Está en la página 1de 96

Colección

A partir de los 6-7 años

¿Qué provocarán los Iwstezos de Manolito Bostezos en su curso, su


escuela y en su pueblo? ¿Y Lorena Risitas parará alguna ve/ de reír?
¿Por qué Patricia Impulsos llaina por teléfono a su abuelito a las 3 de la
madrugada? Estas y otras preguntas se responden en este libro,
dedicado también a otros niños modelo: Saúl Perezas, Dixie Comilones.
Julio Hablador, Lucía ¡Intrusas, Soledad Travesuras. Femando
Gruñones, Rosita Soñante y Paola Papelitos.
Manolita Bostéxos y otros niños modelo nos invita a conocer estos
once niños y niñas, y también a admirar cómo resuelven t
imaginativamente los obstáculos que les podrían impedir ?eguir
creciendo como personas.

Saúl Schkolnlk |1929) es uno de


los narradores para niños y jóvenes
más destacados, de nuestro país,
en sus textos siempre se aúnan la
delicadeza. la amjrnidad. la conciencia
ecológica y el Sentido ético. Otras ;9t (,
de sus obras editadas por edebe s
son las recopilaciones de cuentos, afi. É ,
mitos y leyendas Yamanas, Aymaras. |p.. JjbáBKjp. A
Rapanui. Mapuches y Aónikenk, en la
colección: ¿Quieren saber por que les cuento cuentos.Á?

Editorial Don Bmco


Monolito Bostexos y otros niños modelo
S AÚL S CHKOLNIK

Dirección general: Marisel Muñoz Pradeñas.


Dirección editorial: Patricio Varetto Cabré.
Edición: Ángel Villalobos Faúndez.
Dirección de diseño y producción: Verónica Rosero González.
Ilustración: Viviana Gormaz Vargas.

© 2007 by Editorial Don Bosco S.A.


Alameda del Libertador Bernardo O’Higgins 2373
Santiago de Chile
www.edebe.cl
comercial@edebe.cl

Registro de Propiedad Intelectual N° 165.449 I S B N 978-956-18-


0770-9

Ninguna parte de este libro, incluido el diseño de


portada, puede ser reproducida, transmitida )
almacenada, sea por procedimientos químicos,
electrónicos o mecánicos, incluida la fotocopia, sin
permiso previo y por escrito del editor.

Primera edición de septiembre de 2007 Impreso en C&C Impresores


Ltda.
San f rancisco 1434. Santiago

IMI’KI SO EN CHILE/PRINTED IN CHILE


Manolito Bostezos

Manolo Bostezos, bostezaba.


¡Y vaya si lo hacía!
Naturalmente, bostezaba al
anochecer como nos sucede
a todos cuando el sueño comienza a
invadirnos.

Pero Manolo, con el mismo


entusiasmo, bostezaba
por las mañanas...
bostezaba a mediodía...
y bostezaba... bueno,
él bostezaba cuando
tenía ganas de dormir
o estaba despierto,
cuando sentía hambre o
estaba satisfecho, cuando se
encontraba aburrido o muy animado... la
verdad es que bostezaba a cada rato.
Sucedió que un día lunes, ese día en
que todos llegan al colegio “muertos de
sueño”, Manolo se levantó bostezando, se
vistió bostezando, a penas pudo tomarse
el desayuno bostezando... y, por
supuesto, llegó al colegio... bostezando.
Entró en su sala, la sala del tercero
básico, y durante la primera hora de
clase, Manolo se dedicó a bostezar, sin
poder dominarse.
El problema fue que todos sus
compañeros comenzaron a contagiarse y,
como además de contagiarse, cada uno de
ellos agregaba sus propias ganas de
bostezar... la clase entera se convirtió en
un gran bostezo. Tanto, que también el
profesor se contagió.
Lo peor fue que en el recreo, los
bostezos de los alumnos del tercero, en el
\

patio de la escuela, contagiaron al resto


del alumnado y los bostezos del profesor,
al resto de los maestros, en la sala de
profesores...

LOS MUSCULOS
Podrán ustedes imaginarse —si es que
ustedes todavía no están bostezando—
cómo fue aquel espectáculo:
Todos, desde el más pequeño de los
alumnos hasta la señora directora,
dedicados a bostezar.
Al finalizar la jornada escolar, cuando
los alumnos emprendieron el regreso a
sus hogares, en el trayecto entre el
colegio y sus casas, contagiaron al resto
del pueblo, a los almaceneros, a las
dueñas de casa, choferes de micro,
vendedores de helados, niños y
profesores de otras escuelas, señoras y
caballeros, obreros de la construcción,
carabineros... Y mejor no sigo, porque
podría haber sucedido que hacia el
atardecer, el país entero hubiera estado
bostezando y bostezando...
Pero volvamos al pueblo de nuestra
historia en donde Manolo, viendo que
todos bostezaban a más no poder, quedó
tan, pero tan impresionado que abrió la
boca y no la pudo volver a cerrar,

*
razón por la cual tampoco pudo seguir
bostezando.
Fue así como, mientras el pueblo
entero bostezaba, Manolito con la boca
abierta, era el único habitante que no lo
hacía.
No sé lo que habrá sucedido con el
resto de la gente, supongo que aún
estarán bostezando, pero lo que es a
Manolo, la costumbre de bostezar se le
quitó por completo.

•i/""" ~ ...................................................... " 1 ^ .


“v ' "
...y aquí se acaba este cuento,
como me ¡o contaron te lo
cuento.
Lorena Risitas

orena Risitas se reía.

Se reía despacito, se reía


fuerte, se reía a carcajadas y
lo hacía a cada rato
porque eso la hacía sentirse
alegre, y no solo a ella,
sino también a quienes
estaban cerca.

Por supuesto
que se reía cuando
alguien le contaba
un chiste o cuando
veía algo divertido o
cuando estaba contenta
o cuando se acordaba
de algo gracioso. Pero
también se reía cuando veía en la tele que
alguien se caía o se daba un golpe o le
sucedía algo triste...
Lo cierto es que se reía de tantas
cosas que pasaba todo el tiempo
riéndose... y eso no le permitía
preocuparse de nada que no fuera su risa.
Pero justo ese día, a Lorena la habían
llevado al hospital para que le vieran un
granito en un dedo.
Al parecer una abeja la había picado.
Mientras esperaba a que la atendieran,
curioseando, se asomó a una gran
ventana que daba a una las salas en
donde estaban los pacientes
hospitalizados.
Allí vio, en una de las camas, a un niño
de carita triste y ojos casi cerrados.
Estaba tendido en la camilla, lleno de
tubos que salían de sus brazos, rodeado
de un montón de aparatos extraños.
Una sábana lo cubría
desde la cintura hasta
los pies. Lorena lo miró,
estaba tan, pero tan
delgado que se le
notaban todos sus
huesos.
¿Y sabes lo que pasó?
Lo que pasó fue que
al verlo, esta vez
Lorena quedó tan
impresionada que no le
dieron ganas de reír.
Esta vez, la niña sintió
pena, una pena muy de
adentro...
Este sentimiento no
desapareció cuando
salió del hospital y comenzó a mirar lo
que sucedía a su alrededor.
Todo le pareció diferente.
Eran las mismas calles, los mismos
lugares, pero ahora, por primera vez, notó
algo distinto.
Vio un perrito tirado en la calle, había
sido atropellado por un auto, y tampoco le
dieron ganas de reír. Y había una mujer
con un niño en brazos pidiendo limosna.
Se preguntó por qué antes no los había
visto.
Entonces se dio cuenta de que a su
alrededor pasaban muchas cosas y que no
todas eran alegres.
Sucedían cosas que la hacían sentirse
triste, cosas que le causaban dolor... un
niño que arrancaba una flor o rompía la
rama de un árbol... un hombre que tiraba
un papel sucio y arrugado a la calle... O
bien, que pasaban cosas tiernas como esa
mamá jugando con su guagua o ese niño
correteando con su perro...
¿Y sabes qué?
Lorena se dio cuenta de que era muy
bueno reírse porque eso le hacía bien a
ella y a los que la rodeaban, pero también
comprendió que era importante, a veces,
estar triste, enternecerse, sentir afecto,
dolor, lástima, ternura...

... esta historia tan sencilla


no la saben en Santiago,
y en Melipilla...
casi nada, v
la escuché en Coquimbo y
de pasada...
■QL
Saúl Perezas

aúl Perezas era flojo... o, si


prefieres llamarlo, perezoso,
holgazán, remolón, pero
si te digo que era
flojo, es porque... ¡era
flojo! Aunque, para ser
bien estricto, la verdad
es que no estoy seguro
de que “fuera" flojo o si no
podía hacer otra cosa que
holgazanear, pero de que le
gustaba... le gustaba.
Era flojo en su casa, en
la escuela, a la hora del
almuerzo, durante el rato en
que debía hacer las tareas, al
levantarse, en fin, flojeaba
todo el día. Y si no lo hacía por las
noches, se debía solo a que a esa hora
dormía...
Por cierto que en la casa
su mamá lo pasaba
retando:
—¡Saúl! No dejes tu ropa tirada en el
suelo. Recógela y ordénala. ¡Ay! Este niño
tan flojo.
—¡Saúl! Ayuda a poner la mesa. ¡Ay!
Este niño que no hace nada... ¡Por lo
menos lleva los vasos y los platos!...
—¡Saúl! ¿Hiciste las tareas? Siempre
las dejas para último momento. ¡No seas
flojo y anda inmediatamente a hacerlas!
Pero si tú crees que Saulito obedecía lo
que le estaban pidiendo y se quedaba
callado, estás muy equivocado.
Cuando su madre le pedía que hiciera
algo, él siempre tenía a mano un buen
pretexto para no hacerlo:
—Mamá. Es que me di un golpe muy
fuerte en la pierna. ¡Ay! Me duele mucho.
No puedo ni caminar.
O si no:
—¡Puchas, mamá! Es que el papá me
pidió primero que ordenara los libros...
Cosa que, por supuesto, tampoco hacía.
En el colegio sucedía lo mismo:
i

—Señor Perezas —le decía un


profesor—. ¿Por qué no trajo su
disertación?
—Es que, señor... —se disculpaba el
niño—, toda la tarde de ayer mi mamá
me pidió que le ayudara a cosechar
limones...
—Señor Perezas —le decía otro
profesor—. ¿Por qué no estudió geo-
grafía?
—Es que, señor... —respondía Saúl,
y ahí no más inventaba otra excusa
y la decía como si fuera la pura
verdad.
Así, una tras otra, en forma
increíble, surgían de su boca
pretextos, cuentos, excusas,
razones, disculpas y patatín
patatanes para no hacer
nada y poder holgazanear
a gusto.
Por eso mismo debo reconocer que. si
bien la flojera no lo dejaba hacer casi
nada, sí había algo —y muy importante—
en lo que esa misma flojera le había
ayudado, y ese algo era... desarrollar su
casi infinita capacidad para inventar
disculpas.
Tantas fueron las que inventó que,
para que no se le olvidaran y pudiera
usarlas en otras ocasiones, decidió
anotarlas.
¡Y ahí no más se puso a hacerlo! De
cabeza se puso a escribir todas esas
excusas y pretextos.
¿Y sabes qué?
Le gustó escribirlas.
Era diferente a hacer tareas, ordenar la
ropa o ayudar en la casa. Fue sumamente
entretenido...
Así pues, Saúl se dedicó a escribir
todos los cuentos y disculpas a medida
que se le iban ocurriendo, aunque,
desgraciadamente, debo reconocer que
para todo lo demás, siguió siendo un
tremendo holgazán.
¡Hasta hoy!...

...y este cuento aquí termina,


sin dragones ni princesas ni
castillos encantados. y al que
no levanta el popo ¿qué no se
le queda pegado?
Dixie Comilones

ixie Comilones comía sin parar


durante todo el día.

Por supuesto
comía al
desayuno y a la hora del
almuerzo, del té y de la comida... lo cual
es obvio, ya que
todos comemos
a esas horas.
El problema es
que Dixie comía
también a la hora
del “tentempié”,
entre el desayuno
y el almuerzo, comía
durante ese rato entre
el almuerzo y la hora
del
té. Por supuesto,
comía luego entre el té y la comida y
además de todo esto, unas dos o tres
veces por la noche. Comía mientras
estudiaba o jugaba...
Por supuesto que en el colegio Dixie
también comía. Lo hacía en los recreos,
durante las clases, en las pruebas.
Por eso, si decimos que Dixie comía...
¡es porque comía!
Obviamente, esto de comer
cualquier cosa, a cualquier hora y
en cualquier parte le iba a provocar
a la niña, un problema.
¡Y vaya problema! Dixie.
una niña normal, empezó a
engordar...
En un comienzo, nadie lo notó.
Pero cuando un día fue con su mamá
a comprarse ropa, ella y, por supuesto,
también la mamá, se dieron cuenta de
que Dixie estaba necesitando no solo
ropa más larga —la niña estaba
creciendo—, sino que ropa más
ancha —porque Dixie Comilones,
además, estaba engordando.
Aunque su madre se preocupó,
no dijo nada. Le parecía normal
que la niña engordara 'un
poquito". En cuanto a Dixie
misma, se hizo igualmente
la desentendida y siguió comiendo,
comiendo...
Pero entonces, cuando menos se lo
esperaba, sobrevino la tragedia. Un
amigo de su papá, en forma muy cariñosa
y sin ninguna mala intención, la saludó:
—¡Hola, gordita!
¡Ahí no más se le acabaron las ganas
de comer a la pobre Dixie! No hubo
manera de lograr que algo de comida se
acercara siquiera a su boca.

Simplemente... ¡se negó a


mmov I
Y así como había comido mucho,
mucho... ahora no quiso comer y no quiso
y no quiso...
Obviamente esto de no comer ninguna
cosa, a ninguna hora y en ninguna parte,
le provocó a la niña, otro problema.
Dixie, una niña “gordita". aunque
normal, empezó a adelgazar, y a
adelgazar, y a adelgazar...
Y así como había exagerado con la
comida, exageró con el ayuno y bajó de
peso, y bajó, y bajó, y bajó... hasta que la
ropa le empezó a quedar grande y ancha.
Entonces fue cuando una amiga de su
mamá, en forma muy cariñosa y sin
ninguna mala intención, le dijo:
—¡Hola, flaca!
¡Flaca!, pensó Dixie, entonces ahora
puedo volver a comer... y la boca se le
hizo agua.
Y comenzó a.
¡No, no, no!
Nada de eso. ¿Tú crees que volvió a
engordar y después a adelgazar, y a
engordar y a adelgazar, ya...?
¡No, no, no!
Porque Dixie, gordita o flacuchenta,
era una niña inteligente, así es que, esta
vez, aunque volvió a comer lo hizo de
manera muy discreta: ni muy mucha
comida ni muy poca comida.
Y lo hizo de ese modo hasta que... en
realidad no sé hasta cuando, porque hace
bastante tiempo que no veo a la Dix...

...y fueron felices y


comieron perdices y a
mí no me dieron
porque no quisieron.
'-ife.'

Julio Hablador

ulio Hablador hablaba. Y,


¡guau, que hablaba! ¡Hasta
por los codos!
No solamente hablaba cuando
una persona le, hacía una pregunta y él
respondía.
Del mismo modo hablaba
cuando le tocaba disertar
en clase. Incluso lo hacía
en cualquier fiesta o
reunión... Obviamente
todos hablamos en
esas ocasiones,
pero es que Julio,
cuando le hacían
una pregunta,
contestaba y. ¡claro está!, seguía
contestando durante ¡haaarto! rato,
aunque nadie lo siguiera escuchando.
En clase continuaba hablando hasta que
todos habían salido ya al recreo.
En las reuniones hablaba hasta que ya
no quedaba nadie más para escucharlo.
No obstante, ninguna de estas
situaciones lo molestaba, o quizás fuera
porque estaba tan ocupado en oírse a sí
mismo que ni siquiera se daba cuenta. La
cosa es que Julio seguía hablando aunque
estuviera solo.
Por supuesto que, como lo único que le
interesaba era hablar, nunca dejaba hablar
ni escuchaba lo que los otros decían.
Un día sus papás llevaron a Julito al
teatro a ver una obra para niños.
Julio, como de costumbre, habló
durante todo el camino, entró a la sala
hablando, se sentó en su butaca sin parar
de hablar y siguió así —sus padres ya
estaban acostumbrados— parloteando sin
parar.
Se apagaron las luces y el telón
comenzó a abrirse y algunos actores
aparecieron es escena. Julio, mientras
tanto, hablaba... pero allí en el teatro no
faltaron algunos espectadores que
comenzaron a reclamar y le gritaron:
—¡Oye, niño, cierra la boca ya!

—¡Hey, quédate callado!


Julito, que a todo
esto
se había comenzado
a interesar en lo que
decían esos jóvenes
arriba del escenario,
se calló. Pero no solo
se calló, sino que
comenzó a escuchar lo
que estaban diciendo.
Y, para decir la
verdad, lo que estaban
diciendo era
interesante
y entretenido, así es
que el niño se quedó
callado durante todo
el tiempo que duró la
Sucedió que, a la
función.
salida, se encontró
con un amigo...
Julio, como de costumbre, se dispuso a
hablar, pero algo se lo impidió. ¿Y si su
amigo también tenía algo entretenido que
decirle?
¿Y sabes qué?
Eso fue exactamente lo que sucedió.
Su amigo le dijo que iba al camarín a
ver a los actores y lo invitó a que lo
acompañara.
Así es que juntos entraron a conversar
con los actores y Julio esta vez se dedicó
a escuchar lo que ellos les contaron y se
limitó a hacer solo algunas preguntas.
¿Y sabes qué?
Desde ese momento Julio Hablador
aprendió que, si bien era importante
hablar, también era importante callar y,
sobre todo, escuchar, cosa que hizo de
ahí en adelante...
%
...y colorín colorado este
cuento se ha acabado pero si
quieres que Julio te lo cuente
otra vez cierra los ojos y
cuenta hasta tres.

_Dl'
Lucía Intrusas

Lucía Intrusas le gustaba


curiosear.

V Curiosear en los
cajones del
tocador de su mamá. Hurgar en
los cajones del dormitorio de su hermano
mayor. Escudriñar lo
que había en las cajas,
cajetas y cajuelas que
su padre guardaba
en su escritorio.
Intrusear en e
armario de la
abuela, en los
estantes de la
cocina, en los
casilleros de sus
compañeros...
Lucía Intrusas

Lucía Intrusas le gustaba


curiosear.
i*
Curiosear en los
cajones del
tocador de su mamá. Hurgar en
los cajones del dormitorio de su hermano
mayor. Escudriñar lo
que había en las cajas,
cajetas y cajuelas que
su padre guardaba
en su escritorio.
Intrusear en el
armario de la
abuela, en los
estantes de la
cocina, en los
casilleros de sus
compañeros...
Para decirlo en corto, allí donde
hubiera algo que abrir, allí estaba Lucía
abriéndolo para averiguar qué había
adentro.
Bastaba que alguna habitación o algún
objeto estuviera cerrado para que a Lucía
le bajaran unas ganas irresistibles de
saber qué cosas pudiera haber en su
interior.
Se acercaba muy calladita.
Miraba para todos lados, cuidando de
que nadie la viera y entonces, con un
movimiento rápido y certero, abría... abría
lo que fuera que estuviera cerrado y se
pudiera abrir.
Examinaba, curiosa, lo que había en su
interior y se retiraba tan furtivamente
como había llegado.

Una vez, su padre salió de viaje. A los


pocos días llegó un paquete a la casa.
Era una caja, no muy grande, amarrada
con un grueso cordel.
—¿Qué es? —le preguntó Lucía a su
mamá.
—Lo envía el papá —respondió la
madre. Y sabiendo lo intrusa que era su
hija, le advirtió:
—Pero, por ningún motivo se te ocurra
abrirlo, Lucía... mira que a tu papá le
puede suceder algo muy grave si es que
le pasa algo a lo que viene en esta caja.
—No, mamá —respondió la niña
cruzando sus deditos. porque pensaba
hacer justo lo contrario.
Así pues, ni bien la mamá salió de la
pieza, Lucía se acercó muy calladita^ al
paquete, por costumbre miró para todos
lados, y entonces, haciendo un esfuerzo
logró deshacer el nudo del cordel con el
que venía atado.
Levantó con cuidado la tapa prepa-
rándose para examinar el interior, y
entonces...
—¡Oooh! —no pudo menos que
exclamar: ¡Oooh!
En la caja, entre un montón de tierra y
aserrín y algodones, había... ¡una
calavera!

—¡Una calavera! —exclamó horrorizada


recordando la advertencia que le
había hecho su madre: “¡A tu papá le
puede suceder algo muy grave si algo le
pasa a eso que está en la caja! ”
Pensó algo terrible.
Pensó que aquella era
la cabeza de un enemigo
de su papá y que este lo
había matado.

Tapó la caja
apresuradamente
e intentó volver a
amarrarla, pero el
nudo no le quedó
muy bien hecho.
—Espero que
nadie se dé cuenta...
—se dijo.
“No, será mejor que
esconda esta caja”,
pensó después, y
estaba a punto de
hacerlo cuando volvió a entrar la mamá a
la pieza.
Lucía no pudo resistir el guardar aquel
horripilante secreto para ella sola. Tenía
que contárselo a su mamá.
—Mamita, mamita —exclamó con voz
temblorosa—. Tengo que decirte algo
tremendo...
La mamá la miró un tanto asustada.
—Lo que pasa es que mi papá mató a
una persona y nos mandó la cabeza para
que la escondiéramos...
La primera reacción de la mamá fue de
espanto al escuchar aquello, pero
rápidamente recordó la caja y también la
enorme curiosidad de su hija y decidió
darle una pequeña lección.
—¡Qué espanto! —exclamó haciéndose
la que se horrorizaba—. ¿Y qué vamos a
hacer?
—Guardar la caja, mamá...
—Sí, y ¿qué te parece si la guardamos
entre las otras que él tiene en su
escritorio?
—Ya, pero rápido antes de que llegue
alguien y la vea.
Entre las dos llevaron la caja hasta el
escritorio y allí la depositaron, pero su
madre, como quien no quiere la cosa,
sabiendo lo que las otras cajas contenían,
se las mostró:
—Mira Lucía, aquí hay restos de una
pierna, y aquí un pedazo de mano, y
aquí...
La niña casi se desmaya de puro susto.
Por la noche, cuando llegó el papá,
Lucía no se atrevió a enfrentarlo hasta
que...
...hasta que el papá preguntó:
—¿No han venido del museo a buscar
las cajas? Llamaré mañana mismo. No me
gusta que esas reliquias anden sueltas
por la casa.
Recién ahí Lucía comprendió que su
papá no le había quitado la vida a nadie y
que los huesos pertenecían a un humano
muerto hacía un par de miles de años y
que su papá los tenía porque era
arqueólogo...
Pero había sido tal el susto que se
había llevado, que la curiosidad como que
se le terminó...

...y este cuento también se ha


terminado se escondió en la
chimenea y por ahí se fue al
tejado.
Soledad Travesuras

oledad Travesuras sí que era


traviesa.
Sí, señor, diablilla, inquieta y
picara.
Tocar algún timbre
en la calle y escapar
corriendo. Un papel
engomado en el
asiento de la profesora
o una lagartija en el
cajón de su escritorio
o llamadas telefónicas
para hacer bromas...
eran, entre muchas
otras, algunas de
las travesuras que
permanentemente estaba haciéndole
Soledad a su mamá, a sus profesoras, a
sus amigos... a cualquiera que se cruzase
en su camino o tuviese un teléfono en su
casa. Soledad no perdonaba a nadie...
Un día, cuando su madre, verdade-
ramente ocupada, estaba terminando de
preparar el almuerzo, Soledad corrió a la
puerta de calle, la abrió, miró hacia
fuera... no había nadie a la vista por este
lado, tampoco por este otro, miró hacia
adentro... nadie cerca que la pudiera
ver...
Salió silenciosamente hasta la calle y
“riiiing”, tocó el timbre de su propia casa.
Volvió rápidamente sobre sus pasos,
cerró también en silencio la puerta de
calle y ¡zuuum!, se metió en el armario,
acurrucándose en su interior como un
monito de peluche. Allí, escondida,
esperaría que la mamá fuera
a la entrada, abriera la puerta de calle y
se asomara para ver quién tocaba.
Sin embargo, estando adentro del
armario, se dio cuenta de que la puerta
del mueble había quedado un poquito
abierta. Pero eso tenía fácil solución.
Estiró el brazo para cerrarla pero, justo
en eso, oyó los pasos apresurados de su
madre que se acercaba. Prefirió dejarla
así, semiabierta... total, casi ni se notaba.
En efecto, la mamá llegó a la entrada,
abrió la puerta de calle y se asomó para
ver quién tocaba. Por supuesto, no vio a
nadie.
— ¡Bah! ¡Qué raro! —exclamó, como
muchas veces antes lo había hecho—
Seguramente han de haber sido esos
pilluelos de la otra cuadra... ¡Ya verán
cuando los agarre...! —concluyó y volvió a
la cocina mientras Soledad reía calladita
para no ser oída, de lo más divertida con
su travesura.
Pero sucedió que la mamá, al pasar
junto al armario, lo vio un poquitito
abierto y en forma automática lo cerró y
le puso llave. Soledad Travesuras, sin
darse cuenta de aquel gesto, siguió
riéndose en silencio.
Pasado un rato y cuando la niña estuvo
casi segura de que su madre ya no estaba
por allí, empujó la puerta despacito para
salir y volver a tocar el timbre, pero.,
pero la puerta no se abrió.
¡No se abrió!
Intentó hacerlo con un poco más de
fuerza... la puerta no se movió. Hizo toda
la fuerza que pudo, pero... la puerta del
mueble continuó cerrada.
¿Qué hacer?
Si gritaba pidiendo ayuda, se delataría
y su mamá la castigaría.
Es mejor —se dijo— que me quede
un rato largo y entonces, si nadie ha
venidp. me pongo a gritar.
Pero sucedió algo más terrible aún.
Oyó cómo alguien —que resultó ser su
padre— abría la puerta de calle, entraba a
la casa, llamaba a su mamá y preguntaba
por ella.
—¿Y Soledad?
—No sé. No la he visto. Seguramente
está en la casa de alguna amiga...
Luego la mamá y el papá se pusieron a
conversar sin que Soledad entendiera lo
que estaban diciendo, y de pronto...
¡Oh!, ambos abandonaron la casa.
Soledad se quedó sola, encerrada en el
armario.
Le dio hambre... se le pasó el hambre...
tuvo sed... se le pasó la sed... le dio
sueño, pero no pudo quedarse dormida...

$
Mucho, mucho rato después, le pareció
oír el ruido de la llave abriendo la puerta
de la casa.
—¡Socorro!... ¡socorro! —gritó con la
garganta seca por el hambre, la sed, el
sueño y sobre todo por el susto de
quedarse encerrada allí para siempre.
—¿Soledad? —oyó la voz preocupada
de su padre—. ¿Dónde estás?
—¡En el armario!
Nuevamente oyó el giro de otra
llave y la puerta de su escondite se
abrió. Del interior salió una niña
asustada que se refugió entre las
faldas de su madre.
—Nunca más, mamita... nunca más
voy a tocar el timbre —prometió con
voz llorosa.
Y hasta donde yo lo sé, Soledad
cumplió su promesa.
...y fueron felices,
comieron ajises y a mí
solo me dieron con los
carozos en las narices.
Patricia Impulsos

i me preguntaran si Patricia
Impulsos era impulsiva, les
contestaría que sí.
Y si quieren saber
cómo lo
sé, les diré que por las historias que ella
misma me contó.
Por ejemplo, esa vez
cuando oyó a su mamá
conversar con su
papá sobre una fiesta
a la que iban a ir... ^
Sin pensarlo dos
veces, cosa que, por lo
demás, nunca hacía,
decidió que ella se moría
de ganas de ir.
—¡Mamá! Yo también quiero ir a esa
fiesta...
Su madre intentó convencerla de lo
contrario:
—Es que... Patricita... resulta que
esta fiesta es solo para...
Pero la niña no la dejó
terminar:
—¡Quiero ir! Quiero ir...
Quiero iiiir... —empezó a
lloriquear.
El papá intervino:
—¿Sabes, Patricia? Nadie te
invitó a esta fiesta porque...
—Es que yo voy y yo voy y yo voy
y yo .............
—Muy bien —aceptó inespe-
radamente el padre—. Irás con
nosotros.

■58©§S-
Y Patricita fue a una cena en la que fue
la única niña, por lo que no solo no pudo
jugar con nadie, sino que debió quedarse
sentada todo el rato junto a sus padres,
sin abrir la boca, y comiendo unas
comidas con gustos raros que no le
gustaron para nada. No lo pasó bien...
Si con esta historia aún no te convenzo,
escucha lo que le pasó cuando le dieron
ganas de llamar a su abuelito para
contarle que se había sacado un siete en
historia.
Esta vez no le preguntó a nadie,
simplemente se levantó —de la cama,
porque ya estaba acostada—, fue hasta el
teléfono y marcó el número de su abuelo.
—Riiing, riiing... riiing, riiing...
El abuelo se demoraba en contestar.
«•

—No importa —pensó—, “tengo” que


hablar con él. Tiene que saber que me fue
muy bien.
Solo después de un rato, alguien
levantó el fono al otro extremo de la
línea.
— ¡Alóoo! ¿Quién llama?... —preguntó
una voz soñolienta.
—¡Aló! ¿Abuelito?
—No, habla tu abuela.
—Quiero hablar con mi abuelito.
—¿Tiene que ser altiro?
—Sí, quiero decirle que me saqué un
siete en historia.
—Patricia —respondió la abuela con
voz muy, pero muy molesta—, son las
tres de la madrugada, tendrás que
esperar hasta mañana para hablar con
él— y cortó bruscamente la llamada.
Algo sucedió, sin embargo, el día en
que Patricia vio a Quiltrín.
Quiltrín era un medio quiltro, hermoso
y regalón. Patricia y Quiltrín se vieron y
entre ellos surgió un gran amor.
El primer impulso de Patricita
Impulsos fue gritar, cosa que, por
supuesto, hizo:
— ¡Yo quiero este
perrito!...
Y, cosa curiosa, la mamá
le dijo inmediatamente que
bueno.
—Si lo quieres, es tuyo. Pero
acuérdate de que tienes que
cuidarlo.
Una lucecita de alarma
se encendió en la cabecita de
Patricia.
—¿Cuidarlo?

-5f©§^
—Así es. Darle de comer, jugar con él,
bañarlo...
Varias otras lucecitas se encendieron
en la cabeza de Patricia.
—¿Darle de comer?
¿Bañarlo?
Su mamá la miraba muy seria sin decir
nada más, porque comprendió
* V % \ clue a^° muy imPortante
estaba sucediendo.
Por primera vez,
Patricia estaba v
dándose cuenta <
de lo que verdade-
ramente iba a
significar cumplir
su deseo que, en este caso, era tener un
perrito.
Así es que se quedó con Quiltrín, pero
se quedó con algo más —y muy
importante—: aprendió a pensar, aunque
fuera un poquito, antes de seguir otro de
sus impulsos.

...y aunque yo esta


historia no la vi así fue
como me la contaron
Fernando Gruñones

odos le temían a los gruñidos


de Fernando Gruñones, y con
pena debo aclarar que él se
aprovechaba de aquello.
¿Que cómo lo sé?
Pues porque nadie
podía decir o hacer
algo que a él le
pareciera mal sin
que un enorme,
poderoso y rugiente
gruñido escapara
—a veces casi sin
quererlo— de su boca.
—¡Grrrr!

•íf©^
Ruido que lanzaba poniendo incluso
cara de ¡grrrr!...
Y ese desagradable sonido podía ser
escuchado en su casa, donde exigía a
sus hermanos que hicieran lo que él les
ordenaba, en la calle, donde forzaba a los
niños de la cuadra a jugar lo que él quería
jugar, en el colegio, donde obligaba a sus
compañeros a que le convidaran parte
importante de sus colaciones.
Pero, todo en esta
vida tiene un final,
y los gruñidos
de Fernando
también se termi-
naron. Descubrió,
con preocupación,
que a media cuadra
de su casa se había
idoavivirPanchita
Baraúnda.
Y Panchita no gruñía ¡Grrrr!. como
él.
No, ella gruñía:
—¡GRRR!
Grito que lanzaba poniendo incluso
cara de ¡GRRR! ...
En muy corto tiempo todos se
olvidaron de los gruñidos de Fernando y
comenzaron a sobresaltarse y a temer los
gruñidos de Panchita Baraúnda.
Y con mucha pena debo aclarar que ella
se aprovechó de
¿Que cómo lo sé?
Pues porque nadie podía decir o hacer
algo que a ella le pareciera mal sin que un
enorme, poderoso y rugiente gruñido
escapara de su boca:
—¡GRRR!
Y ese insoportable sonido podía ser
escuchado en su casa, donde forzaba a
sus hermanos a que hicieran lo que ella
les ordenaba, en la calle, donde obligaba
a los niños de la cuadra —incluso a
Fernando— a jugar lo que ella tenía ganas
de jugar, en el colegio, donde exigía a sus
compañeros que le convidaran parte
importante de sus colaciones.
Sin embargo, poco le duraron a
Panchita Baraúnda sus gruñidos. Advirtió,
con horror, que a media cuadra de su
casa se había ido a vivir Jaime.
Y Jaime no gruñía ¡Grrrr!, ni ¡GRRR!
No. él gruñía:
—¡¡GRRRÜ
Gruñido que lanzaba poniendo incluso
cara de ¡¡GRRRÜ ...
No pasó mucho tiempo para que todos
se olvidaran del estruendo de Fernando
y del de Panchita y comenzaron a
preocuparse y a temer los gruñidos de
Jaime Estrépitos. Y con mucha pena
debo aclarar que él se aprovechó de
aquello...

i ¡ G RRRÜ
¿Que cómo lo sé?
Pues porque nadie podía decir o hacer
algo que a él le pareciera mal sin que un
enorme, poderoso y rugiente bufido
escapara de su boca:

—¡¡GRRRÜ
Y ese horripilante sonido podía ser
escuchado en su casa, donde obligaba a
sus hermanos a que hicieran lo que él les
ordenaba, en la calle, donde exigía a los
niños de la cuadra y también a Fernando
y a Panchita a jugar lo que él quería jugar,
en el colegio, donde forzaba a sus
compañeros a que le convidaran parte
importante de sus colaciones.

No obstante, poco le duraron a Jaime


Estrépitos sus gruñidos.

\%
Se dio cuenta con espanto de que a una
cuadra de su casa se había venido a
vivir...
Si insistes, yo podría seguir varios años
contando esta triste historia que no tiene
fin...

...así es que, colorín


colorado, este cuento,
por ahora, se ha acabado.
Rosita Soñante

| unca he conocido a alguien


\ que soñara tanto como Rosita
Soñante.

Ella soñaba, soñaba y


soñaba...
Para decirlo en corto,
se
lo pasaba soñando.
Desde chiquita, fanta-
seaba sobre todo. El
problema consistía en
que siempre, siempre,
sus sueños acerca de lo
que le iba a suceder eran
mejores, más
interesantes
y más hermosos que la
realidad.
En resumen, siempre, al final, lo
pasaba pésimo.
Por ejemplo, esa vez en que
el papá anunció que irían por
el fin de semana a un balneario
para que ella y su hermano
conocieran la playa y el mar.
¡Oh, el mar y la playa!, cuando
Rosita Soñante oyó eso. ahí
no más se puso a soñar
con playas de arenas
blancas y palmeras, tal como alguna vez
las había visto en una revista. Y el
inmenso mar azul lleno de barcos y
peces y ballenas y...

Entonces llegaron a la playa.


Era pequeña, muy pedregosa, no había
palmeras y el mar se terminaba por ahí
cerca, en lo que su papá le dijo que era
la línea del horizonte.
Pero... ¿dónde estaban los barcos
y las ballenas?
Así es que. mientras sus padres y su
hermano se metían gozosos al agua.
Rosita apenas si se mojó los pies,
sintiéndose muy engañada y molesta. Este
no era el mar ni era la playa con los que
ella había soñado.
En resumen, lo pasó pésimo.
Solo para mostrarte que esto le pasaba
siempre... déjame contarte lo que sucedió
ese fin de año en el colegio.
Era el día en que se iba a celebrar la
Fiesta de Fin de Año.
Ahí se entregarían las notas y los
premios.
Por supuesto que Rosita soñó que ella
era la más premiada, que todos la
aplaudían cuando ella subía al estrado,
soñó que, como sus notas eran las
mejores del curso —y eso era cierto—, la
admirarían y la felicitarían y le pedirían
que dijera algunas palabras frente a todo
el colegio...
Sin embargo, lo que sucedió en la
realidad fue que, ya que no era mucho el
tiempo del que disponían para la
ceremonia, la entrega de notas y premios
se realizó por curso. Hicieron subir a
todos los alumnos del curso de Rosita a la
tarima, un profesor les repartió los
diplomas y otro les entregó los regalitos.
Hubo un corto aplauso del público y los
hicieron bajar.
Los niños estaban felices. Una vez de
vuelta en sus asientos, sus mejores
amigas comentaron que todo había sido
muy lindo. Rosita casi se pone a llorar. No
la habían felicitado especialmente, ni la
habían aplaudido ni le habían pedido que
hablara... ¡Nada, nada de lo que había
soñado, había sucedido!
En resumen, lo pasó pésimo.
Y entonces vino el paseo de curso.
Por supuesto que Rosita se imaginó
el lugar al que irían, un campo lleno de
pasto verde y flores de todos colores,
con
grandes árboles de refrescante sombra y
un arroyuelo en el cual se
mojaría los pies.
Rosita soñó que le
pedirían a ella que
cantase alguna de
las canciones que
estaba estudiando en
clase de música, y soñó
que sus compañeros
y profesores,
sentados en círculo,
la miraban danzar. Y
soñó que... ¡Uf!,
soñó tantas cosas
hermosas que iban a
suceder en aquel paseo.

A.
que se levantó muy tempranito llena de
ganas de partir.
Y salieron... y viajaron... y llegaron...
y...
Desde luego, el lugar al que fueron no
tenía pasto ni menos flores, era un pedazo
de tierra dura y pelada llena de piedras.
Desde luego no había
árboles que dieran
sombra, pero sí un sol
insoportable.
Desde luego no había
un arroyo en el cual
pudiera mojarse los pies,
solo había una charca de
agua de un color
bastante dudoso, entre
café y verde.
Y desde luego nadie le pidió que
cantara, y menos le pidieron que bailara.
Ni bien llegaron allí, y una vez que
hubieron dejado sus cosas en un
montoncito. todos partieron corriendo
hacia diferentes lugares mientras ella
permanecía sentada, sola, sintiéndose
engañada y molesta, nada era como ella
se lo había imaginado.
Al atardecer, el curso se reunió alre-
dedor de una fogata que los profesores
habían armado. Sonó una radio y todos
comenzaron a bailar alrededor del fuego
cantando y gritando.
Rosita, primero los miró. ¿Qué hacían?
Ella no había soñado eso. ¿cómo podían...?
No obstante los volvió a mirar y se dio
cuenta de que todos sus compañeros
—menos ella— lo estaban pasando muy
bien.
“¡Bueno!", pensó, “quizás no lo soñé,
pero parece que están bien entretenidos".
Y sin más se levantó, entró en la ronda y
se puso a bailar y a cantar junto a sus
compañeros.
Lo que no sé, porque no se lo pregunté,
es si a pesar de haber soñado algo
diferente. Rosita Soñantes terminó por
pasarlo bien en ese paseo.
Aunque, si tú me lo preguntas a mí, yo
te diría que creo que lo pasó súuuper
bien...

...y se acabó este cuento con pan


y pimiento y todos contentos
aunque un poco soñolientos...
Paola Papelitos

Paola —le decían y con


razón como ya verás, Paolita
Papelitos— digo, a Paola se
le olvidaba todo. Podríamos
decir, si fuéramos benevolentes, que
tenía mala memoria, porque, en verdad
no tenía mala memoria, no... tenía
pésima memoria.
Si no hubiera sido por su mamá, que
andaba tras ella recordándole todo,
simplemente Paola
íí/ÍlM?

no se hubiera
lM?

acordado de
?

nada.

á m
Pero así creció y la verdad es que pudo
crecer porque la naturaleza tiene sus
caminos propios y no necesita que nadie
le recuerde sus deberes. Paolita,
pues, creció.
El problema fue que su mala memoria
se fue acentuando, no porque ahora
tuviera menos memoria que antes, sino
porque a medida que se iba haciendo más
grande había más cosas que recordar.
Eso, hasta que cumplió los 6 años. En
ese momento, ¡oh, maravilla!, alguien le
sugirió una brillante idea:
¡Anotarlo todo!
Y ahí encontró Paola la solución a su
dificultad. Comenzó a anotarlo todo, en
papelitos, en hojas sueltas, en cuadernos
viejos.
Comenzó a escribirlo todo, y cuando
digo “todo", quiero decir: TODO.
Por ejemplo, revisemos sus anotaciones
de un día martes cualquiera:

levantarme.
Sacarme e' pijama.
Ponerme 'os catones,
tes pantalones, \a
polera, 'os calcetines,
tos zapatos de' colegio

f^eter en la moch/la los


cuadernos de •enguqje,
hctor/a, foro de
matemát/cas, colac/ón,
estuche.

roc
Lo que debería hacer en el
colegio no lo apuntaba porque
los profesores se lo
recordaban
permanentemente.
En fin, como conclusión,
podemos decir que Paola
se acostumbró a poner
todo por escrito y para eso utilizaba
papelitos, hojas sueltas o cuadernos
viejos.
Y ahora ya saben por qué a Paola le
decían Paola Papelitos...
Pasó el tiempo... Paola cumplió los 10
años pero siguió igual o peor de
olvidadiza, por lo que continuó usando sus
notas para no olvidarse de nada.
Pues sucedió un día que se le olvidaron
su cuaderno viejo, sus hojas sueltas y sus
papelitos en el colegio. Ese día. Paola
llegó a su casa y no supo qué hacer. Se
sintió perdida. Tampoco supo por dónde
empezar a saber cómo empezar a saber
qué era lo que tenía que hacer. ¿Me
explico?
Lo que pretendo decir es que
realmente no supo qué hacer, así es que
se sentó a esperar a su mamá, que por
cierto llegaba tarde de su trabajo. Lo
grave fue

ÍÍ©§^
que cuando por fin la mamá llegó, lo hizo
con un fortísimo dolor de cabeza...
—Paolita. linda... —le dijo antes de que
la niña alcanzara a contar lo que le
sucedía—. Paolita, por favor, haz todas
tus cosas tú sólita. Yo me voy a recostar
porque me duele mucho la cabeza...
Y Paolita quedó al cuidado de sí
misma. Su padre no estaba, llegaba mucho
más tarde.
La verdad es que no supo qué hacer: el
cuaderno no estaba y la mamá dormía.
Así. pues. Paola no hizo nada.
No vació la mochila, no hizo tareas, no
se lavó las manos ni la cara, no comió ni
se cepilló los dientes. No se sacó los
calzones, los pantalones, la polera, los
calcetines, ni los zapatos del colegio. No
se puso el pijama ni fue a hacer pipí. No
le dio un beso al papá ni a la mamá y, por
último, tampoco se acostó. Se
quedó en su silla, sentada sin intentar
hacer nada.
Se le había olvidado todo lo que debía
hacer por la tarde y por la noche. ¡Hasta
se olvidó de que tenía que dormir!
Por supuesto que al día siguiente,
después de pasar la noche despierta,
estaba con mucho, mucho sueño. Menos
mal que a su mamá se le había pasado el
dolor de cabeza y le pudo recordar que,
como ya estaba levantada y vestida, tenía
que hacer pipí, lavarse las manos, la cara,
los dientes y peinarse. Meter en la
mochila los cuadernos de matemáticas, de
lenguaje, el libro de ciencias, el estuche y
la colación. Tomar el desayuno. Darle un
beso a ella y al papá. Ponerse el polerón
e irse al colegio.
La complicación surgió al tomar el
desayuno, pues la pobre Paolita se
quedó profundamente dormida con la cara
apoyada sobre la mesa del comedor, con
la taza en una mano y un pedazo de pan
en la otra.
Obviamente. Paola. ese día no fue al
colegio.
Y obviamente, como no fue al colegio,
no pudo buscar sus papelitos ni hojas
sueltas ni el cuaderno viejo. Y. al no
tenerlos, no pudo recordar que esa noche
tenía que acostarse y dormir, y no
durmió. Así es que por la mañana,
mientras tomaba el desayuno, vestida, se
le olvidó que tenía que ir al colegio y de
nuevo se quedó dormida.
Por fortuna, el otro día era sábado.
Y como era sábado y la mamá no iba a
trabajar, cuando Paolita se durmió
vestida, tomando el desayuno, ella salió y
le compró un cuaderno nuevo y en la tapa
escribió:

LAS COSAS QUE DEBO RECORDAR

En la primera página anotó:

Hoy. sábado en la noche debo lavarme las


manos y la cara. Comer y cepillarme
los dientes. Sacarme los pantalones, los
calzones, la polera, los calcetines y los
zapatos. Ponerme el pijama y hacer pipí.
Darle un beso al papá y a la mamá.
Acostarme y dormir.
En la segunda página anotó lo que debía
recordar el domingo y en la tercera el
lunes...
—Tú deberás continuar el martes —le
dijo la mamá al entregarle el cuaderno.
Paolita, aunque acababa de
despertarse, hizo exactamente lo que
estaba escrito, incluso se quedó dormida.
Luego el martes ella hizo las anota-
ciones y también toda esa semana, y ese
mes, y ese año... y todavía, siendo ya una
mujer de cierta edad, sigue haciéndolo.
...que se me hayan olvidado los
uersos que para este cuento tenía
tan bien guardados. Prometo que
para el próximo, los tendré bien,
bien anotados...

FIN
Otros títulos de
Saúl Schkolnik

195

También podría gustarte