticas de escenas sentimentales frustradas (O, 142, 160),
y que al acercarse el desenlace trágico, se alimentan finalmente del
melodrama, como cuando la heroína vuelve a tener trato con su fallido
prometido en casa de su tío falleciente (O, 238-248). Aquí la parodia tiene
esencialmente una función agonística de transformación temática que
desvirtúa los tonos y las perspectivas axiológicas del hipertexto. En Las
memorias… en cambio, el retorno memorialista condensa y transvocaliza —
según la terminología de Genette (1982, 292)— un sinfín de historias
letradas y tradicionales, cultas y populares, que se encuentran fundidas a lo
narrado. Una vez identificado el origen desconocido de las transposiciones
del tío Juancho por ejemplo, el texto original aparece como un tesoro al fin
encontrado bajo capas de olvido (M, 65).
Esta diferencia funcional en la transposición —teatralizada según D.
Bohórquez (1997, 72-77)— de los intertextos, se confirma en el
distanciamiento impuesto en una y otra novela al contrato intimista
escenificado. Mientras que María Eugenia se clausura en su diario como
única lectora de sus escritos —lo que dicho sea de paso incentiva la

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J. MANZI: CUERPO Y LETRA EN TERESA DE LA PARRA

curiosidad un tanto perversa del lector (O, 187)—, Mamá Blanca no deja de
integrar el narratario al escenario oral de su historia recapitulando las
escenas anteriores y señalando las etapas de su historia, como si esa
cuentista sabia y maestra llevara de la mano a sus nietos y su amiga escritora,
los auditores imaginarios de su relato. Entre todos los espectros invocados
por la narradora —los su padre, su tío y su amigo Cochocho (M, 23, 59,
68)—, ese narratario infantil y plural es la presencia virtual más consistente
del acto escenificado de la narración, gracias al trabajo metanarrativo
indicado que va incluso hasta adelantar («…aun cuando ustedes no lo
crean…», M, 41) y corregir el efecto pragmático de la historia contada, tal
como lo hace en el pasaje siguiente:
Espero que ninguno de ustedes se haya reído, al escuchar la lista de
nuestros nombres, lista incompleta puesto que en el momento histórico al
que me refiero no se había terminado todavía. Reírse de nuestros nombres
por muy risibles que sean indicaría poco espíritu de adaptación. Es cierto
que a nosotras casi nunca nos quedaban buenos, pero en cambio a Mamá,
nacida por el 1831, le quedaban todos admirablemente. (M, 23)
Impugnando en un primer momento la comicidad de los nombres, y
aceptándola luego para reconocer que sólo lucían a la madre, surge el
desfase irónico benevolente que potencia el humor inicial. Como el objeto
de las antífrasis y las permutaciones de efectos —típicas según Hamon de la
ironía (1996, 23)— no es otro que la narradora misma en su lejana y tierna
infancia, la complicidad identificatoria entre la figura narradora adulta y sus
narratarios es así más efectiva.
Lo que comparten en secreto Mamá Blanca y el lector es en efecto una
misma sonrisa, una misma distancia desdoblada hacia las incongruencias,
los disparates y dulces engaños de aquel mundo idílico. Cuando su Mamá es
comparada a Napoleón, y su papá a «una deidad ecuestre» o a Dios frente a
unas niñas en mejor situación que Adán y Eva antes de la caída del Paraíso
(M, 18, 24, 20), la «disimulación transparente» de la ironía (Aleman, 1978,
396) deja entrever la distancia crítica y jocosa que separa al pasado del

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presente de la enunciación. Una distancia que aleja también al remoto


patriarca del bando femenino al que se desde un inicio se ha plegado el
lector.
La separación observada entre géneros sexuales es más belicosa aún en
las dos primeras partes de Ifigenia en las que la ironía corrosiva adoptada
por María Eugenia y tío Pancho retoma los discursos éticos asfixiantes de la
Abuelita, María Antonia y tío Eduardo para desarticularlos y revelar su
vaciedad. En la primera mitad de la novela, tanto la protagonista como su tío
cómplice toman prestado al patriarcado sus estereotipos moralizadores a
propósito, por ejemplo, del poder corruptor de París o del espíritu santo de
la conformidad femenina (O, 29, 56); y cuando se dan a la tarea de
exponerlos, los ridiculizan de tal forma que su adversario queda perplejo,
deshecho. En la segunda mitad en cambio, tras la elipsis de dos años que
abre la tercera parte (O, 186), la ironía se diluye poco a poco y toma como
blanco privilegiado no a los censores, sino a la propia protagonista y su afán
por concretar el matrimonio (O,189). Este cambio en la orientación de la
ironía señala la sujeción creciente de la María Eugenia al discurso patriarcal,
aunque esto se haga a través del ideal trágico y místico que cierra la novela.
El sacrificio al que se destina aceptando entonces el matrimonio, conlleva la
impugnación y el abandono de la escritura diarística que hasta entonces le
había permitido decirse y conocerse a sí misma. Habiendo desaparecido la
distancia salvadora de la ironía y de la escenificación intimista, no sólo la
escritura acaba siendo inútil, sino que las palabras mismas resultan
impotentes (O, 300).

Ese final en el que la novela de aprendizaje fracasado se pliega al


silencio, tras haber lidiado largamente en su contra, es la contracara
discursiva de Las memorias…, donde la impotencia de las palabras para
nombrar la realidad pasada y presente queda alegremente vencida en una

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fiesta de coincidencias y uniones entre las palabras y las cosas, como puede
ser, por ejemplo, la misteriosa concordancia del nombre del tío:
Primo hermano de nuestro abuelo paterno, empezaba en nosotras la tercera
generación que por fidelidad al ritmo de su nombre, lo seguía llamando
“primo Juancho”. Aquel grado de parentesco no anunciaba superioridad de
años, se imponía a todos los oídos parientes, amigos o conocidos, por no sé
qué misteriosa concordancia y surgía naturalmente de todos los labios,
como gritando ¡ven! a la cordialidad. (M, 49).
Para que estos reencuentros con la palabra poética y plural de la infancia
colonial sean efectivos, es necesario desdoblar constantemente la
enunciación entre el empleo de una expresión opacificada por el
entrecomillado recurrente, y el comentario transparente y sinonímico sobre
el sentido otorgado o el valor de empleo de esas mismas palabras.
La modalización metaenunciativa a la que se recurre en esos casos —
estudiada en detalle por J. Authier (1992)— tiene aquí la función paradójica
de suspender el hilo discursivo transparente para medir reflexivamente la
diferencia entre varios ejes que luego serán declarados equivalentes: el de
los usos dialectales campesinos e infantiles respecto al discurso adulto, el de
las nominaciones populares o individuales ante la realidad descrita. Esas
palabras ajenas, una vez comentadas y aclaradas, pasarán a quedar
integradas al discurso narrativo propio, según una dinámica que va de la
cursiva y la cita a la inclusión y la fusión, de la utopía heterológica perdida a
la unidad actual desdoblada. Una prueba suplementaria de esa negociación
entre diversos usos lingüísticos, es la mención sin comillas de los vocablos
reunidos y explicados por la autora en el glosario que acompaña la edición
de la novela
El objeto predilecto de esa negociación discursiva es como vemos esa
zona intermedia —reconocida por E. Garrels (1986, 31 y 109)— entre lo
escrito y lo oral, entre el género masculino y el femenino, en la que se
encuentran Mamá, el tío Juancho y Mamá Blanca. Entre ellos, la ficción oral
suspende la diferencia entre el orden de la realidad y el orden lingüístico,

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abriendo la dimensión de lo imaginario. Este orden es festejado como un


error persistente que, sin anular ese foso insalvable, no obstante logra
imponer unas leyes salvadoras, las arbitrarias y amables dictadas a la madre
por su fantasía (M, 17).
Esta oscilación entre la fantasía colonial y los retazos de memoria
moderna, este paso de la palabra plural a la narración híbrida, se detiene a
menudo ante la ausencia de todos aquellos que encarnaban la voz infantil y
la dicción criolla. Entonces una pausa digresiva medita melancólicamente
no tanto sobre ese vacío, sino sobre la dificultad de transcribir el recuerdo,
de capturar la voz viva en esa letra muerta que es la escritura. Si a veces la
narradora supone —irónicamente— ser la causa de esas limitaciones por no
ser la «novelista de talento» que tendería un pentagrama sobre la página (M,
75), en realidad termina reconociendo la heterogeneidad entre la voz y la
letra, entre el «calor indefinido y el perfume» del buen narrador y la frialdad
del «cadaver» de la palabra escrita (M, 64 y 75).

3. Una escritura desencarnada

En bucles suspensivos como los anteriores en que se reconoce con


espanto la alteración y el distanciamiento irreversibles introducidos por la
letra escrita, coinciden los personajes ficticios y la escritora del epistolario y
los diarios íntimos. Muerte y vida confluyen en efecto en la escritura íntima
de estas mujeres huérfanas: en ese espacio María Eugenia, Mamá Blanca y
también la autora afrontan la pérdida de su patrimonio y de sus seres
queridos así como cierta idea de una muerte cercana. La primera hace de su
«autobiográfico paquete» un medio de progreso en su «ardua y florida
cuesta del bien» (O, 187), y Mamá Blanca, de sus memorias, un medio para
que sus muertos no desaparezcan con ella (M, 12).

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J. MANZI: CUERPO Y LETRA EN TERESA DE LA PARRA

La ironía de la una ante el progreso que significaría integrarse al silencio


del patriarcado, y el escepticismo de la otra ante el poder de la palabra
escrita para apresar la alegría y la sabrosura de la voz (M, 65), se inscriben
de lleno en la larga tradición occidental estudiada por J. Derrida (1968) que
sostiene el carácter secundario y subversivo de Thot —el dios de la
escritura— respecto al originario y bienhechor del logos. En los distintos
textos de la venezolana vuelve a aparecer una misma rebelión contra ese
doblez perpetuo de lo oral por lo escrito, contra la mudez indiferente de la
letra y la desaparición impuesta por el texto al autor. Y si, a pesar de todo,
cada una de ellas recurrió a eso que el Fedro de Platón llamaba un
pharmakon (274a), fue porque quizás la escritura desencarnada era, más
que un remedio, tan sólo un mal menor.
Paradójicamente, esta ambivalencia ante la escritura no insta a
deshacerse de ella, ya que incluso la voz oral ha quedado alterada
irremediablemente, sino más bien a dominarla, a controlarla con eficacia
para que se pliegue a su disolución ulterior, a su transformación en puras
imágenes interiores, aquellas mismas que el escritor ha traducido en
palabras y que ahora quieren encarnarse en el lector. Varios pasajes de los
diarios y las novelas atestiguan esta nueva fusión, la de la letra en la imagen,
por medio de un largo pulido en pos de una prosa transparente, de «un
estilo que no es estilo», de una desmaterialización del personaje de
Cochocho, transformado en pura «visualización» (OE2, 251, 291).
La fusión, la concordancia y la unión buscadas son modestas sin
embargo, decepcionantes incluso, por «lo cansado de los trucos» literarios
(OE2, 251), por lo poco que ese medio supletivo, insuficiente y traicionero
logra salvar de un espíritu que ni muere, ni tampoco se ausenta nunca según
María Eugenia (O, 80). Así, la autora llega a exclamar en una carta a Lydia
Cabrera:
¿Por qué no podrá fotografiarse el pensamiento y los sentimientos para
mandarlos como son? ¡Qué traición a uno mismo es escribir! (OE2, 163).

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ESCRITURAS DEL IMAGINARIO EN VEINTE AÑOS DE ARCHIVOS

Un invento técnico que podría ser mejorado por otros, eso es al fin y al cabo
la escritura (O, 80). Invento salvador, ya que otorga «el único mando que da
ventajas y no deja remordimientos ni busca enemigos» (M, 11), el de
arraigarse en una misma. Salvador también ya que instaura una ilusión
reparadora, el juego de las afinidades secretas y las concordancias
salvadoras entre cosas y apariencias diversas (M, 97). Pero invento
corruptor también, ya que impone perfeccionar sus simulacros, y
profundizar sus desfases para poder impugnar luego algunos de sus efectos
nefastos.
Parece entonces sintomático de la posición de la escritora que, para
desdecirse de sus tendencias escépticas y revolucionarias de juventud,
recurriera a una autobiografía fingida, y que, para recobrar en parte la
inocencia infantil perdida, hiciera otro tanto con la escenificación constante
del artificio ficcional y del cuestionamiento del instrumento lingüístico.
Sólo una posición crítica, reflexiva y desdoblada, en suma autoconsciente de
y por la escritura, podía falsear su múltiple desobediencia: al patriarcado,
por haber nacido mujer como las niñitas de Piedra Blanca; al fluir natural y
diáfano del espíritu, por haber querido apresarlo en la trama rígida y
convencional del texto; al canon literario de la época, por haber
desarticulado los modelos monológicos heredados, tal como lo señalaron D.
Sommer (M2, 322) y D. Bohórquez (1997, 76).

En el caso de Teresa de la Parra el cuestionamiento progresista del


orden simbólico patriarcal y la antigua crítica logocéntrica de la escritura
van entonces tranquilamente de la mano. Ya nos había prevenido en su
primera conferencia que «mientras que los políticos, los militares y los
historiadores pasan la vida poniendo etiquetas de antagonismos sobre las
cosas, los jóvenes, el pueblo y sobre todo las mujeres, que somos numerosas
y muy desordenadas, nos encargamos de barajar las etiquetas estableciendo

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J. MANZI: CUERPO Y LETRA EN TERESA DE LA PARRA

de nuevo la cordial confusión» (O, 477). Teresa quiso que esa


incongruencia, esa contradicción fueran las suyas propias, las de una
escritora venezolana exiliada en Europa, desarragaida y nostálgica, enferma
y muerta prematuramente de un mal romántico, la tuberculosis (OE2, 144).
Quería o fingía creer que esa posición ante la escritura —una coronación
tardía del siglo XIX, tal como lo fue Proust en la literatura francesa— era la
suya propia. En realidad, la oscilación entre las dos poéticas esbozadas era
un avatar posible entre muchos otros de un dilema propio a la literatura: el
de poner incesantemente en juego una encarnación que una y otra vez es
preciso volver a desbaratar.

Joaquín MANZI
Publicado en Escrituras del imaginario en veinte años de Archivos,
Fernando Moreno, URA 2007 CNRS, Université de Poitiers, 2001, p. 293-306.

REFERENCIAS BIBLIOGRAFICAS

DE TERESA DE LA PARRA
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1988, 262 pp. Abrev. M. La segunda edición de 1996 reproduce el
prólogo de Sylvia Molloy a la edición norteamericana (pp. 273-278),
junto con los artículos de D. Sommer y E. Garrels (pp. 291-305). Abrev.
M2.
, Obra escogida, Monte Ávila eds-F.C.E., México, 1992; tomo I (incluye
novelas y artículos prologados, anotados y cotejados por Ma. F. Palacios)
506 pp.; tomo II (incluye conferencias y epistolario prologados y
cotejados por la misma Ma. F. Palacios), 298 pp. Abrev. OE 1 y OE 2.

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ESCRITURAS DEL IMAGINARIO EN VEINTE AÑOS DE ARCHIVOS

REFERENCIAS TEORICAS Y CRITICAS


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