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ESTAS GUAGUAS ESTÁN MUY SOLAS

Cada año decenas de niños recién nacidos son abandonados en los hospitales del país.
Tras el parto, nadie los reclama. Solas, las guaguas permanecen en el hospital por meses
mientras los tribunales deciden su suerte. Sin un adulto significativo que les entregue
afecto y contención, quedan privadas de desarrollar un vínculo temprano, lo que tiene
un impacto irreversible en su salud síquica futura. Un sicoanalista de niños en el
Hospital San José ha decidido liberarlas de la angustia y entregarles un comienzo más
estable y amoroso. Pero necesita voluntarios.
15 de julio de 2014. De las 14 guaguas que están en las cunas de metal de la Unidad de
Cuidados Mínimos del Hospital San José, hay una que lleva más tiempo en esa sala de
paredes rosadas. Está en perfectas condiciones de salud, pero no es posible darla de alta.
Se llama Diego (nombre que fue cambiado para resguardar la identidad del menor),
tiene 24 días y fue abandonado tras el parto.
Diego nació el 22 de junio a las 10:02 de la mañana. Pesó 3.055 gramos y midió 50
centímetros. Su madre no quiso amamantarlo. Tampoco lo vistió. Fueron las matronas
las que le pusieron un pilucho donado. Dos días después del parto su madre accedió a
visitarlo. Se sentó al lado de la cuna. Lo miró de reojo. Pero no lo tomó en brazos.
Apenas la mujer recibió el alta médica, se fue del hospital. Sin Diego.
Karina Martínez, la asistente social de Chile Crece Contigo –el programa estatal que
entrega apoyo a los padres en riesgo social dentro del Servicio de Neonatología–
cumplió con el protocolo. Esperó tres días que la madre volviera. Como no apareció,
salió a buscarla. Preguntó por ella en el consultorio, pero la mujer no se había
controlado jamás ese embarazo y no había señal de su paradero. Tampoco estaba en el
domicilio que inscribió en su ficha médica. La madre de la mujer –es decir, la abuela de
Diego– fue quien abrió la puerta y le explicó que su hija no vivía allí hacía cuatro años y
que con los dos nietos que ya le cuidaba, estaba sobrepasada. No podía hacerse cargo de
uno más.
Cuando Diego cumplió una semana, la asistente social consignó su abandono ante un
tribunal de familia. La magistrada emitió una medida de protección para el niño y
analizó antecedentes de la biografía de la madre: causas por robo, consumo y tráfico de
drogas y varios hijos de padres distintos, uno de ellos dado en adopción en 2010.
Al cabo de un mes, Diego sigue en el hospital esperando que el tribunal decida su
suerte: si entregarlo a su familia de origen o declararlo susceptible de adopción. No
tiene plazo para fallar. Las enfermeras calculan que podría tardar tres meses, lo más que
ha demorado en otros casos similares. Pero podría ser más.
Diego está en su cuna arropado hasta la nariz, mirando el techo. Cada tres horas le dan
la leche en mamadera y lo mudan. Una vez al día le toman la temperatura y le humectan
los pliegues del cuerpo con algodones remojados en agua tibia. Pero mientras las otras
13 guaguas de la sala se quedan dormidas en brazos de sus madres, a Diego nadie lo
besa, ni le canta, ni lo abraza.
–Este es un caso para el doctor Jaar. Tenemos que llamarlo inmediatamente–, dice con
firmeza la pediatra jefa del programa Chile Crece Contigo, Giovanna Loguercio, al

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conocer la historia de Diego y constatar que, pese a todos los expertos cuidados de
puericultura, Diego está solo, inmensamente solo, en esa sala de paredes rosadas.
Durante meses el doctor Jaar acompañó a una guagua abandonada en el hospital,
Javiera, para darle cariño y contención. Cuando la niña fue derivada a una fundación, le
cerraron las puertas. El doctor sufrió, se deprimió y tuvo un espasmo de columna que lo
dejó inmovilizado. “Si yo estoy sintiendo esto, qué estará sintiendo Javiera”, se
preguntó. Por eso, ahora está generando un modelo con familias de acogida, donde el
vínculo no termine abruptamente. En la foto, posa con otro bebé del establecimiento.
UN DOCTOR EN ACCIÓN
Eduardo Jaar (56) es un siquiatra y sicoanalista especialista en la siquis infantil,
fundador de un centro de estudios de la temprana infancia (Ceti), que asesora
gratuitamente al Hospital San José desde hace una década. Los últimos 14 años ha
hecho un trabajo de observación directa de guaguas y está convencido de que la
contención emocional de los padres, a partir del nacimiento y en los primeros seis meses
de vida, es determinante en el desarrollo cerebral del niño, por ser este el período en que
las personas comienzan a sentar las bases de su identidad.
Según el médico, la soledad que experimenta una guagua abandonada, a la que nadie
toca ni arrulla en sus primeros meses de vida, tendría un impacto muy severo en su
desarrollo síquico futuro: desde gatillar una depresión o un trastorno de personalidad
hasta cuadros de autismo o comportamientos delictuales.
Hace cuatro años, Jaar vivió una experiencia que lo marcó. Observaba durante una hora
a los bebés prematuros de la Unidad de Neonatología del Hospital San José; se paseaba
de un lado a otro en silencio y alerta a cada detalle de esos niños, fijándose si los padres
manipulaban o no a la guagua, si le hablaban o dejaban de hacerlo, si desviaban su
atención, y qué sentimientos circulaban en lo que llama “la triada”: padre, madre, hijo.
Cuando terminaba una de esas jornadas, escuchó llorar a una guagua. Se acercó y vio
que estaba sola en la cuna. Preguntó a las matronas dónde estaban los padres. Y se
sorprendió con la respuesta. “No hay padres, la abandonaron”.
Jaar se quedó sin habla. Para él, que había estudiado los daños severos que se producen
en la siquis de un niño cuando está privado del vínculo con una figura adulta estable y
permanente en el tiempo, el profundo aislamiento de ese bebé le atravesó la piel y se le
incrustó en los huesos.
“La soledad que experimenta una guagua abandonada, a la que nadie toca ni arrulla en
sus primeros meses de vida, tiene un impacto muy severo en su desarrollo síquico
futuro: desde sufrir una depresión o un trastorno de personalidad hasta cuadros de
autismo y comportamientos delictuales”, dice el doctor Eduardo Jaar.
Devastado, se dirigió donde la pediatra Giovanna Loguercio para preguntarle cuántas
guaguas al año eran abandonadas al nacer en esa maternidad. Ella contestó que en 2013
habían sido 9 y en 2012, 21. Una cifra que nadie podría considerar mínima, aunque la
nublen las estadísticas en un establecimiento que atiende casi 8 mil partos al año.
También le explicó que el hospital no contaba con ningún protocolo de atención
especial para esos casos, salvo la rutina de cuidados de las necesidades fisiológicas de

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las guaguas. El personal del hospital estaba acostumbrado a la situación. Jaar vio una
catástrofe.
“Lo que me encontré fue un concepto que creía caduco pero que el siquiatra René Spitz
inscribió en la literatura médica en 1946 como ‘hospitalismo’: un conjunto de
alteraciones físicas y síquicas que padecen los niños a consecuencia de una prolongada
hospitalización o institucionalización”, dice Jaar.
Para el sicoanalista el abandono de un lactante en un hospital es particularmente
dramático pues el bebé pierde abruptamente contacto con los elementos que le eran
conocidos: de estar absolutamente unido a su madre durante el embarazo y reconocer su
tono de voz y sus ritmos cardíacos, pasa a un ambiente ajeno y extraño donde es
manipulado por una diversidad de personas que, si bien toman contacto con él, de
ninguna manera reemplazan la presencia de un adulto comprometido.
“Los niños institucionalizados a tan corta edad sufren un doble traumatismo síquico: el
abandono temprano de sus padres y la ausencia de una presencia única que les brinde
sostén a sus angustias primitivas; lo que es esencial para el desarrollo de su mente. A
pesar de que reciben los cuidados médicos, suelen evolucionar con un cuadro de retraso
que compromete, a lo menos, el desarrollo sicomotor y el crecimiento pondoestatural
(relacionado con la talla y los huesos). El vacío se expresa en un cuadro de Carencia
Afectiva Crónica (cuadro de ansiedad acompañado del sentimiento de sentirse
desamparado), que se deja ver durante la estadía en el hospital, y luego en la casa de
acogida de menores”, explica Jaar.
Los efectos del hospitalismo, según el especialista, se expresan desde los primeros
meses de vida: “sufren indiferencia al contacto afectivo con sus cuidadores,
somnolencia, ensimismamiento, escasez de sonrisas y de vocalizaciones, desvío de la
mirada, malestar al contacto corporal; después, aparecen daños como retardo en la
motricidad y en el lenguaje; apatía, o, al contrario, irritabilidad y conductas impulsivas”.
Luego, a estas manifestaciones se suman “la depresión del lactante, infecciones que se
repiten, conductas alimentarias aberrantes como la anorexia, vómitos sicógenos;
problemas severos del sueño”.
Todo esto ya es suficientemente dramático, pero lo que a Jaar le desespera es que para
cuando los profesionales responsables hayan podido avanzar en el estudio de la familia
de origen del niño y el juez de menores haya podido decidir con respecto a su familia
definitiva, generalmente, cerca del año de vida del niño, “estas guaguas abandonadas en
una sala de hospital ya presentarán un daño en la constitución de su siquis que podría
ser irreversible”.
En 2012 tras conocer a esa primera guagua abandonada en el Hospital San José, Jaar se
movilizó. Investigó sobre la realidad de las guaguas solas y se enteró de que algunas
madres explicitaban su deseo de darlas en adopción, mientras otras sencillamente se
largaban del hospital dejando allí al recién nacido; la mayoría de ellas eran de estrato
social bajo, consumidoras de drogas y alcohol, con familias monoparentales
desestructuradas, sin redes de apoyo.
“Algunos de estos niños no son ni siquiera inscritos en el Registro Civil por sus
progenitoras por lo que no existen para el sistema y no podemos darles de alta sin que

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un juez nos autorice. Algunos se eternizan en el hospital y el equipo tiende a tratarlos
como niños enfermos”, señala la doctora Agustina González, jefa de Neonatología del
Hospital.
Jaar pasó noches en vela pensando en cómo aminorar el daño. Y se convenció de que
esos niños sumidos en la angustia necesitaban de un acompañamiento, pero que debían
brindarlo profesionales externos y no el personal del hospital, que está entrenado para
poner una barrera entre sí mismo y sus pacientes. Necesitaba adultos dispuestos a
entregarse a esas guaguas por entero, que no activasen sus mecanismos de defensa.
En abril de 2012 le presentó al Hospital San José un modelo piloto de intervención
diseñado por él, que consiste en preparar a sicólogos, siquiatras y sicoanalistas ya
titulados que quieran especializarse en infancia temprana en la Sociedad Chilena de
Psicoanálisis-ICHPA, para ejercer como cuidadores temporales de esas guaguas durante
su hospitalización, su estadía en la casa de acogida y hasta ser entregados a una familia
definitiva.
El programa estipula que el cuidador visite a la guagua al menos una hora al día,
idealmente en los momentos de vigilia y alimentación, y que se haga cargo del niño
amorosamente: lo alimente, lo bañe, lo mude, le hable, lo acaricie, lo estimule y lo
ayude a conciliar el sueño. Como lo haría una madre.
En coordinación con la Fundación San José, el acompañamiento afectivo puede durar
entre 5 y 12 meses, durante los cuales el cuidador debe tomar apuntes después de cada
visita y compartirlos una vez a la semana con siete especialistas que, además de testigos
de la creación de su vínculo con el niño, lo preparan para la inevitable separación que
llegará cuando el pequeño sea entregado a su familia definitiva.
“El bebé invariablemente va a despertarle al cuidador emociones intensas, por eso
mientras él contiene al niño debe haber un equipo que pueda contener al cuidador. Al
final del proceso, la separación será dura para ambos, pero más vale pagar ese costo, al
costo de que el niño no tenga nada”, explica Jaar.
–¿Y ya tiene al cuidador? –, le preguntó Loguercio a Jaar en 2012, con ganas de
empezar.
El doctor respondió sin titubear:
–El primer cuidador seré yo.
JAVIERA, SOY TU CUIDADOR
La guagua abandonada al nacer que acompañó el doctor Jaar, a fines de abril de 2012 y
durante una estadía de tres meses en el hospital, se llamaba Javiera (su nombre ha sido
cambiado para resguardar la identidad de la menor). Era una niña de pelo negro,
menuda, de piel mate y facciones finas que pesaba 2,1 kilos y que él conoció cuando
tenía 15 días de vida. Su madre la había visitado los dos primeros días y luego había
desaparecido.
Javiera, que 48 horas antes de conocer al sicoanalista había estado en la UTI, conectada
a oxígeno para contrarrestar un cuadro pulmonar agudo, había heredado de su

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progenitora una sífilis congénita y el síndrome alcohólico fetal, lo que indicaba que su
madre había consumido altas dosis de alcohol durante el embarazo.
Cada noche, a las 21:30 horas en punto, Jaar iba a visitarla. La acariciaba y le hablaba
constantemente. Quería que los ojos cafés de la pequeña lograran con el tiempo dar
señales de que reconocían el timbre de su voz. Pero Javiera, al mes y medio, continuaba
rehuyendo su mirada. Y aunque él la estimulaba con sonajeros y se la ponía en el pecho
para que reconociera su olor, la niña no reaccionaba. Era excesivamente tranquila, no se
quejaba, dormía mucho y no lograba interactuar. “Estaba en su mundo y yo, para ella,
era uno más del servicio que la venía a alimentar. Ni siquiera balbuceaba, algo que ya
debía estar haciendo al mes de vida”, recuerda Jaar.
El doctor comenzó a pensar que ya era muy tarde para eliminar de raíz el retraso en el
desarrollo de Javiera, pero se empeñó en mitigarlo. Incorporó una técnica especial de
masaje corporal a su rutina de cuidados y comenzó a bañarla los fines de semana. A los
dos meses, Javiera comenzó a salir de su ensimismamiento. Y al tercer mes por fin lo
miró a los ojos.
“Mientras el cuidador contiene al niño debe haber un equipo que pueda contener al
cuidador. Al final del proceso, la separación será dura para ambos, pero más vale pagar
ese costo, al costo de que el niño no tenga nada”, explica Jaar.
Estaban en eso cuando el tribunal dictaminó que Javiera fuera trasladada a una
fundación donde estudiarían la posibilidad de que fuera adoptada. En esa fundación, a
Jaar le cerraron las puertas.
“Me explicaron que los niños tenían sus necesidades resueltas en ese lugar y que no
necesitaban de la presencia de un cuidador. Fue un dolor muy grande. Interrumpieron el
proceso justo cuando estaba logrando sacarla del hospitalismo. ¡Nos había costado
tanto!”, suspira.
Jaar sufrió. Se deprimió. Un espasmo en la columna lo dejó inmovilizado. Pensaba en
que, si a él le estaba pasando todo esto, qué sentiría Javiera.
Le siguió la pista a la niña. Pero luego de seis meses la niña fue dada en adopción y ya
no supo más de ella. Aunque le dejó sus teléfonos a la fundación para que se los
entregara a la familia que la recibiera, con la ilusión de contarles cómo habían sido sus
primeras semanas de vida, nunca lo llamaron.
El doctor no olvida a Javiera, pero fue resiliente: había otras guaguas solas que
necesitaban de un cuidador.
Siguió adelante con el programa y captó a otros cuidadores a través del taller de
extensión en infancia temprana que dicta en la Sociedad Chilena de Psicoanálisis-
ICHPA, donde empezó a formar especialistas en acompañamiento afectivo.
La primera cuidadora que formó es Rocío Ruiz (30), una sicóloga titulada en la
Universidad de Chile, soltera y sin hijos, a quien preparó durante tres meses con clases
teóricas sobre hospitalismo y siquis infantil. Rocío, además, se capacitó en puericultura
y fue entrenada para internalizar que en la relación con el niño ella estaría solo de paso:

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su rol sería siempre de cuidador profesional y no de mamá. En julio pasado estuvo lista
para cuidar a un recién nacido.
Ese bebé que le tocó cuidar, fue Diego.
LA AMBIVALENCIA DE DIEGO
Cuando Rocío se acercó al niño por primera vez, Diego llevaba un mes en el Hospital.
Cada mañana, a las 10:00, que es el horario en que a Diego le da hambre, Rocío llega al
hospital a darle su mamadera. Y se queda dos horas con él. Le toma la temperatura, le
saca los chanchitos y lo hace dormir en sus brazos. Al mes de esta rutina, Rocío notó
cosas en Diego que le preocuparon.
“Diego es risueño. Desde un comienzo reaccionó con gestos y movimientos cuando le
hablaba. Y me pareció un niño bien despierto, pues dos semanas después de
acostumbrarnos el uno al otro, él me sentía llegar y estiraba los brazos para que lo
tomara o si estaba llorando y yo le hablaba, él se calmaba. Pero hay veces en que siento
que él se desconecta, que rehúye el contacto. Tiene las manos muy apretadas y aunque
trato de abrírselas con masajes sigue empuñándolas”, dice Rocío.
Esas preocupaciones fueron planteadas en la reunión semanal que tiene con el doctor
Jaar y su equipo sobre su acompañamiento. Rocío abrió su cuaderno y comenzó a leerle
sus impresiones.
“Lo que tiene Diego se llama estado de ensimismamiento”, le explicó el doctor Jaar.
“Puede ser que sea un mecanismo de defensa momentáneo hacia ti. Tú representas una
figura ambivalente para él: Diego se alimenta de tu mirada, tú acoges sus ansiedades, y
él atesora ese tiempo que pasa contigo e intenta que esa sensación le dure hasta la
próxima vez que te vea. Pero no le alcanza. Por eso tal vez se desconecta y aprieta los
puños. Lo que está haciendo el bebé es sostenerse a sí mismo a través de ese gesto, está
haciendo una autocontención muscular”.
Al día siguiente, cuando Rocío volvió a ver a Diego le hizo cariño en la cabeza mientras
dormía y le habló.
–Entiendo tu abandono. Entiendo la devastación que te provoca que tu familia de origen
no te haya venido a ver–, le dijo dulcemente a la guagua. –Entonces, por primera vez,
Diego abrió sus manos– cuenta Rocío.
Diego ahora tiene tres meses y fue trasladado a la Casa Belén, un centro de acogida para
lactantes en Vitacura. Allá Rocío sigue acompañándolo. Y Jaar espera un nuevo
llamado avisándole que hay una guagua sola a quien cuidar.
Pero tiene una preocupación. Le faltan cuidadores. Cuando le entregó Diego a Rocío
tuvo que elegir cuál de tres guaguas abandonadas que había en el hospital en ese
momento sería beneficiada. Una decisión incómoda. Escogió a Diego porque era el que
llevaba más tiempo abandonado, el que probablemente más necesitaba compañía. No
tenía voluntarios para trabajar con los otros dos niños. Los está buscando. El suyo es un
proyecto sin descanso. El año pasado lo presentó al Fondo Nacional de Investigación y
Desarrollo en Salud y el Comité de Ética de la Investigación del Servicio de Salud

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Metropolitano Norte, lo consideró, unánimemente, “extraordinario por su importancia
social y científica”.

Dice la doctora Loguercio: “Pudimos abrir los ojos a un problema que teníamos desde
hace mucho tiempo, pero que no veíamos ni dimensionábamos, que nos sensibiliza. Y lo
que pasa acá es muestra de una realidad nacional”.
En el Hospital Sótero del Río, donde existe un programa de colocación familiar, entre 6
y 7 niños al año son abandonados después del parto, informa Romina Bustos, asistente
social de Chile Crece Contigo en dicha maternidad. En el San Juan de Dios, hay
anualmente entre uno y dos casos, dice Solange Ávila, jefa de asuntos institucionales.
Consultadas por Paula, las maternidades de los hospitales San Borja Arriarán, y Luis
Tisné afirmaron tener casos también. No hay cifras globales, pero el Sename señala que
de los 237 niños menores de un año que han ingresado a sus centros de acogida desde
2009, 107 lo hicieron derivados por solicitud de un establecimiento de salud.
“Diego es risueño y bien despierto. A las dos semanas de cuidarlo, me sentía llegar y
estiraba los brazos para que lo tomara o si estaba llorando y yo le hablaba, él se
calmaba. Pero hay veces en que siento que él se desconecta, que rehúye el contacto”,
dice Rocío, su cuidadora.
Se pregunta Loguercio: “Si de la mirada de la madre depende que los niños se
reconozcan como personas, ¿qué pasa con aquellos que siguen abandonados en los
hospitales sin nadie que los acompañe?”.
* Se buscan familias para acompañar
El programa de Cuidadores Temporales no es el único con que el doctor Jaar quiere
combatir los efectos del abandono en los recién nacidos. Ahora, para ampliar los efectos
del acompañamiento afectivo, está pensando en un modelo de intervención con familias
de acogida.
Se trata de un sistema distinto a lo que actualmente existe en algunas fundaciones de
adopción y centros de acogida del país; en primer lugar, porque el programa de Jaar
contempla familias voluntarias y no pagadas, como suele ser la norma. Y que estén
dispuestas a vivir la experiencia solo una vez, para así asegurar que el acompañamiento
al bebé sea un acto de entrega amorosa y no un modo de ganarse la vida o un trabajo
rutinario. En segundo lugar, las familias que busca Jaar deben estar dispuestas a
acompañar al niño primero en el hospital y solo después llevarlo a sus casas, donde
deberán acogerlo hasta que el juez determine que sea entregado a una familia definitiva.
Por último, el programa de Jaar ofrece a las familias voluntarias supervisión, asesoría y
contención semanal por parte de un grupo de expertos multidisciplinarios.
El programa se está llevando a cabo en coordinación con el servicio de Neonatología del
Hospital San José, el equipo de Chile Crece Contigo, Ceti y la Fundación Chilena de la
Adopción. Se buscan familias con residencia en la Región Metropolitana, con hijos y en
una situación económica estable que les permita dedicarle tiempo al cuidado del bebé.
No pueden postular: familias en tratamiento de infertilidad conyugal; que anhelan
adoptar un niño; que sufran un duelo reciente por la pérdida de una figura significativa,

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especialmente un hijo. Tampoco son candidatas las familias sin hijos ni las que hayan
tenido una experiencia previa como familia de acogida temporal. Interesados escribir a:
jaar.eduardo@gmail.com

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