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Cada vez

nos despedimos
mejor
Alejandro Ricaño
Prólogo.

MATEO:

Febrero 14 de 1990. La sonda Voyager 1, a una distancia de seis mil millones de kilómetros,

toma una fotografía de la Tierra. Captura un pequeño punto azul, pálido, en medio de la densa

oscuridad del universo: nuestro hogar. Más de doce mil kilómetros de diámetro, reducidos a un

punto imperceptible. Ahí ocurre la vida como la conocemos. Ahí suceden las pequeñas

historias. (Pausa) Si tuviera que contarles la mía, tendría que comenzar relatando el día que mi

padre se acostó con mi tía, la hermana de mi madre, diez años y unas horas atrás. Tendría que

decirles, además, que mi tía, incluso en 1979, era encabronadamente fea. De la manera más

injusta. Y que mi padre a pesar de todo fue a acostarse con ella. No es que no amara a mi

madre. Son cosas que uno hace. Mi padre jodió a mi madre. Y después yo jodí a Sara. Y una

serie de eventos desafortunados nos jodió a todos. (Pausa) En ese pequeño punto

imperceptible.

U n o.
MATEO:

Mi madre no debía estar ahí.

Mi madre no debía estar equilibrándose al pie de la escalera de madera que llevaba al sótano.

Todavía en 1979, debajo de casa mis padres, había un pequeño sótano que ellos llamaban “el

cuartito”.

Mi madre no debía estar allí escuchando un traqueteo constante, detrás de la puerta al final de

la escalera.

Debía estar en casa de mis abuelos –con su panza redondísima, a punto de dar a luz-

preparando un pavo famélico para la cena de año nuevo.

Y mi padre debía alcanzarla a más tardar al medio día.

Pero ella había vuelto por un presentimiento inexplicable.

Y se había detenido frente a la escalera y había escuchado un traqueteo constante detrás de la

puerta al final de la escalera.

Un viento helado se filtró por debajo de la puerta e hizo hondear su vestido.

Bajó la escalera.

Giró la perilla y empujó la puerta, silenciosamente.

(Este es el momento en el que se rompe el corazón de mi madre.

¿Quieren escuchar el corazón de mi madre a punto de romperse?

Pausa.

Yo no.)

Mi madre gira la perilla y empuja la puerta, silenciosamente.


Adentro, encuentra a mi padre y a mi tía, hacinados entre herramientas y trebejos, fornicando

sobre una mesa desvencijada que rechina ruidosamente.

Ve, entre otras cosas, los calcetines de mi tía, de pares distintos, apuntando hacia un foquito en

el techo que parpadea como una luciérnaga.

Y las nalgas desnudas de mi padre, contrayéndose con cada empujón de pelvis.

Se queda muda.

Muda.

Tanto, que no advierte cuando un caldo amniótico baja por sus piernas haciendo un charco

alrededor de sus zapatos nuevos.

Yo estaba a punto de nacer.

Son las 11 de la mañana del 31 de diciembre de 1979.

Pero debemos interrumpir en este punto la historia.

Porque no quiero que se encariñen de mi madre, como lo hice yo.

Porque mi madre va a abandonarnos muy pronto.

No es que sea su culpa, pero, al fin y al cabo, va a abandonarnos.

A ustedes, como espectadores.

Y a mí, como hijo.

D o s.

“Se que el amor es un reacción química que se da en el cerebro, pero te diré lo que

vulgarmente dicen todos: me rompiste el corazón.”

(Quizá esas hayan sido las últimas palabras de mi madre.)

Este es el relato de su muerte, cinco años después.

Son las 6:30 de la mañana del 19 de septiembre de 1985.


Desde la cocina -cruzada de brazos en la banqueta de enfrente- contemplo a mi madre a través

de la ventana empañada por la brisa del amanecer.

Delante de ella, mi padre coloca el dedo índice sobre su pecho.

No sé leer los labios.

Pero imagino que le dice:

Pues allí adentro debe haber una parte de ti que desea perdonarme, y buscarme en la cama en

medio de la noche, y hacerme el amor de tal manera que despertemos al niño y le

provoquemos un trauma que le puteé la vida para siempre.

Pausa.

El viento arrastra un montoncito de hojas secas entre ellos.

En el rostro de mi madre, sus labios, partidos por el frío, tiemblan.

(Cualquiera, con un poquito de esperanza, hubiera pensado que, después de cinco años, estaba

a punto de perdonarlo por haberse acostado con su hermana.

Y yo he sido siempre alguien con un poquito de esperanza.)

Mi madre, en cambio, se da la vuelta y sube al auto.

Ve a mi padre a través del retrovisor y le dice algo que él –ni yo- logramos entender.

Y se marcha.

Mi madre se marcha.

Frente a la costa del puerto de San Lorenzo en el estado de Michoacán, mientras tanto –a

cientos de kilómetros de donde mi padre vería por última vez a mi madre- está a punto de

originarse el epicentro de un terremoto que alcanzará los 8.1 grados en la escala de Richter.

Pero nosotros no sabemos nada de eso todavía.

Con la bata desceñida ondeando tras de sí, mi padre regresa a la casa.

Me sirve un plato de cereal y lo coloca frente a mí.


Gira la perilla del televisor philco.

Me baño y nos vamos a la escuela, dice.

Escucho la regadera por más de veinte minutos.

Son las 7:19, dice la mujer de las noticias.

Los aritos de colores comienzan brincar en el interior de mi plato.

Veo el televisor.

La imagen comienza a brincar y, en seguida, se va a negros.

Mi plato se aleja de mí, brincando, a través de la mesa vacía, y va a estrellarse en el piso,

mientras las lámparas en el techo oscilan en círculos y los cristales de las ventanas, empañados

por la brisa del amanecer, revientan.

Mi padre sale corriendo del baño, me toma de la silla y me lleva corriendo hasta la banqueta de

enfrente.

Cuando todo vuelve a la calma, como si hubiera sabido exactamente en dónde se encontraba

mi madre, me carga contra su pecho y comienza a correr en esa dirección.

Diez.

Quince.

Veinte.

Treinta cuadras.

Veo el vaho de su respiración sofocada.

Su rostro empapado de sudor.

Su corazón golpeando contra el mío.

(Pausa)

Donde estaba la secundaria donde trabajaba mi madre, encuentra un montón de escombros.

A tientas, a través de la densa polvareda, busca cualquier resquicio para llegar hasta mi madre.
¡Graciela!

¡Graciela!

¡¡Graciela!!

¡¡GRACIELA!!

¡¡GRACIELA!!

¡¡GRACIELA!!

Mi amor.

Graciela.

Envuelto en su bata deshilachada, comienza a golpear los bloques de concreto hasta que se

deshace los nudillos.

Silencio.

Tardaron dos días en sacar el cuerpo de mi madre, prensado a su escritorio, para que

pudiéramos incinerarlo.

Silencio.

Entonces tuve la idea de que mi madre, llena de rencor, había hecho temblar la tierra para

morir aplastada bajo los escombros y castigar a mi padre.

Sólo a veces, casi nunca, para desechar esa idea, intento recrear la boca de mi madre en el

retrovisor esa mañana. Para encontrar que, al final –aunque fuera tarde- lo perdonó.

Pero nunca lo logro.

Y supongo que mi padre tampoco.

Silencio.

También esa mañana, sin que lo supiéramos, la madre de Sara quedó sepultada bajo los

mismos escombros.

(Pero ustedes todavía no saben quién es Sara. Y ustedes necesitan saber quién es Sara.
Para eso tenemos que volver a la mañana del 31 de diciembre de 1979.

Y, ahora que saben que mi madre está muerta, podemos regresar a allí, sin temor a

encariñarnos de ella.)

T r e s.

Entonces, mi madre está tumefacta frente al culo contraído de mi padre, con un charco de

líquido amniótico bajo sus pies.

Mi padre asoma una mejilla sudada por encima del hombro desnudo.

Advierte a mi madre.

Enseguida, arroja a mi tía contra un montón de escobas a un costado de la mesa y le parte la

nariz en tres partes: lo único que no tenía feo.

Se sube los pantalones con las manos temblorosas y observa a mi madre.

Repara en el charco alrededor de sus zapatos y, de un salto, llega hasta ella y la carga en brazos.

Corre escaleras arriba.

La mete al auto.

Conduce hacia la sala de emergencias del seguro social.

Llueve.

Llegan al estacionamiento.

Suben a mi madre a la sala de expulsión y comienza labor de parto sin tregua hasta la media

noche, hasta que, finalmente, a las 11 con 59, el doctor me sostiene de los tobillos y azota su

palma contra mis nalgas y grito.

Grito por primera vez en mi vida.

Y en ese preciso momento, a escasos metros de ahí, detrás de una cortina desleída, otra niña,

cubierta de sangre, grita mostrando sus encías vacías.


Pausa.

Bajo esa configuración de eventos, nacimos Sara y yo, en el último segundo de 1979.

Y, quizá, desde entonces, vine a joderle la vida.

C u a t r o.

Arrojamos los restos de mi madre en el mar equivocado.

Mi padre lo recordó justo cuando el viento se llevaba las cenizas en la orilla de la playa.

Putísima verga -gritó persiguiendo lo que quedaba de mi madre- El Pacífico es el que está en la

izquierda.

Mi madre terminó de desparecer en una playa de Veracruz, sin dejarnos otra cosa que una

pensión de 4 mil pesos que mi papá y yo nos dividimos en partes iguales.

(Pausa)

Mi primer encuentro con Sara sucedió tres años después.

Para que eso ocurriera, el secretario de gobernación tuvo que detener el flujo de información

durante las elecciones y otorgarle el triunfo a Salinas.

Lo escuchamos en la televisión.

¿Qué putas significa que se cayó el sistema? -Gritó mi padre azotando una colilla de cigarro

contra el Philco- ¡Se cayeron tus huevos, maricón! Detrás de esto están los gringos, Mateo. Y

detrás de ellos están los judíos. Los pinches judíos están detrás de todo.

(Es irrastreable el origen del odio de mi padre por los judíos)

Tres días después golpeó mi puerta, enfundado en su bata percudida.

-Vamos a solucionar esto, Mateo.

(Este es mi primer encuentro con Sara. Estamos por cumplir nueve años.)

El sol arde sobre mi cabeza.


Vinimos a marchar al zócalo, caminando, luego de que la caribe de mi padre se descompusiera

en un semáforo.

El sol arde en mi cabeza.

Estoy apunto de sufrir una insolación cuando un luchador, en un unitardo rojo, emerge de la

muchedumbre y me arrebata de brazos de mi padre mientras arenga a una horda de cardenistas

eufóricos.

Súper Barrio, escucho mientras me sube en hombros.

Súper Barrio.

Voy surcando las multitudes sobre un remedo de héroe, empapado en sudor frío, cuando Sara,

desde el toldo de un Valiant Acapulco 67, me toma una fotografía.

(Además de un dolor que le marcaría la vida para siempre, al morir, la madre de Sara le dejó

una cámara Polaroid instantánea de 1972 sin la cual, Sara, no podía dormir por las noches.)

Dispara el obturador y, en seguida, una lámina rectangular sale por una rendija de la misma

cámara.

Nunca he visto nada igual.

Me refiero a su rostro.

Me refiero a sus ojos grandes y oscuros como el universo expandiéndose.

(Mucho tiempo después sabría que ese instante, fosilizado en un trozo de papel bañado en

químicos, había sido la primera fotografía que Sara había tomado en su vida.)

Agita la lámina con su mano hasta que, poco a poco, se devela la imagen.

Y, por un momento, me observa con reproche como si, de alguna manera, hubiera arruinado

su primera fotografía.

Súper Barrio me aleja de ella hasta que la pierdo de vista.


(Esa fue la primera vez que me despedí de la niña que había nacido en el mismo segundo que

yo.)

Nada solucionamos ese día.

O ningún otro.

Terminé en el hospital con 40 grados, convulsiones y un suero intravenoso.

C i n c o.

Recordar –me dijo un día mi padre llorando- proviene del latín recordari, formado por los

vocablos re, que significa de nuevo; y cordis, que significa corazón. Cuando recordamos a

alguien, Mateo, lo estamos volviendo a pasar por el corazón.

Pausa.

El 13 de marzo de 1994, unos meses después de que cumpliéramos 15 años, Sara y yo

coincidimos en el aeropuerto.

Mi padre y yo despedíamos a mi abuelo cuando Jacobo Zabludovsky anunció que le habían

disparado a Colosio.

Alguien había puesto una pistola calibre 38 sobre su oído derecho y le había perforado la

cabeza de lado a lado.

Escuchábamos la noticia frente a un televisor empotrado en la pared del aeropuerto cuando

yo, sobre mi oído izquierdo, escuché el disparo de la cámara de Sara.

(Durante seis años, desde la marcha del 88, por la noche, había pensado en Sara.

En ese momento brevísimo que apenas podía recrear en mi memoria.

Sara bajaba la cámara de su rostro y veía sus ojos.

Luego una ráfaga de viento levantaba ligeramente su vestido y alcanzaba a ver sus muslos.

La noche anterior me había masturbado pensando en ella.


Me había masturbado por primera vez en mi vida.

Y lo había hecho tantas veces que para cuando mi padre fue a decirme en la mañana que

debíamos llevar a mi abuelo al aeropuerto no había un espacio en mis sábanas que no estuviera

amarillo y arrugado de semen seco.

Y justo comenzaba a hacerme a la idea de que no volvería verla nunca cuando escuché el

obturador de su cámara a mi lado.

Volteé y la observé con la boca abierta a punto de babear por las comisuras.)

Me la regaló mi madre antes de morir –dice refiriéndose a su cámara- Es de 1972, pero mi

madre me la regaló en el 85. Trabajaba en una secundaria en la ciudad de México.

¿Murió en el terremoto? Pregunto.

Había salido a tiempo, pero regresó. La sacaron de los escombros con los pulmones

perforados. Yo la encontré en una camilla de hospital con la boca llena de tubos. Cuando me

vio, se sacó los tubos para hablar. Volví por una mujer, me dijo. La vi por la ventana. Estaba

aferrada a su escritorio. No quería irse de ahí. Quería morir aplastada, como si ella misma

hubiera provocado el terremoto. Intenté sacarla por la fuerza pero fue imposible. Cuando quise

salir, el techo se partió sobre nosotros. Es todo lo que recuerdo. Esa mujer estaba llena de

rencor, Sara. Nunca guardes rencor por nadie. (Pausa) Esa noche murió mi madre. De no ser

por esa mujer quizá estaría viva. (Pausa) ¿Tu madre vive?

Silencio.

Sí.

Sí, repito débilmente.

Mi nombre es Sara, dice.

El mío Mateo, respondo mientras se aleja. Mateo.

Silencio.
(Desde la cocina, en el retrovisor del auto, veo los labios de mi madre.

Recordar viene del latín recordari, que significa volver a pasar por el corazón. Para roerlo hasta

que no quede más que un remedo de carne desollada.)

Seis.

¿Qué haces aquí? Me pregunta Sara desde un extremo de la barra.

Quiero que seas la madre mis hijos, le respondo desde el otro extremo, empapado por la lluvia.

¿Por qué no me invitas un trago primero?

Porque no tengo un clavo. Me gasté todos mis ahorros en llegar hasta aquí.

La lluvia se escurre por mi rostro.

Sara sonríe.

(Debí imponer un record en los cien metros planos antes de verla desparecer por el control de

seguridad del aeropuerto. Antes de llegar, tropecé y fui a partirme la boca con el piso.

¿A dónde vas? Grité atragantándome con un pedazo de diente.

La fila entera torció la cabeza.

Sara, especifiqué.

A San Cristóbal de las casas, dijo asomando su cabeza entre la fila.

Bien. Bien, dije agitando mi mano fracturada. Que te vaya bien.

Y se fue.

Yo no tenía una puta idea de dónde quedaba San Cristóbal de las Casas, pero sonreí con mi

diente roto y el labio partido por la mitad chorreando sangre en el piso del aeropuerto.)

El 21 de diciembre de 1997, poco antes de cumplir 18 años, finalmente reuní valor –y dinero

de la pensión de mi madre-para tomar un avión a Chiapas y dirigirme a San Cristóbal.


Luego tuve que viajar a Chenalhó.

Para cuando llegué a la pequeña tabernita no tenía un peso.

Sara me compró una taza de posh.

¿Qué es? Pregunté.

Aguardiente de maíz. Te va a quitar el frío.

Desde hacía dos años vivían en una pequeña comunidad llamada Acteal a unos cuantos

kilómetros al norte de donde estábamos.

Mi papá está escribiendo un libros sobre los tzotziles, me explicó.

¿Acteal?

Mi padre es sociólogo. Alguien nos prestó una casa ahí, respondió.

Me bebí los restos de la taza de posh.

Un relámpago iluminó la sierra a través de la ventana.

¿Tienes dónde dormir? Preguntó de pronto.

Permanecí en silencio.

Te puedes quedar en nuestra casa. Mi papá está en San Cristóbal.

Lo sé.

Todo el mundo los conoce en San Cristóbal, le expliqué. Fue así como te encontré.

El cielo volvió a centellear.

Subimos a Acteal en un jeep.

La luz de los faros dejaba ver la lluvia salvaje que se azotaba contra el camino de barro.

Al llegar a Acteal caminamos a través de un estrecho camino lodoso que serpeaba la montaña.

Antes de llegar a su casa nos encontramos con un pequeño campamento levantado con ramas

y lonas. Decenas de indígenas tzotziles se resguardaban de la lluvia.


Los están desplazando de sus comunidades, me explicó.

Seguimos el camino hasta su casa en silencio, empinándonos lo que quedaba de una botella de

posh que nos habíamos robado de la taberna.

Supe en ese momento que quería cuidarla por el resto de mi vida.

Siete.

Esto, que a simple vista parece una caja, es una cámara estenopeica. Aquí hay un orificio que

ustedes no alcanzan a ver, justo aquí; un orificio pequeñísimo. Todos ustedes entran a través

de este pequeño orificio y se proyectan de manera invertida en la pared contraria. Si alguien

echara un vistazo a través de este orificio, pensaría que las butacas están clavadas al techo. Allí

donde se proyectan, hay un trozo de papel fotográfico. Cuando la luz incide en este papel

ocurre una reacción química que los captura a todos ustedes en una imagen en blanco y negro.

El tiempo de exposición es mucho más lento que el de una cámara normal. Hacer una

fotografía con una cámara como esta, es un acto de paciencia.

(Esta es la primera vez que hice el amor con Sara, después de haberme masturbado pensando

en elle aproximadamente unas cuatro mil veces)

A escasos metros de una pequeña iglesia, una enredadera trepa por las paredes de adobe de la

casa de Sara hasta llegar a su ventana.

La luz del amanecer se filtra por el enramado y va a dar sobre mi espalda desnuda.

Son las ocho de la mañana.

La noche anterior, mientras descendíamos el camino lodoso, imaginaba que iba a hacer el amor

por primera vez con Sara.

Me moría de los putos nervios, así es que me bebí el posh lo más rápido que pude.

Para cuando llegamos a su casa, Sara me llevaba cargando de un hombro.


Me recostó sobre su cama y me quitó la ropa mojada.

Luego acercó una silla y me observó hasta que amaneció.

Entonces, de un baúl, sacó la cámara estenopeica que ella misma había fabricado y la colocó

sobre sus rodillas. Descubrió el diminuto orificio y capturó la imagen de mi cuerpo, enredado

entres las sábanas de su cama, en una ceremonia silenciosa que se extendió por casi una hora.

(Estamos ahí.)

Entreabro los ojos.

Veo la caja sobre sus rodillas.

¿Es un regalo? Pregunto.

Sí, dice sonriendo. Para mí. Ven.

De la mano, desnudo, me lleva a un pequeño cuarto atrás de la casa.

A lo lejos se escuchan rezos desde la iglesia.

Son los tzotziles, dice ella.

El viento encorva las ramas de los árboles.

Me mete al pequeño cuarto y cierra la puerta.

Está totalmente oscuro.

Enciende una luz roja, mortecina.

Es mi cuarto de revelado, dice.

Sobre una barra hay tres charolas con químicos.

Del interior de la caja saca el papel fotográfico en blanco y lo sumerge en la primera charola.

Mira, dice señalando la pared que está atrás de mí. Eres tú.

En una fotografía colgada me reconozco sobre los hombros de Súper Barrio.

Teníamos ocho años, dice.

Saca el papel fotográfico de la primera charola.


Ahí teníamos 14, dice sumergiendo el papel en la segunda charola.

En otra pared descubro mi fotografía en el aeropuerto.

Del tercer recipiente saca el papel fotográfico y lo enjuaga en un fregadero.

La noche anterior -dice colocándose detrás de mí, haciendo rozar su mejilla con mi hombro-

me había masturbando hasta que amaneció. Nunca lo había hecho. Pero pasé toda la noche

pensando en ti. Y luego te encontré en el aeropuerto. Me asusté mucho. Pensé que no iba a

volver a verte nunca. Te tomé esa fotografía para que no se me olvidara tu rostro. Pero nunca

he tenido que verla para recordarte.

Cuelga lo fotografía de mi cuerpo desnudo en un tensor y se gira hacia a mí.

Sus pupilas se dilatan.

Pega su nariz contra la mía y me besa, muy despacio.

Baja sus calzones por debajo de su falda y se sienta en la barra entre las charolas de químicos y

me rodea con sus piernas.

Busca mi pene con su mano y lo mete en su vagina.

Me muerde la barbilla hasta que me marca con sus dientes.

Despacio, me dice.

Despacio, mientras me abraza como si no quisiera que me separara de ella nunca.

Siento las pulsaciones de su corazón contra mi pecho.

Veo cómo mi pelvis comienza a cubrirse de sangre.

Me muerde la oreja.

Es difícil ver su cuerpo y respirar al mismo tiempo.

Pertenezco a este lugar, pienso, a ningún otro.

Pausa

Una detonación nos sobresalta.


Se escuchan disparos

Disparos desde la iglesia.

Un grito.

Nos detenemos.

Escuchamos la ráfaga de un arma.

Corremos a la casa.

Desde la ventana vemos a varias personas disparando hacia el interior de la iglesia.

Silencio.

Una mujer corre hacia la casa, pero antes de que pueda acercarse, una bala atraviesa su pecho y

se azota contra la tierra mojada.

Sara quiere salir a ayudarla pero yo tengo miedo.

Tengo miedo de perderla.

La tomo del brazo y la arrastro hasta el piso bajo la ventana.

Quédate conmigo, murmuro asustado.

Quédate conmigo.

Silencio.

Durante siete horas escuchamos cómo mataban a 45 indígenas tzotziles.

Aún ahora –cada vez menos- escucho el tintineo de los casquillos golpeando contra el suelo.

A la mañana siguiente nos reunimos con el papá de Sara en San Cristóbal para regresarnos a la

ciudad de México.

Jamás volvimos a Acteal.

Ocho.

La mejor manera de llegar a un lugar es tratando de evitarlo.


En dónde está tu madre, me preguntó una mañana Sara.

No lo sé, le respondí. Se fue. Es todo lo que puedo decirte.

Pausa.

(Mi madre no debió estar equilibrándose al pie de la escalera, escuchando un traqueteo

constante detrás de aquella puerta.)

Pausa.

Un mes después de volver a México visité a mi padre.

Lo encontré sentado en el reposet con un perro ciego sobre las piernas.

Se estrelló con la puerta -me explicó.

Se estrelló con la puerta.

Un día vino y se estrelló con la puerta. Lo invité a pasar.

Lo invitaste a pasar.

Creo que hay un maldito eco en la casa, Stevie.

¿Stevie?

Mi perro se llama Stevie.

¿Sigues molesto, Papá?

Antes de volar a Chiapas, me paré frente al reposet para despedirme de mi padre:

Le dije: Voy a dejarte, papá. Tengo que ir a buscar a Sara.

¿Quién es Sara? Me preguntó sacándose el cigarro de la boca.

Creo que es el amor de mi vida.

¿Crees?

Tengo que preguntarte algo, papá. El día que mamá murió te dijo algo por el retrovisor del

auto, antes de irse a trabajar. ¿Sabes qué te dijo?

Mi padre frunció el rostro. Luego volteó hacia la ventana. No, dijo.


No, repetí.

Mi madre provocó el terremoto que la mató. Lo sé. Porque le rompiste el corazón. Yo nunca

voy a hacerle eso a Sara. Hiciste las cosas mal. Me toca intentar hacer las cosas bien. Tienes que

dejarme ir.

Mi padre volvió a meterse el cigarro a la boca.

Si crees que así son las cosas, puedes largarte cuando quieras.

El taxi está esperándome afuera.

Volvió a sacarse el cigarro.

¿Sí? Preguntó torciendo las cejas hacia arriba.

¿Puedes abrazarme antes de que me vaya? Le pregunté yo.

Volvió a meterse por última vez el cigarro y giró la cabeza hacia la ventana.

Pausa

Bien. Bien, murmuré. Fui por mi maleta y salí de la casa.

Antes de doblar en la esquina, por el retrovisor, lo vi corriendo detrás del taxi, con la bata

hondeando como la capa de un súper héroe retirado.

No nos alcanzó.

Y ahora, después de un mes, estaba otra vez delante de él.

¿A qué debemos el honor de tu visita?

Quería saber cómo estabas.

Nos las arreglamos, dijo acariciando al perro.

Estoy viviendo con Sara.

Con Sara.

Sí.

¿Tienen una casa?


Su papá.

¿Viven con su papá?

No pudo oponerse.

No pudo oponerse.

Voy a tratar de visitarte más seguido, papá.

Ni falta que hace, dijo volviendo a acariciar al perro, pero Stevie saltó de sus piernas y fue a

estrellarse con el mueble de la televisión.

Pausa.

No voy a volver a preguntarte sobre tu madre si no quieres, dijo Sara poniendo su mano sobre

la mía. Y yo desvié la mirada hacia la ventana.

N u e v e.

Esta es una cámara de formato medio. A diferencia de otras cámaras, su visor está arriba. La

cuelgas de tu cuello y la colocas a la altura de tu ombligo. Abres el visor y ves la imagen que

tienes enfrente. De ese modo el disparo es menos directo. Mientras ves el rostro de la persona

a la que estás fotografiando, la persona puede ver tu rostro mientras tomas su fotografía.

Cuando alguien te toma una fotografía con una de estas cámaras, puedes ver su reacción en el

momento que captura tu imagen.

Pausa.

Los siguientes años después de que me mudé con Sara fueron espléndidos.

Hasta que el 2 de julio del 2000 murió su padre.

Teníamos 20 años.

Estábamos en el piso de terapia intensiva del seguro social cuando anunciaron que Fox había

ganado la presidencia.
Una mañana el padre de Sara fue al doctor creyendo que tenía apendicitis y salió de allí

sabiendo que iba morir en los siguientes meses. Tenía cáncer en el estómago.

Esa noche nos abrazamos mientras lo desconectaban del electro y el respirador artificial.

En la funeraria me persiguió una idea: como el padre de Sara había muerto no íbamos a tener

sexo en mucho tiempo. Comenzaba a ponerme de malas cuando Sara me rodeó con sus brazos

y me dijo al oído: ¿Está mal si hacemos el amor?

Sonreí en mi interior.

No lo sé, respondí. Un poco.

¿Crees que mi padre pueda vernos?

No lo había pensado, pero la idea me obsesionó a partir de ese momento.

No lo creo, dije tranquilamente.

Imagínate, insistió ella.

Imagínate, le correspondí con una risa nerviosa.

Después de la funeraria fuimos a la casa e hicimos el amor.

No nos lo dijimos, pero todo el tiempo tuvimos la sensación de que su padre nos observaba.

Sara cerró los ojos y terminó lo más rápido que pudo.

Yo no pude terminar.

Nos dimos la espalda y nos quedamos dormidos.

En la madrugada me despertó un golpe en la cara. Pero cuando abrí los ojos, no había nadie.

La habitación estaba en silencio. Sara seguía durmiendo.

Después de eso hacíamos el amor cada vez menos.

Todo comenzó a colapsar en pequeños pedazos.

Cada pequeña imperfección se volvió más nítida.

Cada pequeño detalle del que me había enamorado comenzó a parecerme insípido.
Hasta que el 3 de mayo del 2006 nos separamos por primera vez.

Diez.

Aún ahora no puedo explicar cómo es posible que estuviéramos en esa serie de eventos

desafortunados.

Pero así fue como se dieron las cosas.

Todas esto ocurrió y nosotros estuvimos ahí.

A veces –sólo a veces- se me ocurre que fuimos nosotros quienes provocamos todo.

Marion Brochet había venido por su cuenta desde Francia para hacer un documental sobre el

subcomandante Marcos. La conocimos en la central de autobuses cuando salimos de Acteal

hacia el Distrito.

Comimos juntos y prometimos ponernos en contacto pronto.

No lo hicimos.

En mayo de 2006 finalmente escribió. Estaba en San Salvador de Atenco, en el Estado de

México, siguiendo el proceso de expropiación de varias hectáreas por parte del gobierno para

la construcción de un aeropuerto.

Necesitamos gente que documente todo esto, nos decía en su correo.

Y como Sara y yo estábamos a nada de arrojarnos el último plato que nos quedaba, fuimos a

verla con tal de salirnos un tiempo de la casa.

Llegamos la mañana del 3 de mayo.

Quisimos comprarle una flor.

Al llegar al mercado, la policía estaba retirando a los vendedores de flores de la banqueta del

palacio municipal.

El asunto terminó en un enfrentamiento que duró dos días.


Encontramos a Marion en medio de la trifulca.

Y cuando la vi, tuve la misma sensación que sólo había tenido 18 años atrás, en la marcha del

88, cuando vi a Sara sobre el toldo del Valiant tomándome una fotografía.

Por primera vez me sentía atraído por otra mujer.

En nuestro último encuentro apenas le había puesto atención.

Tomó una fotografía y luego volteó a vernos y agitó su mano de un modo que me hizo tener la

certeza de que quería estar con ella.

¡Mateo! Gritó. ¡Sara! Y caminó hacia nosotros, pero antes de que pudiera llegar, alguien la

empujó y cayó al suelo.

Corrimos para levantarla.

Su cámara se había roto.

Mierda.

¿Tienes otra? Le preguntó, Sara.

Una análoga.

¿Tienes donde revelar?

No, respondió Marión volteando en todas direcciones, y tengo que enviar las fotos en la noche

para que salgan mañana.

Yo sólo traigo ésta, dijo Sara refiriéndose a su cámara de formato medio. Nunca uso digital.

Marión miró los restos de su cámara regados en el piso.

Pero puedes venir a nuestra casa a revelar, agregó Sara. Tenemos un pequeño cuarto oscuro.

Marion sonrió.

Pasamos la tarde fotografiando el enfrentamiento entre policías y campesinos, en medio de un

espeso velo de gas lacrimógeno, estallidos de bombas caseras, y un ir y venir constante de

reporteros con el rostro ensangrentado.


Todo me resultaba hermoso.

Al llegar la noche, Sara me dijo de pronto: lleva a Marión a revelar a la casa. Yo los alcanzo

mañana temprano.

¿De qué estás hablando? Le pregunté.

Todavía me quedan dos rollos. Hay mucho que fotografiar.

¿Fotografiar? Son campesinos, siempre les quitan algo. Los fotografías otro día.

Eres un imbécil, Mateo. Quiero estar sola. Lleva a Marion a la casa. Nos vemos en la mañana.

Once.

Debajo de la casa, siguiendo una estrecha escalera de madera, está el cuarto de revelado.

En el metro, mientras estábamos sentados, Marion bajó su antebrazo y dejó que sus vellitos

rozaran con los míos.

La observé por encima de mi hombro.

Hubiera querido que nuestra estación no llegara nunca.

Caminamos en silencio hasta la casa, rozándonos de cuando en cuando los nudillos.

Bajamos la estrecha escalera de madera.

Cerramos la puerta detrás de nosotros.

Y encendimos la luz roja, mortecina.

Ahora estoy detrás de ella, observando su espalda mientras saca un rollo de la cámara.

Se queda inmóvil un momento.

Se gira y me observa en silencio.

Permanecemos de frente durante varios segundos.

Les escribí porque quería verte, me dice acercándose. Puede parecerte la obsesión de una niña

tonta, pero nunca dejé de pensar en ti desde la central de autobuses. No tengo otra explicación.
Observo sus labios entre abiertos.

Pausa.

Sería un verdadero hijo de puta si me la tirara en este momento, pienso, en casa de Sara,

mientras ella arriesga su vida fotografiando a esos pobres campesinos. No voy a hacerlo.

Pausa.

La beso y meto mi mano debajo de su vestido.

La tomo de las nalgas y la subo a la mesa entre las charolas de revelado.

Abro mi pantalón.

Pausa.

Sara, mientras tanto, está equilibrándose al pie de la escalera que lleva al cuarto de revelado.

No debería estar ahí.

Pero ha vuelto por un presentimiento inexplicable.

Baja las escaleras.

Silenciosamente, empuja la puerta.

Adentro, envueltos por una luz roja, nos encuentra a Marion y a mí, fornicando sobre una

mesa que rechina ruidosamente.

Sobre su ombligo, la cámara de formato medio cuelga desde su cuello.

Voltea a la cámara, me dice.

Me quedo inmóvil.

Siento una punzada en la boca del estómago.

Giro la cabeza, lenta, muy lentamente.

Sonrío por inercia.

Marion voltea al suelo, incómoda.

Sin quitarme la mirada, dispara el obturador.


Observo sus ojos.

Esta es la última fotografía que te tomo, dice. Y luces como un imbécil.

Corre escaleras arriba.

Voy detrás de ella.

Salgo a la calle.

Pausa.

No está.

Por ningún lado.

D o c e.

A la mañana siguiente fui a ver a mi padre.

Cuando abrí la puerta, Stevie se salió entre mis piernas.

Mi padre venía corriendo tras él, pero se detuvo cuando me vio.

Un delgado hilo de humo subió a través de su rostro, desde un cigarro arrugado que colgaba de

su boca.

Lucía más viejo que nunca.

Los cristales de sus lentes se había parido por la mitad.

Con sus calcetines descocidos, y una sola chancla, caminó hacia mí.

Es tu culpa, murmuré.

¡Es tu maldita culpa!

Me rodeo con sus brazos y me apretó con todas sus fuerzas.

Escuchamos un rechinido de llantas afuera.

Comencé a llorar contra su pecho hasta que me derrumbé en el piso.

Mi padre se hincó frente a mi.


Jodí todo, le dije.

Lo siento, dijo metiendo sus dedos entre mi cabello.

La ceniza de su cigarro cayó entre nosotros.

Cuando volteamos, Stevie estaba en medio de la calle con la columna fracturada.

Trece.

Sara no volvió a la casa nunca.

Y no supe de ella durante dos años.

Me mudé con mi padre.

Habíamos dejado de recibir la pensión de mi madre.

Tampoco volví a ver a Marion, hasta que un día nos encontramos en un vagón del metro.

¿Cómo estás? Me preguntó.

Bien. Supongo.

Las luces del vagón parpadearon un momento.

Me dio gusto verte, dije acercándome a la puerta para bajarme en la siguiente estación.

Vi a Sara, dijo de prisa.

Me detuve.

Acaba de regresar a México. Entró a trabajar al mismo periódico que yo.

¿Está aquí?

La mandaron a Morelia.

¿A Morelia?

Esta mañana.

El metro comenzó a detenerse.


Esto es un poco incómodo pero… ¿tendrás unos doscientos o… tal vez trescientos pesos que

me prestes?

Corrí a la central de autobuses.

Habían mandado a Sara a cubrir los festejos del grito de independencia.

Llegué a Morelia poco antes de las 11 de la noche y tomé un taxi al palacio de gobierno

creyendo que ahí la encontraría.

La plaza era un caos.

Era imposible encontrarla.

En medio de la multitud, vi al gobernador salir al balcón central del palacio.

Después no recuerdo mucho.

Un estallido que me reventó el tímpano derecho.

Y un resplandor.

Un resplandor salvaje.

Catorce.

Despierto en una camilla de hospital, con el dorso vendado.

Tengo un catéter en mi antebrazo que va a dar una bomba de infusión a un costado de la

cama.

Una gasa, tiesa de sangre seca, me cubre la mitad del rostro.

A lo lejos, veo la bandera ondeando a media asta.

Atardece.

Un médico recorre la cortina de mi cama.

Silencio.

Te estamos suministrando dexametasona metoclotramina, furosimile…


¿Cuánto llevo aquí?

Llegaste anoche, con todos. Una granada de fragmentación estalló a pocos metros de donde

estabas. Mucha gente resultó herida. Algunos murieron.

¿Dónde está Sara?

¿Quién?

Estaba ahí.

Permanece en silencio.

Camina hacia la trabajadora social, al final de la sala.

Entran en otra habitación.

¿Dónde está Sara?

Mi quito el catéter.

Tomo mi ropa de la silla.

Recorro las camas.

No está aquí.

Salgo de la habitación.

Recorro el pasillo del hospital.

Presiono el botón del elevador.

Siento una punzada en la boca del estómago.

Sara estuvo ahí.

Está muerta.

Golpeo mi cabeza.

Observo los números del elevador.

Se detuvo en el cuarto piso.

Mierda.
Golpeo la puerta.

Imagino el cuerpo de Sara.

Sus ojos cerrados.

El elevador vuelve a avanzar.

Mis piernas vacilan.

Se detiene en el quinto piso.

¡Carajo!

Golpeo la puerta.

El elevador vuelve a avanzar.

Se detiene en nuestro piso.

La puerta se abre.

Pausa.

En medio del elevador, sola, está Sara.

Permanecemos en silencio.

Permanecemos un momento, incierto y eterno, en silencio.

Hasta que Sara corre y me abraza.

Me abraza con todas sus fuerzas.

Como si no quisiera que me separa de ella nunca.

Quince.

A través de las cortinas raídas.

De la pequeña ventana.

De nuestra antigua habitación.


Se filtra el viento cálido de la mañana, levantando las motas de polvo desde la alfombra

mugrienta.

La luz del amanecer se refracta a través de un cenicero repleto en el marco de la ventana,

dibujando un prisma sobre la madera apolillada.

Sara no está.

Pausa.

Permanecimos más de media hora abrazados afuera del elevador.

Las sombras de los marcos de las ventanas subieron a través de la pared a medida que el sol se

ocultaba entre los edificios.

Nunca había sentido tanto miedo, me dijo Sara llorando contra mi pecho.

Durante dos años.

En silencio.

Había viajado para borrar hasta el último vestigio que quedara de mí en su memoria.

Cuando creyó que lo había logrado, regresó y entró a trabajar a un periódico.

Luego la mandaron a Morelia.

La noche anterior a la explosión, tuvo una pesadilla: despertaba en su cama y descubría a su

lado mi cuerpo muerto, cubierto de sangre. Despertó sudando, en medio de una habitación de

hotel.

No pudo salir a fotografiar al gobernador.

Se quedó encerrada, tratando de quitarse la imagen de mi cuerpo muerto recostado en su cama.

A la mañana siguiente prendió la tele y vio la noticia.

En una esquina, a lo lejos, entre un montón de cuerpos destrozados, descubrió mi rostro,

cubierto de sangre sobre las lozas de cemento de la plaza.

Pausa.
Ese ha sido el peor momento de mi vida, Mateo, me dijo afuera del elevador. Te busqué en

cinco hospitales.

Esa noche regresamos a casa de su padre.

Todo estaba exactamente como lo había dejado la última vez.

Subimos de la mano a nuestra habitación.

Y nos sentamos en la orilla de la cama.

Hay algo que tengo que decirte, murmuré.

El pecho de Sara se expandió con un suspiro entrecortado.

Mi madre no se fue a ningún lado. Mi madre murió en el terremoto. El cheque que recibía

todos los meses era de la pensión que nos dejó. Nunca he trabajado en ningún lado.

Sara volvió a suspirar. ¿Qué hacías cuando decías que ibas a trabajar?

Iba a ver los entrenamientos de una liga infantil de basquetbol. A veces llevaba cerveza, si

había partido.

Llevabas cerveza.

Pausa

La última vez que mi madre vio a mi padre, estaban afuera de la casa. Discutían. Mi madre se

subió al auto y le dijo algo a mi padre por el retrovisor. He reconstruido ese momento en mi

memoria cientos de veces. Mi padre se había acostado con la hermana de mi madre, y le había

pedido perdón todos los días hasta esa mañana. Mucho tiempo pensé que lo había perdonado.

Que esa mañana, a través del retrovisor, finalmente le había dicho: te perdono. Pero luego

empecé a dudar. (Pausa) Le pregunté a mi padre, antes de abandonarlo la primera vez: sabes

qué te dijo esa mañana mi mamá, papá, a través del retrovisor. Respondió que no. (Pausa) Yo

sé qué le dijo, Sara. Una noche cerré los ojos y nos los abrí hasta que pude recrear cada

movimiento de la boca de mi madre. Cuando abrí los ojos había amanecido. (Pausa) Nunca lo
perdonó. Mi madre era esa mujer, en la escuela, llena de rencor. Tu madre murió por culpa de

la mía. Mi madre murió por culpa de mi padre. (Pausa) Yo te hice lo mismo. Cuando desperté

en el hospital me dio mucho miedo que hubieras estado ahí, y que hubieras provocado esa

explosión, llena de rencor, solo para castigarme.

Eso lo único que te importa –preguntó Sara- que hubiera querido castigarte.

No lo sé, respondí.

Y aún ahora no sé porqué dije no lo sé.

Sara miró un momento la duela levantada del piso.

Luego tomó mi mano y la puso entre sus piernas.

Quiero que me hagas el amor, dijo.

Pausa

Hicimos el amor varias veces hasta que me quedé dormido.

Sara pasó el resto de la noche fumando junto a la ventana.

Cuando amaneció, volvió a marcharse.

Pausa.

A través de las cortinas raídas se filtra el viento cálido de la mañana.

Me despierto.

Al pie de la ventana, sobre la silla, está una nota.

Me levanto.

Leo.

“Creo que yo tampoco puedo perdonarte”

Dieciséis.
Empujándose con sus dos patas delanteras, Stevie cruzó la sala sobre la sillita de ruedas que le

construimos mi papá y yo.

Era penoso verlo chocar de pared en pared como una aspiradora automática.

En diciembre de 2011 Stevie cruzó la sala.

Hacía tres años que no sabía nada de Sara, y quizá era la primera mañana, desde entonces, que

no me había masturbado pensando en ella.

Stevie cruzó la sala cuando descubrí a Sara en la imagen pálida del Philco.

Al final de un montón de periodistas en la inauguración de una feria del libro en Guadalajara,

vi a Sara tomando una fotografía.

No diré de qué manera conseguí dinero para llegar a allá, porque aún me queda un poco de

vergüenza, pero lo hice el sábado al medio día.

Todos los periodistas estaban en la presentación del libro de uno de los candidatos a la

presidencia.

Llegué a la sala cuando alguien le preguntaba qué libros habían marcado su vida.

Sara estaba en un rincón, recargada contra la pared.

Pausa.

Cruzo la sala.

El flash de una cámara me hace perder el equilibrio.

La Biblia, escucho decir al candidato. Pero no la leí completa.

Sara se recarga sobre el hombro del tipo que está a su lado.

Cuando estoy a pocos metros de llegar a ellos, se para de puntitas y lo besa.

Mis piernas vacilan.

Siento un vacío punzante en la boca del estómago.

Tropiezo con una silla.


El flash de otra cámara.

Leí algo sobre caudillos, dice el candidato, pero no recuerdo el título exacto.

Llego hasta ellos.

Empujo a Sara por un hombro.

¿Qué carajos estás haciendo? Le pregunto.

Se sorprende de verme.

Se queda muda.

Vuelvo a empujarla.

El puño del tipo se impacta contra mi ojo y caigo.

Había otro libro, dice el candidato, que eran las mentiras sobre el libro de este libro.

Y la gente se ríe pero no sé si lo hacen por él o por mí.

Déjalo, le pide Sara.

Me levanto del piso.

Hubiera querido decirle algo que la hiciera volver.

En cambio le digo: llevo tres años masturbándome por ti.

Soy un imbécil, pienso.

Y supongo que el tipo, al lado de Sara, sobándose los nudillos, piensa lo mismo.

Y llorando después de masturbarme, añado para componer un poco las cosas.

Sara me observa con pena.

Hice una estupidez. Pero ya pasaron tres años. ¿Todavía no puedes perdonarme? Le pregunto.

El candidato intenta recordar el título de algún libro, pero no lo logra.

Sara desvía la mirada hacia el piso.


No fue sólo eso, Mateo. Fueron muchas cosas. Me sentía juzgada todo el tiempo. Me daba la

impresión de que ya no estabas enamorado de mí. Si hubiéramos estado bien no hubieras echo

esa estupidez. Ahora solo quiero que me dejes tranquila. Te lo suplico.

El destello de otro flash.

El murmullo de la gente.

¿De verdad ibas a ver a un montón de niños jugando basquetbol?

El tipo sonríe. Agacho la mirada.

El es Martín, me dice. Es editor en el periódico.

Y a mí qué carajos me importa.

Pausa.

Realmente no podría nombrar un libro que haya marcado mi vocación, escucho decir al

candadito mientras salgo cojeando de la sala con el ojo reventado.

Diecisiete.

Febrero 14 de 1990. La sonda Voyager 1, a una distancia de seis mil millones de kilómetros,

toma una fotografía de la Tierra. Captura un pequeño punto azul, pálido, en medio de la densa

oscuridad del universo: nuestro hogar. La imagen se publica en todos los periódicos como un

recordatorio de nuestra insignificancia, una invitación a restarle importancia a nuestros

problemas. (Pausa) Si uno se parara frente a un acantilado, sin embargo, y contemplara el mar,

le resultaría imposible ver en dónde termina. O en un avión, si observara las nubes por una de

las ventanillas, descubriría que se extienden hasta un punto que provoca vértigo. El 2 de julio

del 2012 mi habitación medía cuatro metros cuadrados y no podía encontrar el camino a la

puerta. Había entrado a trabajar entrenando a un equipo de basquetbol de la liga infantil, por si

Sara volvía algún día, pero hacía más de un año que Sara había desaparecido de la faz de este
diminuto punto azul, pálido. Comenzaba a hacerme a la idea de que no volvería a verla nunca

cuando una corriente de viento entreabrió mi puerta.

Mi padre estaba en su reposet.

Delante de él, la imagen del Philco brincaba.

Una bocanada de humo se elevó delante de su cabeza y se desvaneció antes de llegar al techo.

Hacía mucho que el philco se había golpeado y solo se veían tres cuartas partes de la pantalla.

El presidente del IFE confirmaba el triunfo a la presidencia de aquel tipo que no había sabido

citar tres libros.

Mi padre apagó el cigarro sobre el descansabrazos del reposet.

Le alcancé oír decir: esto es culpa de los judíos.

Rompiendo el espeso velo de humo de cigarro, caminó haciendo hondear lo que quedaba de

su bata, y molió el philco a golpes hasta que le sangraron los nudillos.

Después, tranquilamente, volvió a su reposet.

Se sentó en silencio.

Y sonrío.

Extravió la mirada a través de la ventana, como si contemplara a mi madre en la banqueta de

enfrente.

Pausa

Supe en ese momento en dónde podía encontrar a Sara.

Dieciocho.

Las manos en el manubrio de la bicicleta.

Los pequeños surcos de agua, abriéndose debajo de las llantas.

Brisaba.
Las lámparas se sucedían sobre mi cabeza, debajo del cielo nublado.

La cadena de la bicicleta de mi padre corría a toda marcha.

La gente iría a plantarse afuera de algún edificio de gobierno.

La gente recorrería las calles.

Y Sara estaría entre ellos.

Me encontré con el final de la manifestación a varias cuadras del edificio del PRI.

Dejé la bicicleta tirada al lado de una banqueta.

Y comencé a abrirme paso entre la gente, desesperadamente.

Sara, grité.

¡Sara!

Me detuve y miré en todas direcciones.

La gente comenzó a arrastrarme.

Sara, repetí casi en silencio.

De pronto, como si ese mar de gente la hubiera arrojado contra mí, Sara chocó contra mi

pecho.

Me miró asustada.

¿Qué haces aquí?

Me interesa lo que... está pasando en mi país. Ahora soy otra persona, Sara.

Me gustaba la persona que eras, dijo.

¿Por qué no me has buscado? Le pregunté enseguida.

El viento corrió entre nosotros, como un suspiro prolongado.

¿Y Ramón?

¿Ramón? Preguntó ella.

El repartidor de periódicos.
Martín, corrigió. No lo sé.

¿Por qué no me has buscado? Volví a preguntarle.

Puso su mano sobre mi pecho y luego la dejó caer.

Algo se agotó dentro de mí, Mateo. Algo que hacía que te amara.

En su rostro, sus labios, partidos por el frío, temblaron.

Quiero hacer las cosas bien, murmuré.

Me tomó por la camisa y me besó con todas sus fuerzas.

Luego me alejó de ella.

Pausa.

El corazón es apenas más grande que el puño de quien lo lleva adentro.

Comenzó a llover.

El cabello de Sara se pegó a su frente.

Sin notarlo, cerró su puño.

Temblaba, como un corazón furioso.

Sara comenzó a llorar.

Yo sólo quería pasar el resto de mi vida contigo, dijo. Pero ahora no puedo.

Quizá el amor sea una reacción química que se da en el cerebro, pero la bomba de sangre,

resguardada en el pecho de Sara, estaba rota.

Yo la había roto.

Y no podía repararla.

Pausa.

El viento inclina ligeramente la lluvia.

Sara da media vuelta y comienza a alejarse.

La veo perderse entre la gente.


A pequeños pasos, perdiéndose poco a poco.

La veo marcharse.

La lluvia se precipita sobre sus hombros.

No voy tras ella.

Hubiera querido que las cosas se dieran de otro modo.

Que mi madre jamás hubiera bajado esa escalera.

Que Sara no me hubiera tomado esa última fotografía.

Y que no hubiera tenido que ver sus ojos, allí y entonces, tan tristes.

Que solo fuéramos, después de todo, nada más que un pequeño punto imperceptible,

extraviado en la densa oscuridad del universo.

Pero no es así.

Y no hay nada que podamos hacer al respecto.

Y debemos seguir.

Porque eso es lo que hacemos.

Pausa

A lo lejos, en medio del vaivén de la gente, Sara se detiene.

Voltea.

Y nos contemplamos.

A través de la lluvia apacible, ligeramente inclinada por el viento

Nos contemplamos.

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