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Sección 11

ÜEL ARTE DE PERSUADIR

El arte de persuadir está en relación necesaria con el mod


con que los hombres consienten a lo que les proponemos y:
la condición de las cosas que deseamos hacerles creer.
Nadie ignora que las dos puertas por las que el alma recibe
los conocimientos y que a la vez constituyen sus principales
potencias, son la inteligencia y la voluntad. La más natural es
la de la inteligencia, pues sólo se deben aceptar las verdades
demostradas, pero la más corriente, aunque contraria a la na-
turaleza, es la de la voluntad, puesto que la mayoría de hom-
bres no llegan a creer por las pruebas sino por el agrado.
Esta puerta es baja, indigna y ajena a nosotros mismos,
aparte de que todos la repudian. Todos afirman no creer ni
tampoco amar más que aquello que lo merece.
No me refiero a las verdade~ divinas, de las que me guar-
daré mucho de tratar en el arte de persuadir, pues están muy
por encima de la naturaleza, sólo Dios es capaz de imbuirlas
en el alma y por el medio que le place.
Sé que ha preferido que entren en la inteligencia a través
del corazón, y no en el corazón por la inteligencia, para humi-
llar a esa soberbia potencia del razonamiento, que pretende
ser juez de cuanto elige la voluntad, y también para curar a esa
voluntad enferma y corrompida por sus bajos intereses. De
ahí viene que, al hablar de cosas humanas, se diga que hay que
conocerlas antes de amarlas, lo que pasa por un proverbio,
cuando, por el contrario, los santos afirman, al hablar de cosas
. ·
d1v1nas, que es preciso amarlas para conocerlas, y que no ,
se
llegaª la verdad más que a través de la caridad, dándonos as•
una de sus más útiles sentencias.
Con lo que se diría que Dios ha establecido este orden
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sobrenatural, contrario al orden que debería resultarles na-
tural a los hombres en las cosas naturales. Sin embargo, los
hombres han corrompido ese orden al dedicarse a cosas profa-
nas cuando debieran hacer cosas santas, pues en realidad no
creemos más que en aquello que nos gusta. De ahí, lo lejos
que estamos de aceptar las verdades de la religión cristiana,
tan opuestas a nuestros placeres. «Háblanos de cosas gratas y
te escucharemos», le decían los judíos a Moisés, como si sólo
lo agradable debiese regir nuestras creencias. Y es para castigar
ese desorden con otro orden que a Él le satisface, que Dios no
derrama sus luces en las inteligencias más que después de ha-
ber domado la rebelión de la voluntad por medio de una dul-
zura celestial que la encanta y la arrastra.
Sólo me refiero a las verdades a nuestro alcance y es con
respecto a ellas que digo que la inteligencia y el corazón son
como las puertas por las cuales llegan al alma, pero que muy
pocas llegan a través de la inteligencia, por introducirse en
masa, a causa de temerarios caprichos de la voluntad, sin el
consejo del razonamiento.
Esas potencias tienen cada una sus principios y, asimismo,
el origen motor de sus acciones.
Lo de la inteligencia son verdades naturales y generalmen-
te conocidas, como que un todo es mayor que una parte, así
como varios axiomas particulares que unos reciben, aunque
no otros, pero que una vez admitidos son tan capaces de con-
vencer aun siendo falsos, como los más ciertos.
Los de la voluntad son determinados deseos naturales y
comunes a todos los hombres, como el de ser feliz, que a nadie
le falta, así como otros objetivos particulares que cada uno
persigue y que, con la ventaja de agradarnos tienen tanta fuer-
za, por muy perniciosos que resulten, para atraer nuestra vo-
luntad como si efectivamente hicieran nuestra dicha.
. Esto con respecto a las potencias que nos impu~san a de-
Jarnos convencer.

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En cuanto a la calidad de las
. cosas de las que pretendemos
persuadir, son muy diversas. . .
Unas se sacan, por una necesana consecuencia, de princi.
pios conocidos y de verdades también ~~nocid~. De éstas, es
fácil persuadir, pues, al mostrar la relac1on que tienen con los
principios aceptados, resulta la inevitabJe necesidad de con-
vencerse.
Y es casi imposible que el alma no las reciba desde el mo-
mento que pueden relacionarse con las verdades más admiti-
das.
Hay algunas que tienen una relación estrecha con los ob-
jetos de nuestra satisfacción y también éstas se reciben con
certeza, pues en cuanto se indica a un alma que algo puede
conducirla a lo que ama por encima de todo, es igualmente
inevitable que lo acepte con júbilo.
Todas las cosas que tienen esta relación entre sí y con las
verdades admitidas, as{ como con los deseos del corazón, son
de un resultado tan previsible y seguro, como el que más en la
naturaleza.
Por el contrario, cuanto no tenga relación con nuestras
creencias, o nuestros placeres, nos resulta inoportuno, falso y
extraño por completo.
En estas cuestiones, no existe duda posible; sin embargo,
la hay en otras cosas que deseamos hacer creer, que están asi-
. mismo basadas en verdades conocidas, pero que, a la vez, re-
sultan contrarias a los placeres que más nos atraen. Y con esas
nos exponemos a ver, según experiencias bastante frecuentes,
lo que al principio decía: que ese alma imperiosa, que se ufa-
naba de reaccionar tan sólo por la razón, ofrece a causa de una
elección vergonzosa y temeraria, impulsada por su corrompi-
da voluntad, una resistencia tan fuerte, como pueda oponer
una inteligencia despierta. •
Es entonces cuando se establece un dudoso equilibrio en-
tre la verdad y la voluptuosidad, y que el conocimiento de
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uno y el sentimiento de lo otro establecen un combate de re-
sultado imprevisible puesto que, para poderlo calcular, sería
preciso conocer cuanto ocurre en el interior del hombre, cosa
que el propio interesado casi siempre ignora.
Por esto se comprende que, sea lo que sea de lo que pre-
tendemos persuadir, es necesario tener en cuenta a nuestro
interlocutor, del que es preciso conocer la inteligencia y el co-
razón, qué principios acepta, y qué es lo que le atrae, para
luego calcular, según el asunto de que tratemos, qué relación
tiene con esos principios que él acepta, o con las cosas más
delicadas, según sea el atractivo con el que sepamos presen-
tarlo.
De modo que el arte de persuadir consiste tanto en el de
agradar como en el de convencer, ya que los hombres se go-
biernan más por el capricho que por la razón.
Pero de esos dos métodos, uno para convencer, otro para
agradar, no daré aquí más que las reglas del primero y aún en
el caso en que se haya coincidido en los principios y que nos
mantengamos firmes en mantenerlos. Acerca del otro, ignoro
si es que hay un arte que acomode las pruebas a la inconstan-
cia de nuestros caprichos.
Sin embargo, la manera de agradar carece de comparación
y resulta mucho más difícil, más sutil, más provechosa y ad-
mirable y si de ella no trato es porque no me siento capaz. La
veo, incluso tan desproporcionada que considero absolutamen-
te imposible intentarlo.
No es que crea que no haya reglas tan seguras para halagar
como para demostrar y que quien las conoce bien y sepa prac-
ticarlas no consiga hacerse amar de los reyes y de todo el mu~­
do, con tanta seguridad como quien enseña los elementos de
geometría del que tiene suficiente imaginación para compren-
der las hipótesis.
Pero estimo, y puede que sea mi debilidad la que así me
hace creerlo, que es imposible conocerlas. Por lo menos, sé

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que si bien hay quienes son capaces de practicarlo, ninguno
tiene acerca de esto ideas claras, ni luces suficientes.
La razón de esa extrema dificultad proviene de que los
principios del placer no son firmes ni estables. Son distintos
en cada hombre y variables en cada ocasión, con tal diversi-
dad, que no hay nadie tan distinto de otra persona como de sí
mismo en diversos momentos. Un hombre tiene aficiones di-
ferentes a las de una mujer, un rico a las de un pobre; tanto los
príncipes, como los soldados, los mercaderes, los burgueses,
los labradores, los viejos, los jóvenes, los santos, o los enfer-
mos, todos varían. Los menores incidentes les cambian.
Sin embargo, existe un arte, que es el que expongo, para
demostrar que es cierta la relación de las verdades con sus prin-
cipios, siempre que quienes en una ocasión las aceptaron, se
man tengan firmes, sin desmentirse jamás.
Pero como hay pocos principios de esa clase, así como,
fuera de la geometría, que sólo acepta líneas muy simples,
apenas hay verdades con las que siempre estemos de acuerdo,
y aún menos objetos de placer acerca de los cuales no cambie-
mos a cada hora, ignoro si existen reglas fijas para acomodar
nuestro discurso a la inconstancia de nuestros caprichos.
Este arte, que yo llamo el arte de persuadir, y que no con-
siste más que en el trazado de pruebas metódicamente perfec-
tas, se compone de tres partes esenciales: aclarar los términos
de los que vamos a servirnos por medio de definiciones preci-
sas, proponer principios o axiomas evidentes para demostrar
el tema tratado, y sustituir mentalmente a lo largo de la de-
mostración de los definidos por las definiciones.
Y la razón de ese método resulta evidente, puesto que sería
inútil proponer e intentar demostración alguna si antes no
hubiésemos definido con claridad los términos que no son
inteligibles, así como que la demostración vaya prec.edida de
una demanda de principios evidentes, muy necesanos, pues
sin asegurarse los cimientos no se puede asegurar el edificio y,

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por último, es preciso al desarrollar el discurso sustituir men-
talmente los definidos por las definiciones, pues de otro modo
podríamos abusar de los distintos sentidos que damos al mis-
mo término. Es fácil ver que, observando este método, tene-
mos la seguridad de convencer, pues si los términos se com-
prenden, por medio de las definiciones, sin posibilidad de
equívocos, principios convenidos y si en la demostración sus-
tituimos mentalmente los definidos por las definiciones, la
fuerza invencible de las consecuencias no puede dejar de cau-
sar efecto.
Jamás una demostración en la que se observan cales reglas
ha quedado en la duda y jamás aquella en que no se han ob-
servado ha dejado de parecernos forzada.
Es, en consecuencia, muy importante comprenderlas y do-
minarlas, para facilitar lo cual voy a exponerlas en unas cuan-
tas reglas que reúnen cuanto es necesario para la perfección de
las definiciones, de los axiomas y de las demostraciones y, en
conjunto, de todo el método geométrico del arte de persuadir.

Reglas para las definiciones.

1. No intentar nunca definir ninguna de las cosas tan


comprensibles en sí mismas que no existen términos más da-
ros para explicarlas.
2. No admitir un solo término un poco oscuro o equívo-
co, sin antes definirlo.
3. No emplear en la definición de los términos más que
palabras muy conocidas o previamente aclaradas.

Reglas para los axiomas.

1. No dar por admitido ninguno de los principios necesa-


rios sin comprobar antes que los aceptan, por muy evidentes
que puedan parecernos.
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2 . No incluir en los axiomas m ás que cosas evidentes por
, .
s1 mismas.

Reglas para las demostraciones.

1. No intentar demostrar nada que resulte tan evidente


por sí mismo que no encontremos otra cosa más clara para
probarlo.
2 . Probar todas las proposiciones algo oscuras, empleando
tan sólo axiomas muy evidentes u otras proposiciones de ante-
mano convenidas o demostradas.
3. Sustituir siempre mentalmente las definiciones en el
lugar de los definidos, para no caer en el equívoco de los tér-
minos que las definiciones han limitado.

Éstas son las ocho reglas que contienen todos los precep-
tos de las pruebas sólidas e inmutables. Tres de ellas no son
absolutamente necesarias y pueden ignorarse sin consecuen-
cias, incluso resulta difícil y casi imposible observarlas siem-
pre con toda exactitud, aunque indudablemente sea mejor
hacerlo. Cada una pertenece a un apartado distinto:

Para las definiciones: No definir ninguno de los términos


que sean perfectamente conocidos.
Para los axiomas: No admitir, sin antes consultarlo, nin-
gún axioma por evidente y simple que resulte.
Para las demostraciones: No demostrar ninguna cosa com-
prensible por sí misma. .

Pues no hay duda de que no se trata de una falta definir y


explicar claramente las cosas, por muy claras que parezcan, ni
tampoco preguntar si se admiten axiomas que no pueden
refutarse en el momento oportuno, ni, en fin, probar proposi-
ciones que se admitirían sin prueba alguna.

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Pero las otras cinco reglas son de una necesidad absoluta,
y no pueden ignorarse sin graves consecuencias y, frecuente-
mente, sin error, motivo de que aquí las examinemos de un
modo especial.

Reglas necesarias para las definiciones: No admitir los tér-


minos un poco oscuros o equívocos sin definirlos.
No emplear en las definiciones más que términos perfec-
tamente conocidos o ya explicados.
Reglas necesarias para los axiomas: No admitir como axio-
ma más que cosas perfectamente evidentes.
Reglas necesarias para las demostraciones-. Probar todas las
proposiciones, empleando tan sólo axiomas evidentes o pro-
posiciones ya aceptadas.
No abusar nunca del equívoco de los términos, olvidando
sustituir mentalmente las definiciones que las restringen o las
explican.

Éstas son las cinco reglas que enseñan todo lo necesario


para que las pruebas result~n convincentes, inmutables y, para
decirlo de una vez, geométricas. Las ocho reglas juntas las ha-
cen aún más perfe~tas.
Paso ahora al orden en el que deben disponerse las propo-
. . . , .
s1c1ones, para que sean consecuentes y geometncas.
En eso consiste el arte de persuadir, que se encierra en las
siguientes reglas: Definir los nombres que se imponen, pro- .
bario todo, sustituir los definidos por las definiciones.
Me parece oportuno probar tres objeciones principales que
pueden hacerme. Una, que este método no es nuevo.
La otra, que es muy sencillo de aprender, sin que sea pre-
ciso para ello estudiar elementos de geometría, ya que se basa
en las dos palabras que nos enseñan con la primera lectura.
Por último, que resulta bastante inútil pues su uso se refie-
, . . ' .
re un1camente a materias geometncas.

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Acerca de todo lo cual es preciso exponer que nada hay
tan desconocido, nada tan difícil de llevar a la práctica y nada
más útil ni universal.
Con respecto a la primera objeción, de que estas reglas
son comunes, puesto que todo debe definirse y demostrarse,
hasta el punto de que los propios lógicos las han incluido en-
tre las reglas de su ciencia, quisiera que así fuese y que resulten
tan conocidas que me hubieran evitado muchas reflexiones
acerca del origen de los errores habituales del razonamiento.
Por el contrario, son tan desconocidas que, exceptuando a los
geómetras, siempre pocos en cualquier lugar y en cualquier
época, nadie las emplea. Será sencillo que así lo entiendan
quienes ya han comprendido con lo poco que llevo dicho,
pero si no lo han asimilado a la perfección, reconozco que
nada van a aprender.
Aquellos que hayan entrado en el espíritu de estas reglas y
les han causado la suficiente tmpresión para echar raíces y afir-
marse, advertirán cuánta diferencia hay entre lo que aquí he
dicho y lo que algunos lógicos han escrito al tratar este tema
en alguna de sus obras.
Aquellos que tienen espíritu de discernimiento saben cuán-
ta diferencia hay entre dos palabras similares según el lugar y
la circunstancia en que se empleen. ¿Es que vamos a creer que
dos personas, que han leído y aprendido de memoria el mis-
mo libro, lo saben por un igual, si uno de ellos lo comprende
de modo que sabe sus principios, la fuerza de las consecuen-
cias, las respuestas a las objeciones que pueden hacerse, y toda
la estructura de la obra, mientras que para el otro son tan sólo
palabras muertas y semillas que si bien iguales a las que pro-
ducen árboles tan fértiles, han quedado secas e infructuosas en
el estéril espíritu que en vano las recibe?
Todos los que dicen las mismas cosas, no las poseen del
mismo modo y es por este motivo que el incomparable autor
de El Arte de Conferir insiste tanto en explicarnos que no

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debemos juzgar la capacidad de un hombre por la excelencia
de una p:labra ~ue le hayamos oído; más que admirarnos por
un mag~t~co d1sc.u rso,. penetremos en el espíritu que lo inspi-
ra; avenguemos s1 le viene de la memoria o de un azar feliz;
rec!bámoslo con frialdad e incluso con desdén, para ver si se
resiente de que no concedamos a cuanto dice la estima que
cree merecer; con frecuencia veremos qué fácilmente se le hará
desdecirse y que le alejaremos mucho de un pensamiento ele-
vado 1 ·Le no comparte, para hacerle descender a otro más bajo
e incluso ridículo. Es preciso, por tanto, sondear hasta qué
punto tal pensamiento se alberga en su autor, cómo, por dón-
de y hasta dónde lo domina. De otro modo, el juicio siempre
, .
sera temerano.
Quisiera preguntar a personas ecuánimes si este principio:
«La materia se encuentra en una incapacidad natural para pen-
sar>> y este otro: «Pienso, luego existo», eran, efectivamente,
una misma cosa en el ánimo de Descartes y en el de San
Agustín, que dijo algo similar doscientos años antes.
Ciertamente que estoy muy lejos de afirmar que Descartes
no sea un verdadero autor, pero no podía haberlo aprendido
más que leyendo a aquel gran santo; sé muy bien cuánta dife-
rencia hay entre escribir una palabra a la aventura, sin mayor
reflexión, y percibir en esta misma palabra coda una serie de
admirables consecuencias, que demuestran la diferencia entre
las naturalezas materiales y las espirituales o establecer un prin-
·cipio cerrado y sostenido de una física total, como ha pre-
tendido Descartes. Pues, sin detenerme a examinar si efectivamen-
te ha conseguido su propósito, presupongo que :15í. es y en esa
suposición afirmo que tal palabra resulta tan d1sttnta en su.s
escritos que en los de otros, que la dicen de pasada, igual que
un hombre muerto de un hombre lleno de vida y de vigor.
Uno dirá de propia iniciativa algo, ~i~ llegar a c?mpren-
der su importancia, mientras otro ~erc1buá u~a sene de ad-
mirables consecuencias que nos obligan a decir que no es la
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misma palabra y que no la debe a aquel de quien la ha apren-
dido, igual que un árbol magnífico no pertenece a quien lanzó
la simiente, sin pensarlo y sin conocerla, en una tierra que ha
sabido aprovecharla a causa de su propia fertilidad.
Las mismas ideas, en ocasiones, impulsan a los demás en
un sentido opuesto al que pretende el autor; estériles en su
campo natural y ubérrimas al trasplantarse.
Pero con frecuencia ocurre que un espíritu selecto extrae
de sus propias ideas todo el fruto que contienen, y que otros,
seguidamente, conociéndolas, se las apropian y se sirven de
ellas, sin advertir su calidad, que es cuando resaltan más las
diferencias entre una misma palabra, en distinta boca.
Es de este modo que la lógica ha pretendido apropiarse de
las ~eglas de la geometría, sin llegar a comprender su fuerza: y
de este modo, distribuyéndolas a la aventura entre las que les
son propias, no se advierte que hayan entrado en el espíritu de
la geometría. Estoy muy lejos, a menos de que den otras prue-
bas que sus simples afirmaciones, de ponerlos a la misma altu-
ra que esa ciencia que enseña el verdadero método de llegar a
la razón.
Por el contrario, me siento muy dispuesto a excluirles, sin
remisión. Pues al decirlo de pasada, sin advertir que todo se
encuentra allí englobado, y en vez de seguir sus luces, perderse
en análisis inútiles, dedicándose a lo que éstas ofrecen y no
pueden dar, es indudablemente, reconocer su poca perspica-
cia, con mayor claridad que hubieran dejado de seguirlas por
no haberlas advertido.
Hallar un sistema para no equivocarse es un afán de todo
el mundo. Los lógicos aseguran conducirnos a él, pero sólo los
geómetras lo alcanzan y fuera de su ciencia y de cuantas la
imitan, no hay auténticas demostraciones. Y todo su arte se
encierra en los preceptos que hemos señalado: bastan ellos so-
los, ellos solos demuestran; todas las demás reglas son inútiles
.
o nocivas.
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Esto es lo que yo sé, después de una larga experiencia con
toda clase de libros y de personas.
Y basándome en todo esto, hago el mismo juicio acerca de
quienes dicen que los geómetras no les dan nada nuevo con
esas reglas, que ya conocían aunque confundidas con muchas
otras falsas, de las cuales no saben distinguirlas, que de aque-
llos que, poseyendo un diamante de gran valor entre un buen
número de falsos, de los que no saben distinguirlos, se enor-
gullecen conservándolos todos juntos, de tener el verdadero,
mientras que otro pone enseguida la mano sobre la piedra quE
se buscaba y por la cual no rechazaban todas las demás.
El defecto de un razonamiento falso es una enfermedad
que se cura con estos dos remedios. Se compone otro con una
infinidad de hierbas inútiles, entre las que se incluyen las ver-
daderas, de modo que pierdan su efecto, por las malas cuali-
dades de la mezcla.
Para descubrir todos los sofismas y todos los equívocos de
los razonamientos falsos, han inventado nombres bárbaros que
sorprenden a quienes los oyen y, así como no se puede desha-
cer un nudo más que tirando del extremo señalado por los
geómetras, han indicado una serie, entre los que aquél se en-
cuentra, sin que sepan decidir cuál es el bueno.
Y así, al mostrarnos varios caminos distintos que afirman
conducirnos a donde pretendemos, cuando no hay más que
dos que nos lleven, es preciso saber señalarlos; pretenden que
la geometría que los señala exactamente sólo da lo que ya te-
níamos de los otros, puesto que, en efecto, ofrece lo mismo y
en mayor can ti dad, sin advertir que ese regalo pierde precio a
causa de su abundancia.
Nada hay más vulgar que las cosas buenas; sólo es cuestión
de saberlas identificar y es muy cierto que son naturales, están
a nuestro alcance y todos las conocen. Pero no sabemos distin-
guirlas. Esto es universal. No es en las cosas excepcionales y
extraordinarias donde se encuentra la excelencia de la clase

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que sea. Nos elevamos para llegar y así nos vamos alejando.
Con frecuencia, es preciso descender. Los mejores libros son
aquellos que quienes los leen creen que hubiesen podido es-
cribirlos. La naturaleza, que es lo único bueno, resulta más
que familiar y corriente.
Por tanto, no pongo en duda que estas reglas, al ser las
auténticas, resulten simples, sencillas y naturales, como en efec-
to son. No es lo barbara et baralipton lo que construye Jos
razonamientos. No es preciso hinchar la inteligencia. Las for-
mas tensas y forzadas la llenan de una tonta presunción, de
una innecesaria altitud, y de un vano ensalzamiento, en vez
de proporcionarle alimentos sólidos y vigorosos.
Y una de las principales razones que alejan a quienes en-
tran en el conocimiento del verdadero camino que debe se-
guirse, es la imaginación que nos hace creer que las cosas bue-
nas son inaccesibles, dándoles los nombres de grandes, altas,
elevadas, sublimes. Así se pierde todo. Desearía llamarlas ba-
jas, comunes, familiares: esos otros calificativos les convienen
poco. Odio todas las palabras altisonantes.

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