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Frente a la violencia

 Por Diego Tatián *

Los años son cifras que la historia carga de significado: 1916, 1945, 1969, 1973, 1983, 2001, 2003,
sólo números cuya densidad ideológica para la memoria colectiva de los argentinos, sin embargo,
guarda y protege una reserva latente, compleja y muchas veces involuntaria; años que conjugan la
subjetividad popular pero no por ello sustraídos al reino de la crítica, ni exentos de un paciente
trabajo de revisión, de interpretación renovada y memoria abierta. Asimismo, 1930, 1955, 1966,
1976, 90, connotan el significado histórico de algo que no interrumpe su presencia y cuya
recurrente restitución, enmascarada o explícita, tiene lugar cuando el poder real se ve amenazado
por el desarrollo de una experiencia popular.

Aunque sin duda adopta elementos de todos ellos, debemos evitar la tentación de inscribir al
macrismo lisa y llanamente en la matriz ideológica, simbólica, económica y cultural de esta última
secuencia de años, no porque dicha inscripción no exista sino porque esa comodidad no nos
permitiría comprender su novedad y contraponerle más eficazmente las armas de la crítica que aún
debemos acuñar. Lo que es seguro –por primera vez en un gobierno que resulta de elecciones
democráticas, pues incluso el menemismo tenía una extracción popular– es la absoluta ajenidad
del tiempo político que ahora se abre a cualquiera de los años que urdieron la trama democrática
argentina.

Si bien cuenta con un blindaje mediático jamás visto antes, con consiguiente el apoyo televidente
de una parte muy importante de la población, con la anexión del (¿al?) poder financiero, con la
adhesión de corporaciones de negocios y el servicio inestimable de la embajada norteamericana, el
gobierno de Macri está –en el sentido que el término tiene en albañilería– “descalzado”: carece de
sujeto social, ostenta ignorancia –y prescindencia canchera– de la historia, no tiene arraigo en la
política ni raíces en una derecha ideológica.

El conjunto de gerenciadores que por primera vez se apropia de las instituciones sin ningún tipo de
mediación política –aunque sí gracias a la posibilitación del partido radical, del que el macrismo
ahora prescinde y lo seguirá haciendo sin que ello diluya su irresponsabilidad política y su
responsabilidad histórica– marca precisamente la situación inédita del poder real “atendido por sus
propios dueños”. Una forma de liquidación de la democracia que no debe ser subestimada y que
transforma lo que hasta ahora entendíamos por “política”.

La vertiginosa descarga de decretos antidemocráticos, antirrepublicanos e inconstitucionales que la


nueva “administración” fue capaz de producir en tan poco tiempo, constituyen el más formidable
ataque institucional que un gobierno electo le haya jamás perpetrado a la Argentina. Todo
acompañado por la ingenuidad de creer que si ese conjunto de vulneraciones sociales y jurídicas
se hacen rápido, juntas y en vacaciones, serán olvidadas y tendrán por consecuencia el buscado
disciplinamiento de la opinión.

Esta mal aprendida lección de Maquiavelo encierra un altísimo grado de violencia antipopular:
despidos masivos, pérdida de derechos, reducción del poder adquisitivo de quienes menos tienen,
destrucción de la libertad de expresión, vaciamiento de programas sociales, desprotección de los
sectores socialmente más expuestos, remate de la cultura pública, reendeudamiento por el que
varias futuras generaciones de argentinos quedarán capturados, prescindencia del Congreso de la
Nación, destitución de toda forma de soberanía, subordinación a los fondos buitres y varios
etcétera, no son medidas que pueden prosperar sin resistencia. Lo que hay en juego es cuál.

La violencia, en efecto, no es solo connatural al contenido de estas medidas sino sobre todo a las
formas o más bien a la ausencia de formas. Como es evidente, la violencia no ha sido exclusiva de
los años en los que se interrumpieron experiencias populares a través de golpes de estado, sino
que muchas veces también fueron parte de estas. En ruptura con ello, durante la última “década
larga” argentina (y latinoamericana), un conjunto de transformaciones orientadas hacia la igualdad
tuvieron lugar a través de la construcción de una hegemonía democrática que asume la lentitud de
las cosas sin perder nunca la dirección; que asume el principio según el cual el camino más corto a
veces es largo; que asume, en fin, la lección de paz que entrega la historia.

Lo que el macrismo le está infligiendo a la Argentina y al pueblo argentino lleva consigo un enorme
potencial de violencia, sea como programa explícito o como daño colateral y efecto no deseado
pero inevitable de simplemente implementar medidas al servicio de los grupos más concentrados
en detrimento de las mayorías sociales (no sería imposible, ni nuevo, que la embajada
norteamericana esté apostando a lo primero, como lo hace en tantos lugares del mundo y lo hizo
en tantos momentos históricos).

Este delicado escenario exige una enorme convicción de paz en todo el campo popular, una
responsabilidad lúcida de referentes sociales, dirigentes políticos, intelectuales, y una cultura de la
manifestación democrática extremadamente atenta a orientar la indignación por mediaciones y
tiempos políticos, a evitar la impaciencia, a mantener las exigencias de la argumentación y de la
crítica, a la necesaria tarea de reconstruir mayorías por una conquista del sentido común de la
maestra, del verdulero, del señor de la esquina, del colectivero, de la empleada doméstica, del
obrero...
La historia argentina enseña que la violencia ha sido siempre el arma más contundente y eficaz de
las minorías poderosas y la trampa más peligrosa para las clases populares. El ardid de la
violencia hace que siempre concibamos la propia como respuesta a una violencia anterior u
originaria. Cuando esto sucede, ya no es posible detenerla y hemos caído en la trampa. Por eso la
paz es una decisión, una convicción incondicional y una autonomía, que el campo popular ha
obtenido como la gema más preciada de una larga experiencia no exenta de derrotas.

El macrismo será históricamente corto –y su daño menor– si el pueblo argentino es capaz de


sostener una resistencia de la paz y desactivar así la violencia que, disimulada en el estropicio de
las palabras (“cambio”, “amor”, “felicidad”...), lleva incorporada a su naturaleza.

http://www.pagina12.com.ar/diario/elpais/1-290634-2016-01-19.html

Por una teoría del poder destituyente. Giorgio Agamben


http://anarquiacoronada.blogspot.com.ar/2016/01/por-
una-teoria-del-poder-destituyente.html

(Traducida por Gerardo Muñoz y Pablo Domínguez Galbraith).

Una reflexión sobre el destino de la democracia hoy en Atenas


parece algo inquietante, porque nos obliga a pensar el fin de
la democracia en el mismo lugar donde nació. De hecho, la
hipótesis que me gustaría proponer es que el paradigma
gubernamental que prevalece hoy en Europa no solamente no
es democrático, sino que tampoco puede considerarse
político. Intentaré por lo tanto mostrar que la sociedad
europea hoy ha dejado de ser una sociedad política: es algo
completamente nuevo, para lo que carecemos de una
terminología apropiada y que por lo tanto nos obliga a
inventar una nueva estrategia.

Quisiera comenzar con el concepto que parece, a partir de


septiembre de 2001, haber remplazado toda noción política:
la seguridad. Como sabemos, la formula "por razones de
seguridad" opera hoy en múltiples campos, desde la vida
cotidiana hasta los conflictos internacionales, como
contraseña para imponer medidas que la población no tendría
por qué aceptar. Yo quisiera mostrar que el verdadero
propósito de las medidas de seguridad no es, como se asume
actualmente, prevenir riesgos, peligros, o incluso catástrofes.
Por lo tanto, creo conveniente llevar a cabo una pequeña
genealogía del concepto de "seguridad".

Una forma de trazar tal genealogía sería inscribir su origen y


su historia en el paradigma del Estado de excepción. Desde
esta perspectiva, podemos rastrearlo en el principio
romano Salus publica suprema lex, el bien del pueblo es la
seguridad suprema, y conectarlo con el principio canónico la
necesidad no reconoce ninguna ley en la dictadura romana,
con los comités de salut publiquedurante la Revolución
Francesa, y finalmente en el artículo 48 de la República de
Weimar, que fue el fundamento jurídico del régimen nazi.
Dicha genealogía es ciertamente posible, pero no creo que
explique el funcionamiento del aparato y las medidas de
seguridad hoy conocidas. Mientras que el Estado de excepción
inicialmente se concibió como una medida provisional, cuyo
propósito era superar el peligro inmediato con el fin de
restablecer la normalidad, las medidas de seguridad
constituyen hoy una tecnología permanente de gobierno.
Cuando en el 2003 yo publiqué un libro en el cual intenté
mostrar justamente cómo el Estado de excepción se
normalizaba en el sistema democrático en Occidente, no
imaginaba que mi diagnóstico fuese tan certero.  El único
precedente era el nazismo. Cuando Hitler tomó el poder en
febrero de 1933, proclamó inmediatamente un decreto
suspendiendo los artículos de la constitución de Weimar sobre
las libertades personales. El decreto no fue revocado, por lo
que pudiéramos considerar el Tercer Reich como un Estado de
excepción que duró doce años.

Lo que sucede hoy es completamente distinto. Un estado de


excepción no es declarado formalmente, sino que aparecen
vagas nociones no-jurídicas –como la de "medidas de
seguridad"– instrumentalizadas para instaurar una estabilidad
de emergencia ficticia sin una amenaza concreta. Un ejemplo
de tal noción no-jurídica, instrumentalizada en tanto
emergencia, la podemos encontrar en el concepto de "crisis".
Además del sentido jurídico de la sentencia en el juicio, dos
tradiciones semánticas convergen en la historia del término
que, como ustedes saben, proviene del verbo griegocrino: 
una médica y otra teológica. En la tradición médica, crisis
significa el momento en donde el doctor debe de juzgar y
decidir si el paciente muere o sobrevive. Se le
llama crisimoi al día o a los días en que se toma esta decisión.
En la teología, crisis es el último juicio pronunciado por Cristo
al final de los tiempos. Como pueden ver, lo que es esencial
en ambas tradiciones es la conexión con un cierto momento
en el tiempo. En el uso contemporáneo de este término, esta
conexión es precisamente lo que queda abolido. La crisis, el
juicio, es separado de su índice temporal, coincidiendo con el
curso cronológico del tiempo, de tal forma que, no solamente
en la economía y la política, sino que en todo aspecto de la
vida social, la crisis coincide con la normalidad,
transformándose de esta manera en un mero instrumento de
gobierno. Por lo tanto, la capacidad de decisión definitiva
desaparece, mientras que el proceso de toma de decisión no
decide nada. Para ponerlo en términos paradójicos, podríamos
decir que, teniendo que enfrentar un Estado de excepción
permanente, el gobierno tiende a tomar la forma de un golpe
de Estado (coup d'état) perpetuo. Por cierto, esta paradoja es
una caracterización precisa de lo que sucede tanto en Grecia
como en Italia, donde gobernar significa llevar a cabo una
continua serie de pequeños golpes de Estado. El actual
gobierno italiano es ilegítimo.

Es por esta razón que pienso que, para poder entender la


gubernamentalidad en la cual vivimos, el paradigma del
Estado de excepción no es del todo adecuado. Siguiendo a
Michel Foucault, indagaré en el origen del concepto de
seguridad al comienzo de la economía moderna, a partir de
François Quesnay y los Fisiócratas, cuya influencia en la
gubernamentalidad moderna no debe desestimarse.
Comenzando con el Tratado de Westfalia, los grandes Estados
absolutistas europeos comenzaron a introducir en el discurso
político la idea de que el soberano tiene que encargarse de la
seguridad de sus súbditos. Sin embargo, Quesnay es el
primero en establecer la seguridad (sureté) como noción
central en la teoría de gobierno de una manera particular.

Uno de los problemas que los gobiernos tuvieron que


enfrentar en su momento fue el problema de las hambrunas.
Antes de Quesnay, la metodología tradicional intentaba
prevenir las hambrunas mediante la creación de graneros y
limitando la exportación de cereales. Ambas medidas tuvieron
efectos devastadores para la producción. La idea de Quesnay
era la de revertir el proceso: en lugar de intentar prevenir las
hambrunas, propuso dejar que ocurrieran para así regularlas
una vez ocurridas, y de esta manera permitir el intercambio
interno y externo. "Gobernar" retiene aquí su sentido
etimológico de cibernético: un buen kybernes, como un buen
piloto no evade tempestades, pero si la tempestad ocurre,
debe poder gobernar su embarcación, utilizando la fuerza de
las olas y el viento para navegar. Este es el sentido del
famoso lema "laisser faire, laissez passer": no sólo es la clave
del liberalismo económico, sino que también es el paradigma
de gobierno que concibe la seguridad (sureté, según
Quesnay) no como medida preventiva, sino más bien como la
habilidad de gobernar y conducirse por un buen camino.

No debemos ignorar las implicaciones filosóficas de esta


inversión. Constituye una transformación epocal de la idea
misma de gobierno, que invierte la relación jerárquica entre
causa y efecto. Ya que gobernar las causas es difícil y costoso,
es más seguro y práctico intentar gobernar los efectos. Me
gustaría sugerir que este teorema de Quesnay es el axioma
de la gubernamentalidad moderna. Elancien régime intentó
gobernar las causas, la modernidad pretende controlar los
efectos. Y este axioma se aplica en todos los campos: desde
la economía hasta la ecología, desde la política exterior y
militar hasta las medidas internas de seguridad. Debemos
asumir que los gobiernos europeos de hoy han cedido en el
intento de gobernar las causas. Ahora sólo buscan gobernar
los efectos. El teorema de Quesnay hace comprensible algo
que de otra forma sería inexplicable: me refiero a la
convergencia paradójica en el presente de un paradigma
liberal absoluto en la economía, con un paradigma igualmente
absoluto y sin precedentes de control estatal y policial. Si los
gobiernos atienden los efectos y no las causas, se verán
obligados a extender y multiplicar los controles. Las causas
demandan ser conocidas, mientras que los efectos sólo
pueden ser revisados y controlados.   

Una importante esfera en donde este axioma opera es el de


los aparatos de seguridad biométricos, que cada vez con
mayor fuerza invaden todos los aspectos de la vida social.
Cuando las tecnologías biométricas aparecieron por vez
primera en el siglo XVIII en Francia con Alphonse Bertillon, y
en Inglaterra con Francis Galton, el inventor de las huellas
digitales, obviamente no buscaban prevenir el crimen, sino
reconocer a los delincuentes reincidentes. Sólo cuando el
crimen ocurre por segunda ocasión, la información biométrica
identifica al ofensor.

Las tecnologías biométricas que fueron inventadas para


criminales reincidentes, permanecieron por mucho tiempo
como su privilegio exclusivo. En 1943, el Congreso de Estados
Unidos rechazó el Citizen Identificacion Act, que pretendía
introducir para cada ciudadano una credencial de identidad
(Identity Card) con huellas digitales. Sin embargo, por una
cierta fatalidad o ley no escrita de la modernidad, las
tecnologías que habían sido inventadas para animales,
criminales, extranjeros, o judíos, finalmente se harían
extensivas a todos los seres humanos. De ahí que en el curso
del siglo XX, las tecnologías biométricas hayan sido aplicadas
a todos los ciudadanos, y la fotografía métrica de Bertillon y
las huellas digitales de Galton sean usadas en todos los países
como recurso de identificación.

Pero el paso extremo tan sólo se ha tomado en nuestros días


y aún se encuentra en proceso de completarse. Con el
desarrollo de nuevas tecnologías digitales, con escáneres
ópticos que pueden fácilmente registrar no sólo las huellas
digitales, sino también la retina o el iris, los aparatos
biométricos parecen desplazarse más allá de las estaciones
de policía y oficinas de migración hacia la vida cotidiana. En
muchos países, el acceso a comedores estudiantiles o incluso
a las escuelas es controlado por un aparato biométrico donde
el estudiante debe posar su mano. Las industrias europeas en
este sector, que crece rápidamente, recomiendan a los
ciudadanos que se acostumbren a este tipo de controles
desde temprana edad. Este fenómeno es realmente
preocupante, puesto que las comisiones europeas para el
desarrollo de la seguridad (como la ESPR, European Security
Research Program), tienen como miembros permanentes a
grandes corporaciones como Thales, Finmeccanica, EADS et
BAE System, que se han volcado al negocio de la seguridad.

Es fácil imaginar los peligros que representaría un poder que


tuviera a su disposición un acceso ilimitado a la información
genética y biométrica de todos sus ciudadanos. Con un poder
así, el exterminio de los judíos que se llevó a cabo dentro de
un sistema menos eficiente en cuanto al registro poblacional,
podría ser total e increíblemente expedito. Pero no me
detendré en este aspecto importante del problema de la
seguridad. Las reflexiones que me gustaría compartir con
ustedes tienen que ver, en cambio, con la transformación de
la identidad y las relaciones políticas que están inscritas en
las tecnologías de seguridad. Esta transformación es tan
extrema, que nos podemos preguntar legítimamente no sólo
si la sociedad en que vivimos sigue siendo democrática, pero
también si esta sociedad puede seguir considerándose
política.

Christian Meier ha demostrado cómo en el siglo V a.C., una


transformación conceptual de lo político tuvo lugar en Atenas,
basada en lo que él llama la politización (politisierung) de la
ciudadanía*.  Hasta ese momento, la pertenencia a la polis se
definía por una serie de condiciones de estatus social de
distinta índole –por ejemplo, pertenecer a la nobleza o ciertas
prácticas rituales, ser campesino o mercader, ser miembro de
cierta familia, etc.– a partir de ahí la ciudadanía devino en el
principio fundamental de la identidad social.
“El resultado fue una concepción nominal griega de la
ciudadanía, en la que el hecho de que los hombres se
comportasen como ciudadanos, alcanzó una forma
institucional. La pertenencia a comunidades religiosas o
económicas fue desplazada a un segundo plano. Los
ciudadanos de una democracia se consideraban a sí mismos
como miembros de una polis, siempre y cuando se dedicaran
a la vida política. Polis y politeia, ciudad y ciudadanía se
constituían y se definían mutualmente. La ciudadanía devino
así en una forma de vida, mediante la cual la polis se
constituye en una esfera claramente separada del oikos, la
casa. La política se transformó, entonces, en un espacio
público libre, que como tal se oponía al espacio privado,
entendido como el reino de la necesidad”. Según Meier, el
proceso griego de politización fue transferido a la política
occidental, donde la ciudadanía permaneció como un
elemento decisivo.

La hipótesis que me gustaría proponerles es que este factor


político fundamental ha entrado en un proceso irrevocable
que tan sólo podemos definir en tanto proceso de ascendente
despolitización. Lo que en un principio fue una actividad de la
vida, una condición esencial e irreduciblemente activa, se ha
convertido en nuestros tiempos en un estado puramente
jurídico pasivo, en el cual la acción e inacción, lo privado y lo
público se vuelven imprecisos. Este proceso de despolitización
ciudadana es tan evidente que no hace falta detenerse en
ello.

Intentaré mostrar, en cambio, cómo el paradigma y los


aparatos de seguridad han jugado un papel decisivo en este
proceso. El incremento del uso de estas tecnologías que
fueron concebidas para criminales tiene consecuencias
inevitables en la identidad política del ciudadano. Por primera
vez en la historia de la humanidad, la identidad deja de ser
una función de la personalidad social basada en el
reconocimiento de los otros, y deviene en función que se
desprende de los datos biológicos, como los arabescos que
dibujan las huellas digitales o la doble hélice del ADN. La cosa
más neutral y privada se transforma en el factor decisivo de la
identidad social, y la identidad social pierde de esta manera
su carácter público. 

Si mi identidad está determinada ahora por características


biológicas, que en forma alguna dependen de mi voluntad y
sobre las cuales no tengo ningún control, entonces la
construcción de una identidad política y ética se vuelve
problemática. ¿Qué relación puedo establecer con mis huellas
digitales o con mi código genético? La nueva identidad es una
identidad sin persona, en la que el espacio político y ético
pierde su sentido y exige repensarse nuevamente. Mientras
que el ciudadano griego era definido mediante la oposición
entre lo privado y lo público, el oikos, como el lugar de la vida
productiva, y la polis, como espacio de la acción política, el
ciudadano moderno parece entrar en una zona de
indeterminación entre lo privado y lo público, o para ponerlo
en términos de Hobbes, entre un cuerpo físico y  otro político.

La materialización en el espacio de esta zona de


indeterminación son las cámaras de vigilancia que pueblan las
calles y plazas de nuestras ciudades. Aquí tenemos un
aparato concebido para las prisiones que se extiende al
espacio público. Pero es evidente que un espacio público
video grabado deja de funcionar como ágora, convirtiéndose
en un híbrido entre público y privado, una zona de
indeterminación entre prisión y foro. Esta transformación del
espacio político es ciertamente un fenómeno complejo con
causas diversas, pero sin duda el nacimiento del biopoder
ocupa un lugar central. La primacía de la entidad biológica
sobre la identidad política está claramente entretejida con la
politización de la vida desnuda en los estados modernos. Pero
no hay que descartar que la equiparación de la identidad
social con la identidad corporal comenzó con el intento de
identificar criminales reincidentes. No debería de asombrarnos
si hoy la relación normativa entre Estado y ciudadanía se
define por la sospecha, el registro y control policiaco. El
principio no dicho que regula nuestra sociedad puede
formularse de la siguiente forma: cada ciudadano es un
terrorista en potencia. Pero,  ¿en qué acaba un Estado que se
rige bajo este principio? ¿Sigue siendo un Estado
democrático? ¿Sigue siendo político? En qué clase de Estado
vivimos hoy?

Como ustedes quizás ya saben, Michel Foucault en su


libro Surveiller et punir, así como en sus cursos en el Collège
de France, trazó una clasificación tipológica de los Estados
modernos. Él demostró que el Estado del ancien régime –al
que llamó el Estado soberano o territorial, y cuyo lema
fue faire mourir et laisser vivre– evoluciona progresivamente
hacia un Estado poblacional y un Estado disciplinario, cuyo
lema es ahora faire vivre et laisser mourir, haciéndose cargo
de la vida de los ciudadanos para producir cuerpos sanos,
manejables y dóciles.

Vivimos actualmente en un Estado que ha dejado de ser


disciplinario. Gilles Deleuze lo llamó el "Estado de control"
(État de controle), ya que lo busca no es gobernar ni
disciplinar, sino más bien administrar y controlar. La definición
de Deleuze es correcta porque administración y control no
necesariamente coinciden con gobierno y disciplina. Ningún
ejemplo es más claro que el de aquel oficial de la policía
italiana quien, luego de los disturbios en Génova en julio del
2001, declaró que el gobierno no quiere que la policía
mantenga el orden, sino que administre el desorden.

Los politólogos norteamericanos que han intentado analizar


las transformaciones constitucionales del Patriot Act en las
leyes promulgadas tras septiembre de 2001, prefieren hablar
de un Security State (Estado de Seguridad). ¿Pero qué
significa seguridad en este contexto? Fue durante la
Revolución Francesa que la noción de seguridad (sureté, como
se llamaba entonces) se asoció a la definición de policía. Las
leyes del 16 de Marzo de 1791 y del 11 de Agosto de 1792
introducen en la legislación francesa la noción de police de
sureté (policía de seguridad), que inevitablemente tendrá una
larga historia en la modernidad. Si uno lee los debates que
precedieron a la aprobación de estas leyes, uno constata que
la policía y la seguridad se definen mutuamente, aunque
ninguno de sus ideólogos (Brissot, Heraut de Sechelle,
Gensonne) pudo definir esas categorías por sí solas.

Los debates se enfocaron en la situación de la policía con


respecto a la justicia y al poder judicial. Gensonne sostiene
que éstos son "dos poderes distintos y separados", y sin
embargo, mientras que la función del poder judicial es clara,
se vuelve imposible definir el papel que juega la policía. Un
análisis de este debate demuestra que el lugar y la función de
la policía es indecidible, y debe permanecer indecidible,
puesto que si realmente fuera integrado al poder judicial, la
policía dejaría de existir. Éste es el poder discrecional que aún
hoy define la praxis del oficial de policía, quien, ante una
situación de peligro concreto que atente contra la seguridad
pública, debe actuar casi como un soberano. Pero, incluso
cuando éste ejercita su poder discrecional, no está tomando
realmente una decisión, ni interviniendo en la decisión última
del juez. Cada decisión tiene que ver con las causas, mientras
que la policía actúa sobre los efectos que por definición son
indecidibles.   

El nombre de este elemento indecidible es hoy, como lo fue


para el siglo XVII, "raison d'État" (razón de Estado), sino más
bien "razones de seguridad". El Estado de Seguridad es un
estado policial: pero, otra vez, en la teoría jurídica la policía es
como un hoyo negro. Solamente podemos decir que en la
llamada "ciencia de la policía" (que por vez primera aparece
en el siglo XVIII), el concepto "policía" regresa a su forma
etimológica "politeia" oponiéndose como tal a la "política".
Sorprende, sin embargo, que Policía coincida ahora con su
verdadera función política, mientras que el término política
hoy se refiera a la política exterior. Fue así que Von Justi, en
su tratado Policey Wissenschaft, nombra la Politik (política) a
la relación de un Estado con otros estados, y le
llamaPolizei (policía) a la relación de un Estado consigo
mismo. Vale la pena reflexionar sobre esta definición: "La
policía es la relación del Estado consigo mismo".
La hipótesis que me gustaría avanzar es la siguiente: al
ponerse bajo el signo de la seguridad, el Estado moderno deja
la esfera de la política y entra a la tierra de nadie, cuyas
geografía y fronteras aun desconocemos. El Estado de
Seguridad, cuyo nombre parece remitir a la ausencia de
cuidados (securus de sine cura) debe, por el contrario,
alertarnos sobre los peligros que se juegan en la democracia,
ya que en ella la vida política se ha vuelto imposible, al mismo
tiempo que democracia supone precisamente la posibilidad de
una vida política.

Me gustaría concluir –o simplemente detener mi ponencia, ya


que en la filosofía como en el arte no hay conclusión alguna,
sólo el abandono del trabajo– con algo que, hasta donde sé,
es quizás el problema político más urgente. Si el Estado en el
cual vivimos es el Estado de Seguridad que he descrito,
debemos pensar nuevamente las estrategias tradicionales de
los conflictos políticos. ¿Qué hacer? ¿Qué estrategia llevar a
cabo?

El paradigma de seguridad implica que cada disenso, cada


intento más o menos violento de derrocar el orden, se vuelve
una nueva oportunidad para gobernarlos, y por lo tanto le es
redituable. Esto es evidente en la dialéctica que une
estrechamente terrorismo con Estado en un interminable
círculo vicioso. Comenzando con la Revolución Francesa, la
tradición política de la modernidad ha concebido los cambios
radicales en la forma de un proceso revolucionario que actúa
como pouvoir constituant (poder constituido), el "poder
constituyente" de un nuevo orden institucional. Creo que
debemos abandonar este paradigma e intentar pensar algo
así como un puissance destituante, un "poder puramente
destituyente" que no puede ser capturado en la espiral de la
seguridad**.  

Un poder destituyente de este tipo es el que Walter Benjamin


tiene en mente en su ensayo "Para un crítica de la violencia",
donde trata de distinguir la violencia capaz de interrumpir la
falsa dialéctica de la "violencia fundadora de derecho y
preservadora de derecho", ejemplificada en la huelga general
proletaria de Sorel. "Con la ruptura de este ciclo" –escribe
hacia el final del ensayo–, "que es mantenido por las formas
míticas de la ley, con la destitución de la ley y todas las
fuerzas que de ella se desprenden, y alcanzando finalmente la
abolición del poder del Estado, se funda una nueva época
histórica"***. Mientras que el poder constituyente destruye la
ley para recrearla, el poder destituyente, en tanto que depone
para siempre la ley, se abre hacia una verdadera época
histórica.

Pensar un poder destituyente puro no es tarea fácil. Benjamin


escribió en algún momento que nada es mas anárquico que el
orden burgués. En este mismo sentido, Pasolini en su ultima
película hace que uno de los cuatros amos de Saló le diga a
sus esclavos: “la verdadera anarquía es la anarquía del
poder”. Es justamente porque el poder se constituye a sí
mismo a través de la inclusión y la captura de la anarquía y la
anomia, que se dificulta el acceso inmediato a estas
instancias. Es imposible pensar una verdadera anarquía o una
verdadera anomia. Creo que la praxis que exitosamente haría
visible la captura de la anarquía y la anomia en las
tecnologías de seguridad de gobierno, actuaría a través de
un poder destituyente. Una nueva dimensión política deviene
posible sólo en la medida en que podemos identificar y
deponer la anarquía y la anomia del poder. Pero ésta no es
meramente una tarea teórica: implica, antes que nada, el
redescubrimiento de una forma-de-vida, el acceso a una
nueva figura de esa vida política cuya memoria el Estado de
Seguridad trata de eliminar a toda costa.

http://www.pagina12.com.ar/diario/elpais/1-104188-2008-05-15.html

Carta Abierta / 1
Este documento fue presentado el martes en la librería Gandhi por una mesa conformada por
Horacio Verbitsky, Nicolás Casullo, Ricardo Forster y Jaime Sorín. Fue firmado por más de
750 intelectuales, entre los que se cuentan decanos de la UBA, David Viñas, Norberto
Galasso, Noé Jitrik, Eduardo Grüner, Horacio González, José Pablo Feinmann y muchos más
nombres, que por limitaciones de espacio es imposible reproducir.
Como en otras circunstancias de nuestra crónica contemporánea, hoy asistimos en nuestro país a
una dura confrontación entre sectores económicos, políticos e ideológicos históricamente
dominantes y un gobierno democrático que intenta determinadas reformas en la distribución de la
renta y estrategias de intervención en la economía. La oposición a las retenciones –comprensible
objeto de litigio– dio lugar a alianzas que llegaron a enarbolar la amenaza del hambre para el resto
de la sociedad y agitaron cuestionamientos hacia el derecho y el poder político constitucional que
tiene el gobierno de Cristina Fernández para efectivizar sus programas de acción, a cuatro meses
de ser elegido por la mayoría de la sociedad. Un clima destituyente se ha instalado, que ha sido
considerado con la categoría de golpismo. No, quizás, en el sentido más clásico del aliento a
alguna forma más o menos violenta de interrupción del orden institucional. Pero no hay duda de
que muchos de los argumentos que se oyeron en estas semanas tienen parecidos ostensibles con
los que en el pasado justificaron ese tipo de intervenciones, y sobre todo un muy reconocible
desprecio por la legitimidad gubernamental.

Esta atmósfera política, que trasciende el “tema del agro”, ha movilizado a integrantes de los
mundos políticos e intelectuales, preocupados por la suerte de una democracia a la que aquellos
sectores buscan limitar y domesticar. La inquietud es compartida por franjas heterogéneas de la
sociedad que más allá de acuerdos y desacuerdos con las decisiones del Gobierno consideran
que, en los últimos años, se volvieron a abrir los canales de lo político. No ya entendido desde las
lógicas de la pura gestión y de saberes tecnocráticos al servicio del mercado, sino como escenario
del debate de ideas y de la confrontación entre modelos distintos de país. Y, fundamentalmente,
reabriendo la relación entre política, Estado, democracia y conflicto como núcleo de una sociedad
que desea avanzar hacia horizontes de más justicia y mayor equidad.

Desde 2003 las políticas gubernamentales incluyeron un debate que involucra a la historia, a la
persistencia en nosotros del pasado y sus relaciones con los giros y actitudes del presente.

Un debate por las herencias y las biografías económicas, sociales, culturales y militantes que tiene
como uno de sus puntos centrales la cuestión de la memoria articulada en la política de derechos
humanos y que transita las tensiones y conflictos de la experiencia histórica, indesligable de los
modos de posicionarse comprensivamente delante de cada problema que hoy está en juego.
En la actual confrontación alrededor de la política de retenciones jugaron y juegan un papel
fundamental los medios masivos de comunicación más concentrados, tanto audiovisuales como
gráficos, de altísimos alcances de audiencia, que estructuran diariamente “la realidad” de los
hechos, que generan «el sentido» y las interpretaciones y definen “la verdad” sobre actores
sociales y políticos desde variables interesadas que exceden la pura búsqueda de impacto y el
rating. Medios que gestan la distorsión de lo que ocurre, difunden el prejuicio y el racismo más
silvestre y espontáneo, sin la responsabilidad por explicar, por informar adecuadamente ni por
reflexionar con ponderación las mismas circunstancias conflictivas y críticas sobre las que operan.

Esta práctica de auténtica barbarie política diaria, de desinformación y discriminación, consiste en


la gestación permanente de mensajes conformadores de una conciencia colectiva reactiva.

Privatizan las conciencias con un sentido común ciego, iletrado, impresionista, inmediatista, parcial.
Alimentan una opinión pública de perfil antipolítica, desacreditadora de un Estado
democráticamente interventor en la lucha de intereses sociales. La reacción de los grandes medios
ante el Observatorio de la discriminación en radio y televisión muestra a las claras un desprecio
fundamental por el debate público y la efectiva libertad de información. Se ha visto amenaza
totalitaria allí donde la Facultad de Ciencias Sociales de la UBA llamaba a un trato respetuoso y
equilibrado del conflicto social.

En este nuevo escenario político resulta imprescindible tomar conciencia no sólo de la


preponderancia que adquiere la dimensión comunicacional y periodística en su acción diaria, sino
también de la importancia de librar, en sentido plenamente político en su amplitud, una batalla
cultural al respecto. Tomar conciencia de nuestro lugar en esta contienda desde las ciencias, la
política, el arte, la información, la literatura, la acción social, los derechos humanos, los problemas
de género, oponiendo a los poderes de la dominación la pluralidad de un espacio político
intelectual lúcido en sus argumentos democráticos.

Se trata de una recuperación de la palabra crítica en todos los planos de las prácticas y en el
interior de una escena social dominada por la retórica de los medios de comunicación y la derecha
ideológica de mercado. De la recuperación de una palabra crítica que comprenda la dimensión de
los conflictos nacionales y latinoamericanos, que señale las contradicciones centrales que están en
juego, pero sobre todo que crea imprescindible volver a articular una relación entre mundos
intelectuales y sociales con la realidad política. Es necesario crear nuevos lenguajes, abrir los
espacios de actuación y de interpelación indispensables, discutir y participar en la lenta
constitución de un nuevo y complejo sujeto político popular, a partir de concretas rupturas con el
modelo neoliberal de país. La relación entre la realidad política y el mundo intelectual no ha sido
especialmente alentada desde el gobierno nacional y las políticas estatales no han considerado la
importancia, complejidad y carácter político que tiene la producción cultural.

En una situación global de creciente autonomía de los actores del proceso de producción de
símbolos sociales, ideas e ideologías, se producen abusivas lógicas massmediáticas que redefinen
todos los aspectos de la vida social, así como las operaciones de las estéticas de masas
reconvirtiendo y sojuzgando los mundos de lo social, de lo político, del arte, de los saberes y
conocimientos. Son sociedades cuya complejidad política y cultural exige, en la defensa de
posturas, creencias y proyectos democráticos y populares, una decisiva intervención intelectual,
comunicacional, informativa y estética en el plano de los imaginarios sociales.

Esta problemática es decisiva no sólo en nuestro país, sino en el actual Brasil de Lula, en la Bolivia
de Evo Morales, en el Ecuador de Correa, en la Venezuela de Chávez, en el Chile de Bachelet,
donde abundan documentos, estudios y evidencias sobre el papel determinante que asume la
contienda cultural y comunicativa y las denuncias contra los medios en manos de los grupos de
mercado más concentrados. Es también en esta confrontación, que se extiende al campo de la
lucha sobre las narraciones acerca de las historias latinoamericanas, donde hoy se está jugando la
suerte futura de varios gobiernos que son jaqueados y deslegitimados por sus no alineamientos
económicos con las recetas hegemónicas y por sus «desobediencias» políticas con respecto a lo
que propone Estados Unidos.

Reconociendo los inesperados giros de las confrontaciones que vienen sucediéndose en esta
excepcional edad democrática y popular de América latina desde comienzos de siglo XXI, vemos
entonces la significación que adquiere la reflexión crítica en relación con las vicisitudes entre
Estado, sociedad y mercado globalizado. Uno de los puntos débiles de los gobiernos
latinoamericanos, incluido el de Cristina Fernández, es que no asumen la urgente tarea de
construir una política a la altura de los desafíos diarios de esta época, que tenga como horizonte lo
político emancipatorio.

Porque no se trata de proponer un giro de precisión académica a los problemas, sino de una
exigencia de pasaje a la política, en un tiempo argentino en el que se vuelven a discutir cuestiones
esenciales que atraviesan nuestras prácticas. Pasaje hacia la política que nos confronta con las
dimensiones de la justicia, la igualdad, la democratización social y la producción de nuevas formas
simbólicas que sean capaces de expresar las transformaciones de la época. En este sentido es
que visualizamos la originalidad de lo que está ocurriendo en América latina (más allá de las
diferencias que existen entre los distintos proyectos nacionales) y los peligros a los que nos
enfrentamos, peligros claramente restauracionistas de una lógica neoliberal hegemónica durante
los años noventa.

Teniendo en cuenta esta escena de nuestra actualidad, nuestro propósito es aportar a una fuerte
intervención política –donde el campo intelectual, informativo, científico, artístico y político juega un
rol de decisiva importancia– en el sentido de una democratización, profundización y renovación del
campo de los grandes debates públicos. Estratégicamente se trata de sumar formas políticas que
ayuden a fecundar una forma más amplia y participativa de debatir.

Nos interesa pues encontrar alternativas emancipadoras en los lenguajes, en las formas de
organización, en los modos de intervención en lo social desde el Estado y desde el llano,
alternativas que puedan confrontar con las apetencias de los poderes conservadores y reactivos
que resisten todo cambio real. Pero también que pueda discutir y proponer opciones conducentes
con respecto a los no siempre felices modos de construcción política del propio gobierno
democrático: a las ausencias de mediaciones imprescindibles, a las soledades enunciativas, a las
políticas definidas sin la conveniente y necesaria participación de los ciudadanos. Una nueva
época democrática, nacional y popular es una realidad de conflictos cotidianos, y precisa desplegar
las voces en un vasto campo de lucha, confiar, alentar e interactuar.

En este sentido, sentimos que las carencias que muchas veces muestra el Gobierno para enfocar y
comprender los vínculos, indispensables, con campos sociales que no se componen
exclusivamente por aquellos sectores a los que está acostumbrado a interpelar, no posibilitan
generar una dinámica de encuentro y diálogo recreador de lo democrático-popular. Creemos
indispensable señalar los límites y retrasos del Gobierno en aplicar políticas redistributivas de clara
reforma social. Pero al mismo tiempo reconocemos y destacamos su indiscutible responsabilidad y
firmeza al instalar tales cuestiones redistributivas como núcleo de los debates y de la acción
política desde el poder real que ejerce y conduce al país (no desde la mera teoría), situando tal
tema como centro neurálgico del conflicto contra sectores concentrados del poder económico.

Todo lo expresado y resumido da pie a la necesidad de creación de un espacio político plural de


debate que nos reúna y nos permita actuar colectivamente. Experiencia que se instituye como
espacio de intercambio de ideas, tareas y proyectos, que aspira a formas concretas de encuentro,
de reflexión, organización y acción democrática con el Gobierno y con organizaciones populares
para trabajar mancomunadamente, sin perder como espacio autonomía ni identidad propia. Un
espacio signado por la urgencia de la coyuntura, la vocación por la política y la perseverante
pregunta por los modos contemporáneos de la emancipación.
La construcción de un poder destituyente
http://www.pagina12.com.ar/diario/especi
ales/18-77990-2006-12-20.html

Un “no” positivo capaz de impugnar el funcionamiento de la maquinaria del poder y, a la vez,


de visibilizar redes de intercambio y politización.

 Por el Colectivo Situaciones *

Fechas como éstas reclaman ser interrogadas. Es de suponer que la elaboración de su significado
no deba quedar en manos de personas y grupos autoconsiderados “destacados” o “especialistas”,
ni resolverse en la intimidad de una “esfera privada”, sino que atañe a una reelaboración pública
continua. Y esto concierne, antes que nada, al 19 y 20 de diciembre del 2001 como momento
privilegiado para vislumbrar el sinuoso trayecto de las luchas sociales y políticas que reformularon
y construyeron un nuevo espacio público, más allá –y haciendo estallar– las fórmulas
representativas clásicas (ciertamente agotadas) de lo común mercantilizado y estatalizado.

No se agrega mucho si se recuerda que la historia y el contexto de aquellas jornadas fueron de


crisis. Las nociones de reacción y manipulación tan recurrentes como interpretaciones de aquel
diciembre olvidan el carácter anticipatorio y radicalizador del protagonismo social que se venía
desarrollando en los barrios y que irrumpió a los ojos del mundo en aquellas fechas: desde los
escraches contra los genocidas a los movimientos y cortes de ruta de los desocupados de todo el
país, pasando por las primeras ocupaciones de fábricas hasta la maduración de una conciencia
antirrepresiva y experimental que primero desestructuró el absurdo intento de estado de sitio y
luego se organizó en asambleas vecinales.

Que el llamado “modelo neoliberal” estaba ya agotado y que el propio sistema político estaba
completamente ciego, sordo y mudo a las demandas de cambio constituyó la parte menor de la
novedad. La mayor fue, sin dudas, el alto nivel de autoorganización de quienes tomaron a su cargo
las protestas y las consignas de un nuevo tipo de insurrección urbana (en serie con otras de
América latina: de Caracas a Quito, pasando por La Paz y Oaxaca), totalmente desarrollada por
fuera de las coordenadas políticas tradicionales. Lo que quedó como marca indeleble fue la
construcción de un poder destituyente, de un rechazo que abrió a nuevas derivas políticas: fue un
“no” positivo capaz de impugnar el funcionamiento de la maquinaria del poder y, a la vez, de
visibilizar redes de intercambio y politización. Hoy vemos la permanencia de estas innovaciones
políticas en las nuevas luchas gremiales, en las formas asamblearias de la protesta social
(Gualeguaychú, familiares de Cromañón), en la resistencia cotidiana desde la precarización de las
vidas y en la organización antirracista de los migrantes contra la explotación y el abuso policial.

Más allá de la desilusión de quienes creían ver de cerca la llegada al poder o de los vaticinios más
generalizados de una catástrofe rápida y definitiva, las formas organizativas ensayadas durante la
crisis están hoy reelaborándose, al mismo tiempo que la mediatización actual sólo se hace lugar
para reflejar una nueva ola de consumismo.

Desde entonces también quedó abierto el 19 y 20 en la disputa por cómo operar su traducción
institucional, algo que el actual gobierno parece haber comprendido rápidamente, aunque su
resolución esté plagada de astucias y chicanas, antes que de un auténtico compromiso de fondo
con las dinámicas desde entonces desplegadas. Por otro lado, una nueva perspectiva analítica
tomó fuerza desde el 2001: el pensamiento y la investigación en y desde abajo, abriendo una
batalla interpretativa y de lenguajes para narrar lo que pasó y para presentar el sentido de las
luchas actuales. ¿Qué quedó entonces? Una sociabilidad lo suficientemente madura como para
comprender que tras la proliferación de las imágenes y los discursos de la normalización, opera un
fondo permanente de excepcionalidad (que incluye el excedente no institucionalizable del 19 y 20)
que reclama profundizar las invenciones políticas, eludiendo tanto las recetas conocidas de las
izquierdas convencionales como, y sobre todo, el retorno de las derechas más reaccionarias.

Pedir un Milagro
http://www.pagina12.com.ar/diario/elpais/sub
notas/290882-76308-2016-01-22.html
 Por  Eugenio Raúl Zaffaroni *

En circunstancias extrañas, lo normal se vuelve tan anormal que sólo se concibe como un Milagro.
Aunque no me caracterizo por arranques místicos, no puedo menos que esperar el Milagro, o sea,
que Dios, Cristo, la Virgen, la Madre Tierra, la Pachamama, el Gauchito Gil o algún otro camino del
Absoluto, haga que los actuales gobernantes de Jujuy pongan en buen funcionamiento sus
neuronas.
Si frente a cualquier situación conflictiva se concluye que sólo la puede resolver la fuerza o la
violencia, inevitablemente es porque está mal planteada y, sin replantearse, no se resuelve, sino
que la fuerza la complica aún más y aleja la solución correcta.

No es ninguna solución llenar una provincia con fuerzas federales, que en principio nada tienen
que hacer en conflictos locales. Mucho menos lo es privar de libertad en base a acusaciones
insólitas. Acampar, como lo hicieron durante años los maestros en el Congreso, no es un delito,
sino una protesta.

La presencia de gente reunida ensucia, porque todos los seres humanos ensuciamos, y cuando
estamos juntos ensuciamos juntos, pero ensuciar una plaza no es una sedición. Ningún juez tiene
derecho a echarme de una plaza, esté solo o acompañado, y desobedecerle no es un delito,
porque para que haya delito de “desobediencia” es menester que la orden sea “legítima”, no
olviden que así lo exige la ley.

El más elemental sentido político muestra que no se reafirma la autoridad con la fuerza. La fuerza
la reafirma sólo cuando respalda a la razón.

Privar de libertad a una persona para extorsionar el cese de una protesta no es racional, no
conduce a nada, sino a un papelón internacional del que somos víctimas todos los argentinos.

Quitar la personería jurídica al opositor para privarlo de todo beneficio e incluso de acudir
orgánicamente a la justicia, es un viejo recurso fuertemente rechazado en cualquier Estado de
derecho. Así se combatía al sindicalismo en el siglo XIX y se inventó el delito de asociación ilícita.
Incluso desde la más estricta mezquindad política todo esto es ineficaz. Parece que en lugar de
olvidar agravios, en función de la necesidad de asumir la responsabilidad de gobernar, se apela a
la revancha, sin percatarse del efecto contraproducente, es decir, de que se eleva al enemigo
victimizado a la condición de primera figura nacional.

No deberíamos ahorrar esfuerzo para que nuestro Pueblo crea cada día más en la justicia y en la
legalidad, lo que no es fácil cuando está precedido por larga experiencia de invocaciones hipócritas
de los más altos valores republicanos y democráticos por parte de quienes lo sometieron a la
fuerza, a la violencia y a la pobreza.

Justamente el camino contrario, el del descreimiento y el escepticismo ante los valores


republicanos, es el que se recorre cuando un Ejecutivo o un partido manipula la Justicia
nombrando amigos para neutralizar el control judicial de sus propios actos de gobierno. Esto
significa que se asegura el control de los controladores y, consecuentemente, nadie creerá en la
eficacia de ese control.

Cuidado en esto con confundir lo legal con lo legítimo, confusión que parece cundir en el último
tiempo, en que incluso lo ilegal también se pretende legítimo, con invocaciones y acentos de
democracia plebiscitaria. Se tiene legitimidad cuando se es éticamente confiable, y una Justicia
manipulada, aunque sea legal, no es legítima, porque es demasiado evidente que resulta de una
burda maniobra que otrora le criticamos a Menem, pese a que desde la perspectiva del tiempo
debemos reconocer que fue algo más prolijo.

Si se pretende obtener una medida judicial contra alguien, aún en el caso en que estuviese
absolutamente justificada, no puede caerse en la contradicción de hacerlo por una Justicia
previamente manipulada. Nadie creerá mañana en las condenas de esa Justicia.

Nada de esto va por buen camino. La política es en buena medida arte de negociación. El poder
local no puede ignorar que el conflicto compromete a miles de conciudadanos, con los que deberá
convivir por lo menos durante cuatro años.

El control por la fuerza no sirve, porque la fuerza no permite controlar todo, y quien es contenido
sólo mediante ella, aprovecha siempre el primer descuido para ofrecer resistencia. Es natural, eso
hacemos todos cuando estamos sometidos a una fuerza irracional.

El gobernante no puede ser siempre absolutamente racional, porque los seres humanos no lo
somos en todo momento, pero debe esforzarse al máximo en serlo, mucho más que los
ciudadanos comunes, justamente porque tiene la responsabilidad del gobierno, que no se lo dio
una mayoría para que haga cualquier cosa, sino para que opere racionalmente y dentro de los
límites de la Constitución y lo más legítimamente posible.

Ojalá se opere el Milagro. Ojalá descienda una minúscula brizna de Pentecostés político y liberen a
Milagro, hagan cesar la vergüenza internacional en que nos colocan a todos los argentinos.

No es debilidad dar el primer paso para un acuerdo, sino, por el contrario, signo de fortaleza, de
seguridad, de racionalidad.

Ojalá venga el Milagro y a alguien se le ocurra la nada original idea de la mediación, de invitar a
una comisión mixta, que converse, negocie limpiamente, busque las soluciones al conflicto. Todo
conflicto tiene solución. Nunca esta es el aniquilamiento del otro, esa no es solución sino violencia
reproductora y, finalmente, delito de estado, por más que pueda quedar impune a veces por años.
Jujuy comparte una cultura milenaria de comunidad, integradora. Cabe esperar que el Milagro
llegue y alguien, un poquito perspicaz, caiga en la cuenta de que es un importante factor de
solución de conflictos.

Que Ceferino desde el Sur nos ayude hasta el norte.

http://www.pagina12.com.ar/diario/elpais/1-291606-2016-02-02.html

Cien días de soledad: el (ab)uso de los


DNu
 Por María Paula García y Marcelo Giullitti *

Los decretos de necesidad y urgencia son una facultad del Poder Ejecutivo para dictar normas con
rango de ley en determinados casos excepcionales. Sin embargo, en Argentina fueron
históricamente utilizados como un instrumento de gobierno, en la mayoría de los casos sin la
concurrencia de los requisitos constitucionales que habilitan la medida. Esta práctica avasalla la
división de poderes, debilita el rol del Legislativo y refuerza la concentración de poder en el
Ejecutivo. El cambio de gestión y la llegada de un gobierno que prometía mayor institucionalidad
presentaban una oportunidad para revertir la mala práctica histórica, pero las medidas tomadas en
el primer y segundo mes de gobierno reinciden en igual uso ilegítimo de la facultad.

Los DNU fueron incluidos en la Constitución con la reforma del 94, en el art. 99 inc 3, aunque
anteriormente ya se empleaban y fueron convalidados por la Corte en 1990 con la exigencia de
que fueran controlados posteriormente por el Congreso. El artículo constitucional sostiene que “el
Poder Ejecutivo no podrá en ningún caso bajo pena de nulidad absoluta e insanable, emitir
disposiciones de carácter legislativo” y que los DNU sólo proceden cuando “circunstancias
excepcionales hicieran imposible seguir los trámites ordinarios previstos por esta Constitución para
la sanción de las leyes”.

Existe, por lo tanto, una carga de demostrar dichas circunstancias para desvirtuar el mandato
general.

Tal como lo sostuvo la Corte en 2010, la Constitución no habilita a elegir discrecionalmente entre la
sanción de una ley o la imposición más rápida de ciertos contenidos materiales por medio de un
decreto. Esto obedece justamente al valor intrínseco que la Constitución confiere al debate
democrático en el seno parlamentario y a las decisiones que sean fruto de dicho debate. Las leyes
tienen valor no solamente por emanar del órgano facultado constitucionalmente para dictarlas –es
decir, no solamente por su fuente–, sino también por ser el resultado de una deliberación en la que
la mayor cantidad de voces e intereses presentes en nuestra comunidad deben ser escuchados y
tenidos en cuenta.

Es por ello que es preocupante que una decisión de uno solo de los poderes del Estado pueda
modificar leyes debatidas en el Congreso, como la Ley de Servicios de Comunicación Audiovisual,
o que pueda abordar temas como la Seguridad Pública, tan sensibles para la sociedad, sin que sea
debatida la mejor política pública para el caso. Más aun cuando el Congreso se encuentra en
receso y el Ejecutivo no convocó a sesiones extraordinarias, quedando estas medidas sin control
legislativo por tres meses.

Sin embargo, nuestro diseño institucional contribuye a que el Ejecutivo dicte DNU –fundados
usualmente en la necesidad de rapidez en el establecimiento de medidas o en el perjuicio derivado
de la lentitud del debate parlamentario– que alteren de forma significativa el estado de cosas
salteando de esa forma al Congreso. En Argentina –a diferencia del caso brasileño, por ejemplo–
hay un sistema de aprobación tácita: para que el DNU pierda vigencia se requiere que ambas
Cámaras lo rechacen expresamente, por mayoría absoluta y a libro cerrado (no pueden hacer
modificaciones). Además, no existe un plazo para el pronunciamiento del Congreso: la ley que los
regula sólo indica que debe haber un tratamiento inmediato.

Para modificar la estructura de incentivos que da por resultado un uso abusivo de los DNU por
parte de los poderes Ejecutivos, es necesaria una inversión de la regla que cumpla con el estándar
constitucional: DNU que no fuera aprobado expresamente por el Legislativo debería perder
vigencia. Mientras tanto, el uso de la facultad presidencial de dictar DNU debería ser
extremadamente cauto cuando se trata de la modificación o anulación de decisiones emanadas del
Legislativo, y no transformarse en un instrumento ordinario de gestión del Ejecutivo, práctica que
erosiona las bases mismas del sistema democrático y republicano.

* Abogados de la Asociación Civil por la Igualdad y la Justicia (ACIJ).

http://www.pagina12.com.ar/diario/elpais/1-291600-2016-02-02.html

El buen golpe
 Por Noé Jitrik

El inolvidable Georges Brassens compuso y cantó una canción que hay que entender en clave
humorística en la que con un tono de persona sensata, casi reflexiva pero inútilmente reflexiva,
declara que la guerra que prefiere es la del 14-18. ¿Por qué no la del 70 ni la del 39-45? Un poema
no es un tratado de modo que no tiene por qué explicar esa preferencia, por más que sea una
preferencia extravagante, o tan tonta como lo que se suele decir en el café cuando no se tiene
mucho de que hablar. En todo caso, se puede entender que la prefiere porque fue una guerra
como se debe, con todo, trincheras apestosas, gas mostaza, una buena destrucción, no como la
que llevó a cabo, por ejemplo, Napoleón, que hizo morir de frío a sus soldados. Los alemanes no
hicieron en ese sentido mal papel: despacharon con boleto de ida a unos cuantos millones de
personas, además de ocupar territorios, destruir ciudades, robar obras de arte, gasificar a unos
cuantos cientos de miles, pero eso, desde la perspectiva de quien prefiere, carece de encanto, no
hay refinamiento en esa brutalidad como la hubo en el 14-18.

Seguramente a muchos bien pensantes la declaración del cantor no les ha de haber parecido
interesante; deben haber creído y sostenido, si es que se pusieron a discutirlo, que Brassens era
un belicista de escasa entraña; cómo, pueden haberse dicho, se puede hablar de “preferir” una
guerra. La intención, si la hubo, era la contraria, o sea burlarse precisamente de los belicistas, esos
idiotas armados que creen que las cosas se arreglan a los tiros o a los cañonazos o a los campos
de concentración o a los tantos artefactos destructivos que los fabricantes del mal conciben con
constancia e imaginación.

La escucha de la canción me sugiere otra cosa, en la misma línea pero en una localización menos
espectacular puesto que por aquí, salvo la “mejor no mencionar la de Las Malvinas”, no hubo
guerras de modo que voy a contentarme con los meros golpes de estado: dejo de lado el siglo XIX,
fértil en conmociones de ese tipo y me atengo al XX. ¿Cuál prefiero? No es fácil definirlo, al menos
en la línea de pensamiento de Brassens pero como uno está más condicionado por lo inmediato
diría que prefiero el golpe del 76. Un golpe completo, no sólo con desalojo de los pálidos intentos
democráticos y ritual ocupación del poder, acompañados los militares en la triste ceremonia por el
resignado Escribano Mayor del Gobierno, sino con un programa bien meditado y certeramente
ejecutado de limpieza política, con miles de higiénicos secuestros y borramiento del mapa de
personas molestas, pequeños y grandes culpables y niños, felizmente rescatados de la tenaz ley
de la herencia por dichosas familias de sacrificados policías y militares de diversa graduación,
además de una sabia doctrina económica destinada a garantizar a los honrados especuladores y a
los no menos patrióticos propietarios de la riqueza nacional el placentero disfrute del fruto de sus
penurias.

Ni comparar con otros golpes que, a la luz del mencionado, tienen el deprimente aspecto de un
querer no acompañado del todo por el poder; me refiero al poder hacer lo que podría ser el querer.
No puedo negar que la mecánica de todos los precedentes es, salvo matices, la misma pero hay
que reconocer que por hache o por be sus orgullosos gestores, el primer día del golpe, empezaron
a hacer concesiones y a sentir el amargo gusto de la frustración; también hay que reconocer que,
por ejemplo, quienes golpearon al Estado en el 30 y tuvieron que buscar la complicidad de algunos
vacilantes civiles, reaparecieron en el 43; algunos de sus actores eran los mismos de trece años
antes, otros trajeron novedades interesantes, el fascismo y el nazismo, pero tampoco tuvieron el
atractivo que logró el del 76. Incluso el del 55, que, por razones de edad, no incluyó a actores de
los dos anteriores, terminaron por ceder y, rezongando, se retiraron de la Casa Rosada
mascullando y jurando una venganza que siete años después logró una satisfacción pero a
medias. ¿Se puede preferir semejante tibieza? ¿Y que decir del golpe del 66? Es cierto que
atacaron a la Universidad, cuna del mal, pero no la cerraron como, para lograr mi preferencia,
podían haber hecho. Golpe mediocre, si hasta cuesta recordar los nombres de quienes ocuparon el
poder y ni hablar de los ministros que nombraron que se limitaron a enajenar un poco más los
flacos bienes nacionales pero no terminaron, como todo buen golpe de estado debe procurar, de
entregarlos a los castigados capitalistas nacionales e internacionales.

Es claro que si de preferir se trata la historia de los golpes de Estado no se cierra con los
semiexitosos o frustrados intentos militares. Uno puede también considerar, aunque,
personalmente, no los prefiero porque no llegan al exterminio cuasi total del ejemplo mayor, me
refiero al del 76, los que gestan y ejecutan esos personajes denominados “civiles” en gobiernos
denominados “democráticos”. Buen ejemplo es el de Menem a quien hay que reconocerle su sana
intención de ejecutar, sin militares, lo que los militares habían procurado y en parte conseguido: si
se trataba de enajenar bienes nacionales y públicos, y eso no se había hecho del todo, el
menemismo avanzó mucho en ese sentido, nuestros buenos ricos contentos pero la semilla del mal
no había sido erradicada, o sea no se había logrado frenar o anular totalmente, como se debía
haber hecho para merecer esa preferencia, a ese sector de la población siempre negándose a
entender que un país necesita de ricos bien ricos, de pobres bien pobres, de deudas internas y
externas bien deudoras, de hombres y mujeres con convicciones morales básicas y rudimentarias.
No es que no lo intentara pero, y de ahí que no lo prefiera, no pudo resistir el embate de esas
fuerzas que, sempiternamente, han frustrado la buena tradición de los golpes de estado nacionales
reclamando el regreso a ese tipo de orden que precisamente los golpes de estado han querido
desbaratar con justa razón pues en su índole misma el llamado “ordenamiento democrático”
contenía el peligro de una distribución mayor de bienes entre una población que ignora,
obstinadamente, que en la acumulación de riqueza de los dueños del capital reside un futuro, duro,
como es necesario que sea, para ella misma.
Pero la historia no termina y no me puedo quedar con la mencionada preferencia que tiene ya
cierto tufillo melancólico: estamos asistiendo a un nuevo golpe de estado que me está gustando
porque si los militares que habían realizado esos patrióticos golpes hacían todo lo que los grupos
concentrados del poder económico exigían, ahora, y éste es un rasgo original del novedoso golpe,
se hace directamente, sin la mediación militar. Y, por añadidura, el hecho de su dinamismo y
efectividad para devolver a los perseguidos propietarios de campos de siembra habla a favor de su
lógica y su convicción, siempre necesaria para llegar a ser un buen golpe; encomiable la rapidez
con que hace funcionar el principio de los hechos consumados, desde una más que memorable
devaluación hasta el despido de varios miles de empleados públicos, sin vueltas ni
contemplaciones, nada de andar determinando cualidades o presuntos valores y la presteza en
reemplazarlos con acólitos con total prescindencia de esas blandas consideraciones de
competencia típicas de las democracias gastadas y decadentes; es de celebrar, igualmente, de
qué modo sus gestores están logrando acabar con las estridentes voces de quienes, cabezaduras,
no comprendieron lo que puede ser un gobierno de gerentes de empresas que saben, sin duda,
cómo sostener sus negocios con la ahora inteligente ayuda del gobierno.

Es realmente un buen golpe de estado el que estamos viviendo. ¡Por fin! se podría decir, después
de tantos años aguantando y conteniendo la furia, un viento de cambio que ahora, liberado de esa
tremenda represión, permitirá quitar de en medio toda esa escoria iluminista que acusaba sin
piedad a esos héroes galoneados, fogueados y endurecidos en la lucha contra la subversión y que
tachaba de monopolios a benéficas instituciones de bien público acosando a diligentes financistas
y empresarios al pretender que pagaran impuestos y devolvieran dineros enviados, en virtud de
legítimos cuidados, a lugares donde hay respeto por estas cosas. Si a esto se le añade que todo el
golpe se hace con elegancia en el vestir y con un lenguaje despojado de floripondios filosóficos,
aun cuando hay que echar, directamente, sin pensarlo dos veces, de sus puestos de trabajo a
varios miles de oleaginosos para poner en su lugar a la suave crema de dignas personas que con
sus cacerolas ayudaron eficazmente a la comisión de este oportuno golpe, respondiendo con la
lógica vehemencia de quien manda a esos cuestionamientos que todavía subsisten, podré afirmar
que éste es mi golpe preferido, sin ninguna duda: lo que soñaron esos precursores sacrificados del
30, el 43, el 55, el 62, el 66, el 76 y el 89 y no pudieron realizar del todo, es ahora una vibrante
realidad. Mucho de qué enorgullecerse, mucha alegría reinará en las casas de todos los que
queden.

Aquí una explicasion que sirve para ir contra la violencia: la guerra es entre el estado y los que
piensan desmantelarlo, entre aquellos que piensan en lo publico y aquellos que piensan en
términos privados, aquellos que usan el estado (desmantelado) como una empresa y beneficio de
empresas y aquellos que trabajan por el pueblo ampliando su cuerpo. De un lado, la ley, del otro,
la ilegalidad cubierta de buenas formas. De aquí que el Estado (y sus leyes) sea intocable y toda
respuesta deba ser, tanto por convicción como por estrategia, la no-violencia. Lo cierto es que
esto enceguece la única rebelión popular que ha sido limite para las injusticias del Estado: el 19 y
20 de 2001.

http://www.pagina12.com.ar/diario/contratapa/13-291526-2016-02-01.html

CONTRATAPA › ARTE DE ULTIMAR

La provocación y sus fantasmas


 Por Juan Sasturain

“Hay que aprender a resistir. / Ni irse ni a quedarse / a resistir. /


Aunque es seguro que habrá más penas y olvido.”
Gelman, Mi Buenos Aires querido.

Somos muchos los que adherimos absolutamente a los dichos, hechos y escritos últimos de Raúl
Zaffaroni. Que no son más que la continuidad de sus dichos, hechos y escritos anteriores,
coherentemente. No los vamos a repetir acá, sería una pobre versión.

Por eso, tratemos de no ser ni obvios ni redundantes: sabemos que una vez más se contraponen –
en blanco sobre negro– dos modelos de país y dos formas de entender la sociedad; sabemos y
experimentamos día a día la brutalidad de lo que está haciendo la derecha liberal (sólo en lo
económico) en el poder; sabemos y advertimos ya en su momento respecto de los errores del
sectarismo y la soberbia durante la gestión del gobierno transformador al que adherimos y
reivindicamos (esto es nuestro); y finalmente sabemos –o creemos saber– algo de lo que se viene.

Y éste es el aspecto de los dichos de Zaffaroni que nos gustaría subrayar.

Lo que se viene –que ya está latente en los métodos despiadados del ajuste– es la (inevitable)
provocación. La incitación tácita o explícita a la reacción violenta. El pretexto de esa reacción para
naturalizar la violencia, la cínica justificación para la venganza asesina.

Y –ojito con esto– la provocación puede tomar muchas formas: directas, como el uso excesivo de
la fuerza represiva, buscando el límite de tolerancia pasiva; o solapadas, como la generación de
situaciones que motiven y “justifiquen” la represión violenta. Y eso puede venir de cualquier lado. Y
cuando decimos cualquier lado quiere decir exactamente eso, que el sujeto provocador suele ser
inidentificable o equívocamente identificado. Y eso es muy difícil, para no decir imposible, de parar.
Cuando llegan los muertos y los impunes comienzan a tirarse cadáveres, habremos empezado a
tocar fondo como sociedad. Y no nos merecemos –con todas nuestras miserias y flaquezas– eso.
Por eso, desde el campo de la resistencia actual al autoritarismo de la derecha, nos corresponde
tener claro que hay actitudes de supuesta y sospechosa protesta –la seducción de la acción
directa, el vandalismo, el anonimato ultra– que sólo benefician a la continuidad y profundización de
las políticas represivas. Al apocalíptico “cuanto peor, mejor” ya lo conocemos por sus frutos
tenebrosos. Y no son los provocadores los que lo sufren. Y ahí sí que tenemos (como país, como
comunidad) todo pero todo que perder. O seguir perdiendo.

Porque esta vez –inéditamente en democracia– el perverso Poder real tiene el Gobierno, los
Medios y todos los permisos del Imperio y de la Banca internacional para hacer lo que quiera. Y no
cabe duda de que es capaz de hacer cualquier cosa. Cualquier cosa, como siempre y sin límites.

Ante estas circunstancias, no cabe mirar –sectaria y rencorosamente– para atrás por lo perdido
cómo y por qué, sino para adelante. Sobre todo, cabe ser conscientes de que somos parte de una
mayoría objetiva –más de medio país– que se opone a estas políticas y métodos antipopulares. Y
que sólo sirve y vale juntarse –más allá de la claudicación largamente anunciada de gran parte de
las conducciones obreras que sólo conducen al abismo, y de la mayoría de los políticos (de ambas
fuerzas mayoritarias) que siguen mirando para otro lado ante estos atropellos– y organizarse y
responder con firmeza y coherencia ante cada avance. Y confiar más en los hechos que en las
palabras.

Si antes del último ballottage de diciembre la tarea fue persuadir al electorado de cuál era la opción
en juego y cuáles las consecuencias para el país del triunfo de uno u otro (con todas las
salvedades que se quiera ponerle a la cuestión) hoy, con la evidencia de los hechos, la tarea es –
sin enfatizar el dramatismo– la misma: persuadir, juntarse, convencer y sumar desde la buena
leche sin sectarismos ni anteojeras. Pareciera que la unidad por abajo es más factible que los
acuerdos por arriba, que acaso vayan en un sentido diferente. Habrá que ver.

Y volviendo: firmeza y convicciones, pero alerta ante la provocación, porque eso es lo que –
lamentablemente– creemos / tememos que se viene. Estamos en democracia y aunque la derecha
en el gobierno no la cuide, nos cabe ser sus verdaderos sostenedores. Estas groserías autoritarias
tendrán en su momento que tratar de conseguir el respaldo de las urnas. Y perderán. No dejemos
que ahora nos embarren (más aún) la cancha. Ni presos ni tiros ni muertos ni helicóptero.

La mayoría no quiere / queremos eso. Queremos paz con justicia en democracia. No es mucho,
pero pareciera demasiado, intolerable para los provocadores. Guarda.

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