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1953

Lunes

Yo.

Martes

Yo.

Miércoles

Yo.

Jueves

Yo.

Viernes

Jósefa Radzymiñska me ha hecho llegar generosamente unos cuantos números de Wiadomosci y


de Zycie, y al mismo tiempo han caído en mis manos algunos periódicos publicados en Polonia. Leo
esa prensa polaca como si fuera un relato sobre alguien muy próximo y perfectamente conocido que,
sin embargo, hubiera partido repentinamente, por ejemplo, para Australia y viviera allí unas extrañas
aventuras...; esas aventuras me resultan ya irreales por cuanto se refieren a alguien nuevo y diferente
que queda, con la persona conocida anteriormente, en una relación de identidad algo diluida. La
presencia del tiempo, en esas páginas, es tan fuerte que despierta en nosotros el deseo del contacto
directo, el anhelo de vivir y de realizarnos aun de manera imperfecta. Pero la vida queda como detrás
de un cristal, alejada; parece como si ya no nos perteneciera y lo observáramos todo desde un tren.

¡Si pudiera oírse en ese reino de la ficción pasajera una voz real! Pero no, son, o bien ecos de
hace quince años, o bien cantilenas aprendidas de memoria. La prensa del país, al cantar del modo que
le obligan a hacerlo, calla como un sepulcro, un abismo, un misterio, y la prensa de la emigración es...
bonachona. Sin duda nuestro espíritu se nos ha vuelto más bonachón en el exilio. La prensa de la
emigración recuerda un hospital, donde a los convalecientes sólo se les sirven las sopitas más
digestivas. ¿Para qué desgarrar las viejas heridas? ¿Por qué añadir severidad a la que nos ha sido
impuesta por la vida?, y además, ¿no deberíamos portarnos bien, puesto que acabamos de recibir un
buen sopapo...? De modo que lo que reina en esta prensa son todas las virtudes cristianas: bondad,
humanidad, piedad, respeto hacia el hombre, moderación, modestia, decencia, sentido común, pero
sobre todo lo que se escribe en ella es de carácter bonachón. ¡Cuántas virtudes! No éramos tan
virtuosos cuando nos teníamos mejor de pie. No me fío de la virtud de los que han fracasado, de la
virtud nacida de la desgracia, y toda esa moralidad me recuerda las palabras de Nietzsche: “La
moderación de nuestras costumbres es consecuencia de nuestro debilitamiento.”
Al contrario que la voz de la emigración, la voz del País resuena tan dura y categórica que se
hace difícil creer que no sea la voz de la verdad y de la vida. Aquí al menos sabemos de qué se trata -lo
blanco y lo negro, lo bueno y lo malo-, aquí la moralidad grita a voz en cuello y golpea como un palo.
Esta cantilena sería magnífica si no horrorizara a los propios cantantesy si en sus voces no se percibiera
un temblor que da lástima... En medio de un gigantesco silencio se está formando nuestra inconfesada,
muda y amordazada realidad.

Jueves

Artículo de Lechón en Wiadomosci titulado “La literatura polaca y la literatura en Polonia”.


¿Hasta qué punto todo ello puede ser sincero? Esos razonamientos pretenden demostrar una vez
más (¡ah, cuántas veces lo hemos oído!) que estamos a la altura de las mejores literaturas del mundo;
¡estamos a su altura, pero permanecemos desconocidos e ignorados! Lechón, en efecto, escribe (o, más
bien, dice, ya que se trata de una conferencia pronunciada en Nueva York para la colonia polaca):
“Nuestros sabios de la escritura, ocupados generalmente en la salvaguarda del idioma polaco,
no pudieron cumplir con su papel de asignarle a nuestra literatura el lugar que le correspondía entre las
otras, de conferir rango mundial a nuestras obras maestras... Sólo un gran poeta, un maestro de su
propia lengua..., podría dar a sus compatriotas una idea acerca del nivel de nuestros poetas, situados a
la altura de los más grandes del mundo, convencerles de que nuestra poesía está hecha del mismo metal
noble que la de Dante, Racine y Shakespeare.”
Etcétera. ¿Del mismo metal? Diríase que esta comparación de Lechón no es demasiado
acertada. Porque precisamente la materia de la que está hecha nuestra literatura es diferente. Comparar
a Mickiewicz con Dante o Shakespeare es comparar la fruta con la confitura, un producto natural con
un producto elaborado, un prado, un campo y una aldea con una catedral o una ciudad, un alma idílica
con un alma urbana, formada entre la gente y no por la naturaleza, imbuida de conocimiento de la
especie humana. ¿Fue realmente Mickiewicz menor que Dante? Puestos a dedicarnos a esta clase de
mediciones, digamos que Mickiewicz veía el mundo desde las suaves colinas polacas, mientras que
Dante fue elevado a la cima de una inmensa montaña (compuesta de gente), desde la que se abrían
otras perspectivas. Dante, quizá sin ser “más grande”, estaba situado más arriba: por eso es superior.
De todas formas, esto es lo de menos. Me quiero referir más bien a lo articulado del método y al
eterno carácter repetitivo de ese estilo dirigido a fortalecer los ánimos. Cuando Lechón constata con
orgullo que Lautréamont “aludía a Mickiewicz”, mi cansado pensamiento desentierra del pasado
cantidades ingentes de semejantes revelaciones orgullosas. Cuántas veces alguien,

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