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Por Diego Tatián *
Los años son cifras que la historia carga de significado: 1916, 1945, 1969, 1973, 1983, 2001, 2003,
sólo números cuya densidad ideológica para la memoria colectiva de los argentinos, sin embargo,
guarda y protege una reserva latente, compleja y muchas veces involuntaria; años que conjugan la
subjetividad popular pero no por ello sustraídos al reino de la crítica, ni exentos de un paciente
trabajo de revisión, de interpretación renovada y memoria abierta. Asimismo, 1930, 1955, 1966,
1976, 90, connotan el significado histórico de algo que no interrumpe su presencia y cuya
recurrente restitución, enmascarada o explícita, tiene lugar cuando el poder real se ve amenazado
por el desarrollo de una experiencia popular.
Aunque sin duda adopta elementos de todos ellos, debemos evitar la tentación de inscribir al
macrismo lisa y llanamente en la matriz ideológica, simbólica, económica y cultural de esta última
secuencia de años, no porque dicha inscripción no exista sino porque esa comodidad no nos
permitiría comprender su novedad y contraponerle más eficazmente las armas de la crítica que aún
debemos acuñar. Lo que es seguro –por primera vez en un gobierno que resulta de elecciones
democráticas, pues incluso el menemismo tenía una extracción popular– es la absoluta ajenidad
del tiempo político que ahora se abre a cualquiera de los años que urdieron la trama democrática
argentina.
Si bien cuenta con un blindaje mediático jamás visto antes, con consiguiente el apoyo televidente
de una parte muy importante de la población, con la anexión del (¿al?) poder financiero, con la
adhesión de corporaciones de negocios y el servicio inestimable de la embajada norteamericana, el
gobierno de Macri está –en el sentido que el término tiene en albañilería– “descalzado”: carece de
sujeto social, ostenta ignorancia –y prescindencia canchera– de la historia, no tiene arraigo en la
política ni raíces en una derecha ideológica.
El conjunto de gerenciadores que por primera vez se apropia de las instituciones sin ningún tipo de
mediación política –aunque sí gracias a la posibilitación del partido radical, del que el macrismo
ahora prescinde y lo seguirá haciendo sin que ello diluya su irresponsabilidad política y su
responsabilidad histórica– marca precisamente la situación inédita del poder real “atendido por sus
propios dueños”. Una forma de liquidación de la democracia que no debe ser subestimada y que
transforma lo que hasta ahora entendíamos por “política”.
Esta mal aprendida lección de Maquiavelo encierra un altísimo grado de violencia antipopular:
despidos masivos, pérdida de derechos, reducción del poder adquisitivo de quienes menos tienen,
destrucción de la libertad de expresión, vaciamiento de programas sociales, desprotección de los
sectores socialmente más expuestos, remate de la cultura pública, reendeudamiento por el que
varias futuras generaciones de argentinos quedarán capturados, prescindencia del Congreso de la
Nación, destitución de toda forma de soberanía, subordinación a los fondos buitres y varios
etcétera, no son medidas que pueden prosperar sin resistencia. Lo que hay en juego es cuál.
La violencia, en efecto, no es solo connatural al contenido de estas medidas sino sobre todo a las
formas o más bien a la ausencia de formas. Como es evidente, la violencia no ha sido exclusiva de
los años en los que se interrumpieron experiencias populares a través de golpes de estado, sino
que muchas veces también fueron parte de estas. En ruptura con ello, durante la última “década
larga” argentina (y latinoamericana), un conjunto de transformaciones orientadas hacia la igualdad
tuvieron lugar a través de la construcción de una hegemonía democrática que asume la lentitud de
las cosas sin perder nunca la dirección; que asume el principio según el cual el camino más corto a
veces es largo; que asume, en fin, la lección de paz que entrega la historia.
Lo que el macrismo le está infligiendo a la Argentina y al pueblo argentino lleva consigo un enorme
potencial de violencia, sea como programa explícito o como daño colateral y efecto no deseado
pero inevitable de simplemente implementar medidas al servicio de los grupos más concentrados
en detrimento de las mayorías sociales (no sería imposible, ni nuevo, que la embajada
norteamericana esté apostando a lo primero, como lo hace en tantos lugares del mundo y lo hizo
en tantos momentos históricos).
Este delicado escenario exige una enorme convicción de paz en todo el campo popular, una
responsabilidad lúcida de referentes sociales, dirigentes políticos, intelectuales, y una cultura de la
manifestación democrática extremadamente atenta a orientar la indignación por mediaciones y
tiempos políticos, a evitar la impaciencia, a mantener las exigencias de la argumentación y de la
crítica, a la necesaria tarea de reconstruir mayorías por una conquista del sentido común de la
maestra, del verdulero, del señor de la esquina, del colectivero, de la empleada doméstica, del
obrero...
La historia argentina enseña que la violencia ha sido siempre el arma más contundente y eficaz de
las minorías poderosas y la trampa más peligrosa para las clases populares. El ardid de la
violencia hace que siempre concibamos la propia como respuesta a una violencia anterior u
originaria. Cuando esto sucede, ya no es posible detenerla y hemos caído en la trampa. Por eso la
paz es una decisión, una convicción incondicional y una autonomía, que el campo popular ha
obtenido como la gema más preciada de una larga experiencia no exenta de derrotas.
http://www.pagina12.com.ar/diario/elpais/1-290634-2016-01-19.html
http://www.pagina12.com.ar/diario/elpais/1-104188-2008-05-15.html
Carta Abierta / 1
Este documento fue presentado el martes en la librería Gandhi por una mesa conformada por
Horacio Verbitsky, Nicolás Casullo, Ricardo Forster y Jaime Sorín. Fue firmado por más de
750 intelectuales, entre los que se cuentan decanos de la UBA, David Viñas, Norberto
Galasso, Noé Jitrik, Eduardo Grüner, Horacio González, José Pablo Feinmann y muchos más
nombres, que por limitaciones de espacio es imposible reproducir.
Como en otras circunstancias de nuestra crónica contemporánea, hoy asistimos en nuestro país a
una dura confrontación entre sectores económicos, políticos e ideológicos históricamente
dominantes y un gobierno democrático que intenta determinadas reformas en la distribución de la
renta y estrategias de intervención en la economía. La oposición a las retenciones –comprensible
objeto de litigio– dio lugar a alianzas que llegaron a enarbolar la amenaza del hambre para el resto
de la sociedad y agitaron cuestionamientos hacia el derecho y el poder político constitucional que
tiene el gobierno de Cristina Fernández para efectivizar sus programas de acción, a cuatro meses
de ser elegido por la mayoría de la sociedad. Un clima destituyente se ha instalado, que ha sido
considerado con la categoría de golpismo. No, quizás, en el sentido más clásico del aliento a
alguna forma más o menos violenta de interrupción del orden institucional. Pero no hay duda de
que muchos de los argumentos que se oyeron en estas semanas tienen parecidos ostensibles con
los que en el pasado justificaron ese tipo de intervenciones, y sobre todo un muy reconocible
desprecio por la legitimidad gubernamental.
Esta atmósfera política, que trasciende el “tema del agro”, ha movilizado a integrantes de los
mundos políticos e intelectuales, preocupados por la suerte de una democracia a la que aquellos
sectores buscan limitar y domesticar. La inquietud es compartida por franjas heterogéneas de la
sociedad que más allá de acuerdos y desacuerdos con las decisiones del Gobierno consideran
que, en los últimos años, se volvieron a abrir los canales de lo político. No ya entendido desde las
lógicas de la pura gestión y de saberes tecnocráticos al servicio del mercado, sino como escenario
del debate de ideas y de la confrontación entre modelos distintos de país. Y, fundamentalmente,
reabriendo la relación entre política, Estado, democracia y conflicto como núcleo de una sociedad
que desea avanzar hacia horizontes de más justicia y mayor equidad.
Desde 2003 las políticas gubernamentales incluyeron un debate que involucra a la historia, a la
persistencia en nosotros del pasado y sus relaciones con los giros y actitudes del presente.
Un debate por las herencias y las biografías económicas, sociales, culturales y militantes que tiene
como uno de sus puntos centrales la cuestión de la memoria articulada en la política de derechos
humanos y que transita las tensiones y conflictos de la experiencia histórica, indesligable de los
modos de posicionarse comprensivamente delante de cada problema que hoy está en juego.
En la actual confrontación alrededor de la política de retenciones jugaron y juegan un papel
fundamental los medios masivos de comunicación más concentrados, tanto audiovisuales como
gráficos, de altísimos alcances de audiencia, que estructuran diariamente “la realidad” de los
hechos, que generan «el sentido» y las interpretaciones y definen “la verdad” sobre actores
sociales y políticos desde variables interesadas que exceden la pura búsqueda de impacto y el
rating. Medios que gestan la distorsión de lo que ocurre, difunden el prejuicio y el racismo más
silvestre y espontáneo, sin la responsabilidad por explicar, por informar adecuadamente ni por
reflexionar con ponderación las mismas circunstancias conflictivas y críticas sobre las que operan.
Privatizan las conciencias con un sentido común ciego, iletrado, impresionista, inmediatista, parcial.
Alimentan una opinión pública de perfil antipolítica, desacreditadora de un Estado
democráticamente interventor en la lucha de intereses sociales. La reacción de los grandes medios
ante el Observatorio de la discriminación en radio y televisión muestra a las claras un desprecio
fundamental por el debate público y la efectiva libertad de información. Se ha visto amenaza
totalitaria allí donde la Facultad de Ciencias Sociales de la UBA llamaba a un trato respetuoso y
equilibrado del conflicto social.
Se trata de una recuperación de la palabra crítica en todos los planos de las prácticas y en el
interior de una escena social dominada por la retórica de los medios de comunicación y la derecha
ideológica de mercado. De la recuperación de una palabra crítica que comprenda la dimensión de
los conflictos nacionales y latinoamericanos, que señale las contradicciones centrales que están en
juego, pero sobre todo que crea imprescindible volver a articular una relación entre mundos
intelectuales y sociales con la realidad política. Es necesario crear nuevos lenguajes, abrir los
espacios de actuación y de interpelación indispensables, discutir y participar en la lenta
constitución de un nuevo y complejo sujeto político popular, a partir de concretas rupturas con el
modelo neoliberal de país. La relación entre la realidad política y el mundo intelectual no ha sido
especialmente alentada desde el gobierno nacional y las políticas estatales no han considerado la
importancia, complejidad y carácter político que tiene la producción cultural.
En una situación global de creciente autonomía de los actores del proceso de producción de
símbolos sociales, ideas e ideologías, se producen abusivas lógicas massmediáticas que redefinen
todos los aspectos de la vida social, así como las operaciones de las estéticas de masas
reconvirtiendo y sojuzgando los mundos de lo social, de lo político, del arte, de los saberes y
conocimientos. Son sociedades cuya complejidad política y cultural exige, en la defensa de
posturas, creencias y proyectos democráticos y populares, una decisiva intervención intelectual,
comunicacional, informativa y estética en el plano de los imaginarios sociales.
Esta problemática es decisiva no sólo en nuestro país, sino en el actual Brasil de Lula, en la Bolivia
de Evo Morales, en el Ecuador de Correa, en la Venezuela de Chávez, en el Chile de Bachelet,
donde abundan documentos, estudios y evidencias sobre el papel determinante que asume la
contienda cultural y comunicativa y las denuncias contra los medios en manos de los grupos de
mercado más concentrados. Es también en esta confrontación, que se extiende al campo de la
lucha sobre las narraciones acerca de las historias latinoamericanas, donde hoy se está jugando la
suerte futura de varios gobiernos que son jaqueados y deslegitimados por sus no alineamientos
económicos con las recetas hegemónicas y por sus «desobediencias» políticas con respecto a lo
que propone Estados Unidos.
Reconociendo los inesperados giros de las confrontaciones que vienen sucediéndose en esta
excepcional edad democrática y popular de América latina desde comienzos de siglo XXI, vemos
entonces la significación que adquiere la reflexión crítica en relación con las vicisitudes entre
Estado, sociedad y mercado globalizado. Uno de los puntos débiles de los gobiernos
latinoamericanos, incluido el de Cristina Fernández, es que no asumen la urgente tarea de
construir una política a la altura de los desafíos diarios de esta época, que tenga como horizonte lo
político emancipatorio.
Porque no se trata de proponer un giro de precisión académica a los problemas, sino de una
exigencia de pasaje a la política, en un tiempo argentino en el que se vuelven a discutir cuestiones
esenciales que atraviesan nuestras prácticas. Pasaje hacia la política que nos confronta con las
dimensiones de la justicia, la igualdad, la democratización social y la producción de nuevas formas
simbólicas que sean capaces de expresar las transformaciones de la época. En este sentido es
que visualizamos la originalidad de lo que está ocurriendo en América latina (más allá de las
diferencias que existen entre los distintos proyectos nacionales) y los peligros a los que nos
enfrentamos, peligros claramente restauracionistas de una lógica neoliberal hegemónica durante
los años noventa.
Teniendo en cuenta esta escena de nuestra actualidad, nuestro propósito es aportar a una fuerte
intervención política –donde el campo intelectual, informativo, científico, artístico y político juega un
rol de decisiva importancia– en el sentido de una democratización, profundización y renovación del
campo de los grandes debates públicos. Estratégicamente se trata de sumar formas políticas que
ayuden a fecundar una forma más amplia y participativa de debatir.
Nos interesa pues encontrar alternativas emancipadoras en los lenguajes, en las formas de
organización, en los modos de intervención en lo social desde el Estado y desde el llano,
alternativas que puedan confrontar con las apetencias de los poderes conservadores y reactivos
que resisten todo cambio real. Pero también que pueda discutir y proponer opciones conducentes
con respecto a los no siempre felices modos de construcción política del propio gobierno
democrático: a las ausencias de mediaciones imprescindibles, a las soledades enunciativas, a las
políticas definidas sin la conveniente y necesaria participación de los ciudadanos. Una nueva
época democrática, nacional y popular es una realidad de conflictos cotidianos, y precisa desplegar
las voces en un vasto campo de lucha, confiar, alentar e interactuar.
En este sentido, sentimos que las carencias que muchas veces muestra el Gobierno para enfocar y
comprender los vínculos, indispensables, con campos sociales que no se componen
exclusivamente por aquellos sectores a los que está acostumbrado a interpelar, no posibilitan
generar una dinámica de encuentro y diálogo recreador de lo democrático-popular. Creemos
indispensable señalar los límites y retrasos del Gobierno en aplicar políticas redistributivas de clara
reforma social. Pero al mismo tiempo reconocemos y destacamos su indiscutible responsabilidad y
firmeza al instalar tales cuestiones redistributivas como núcleo de los debates y de la acción
política desde el poder real que ejerce y conduce al país (no desde la mera teoría), situando tal
tema como centro neurálgico del conflicto contra sectores concentrados del poder económico.
Fechas como éstas reclaman ser interrogadas. Es de suponer que la elaboración de su significado
no deba quedar en manos de personas y grupos autoconsiderados “destacados” o “especialistas”,
ni resolverse en la intimidad de una “esfera privada”, sino que atañe a una reelaboración pública
continua. Y esto concierne, antes que nada, al 19 y 20 de diciembre del 2001 como momento
privilegiado para vislumbrar el sinuoso trayecto de las luchas sociales y políticas que reformularon
y construyeron un nuevo espacio público, más allá –y haciendo estallar– las fórmulas
representativas clásicas (ciertamente agotadas) de lo común mercantilizado y estatalizado.
Que el llamado “modelo neoliberal” estaba ya agotado y que el propio sistema político estaba
completamente ciego, sordo y mudo a las demandas de cambio constituyó la parte menor de la
novedad. La mayor fue, sin dudas, el alto nivel de autoorganización de quienes tomaron a su cargo
las protestas y las consignas de un nuevo tipo de insurrección urbana (en serie con otras de
América latina: de Caracas a Quito, pasando por La Paz y Oaxaca), totalmente desarrollada por
fuera de las coordenadas políticas tradicionales. Lo que quedó como marca indeleble fue la
construcción de un poder destituyente, de un rechazo que abrió a nuevas derivas políticas: fue un
“no” positivo capaz de impugnar el funcionamiento de la maquinaria del poder y, a la vez, de
visibilizar redes de intercambio y politización. Hoy vemos la permanencia de estas innovaciones
políticas en las nuevas luchas gremiales, en las formas asamblearias de la protesta social
(Gualeguaychú, familiares de Cromañón), en la resistencia cotidiana desde la precarización de las
vidas y en la organización antirracista de los migrantes contra la explotación y el abuso policial.
Más allá de la desilusión de quienes creían ver de cerca la llegada al poder o de los vaticinios más
generalizados de una catástrofe rápida y definitiva, las formas organizativas ensayadas durante la
crisis están hoy reelaborándose, al mismo tiempo que la mediatización actual sólo se hace lugar
para reflejar una nueva ola de consumismo.
Desde entonces también quedó abierto el 19 y 20 en la disputa por cómo operar su traducción
institucional, algo que el actual gobierno parece haber comprendido rápidamente, aunque su
resolución esté plagada de astucias y chicanas, antes que de un auténtico compromiso de fondo
con las dinámicas desde entonces desplegadas. Por otro lado, una nueva perspectiva analítica
tomó fuerza desde el 2001: el pensamiento y la investigación en y desde abajo, abriendo una
batalla interpretativa y de lenguajes para narrar lo que pasó y para presentar el sentido de las
luchas actuales. ¿Qué quedó entonces? Una sociabilidad lo suficientemente madura como para
comprender que tras la proliferación de las imágenes y los discursos de la normalización, opera un
fondo permanente de excepcionalidad (que incluye el excedente no institucionalizable del 19 y 20)
que reclama profundizar las invenciones políticas, eludiendo tanto las recetas conocidas de las
izquierdas convencionales como, y sobre todo, el retorno de las derechas más reaccionarias.
Pedir un Milagro
http://www.pagina12.com.ar/diario/elpais/sub
notas/290882-76308-2016-01-22.html
Por Eugenio Raúl Zaffaroni *
En circunstancias extrañas, lo normal se vuelve tan anormal que sólo se concibe como un Milagro.
Aunque no me caracterizo por arranques místicos, no puedo menos que esperar el Milagro, o sea,
que Dios, Cristo, la Virgen, la Madre Tierra, la Pachamama, el Gauchito Gil o algún otro camino del
Absoluto, haga que los actuales gobernantes de Jujuy pongan en buen funcionamiento sus
neuronas.
Si frente a cualquier situación conflictiva se concluye que sólo la puede resolver la fuerza o la
violencia, inevitablemente es porque está mal planteada y, sin replantearse, no se resuelve, sino
que la fuerza la complica aún más y aleja la solución correcta.
No es ninguna solución llenar una provincia con fuerzas federales, que en principio nada tienen
que hacer en conflictos locales. Mucho menos lo es privar de libertad en base a acusaciones
insólitas. Acampar, como lo hicieron durante años los maestros en el Congreso, no es un delito,
sino una protesta.
La presencia de gente reunida ensucia, porque todos los seres humanos ensuciamos, y cuando
estamos juntos ensuciamos juntos, pero ensuciar una plaza no es una sedición. Ningún juez tiene
derecho a echarme de una plaza, esté solo o acompañado, y desobedecerle no es un delito,
porque para que haya delito de “desobediencia” es menester que la orden sea “legítima”, no
olviden que así lo exige la ley.
El más elemental sentido político muestra que no se reafirma la autoridad con la fuerza. La fuerza
la reafirma sólo cuando respalda a la razón.
Privar de libertad a una persona para extorsionar el cese de una protesta no es racional, no
conduce a nada, sino a un papelón internacional del que somos víctimas todos los argentinos.
Quitar la personería jurídica al opositor para privarlo de todo beneficio e incluso de acudir
orgánicamente a la justicia, es un viejo recurso fuertemente rechazado en cualquier Estado de
derecho. Así se combatía al sindicalismo en el siglo XIX y se inventó el delito de asociación ilícita.
Incluso desde la más estricta mezquindad política todo esto es ineficaz. Parece que en lugar de
olvidar agravios, en función de la necesidad de asumir la responsabilidad de gobernar, se apela a
la revancha, sin percatarse del efecto contraproducente, es decir, de que se eleva al enemigo
victimizado a la condición de primera figura nacional.
No deberíamos ahorrar esfuerzo para que nuestro Pueblo crea cada día más en la justicia y en la
legalidad, lo que no es fácil cuando está precedido por larga experiencia de invocaciones hipócritas
de los más altos valores republicanos y democráticos por parte de quienes lo sometieron a la
fuerza, a la violencia y a la pobreza.
Cuidado en esto con confundir lo legal con lo legítimo, confusión que parece cundir en el último
tiempo, en que incluso lo ilegal también se pretende legítimo, con invocaciones y acentos de
democracia plebiscitaria. Se tiene legitimidad cuando se es éticamente confiable, y una Justicia
manipulada, aunque sea legal, no es legítima, porque es demasiado evidente que resulta de una
burda maniobra que otrora le criticamos a Menem, pese a que desde la perspectiva del tiempo
debemos reconocer que fue algo más prolijo.
Si se pretende obtener una medida judicial contra alguien, aún en el caso en que estuviese
absolutamente justificada, no puede caerse en la contradicción de hacerlo por una Justicia
previamente manipulada. Nadie creerá mañana en las condenas de esa Justicia.
Nada de esto va por buen camino. La política es en buena medida arte de negociación. El poder
local no puede ignorar que el conflicto compromete a miles de conciudadanos, con los que deberá
convivir por lo menos durante cuatro años.
El control por la fuerza no sirve, porque la fuerza no permite controlar todo, y quien es contenido
sólo mediante ella, aprovecha siempre el primer descuido para ofrecer resistencia. Es natural, eso
hacemos todos cuando estamos sometidos a una fuerza irracional.
El gobernante no puede ser siempre absolutamente racional, porque los seres humanos no lo
somos en todo momento, pero debe esforzarse al máximo en serlo, mucho más que los
ciudadanos comunes, justamente porque tiene la responsabilidad del gobierno, que no se lo dio
una mayoría para que haga cualquier cosa, sino para que opere racionalmente y dentro de los
límites de la Constitución y lo más legítimamente posible.
Ojalá se opere el Milagro. Ojalá descienda una minúscula brizna de Pentecostés político y liberen a
Milagro, hagan cesar la vergüenza internacional en que nos colocan a todos los argentinos.
No es debilidad dar el primer paso para un acuerdo, sino, por el contrario, signo de fortaleza, de
seguridad, de racionalidad.
Ojalá venga el Milagro y a alguien se le ocurra la nada original idea de la mediación, de invitar a
una comisión mixta, que converse, negocie limpiamente, busque las soluciones al conflicto. Todo
conflicto tiene solución. Nunca esta es el aniquilamiento del otro, esa no es solución sino violencia
reproductora y, finalmente, delito de estado, por más que pueda quedar impune a veces por años.
Jujuy comparte una cultura milenaria de comunidad, integradora. Cabe esperar que el Milagro
llegue y alguien, un poquito perspicaz, caiga en la cuenta de que es un importante factor de
solución de conflictos.
http://www.pagina12.com.ar/diario/elpais/1-291606-2016-02-02.html
Los decretos de necesidad y urgencia son una facultad del Poder Ejecutivo para dictar normas con
rango de ley en determinados casos excepcionales. Sin embargo, en Argentina fueron
históricamente utilizados como un instrumento de gobierno, en la mayoría de los casos sin la
concurrencia de los requisitos constitucionales que habilitan la medida. Esta práctica avasalla la
división de poderes, debilita el rol del Legislativo y refuerza la concentración de poder en el
Ejecutivo. El cambio de gestión y la llegada de un gobierno que prometía mayor institucionalidad
presentaban una oportunidad para revertir la mala práctica histórica, pero las medidas tomadas en
el primer y segundo mes de gobierno reinciden en igual uso ilegítimo de la facultad.
Los DNU fueron incluidos en la Constitución con la reforma del 94, en el art. 99 inc 3, aunque
anteriormente ya se empleaban y fueron convalidados por la Corte en 1990 con la exigencia de
que fueran controlados posteriormente por el Congreso. El artículo constitucional sostiene que “el
Poder Ejecutivo no podrá en ningún caso bajo pena de nulidad absoluta e insanable, emitir
disposiciones de carácter legislativo” y que los DNU sólo proceden cuando “circunstancias
excepcionales hicieran imposible seguir los trámites ordinarios previstos por esta Constitución para
la sanción de las leyes”.
Existe, por lo tanto, una carga de demostrar dichas circunstancias para desvirtuar el mandato
general.
Tal como lo sostuvo la Corte en 2010, la Constitución no habilita a elegir discrecionalmente entre la
sanción de una ley o la imposición más rápida de ciertos contenidos materiales por medio de un
decreto. Esto obedece justamente al valor intrínseco que la Constitución confiere al debate
democrático en el seno parlamentario y a las decisiones que sean fruto de dicho debate. Las leyes
tienen valor no solamente por emanar del órgano facultado constitucionalmente para dictarlas –es
decir, no solamente por su fuente–, sino también por ser el resultado de una deliberación en la que
la mayor cantidad de voces e intereses presentes en nuestra comunidad deben ser escuchados y
tenidos en cuenta.
Es por ello que es preocupante que una decisión de uno solo de los poderes del Estado pueda
modificar leyes debatidas en el Congreso, como la Ley de Servicios de Comunicación Audiovisual,
o que pueda abordar temas como la Seguridad Pública, tan sensibles para la sociedad, sin que sea
debatida la mejor política pública para el caso. Más aun cuando el Congreso se encuentra en
receso y el Ejecutivo no convocó a sesiones extraordinarias, quedando estas medidas sin control
legislativo por tres meses.
Sin embargo, nuestro diseño institucional contribuye a que el Ejecutivo dicte DNU –fundados
usualmente en la necesidad de rapidez en el establecimiento de medidas o en el perjuicio derivado
de la lentitud del debate parlamentario– que alteren de forma significativa el estado de cosas
salteando de esa forma al Congreso. En Argentina –a diferencia del caso brasileño, por ejemplo–
hay un sistema de aprobación tácita: para que el DNU pierda vigencia se requiere que ambas
Cámaras lo rechacen expresamente, por mayoría absoluta y a libro cerrado (no pueden hacer
modificaciones). Además, no existe un plazo para el pronunciamiento del Congreso: la ley que los
regula sólo indica que debe haber un tratamiento inmediato.
Para modificar la estructura de incentivos que da por resultado un uso abusivo de los DNU por
parte de los poderes Ejecutivos, es necesaria una inversión de la regla que cumpla con el estándar
constitucional: DNU que no fuera aprobado expresamente por el Legislativo debería perder
vigencia. Mientras tanto, el uso de la facultad presidencial de dictar DNU debería ser
extremadamente cauto cuando se trata de la modificación o anulación de decisiones emanadas del
Legislativo, y no transformarse en un instrumento ordinario de gestión del Ejecutivo, práctica que
erosiona las bases mismas del sistema democrático y republicano.
http://www.pagina12.com.ar/diario/elpais/1-291600-2016-02-02.html
El buen golpe
Por Noé Jitrik
El inolvidable Georges Brassens compuso y cantó una canción que hay que entender en clave
humorística en la que con un tono de persona sensata, casi reflexiva pero inútilmente reflexiva,
declara que la guerra que prefiere es la del 14-18. ¿Por qué no la del 70 ni la del 39-45? Un poema
no es un tratado de modo que no tiene por qué explicar esa preferencia, por más que sea una
preferencia extravagante, o tan tonta como lo que se suele decir en el café cuando no se tiene
mucho de que hablar. En todo caso, se puede entender que la prefiere porque fue una guerra
como se debe, con todo, trincheras apestosas, gas mostaza, una buena destrucción, no como la
que llevó a cabo, por ejemplo, Napoleón, que hizo morir de frío a sus soldados. Los alemanes no
hicieron en ese sentido mal papel: despacharon con boleto de ida a unos cuantos millones de
personas, además de ocupar territorios, destruir ciudades, robar obras de arte, gasificar a unos
cuantos cientos de miles, pero eso, desde la perspectiva de quien prefiere, carece de encanto, no
hay refinamiento en esa brutalidad como la hubo en el 14-18.
Seguramente a muchos bien pensantes la declaración del cantor no les ha de haber parecido
interesante; deben haber creído y sostenido, si es que se pusieron a discutirlo, que Brassens era
un belicista de escasa entraña; cómo, pueden haberse dicho, se puede hablar de “preferir” una
guerra. La intención, si la hubo, era la contraria, o sea burlarse precisamente de los belicistas, esos
idiotas armados que creen que las cosas se arreglan a los tiros o a los cañonazos o a los campos
de concentración o a los tantos artefactos destructivos que los fabricantes del mal conciben con
constancia e imaginación.
La escucha de la canción me sugiere otra cosa, en la misma línea pero en una localización menos
espectacular puesto que por aquí, salvo la “mejor no mencionar la de Las Malvinas”, no hubo
guerras de modo que voy a contentarme con los meros golpes de estado: dejo de lado el siglo XIX,
fértil en conmociones de ese tipo y me atengo al XX. ¿Cuál prefiero? No es fácil definirlo, al menos
en la línea de pensamiento de Brassens pero como uno está más condicionado por lo inmediato
diría que prefiero el golpe del 76. Un golpe completo, no sólo con desalojo de los pálidos intentos
democráticos y ritual ocupación del poder, acompañados los militares en la triste ceremonia por el
resignado Escribano Mayor del Gobierno, sino con un programa bien meditado y certeramente
ejecutado de limpieza política, con miles de higiénicos secuestros y borramiento del mapa de
personas molestas, pequeños y grandes culpables y niños, felizmente rescatados de la tenaz ley
de la herencia por dichosas familias de sacrificados policías y militares de diversa graduación,
además de una sabia doctrina económica destinada a garantizar a los honrados especuladores y a
los no menos patrióticos propietarios de la riqueza nacional el placentero disfrute del fruto de sus
penurias.
Ni comparar con otros golpes que, a la luz del mencionado, tienen el deprimente aspecto de un
querer no acompañado del todo por el poder; me refiero al poder hacer lo que podría ser el querer.
No puedo negar que la mecánica de todos los precedentes es, salvo matices, la misma pero hay
que reconocer que por hache o por be sus orgullosos gestores, el primer día del golpe, empezaron
a hacer concesiones y a sentir el amargo gusto de la frustración; también hay que reconocer que,
por ejemplo, quienes golpearon al Estado en el 30 y tuvieron que buscar la complicidad de algunos
vacilantes civiles, reaparecieron en el 43; algunos de sus actores eran los mismos de trece años
antes, otros trajeron novedades interesantes, el fascismo y el nazismo, pero tampoco tuvieron el
atractivo que logró el del 76. Incluso el del 55, que, por razones de edad, no incluyó a actores de
los dos anteriores, terminaron por ceder y, rezongando, se retiraron de la Casa Rosada
mascullando y jurando una venganza que siete años después logró una satisfacción pero a
medias. ¿Se puede preferir semejante tibieza? ¿Y que decir del golpe del 66? Es cierto que
atacaron a la Universidad, cuna del mal, pero no la cerraron como, para lograr mi preferencia,
podían haber hecho. Golpe mediocre, si hasta cuesta recordar los nombres de quienes ocuparon el
poder y ni hablar de los ministros que nombraron que se limitaron a enajenar un poco más los
flacos bienes nacionales pero no terminaron, como todo buen golpe de estado debe procurar, de
entregarlos a los castigados capitalistas nacionales e internacionales.
Es claro que si de preferir se trata la historia de los golpes de Estado no se cierra con los
semiexitosos o frustrados intentos militares. Uno puede también considerar, aunque,
personalmente, no los prefiero porque no llegan al exterminio cuasi total del ejemplo mayor, me
refiero al del 76, los que gestan y ejecutan esos personajes denominados “civiles” en gobiernos
denominados “democráticos”. Buen ejemplo es el de Menem a quien hay que reconocerle su sana
intención de ejecutar, sin militares, lo que los militares habían procurado y en parte conseguido: si
se trataba de enajenar bienes nacionales y públicos, y eso no se había hecho del todo, el
menemismo avanzó mucho en ese sentido, nuestros buenos ricos contentos pero la semilla del mal
no había sido erradicada, o sea no se había logrado frenar o anular totalmente, como se debía
haber hecho para merecer esa preferencia, a ese sector de la población siempre negándose a
entender que un país necesita de ricos bien ricos, de pobres bien pobres, de deudas internas y
externas bien deudoras, de hombres y mujeres con convicciones morales básicas y rudimentarias.
No es que no lo intentara pero, y de ahí que no lo prefiera, no pudo resistir el embate de esas
fuerzas que, sempiternamente, han frustrado la buena tradición de los golpes de estado nacionales
reclamando el regreso a ese tipo de orden que precisamente los golpes de estado han querido
desbaratar con justa razón pues en su índole misma el llamado “ordenamiento democrático”
contenía el peligro de una distribución mayor de bienes entre una población que ignora,
obstinadamente, que en la acumulación de riqueza de los dueños del capital reside un futuro, duro,
como es necesario que sea, para ella misma.
Pero la historia no termina y no me puedo quedar con la mencionada preferencia que tiene ya
cierto tufillo melancólico: estamos asistiendo a un nuevo golpe de estado que me está gustando
porque si los militares que habían realizado esos patrióticos golpes hacían todo lo que los grupos
concentrados del poder económico exigían, ahora, y éste es un rasgo original del novedoso golpe,
se hace directamente, sin la mediación militar. Y, por añadidura, el hecho de su dinamismo y
efectividad para devolver a los perseguidos propietarios de campos de siembra habla a favor de su
lógica y su convicción, siempre necesaria para llegar a ser un buen golpe; encomiable la rapidez
con que hace funcionar el principio de los hechos consumados, desde una más que memorable
devaluación hasta el despido de varios miles de empleados públicos, sin vueltas ni
contemplaciones, nada de andar determinando cualidades o presuntos valores y la presteza en
reemplazarlos con acólitos con total prescindencia de esas blandas consideraciones de
competencia típicas de las democracias gastadas y decadentes; es de celebrar, igualmente, de
qué modo sus gestores están logrando acabar con las estridentes voces de quienes, cabezaduras,
no comprendieron lo que puede ser un gobierno de gerentes de empresas que saben, sin duda,
cómo sostener sus negocios con la ahora inteligente ayuda del gobierno.
Es realmente un buen golpe de estado el que estamos viviendo. ¡Por fin! se podría decir, después
de tantos años aguantando y conteniendo la furia, un viento de cambio que ahora, liberado de esa
tremenda represión, permitirá quitar de en medio toda esa escoria iluminista que acusaba sin
piedad a esos héroes galoneados, fogueados y endurecidos en la lucha contra la subversión y que
tachaba de monopolios a benéficas instituciones de bien público acosando a diligentes financistas
y empresarios al pretender que pagaran impuestos y devolvieran dineros enviados, en virtud de
legítimos cuidados, a lugares donde hay respeto por estas cosas. Si a esto se le añade que todo el
golpe se hace con elegancia en el vestir y con un lenguaje despojado de floripondios filosóficos,
aun cuando hay que echar, directamente, sin pensarlo dos veces, de sus puestos de trabajo a
varios miles de oleaginosos para poner en su lugar a la suave crema de dignas personas que con
sus cacerolas ayudaron eficazmente a la comisión de este oportuno golpe, respondiendo con la
lógica vehemencia de quien manda a esos cuestionamientos que todavía subsisten, podré afirmar
que éste es mi golpe preferido, sin ninguna duda: lo que soñaron esos precursores sacrificados del
30, el 43, el 55, el 62, el 66, el 76 y el 89 y no pudieron realizar del todo, es ahora una vibrante
realidad. Mucho de qué enorgullecerse, mucha alegría reinará en las casas de todos los que
queden.
Aquí una explicasion que sirve para ir contra la violencia: la guerra es entre el estado y los que
piensan desmantelarlo, entre aquellos que piensan en lo publico y aquellos que piensan en
términos privados, aquellos que usan el estado (desmantelado) como una empresa y beneficio de
empresas y aquellos que trabajan por el pueblo ampliando su cuerpo. De un lado, la ley, del otro,
la ilegalidad cubierta de buenas formas. De aquí que el Estado (y sus leyes) sea intocable y toda
respuesta deba ser, tanto por convicción como por estrategia, la no-violencia. Lo cierto es que
esto enceguece la única rebelión popular que ha sido limite para las injusticias del Estado: el 19 y
20 de 2001.
http://www.pagina12.com.ar/diario/contratapa/13-291526-2016-02-01.html
CONTRATAPA › ARTE DE ULTIMAR
Somos muchos los que adherimos absolutamente a los dichos, hechos y escritos últimos de Raúl
Zaffaroni. Que no son más que la continuidad de sus dichos, hechos y escritos anteriores,
coherentemente. No los vamos a repetir acá, sería una pobre versión.
Por eso, tratemos de no ser ni obvios ni redundantes: sabemos que una vez más se contraponen –
en blanco sobre negro– dos modelos de país y dos formas de entender la sociedad; sabemos y
experimentamos día a día la brutalidad de lo que está haciendo la derecha liberal (sólo en lo
económico) en el poder; sabemos y advertimos ya en su momento respecto de los errores del
sectarismo y la soberbia durante la gestión del gobierno transformador al que adherimos y
reivindicamos (esto es nuestro); y finalmente sabemos –o creemos saber– algo de lo que se viene.
Lo que se viene –que ya está latente en los métodos despiadados del ajuste– es la (inevitable)
provocación. La incitación tácita o explícita a la reacción violenta. El pretexto de esa reacción para
naturalizar la violencia, la cínica justificación para la venganza asesina.
Y –ojito con esto– la provocación puede tomar muchas formas: directas, como el uso excesivo de
la fuerza represiva, buscando el límite de tolerancia pasiva; o solapadas, como la generación de
situaciones que motiven y “justifiquen” la represión violenta. Y eso puede venir de cualquier lado. Y
cuando decimos cualquier lado quiere decir exactamente eso, que el sujeto provocador suele ser
inidentificable o equívocamente identificado. Y eso es muy difícil, para no decir imposible, de parar.
Cuando llegan los muertos y los impunes comienzan a tirarse cadáveres, habremos empezado a
tocar fondo como sociedad. Y no nos merecemos –con todas nuestras miserias y flaquezas– eso.
Por eso, desde el campo de la resistencia actual al autoritarismo de la derecha, nos corresponde
tener claro que hay actitudes de supuesta y sospechosa protesta –la seducción de la acción
directa, el vandalismo, el anonimato ultra– que sólo benefician a la continuidad y profundización de
las políticas represivas. Al apocalíptico “cuanto peor, mejor” ya lo conocemos por sus frutos
tenebrosos. Y no son los provocadores los que lo sufren. Y ahí sí que tenemos (como país, como
comunidad) todo pero todo que perder. O seguir perdiendo.
Porque esta vez –inéditamente en democracia– el perverso Poder real tiene el Gobierno, los
Medios y todos los permisos del Imperio y de la Banca internacional para hacer lo que quiera. Y no
cabe duda de que es capaz de hacer cualquier cosa. Cualquier cosa, como siempre y sin límites.
Ante estas circunstancias, no cabe mirar –sectaria y rencorosamente– para atrás por lo perdido
cómo y por qué, sino para adelante. Sobre todo, cabe ser conscientes de que somos parte de una
mayoría objetiva –más de medio país– que se opone a estas políticas y métodos antipopulares. Y
que sólo sirve y vale juntarse –más allá de la claudicación largamente anunciada de gran parte de
las conducciones obreras que sólo conducen al abismo, y de la mayoría de los políticos (de ambas
fuerzas mayoritarias) que siguen mirando para otro lado ante estos atropellos– y organizarse y
responder con firmeza y coherencia ante cada avance. Y confiar más en los hechos que en las
palabras.
Si antes del último ballottage de diciembre la tarea fue persuadir al electorado de cuál era la opción
en juego y cuáles las consecuencias para el país del triunfo de uno u otro (con todas las
salvedades que se quiera ponerle a la cuestión) hoy, con la evidencia de los hechos, la tarea es –
sin enfatizar el dramatismo– la misma: persuadir, juntarse, convencer y sumar desde la buena
leche sin sectarismos ni anteojeras. Pareciera que la unidad por abajo es más factible que los
acuerdos por arriba, que acaso vayan en un sentido diferente. Habrá que ver.
Y volviendo: firmeza y convicciones, pero alerta ante la provocación, porque eso es lo que –
lamentablemente– creemos / tememos que se viene. Estamos en democracia y aunque la derecha
en el gobierno no la cuide, nos cabe ser sus verdaderos sostenedores. Estas groserías autoritarias
tendrán en su momento que tratar de conseguir el respaldo de las urnas. Y perderán. No dejemos
que ahora nos embarren (más aún) la cancha. Ni presos ni tiros ni muertos ni helicóptero.
La mayoría no quiere / queremos eso. Queremos paz con justicia en democracia. No es mucho,
pero pareciera demasiado, intolerable para los provocadores. Guarda.