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Kirsten Boie Skogland

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Kirsten Boie Skogland

KIRSTEN BOIE

SKOGLAND

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Kirsten Boie Skogland

Índice

ARGUMENTO............................................................................5

PRÓLOGO..................................................................................6

PRIMERA PARTE......................................................................9

CAPÍTULO 1............................................................................10

CAPÍTULO 2............................................................................18

CAPÍTULO 3............................................................................23

CAPÍTULO 4............................................................................30

CAPÍTULO 5............................................................................36

CAPÍTULO 6............................................................................45

CAPÍTULO 7...........................................................................51

CAPÍTULO 8............................................................................59

CAPÍTULO 9............................................................................69

CAPÍTULO 10..........................................................................76

CAPÍTULO 11..........................................................................80

CAPÍTULO 12..........................................................................86

SEGUNDA PARTE .................................................................93

C APÍTULO 13 .........................................................................94

CAPÍTULO 14..........................................................................97

CAPÍTULO 15........................................................................103

CAPÍTULO 16........................................................................113

CAPÍTULO 17........................................................................121

CAPÍTULO 18........................................................................129

CAPÍTULO 19........................................................................137

CAPÍTULO 20........................................................................144

CAPÍTULO 21........................................................................152

TERCERA PARTE..................................................................160

CAPÍTULO 22..........................................................................161

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CAPÍTULO 23........................................................................166

CAPÍTULO 24........................................................................170

CAPÍTULO 25........................................................................174

CAPÍTULO 26.........................................................................178

CAPÍTULO 27........................................................................182

CAPÍTULO 28........................................................................196

CAPÍTULO 29........................................................................212

CAPÍTULO 30........................................................................224

CAPÍTULO 31........................................................................227

Capítulo 32..........................................................................240

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ARGUMENTO

Precisamente Jarven, la tímida Jarven que nunca ha


tenido éxito con los chicos, llega a la fase final en el
casting para una película.
Si se entera su madre, habrá problemas, porque ella
pone pegas a cualquier plan que la lleve más allá del
jardín de su casa. Y la elección final de la primera actriz
tendrá lugar en Skogland, nada menos: un país de
ensueño que Jarven sólo conoce por las revistas del
corazón.
Pero la joven pronto descubre que, en realidad,
Skogland no es la maravilla que parece a simple vista y
que ella debe asumir un papel fundamental en su
Historia.

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Prólogo

Skogland estaba de luto. Sobre el palacio ondeaba la bandera a media asta y


cientos de paraguas flanqueaban la avenida principal de la ciudad. Tirado por seis
caballos negros, el coche fúnebre que portaba el ataúd, cubierto de innumerables
flores con los colores del país, emprendió al paso el camino hacia la colina del
cementerio.
Tras el ataúd iba la princesa: sola, muy derecha y sin derramar una lágrima.
Mantenía los hombros erguidos y la mirada perdida. No quería mirar hacia la
multitud —la gente habría dado cualquier cosa por fijar su mirada en ella y
ofrecerle, con un animoso asentimiento de cabeza, una sonrisa de consuelo—, ni
tampoco al ataúd, en el que su padre realizaba el último viaje.
Nadie se había permitido protegerla con su paraguas de la lluvia, que desde la
mañana caía regularmente de un cielo gris opaco, y el pelo cubría su rostro con
mechones cargados de agua oscura.
—¡Pobre niña! —murmuró una mujer de la segunda fila, apretándose a su
marido para encontrar cobijo bajo un inapropiado paraguas de colores—. ¡De qué
le sirven tanta corona real, tantas tierras, tanto lujo y tanto todo, y su dinero y su
oro y...!
—Los persigue la desgracia —musitó el hombre, y la tapó un poco más con el
paraguas, de tal forma que el agua comenzó a salpicarle la nuca—, a toda la familia.
A todos los persigue la desgracia.
Algunos pasos por detrás de la princesa iba, tan solo como ella, tan derecho como
ella, el único familiar vivo que le quedaba y que a partir de aquel momento
asumiría las funciones de regente: Norlin, su tío. Al contrario que a su sobrina, a él sí
le acompañaba, dos pasos más allá, un empleado de palacio, ataviado con un abrigo
negro y portando un paraguas. En el cabello cuidadosamente peinado de Norlin,
cuyos reflejos azul plata chocaban con su cara todavía joven, cada mechón estaba en
su sitio; sin embargo, su boca se plegaba en un rictus doloroso, que mostraba a todos
los integrantes de la multitud lo mucho que sufría.

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—Gracias a Dios, todavía le queda él —murmuró la mujer de nuevo mientras la


comitiva, con el ministro en tercer lugar, pasaba frente a ellos—. Por lo menos la
pequeña no se ha quedado absolutamente sola...
—¿Tú sabes si se llevan bien esos dos? —susurró el hombre.
Con un movimiento vehemente, la mujer dio muestras de su objeción.
—¡Qué menos que tener un tutor de su propia familia! —murmuró—. ¡No es
ningún extraño! ¡Todavía quedan más de cuatro años hasta que sea mayor de edad,
la pobre chiquilla!
Un joven, que estaba delante de ellos, se volvió y frunció el ceño.
—¿Y si se callaran un poquito? —preguntó—. ¿Les parece adecuado? ¡Conversen
en su casa!
Las cámaras zumbaban, dos helicópteros sobrevolaban la comitiva, ya no se veía a
la niña. Y allí seguía la gente, como congelada, en silencio, impresionada.
Sólo cuando desde la colina del cementerio se dispararon las diez salvas que
comunicaban al país que el rey descansaba ya junto a su esposa en el mausoleo
real, los afligidos asistentes respiraron tranquilos.
—Si nos damos prisa, podremos coger el autobús de las cuatro —dijo la mujer
mientras se disolvía la multitud—. Y me da lo mismo lo que digas, en medio de
tanta desgracia es una bendición que la niña tenga a su tío. Si fuera supersticiosa,
diría que una maldición pende sobre esta familia.
—¡Ya viene el autobús! —gritó el hombre mientras corría y cerraba el paraguas
al mismo tiempo—. ¡Todavía nos dará tiempo a cogerlo! —y no respondió al
comentario de su mujer hasta que lograron subirse junto con otros asistentes a la
ceremonia y encontraron un asiento Ubre para sentarse. Sólo entonces dijo—:
¡Menos mal que no eres supersticiosa! ¡Una maldición! ¿Es esto un cuento
infantil? La mayoría de las veces, querida, las preocupaciones y las desgracias se las
buscan las personas solas.

—Malena —dijo Norlin. Había hecho todas las indicaciones necesarias para que la
princesa y él regresaran solos a palacio en la limusina real—. Malena, ¿cómo
podría consolarte?
La princesa permaneció con la mirada perdida, como si no le hubiera oído.
—El día a día te irá ayudando, pequeña Malena —dijo Norlin. Se había apartado
un poco de ella, porque su abrigo estaba muy mojado—. Hoy y mañana te
quedarás en palacio, para firmar conmigo las tarjetas de agradecimiento por los
pésames —se inclinó hacia ella—. ¿Me oyes, Malena? Y luego regresarás al colegio.

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Con tus amigas, eso te hará bien. Y dentro de dos meses cumples catorce años.
Despacio, muy despacio, Malena levantó la cabeza. Todavía era como si no le
pareciese real. Luego, asintió sin decir una palabra.

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PRIMERA PARTE

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Capítulo 1

El sol desapareció tras una nube y en la terraza las chicas sintieron el frescor de
la tarde. Incluso allí, en el norte de Alemania, ya era pleno verano, y el tenue
verdor de finales de primavera iba adquiriendo poco a poco los tonos cálidos de la
estación.
Por primera vez ese año, habían hecho los deberes en el jardín; en ese momento
Tine recogía enérgicamente sus lápices.
—Los deberes de Educación Artística tendrían que estar prohibidos —dijo con un
mohín mientras miraba la hoja de bloc, de cuyo borde inferior nacía un árbol
tímidamente esbozado y borrado en varios puntos—. Al fin y al cabo, es una
asignatura para pasarlo bien.
Jarven suspiró.
—Por eso ponen deberes, porque todo el mundo piensa lo mismo que tú —dijo—.
La profesora quiere hacerse la importante. Sólo por eso estamos ahora dándole
vueltas al asunto, ¿qué te apuestas?
—En todo caso, me está entrando frío —dijo Tine—. Y eso significa que se ha
acabado el árbol genealógico, por mí mañana puede cantar misa. Dentro no pienso
ponerme otra vez.
Jarven miró pensativa su dibujo, luego lo enrolló y lo sujetó con un elástico.
—Quizá luego le pregunte a mi madre —comentó—. No he puesto
prácticamente nada.
—Por el extranjero, claro —dijo Tine, pero de pronto dio un respingo—. No, no
quería decir eso, ¡ya lo sabes! Pero ése es el motivo de que no puedas poner el
nombre de tus abuelas y bisabuelas, y de todos los demás. Sólo puedes pintar medio
árbol genealógico.
Jarven sacudió la cabeza.
—Y la parte del dibujo que se refiere a mi madre, ¿la encuentras lograda?, ¿sí? —
preguntó ella—. Tampoco tengo nada.

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La madre de Tine asomó la cabeza por la puerta de la terraza.


—¿Chicas? —llamó—. Hace demasiado frío para que estéis aquí fuera.
Tine apretó los labios.
—¡Ay, nooo! —imploró.
—No repliques —dijo la madre sin inmutarse—. La cena está en la cocina. ¿Venís
a cenar?
Jarven negó con la cabeza.
—Me parece que es mejor que me vaya a casa —dijo insegura—. Mi madre se
preocupa mucho.
Tine se tocó la frente.
—Son las siete, preciosa —dijo—. En la tele están con los dibujos animados
todavía. Tu madre exagera un montón. Tendrías que educarla un poquito.
La madre de Tine le puso a Jarven la mano en el brazo.
—No, eso no lo hagas —dijo—. Pero mándale un mensaje y dile que te
quedas a cenar. Así sabrá dónde estás.
Jarven asintió y sacó el móvil. Sabía que su madre se iba a enfadar. Las hijas no
mandan a sus madres mensajes sin más para decirles dónde están y que se van a
retrasar. Las hijas llaman por teléfono para preguntar si se pueden quedar un poco
más.
«Aún estoy con Tine», tecleó. Ojalá tuviera el móvil encendido. Su madre era
siempre tan descuidada. «En casa de los Hellen. Besos. Jarven».
Luego apagó el móvil. No tenía ganas de que le llegara un mensaje de su madre
diciendo que fuera inmediatamente.
—¡Ya! —dijo Jarven dejándose caer en la cuarta silla de la cocina. (Menuda
educación. Hay que sentarse despacio y con la espalda recta).
Le gustaba la cocina de Tine. Siempre estaba algo desordenada, siempre había
platos sucios o recién lavados en la encimera junto a la pila, y en la pared, tras la
mesa, un tablón de corcho con muchos papelitos colgados, tantos que siempre se
caía alguno al suelo: La pizza voladora. Se sirven pedidos a domicilio sin demora, o
Reparaciones de televisores, vídeos y DVDs, atención inmejorable, y un listado de los
teléfonos de urgencia y de las farmacias de guardia del año 1997, con los bordes
amarillentos. Jarven estaba segura de que la madre de Tine nunca había quitado
ninguno de esos papeles, sólo los iba añadiendo. Su madre se moriría del susto si lo
viera.
—¿Habéis acabado los deberes? —preguntó el padre.

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También por eso le gustaba la cocina de Tine. La casa de Tine. Las comidas allí.
Porque eran una familia de verdad. Padre, madre, hija. Dos hijas, si Jarven se
quedaba. Y porque el padre de Tine era como era: siempre amable, un poco
despistado, sin levantar jamás la voz. Es cierto que ella no te nía mucho trato con
padres, pero estaba convencida de que un buen padre tenía que ser justo así. El
de Tine siempre le daba la impresión de que se alegraba de su visita.
—No, ¡hoy es imposible acabar con los deberes! —respondió Tine, manoseando
una loncha de embutido; luego la dejó de nuevo en la fuente, arrugando la nariz
—. Un árbol genealógico.
—¡Buah! —dijo el padre. «Mamá se desmayaría», pensó Jarven. «¡Un hombre
adulto!»—. ¿Y? ¿Os ha salido bonito?
Tine se tocó la sien para indicar que aquello era de locos y preguntó:
—¿Cómo? ¿Tú sabes cómo se llamaban los padres de la abuela Bietigheim?
Él asintió serio.
—Romuald, barón de Düttundatt, y Bettine, baronesa de Düttundatt —dijo—.
¿Necesitas las fechas de nacimiento?
Jarven se rió en voz baja.
—A lo mejor luego se me ocurre algo a mí también —dijo la chica—. Mi árbol
es muy poca cosa. Mañana la profesora se va a enfadar.
—¿Necesitas unos cuantos nombres creíbles? —preguntó el padre de Tine. Su
cuchillo descansó sobre el pan.
Jarven hizo un gesto de negación con la cabeza.
—¿Como los de antes? —preguntó. Sí, le irían bien, la verdad. A ella no se le
ocurrían, sobre todo los extranjeros, alguno turco a lo mejor. Por su aspecto, ésos le
irían bien. Pero igual al padre de Tine los turcos tampoco se le daban bien.
La madre de Tine le alcanzó la cesta del pan.
—No te lo tomes tan en serio —dijo—. Dentro de una semana llegarán las
vacaciones. Seguro que ya han celebrado las reuniones de evaluación; así que ya
da lo mismo lo que hagáis ahora. Aunque no debería decíroslo.
En ese instante sonó el timbre.
—¿Y? —dijo el padre de Tine levantándose—. ¿Espera alguien a alguien?
Jarven sabía perfectamente quién estaba al otro lado de la puerta.

—¿Cómo que desaparecida? —gritó Norlin—. ¡Por Dios! ¿El servicio de

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seguridad no tenía agentes allí? ¡El internado estaba vigilado a todas horas!
—Por lo que parece, alteza —dijo el secretario levantado los hombros, como si
esperara recibir una bofetada, aunque aquello era imposible—, a esa misma hora
han... Una maniobra de distracción, por lo visto...
—¿Y? —gritó Norlin. Todavía no habían corrido las cortinas de las ventanas y la
luz amarillo rojiza de los faroles de la plaza del palacio iluminaba la oscura estancia
—. ¿Qué dice la tutora? ¿Y el director? ¿De qué podría tratarse? ¿Hay visos de que sea
un secuestro?
El secretario dio un paso atrás, como si esperara definitivamente ser presa de la ira
del virrey.
—¡No nos podemos imaginar otra cosa, alteza! —respondió—. Pero lo más extraño
es que... Lo más extraño es...
—¿Sí? —dijo Norlin.
—Por lo menos, eso aseguran los hombres del servicio de seguridad —dijo el
secretario—. No había ni un solo coche en la zona horas antes de su desaparición. Y ya
sabe que es muy fácil divisar todo el recinto del colegio en kilómetros a la redonda.
—¡Si uno se molesta en hacerlo! —comentó Norlin—. Ni siquiera debería preguntar
si se ha avistado algún helicóptero. ¿Furgonetas? ¿Coches de caballos?
—¡Nada, alteza! —respondió el secretario con rapidez, mientras se inclinaba—. Los
hombres están plenamente convencidos.
—¡No habrán mirado bien! —murmuró Norlin. Observó al secretario y tamborileó
con los dedos sobre la mesa del despacho—. ¿Un paso subterráneo? Pero se rastreó
toda la zona antes de que mi cuñado internara a Malena en ese colegio.
—Un paso subterráneo es improbable, alteza —dijo el secretario inclinándose de
nuevo—. Por el suelo, que es muy rocoso. El jefe de la investigación...
Norlin le interrumpió.
—¡Quiero hablar con él! —dijo—. ¡Ahora! Ya.
El secretario corrió inclinado hacia atrás, hasta llegar a la puerta.
—¡Claro, alteza! —dijo—. Voy inmediatamente a...
—¡Y nada a la prensa! —gritó Norlin—. ¿Me ha oído? ¿Me ha oído? ¡Antes quiero
saber más! Dios mío, una palabra equivocada, algún detalle tonto, todo, ¿me oye?
¡Todo puede exponer la vida de mi sobrina! —y de pronto parecía que acababa de
comprender la importancia de lo que le habían comunicado.
—Lo transmitiré, alteza —contestó el secretario, y alcanzó el picaporte a su
espalda—. Enseguida aviso al jefe de la investigación...

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—Y necesito a Bolström —dijo el virrey, dejándose caer agotado en el sillón del


despacho—. Mándeme a Bolström. Me da lo mismo dónde esté.
—Bolström, por supuesto —dijo el secretario, y el tono de su voz sonó no sólo
solícito sino también algo aliviado—. Le haré buscar.
Y mientras cerraba la puerta tras de sí, pensó en lo cómodo que era que, desde la
muerte del rey, Norlin colaborara tan estrechamente con Bolström. El lograría
encontrar a la princesa. Mejor Bolström que la policía.

—Pase un momentito, por favor —dijo la madre de Tine—. Estamos en la


cocina.
—Hola, mamá —dijo Jarven sin levantar la mirada.
Ella se quedó en la puerta y sonrió.
«Es tan guapa —pensó Jarven—. Justo lo contrario que yo. Rubia. Alta.
Elegante. Le viene bien para su trabajo. Pero yo noto cómo intimida a la gente,
aunque se quede parada sin más».
—Se me ha ocurrido que podía venir a buscarte —dijo su madre sin dejar de
sonreír—. He leído tu mensaje. Ya no es muy temprano. Lo prefiero así.
El padre de Tine tragó. (No tomar trozos demasiado grandes. No hablar con la
boca llena. El padre de Tine no acataba las normas.)
—¿No quiere sentarse un rato con nosotros? —preguntó limpiándose la boca
con el dorso de la mano. (Lo que faltaba.)—. Yo habría acompañado a Jarven
después. Pero todavía hay mucha luz. Es verano...
La madre de Jarven sonrió y el padre de Tine se mantuvo en silencio.
—Claro —dijo ella—. Muchas gracias. Pero creo que debemos marcharnos ya.
Jarven fijó la vista en los restos de pan de su plato. No podía dejarlo allí.
Metérselos en la boca, tampoco. Pero su madre quería marcharse.
La chica se levantó y cogió el pan con la mano. (Eso tampoco era correcto, claro.)
—Muchas gracias por todo —dijo—. Hasta mañana, Tine. Ya veremos qué pasa
con la Educación Artística —parpadeó para mostrar su disgusto.
—¡Me cago en ella! —soltó Tine.
—¡Tine! —gritó su madre. (Esas cosas las notaban hasta los padres de Tine.)
En el suelo del pasillo había un montón de zapatos desordenados; en medio, una
bolsa de plástico de la que salían botellas vacías, y una pelusilla que lo sobrevolaba
todo.

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Jarven no se había dado cuenta nunca antes.


Ahora sí.
—¡Chao! —gritó desde el jardín.
La madre de Tine saludó con la mano y cerró la puerta.
—¡Mamá! —dijo Jarven desasiéndose del brazo de su madre—. ¿Por qué
consigues que me muera de la vergüenza siempre?
—Tienes catorce años —dijo ella—. No tienes ni idea de lo que les puede pasar a
las chicas de tu edad en una gran ciudad.
El sol seguía en el cielo, algo más bajo.
Unos niños jugaban en la acera.

—¡Bolström! —dijo Norlin—. Dios mío, ¿qué podemos hacer ahora?


El mayordomo cerró la puerta silenciosamente. Norlin y Bolström estaban solos.
—¿Qué se ha llevado? —preguntó Bolström. La estancia estaba en penumbra. Sólo
el reflejo de los faroles y la pantalla verde de la lámpara de mesa formaban islas de
luz que resaltaban todavía más la oscuridad de alrededor—. ¿Se ha llevado algo?
—¿Cómo? —preguntó Norlin.
—¿Ha hecho el equipaje? —siguió Bolström—. ¿Se ha llevado una bolsa? Si se ha
llevado equipaje, mi querido Norlin, entonces a lo mejor no ha sido
secuestrada.
—¿Cómo? —preguntó otra vez Norlin.
—Si no han avistado ningún vehículo... —dijo Bolström—. Piénsalo. Podría
haberse marchado por su propia voluntad.
Norlin se puso de pie. Fue hacia la ventana y cerró las cortinas. Bolström sacudió
la cabeza y encendió la luz.
—Entonces, no ha hecho equipaje —comprendió—. Y su padre acaba de morir.
¡Norlin! ¿Sabes tú lo que pasa por la mente de una chiquilla así? Está desesperada.
Un caos absoluto. ¡No aguanta más su vida! Se...
—¿Me estás diciendo que podría haberse quitado la vida? —se asustó Norlin.
—Por lo que sé, hasta ahora no han encontrado el cuerpo —dijo Bolström—. Lo
que no significa mucho. Pero tal vez haya desaparecido sin más. Que vague por los
alrededores sin meta alguna. ¿No me dijiste que después del entierro parecía
totalmente turbada? Se puede pensar cualquier cosa.
—¡Dios mío! —exclamó Norlin.

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—Sería mejor que un secuestro —dijo Bolström—. Eso tendrás que aceptármelo.
Escucha, Norlin. Ahora lo más importante es que no llegue a oídos de la opinión
pública. Por lo menos, no al principio... Eso haría que la situación se nos fuera de
las manos. Ahí radicaría el verdadero peligro.
—Dios mío —musitó Norlin—. ¡Y la semana que viene es su cumpleaños!
—Lo sé —dijo Bolström.
—Tenemos que... —susurró Norlin—. ¡Bolström! ¿Cómo podemos...?
Bolström le pasó el brazo por los hombros.
—Comprendo que estés nervioso —dijo—. Tu preocupación es muy
comprensible, Norlin. Pero ahora ya estoy yo aquí.
Norlin irguió la espalda.
—Confío en ti, Bolström —dijo—. Tú sabes lo mucho que el pueblo quiere a la
princesa.

—¡Por lo menos tus padres! —exigió Jarven—. ¡Tienes que saber cómo se
llamaban tus padres!
Su madre se había quitado los zapatos y los había puesto debajo del armario.
Colgó la chaqueta en una percha y la colocó donde correspondía.
—Claro que sé cómo se llamaban mis padres —dijo mientras se apartaba un
mechón rubio de la frente ante el espejo del pasillo—. Sé cómo se llamaban mis
abuelos. Y mis bisabuelos. —Fue al cuarto de estar y se sentó en la butaca frente al
televisor—. Pero no veo la necesidad de que los profesores tengan que espiar en la
vida de las familias. Ese es el único motivo del asunto del árbol genealógico. Su
obligación es enseñarte, y bien. Tu vida privada no les importa lo más mínimo.
—¡Por favor, mamá! —gritó Jarven.
Su madre sacudió la cabeza.
—¿Quieres ver las noticias? —preguntó.
Jarven cerró la puerta tras de sí y desapareció en su cuarto. (En la pubertad hay
que contar con arranques de ira pasajeros. Durante un periodo de tiempo, la buena
educación deja de tener sentido incluso para los adolescentes educados de una
manera correcta.) Tal vez un profesor de Educación Artística no tuviera derecho
realmente a meterse en la vida privada de una madre, pero con respecto a su hija las
cosas no funcionaban igual. Todo el mundo quería saber qué tipo de niño había sido,
qué aspecto tenía su padre y lo que hacía, quiénes habían sido sus abuelos.
Jarven se dejó caer sobre la cama. Su madre siempre cambiaba rápidamente de

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tema cuando ella preguntaba por su padre; podía entenderlo en cierta forma.
Porque él no tenía nada que ver con su madre. A ella le habría pegado un hombre
elegante, que trabajara en un banco, trajes de Armani, camisas hechas a mano; no
un extranjero de piel muy morena, del que después llegaría a avergonzarse.
La chica quitó el elástico del dibujo y se sentó frente al escritorio. Sólo una vez le
había contado algo su madre: en el último cumpleaños de Jarven. Habían ido a
comer a un restaurante, ella había tomado Coca Cola y mamá, vino, y, de pronto,
se la había quedado mirando de los pies a la cabeza.
—Has crecido —dijo—. Te has hecho mayor. Cuando yo tenía tu edad...
Jarven había permanecido en silencio, apenas sin respirar.
—No mucho después conocí a tu padre —continuó ella. ¿Fueron tres las copas
de vino que bebió?—. ¡Estábamos tan enamorados, Jarven! ¡Era un amor tan
inmenso, tan sin sentido!
Jarven siguió callada. No quería echar todo a perder.
—Y un día, cuando cumplí dieciocho años, nos escapamos sin más —dijo la
mujer—. Fue una fiesta sonada, nos fuimos al mar, cerca de Sarby. Estuvimos en la
playa, todavía hacía un poco de frío tan a principios de año, pero yo tenía la llave...
—¿Qué llave? —preguntó Jarven, y en ese mismo instante comprendió que había
metido la pata.
Su madre se retrajo.
—Ay, da lo mismo —dijo, y empujó la copa hacia el centro de la mesa. Ya no la
tocó más—. Bueno, ¡muchas felicidades, Jarven! Se acabó la infancia, y te deseo una
hermosa juventud.
Ahora Jarven contempló la hoja casi vacía sobre el escritorio. Sería divertido
inventarse nombres. Seguro que sí.
Se levantó de nuevo y encendió la luz, aunque tan sólo estaba empezando a
oscurecer. Desde afuera se vio con toda nitidez una pequeña figura, algo regordeta,
con los cabellos oscuros, que en una habitación del primer piso sacaba con gestos
enérgicos algo de un estante. Cuando volvió a sentarse, el rectángulo iluminado se
quedó vacío.
En la acera de enfrente un hombre se metió en un portal y esperó.

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Capítulo 2

En el segundo recreo de la mañana Jarven ya se dio cuenta de que había dos


hombres repartiendo propaganda frente a la puerta del colegio.
—¡Pues sí que trabajaste ayer por la noche! —dijo Tine pasándose las asas de su
mochila por los hombros. Las clases habían terminado y les esperaba un hermoso fin de
semana—. ¡Hasta tus bisabuelos, jo! ¡Y también los de tu padre! ¿De dónde has sacado
tantos nombres turcos?
Jarven se rió. El sol brillaba, faltaba mucho para que llegara el momento de
hacer los deberes y las vacaciones de verano comenzaban dentro de una semana.
—¿Vamos a tomarnos un helado? —preguntó—. Llamé a Gökhan, él me ayudó. Mis
bisabuelos por parte de padre y sus abuelos por parte de madre se llamaban exactamente
igual. ¡Qué casualidad!
Tine soltó una carcajada.
—¿Y si la profe lo descubre? —preguntó.
Jarven sacudió la cabeza.
—No mira las cosas tan al detalle —dijo—. Sólo se preocupará de que el árbol
esté bonito. El mío lo encontrará un poco confuso. ¿Qué están repartiendo ahí?
Tine encogió los hombros. Alrededor de los hombres se había apelotonado un
racimo de colegiales.
—¡Seguro que helado no! —dijo Tine—. ¡Quiero un helado! ¿O crees que será
algo verdaderamente especial?
—¡Bobadas! —afirmó Jarven—. ¿Me invitas? —torcieron por la esquina de la calle
y no miraron al colegio ni una vez más—. ¿Dos bolas? ¡Venga, vamos!
Por detrás de ellas oyeron pasos apresurados.
—¡Eh! ¡Hola! —gritó un chico joven—. ¿No os interesa lo que...? —las alcanzó.
—¿Sí? —dijo Tine.

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El joven sonrió. Era guapo, como los modelos de la tele.


—¡Todos vienen en masa a coger la invitación! —dijo, alargándole a Tine un
papel—. Sólo vosotras dos... He sentido curiosidad por saber qué clase de chicas
sois, que os apetece tan poco convertiros en estrellas de cine.
—¿Sí? —repitió Tine, pero sonó mucho más interesado.
—Y más siendo las dos tan atractivas —añadió el joven mientras le daba a Jarven
un empujoncito.
Estaba claro lo que quería decir. Tine con sus ojos azules y su melena rubia,
delgada y alta. Pero, claro, tenía que disimular. Le dio un papel también a ella.
—Buscamos actrices para una película juvenil —dijo—. Aquí lo pone todo.
Chicas normales. El casting es hoy por la tarde. ¡Vosotras tenéis posibilidades! —
y le guiñó un ojo a Tine, antes de girarse y correr de nuevo hacia la puerta del
colegio, donde su compañero, solo ante el peligro, estaba lidiando con hordas de
muchachas.
—El hotel Röper —dijo Tine resoplando—. Un sitio algo pasado de moda para
un casting, todo hay que decirlo. Pelín cutre. Chicas entre doce y dieciséis.
Encajamos, tenía razón.
—Tú encajas —dijo Jarven—. ¿No te has fijado en cómo te miraba?
—¡Qué dices! —dijo Tine con la indiferencia de las que están acostumbradas a
las miradas de admiración—. Podría ser mi abuelo, preciosa. Pero podemos ir, ¿no?
La terraza de la heladería estaba atestada de sillas de tijera y de pequeñas mesas
agrupadas, y todas ocupadas. Desde el mostrador hasta el centro del parterre
serpenteaba una cola de colegiales.
—No creo que a mi madre le gustara la idea —dijo Jarven—. Jamás me daría
permiso.
—Entonces, ¡no se lo preguntes! —propuso Tine—. ¿No estará trabajando? ¡Pues
no se dará cuenta de nada!
—A pesar de eso —murmuró Jarven. La cola avanzó unos pasos hacia la puerta
de la heladería. No quería decirle a Tine que ni siquiera podía imaginarse
haciendo algo a espaldas de su madre, algo que sabía que su madre no aprobaría
nunca—. Luego se armará una buena.
Tine intentaba mirar, por encima del chico de delante, la lista de sabores.
—¡Chocolate y menta! —dijo—. Ñamñam. Y crocanti también. ¿Tú qué quieres?
Jarven se encogió de hombros. Sería mejor que no se comprara un helado. Una
manzana o un manojo de zanahorias estaría bien. Si quería llegar a estar tan delgada
como Tine. Suspiró.

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—Te digo una cosa, Jarven —dijo Tine, y saludó a un grupo de chicos mayores
que bordeaban la verja del parque en dirección a la parada del autobús—. Me parece
que tu madre te controla mucho. ¡Tienes catorce años! Te recoge muy a menudo,
antes de que oscurezca, y te prohíbe ir a los sitios. Mi madre dice que eso sucede
sobre todo en los padres que están solos para educar a sus hijos, que tienen muchos
miedos; ¡pero eso a ti no te ayuda en absoluto! No tengo nada en contra de tu
madre, de verdad, pero te podría dejar un poquito más de libertad, pienso.
—¡Yo no creo que me controle! —replicó Jarven enfadada.
Percibió que al enojo que sentía a causa de su madre se unía ahora el motivado
por Tine. ¿Qué le importaba a su amiga cómo la educaba su madre? ¿Qué les
importaba a los padres de su amiga? Cuando pensó que la noche anterior debían de
haberse quedado en su desordenada cocina hablando de ella y de su madre, se sintió
mal. No iba a volver a cenar con ellos tan fácilmente. No con gente que hablaba mal
de su madre, a sus espaldas. Ella podía estar enfadada con su madre, al fin y al cabo
era su hija, sólo a ella le importaba. Sólo ella podía enfadarse con su madre y
discutirle las cosas.
Las demás personas no tenían ningún derecho.
—Eso de las estrellas de cine me parece una estupidez —dijo Jarven—. Puedes ir
sola al hotel Röper.

El campesino decidió hacer una pausa. Desde el día anterior había estado
reparando la cerca que rodeaba sus campos, como cada dos años, como ya hacía su
padre antes que él, y su abuelo; había buscado las piedras deterio radas por el agua
de la lluvia o por las ramas de los árboles, las había sacado y, en su lugar, había
insertado otras nuevas. Y ahora estaba satisfecho con el trabajo realiza do. Ya no
quedaba mucho más por hacer.
Se sentó sobre la hierba verde, apoyó la espalda contra el muro irregular
calentado por el sol y observó el valle. Nubes de algodón blanco, con la parte
inferior gris como la ceniza, recorrían el cielo y proyectaban grandes sombras
informes que por momentos iban sumergiendo buena parte del paisaje en una luz
tenebrosa y amenazadora.
El campesino sacó del bolsillo de la camisa la cajita de tabaco y el librillo de
papelitos, y se lió un cigarrillo. Al otro lado del valle, la sombra de las nubes dejó
por unos instantes las torres del colegio al descubierto, y los rayos del sol se
reflejaron rojos en los cristales de las ventanas. Por la carretera de la montaña no
pasaba ni un coche; podría pensarse que el viejo edificio estaba deshabitado. Pero
cuando el viento soplaba del lado adecuado, el campesino sabía que, incluso
desde aquella distancia, podían oírse las voces de las chicas, sus risas, sus gritos, y

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Kirsten Boie Skogland

de vez en cuando el silbato de algún profesor.


Se recostó sobre el muro, aspiró el humo con sus pulmones y cerró los ojos. El día
anterior hubo algo distinto, y eso hizo que aquella mañana pensara en llevarse sus
prismáticos. En la carretera hubo un ir y venir constante de vehículos. Si no se
equivocaba, eran coches de policía, pero no ambulancias. Así que no podía ser un
accidente la causa de que tanta policía deambulara por aquel lugar tan apartado.
Por un momento se preguntó si es que se había vuelto peligroso estar tan próximos
al Estrecho Norte. Pero, en ese caso, la televisión habría comentado algo. Y
tampoco creía que se tratara de algún delito. Aquel colegio tenía muy buena fama,
incluso la princesa estudiaba en él.
—¡A ver si va a ser algo relacionado con ella! —murmuró el hombre, y abrió los
ojos—. Mientras no... —se interrumpió a media frase. Al otro lado del valle, lejos, bas-
tante lejos por debajo del colegio, algo se movía en una zona de frambuesos.
Echó mano a los prismáticos, que llevaban todo el rato olvidados en el suelo. El
día anterior ya le había parecido que allí había alguien escondido, un par de veces
había creído intuir algún movimiento, pero a simple vista no pudo vislumbrar de
qué se trataba.
Se acercó el cristal a los ojos y buscó el sitio preciso. Por delante de él pasaron
árboles a velocidad de vértigo, muros, y, por fin, oteó lo que quería.
El campesino silbó entre dientes.
—¡Un chico! —musitó.
Llevaba una chaqueta de cuadros, de una talla muy grande para él, y en la
cabeza, una gorra de colores. Era como si hubiera levantado un campamento entre
los arbustos; tenía una manta marrón en el suelo y otros cachivaches que a
aquella distancia el campesino no podía reconocer, incluso con los prismáticos.
—¡Un buen sitio para esconderse!
Recordó que, siglos atrás, cuando era niño, también él había elegido aquel lugar
para pasar unos días tras huir de su casa. Su padre no era muy amigo de utilizar las
palabras para hacerse entender, y un día, cuando él ya tenía trece o catorce años, se
hartó de los consabidos bofetones y decidió marcharse a ver mundo.
El campesino se rió en voz baja.
—¡Tú también regresarás, muchacho! —murmuró mientras fijaba de nuevo la
vista en el chico a través del cristal.
Había un arroyo justo al lado de los arbustos y, como la temporada de las
frambuesas acababa de comenzar, era imposible que pasara hambre. A pesar de eso,
recordó cómo él había vuelto, tan sólo unos días después; la primera noche de lluvia
fue suficiente para hacerle cambiar de idea. Pero, aunque hubiera claudicado y su

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Kirsten Boie Skogland

sueño de ver mundo se hubiera hecho trizas, no por eso su peque ña huida dejó de
tener sentido. Los bofetones fueron menos abundantes y a él le resultaron mucho
menos dolorosos.
—Esperemos que a ti te pase igual —masculló el campesino dejando los
prismáticos en el suelo. Dio una última calada a su cigarrillo, pisó la colilla sobre la
tierra blanda y finalmente la hizo desaparecer en su bolsillo. Una hora más, tal vez
dos, y no haría falta que se preocupara en mucho tiempo del muro que rodeaba sus
tierras por aquella parte.
Sólo cuando ya estaba de regreso hacia su finca cayó en la cuenta y miró de
nuevo con los prismáticos las matas de frambuesos. ¿Y si los policías se habían
topado con el chico? ¿Y si era un delincuente, un ladrón, tal vez un norteño que
había asaltado el colegio, o que quería asaltar el colegio, alguien que pretendía
espiar a la princesa?...
Aparecieron los arbustos, pero no quedaba ni rastro del muchacho.
El campesino sacó el móvil de su bolsillo. Luego lo guardó de nuevo. Por que
hubiera visto a un chico que se había escapado de casa o que quería pasar unos
días solo para disfrutar de una pequeña aventura, no iba a dar aviso a la policía.
Por lo menos, hablaría primero con su mujer.

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Capítulo 3

Jarven empujó la puerta del hotel y sonrió a la mujer de recepción.


Se había sentido feliz cuando por fin se terminó el helado. No quería estar sentada
al sol, saboreando un helado, con una amiga cuya familia hablaba mal de su madre.
Pero, por supuesto, eso no podía decírselo a Tine.
«¿Por qué? —habría preguntado ella, supuestamente desconcertada—. ¿Qué hay
de malo en ello?».
Y Jarven no habría sabido cómo hacerle comprender que siempre la molestaba
imaginarse que alguien hablaba de ella a sus espaldas. Salvo, quizá, que dijera algo
realmente bueno.
—Ah, sí, Jarven. ¡Hola! —saludó la recepcionista—. Tu madre está dentro todavía.
Hoy se está dando un buen tute.
—Gracias —dijo Jarven, y se dispuso a atravesar el vestíbulo y el vacío restaurante
para acceder a uno de los salones interiores.
No era un hotel lujoso, cualquiera se daba cuenta a primera vista, pero sí práctico.
La zona de salones se separaba del comedor por medio de una puerta corredera, y la
cocina estaba también muy cerca. Cualquier cosa que su madre necesitara para sus
clases podían traerla enseguida.
La mujer ya llevaba mucho tiempo dándole vueltas a la idea de tener sus propios
salones, pero como muchas cosas en la vida (decía ella) era una cuestión de dinero.
«Y la respuesta a esa cuestión es la misma de siempre: no hay suficiente —le había
dicho a Jarven cuando hablaron de aquello la última vez—. Tendría que alquilar un
local con cocina, y lo mejor sería que hubiera también una persona que cocinara
para nuestras prácticas. Económicamente no puedo permitírmelo, Jarven. Y el hotel
tampoco es tan malo».
Pero Jarven era consciente de que su madre se había imaginado algo muy
distinto para sus cursos de Buenas Maneras. Algo lleno de estilo, con los muebles, la
vajilla y la comida apropiados.

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Kirsten Boie Skogland

Se quedó parada y escuchó, antes de abrir cuidadosamente y sólo por espacio de


un palmo la puerta de comunicación con la sala.
—¡Sí, perfecto, señora Schnedeler! —decía su madre con amabilidad—. ¡Sólo la
barbilla un poquito más levantada! Imagínese que se pudiera trazar una línea... No,
¡así no! Poner las manos en las caderas, señora Schnedeler, resulta algo ordinario, ha de
tener cuidado con eso. ¡Así está mejor! Muy derecha, sin impulsar las caderas hacia
atrás, ¡recta! Ya tenemos la actitud que queríamos, ¡ésta es!
Jarven suspiró lo más silenciosamente que pudo. Aquella mujer gordinflona alzó la
barbilla al cielo y sonrió majestuosa.
—Voy a seguir ensayando en casa —dijo—. Mi Karl se va a quedar pasmado.
—Ya le dije la última vez que vendría muy bien que trajera a su marido un día
—indicó su madre. Había visto a Jarven y frunció el ceño por un segundo—. Ahora
que es presidente de la asociación de vecinos, tendrá que hacer a menudo labores
de representación, querida señora Schnedeler, y debería ejercitarse un poco...
—¡Se lo digo siempre! —exclamó la mujer dejándose caer sobre una de las
esbeltas sillas del hotel. (Menudo comportamiento. Hay que sentarse despacio y
con la espalda derecha)—. Pero mi Karl...
—Vamos a probar otra vez, señora Schnedeler —dijo la madre, y, a pesar del
tono enérgico, sonrió amablemente de nuevo—. ¿Cómo nos sentamos cuando
ningún caballero nos ayuda con la silla?
Jarven dio unos golpecitos en el marco de la puerta.
—¿Podría interrumpir un momentito? —preguntó.
La señora Schnedeler se dio la vuelta.
—¡Ah, Jarven! —dijo, y su voz se hizo mucho más dulce—. ¡Siempre tan cortés! ¡Tan
bien educada! —y le tendió la mano a la niña.
—¡En la mesa no puede mirar por encima del hombro, señora Schnedeler, por
favor! —dijo su madre—. ¿Qué ocurre, Jarven? ¿Es preciso que nos molestes?
Jarven miró al suelo.
—Sólo quería preguntarte si esta tarde... —balbuceó—. Ha ido gente del cine
al colegio y...
—¿Gente del cine? —preguntó su madre casi con cara de susto—. ¿Cómo que
gente del cine?
—Quieren hacer un casting —explicó Jarven—. Para una película juvenil. Y he
pensado...
—¡Un casting! —gritó la señora Schnedeler—. ¡Qué emocionante!

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Kirsten Boie Skogland

—¡No hacía falta ni preguntarlo! —dijo su madre como si no hubiera oído a la


señora Schnedeler—. ¿Has entendido, Jarven? ¡Te lo prohíbo! Algo tan vulgar... ¡No
vas a mezclarte en una cosa así!
—¡Pero tú no sabes si es vulgar! —replicó Jarven con asombro. Hasta ese mismo
momento no le había parecido tan importante. Sólo sentía curiosidad, porque iban
todos. Y, por supuesto, a causa de Tine. Sin embargo, de pronto sentía que era
imprescindible que fuera a aquel casting.
—El noventa por ciento de las películas son vulgares —precisó su madre—. Y con
esto me has entendido perfectamente, Jarven. Querida señora Schnedeler...
Jarven sintió cómo la rabia afloraba a su rostro, pero no dijo nada. (No hay que
pelearse jamás delante de terceras personas.)
La señora Schnedeler suspiró y le dedicó una sonrisa.
—¡Tu madre lo debe de saber! —dijo, y señaló un plato que estaba sobre la mesa
—. ¡Hoy practicamos con la ensalada! ¡Esto de la lechuga es muy difícil! Pero
seguro que tú ya sabes hacerlo, ¿no, Jarven?
Jarven intentó sonreír como su madre.
—Mamá practica conmigo —dijo diplomática.
La señora Schnedeler asintió.
—Ya he recomendado tres veces a tu madre a mis compañeras de la bolera—dijo—.
Les he dicho lo que le agradezco su compostura.
La madre de Jarven miró a su hija.
—Hoy se me hará tarde —anunció—. Tengo una dienta que necesita
imperiosamente una clase de puesta al día. Caliéntate la cena tú, por favor.
Regresaré a eso de las nueve o nueve y media.
Jarven asintió.
—¡Adiós, señora Schnedeler! —dijo—. ¡A mí también me cuesta comer ensalada! —
después cerró la puerta tras de sí.
En el vestíbulo la recepcionista se sopló las uñas.
—¿Cómo lo soporta? —dijo sin mirar a Jarven—. Tu madre. Esa gente tan
poco refinada.
Jarven sabía lo que tenía que responder. Su madre se lo había explicado
bastantes veces.
—Le produce alegría enseñar Buenas Maneras y Comportamiento a personas que
han logrado algo en la vida —dijo—. En un país democrático con las mismas
oportunidades para todos, puede ocurrir que haya personas que no fueron

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Kirsten Boie Skogland

preparadas de forma conveniente en su juventud y, de pronto, lleguen a ser


alguien y necesiten relacionarse socialmente.
La recepcionista rió irónica.
—Tú lo sabes, yo lo sé —dijo—. Mientras consiga con eso dinero, ¿por qué no?
—Adiós, tengo que marcharme —dijo Jarven haciendo una señal de saludo con
la mano.
—Que te vaya bien —dijo la recepcionista.
A Jarven le parecía una maleducada.

El policía golpeó pensativo las teclas. Allí en el campo todavía utilizaban máquinas
de escribir en las comisarías, y cada vez que tenía que tomar declaración se
avergonzaba por ello. Aún era muy joven.
—Bueno, eso por sí mismo no es ningún hecho suficiente, ¿entiende? —dijo
pensativo—. A decir verdad...
El campesino asintió. Su mujer le había mandado a la comisaría. Había dicho
que seguramente se trataría sólo de un chico huido que habría acampado entre
los frambuesos. Pero cuando su marido le habló de los co ches patrulla en la
carretera hacia el colegio, creyó que la policía agradecería cualquier información
por pequeña que fuese.
—Y tampoco nos han notificado ninguna desaparición, nadie busca a un
muchacho como el que usted describe. Pero como ayer se produjo un incidente
arriba... —el agente titubeó y pensó cuánto podría decir. Por fin se decidió; mejor
ser precavido a tener bronca después—. Lo haré constar y que siga el procedimiento
habitual.
—¿Un incidente? —preguntó el campesino inclinándose hacia el de uniforme—.
Sí, ya vi que ayer enviaron a unos cuantos de los suyos al colegio. ¿Qué ocurrió allí
arriba?
El joven policía empujó el carro de la máquina de escribir una vez más, luego
giró el rodillo.
—Sin comentarios —dijo. En momentos así amaba su trabajo.
—¿No tiene..., no tiene nada que ver con la prince sa? —preguntó el campesino
—. ¿No le habrá ocurrido algo?
El agente levantó los hombros como disculpándose.
—Sin comentarios —repitió amablemente—. Si pudiera...
El campesino asintió.

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Kirsten Boie Skogland

—Comprendo —dijo desengañado—. Pero en cuanto usted... Quiero decir, no se


olvide de quién le ha puesto sobre la pista.
—Nos pondremos en contacto con usted —dijo el joven levantando el auricular
del teléfono—. Si tiene la bondad de perdonarme.
Tenía la impresión de que pronto iban a ascenderle.

En la calle, Jarven le dio una patada a una bolsa de panecillos rota. La bolsa no se
movió y la chica, que se había dado demasiado impulso, estuvo a punto de
tropezar.
No tenía que haber preguntado. Otras hijas no preguntaban a sus madres si
podían ir por la tarde a un casting. No si era de día. No si acudían miles de chicas
más (y tal vez hasta chicos) y no podía suceder nada malo. Si la prueba no tenía
lugar en un cuartucho oscuro, en una taberna de mala reputación, en algún rincón
de un patio trasero, sino pura y llanamente en el hotel-restaurante Röper, el local
más antiguo de la ciudad, donde se celebraban las confirmaciones y en las fiestas de
cumpleaños los niños daban pelotazos a los abetos en el jardín.
Y su madre tampoco se había comportado de una manera justa. Nadie podía
afirmar con tal rotundidad que todas las películas eran vulgares, ni siquiera una
persona que daba tanto valor al estilo y a las formas como ella.
Cuando regresara a casa de su clase de puesta al día, Jarven iba a decírselo.
¿Quién iba muchas tardes a la videoteca para sacar vídeos, que ella encontraba
aburridísimos y siempre acababan por dormirla? Pues eso también eran películas...
—Excesivamente miedosa —murmuró—. Educando en solitario y con excesivos
miedos.
Que su madre encontrara las películas vulgares no tenía nada que ver, era sólo
un pretexto. Lo que sucedía es que era excesivamente miedosa, por eso no quería que
Jarven fuera al casting a la luz del día y acompañada de la mitad de la clase. Claro
que los padres de Tine no debían hablar de esas cosas; pero, a pesar de ello, tenían
razón.
—Aunque no se dé cuenta —murmuró Jarven enfadada—, me está estropeando
la vida; Tine tiene toda la razón.
Cuando levantó la vista, el hotel Röper estaba frente a ella. No se había dirigido
hacia allí conscientemente, ella misma se sorprendió. Y su madre no se enteraría
porque Jarven no conseguiría ningún papel en la película. No si Tine, con sus ojos
azules y su cabello rubio, se presentaba también.
Abrió la puerta con cierta vacilación. Las demás habrían ido a sus casas a
ducharse y maquillarse. Sólo Jarven iría con su ropa de colegio y su cara de colegio,

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Kirsten Boie Skogland

algo sudorosa, algo cansada.


Pero no se trataba de conseguir un papel. Era otra cosa muy distinta.

—¡Búsquenlo! —exigió Bolström—. ¡Busquen a ese chico! Hasta ahora es la única


pista que tenemos. ¡La única! Pero no hagan demasiado ruido. Dejen los medios al
margen. Discreción, ésa tiene que ser la consigna.
Norlin asintió.
—Por lo menos ya tenemos un punto de partida —dijo.
El jefe de policía se inclinó haciendo una reverencia. Había creído su deber
informar personalmente al virrey y a su consejero, pero ahora le parecía que ellos
otorgaban demasiado significado a aquel hecho.
—No me da la impresión de que tenga algo que ver con el secuestro —afirmó—.
Lo más seguro es que se trate de un chico que haya escapado de su casa y a estas
alturas se halle ya de vuelta con su familia. En todo caso, vamos a hacer todo lo que
esté en nuestras manos.
—¡Claro que lo van a hacer! —gritó el virrey—. Y si no encuentran a ese
muchacho por los campos, ¡peinen todas las casas! ¡No pensará seriamente que se
trata de una mera casualidad! ¡No aparece en meses ningún chico extraño en los
alrededores del colegio, pero de manera casual, absolutamente casual, emerge uno
justo el mismo día que la princesa es secuestrada! ¿Cómo ha llegado a ser jefe de
policía, hombre de Dios?
Por un momento, pareció que el jefe de policía iba a responder a sus palabras,
pero finalmente se inclinó y dijo ceremonioso:
—Se hará todo lo que ha ordenado, alteza. El grupo especial de operaciones será
convenientemente informado —y se dirigió a la puerta.
Antes de que pudiera abrirla, Bolström le puso la mano en el brazo.
— ¡No se lo tome cuenta al virrey! —le dijo en voz tan baja que era imposible que
Norlin, que se había situado junto a una de las ventanas y miraba hacia la avenida
principal, pudiera escucharlo—. Es incapaz de soportar la preocupación que siente
por su sobrina. La noche pasada no ha podido pegar ojo. No sé qué ocurrirá si le
pasa algo a la niña. Le ruego encarecidamente que haga todo lo que pueda.
Algo más aplacado, el jefe de policía bajó el picaporte de la puerta.
—Siempre lo hacemos, Bolström —dijo—. Pensaba que el virrey tenía suficientes
datos de nosotros como para saber la experiencia con la que contamos. Y desde ha-
ce mucho tiempo.
La inclinación con la que abandonó la sala fue apenas perceptible.

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Bolström silbó entre dientes.


—Tienes que comportarte mejor, Norlin —dijo.

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Kirsten Boie Skogland

Capítulo 4

En la sala que había al fondo del comedor —la misma que los domingos de
confirmaciones se dividía por medio de biombos en pequeños apartados, la que
utilizaban para sus representaciones los distintos grupos de teatro aficionado de
la región y la que el día del festival de coros se transformaba en un auditorio
gracias a la colocación de varias filas de sillas—, se apelotonaban ahora unas
cincuentas chicas de entre doce y dieciséis años. El que se fijara bien podría darse
cuenta de que también había alguna de once y de diecisiete, y de dieciocho:
ninguna de ellas quería perder la oportunidad de abrirse camino en el negocio del
cine.
—Jarven! —la llamó Tine. Estaba sentada, junto a tres compañeras de otra clase, en
el borde del escenario, ante el telón rojo, y daba pataditas con los talones en el
revestimiento de madera—. Esto tiene una pinta estupenda, ¿no?
—No ha tenido nada en contra —dijo Jarven con un poco de rudeza.
Tine puso una expresión algo desconcertada, luego cayó en la cuenta.
—Ah, ya, ¡da lo mismo! ¿Te presto mi espejo un momentito?
Jarven sacudió la cabeza. Sabía que mirándose en el espejo sólo conseguiría
deprimirse y sentirse muy infeliz. Sin una buena ducha y un maquillaje en
condiciones, ahora había poco que hacer.
—Guay, ¿no? —dijo Britt. Era tan rubia como Tine y tan delgada, y además su
rostro tenía forma de corazón.
—¿Cuántas necesitan? —preguntó Jarven dejando caer su mochila al suelo.
Pensó si se imaginaba un casting así. Todo tenía un aspecto decepcionantemente
cutre.
—Es lo que nos preguntamos nosotras hace rato —dijo Kerstin—. A lo mejor las
que no sean seleccionadas pueden participar como figurantes. Si se tiene tiempo,
claro. Las vacaciones empiezan ya la semana que viene, y nos iremos de viaje.
Jarven no dijo que ella no iría de viaje. Su madre no podía coger vacaciones

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Kirsten Boie Skogland

porque necesitaban el dinero, y no quería que su hija viajara sola. Ni con una
organización juvenil, ni con Tine y sus padres, que ya se lo propusieron en invierno
cuando llegó el momento de alquilar una casa. Realmente sería la actriz más
adecuada de todas, pensó Jarven casi riéndose. Ni delgada, ni rubia, sudada, sin
ningún talento para actuar, pero libre durante las seis próximas semanas. Se
alegrarían.
—¿Por qué sonríes? —preguntó Tine con desconfianza.
Pero antes de que Jarven pudiera contestar, se abrió la puerta del vestíbulo y
entraron los dos hombres que habían estado por la mañana frente al colegio. El
que había hablado con ellas cargaba una pesada cámara al hombro; el otro, un foco. Tras
ellos, apareció una mujer joven con un traje azul marino, que tenía aspecto de ser muy
caro, y echó un vistazo al grupo de chicas.
—¡Estupendo! —dijo el de la cámara, sonriendo radiante una vez que su mirada
había recorrido la sala. Lo más seguro es que hubiera decidido que había suficientes
chicas guapas. Aunque la mayoría se mostraran absolutamente negadas para la
actuación, seguro que quedarían algunas que podrían servir—. Tal vez deberíamos
presentarnos primero. Mi nombre es Hilgard, la señora se llama Tjarks y mi colega,
Rupertus —añadió a continuación.
—Vamos a empezar con la grabación —dijo entonces la mujer del traje agitando un
montón de papeles—. Iremos accediendo de forma ordenada...
Jarven se sentó sobre su mochila. A su madre le habría complacido lo organizados que
eran aquellos tres. Iban muy bien vestidos y se comportaban de manera ejemplar, nada de
meteduras de pata.
—... a la bolera del piso de abajo —concluyó la mujer—. Primero tenéis que escribir
vuestro nombre de forma clara en mi lista. Abajo rellenaréis en una ficha todos vuestros
datos: nombre, fecha de nacimiento, dirección, etcétera. Luego, a medida que os vayamos
llamando, subiréis individualmente para hacer una entrevista y no olvidéis vuestra ficha,
¿de acuerdo?
—Creo que me marcho —dijo Jarven, y se levantó. Ya había cumplido su objetivo. Se
colgó la mochila al hombro—. No tengo muchas ganas de todo este jaleo.
Tine la miró de lado. Conocía a Jarven demasiado bien.
Y por supuesto le adivinó sus pensamientos.
—¡Estás convencida de que no te van a elegir! —dijo—. ¡Eres una cobarde! Y, sin
embargo, tienes mucha mejor memoria que yo.
—¡Como si eso fuera importante! —dijo Jarven.
—Para la entrevista venid en ropa interior —advirtió la señora Tjarks—. No nos
interesa únicamente vuestra cara. Las cosas de valor podéis dejárselas a mis

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compañeros, os darán un recibo. No queremos que haya problemas con que se ha


perdido alguna cosa, ya nos ha ocurrido otras veces. Así que, ahora, por favor,
vuestro nombre en la lista, dejad las cosas de valor, recoged el recibo, esperad en la
bolera.
—De verdad, no tengo ganas —repitió Jarven—. Y estoy hecha un cromo.
En ese momento Tine iba a dejar su reloj, pero Hilgard le hizo una seña de que
no.
—Sólo los bolsos y lo que lleves en la ropa que dejes abajo, antes de la
entrevista —le dijo—. El móvil también— y le dio el recibo a Tine.
Jarven se dio la vuelta hacia la puerta.
—¡Cruzo los dedos para que te vaya bien, Tine! —Y como el hombre llamado
Hilgard la miraba interrogante, sacudió rápidamente la cabeza—. No, gracias. Me
lo he pensado mejor. No quiero ser una estrella del cine.
Hilgard la miró desconcertado.
—¡Bueno, sé un poquito más valiente! —le dijo, y la miró a los ojos con una
sonrisa. Lo hacen siempre así, habría dicho su madre. Así se meten a las mujeres en
el bolsillo. Y tú eres tan tonta que vas a caer también.
—Creo que... —murmuró Jarven, y se puso roja.
Hilgard continuó sonriendo.
—¡Atrévete! —la animó—. ¡Una chica tan guapa!
Jarven tenía la impresión de que iba a desmayarse en ese mismo momento.
—Creo que... —volvió a susurrar.
Pero Hilgard ya le había tendido la mano.
—¿Algún objeto de valor? —preguntó amistoso—. No tengas miedo, te los
devolveremos. ¿Mochila? ¿Móvil?
Jarven asintió.
Tine la esperaba en la escalera.
—¡Has hecho muy bien! —dijo mientras le daba un golpecito en el hombro—.
Ya pensaba que te rajabas. Y aunque no consigamos ningún papel, por lo
menos habremos vivido la experiencia de un casting. Tampoco está mal.
Jarven asintió. No tendría que haberle dado a aquel hombre su mochila. Allí
estaba el bocadillo que se había preparado para el segundo recreo, y de pronto se
sentía tan débil que tenía que comer algo inmediatamente.
—¿Svenja Reuter? —llamó la mujer haciendo un signo en la lista.

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Kirsten Boie Skogland

Svenja pasó por su lado y Jarven se sentó junto a la pista de la bolera. Esperaba que
aquello no durara más de dos horas. Y en dos horas nadie se moría de hambre.

—¿Señora Schönwald? —dijo la recepcionista. La madre de Jarven estaba frente a


un hombrecillo con el traje arrugado que en ese momento trataba de aproximar la
mano de ella de forma elegante hacia sus labios—. Una llamada para usted. En
recepción.
La madre de Jarven arrugó la frente.
—¿Es mi hija? —preguntó.
El hombrecillo trasladaba el peso de su cuerpo de una pierna a otra y su
inseguridad le hizo apretar todavía más fuerte la mano de su profesora.
—¡Sabe perfectamente que no debe llamarme aquí! Además, tiene el número de
mi móvil.
—Siempre lo tiene apagado durante las clases —dijo la recepcionista con
desagrado—. De todas maneras, no es Jarven. Podría salir un momentito...
La mujer notó el tono de intranquilidad en su voz.
—¿Quién es entonces? —preguntó mientras sonreía hacia el hombre y soltaba su
mano con cuidado—. Enseguida vuelvo, señor Fränkel. Practique solo un rato, por
favor.
Únicamente cuando hubo cerrado la puerta tras de sí, la recepcionista contestó a
su pregunta:
—Es la policía —dijo.

Sentada en el suelo, Jarven observaba cómo una chica tras otra iban
desapareciendo hacia arriba y luego regresaban nerviosas, a veces hasta temblorosas,
casi siempre llenas de esperanza.
—¡Podría ser! —gritó Kerstin, y se dejó caer al lado de Tine en la última silla que
quedaba libre—. ¡He superado esta prueba! Así que paso a la siguiente fase, ¡seguro!
—Jessica también —dijo Tine—. Y Philippa. Y a mí me va a tocar ya. ¿Has tenido
que recitar algo?
—¿Jarven Schönwald? —dijo la mujer del traje, que había bajado por la escalera
detrás de Kerstin—. ¿Eres tú? Te toca.
Revisó a Jarven de arriba abajo, y la chica tuvo la impresión de que había una
profunda desaprobación en su mirada. ¿Había mirado a alguna otra de esa
manera? ¿Se estaba preguntando cómo una chica con la pinta de Jarven tenía la

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Kirsten Boie Skogland

osadía de hacer perder el tiempo a los miembros del jurado cuando debía saber de
sobra que no tenía la más mínima oportunidad? Jarven volvió a sentir que se
ponía roja como un tomate.
—¡Cruzo los dedos! —gritó Tine tras ella—. ¡Lo lograrás, Jarven!
Pero Jarven ya sabía por fin lo que debía hacer.

—Sí, soy la señora Schönwald, dígame —dijo la madre de Jarven, doblada sobre el
mostrador de recepción para alcanzar el teléfono—. ¿Oiga? ¿Le ha ocurrido..., le ha
ocurrido algo a mi hija? — se dio cuenta de que temblaba al hablar.
—¿Señora Schönwald? —sonó una voz profunda al otro lado del aparato—. Aquí la
comisaría del distrito dieciséis. Esté tranquila, por favor. Su hija saldrá adelante.
—Saldrá... —susurró la mujer, sus piernas parecían incapaces de soportar su
peso—. Pero ¿qué...?
—Desgraciadamente su hija ha tenido un accidente, señora Schönwald —dijo la
voz con precaución—. La ha atropellado un vehículo...
—¡No! —murmuró ella.
La recepcionista estaba a su lado, preparada para aguantarla si se desmayaba de pronto.
—Ha sufrido numerosas roturas y todavía sigue inconsciente —continuó la voz al
otro lado—. Por suerte, un médico ha podido atenderla en el mismo lugar de los hechos y
estamos convencidos de que saldrá adelante. Ahora está en el Hospital de Santa Catalina,
en Lübeck.
—¿En Lübeck? —se asombró la mujer—. ¿Cómo que en Lübeck?
—El helicóptero de salvamento la ha llevado allí —dijo el policía—. ¿Me ha
comprendido bien? En el Hospital de Santa Catalina, está a las afueras, la calle se llama del
Bosque.
—Sí —susurró la madre de Jarven—. Entiendo.
—¿Tiene un plano? —preguntó el policía—. Allí encontrará el hospital. Está junto a la
estación eléctrica. Vaya hacia allí. Hospital de Santa Catalina, Lübeck, calle del Bosque.
—Sí —respondió, y oyó cómo colgaban.
La recepcionista la miraba petrificada.
—¿Le pido un taxi? —preguntó—. No puede conducir en su situación.
Pero la madre de Jarven se había rehecho.
—Tardaría mucho —dijo ya de camino hacia los cuartos de servicio para recoger su bolso
—. Explíqueselo al señor, por favor... Yo tengo que...

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Luego se puso a correr.

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Capítulo 5

Jarven no fue ni al escenario. Se quedó parada a la entrada de la sala, junto a la


mesa donde reposaban bolsos, móviles y billeteros, y buscó su recibo.
—Siento haberlos entretenido —dijo. Eso era lo correcto—. Pero lo he pensado
mejor y no quiero —y le alargó el recibo a Rupertus, que era el que se había llevado
los objetos de valor.
Los de la película se la quedaron mirando. Tal vez nunca les había sucedido algo
similar.
—Tampoco me sé nada de memoria —añadió deprisa—. No puedo recitar nada.
Y... no quiero.
El hombre le cogió el papel.
—¿No quieres? —preguntó mirando a sus dos compañeros en busca de ayuda
—. Pero... ¿por qué no?
«No tengo por qué darle explicaciones —pensó Jarven—. Realmente no tenía ni
que haber venido». Pero habría sido poco amable decírselo a aquellas personas tan
simpáticas. Jarven no tenía experiencia en ser antipática.
Sacudió los hombros.
—Porque no —murmuró.
—¡Qué pena! —dijo Hilgard, y de pronto aquella sonrisa de anuncio apareció de
nuevo en su rostro—. Precisamente tú... Esta mañana ya te habrás dado cuenta de
que he salido detrás de vosotras... —rebuscó en su lista—. Jarven. ¿Jarven? ¿Te llamas
así?
Jarven asintió en silencio.
—Enseguida he tenido la impresión de que tú... de que tú eras justo la
adecuada, la que nosotros... —echó un vistazo a Rupertus y a Tjarks.
—¡Los tres lo hemos pensado! —dijo Rupertus—. Que tú eras la indicada, justo la
que buscábamos. Justo ella.

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Jarven recordó la mirada de la mujer.


—¡Y ahora vas y te rajas! —dijo Hilgard—. ¡No es ningún problema que no te sepas
nada de memoria! Hablar puede cualquiera.
Jarven le miró desconcertada.
—¡A eso se le da demasiada importancia! —dijo Rupertus, asintiendo.
—Se trata de... dar el tipo, ¡eso es lo que importa! —explicó Hilgard
enérgicamente—. ¿Lo entiendes? El carisma. Tú tienes carisma...
—¡Es increíble! —añadió Rupertus—. Lo hemos dicho enseguida, en cuanto te
hemos visto. ¿No te gustaría?
Tjarks permaneció callada.
A Jarven le habría gustado sentarse. Sentía un ligero mareo. Así que aquel joven
las había seguido por su causa al mediodía. Había gente del cine que la encontraba
más guapa que Tine. Que creían que ella tenía carisma.
«Carisma —pensó Jarven desconcertada—. Claro, puede ser. Mamá habla a
menudo de ello cuando practica con esos vejestorios. A lo mejor el carisma es lo único
que puede salvar a la gente aburrida».
Pero también podría ser que el papel para el que es taban buscando a alguien no
fuera el de la guapa y atractiva protagonista. Jarven recordó las películas que había
visto. Películas juveniles. En casi todas ellas había alguien que era gorda y fea, y
sudaba. Alguien con acné, de la que se reían todos. Tal vez ése era el papel adecuado
para ella.
—No sé —murmuró. Tampoco estaba tan gorda. No era escuálida como Tine y
Britt. Y, sobre todo, no era rubia—. ¿De qué papel se trata?
—Es... —dijo Hilgard, y de nuevo miró a los otros dos como si quisiera
asegurarse de que no iba demasiado lejos con sus manifestaciones—. ¡Te ruego que
no hables todavía con nadie! No se lo hemos contado a ninguna de las otras chicas.
Si te lo decimos a ti, es sólo porque estás pensando seriamente en desistir.
—No diré nada —aseguró Jarven—. Lo prometo.
Hilgard asintió.
—Comprenderás que mantener el secreto es uno de los principios
fundamentales del negocio del cine —dijo—. Pero hay cosas que puedo desvelarte.
Se trata de una princesa, sí, ¡no me mires así! Es una especie de... cuen to fantástico.
Pero para jóvenes. Nada infantil. Y sucede en nuestra época.
—¿Una princesa? —preguntó Jarven decepcionada. No podía creer que hubiera
alguien que se imaginara que una princesa pudiera ser como ella.

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Kirsten Boie Skogland

—Todo es muy complicado —dijo Hilgard—. Y ya comprenderás que tenemos


que ir con pies de plomo. En cuanto te hemos visto, hemos pensado que estabas
hecha para el papel. Así que piénsatelo. Aún hay gente esperando.
—Sí —susurró Jarven.
—¿Sí lo has entendido, o sí quieres hacerlo? —preguntó Hilgard. Su voz sonó
algo más fuerte y Jarven se avergonzó de haberlo retenido durante tanto tiempo.
—Sí, tal vez querría —murmuró—. Tal vez querría... intentarlo.
Hilgard asintió.
—Bien —dijo volviéndose hacia Rupertus, que mientras tanto había grabado a
Jarven y ahora la miraba en el monitor de la cámara. Éste le hizo un gesto de
asentimiento—. Puedes irte con las otras y esperar. Ya te avisaremos para el segundo
casting.
Jarven se giró hacia la puerta. Le temblaban las rodillas.
—¡Y recuerda lo que has prometido! —le gritó Hilgard a su espalda—. ¡Ni una
palabra a nadie!
Jarven negó con la cabeza y oyó cómo Tjarks llamaba desde la escalera:
—¿Tine? Eres la próxima que queremos ver...
Jarven le apretó la mano brevemente cuando Tine pasó a su lado. En realidad, su
amiga ya no tenía la más mínima oportunidad.

Había ido a toda velocidad por el carril izquierdo de la autopista, tocando el


claxon en varias ocasiones. No había mirado el velocímetro. Odiaba correr.
¿Por qué Lübeck?, pensaba la madre de Jarven. ¿Cuál había sido el lugar exacto
del accidente? Tendría que haberlo preguntado, y también lo que había ocurrido
exactamente... ¿Había salido Jarven volando por los aires? ¿O quizá (no quería
ni pensarlo) la habían atropellado? ¿Quedarían secuelas? ¿Cuáles? ¿Qué había
sucedido con su niña?
Mientras se sacaba de encima cada vehículo que tenía delante, iba sintiendo que
los latidos de su corazón se iban apaciguando, y al mismo tiempo, a medida que se iba
aproximando al hospital, se acrecentaba su miedo. Había mirado la salida adecuada
en el mapa, antes de ponerse al volante, pero tenía los ojos empañados y no veía
apenas nada. Sin embargo, era una calle sencilla de encontrar. No po dría tardar
mucho. Pronto estaría allí.
Jarven.
Tal vez no le había puesto demasiado fáciles las cosas, pero no le había quedado

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Kirsten Boie Skogland

otra alternativa. Su miedo siempre había sido excesivamente grande. Y ahora, para
colmo, un accidente. Parecía hasta de risa.
La madre de Jarven cambió a gran velocidad al carril de la derecha y emprendió
la salida de la autopista. En la curva se le fue algo el coche, pero rápidamente se hizo
con él. Todo recto y de nuevo a la derecha.
La luz cálida del atardecer cubría los campos y las praderas, en la distancia se
perfilaban las torres de la ciudad sobre el horizonte. ¿Por qué habría llevado el
helicóptero a Jarven hasta allí? ¿A un hospital tan apartado?
¿Qué funciones tenían los hospitales construidos tan alejados de las ciudades?
Clínicas de rehabilitación, balnearios para enfermos crónicos, hospitales para
accidentados. La cosa tenía que haber sido fea si no habían llevado a Jarven a un
hospital normal.
—Jarven —susurró. Sería fuerte como siempre.
La calle del Bosque era estrecha y ni siquiera tenía rayas pintadas. Seguía
kilómetros adelante, entre los campos, sin ninguna construcción ni a derecha ni a
izquierda, desigual y llena de baches. ¿Qué era lo que había que esconder tanto?
¿Qué podía haber allí?
Se acabó la calle.
La madre de Jarven frenó en el último momento. Una cadena roja y blanca
separaba la calzada del bosque vecino. Ninguna casa, ningún hospital.
¿Se habría equivocado al leer el letrero de la calle? ¿Se habría pasado algún desvío?
Echó marcha atrás, los neumáticos crujieron, maniobró para girar en aquel mínimo
espacio. El motor rugió al emprender a excesiva velocidad el camino de regreso.
De pronto, frenó de golpe. Se aproximaba un coche a la misma velocidad que
llevaba ella y no parecía que tuviera intención de apartarse a un lado. En vez de
hacerse a la derecha, se paró, con el parachoques casi rozando el suyo.
Ella abrió la puerta de un tirón.
—¡Gracias a Dios! —gritó—. Estoy buscando...
—El Hospital de Santa Catalina —dijo el conductor, y se acercó amistosamente.
Por el otro lado se apeó su acompañante, mostrando una ancha sonrisa.

—¡Me he sentido tan contenta de recordar todavía ese estúpido poema! —dijo
Tine—. ¿Sabes cuál? John Maynard1. Lo de la tormenta y el barco y cómo se muere
al final. Aguantó hasta alcanzar la orilla... ¡Genial! Se puede escenificar de una manera
tan dramática...
1
Popular balada del escritor alemán Theodor Fontane (1819-1898). (N. de la T.)

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Las tripas de Jarven crujieron y Tine se rió.


—¡Espero que no hayas hecho lo mismo allí arriba! —dijo—. ¿Qué has recitado
tú? ¿También John Maynard?
Jarven sacudió la cabeza.
—Nada —respondió. Del hambre que tenía le daba la impresión de que se iba
a desmayar allí mismo.
—¿Nada? —preguntó Tine mirándola con incredulidad—. ¿Y a pesar de eso te
han dejado para la segunda vuelta?
Jarven pensó hasta dónde podía llegar sin romper su promesa.
—Es por el aspecto que tengo —dijo cuidadosamente. Eso no podía ser
demasiado—. Creen que es el adecuado.
—¿Kerstin? —llamó Tjarks desde la escalera. Kerstin les hizo una seña y se fue
hacia arriba.
Ya sólo estaban ellas dos en la bolera. Tras el segundo casting nadie había
bajado y a Jarven le habría gustado saber si eso significaba que todas habían sido
eliminadas o que ya era tan tarde que, por ese día, ya habían mandado a sus
casas a las candidatas que aún quedaban.
—¡Pero entonces no sabrán si tartamudeas o algo así! —dijo Tine con
desconfianza—. ¡Si no has dicho nada!
—Todo el mundo puede hablar —dijo Jarven. Ella misma se dio cuenta de que
era una argumentación sin sentido. Pero la gente del cine tenía experiencia—. Eso
está demasiado sobrevalorado.
Tine le echó un vistazo y se mantuvo en silencio.
—Quiero irme a casa —dijo un rato después—. Hace por lo menos tres horas
que estamos aquí.
—¿Tine? —llamó la mujer desde la escalera—. Segunda vuelta.
Tine se levantó.
—Al fin —susurró—. ¡Te llamo luego! Quiero saber si tú...
—Chao —dijo Jarven con una seña.
Nunca había estado sola en la bolera. ¿Cuántas veces había ido a aquel lugar a
celebrar un cumpleaños? En dos ocasiones había logrado tirar los nueve bolos, pero
lo más normal era que fallara. Con su madre nunca iba allí. Aun que no lo hubieran
hablado nunca, Jarven sabía que jugar a los bolos no era una afición comme il faut.
Ahora que se habían marchado las demás, le pareció que la luz del techo era muy
estridente y que el suelo de la pista estaba sucio y arañado. «No se debería estar solo

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en un lugar hecho para el entretenimiento y la alegría de muchos», pensó Jarven. De


pronto aquel sitio la abrumaba. Como una feria de noche y bajo la lluvia, cuando se
paraban los tiovivos.
Miró el reloj. Su madre todavía no estaría en casa. No era necesario que se
enterara de toda aquella historia. Aunque superara la segunda vuelta, podría parar a
tiempo. ¿De verdad quería actuar en una película? Su madre no se lo iba a permitir
de ninguna manera. Y se enfadaría si se enteraba de que Jarven había acudido a
aquel casting sin su consentimiento.
—¿Jarven Schönwald? —llamó Tjarks desde la escalera. La joven pegó un
respingo.
En la sala los tres tenían el mismo aspecto cansado que ella.
—Jarven! —dijo Hilgard, radiante a pesar del cansancio—. Espero que sigas
estando bien.
Jarven asintió.
—¡Porque tenemos que comunicarte algo estupendo! —añadió pestañeando.
Jarven arrugó la frente. ¿No debería decir algo por lo menos en ese momento?
—¡Estás dentro! —dijo Hilgard—. Lo has conseguido. ¡Mi enhorabuena!
—¿Dentro? —preguntó Jarven confundida.
—¡Estás en la última ronda! —dijo Rupertus. Había soltado la cámara y apagado
el foco.
Hilgard sonrió.
—Y tienes muchas posibilidades. Para nosotros tres eres la candidata ideal. Pero,
por supuesto, nosotros no tenemos la última palabra.
—¿Yo? —dijo Jarven asustada—. ¿Me van a dar el papel a mí? ¿Soy mejor que...
Tine? ¿Y que Britt? —tendría que alegrarse y, en lugar de eso, sentía pánico.
Los dos hombres se miraron entre sí, luego observaron a Tjarks y titubearon. Por
fin Hilgard dijo:
—¿Por qué no puedes creértelo? Antes ya te hemos dicho...
—¡Pero mi madre no me lo va a permitir! —dijo Jarven—. ¡Ni siquiera quería que
viniera al casting!
Hilgard hizo un movimiento de la mano indicando que lo dejara estar.
—¡Ya conocemos otros casos! —dijo—. Nos ocurre a menudo, ¡créeme! Pero
cuando las madres se enteran de que su niña lo ha conseguido, que ha sido la
elegida entre un grupo de más de cien aspirantes...

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—¡Éste no ha sido el único casting para esta película! —explicó Rupertus. Tjarks le
echó una mirada reprobatoria.
—... entonces la mayoría de las veces se sienten tan orgullosas, que ya no tienen
nada en contra.
Jarven negó con la cabeza.
—Mi madre, no —susurró.
De repente se sentía absolutamente sumida en la desolación. No le importaba la
película, no le importaba el hecho de ser famosa. Ni siquiera sabía si de verdad
deseaba aquello. Lo único que le importaba era que su madre no le permitía nunca
nada, que se lo estropeaba todo, incluso cuando salía elegida entre un grupo de
más de cien chicas. Y que siempre iba a ser igual, durante toda su vida.
—¿Sabes qué? —dijo Hilgard—. Vamos a ir contigo a casa y hablaremos con ella.
¡Será muy fácil!
Jarven sacudió la cabeza.
—¡Todavía está trabajando! —dijo.
—¡Pues iremos a su trabajo! —propuso Hilgard. Parecía tan convencido que por
un instante Jarven llegó a creer que la cosa podría funcionar.
—Se pondrá furiosa —murmuró—. No quiere que la molesten.
Los del cine se miraron.
—¿Sabes? Es que... —dijo Rupertus.
—Tenemos que hablar con ella hoy... —explicó Hilgard—. Porque la decisión
final hay que tomarla este mismo fin de semana, y no la tomamos nosotros.
Jarven no lo entendió.
—Naturalmente, el director tiene que opinar —siguió Tjarks. Continuaba
poniendo cara de desear que éste se decidiera por otra chica—. Y el productor.
Por supuesto, ¡no vamos a tomar la decisión final en un hotel de campo! Tenemos
que volar a los estudios.
—¿Volar? —susurró Jarven. La sala comenzó a dar vueltas alrededor de ella.
Con dedos temblorosos abrió su mochila. Sacó el último trozo de su bocadillo y lo
mordió. Las rebanadas de pan se habían abarquillado en los bordes y estaban duras,
pero poco a poco se sobrepuso.
Hilgard se rió.
—¿Tienes un hambre de oso, verdad? —dijo—. Bueno, ¿por qué crees que hemos
realizado este casting un viernes? Para que, nada más acabar, pudiéramos volar con
nuestra candidata hasta los estudios y clarificar todo este mismo fin de semana.

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—Ya... —murmuró Jarven.


Eso significaba que todo terminaba allí mismo.
—Tu madre puede venir con nosotros —anunció Tjarks. Incluso cuando
decía algo agradable sonaba absolutamente seco—. ¡No es preciso que viajes sola!
Jarven se tragó el último mordisco.
—La mayor parte de los cursos los tiene los fines de semana —dijo con tristeza—.
Casi todos sus clientes trabajan y no puede cancelarles las clases.
Los tres se observaron entre ellos.
—¡Si hubiéramos imaginado que todo iba a ser tan complicado! —dijo Tjarks.
—¡Tine! —gritó Jarven—. ¡Sus padres se lo permitirán seguro! ¡Y volarán con
ella! ¡Llévense a Tine! —de pronto se sentía muy ligera, se había quitado un peso
de encima. Había sido la elegida, la que tenía más caris ma de todas las chicas, eso
era lo único que importaba. Todo lo que podía venir a partir de ahora le
producía hasta miedo. ¿Qué pasaba si el director decidía que ella no actuaba
bien? ¿Si se ponía muy nerviosa ante las cámaras?
Había sido maravilloso resultar seleccionada. Pero tal vez no quisiera rodar la
película.
—¿Te refieres a la chica que iba delante de ti? —preguntó Hilgard—. No te lo
tomes a mal, Jarven, pero es imposible que trabajemos con ella.
—¡Estáis a años luz una de la otra! —dijo Rupertus sin hacer caso de la mirada
severa de Tjarks—. No, estoy realmente convencido de...
Hilgard suspiró.
—Dime el número donde puedo localizar a tu madre —dijo—. Ahora mismo.
—¡Se va a enfadar! —exclamó Jarven, pero cogió el lápiz que el otro le ofrecía y
escribió el número del hotel—. ¡No se la puede molestar!
Hilgard puso expresión de disgusto.
—¡Creo que todavía no has comprendido lo que sucede aquí! —dijo—. ¡Ésta es
la oportunidad de tu vida! ¡Estamos hablando de una película de ámbito
internacional! ¡Así que lo menos que podemos hacer es interrumpir a tu madre un
minuto! —tecleó el número y cruzó la sala en diagonal hasta una esquina. Estaba
claro que no quería que Jarven escuchara.
La joven miró al suelo. Se asombró de lo pronto que comenzó a hablar. Tal vez
su madre se encontrara en la misma recepción.
La conversación duró un buen rato. Lo más probable es que su madre no
aceptara tan rápido. De vez en cuando Hilgard hacía grandes aspavientos con las

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manos, como si su madre pudiera verlo desde el otro lado. De pronto se rió.
—¡Estupendo! —gritó—. ¡Se lo agradezco! ¡Tiene usted una hija fantástica! —y
cerró el móvil.
—¡Buf! —exclamó Hilgard colocando la mano sobre el hombro de Jarven—. ¡Un
hueso duro de roer, sí! Qué bien que me hayas avisado antes.
Jarven le miró desconcertada.
—Está de acuerdo —dijo él, y le acarició el pelo a la chica—. Ha comprendido lo
que puede significar para ti. Y que ante una oportunidad así no debe interponerse
en tu camino. Tu madre es un poco miedosa, ¿no? Pero la he podido convencer.
«Qué suerte que me haya comido el bocadillo. Si no, ahora me caería de
espaldas», pensó Jarven.
—Ha dicho que te mandará un mensaje —continuó Hilgard—. ¿Te alegras? ¡Es
la oportunidad de tu vida!
Jarven asintió. Le parecía todo irreal.
—Suena —dijo, y sacó el móvil de la mochila. Era el número de su madre. Había
tres mensajes seguidos y Jarven abrió primero el equivocado. Por fin tuvo el texto
completo:
Querida Jarven —había escrito su madre—: Al principio la idea me ha dado mucho
miedo, pero ese joven tan simpático me ha convencido. Yo también creo que debes aprovechar esta
oportunidad. Ya sabes que tengo que trabajar el fin de semana y me parece bien que, a pesar de ello,
tú puedas vivir algo especial. ¡Pásatelo bien, Jarven! Tal vez estos últimos años te haya prohibido
demasiadas cosas. ¡Cruzo los dedos! Hazme llegar noticias tuyas, mejor por SMS. Te quiero.
Mamá.
«Oh, mamá —pensó Jarven—. Querida, querida mamá. Y por fin ha aprendido a
escribir las mayúsculas».
No podía recordar cuándo había sido la última vez que había sentido tanta
ternura hacia su madre.

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Capítulo 6

Pasaron por su casa para recoger el cepillo de dientes, el pijama y ropa para
dos días. Los hombres se habían quedado en el coche; sólo Tjarks la acompañó
arriba y esperó en el recibidor. Seguía poniendo cara de desear cambiarla por una
de las otras chicas.
Una vez que estuvieron los cuatro en el coche, el mismo que Jarven había visto
junto con Tine a las puertas del colegio aquel mediodía, se dio realmente cuenta de
lo que aquello significaba. Sabía que habría tenido que cantar de alegría, pero en
lugar de eso se sentía algo nerviosa y con miedo.
¡Si por lo menos Tine hubiera estado con ella!, pensó la chica. O alguien que la
conociera, daba lo mismo quién. «Yo no soy tan valiente como para ir con tres
desconocidos al aeropuerto y volar a esos estudios que ni siquiera sé dónde están...»
—Bueno, ¡ya hemos llegado! —dijo Hilgard, y se volvió sonriendo hacia Jarven—.
Sacaré tu bolsa del maletero.
Jarven miró asustada por la ventanilla.
—¿Esto es el aeropuerto? —preguntó.
Una pista; un edificio con un radar en el techo; campos de trigo y pastos para las
vacas. Un aparcamiento diminuto. Seguro que los demás de su clase no salían de allí
cuando se iban a Mallorca o a Canarias de vacaciones.
—¿Creías que íbamos a tomar un vuelo regular? —preguntó Hilgard
amistosamente mientras le abría la puerta del coche—. ¿O un chárter? Así has
volado siempre, ¿no? Deberás acostumbrarte ahora que vas a formar parte del
equipo. Tenemos nuestro avión privado. ¿No tendrás miedo?
Jarven negó con la cabeza.
—Sí —dijo luego.
Hubiera preferido regresar. Volar sola con tres extraños hacia un lugar
desconocido ya era bastante malo, pero por lo menos en un avión normal habría
otras muchas personas normales sentadas a su alrededor, conversando sobre su

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destino absolutamente normal y pasando el mismo miedo que ella; y tal vez así
todo le habría parecido mucho más habitual y lógico, por lo menos un poquito.
En lugar de eso, ahora tenía que subirse en ese aparato privado, que sólo contaba
con seis asientos, y no ayudaba nada que Rupertus, que acababa de sentarse en el
asiento del piloto, la mirara sonriendo animoso.
—Ya verás como te gusta —dijo—. No va a haber turbulencias. Será un viaje muy
tranquilo, y tendrás la posibilidad de admirar el mar al atardecer. En dos horas
habremos llegado.
—Gracias —susurró Jarven. Tjarks, con su cara de mal humor, la había ayudado a
abrocharse el cinturón y ahora le sonreía por primera vez. Sólo era una pequeña
sonrisa, pero la chica notó que le confería algo de valor—. Nunca he volado —se
atrevió a decir.
La mujer se sentó al otro lado del estrecho pasillo y abrochó su cinturón con
movimientos rápidos y seguros.
—Siempre hay una primera vez —dijo.
—Y tampoco sé... —continuó Jarven. Las hélices comenzaron a girar, el motor
rugió y ella dejó de hablar. Había tanto ruido que habría tenido que doblarse sobre el
pasillo y gritarle directamente al oído para conseguir hacerse entender.
Tjarks dijo algo, pero Jarven sólo vio que sus labios se movían. Entonces el
aparato comenzó a rodar, cada vez más rápido, y, de pronto, la chica sintió que
levantaba el morro y abandonaba el suelo.
«¡Así que esto es volar! —pensó algo defraudada—. Tan sencillo, tan rápido se
sube al cielo, más y más alto, de manera tan fácil y tan normal».
Tjarks se desabrochó el cinturón y se aproximó a Jarven.
—¿Has pasado miedo? —preguntó. Su sonrisa era tan tenue como antes, pero a
pesar de ello la joven sintió un alivio infinito.
—Para nada —respondió.
El avión se agitó un poco, casi como un coche sobre una calle llena de baches, y
se situaron por encima de las nubes. Jarven cerró los ojos por unos segundos, la
claridad de la luz la cegaba.
Y de pronto la inundó un sentimiento de felicidad. «¡Me han elegido a mí, a
mí! —pensó observando bajo ella las nubes de un blanco reluciente—. Y estoy
volando en un avión privado por encima de las nubes, porque tengo el aspecto
adecuado para esta película, y no Tine, ni Britt, ni Kerstin, y el lunes en el colegio se
lo contaré a todas. Siempre que no parezca que me echo un farol...».
Lo que le daba rabia era no haberse llevado una cámara, y su móvil era viejo. De

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tenerla, habría podido hacer fotos: del pequeño avión, de las nubes desde la
ventanilla, de los hombres que pilotaban frente al panel de control. Y durante los dos
días siguientes, en el último casting, seguro que también. ¿Cómo iban a creerla los
demás, en casa, si no?
—¿Chicle? —preguntó Tjarks. Tal vez se habría equivocado, tal vez aquella mujer
no la encontrara tan imposible. Quizá aquél era su aspecto habitual. Había per-
sonas con cara de amargadas y había que compadecerlas por eso.
—Gracias —murmuró Jarven diciendo que no con la cabeza. Las nubes
desaparecieron y en medio del azul brillante del cielo surgió una mancha de agua,
que se extendía hasta el horizonte—. ¿Qué es eso?
—El mar del Norte —respondió la mujer—. Volaremos rectos hacia el norte y
luego giraremos hacia...
—¡Sí! —dijo Jarven aturdida—. ¿Adonde nos dirigimos en realidad? —estaba
asombrada de sí misma. Debería haber hecho aquella pregunta mucho antes.
—A Skogland —dijo Hilgard, y se giró hacia ella sonriendo—. ¿No lo sabías? Pero
cuando aterricemos es mejor que mastiques un chicle. Tus oídos te lo agradecerán.

Lo más inteligente sería tratar de encontrar a Lirón de la forma más rápida


posible. Toda la noche cavilando para llegar a esa única conclusión no era mucho.
¿Cómo ir? En tren, no; en autobús, tampoco. ¿Qué otros medios había? ¿Era
posible parar un coche? Estaba demasiado lejos para ir andando. Y todos se
quedarían mirando aquella chaqueta a cuadros que le quedaba tan grande...
Pero no quedaba otra posibilidad, por lo menos no se le había ocurrido nada más
en aquella noche en blanco. ¿Qué diría Lirón cuando viera aparecer a aquel chico
desconocido?
(Que, por supuesto, se lo podría aclarar todo.)
En todo caso, tenía que llegar hasta Lirón. Lirón significaba seguridad, quizá...
Y, si era posible, debía hacerse con otra chaqueta. Los cuadros resultaban
demasiado evidentes. Un chico con una chaqueta de cuadros, demasiado grande,
todos se volverían a su paso. Pero sin chaqueta hacía frío por la mañana y por la
tarde, y sobre todo por la noche, a pesar de estar en verano. Allí, tan al norte, con
aquellas noches claras, llenas de luz. Menos mal que tenía la gorra para disimular
un poco.

La última media hora fue el periodo más bonito de todo el viaje. El sol había
llegado al borde del cielo, realmente al borde, como si la Tierra no fuese una esfera y

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el universo, infinito. Su reflejo había pasado de un brillo claro a un rojo


deslumbrante; la hora de tintes azulados en la que la luz recibe a la oscuridad era,
allá arriba, roja, cálida y agradable. Despedida del día.
Tras una profunda curva, bajo ellos se encontraba ahora la tierra; habían empezado
a bajar, más y más, y las manchas negras, apenas perceptibles, se habían
transformado en bosques, lagos y, al fin, en árboles individuales, granjas, claros y
pequeños huertos.
Luego llegó la oscuridad y Jarven se preguntó si sus compañeros de viaje
habrían elegido la hora del vuelo a propósito, para que ella pudiera vivir todas
aquellas sensaciones: los rayos de luz sobre las nubes, el rojo atardecer y, por fin, la
alfombra bordeada de innumerables luces que se abría bajo ellos y que sobrevolaron
en círculo antes de que el piloto comenzara a descender y en pleno crepúsculo se
insinuaran las casas de la ciudad, sobre cuyos tejados planearon, hasta que el
aparato aterrizó casi sin inmutarse en la pista, entre una cadena de luces de
posición rojas y verdes: allí estaba el aeropuerto que Jarven, al despegar, había
echado de menos, grande y ruidoso, con aviones de todos los tamaños aparcados a
la espera y una terminal luminosa.
—¡Ya estamos aquí! —dijo Hilgard con un dejo de orgullo en su voz, y se volvió
hacia Jarven mientras Rupertus continuaba conduciendo el aparato, con las hé-
lices todavía en movimiento, por la pista central—. En la capital.
Jarven apretó el rostro contra el cristal de la ventani lla. Así tenía que ser la
llegada de un avión, exactamente así. Luces y personas y bullicio. Sacó el móvil de la
mochila. Ya podía encenderlo. Le escribiría a su madre lo maravilloso que había
sido el viaje. Y qué bonita la llegada. Y que ya no tenía miedo, nada de miedo.
—¡Bienvenida a Skogland! —dijo Tjarks sacando su bolsa del portaequipajes
superior. En su voz también había algo parecido al orgullo—. ¡Te deseo una
estupenda estancia entre nosotros!
El aparato se detuvo ante un hangar. Tjarks abrió la puerta y extendió la
escalerilla. Un hombre de traje se acercó a ellos con las manos hundidas en los
bolsillos. Su madre decía que si el traje era lo bastante caro se podían meter las
manos en los bolsillos descuidadamente. Si no, no resultaba elegante. ¿Y quién
podía descubrir, ya al primer vistazo, lo caro que era un traje?
—¡Hola, Bolström! —saludó Hilgard, y saltó desde la cabina—. ¡Hemos llegado a
la hora exacta!
Ése debía de ser el director, pensó Jarven. O el productor. Tenía el aspecto que
ella siempre había creído que tenían los cineastas: alto y rubio, ancho de hombros,
y con una sonrisa cálida que destacaba sobre su rostro moreno.
—¿Es ella? —preguntó Bolström haciéndole una señal con la cabeza—. Al primer

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vistazo... sí, podría valer.


Dio un paso hacia Jarven y le extendió la mano.
—Jarven? —dijo—. Si lo he entendido bien te llamas Jarven.
La chica asintió. Era un traje caro.
—¡Bienvenida a Skogland! —dijo el hombre.
El móvil de Jarven dio un pitido.
—¿Es usted el director? —preguntó Jarven insegura—. Todavía no he recitado...
Tal vez no pueda...
El hombre se rió.
—Sí, el director, ése soy yo —dijo dándole un buen apretón de manos—. Aquí
soy el director. Y eso de recitar... ya lo aclararemos. Primero Tjarks y el señor
Hilgard van a llevarte a Österlind para que pases la noche. Y ma ñana a primera
hora ya lo veremos.
—¿Österlind? —preguntó Jarven—. ¿Están allí los estudios? —en ese momento
Rupertus desapareció en el hangar.
Tjarks se había unidos a ellos dos.
—Österlind es una finca cerca de la capital —explicó ella—. Es muy bonita y
tiene todo tipo de comodidades. Allí podrás reponerte esta noche de las tensiones
de todo el día. Todo ha sido muy emocionante para ti hoy, me imagino.
Jarven asintió.
—¿Las otras también dormirán allí? —preguntó.
El director se rozó la sien con el dedo en un acto reflejo.
—Entonces me marcho —dijo a Tjarks y a Hilgard, y, haciéndole una seña a
Jarven, añadió—: Mañana nos vemos —luego desapareció, sin volverse ni una vez,
por el borde de la pista.
Tjarks se le quedó mirando unos segundos más y luego suspiró.
—¿Qué otras? —preguntó—. ¿A quiénes te refieres?
—Las de los otros castings —contestó Jarven. Se aproximaba una limusina negra
y Jarven vio que Rupertus iba de nuevo al volante—. Las que vienen también para
la selección final.
Hilgard se rió mientras le abría la portezuela del coche.
—¡Tú eres nuestra favorita! —dijo—. Creía que ya lo habías entendido. Eres
nuestra favorita absoluta. Y mientras no nos defraudes, tuyo será el papel.

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Kirsten Boie Skogland

—No hay otras... ¿Soy la única candidata? —preguntó Jarven asustada. La


limusina se deslizaba despacio por la pista hacia una gran puerta. Un joven vestido
con un mono, alto y rubio y con aspecto de participar en una película él también,
abrió la reja y salieron a una ancha carretera. El automóvil se sumergió sin rechistar
en el tráfico fluido.
—¡Creía que ya lo habías comprendido! —repitió Hilgard—. Bueno... el director
tiene que dar el visto bueno. Mañana y pasado serán dos días de pruebas
constantes, eso puede resultarte algo pesado. Ha tenido una idea genial, te vas a
quedar alucinada.
—Pero ¿no será... no será muy difícil? —preguntó Jarven asustada. Sintió que el
miedo regresaba.
A su lado, en el asiento del coche, Tjarks se rió. Sonó casi alegre.
—¡Nada difícil, al contrario! —dijo—. Te quedarás asombrada. Te gustará. Le
gustaría a cualquier chica, créeme.
Por las ventanillas pasaban las casas; edificios majestuosos, blancos, con adornos
de estuco sobre las ventanas, molduras y esculturas, y bajo los faroles de las calles
paseaban personas cargadas con bolsas, comiendo patatas fritas; grupos de gente
joven que reía; ancianos, tanto hombres como mujeres, casi siempre solos,
cuyos pasos indicaban a Jarven lo cansados que se sentían y lo deseo sos que
estaban de regresar a sus hogares.
«Igual que nosotros —pensó Jarven apoyándose de nuevo en el respaldo del
asiento—. Con algo más de luz quizá. Todo parece tan perfecto... Pero muy normal.
Soy su favorita».
Entonces se acordó del pitido del teléfono.
Jarven, ¡querida!—había escrito su madre—. Ya tienes que haber llegado. Escríbeme cómo te
va. (¡No me llames!¡Todavía me queda un grupo!) Te quiero. Mamá.
Jarven buscó el menú y le dio a «responder». Una madre menos miedosa no
habría enviado tantos SMS; qué bien que ella fuera así de miedosa. La consolaba
tanto leer sus mensajes. Tal vez porque escribía con un tono mucho más tierno que
el que empleaba cuando le hablaba, en casa.
El avión era superbonito. Tengo ganas de que llegue mañana. Jarven titubeó unos
segundos, luego siguió tecleando. Yo también te quiero. Jarven.

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Kirsten Boie Skogland

Capítulo 7

En cuanto salieron de la ciudad, Jarven no pudo descubrir mucho a través de


la ventanilla. El paisaje que pasaba por su lado era oscuro: a menudo, bosques;
de vez en cuando, campos; en un momento determinado, Jarven vio un grupo de
corzos que se recortaban como sombras negras sobre el cielo gris y que no hicieron
el menor caso del automóvil.
Un rato después torcieron por un paseo, al final del cual, iluminada por faroles
a derecha e izquierda, había una vieja puerta de ladrillos. Rupertus redujo la
velocidad y se dirigió a paso de hombre por un largo acceso adoquinado hacia el
edificio central, que en el crepúsculo resaltaba únicamente por su color blanco
mate.
—¿Esto es Österlind? —susurró Jarven, y aguantó la respiración. Tal como lo
veía bajo la luz de la luna, casi parecía un palacio infinitamente más hermoso que
cualquier casa en la que la chica hubiera estado—. ¿Es... un hotel?
Había hoteles de lujo situados en castillos o palacios; personas con dinero podían
pasar las vacaciones allí. En una ocasión los padres de Tine le habían dado
vueltas a la idea de hacer un recorrido por hoteles «con encanto» durante la época
de Pascua. La madre de Tine le había enseñado a Jarven el folleto: había una foto de
un hotel muy parecido a aquel edificio. Pero era demasiado caro.
Tjarks se rió. Desde el viaje en avión se había vuelto mucho más simpática.
—Es la vieja hacienda real —explicó—. Antiguamente, cuando todo estaba lejos
de todas partes, la familia real se alojaba aquí en verano para recuperarse de las
labores de gobierno. Ahora el palacio se encuentra a un tiro de piedra de la capital, a
la princesa le gustaba vivir aquí. La nueva residencia de verano está en el Estrecho
Norte y tienen otra más en una isla del Mediterráneo.
—Oh —dijo Jarven desconcertada, y pensó qué era realmente lo que ella sabía
de Skogland, ni siquiera podría decir exactamente dónde estaba situado aquel país—.
¿Y por qué estamos...? ¿Por qué yo...?
El automóvil se detuvo. La grava crujió bajo los pies de Rupertus cuando éste fue

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Kirsten Boie Skogland

al maletero para sacar su bolsa.


Pero Jarven esperó a la respuesta, antes de abrir la puerta del coche para bajar.
—Es el lugar ideal donde prepararte con tranquilidad para tu cometido —dijo
Tjarks—. ¿No te gusta? Nosotros nos sentimos muy felices de poder estar aquí —
inclinó la cabeza y se bajó.
«Yo también soy muy feliz —pensó Jarven—. Por lo menos, eso creo. He volado
por primera vez en mi vida y ahora voy a pasar la noche casi en un verdadero
palacio. Tengo que contárselo a mamá. Y a Tine».
Contempló la fachada blanca de abajo arriba, luego echó un vistazo por encima
del hombro para mirar los árboles centenarios del paseo. Había sido un día
fantástico, como un cuento, como una película, y todavía se arrepin tió más de
haber dejado su cámara de fotos en casa. No sólo como prueba para los otros.
También como prueba para sí misma.
Hilgard señaló la alta puerta de entrada, invitándola a pasar.
—¡Adelante! —dijo.
No apareció ningún mayordomo vestido de negro.

Había salido el sábado a primera hora de la mañana desde las montañas del
norte para llegar puntual a su cita en la ciudad. La Isla del Sur no era demasiado
grande y ya hacía años que las vías de comunicación eran tan perfectas que
permitían alcanzar gran velocidad; pero a la hora de conducir él prefería tener
tiempo por delante para poder admirar el paisaje con tranquilidad. Skogland.
Amaba su país como todos los eskoglandeses, y sabía lo bien que les iba. A todos.
«Incluso a los campesinos —pensó—. Nuestros libres campesinos eskoglandeses
trabajan duro, pero gozan de una buena vida».
En la hierba a los bordes de la carretera brillaba el rocío y puso el mando de la
calefacción en la posición más baja. Cuando recorría la zona de bosques muy de
mañana, y el sol todavía no alcanzaba el suelo en muchos lugares, le gustaba
disfrutar de la sensación de frío también en el coche.
Un poco más allá dos corzos cruzaron la carretera. La luz de la luna iluminaba
las praderas, las ricas tierras de cultivo, un campo de centeno verde claro. Los nabos
acababan de florecer.
Vio la figura mucho antes de llegar junto a ella, en aquel lugar el camino se
empinaba formando una colina que parecía trazada con regla. Del mismo marrón
grisáceo que el suelo, acuclillado en el arcén, había alguien. Por un momento tuvo
miedo de que hubiera ocurrido una desgracia, de que hubiera un herido allí
tirado, pero de pronto la figura saltó y adoptó con su mano el gesto habitual de

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Kirsten Boie Skogland

autostop. Pretendía que le llevara.


El hombre titubeó. Antes, en el campo, siempre paraba; a menudo había niños
que querían ir de una granja a otra, las distancias eran largas y no siempre pasaban
autobuses suficientes. También había recogido a jóvenes que viajaban por el país, la
bella Skogland, que querían llegar a la próxima estación o al siguiente albergue,
cansados tras un día de excursión por los umbríos bosques eskoglandeses. Los
llevaba a gusto, conversaba con ellos, se alegraba de poderlos ayudar sin que le
costara nada.
Redujo la marcha. En los últimos años se había vuelto más prudente; convenía
ver a quién se recogía, e incluso examinándolo despacio no se podía estar seguro.
En el norte se habían complicado las cosas, en todas partes reinaba el descontento,
y eso hacía que en el sur hubiera miedo. Apagó el ventilador. El del arcén era un
chico, muerto de frío, como si hubiera pasado la noche en los bosques, no más de
doce años, trece quizá. Sólo un chico embutido en una chaqueta de cuadros
demasiado grande para él, y ahora que conducía el coche casi a paso de hombre en
su dirección, descubrió que un mechón rubio se asomaba bajo su gorra.
El conductor respiró hondo. Bajó el cristal de la ventana del copiloto y se inclinó
sobre el asiento.
—¡Buenos días! —saludó amistosamente—. ¿Adonde te diriges?
El chico había encogido la cabeza entre los hombros y llevaba los brazos
cruzados protegiéndose el cuerpo. El sol de la mañana todavía no tenía fuerza
suficiente para calentar.
—¿Va en dirección a la capital? —preguntó. Su voz traslució que temblaba de
frío.
El hombre asintió.
—Llevamos el mismo camino —dijo—. Sube.
El chico abrió la puerta y se dejó caer en el asiento. Luego, con un movimiento
reflejo, se caló la gorra hasta los ojos.
—Gracias —murmuró.
El hombre pisó el acelerador y subió la calefacción al máximo.
—Pronto entrarás en calor —dijo—. ¿Llevas mucho rato ahí que tienes tanto
frío?
El chico no le miró, tenía la vista fija en la carretera. Llevaba la cara sucia, casi
como si se la hubiera frotado con una mano llena de tierra y luego se hubiera
olvidado de lavársela. Un chaval tímido, pero así eran a su edad, también él lo había
sido.

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Kirsten Boie Skogland

—A estas horas viaja muy poca gente —comentó el chico—. Y todos tenían
mucha prisa.
A pesar de que sus vestimentas fueran tan pobres y estuviera tan sucio, hablaba con un
acento educado, ni un ápice de la extraña jerga de los eskoglandeses del norte. El
conductor se sintió intrigado.

Cuando Jarven se despertó, un rayo de sol atravesaba las espesas cortinas y caía en
el suelo junto a su cama. Eran las seis y media. Muy pronto todavía.
Se sentó e impulsó las piernas hacia el borde de la cama. El lecho era alto, mucho
más que los de su casa, y muy anticuado. Sobre el cabecero había una especie de dosel.
La noche anterior apenas había podido dormir de la emoción. A su llegada la casa
estaba vacía y únicamente iluminada por las luces de emergencia de todos los pasillos.
Subieron al primer piso, Tjarks le enseñó la habitación de la esquina y se rió cuando Jarven
le preguntó si esa cama era realmente para ella. Le sugirió que se fuera a dormir enseguida
ya que el día siguiente iba a ser muy extenuante, pero luego volvió con dos botellas de
agua mineral y una pequeña bandeja con pan, queso y muslitos de pollo asados.
—¡No vaya a ser que no puedas dormirte de hambre! —dijo, y le enseñó la puerta
tapizada tras la que se encontraba un grande y luminoso baño.
Jarven nunca había pernoctado en otro lugar que no fuera su casa. Salvo en casa de
Tine, algunas veces. Nada más. Su madre no le había permitido asistir a ningún viaje
organizado por el colegio.
Recorrió la habitación, abrió los cajones de la cómoda (vacíos), miró por la
ventana la gran extensión de la plaza frontal, ahora oscura; se sentó en uno de los
silloncitos de bordados gobelinos. Cuando finalmente se fue a la cama, dejó
encendida la lámpara de la mesilla. Estaba contenta de que ya hubiera pasado la
noche.
Sentía el suelo de madera caliente bajo sus pies. El parqué, con algunos listones
oscuros que formaban elementos decorativos sobre la madera clara, estaba
cubierto en algunas zonas por gruesas alfombras. Jarven descorrió las cortinas y
miró hacia fuera por los ventanales laterales.
La luz de un sol radiante inundaba el jardín. El césped estaba jalonado por
parterres de flores; los arbustos, recortados como esferas o conos, formaban orillas
simétricas; en algún lugar cantó un pájaro y otro le respondió. Lo demás era silencio.
«¿Cuántos jardineros son necesarios para un jardín así? —pensó Jarven—. ¿Cuántas
mujeres de la limpieza, para una casa de este tamaño? ¿Quién vive aquí? ¿Ahora
mismo? ¿Y habitualmente? ¿Está siempre tan vacía como ahora porque el rey tiene
una nueva residencia de verano, o incluso dos?».

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Kirsten Boie Skogland

«El rey y la reina y todos sus hijitos. ¿Hay hijos reales? No sé nada de Skogland —
pensó Jarven, al igual que la tarde anterior—. Y nada de nada de quiénes
pertenecen a la familia real. Verdaderamente no sé apenas nada de familias reales, ni
de la de Inglaterra ni de la de Suecia, ni de donde sea que las haya». Lo cierto era
que cuando en la televisión ponían un programa sobre las casas reales de Europa,
en Pascua o en Navidades casi siempre, su madre cambiaba de canal de mal humor.
«¡Qué estupidez! —solía decir con una rabia que dejaba a Jarven desconcertada
—. ¡Qué pérdida de tiempo más absoluta e idiota! ¡Qué chorradas dice esa gente!
¡Son sólo mentiras!».
Y a Jarven tampoco le había interesado nunca el tema. Prefería a los cantantes y
a los actores de cine. Ahora, sin embargo, habría sido mejor que hubiera sabido
algo sobre la familia real de Skogland, en cuya cama había dormido.
Jarven se rió. Descorrió las cortinas de los dos ven tanales hasta que la luz
inundó toda la habitación y luego se tumbó de espaldas en la cama. Tal vez
pertenecía a la propia princesa de Skogland, si es que la había. A lo mejor había
dormido la noche pasada en la cama de la princesa...
Se sentó, cogió el muslo que quedaba en el plato y lo mordió. Bajo la piel la carne
estaba fría y correosa, y lo dejó de nuevo.
—¡Soy la princesa de Skogland! —dijo con voz profunda, y caminó por el cuarto
con los brazos abiertos.
En el espejo de la cómoda vio a una chica con los cabellos oscuros, revueltos de la
noche, y un pijama que ya hacía tiempo que le quedaba demasiado corto, paseán-
dose por el cuarto con aspecto serio.
—¡Soy Jarven, princesa de Skogland!
¿Quizá el día anterior la habían seleccionado por eso, tal vez tenía que ver con
aquello que llamaban carisma? Ahora que había dormido en aquella habitación y
se había despertado en aquella cama, podría imaginarse más fácilmente que era una
princesa.
—¡Yo y no Tine! —gritó Jarven, y saltó de nuevo sobre la cama—. ¡Yo y no Britt!
¡Soy la princesa de Skogland!
De pronto se calló, asustada. Si hablaba demasiado alto, a lo mejor despertaba a
alguien en las habitaciones vecinas. Se moriría si se hubiera oído lo que acababa
de gritar, menuda vergüenza.
Jarven escuchó, pero al otro lado de la pared ni siquiera se oyó el crujido de una
cama. Respiró hondo. En el futuro tendría que ser más cuidadosa.
En la mesilla junto al cabecero había un teléfono, blanco y antiguo como en las
películas del siglo pasado. Podría llamar a su madre. Jarven levantó el auricular y se

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Kirsten Boie Skogland

lo puso al oído. La sorprendió lo pesado que era.


Enseguida lo colgó de nuevo. No iba a hablar con el extranjero a costa del dueño
de la casa, aunque fuera el rey el propietario de la línea y, por tanto, el que pagara
por ella. Un rey tendría dinero suficiente.
Pero no se trataba de eso. Es que hacer pagar a otro una llamada a larga
distancia era un robo, eso habría dicho su madre. Y no se habría alegrado por una
llamada que era un robo.
Fue de puntillas a la silla donde había dejado la ropa y sacó el móvil de la
mochila. Tal vez no debería llamar por teléfono a nadie un sábado por la mañana a
esas horas, pero sí podría mandar un mensaje de buenos días.
Escribió a su madre diciéndole que había dormido bien. Que lucía el sol. Que
toda la finca estaba como muerta y que ya le contaría en el siguiente SMS quién vivía
allí. Bsss, Jarven.
Luego le tocó el turno a Tine. Hola, Tine —escribió—. No lo vas a creer cuando te cuente
dónde he venido aparar. ¡A un palacio con una cama con dosel! Es total. ¡Contesta! Jarven.
Pulsó «enviar» y esperó la confirmación. Cuando ya iba a cerrar el móvil porque
estaba tardando demasiado, salió en la pantalla la leyenda «envío fallido».
Jarven frunció el ceño. ¿Qué había hecho Tine con su móvil? ¿Quitarle la tarjeta?
A veces Tine era algo caótica, pero que su móvil tampoco funcionara ya parecía
demasiado.
«Lo fundamental es que mis mensajes le lleguen a mamá —pensó la chica—. A
Tine ya se lo contaré todo pasado mañana».
En ese momento sonó el teléfono blanco.
—¿Jarven? —dijo la voz amistosa de Hilgard—. Espero no haberte despertado.
Pero nos gustaría desayunar contigo. Hoy tienes una agenda muy completa. ¿Te
puede recoger la señora Tjarks dentro de un cuarto de hora?
—¡Claro! ¡Sí! —respondió la chica.
De pronto el miedo y la tensión habían regresado.

Habían hecho todo el trayecto en silencio, pronto estarían en la ciudad. La


mayor parte del tiempo el chico había mantenido los ojos cerrados, como si
durmiera, sólo de vez en cuando echaba mano a la gorra con un gesto casi asustado
y se la calaba hasta las orejas.
El hombre sonrió. Le habría gustado un compañero más entretenido y, en lugar
de eso, ni siquiera se atrevía a encender la radio para no despertar al muchacho. De
todas maneras, se sentía relajado y contento. Era bueno ayudar a un niño que no

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parecía tener dinero para pagarse el viaje en tren. Lo que seguía sin concordar con
aquel acento.
Aproximadamente una hora antes de llegar a la ciudad, los adelantó un coche
deportivo justo cuando se aproximaba un camión en el otro sentido; el hombre
frenó de golpe.
—¡Maldita sea! —dijo enfadado—. Algunos no van nunca lo bastante rápido.
El chico había abierto los ojos desmesuradamente, ahora se apoyó de nuevo en el
respaldo.
—¿Llegaremos pronto? —preguntó.
El hombre asintió y preguntó a su vez:
—¿Puedo apagar la calefacción? Seguro que ya has entrado en calor.
Por toda respuesta, el chico se desabrochó el cinturón y se quitó la enorme
chaqueta.
—Sí, gracias —dijo calándose de nuevo la gorra.
Posteriormente el hombre se culparía por haber actuado de manera tan irreflexiva.
Estaba claro que el chico se había asustado. Pero no parecía haberse hecho daño,
desde luego nada importante. Había frenado enseguida e ido a buscarle. El caso es
que en aquel momento había insistido:
—¿No quieres quitarte la gorra? ¿No te da calor?
El chico sacudió la cabeza sin decir palabra y miró por la ventana.
—Vamos, niño, no se lleva la cabeza cubierta en recintos cerrados —dijo entonces el
conductor extendiendo el brazo derecho para quitarle la gorra en broma.
Luego todo sucedió muy rápido. El chico agarró su mano y la mordió tan fuerte que,
del dolor, el hombre casi perdió el control del volante y el coche estuvo a punto de salirse
de la carretera; acto seguido el muchacho asió la gorra, abrió la puerta y se tiró al suelo.
El hombre soltó un grito y se sopló la mano herida, frenó y dio marcha atrás. Pero en
el arcén no había nadie. El chico había desaparecido en el bosque.
Miró la huella de unos dientes diminutos que se había formado en el dorso de su
mano, bajo el pulgar, y gimió. Meditó si llamar al muchacho, pero decidió dejarlo estar. Él
no iba a volver, seguramente tendría miedo. Ya era suficiente, su mano comenzaba a
cambiar de color y sentía que la ira se estaba adueñando de él. No tenía por qué sentir
mala conciencia si dejaba al chico en medio de la carretera, pues lo había recogido
mucho más al norte. Además ya no quedaba demasiado trecho para llegar a la ciudad.
Se inclinó sobre el asiento de al lado y cogió la chaqueta de cuadros, luego bajó y la
dejó en el arcén. Estaba seguro de que el chico regresaría del bosque en cuanto oyera que el

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coche se marchaba; entonces encontraría su chaqueta.


Sólo cuando ya estaba a punto de llegar a la ciudad, y el dolor de la mano empezaba a
remitir, o simplemente ya se había acostumbrado a él, el hombre recordó que en el breve
momento en que había visto al chico sin gorra había tenido la impresión de que una
melena rubia le caía sobre los hombros. No era tan raro que el joven se
avergonzara de que le vieran sin la gorra puesta.

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Capítulo 8

Jarven contuvo la respiración. La sala de banquetes era tan gigantesca que allí
podrían reunirse más de cien personas. Ahora sólo estaban sentados al final de la
sala, en una larga mesa, Hilgard y Tjarks y, a su lado, a la cabecera, el hombre que el
día anterior los había recibido en el aeropuerto, el director.
—¡Buenos días, Jarven! —gritó Hilgard. Su voz resonó en la enorme sala. También
allí el parqué estaba decorado con numerosas taraceas y brillaba bajo la luz que
entraba por las altas cristaleras. Detrás de ellas pudo ver la barandilla de un
estrecho balcón y, más allá, el jardín que se encontraba en la parte trasera del
edificio.
—Buenos días —dijo Jarven, y se sentó frente a Hilgard en uno de los dos sitios
libres en los que había un servicio de desayuno preparado: porcelana rosa con hilo
dorado, pero sobre la pulida superficie de la mesa, entre los cubiertos, sólo había
una panera, mantequilla y un plato con embutido como en casa. Jarven se
tranquilizó un poco.
—Espero que hayas dormido bien —dijo Hilgard, y le acercó los panecillos.
«Lo propio sería que en esta sala hubiera criados —pensó Jarven—. Caballeros de
aspecto serio vestidos de frac negro, camisa blanca y con una servilleta sobre el
brazo, o jóvenes mujeres con cofia blanca y pequeños delantales triangulares sobre
sus vestidos negros».
—Más vale que desayunes abundantemente, para que tengas fuerzas suficientes
durante la mañana.
—Gracias —dijo Jarven en voz baja.
Mientras untaba su panecillo, el director la observaba con atención. Aunque
tenía un servicio también, no estaba comiendo. La chica no entendió nada de la
conversación que mantenía con Hilgard y con Tjarks, tenía algo que ver con un
determinado barrio de la ciudad, pero no lograba concentrarse. En una ocasión,
cuando Tjarks le pidió que le pasara la panera, se dio cuenta de que el director la
miraba agradablemente. A pesar de eso, se sintió incómoda mientras mordía el

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pan con cuidado. «Qué increíble —pensó Jarven esperando que nadie pudiera
leer aquel pensamiento en su cara—. Mirar de forma tan descarada a otras
personas mientras están comiendo, qué increíble». Y, sin embargo, era de esperar
que en un palacio así supieran cómo había que comportarse.
—¿Otro panecillo? —preguntó Hilgard mientras Jarven se limpiaba la boca con la
servilleta.
Jarven negó con la cabeza.
—Gracias —dijo de nuevo.
El director le dedicó una sonrisa.
—¡Maravilloso! —dijo—. No habría habido nada que hacer con una chica a la que
le hubiéramos tenido que enseñar modales. ¡Pero para ti las buenas maneras no
suponen ningún problema! Está claro que has gozado de una buena educación.
Jarven asintió. Por un momento pensó en contarle que ésa justamente era la
profesión de su madre, pero no tenía por qué.
—¡Jarven! —dijo el director inclinándose sobre la mesa hacia ella—. Sentirás
curiosidad por saber qué tenemos proyectado para ti en este hermoso y radiante
día.
Jarven volvió a asentir. Se sentía muy sola.
—Bueno, Hilgard y Tjarks ya te explicaron de qué se trataba. A lo largo de este fin
de semana tienes que demostrarnos que hay dentro de ti algo que te capacita para
representar el papel de una princesa. Y también te explicaron que para nosotros es
más importante tu carisma que el hecho de que puedas aprender textos de
memoria o recitarlos con la entonación adecuada. Podríamos haber hecho otro
casting contigo. Pero ¿adonde habríamos llegado con ello? Esto es mucho más
artístico.
—Sí —murmuró Jarven. No entendía nada de lo que estaba hablando. Al fin y al
cabo ella había ido hasta allí para eso: para otro casting.
—Tienes mucha suerte, Jarven —dijo el director, y su sonrisa era tan radiante que
ella de pronto pensó que debía de ensayar para resultar tan convincente—, de
que yo conozca a la Casa Real de Skogland. Soy un buen amigo de la Casa Real —
seguía sonriendo—. Por eso hemos podido pasar la noche en esta bella hacienda.
Y por eso tú tendrás la inmensa suerte durante este fin de semana —hizo una
breve pausa—... de hacer como si fueras la princesa de Skogland.
Se calló.
La joven se le quedó mirando.
—¿Cómo? —preguntó insegura. Entonces, ¿la oyeron cuando aquella mañana

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en su cuarto había gritado de forma tan infantil que era la princesa de Skogland?
¿Había cámaras ocultas en las habitaciones? ¿Micrófonos? ¡Qué tonto por su
parte no pensarlo! Al fin y al cabo aquello era un palacio, o por lo menos algo
parecido a un palacio.
—¡Sí! ¡Claro que sí! —continuó el director. Su sonrisa le hacía sentirse insegura
—. Tienes la oportunidad, la oportunidad irrepetible, Jarven, de sustituir mañana
a la princesa en una celebración. Harás como si fueras la princesa de Skogland
durante un día entero. No puede haber un casting más convincente. Si logras
engañar al pueblo de Skogland..., entonces sabremos realmente que tienes madera
para representar el papel.
Jarven sacudió la cabeza con fuerza.
—Pero —dijo con voz sorda—, ¡no puede ser! ¡Eso es un fraude! ¡No puedo
hacerlo!
El director se rió.
—Si puedes, lo vamos a ver enseguida, pequeña —dijo—. ¡Y no tiene nada que
ver con un fraude! Vas a representar tu papel con el beneplácito de la Casa Real,
con el beneplácito de la princesa, que se siente feliz y agradecida de ahorrarse
por una vez una obligación de ese tipo.
—Pero ¡la gente! —dijo Jarven—. Ellos pensarán que soy realmente la princesa.
¡Eso es una mentira!
Tjarks se inmiscuyó.
—¡No obtendrán nada diferente ni de menor valor que lo que obtendrían si tú
fueras la princesa de verdad! —dijo—. ¿Qué hay de falso en ello? Tú eres una chica
muy honesta, Jarven, lo hemos notado y lo admiramos. Pero se trata de un fraude
que no daña a nadie; que, al contrario, sólo nos sirve para ver si eres la actriz
adecuada... ¿Realmente se le puede llamar fraude a eso?
Jarven desdobló su servilleta, la alisó, la dobló de nuevo.
—No sé —murmuró. Recordó la rabia de su madre: ¡Son sólo mentiras! ¿Por eso
estaba ella siempre tan enfadada cuando salían reyes en la televisión? ¿Creía que no
todos eran auténticos?
—¡Ya verás como lo pasas bien! —dijo el director—. ¡Y piensa todo lo que podrás
contar luego a tus amigas!
«Eso es cierto —pensó la joven—, es verdad. La pregunta es si me creerán».
—Primero cambiaremos algo tu aspecto —continuó el director—. Te asombrarás
de lo poco que hará falta. Después vendrá su alteza el virrey a visitarnos para ver si
está conforme.

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—Su alteza —susurró Jarven.


El director asintió.
—Te gustará, ¿no crees? —preguntó.
Jarven se apoyó en el respaldo del asiento. «¿Por qué no probarlo? —pensó—.
Ahora que ya estoy aquí. Seguro que se enfadarían muchísimo si dijera que no. Al
fin y al cabo me han traído hasta aquí con su pequeño avión privado. Todavía
estoy a tiempo de decir que no».
—De acuerdo —murmuró.
El director le puso la mano en el hombro.
—Claro —dijo.

Lo más difícil sería la noche, tan cerca de la ciudad. Era de suponer que
llevarían ya tiempo con un plan de búsqueda organizado, y la chaqueta de cuadros
era demasiado evidente. Pero tendría frío de noche si se la quitaba.
El chico de la gorra abrió la puerta de la cabina. No había sido sencillo
encontrar un teléfono de monedas, ya hacía tiempo que habían retirado la mayor
parte, y ahora tenía el problema añadido de si bastarían las que llevaba para la
conversación. Pero no podía utilizar el móvil, no habría habido manera más fácil de
que localizaran el lugar.
El teléfono sonó durante largo rato. ¿Tendría Joas el móvil desconectado?
—¿Diga? —dijo finalmente una voz de chico.
Gracias a Dios.
—Joas, ¿hola? ¿Joas? —Con el ruido de los coches era casi imposible entender lo
que Joas decía al otro lado de la línea—. Soy yo, ¿me oyes? ¿Me oyes?
—¡Claro que te oigo! ¡Cómo no! ¿Qué pasa? —preguntó Joas.
—¡Joas, escucha! Dile a Lirón... que estoy de camino hacia vuestra casa, ¡tiene que
esconderme!... No puedo...
Se oyó un pequeño clic, y se cortó la línea. Las monedas no habían sido
suficientes.
Lo más sencillo sería emprender el camino hacia el barrio que se encontraba a
las afueras de la ciudad. No se podía ignorar aquellos altos edificios, cuyas ventanas
en la oscuridad eran como un gigantesco mosaico de luces que iluminaba los
alrededores. Y tras una de ellas vivía Lirón.

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Kirsten Boie Skogland

—Terminado —dijo la maquilladora—. ¡Realmente no ha hecho falta mucho! —


se dio la vuelta hacia la ventana, en la que estaba apoyada Tjarks mirándola—. ¡Es
increíble! Si no fuera tan morena, podría creerse que...
—Gracias. Ha hecho un gran trabajo —dijo Tjarks, y sonó a despedida.
La maquilladora se inclinó de nuevo sobre el hombro de Jarven y atusó un
mechón de la peluca.
—¿Y para qué...? —preguntó—. ¿Por qué...?
—Ya le explicamos que iba a ser una sorpresa para el cumpleaños de la
princesa —dijo Tjarks, y Jarven percibió asustada un dejo en su voz que sonó como
una amenaza—. No tengo que recordarle que está obligada a permanecer en
absoluto silencio. Sabe que romper una promesa relacionada con la Casa Real
supone alta traición y se castiga como tal.
La maquilladora se estremeció.
—¡No tengo ninguna intención de...! —hubo más agravio que miedo en su
respuesta.
Cuando se hubo marchado, Jarven se levantó con precaución. Sentía que le
apretaba la peluca y no podía imaginarse cómo iba a pasar un día completo con
aquello en la cabeza. Ya le daba un calor insoportable.
—¿Puedo... ? —preguntó.
Tjarks asintió y Jarven se aproximó al tocador con su enorme espejo de tres
piezas. El corazón le latía acelerado.
La maquilladora no había hecho mucho. Le había depilado las cejas, la había
ayudado a que se pusiera lentillas azules en sus ojos marrones y le había puesto la
peluca, y no se había olvidado de reforzar todos esos actos con gestos de
asentimiento.
—¡Increíble! —no había dejado de murmurar mientras esparcía polvos de color
claro sobre la tez de la chica—. ¡Increíble! Si no fueras tan morena... ¡podrías ser su
gemela!
—Por eso hacemos todo esto —había respondido Tjarks con impaciencia—.
Seguro que la princesa se queda alucinada.
«¡Qué bien miente!», había pensado Jarven. Luego la maquilladora le ofreció unos
zapatos, con un tacón tan alto que su madre seguro que le habría prohibido
ponérselos. Los tacones altos eran malos para la espalda, sobre todo si todavía se
estaba en pleno crecimiento.
—Tú eres más baja que ella, ¿sabes? —le había dicho la mujer—. Más o menos
cinco centímetros, según mis datos. Y, si te pones los zapatos, también parecerás

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Kirsten Boie Skogland

más delgada. La princesa es un poquito... más delgada que tú —sonrió—. Pero


bueno... ¡podríais ser gemelas!
Y eso mismo veía ahora Jarven en el espejo. La señora Tjarks le había puesto a la
maquilladora una foto grande de la princesa sobre el tocador: una muchacha delgada,
de unos catorce años, con una melena rubia larga hasta la cintura y los ojos tristes.
Jamás hubiera pensando Jarven que ella podría tener ese aspecto, dos chicas no
podían ser más distintas. Y, sin embargo, ahora el espejo le devolvía el rostro de la
princesa, algo más moreno todavía, algo menos redondo, y, eso sí, sin la mirada de
infelicidad que, al verla por primera vez en la foto, a Jarven le había roto el
corazón.
—Soy... ¡como ella! —susurró, y observó a Tjarks asustada.
La mujer abandonó el hueco de la ventana y se acercó al tocador.
—Claro que no eres como ella —dijo impaciente—. Sigues teniendo cosas de
antes. Pero ya has experimentado lo que pueden lograr las buenas artes de una
maquilladora —le puso a Jarven la mano sobre el hombro—. El virrey espera en la
biblioteca. Tengo curiosidad por saber lo que dice.
Jarven se levantó y la siguió por una zona de los pasillos de palacio que todavía
no conocía. Tjarks abrió una alta puerta de dos hojas, blanca y dorada.
—Alteza —dijo—, Bolström..., aquí tenemos a la chica.
Jarven dio un paso hacia delante. El director, con los brazos apoyados sobre el
rígido respaldo de una silla, tenía a su espalda una pared cubierta de estanterías
con libros hasta el techo. En la silla estaba sentado un hombre que no había visto
antes. Estaba moreno por el sol y su rostro todavía joven contrastaba con su pelo
canoso. Cuando se puso de pie, vio que era por lo menos un palmo más bajo que el
director.
—Buenos días —musitó Jarven. Su madre le había enseñado cómo debía
comportarse en casi todas las situaciones, pero no le había explicado nada del
tratamiento otorgado a reyes y virreyes.
El virrey dio un paso hacia ella abriendo los brazos, como si fuera a abrazarla.
—¡Malena! —pronunció en voz baja—. No... ¡Jarven!
De pronto, como si se diera cuenta de que el gesto no era el adecuado, dejó caer
los brazos.
Jarven se quedó quieta. Había algo en el ambiente que le resultaba espantoso.
—Sí, ésta es Jarven, Norlin —dijo el director poniéndose al lado del virrey—. Dilo
tú mismo: ¿no son como dos gotas de agua?
El virrey tenía aspecto de no haber escuchado sus palabras.

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Kirsten Boie Skogland

—¡Jarven! —repitió, y se aproximó deprisa hacia ella—. Jarven!


—¡Alteza! —dijo Tjarks con una voz que la chica intuyó intranquila—. Como
usted mismo dice...
—Jarven! —siguió el virrey. Levantó la mano derecha y con los dedos índice y
corazón acarició tiernamente su mejilla—. Jarven!
Jarven se sentía incapaz de articular palabra.
—¡... ella no es su sobrina! —gritó Tjarks—. ¡No es Malena, alteza! ¡No es más que
una desconocida!
El virrey seguía mirando a la joven como si buscara algo en su rostro.
—No, no es Malena —murmuró—. No es Malena.
—¡Norlin! —dijo el director con severidad mientras le agarraba del brazo y
tiraba de él—. Compórtate, ¡maldita sea! ¡Sabías que iba a venir! ¡Es Jarven, la chica a
la que le has dado la oportunidad de representar por un día el papel de la princesa!
¿Qué te ocurre?
Pareció que el virrey despertaba de un sueño. Por un breve momento su cuerpo se
recompuso, luego tensó los hombros y se inclinó.
—¡Sí, es impresionante! —dijo con entereza—. Así que tú eres la pequeña Jarven y vas
a sustituir a mi sobrina Malena en la celebración oficial de su cumpleaños para que ella
pueda pasar un día trabajando.
—Y para que nosotros podamos comprobar si es la adecuada para representar el papel
de la princesa en mi película, Norlin —añadió el director— Pero todo eso tú ya lo sabes.
Norlin volvió a inclinarse. Jarven no sabía si era apropiado que los reyes se inclinaran
ante los meros ciudadanos. O los virreyes.
—Bueno, veremos lo bien que representas tu papel —dijo. Sus ojos eran
profundamente azules, y ahora examinaba a Jarven de arriba abajo—. Creo que
funcionará. Entonces, nos veremos mañana temprano. Tjarks y Hilgard te explicarán
todo lo que tengas que saber.
Se dio la vuelta y desapareció por la puerta. Ni siquiera se despidió.

Le gustaba la vista desde la última colina antes de penetrar en la ciudad: las torres de
ladrillos rojos de las iglesias centenarias y del ayuntamiento, el blanco palacio real en
medio de la mancha verde de su extenso jardín, ante él la magnificencia de la avenida
principal, el laberinto de calles y callejuelas de U ciudad vieja, y al fondo de todo, aquel
día bajo un sol reluciente, el mar con sus islas. Si trasladaba la mirada un poco a la
derecha, veía también los altos edificios del extrarradio, desde los que no se podía
divisar el borde de la ciudad más alejado del mar; aquel barrio oscuro, inseguro no sólo

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Kirsten Boie Skogland

de noche, sucio, con paredes desconchadas. Se habían cometido errores, sí.


El dolor de su mano se había atenuado, sólo conservaba una ligera inflamación. No
debería haberle quitado al chico la gorra sin más, no era nada extraño que se hubiera
asustado.
Mientras el coche se deslizaba despacio por la pendiente, puso la radio a tiempo de oír las
noticias. Si el informe del tráfico era desfavorable, daría un rodeo; conocía otros caminos.
«... La policía agradece cualquier tipo de colaboración —estaba diciendo el locutor—.
Desde ayer por la mañana, Hjalmar Haldur, de doce años de edad, se encuentra en
paradero desconocido. El chico estaba internado en un hospital al norte de la Isla del
Sur. Hjalmar lleva una chaqueta de cuadros demasiado grande para él y una gorra de
colores. El niño sufre una extraña enfermedad del metabolismo que le obliga a tomar
medicamentos habitualmente. Se siente desconcertado y es incapaz de dar información
sobre su identidad y procedencia. Lo más seguro es que dé muestras de mucho miedo,
por eso la policía ruega que no se intente trabar contacto con él. Quien pueda dar
noticias sobre el paradero de Hjalmar en las últimas veinticuatro horas debe contactar
con la policía en el siguiente número telefónico...».
El hombre frenó bruscamente.
—¡Hjalmar Haldur! —exclamó en voz alta. Levantó la mano del volante y
observó los puntos azules donde él había hincado los dientes—. ¡Todo concuerda!
¡Y yo como un idiota le asusto más todavía!
Se apartó hacia el arcén y tomó su móvil de la guantera. Luego llamó a su jefe
para decirle que llegaría una hora tarde a la cita y por qué.
Después, tecleó el número de la policía.

Tjarks y Hilgard habían dedicado toda la tarde a ensayar con ella. Salir al balcón,
sonreír, saludar con la mano, permanecer ante un gentío que la aclamaba y que
quería regalarle flores (Rupertus era el encargado de representar a la gente).
—¡Como si no hubieras hecho otra cosa en toda tu vida! —dijo Hilgard muy
contento tres horas después—. ¡Mientras nadie quiera demostrarte su admiración
cogiéndote de la peluca y te la arranque de la cabeza, no veo qué puede ir mal!
—En ese caso, ¿soy la adecuada para el papel? —preguntó Jarven—. ¡Pero sigo sin
haber tenido que hablar!
—¡No! ¡En cualquier circunstancia permanecerás muda como un pez! —dijo
Hilgard—. ¿Está claro? Mañana no dirás ni una sola palabra, ni siquiera en tu baño
de multitudes. Una sonrisa es suficiente.
Después, Jarven pudo quitarse la peluca, los zapatos y las lentillas, y Tjarks y

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Hilgard se marcharon.
Cogió el móvil y lo encendió. Había un mensaje.
¡Jarven, querida!—había escrito su madre—. ¡Todo lo que me cuentas es increíblemente
bonito!¡Espero que aproveches al máximo tu tiempo como princesa! Ya me ilusiono pensando todo
lo que me contarás cuando estés de vuelta. ¡Con todo cariño! Mamá.
Jarven miró el reloj y tecleó el número de su casa, pero nadie descolgó.
Seguramente su madre estaría todavía impartiendo una clase. Como los sábados sus
alumnos disponían de más tiempo libre, a veces tenía cursos hasta la noche.
Jarven sabía que no debía molestar a su madre durante las clases, pero ya no
aguantaba más. Y su madre se sentiría orgullosa de ella, seguro.
Tecleó de nuevo y se puso el móvil al oído. «En estos momentos el número
seleccionado se encuentra inactivo o fuera de cobertura», dijo el buzón de voz.
Jarven pulsó «colgar». Claro, durante los cursos, su madre siempre tenía el móvil
desconectado.
Pero por lo menos podría enviarle un mensaje, que ella leería cuando acabara el
trabajo.
Ahora mismo tengo toda la pinta de una princesa —escribió Jarven—. Y puedo sustituirla
por completo, lo dicen todos. El virrey es raro. Estoy deseando que llegue mañana, no tengo
mucho miedo. ¡Hasta mañana por la noche! Jarven.
Pronto sería la hora de la cena y el día habría pasado. Sólo le quedaba otro en
Skogland, y ni siquiera entero.
Qué curioso que ya empezara a sentirlo.

La directora del internado se inclinó sobre su mesa de trabajo. Llevaba horas


intentando concentrarse y sus pensamientos divagaban y divagaban.
Aquello no tendría que haber pasado. ¿Cómo era posible que la princesa hubiera
huido del colegio? Había centinelas por todas partes; muy discretos, pasaban del
todo inadvertidos, para no molestar a las chicas ni en su tiem po de estudios ni en
sus horas de asueto, pero lo suficientemente seguros como para advertir si alguna de
ellas abandonaba el recinto.
La policía hablaba de un secuestro, pero no había pruebas. Ese día sólo la
furgoneta de la lavandería había estado allí, y el viejo coche del vicario. En
cualquiera de los dos habría podido la princesa cruzar la puerta camuflada, pero
habían revisado ambos vehículos sin hallar pistas. El vicario había suspirado
levantando los ojos al cielo.
Y todos estaban obligados a guardar silencio, incluso el vicario no sabía de qué

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Kirsten Boie Skogland

se trataba exactamente, y a las alumnas su tutora les había explicado que


Malena estaba de viaje en el extranjero, como ocurría a menudo.
No se había producido tampoco ninguna petición de dinero, pero en el caso
del secuestro de una princesa podría tratarse de otras muchas cosas: de asuntos
políticos, reivindicaciones de los rebeldes, por ejemplo. La directora gimió. No era
porque temiese que su negligencia pudiera llevarla a perder el empleo.
Simplemente no soportaba la idea de que, por su culpa, pudiera ocurrirle algo
malo a la princesa.
Cuando sonó el teléfono, cogió el auricular antes del fin del primer tono. Desde
lo sucedido, esperaba continuamente alguna noticia.
—¿Oiga? —la voz que oyó al otro lado de la línea la hizo estremecerse—. Al
habla el virrey. He pensado que tenía que comunicárselo personalmente. Malena ha
regresado.
—Malena ha... —dijo la directora—. ¡Oh, gracias a Dios!
—Ha sido una broma estúpida —dijo el virrey—. Nada que ver con un secuestro,
ni por asomo. Abandonó la escuela por sus propios medios. Puede estar tranquila.
—¡Oh, gracias a Dios! —repitió la directora—. Pero ¿cómo...? ¿Y usted dónde...?
—Nos comunicaremos con usted en los próximos días —continuó el virrey—.
Pero hasta entonces le ruego encarecidamente silencio absoluto. Ni una palabra a
nadie. Las cosas no irían bien, usted me entiende, si se hace público que la
princesa...
—¡No, no, claro que no! —se apresuró a responder la directora—. ¡Estoy tan
contenta!
—Entonces le deseo que tenga usted un buen día —dijo el virrey. Hubo un clic en
la línea. La conversación había finalizado.

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Capítulo 9

Aquella mañana la maquilladora terminó todavía antes. Tjarks le atusó un


poco la peluca y la ayudó a ponerse el vestido. Jarven lo encontró horroroso,
pero estuvo absolutamente convencida de que era igual a los vestidos que llevaban
las jóvenes princesas en la televisión: algo austero, algo aburrido, demasiado largo y,
con toda seguridad, muy caro. Le habría gustado mucho más llevar un auténtico
traje de princesa, como aquellos que se ponía en carnaval en los tiempos de
preescolar; pero ni siquiera tenía una corona.
—¡Una corona! ¿En qué estás pensando? —dijo Tjarks—. ¡Skogland es un
Estado moderno! La princesa se pone la corona sólo en actos oficiales. Cuando los
jefes de otros Estados nos visitan, por ejemplo. ¡Hoy sólo es su cumpleaños! —
luego acompañó a Jarven hasta el espejo de cuerpo entero que se encontraba en el
baño.
Jarven contuvo la respiración. Aunque el vestido seguía pareciéndole distante y
extraño, tuvo tentativas de hacer una anticuada reverencia a la chica del espejo.
—Me resulta realmente inquietante —murmuró.
Pero al mismo tiempo notaba un cosquilleo de felicidad; una agitación que sólo
había sentido el día de su cumpleaños antes de ir a ver la mesa dispuesta para la
fiesta o en Nochebuena justo antes de abrir la puerta del cuarto donde se
agolpaban los regalos; o una vez el invierno pasado, cuando creyó durante un par
de días que estaba enamorada del nuevo de la otra clase. ¿Alguien de los suyos
habría creído alguna vez que podía lucir tan guapa y majestuosa? ¿Lo habría creído
ella misma?
Pero a partir de ahora las cosas iban a ser distintas. Le tiró un beso a la hermosa
princesa del espejo y se volvió hacia Tjarks.
—Por mí podemos irnos —dijo.
Volvieron a salir los cuatro en la misma limusina en la que habían llegado. Durante
unos instantes Jarven se asombró de que no llevaran escolta, un convoy de policía y
guardias de seguridad, pero luego comprendió que en aquel momento todavía no

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Kirsten Boie Skogland

era la princesa. Ya en la ciudad intentarían introducirse en el palacio lo más


discretamente posible para que nadie descubriera el cambio, y lo más discretamente
posible llevarían a la auténtica princesa por otra salida hacia la calle. Sólo cuando
estuvieran en palacio, Jarven sería de verdad la princesa y entonces necesitarían
verdaderamente los servicios de los agentes de seguridad y comenzaría el jaleo.
A través de los cristales ahumados intentó ver lo más posible de su país. Jarven se
rió. «Mi país», pensó. Tal cual. Por lo menos debía saber cómo era.
Casi hasta el comienzo de la ciudad se sucedían las colinas cubiertas de bosques,
entre las cuales veía brillar de vez en cuando manchas de agua, calas o lagos; las
poblaciones que atravesaban eran pequeñas y confortables, y todo aparecía cuidado y
limpio, lo propio en el día del cumpleaños de la princesa.
Y no sólo limpio y cuidado, pensó Jarven cuando bajaron la pendiente hacia la
ciudad. Como ya ocurrió a su llegada, percibió una sensación de agradable
bienestar en aquellas calles arboladas de altos edificios blancos. Las personas que
aquella mañana de domingo caminaban todas en la misma dirección (la riada se
hizo más espesa a medida que continuaron la marcha y de pronto Jarven cayó en la
cuenta, con un pequeño sobresalto, de cuál era la meta de aquel gentío) eran altas,
rubias y bien vestidas. No había nada parecido a la pobreza, ni siquiera a la escasez
de dinero; en ningún sitio había tiendas con escaparates vacíos, no había basura
junto a las papeleras ni botellas vacías entre las matas, no colgaban bolsas de
plástico de las ramas de los árboles, ni una sola pared desconchada. En lugar de
eso, arriates de flores, edificios recién pintados, automóviles de gran tamaño.
—¿En todas partes es así? —preguntó Jarven.
Tjarks estaba hablando con Hilgard.
—¿Cómo? —preguntó frunciendo el ceño.
—Aquí es todo tan... bonito —dijo Jarven—. Tan rico. ¿Es así en todas partes?
Tjarks se rió.
—Esto es Skogland, Jarven —respondió—. Somos un país próspero. En la Isla del
Norte hay yacimientos de minerales cuya explotación no se agotará en generaciones,
y frente a la costa de allá arriba tenemos varias plataformas petrolíferas. Hay
fábricas, moderna tecnología. Todos los eskoglandeses tienen ingresos, a todos les
va bien —miró a Jarven—. Y todos aman a su princesa.
Jarven se recostó en el respaldo. «Mi país», pensó.

Continuaron despacio por una estrecha calle, bordeando un muro alto y largo
hasta que el conductor de pronto giró el volante noventa grados. Justo en ese
momento se abría una discreta puerta en el muro y, en cuanto la traspasaron, volvió a

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cerrarse.
—¡El palacio! —dijo Tjarks mostrando de nuevo el orgullo en su voz.
No habría sido necesario decirlo. El muro rodeaba un gigantesco jardín con
aspecto de haber sido diseñado cientos de años antes. Árboles inmensos de copas
frondosas, extensas praderas, parterres de rosas y, cuando se aproximaron a la parte
trasera del palacio, un jardín francés con una serie de fuentes en funcionamiento
formando terrazas y flanqueadas por caminos de grava y arbustos de boj recortados.
—¡Qué bonito! —murmuró Jarven.
El coche se paró justo delante de una estrecha puerta lateral.
—Entraremos por la puerta de la cocina —dijo Hilgard desde el asiento del
copiloto—. Así nadie nos verá y el que nos vea no hará preguntas. Y recuerda,
Jarven: no hables, ¡ni una palabra! Puedes sonreír todo lo que quieras. Pero
permanece muda como un pez.
Jarven asintió. Le habría gustado saber cómo sonaba la voz de la princesa, cómo
hablaba.
¿A cuáles de los sirvientes de palacio conocía la princesa? ¿Cómo hablaba con
ellos? ¿Los tuteaba o les hablaba de usted? Hablar era un riesgo, el mayor de todos,
eso Jarven lo tenía claro. Nunca habría encontrado las palabras adecuadas, las
propias de una princesa, si se topaba con la cocinera o con el jardinero. Para
mostrarles lo seriamente que se lo tomaba, Jarven se puso el dedo índice sobre los
labios.
El pasillo de techo bajo que se hallaba tras la puerta era asombrosamente
normal, con sus gastadas baldosas algo sucias incluso; y cuando Hilgard abrió la
puerta que había al final, un aroma a carne asada golpeó a Jarven, y luego, el olor a
distintos alimentos, a diferentes especias.
—Damas y caballeros, ¡no vamos a molestar! —dijo Hilgard de buen humor
mientras caminaba entre fogones, gigantescas fuentes de acero y ollas
increíblemente grandes—. ¡La protagonista del día necesitaba coger un poquito de
aire antes de la celebración oficial!
Por primera vez Jarven experimentó lo que suponía que las personas se
inclinaran ante ella. Las mujeres hicieron una profunda reverencia; justo a su lado
una chica, no mucho mayor que ella, exageró tanto el gesto que golpeó el suelo con
la rodilla.
—¡Perdón, oh, perdón, alteza! —musitó sin mirar a Jarven, que percibió el
miedo en su voz.
Perpleja ante la situación, Jarven alargó la mano para ayudarla a levantarse,
pero aquel movimiento provocó que el rostro oscuro de la joven adquiriera una

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Kirsten Boie Skogland

expresión de verdadero pánico. La chica sacudió la cabeza con ímpetu.


Jarven se sonrojó. «Está claro que las princesas no pueden hacer esto —pensó—.
Ayudar a alguien a levantarse provoca pánico en el otro. Pero por fin me he
tropezado con alguien como yo, por fin alguien de cabello negro».
—¡Alteza real! —dijo una mujer robusta con un alto sombrero de cocinero por el
que asomaban algunos rizos pelirrojos—. Kaira lleva poco tiempo con nosotros.
Esta tonta acaba de llegar de los bosques del Norte, le ruego que la disculpe. Aquí
en la cocina todos le deseamos que pase un día maravilloso y que el año próximo
sea... sea... —titubeó y comenzó a hablar tan deprisa que casi se le trabaron las
palabras—... mucho, mucho más feliz que el pasado, alteza real. Conseguirá
sobreponerse, alteza. Mi cuñada murió cuando mi sobrino sólo tenía, once...
Jarven la observó. No tenía ni idea de qué le estaba diciendo, pero no parecía el
momento adecuado para sonreír.
—¡Por Dios, cocinera, no disponemos de mucho tiempo! —dijo Hilgard en ese
preciso momento—. La princesa le agradece de todo corazón sus buenos deseos. ¡A
todos! Pero ahora debemos subir, el virrey nos espera.
Jarven sonrió. Ahora sí que era el instante preciso. Y dedicó su sonrisa
especialmente a la chica morena que se había golpeado la rodilla al hacerle la
reverencia.

Sólo cuando llegaron al gran salón, tras cuyos abiertos ventanales podía oír los
gritos y el murmullo de la gente que se encontraba en la plaza frente a palacio,
asimiló Jarven que ninguna de las personas con las que se habían cruzado no había
notado el engaño. Todos, que debían de ver a la princesa diariamente, habían hecho
una reverencia a su paso, habían inclinado la cabeza —unos gestos mas practicados
que los de la joven ayudante de cocina, desde luego—, le habían prodigado sus
buenos deseos.
«Ahora soy realmente la princesa Malena de Skogland —pensó Jarven, y la
inundó un sentimiento de felicidad—. Tengo que llamar a mamá en cuanto haya
pasado todo, antes de que emprenda el vuelo de regreso esta noche. Soy la
princesa Malena de Skogland y me siento bien, casi como si nunca hubiera sido otra
persona, desde luego no la tímida Malena con el pelo equivocado, el rostro
equivocado y la figura equivocada. Y me da exactamente igual lo que ocurra con la
película. Esto es lo que cuenta, nadie que yo conozca ha vivido alguna vez algo
así. Es lo más maravilloso que me ha ocurrido en la vida».
—¡Jarven! —dijo el virrey. Estaba con el director tras una enorme mesa de
despacho y sostenía una copa de coñac en la mano—. ¡Bueno, tienes un aspecto
estupendo!

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Jarven se encogió de hombros. Tenía miedo de que se acercara a ella, le rozara la


mejilla, tartamudeara su nombre. Pero el virrey permaneció al otro lado de la
habitación, sonriéndole.
—Ya sabes cómo van a ir las cosas —dijo—. Vamos a salir juntos al balcón;
Tjarks, Hilgard y Bolström estarán detrás de nosotros, y por supuesto también los
escoltas. Así que no te preocupes, en casi todas las ventanas hay tiradores
profesionales, y abajo, los suficientes agentes, puedes estar segura de que las primeras
filas detrás del cordón policial están prácticamente compuestas por ellos. A los
eskoglandeses del Norte los hemos situado en zonas acotadas en la parte de atrás,
no podemos evitar que vengan, y seguramente tampoco deberíamos; aquellos que
quieren aclamarte en el día de tu cumpleaños... que quieren aclamar a Malena, son
leales, de eso estamos convencidos.
—Lo esperamos, por lo menos —murmuró Hilgard entre dientes.
Jarven miró al virrey. No entendía de qué estaba hablando, pero tampoco debía
de ser muy importante para el papel que estaba representando; si no, Tjarks y
Hilgard se lo habrían explicado ya.
—¡No preocupes a la chica más todavía! —dijo Bolström con aquella sonrisa,
que ahora Jarven ya sabía por qué le resultaba tan falsa: la conocía de la
publicidad—. Jarven, cuando estéis juntos en el balcón tú y el virrey, primero
saludarás con la mano a la gente; ellos gritarán: «¡Viva! ¡Viva Malena!», o algo similar.
Estarás escuchándolo un rato, sonriendo y saludando una y otra vez. ¿Lo has
entendido?
—El señor Hilgard y la señora Tjarks lo han ensayado conmigo —respondió la
chica.
El director asintió.
—Luego vendrá la parte en la que realmente vas a tener que actuar por primera
vez, y deberás hacer algo que a una joven de tu edad le acostumbra a resultar
difícil —continuó—. Pero enseguida comprenderás que este tipo de escenas
aparecerán reiteradamente en la película y que, por eso, es de gran importancia que
puedas realizarlas con convicción. Cuando lleves un rato saludando, sonriendo y
saludando, Norlin, el virrey, se aproximará a ti de repente y te agarrará del brazo. Eso
está fuera del protocolo, pero el virrey y su sobrina tienen una relación ex-
traordinariamente cercana, y eso el pueblo lo sabe, el pueblo espera ese gesto.
Entonces tú posarás tu cabeza en su pecho y te recostarás como demandando protec-
ción, eso es lo que haría la princesa. En algunas películas las jóvenes actrices tienen que
dar besos, yo te prometo que no te vamos a requerir que hagas eso. Pero imagínate
que Norlin fuera la única persona que tienes en el mundo, la única y la más querida. Así
deberás comportarte, Jarven. Nosotros te observaremos, Hilgard, Tjarks y yo.

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Jarven asintió. Volvió a sentir nerviosismo. Si hubiera sido otro hombre... Ella sabía que
esas escenas eran propias de una película, todo era un juego, nada real, y las actrices
actuaban todos los días. Pero justo con aquel virrey, que se comportaba de una
manera tan rara...
«No pienses más en eso —se corrigió—. Hoy todo es absolutamente normal. Y yo
pondré mi cabeza sobre el pecho de un hombre desconocido sin problemas, y aunque lo
vean cien personas no pasa nada».
—De acuerdo —asintió.
El director sonrió.
—Entonces, ¡a la batalla! —dijo, y abrió la puerta central del balcón.

La noche había sido horrible. Incluso en el verano las noches eran frescas en la Isla
del Sur y la chaqueta se había quedado en un banco. Podría ser una pista, por su puesto
podría indicarle a la policía el itinerario que había seguido hasta allí; pero estaba lo
bastante lejos de la casa de Lirón, a partir del banco sus pasos podrían ir en
cualquier dirección.
El chico se caló la gorra hasta las orejas. Allí era mejor andarse con ojo, el cabello
rubio no estaba bien visto en todas partes y podía andar suelto algún loco con un
bate de béisbol.
Algunas personas caminaban en dirección al centro para unirse a la celebración
del cumpleaños de la princesa. Atrás dejaban contenedores repletos de basura, en
su mayoría volcados, paredes cubiertas de pintadas, cristales rotos, porteros
automáticos con una lista de nombres sin fin arrancados de cuajo.
Era un barrio horrible. La prueba palpable de la inferioridad de los
eskoglandeses del Norte, la confirmación de que en medio de la inmundicia era en
donde ellos mejor se sentían, la muestra de que no podían dominar a sus hijos y de
que, tras años de permanencia en el Sur, no habían logrado adoptar su forma de
vida.
Tras años de encubrir la situación —a lo largo de distintas entrevistas, el propio
rey había afirmado lo difíciles que eran las condiciones de vida para los norteños
cuando llegaban al Sur sin equipaje con el fin de trabajar y labrarse una nueva
existencia—, en los últimos tiempos, sin embargo, la televisión había emitido varios
reportajes en los que las cámaras se detenían ante montones de ba sura, ante chicos
morenos que deambulaban vestidos con chaquetas bomber, levantaban el dedo y
gritaban obscenidades en su jerga del Norte. No había nada que hacer, los
norteños eran el problema del Sur, el Norte era el problema del Sur, en concreto del
rey, que, por mucho que le hubiera querido su pueblo, en los últimos años tal vez
no había actuado siempre de manera suficientemente inteligente. Ahora la

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Kirsten Boie Skogland

televisión lo sacaba a la luz y los espectadores suspiraban asustados. Mientras


aquellos cabezas oscuras siguieran en el Norte, donde había trabajo de sobra, bien
lo sabía Dios, para el que ellos además iban que ni pintados, tanto en las minas
como en las plataformas petrolíferas; mientras permanecieran, también en el
nombre de Dios, a su servicio en la ciudad y vivieran en paz con ellos, a lo que el
Sur, generoso como sólo puede serlo un país rico, correspondería ofreciéndoles
trabajo, las cosas irían bien. Pero ahora los abundantes informes de la televisión y
los periódicos evidenciaban que se había llegado al límite.
El chico se giró con precaución hacia todos lados y, cuando confirmó que nadie
le prestaba atención, se introdujo por una puerta medio abierta, cuyo cristal faltaba
desde hacía tiempo, en uno de los altos edificios. En el vestíbulo estuvo a punto de
pisar un charco de vómito, el ascensor no funcionaba, donde debía estar la placa
que indicaba el nombre de los vecinos había tan sólo unos alambres que colgaban de
la pared.
Sólo quedaba la escalera. En el noveno piso al final del largo y oscuro pasillo, en
cuyo techo todas las bombillas llevaban meses fundidas, un letrero le indicó que
había llegado por fin a su meta.
Una vez que llamó, pasó un buen rato hasta que abrieron la puerta.
—¡Lo sabía! —gritó Lirón riendo—. ¡Hjalmar Haldur!
Con un rápido movimiento empujó al visitante al interior de la vivienda y cerró
la puerta. El oscuro pasillo se quedó de nuevo desierto.

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Kirsten Boie Skogland

Capítulo 10

La muchedumbre aplaudía. Ya cuando el virrey abrió la puerta de par en par


habían estallado los gritos, y cuando Jarven finalmente salió al balcón, el clamor
perforó sus oídos.
No eran cien personas las que se habían reunido en la glorieta frente al palacio y
en el ancho bulevar —¿cómo podía ser tan tonta?—, eran miles, diez veces mil, los que
habían venido para felicitar a la princesa por su cumpleaños. Hasta el horizonte se
extendía un mar de cabezas rubias y por todas partes ondeaban banderines, una parte
blanca y la otra azul, con un abeto en el centro, el escudo de Skogland.
Jarven tomó aire.
Si Tjarks no hubiera estado tras ella, dándole un pequeño empellón en la espalda
para que caminara hacia delante, habría dado media vuelta al primer paso para
salir huyendo.
—¡Sonríe! —le susurró—. ¡Sonríe siempre, Jarven! ¡Saluda! ¡Como lo ensayamos!
Jarven se obligó a mirar a la masa por encima de la barandilla. «Ellos están abajo y
yo, aquí arriba —pensó con valentía—. Nadie puede hacerme nada y nadie quiere
hacerme nada y, además, no se refieren a mí. Esos vítores no se dirigen a mí, ni
tampoco los saludos y los banderines, ¿por qué va a afectarme? No es ni la mitad de
espantoso que tener que hacer una voltereta en las paralelas durante la clase de
gimnasia; para eso sí se necesita valor, esto de aquí realmente no es nada del otro
mundo».
Dio un paso hacia la balaustrada y levantó el brazo derecho para saludar. El
clamor se hizo mayor.
—¡Ma-le-na! ¡Ma-le-na! —vitoreó el gentío—. ¡Viva! ¡Viva! ¡Viva!
«Como si fuera una estrella del fútbol —pensó Jarven sonriendo y saludando y
sonriendo—. Nadie me creerá cuando lo cuente en casa. Pero seguro que habrá
fotos, artículos de periódico, vídeos; podré demostrarlo. Aunque quizá, a pesar de
ello, nadie crea que soy yo la chica rubia del palacio real; podría ocurrir».

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Kirsten Boie Skogland

El brazo empezó a dolerle poco a poco y poco a poco fue atreviéndose a


escudriñar mejor la imagen que se mostraba ante ella.
Entre los banderines relucían algunas pancartas, hechas con sábanas cosidas a
dos palos de escoba, que enarbolaban personas jubilosas. «Malena for Queen» (eso
era lo más lógico si ahora era princesa), se podía leer en una que ondeaba sobre las
cabezas de delante; «¡Aguanta, Malena!» (¿por qué?), decía otra.
Pero también había otras pancartas que a todas luces habían sido compradas con
motivo de la ceremonia, impresas profesionalmente todas con el mismo texto:
«Malena y Norlin, ¡el equipo perfecto!».
Jarven se volvió hacia donde estaba el virrey saludando. Como antes el director,
mostraba también una sonrisa de anuncio, y Jarven comprendió que también en
su propio rostro la sonrisa era ahora así. Miró de nuevo hacia la barandilla y siguió
saludando.
Algo alejado del palacio, vislumbró entre la muchedumbre a un grupo cuyas
cabezas oscuras destacaban entre tanto rubio. También sus banderines eran
diferentes, y había bastantes más pancartas que entre los grupos de delante; pero,
como estaban tan lejos, Jarven no pudo distinguir lo que ponía en ellas.
—¡Ahora! —susurró de pronto Bolström a su espalda—. ¡Ahora! ¡Norlin! ¡Ahora!
El virrey apartó la vista del gentío y dio un paso hacia Jarven.
—¡Malena! —dijo mirándola tiernamente a los ojos—. ¡Mi querida
Malena! —abrió los brazos y la atrajo hacia sí. Jarven recordó su comportamiento
del día anterior y sintió que se ponía colorada y comenzaba a su dar—. ¡Ojalá el
próximo año seas mucho más feliz que este último! Quiero hacer todo lo que pueda
por ti.
Por un instante el cuerpo de Jarven opuso resistencia, luego pensó en todo lo
que le había dicho el director. Dejó caer la cabeza sobre el pecho del virrey y
respiró su olor a colonia cara mezclada con loción de afeitar. Era un olor agradable;
a pesar de ello notó que se mareaba.
—¡Suficiente! —murmuró Bolström tras ellos—. ¡Ya basta! ¡Separaos!
Norlin aflojó la fuerza de sus brazos, luego se inclinó de nuevo hacia delante y le
dio un beso en la frente.
—¡Saludad! —indicó Bolström—. ¡Tú también, Jarven! ¡Saludad!
Jarven tomó aire. Era absurdo comportarse así.
A sus pies sus súbditos saludaban y aplaudían, y Jarven saludó y sonrió a su
vez.

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Kirsten Boie Skogland

—Tiene mejor aspecto que en el entierro —dijo entre la gente el hombre que, en
aquella ocasión bajo la lluvia y acompañado de su mujer, había logrado alcanzar el
autobús—. No parece ya infinitamente desgraciada, está hasta morena. Y menos delgada.
Ha engordado, ésa es una buena señal. Aunque no creía que fuera a sobreponerse tan
pronto.
—¡Hombre tenías que ser! —dijo la mujer, y le dio con el banderín en el brazo—. ¿Y
ves lo bien que se entiende con su tío? ¡Pero no querías creerme! —luego volvió a
ondear el banderín por encima de su cabeza—. ¡Viva Malena! —gritó—. ¡Viva la
princesa de Skogland!

A paso de hombre y entre el clamor de las gentes, emprendieron en la limusina


descubierta el recorrido por la avenida principal. Iban precedidos por policías en
moto y acompañados por soldados a caballo ataviados con anticuados uniformes.
Sólo entonces sintió Jarven que le temblaban las rodillas. No hubiera podido
aguantar mucho más en el balcón, pero en el automóvil era mejor: saludar y
sonreír.
El virrey, sentado a su lado, saludaba y sonreía también. Luego inclinó la cabeza
hacia ella.
—Es más cansado de lo que parece, ¿no crees, querida Jarven? —dijo—. Sobre
todo al principio. Cuando todo es tan nuevo.
Jarven asintió. Luego recordó que tenía que permanecer muda como un pez, pero
en el coche no iba a escucharla nadie.
—¿Por qué me ha llamado Malena arriba, en el balcón? —preguntó sin dejar de
saludar a la multitud—. ¡Nadie lo iba a oír!
Norlin se rió.
—Hay gente que lee los labios —dijo—. Tal vez, micrófonos ocultos, aunque
nosotros por supuesto lo hemos registrado todo. Tenlo por seguro, en algún lugar
de allá abajo había personas descifrando cada palabra que te he dicho.
Tras una curva apareció de pronto por la derecha el grupo de morenos con sus
banderas. Los guardias intentaron echarlos para atrás y quitarles sus pancartas,
antes de que Jarven pudiera verlas, pero eran demasiadas. Consiguió leer algunas
antes de que los agentes se las llevaran. «¡Arriba Malena! —ponía en una—.
¡Abajo con la discriminación del Norte!» Jarven intentó recordar lo que significaba
exactamente discriminación, pero no lo consiguió. «¡Malena, protectora de la Isla del
Norte!», ponía en otra pancarta, y «¡Abajo los madores!», en una tercera. Jarven no
tenía ni idea de a qué traidores se refería, pero sí se dio cuenta enseguida de que
la palabra estaba mal escrita.

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Kirsten Boie Skogland

—¡A pesar de todo, saluda! —susurró Norlin, y Jarven no entendió por qué había
dicho a pesar de todo—. La mayoría son inofensivos. Bueno, ¡se acabó! —se recostó en el
respaldo y respiró hondo—. Hay que andarse con ojo —añadió, como si esas
palabras lo aclararan todo—. Nunca se sabe si entre ellos puede haber uno que...
En ese mismo momento, unos treinta metros por delante, una figura se
despegó del resto del grupo y, agachándose, se escabulló por debajo de los brazos
de los agentes.
—¡Malena! —gritó el chico manoteando con fuerza—. ¡Eh, Mali, estoy aquí! ¿A qué
vino lo de ayer?
Dos policías lo agarraron por ambos lados y lo arrastraron hasta la zona
acordonada.
—¡Mali! —gritó el chico. Era bajo, moreno y más o menos de su edad—.
¡Llámame, Mali!
Después, como si llevara años entrenándose para ello, propinó un codazo en la
tripa a cada uno de sus desconcertados captores y, en pocos segundos, se había
perdido entre la masa.
Jarven apoyó la espalda en el asiento y dejó de sonreír.
—¿Quién era? —preguntó asustada—. ¿Qué quería?
—¡Sonríe! —musitó el virrey a su lado—. ¡Saluda! De esto es de lo que te estaba
hablando antes, siempre hay que contar con algo así. Siempre hay locos que creen
que los quieres, que están enamorados de ti, todos los reyes lo saben, todas las
princesas, se trata de maniáticos, que te siguen a todas partes, no te dejan en paz, ya
lo has visto. Pero es una suerte que la vigilancia funcione —sonrió hacia la
multitud—. En todo caso, lo ocurrido —dijo con un tono que no tenía nada que
ver con la expresión de su rostro— tendrá consecuencias. Agentes de seguridad que
no están en disposición de detener las locuras de un muchacho...
Jarven seguía saludando. Paulatinamente estaba dándose cuenta de que no siempre era
tan bonito ser una princesa.

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Kirsten Boie Skogland

Capítulo 11

Regresaron a palacio dando un gran rodeo. Poco a poco la muchedumbre había


ido dispersándose. Tras el muro del jardín cambiaron de coche y el virrey volvió a
acariciar desmañadamente el cabello de Jarven.
—Adiós, pequeña Jarven —dijo con voz grave—. Has representado bien tu papel.
—Muchas gracias por permitirme que lo hiciera —respondió ella amablemente—.
Y, por favor, salude a la princesa de mi parte —estaba contenta de no tener que
tratar más con aquel hombre de tan extraño comportamiento.
Ya de regreso hacia Österlind, sentada en el asiento de atrás junto a Tjarks, cayó en
la cuenta de lo tontos que habían sido.
—¡Esta mañana tendríamos que haber cogido la bolsa! —dijo tocándose la frente
—. Así habríamos podido ir directamente al aeropuerto.
Acababa de asimilar que su tiempo de permanencia en Skogland había terminado.
Una hora más, quizá dos, y estaría sentada en el avión sobrevolando bosques,
lagos y el mar del Norte para regresar a casa, a la vida diaria.
—No hay mucho trecho hasta la hacienda —dijo Tjarks con indiferencia—.
Tienes que cambiarte el vestido; y lo más seguro es que Bolström quiera hablar
contigo.
—¡Claro! —respondió Jarven. La película se había vuelto tan poca cosa a lo largo de
todo el día que la había olvidado por completo; había olvidado que todos sus actos
y sus vivencias tan sólo eran el objeto de una prueba, que se trataba únicamente de
un casting fuera de lo común: los minutos en el balcón, el recorrido por la ciudad,
las sonrisas y los saludos.
Se recostó sobre el respaldo. Había calles todavía cerradas al tráfico a causa de
la riada de personas. El chofer gruñó unas palabras y, enfadado, eligió otro
trayecto.
En esa zona las casas también estaban pintadas de blanco y muy cuidadas, las calles
eran arboladas y los coches, grandes y caros. Era cierto lo que le había explicado

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Kirsten Boie Skogland

Tjarks: Skogland era un país rico, sin excepciones.


—Y aquí, a la derecha —indicó Tjarks señalando un edificio alargado al borde
del agua, que debía de tener por lo menos cien años—, tienes el Parlamento. El
reino de Skogland tiene un Parlamento desde hace mucho tiempo.
—¡Ah! —dijo Jarven. La política no le interesaba, pero el edificio era muy
hermoso: piedra arenisca, agujas labradas, molduras y ornamentos, frisos y
gárgolas que recordaban las de las catedrales que había visto en la televisión.
De pronto, el conductor giró abruptamente hacia la izquierda. Y en la parte
trasera del Parlamento, sólo unos pasos más allá, Jarven divisó en medio del césped
chamuscado un cráter gigantesco acordonado por una banda de plástico roja y
blanca. Su tamaño venía a ser el mismo del propio edificio. Los árboles y arbustos
del borde del agujero estaban carbonizados y erguían sus ramas quemadas como
brazos negros desnudos hacia el cielo; algunas ya habían sido serradas en trozos de
un metro de largo y permanecían amontonadas en el suelo.
—¿Qué era eso? —preguntó Jarven. El automóvil acababa de cruzar sobre un
puente un estrecho brazo de mar. A lo lejos, quedaba el edificio del Parlamento, sin
rastros del cráter—. ¡Parecía cosa de un... meteorito!
Los meteoritos podían matar a personas, los dinosaurios habían desaparecido (eso
se decía) porque millones de años atrás un meteorito gigantesco había chocado contra
la Tierra en el lugar donde ahora se hallaba el golfo de México; Jarven recordó lo que
le gustaban los dinosaurios de pequeña y que, cuando se enteró de aquello, no pudo
dormir durante semanas del miedo que le produjo que un disparo del universo
acabara también con su casa.
—¡No, no, no te preocupes! —dijo la señora Tjarks, y siguió mirando por la
ventanilla como si con eso la pregunta de Jarven hubiera sido respondida.
Jarven esperó.
—Pero entonces —preguntó finalmente—, ¿qué era eso?
Tjarks no dijo esta boca es mía. En su lugar, Hilgard se volvió hacia ella.
—Tienes razón, parece el impacto de un meteorito —dijo—. Es un cráter
enorme. No queríamos que lo vieras, para que no te preocuparas, porque
ciertamente no hay ningún motivo para ello. Ningún motivo en absoluto —le
sonrió—. Rebeldes —aclaró—. Personas que no tienen cabida en nuestro hermoso
país y que por eso intentan extender el terror y el miedo. Pero gracias a Dios son
pocos hasta ahora. Y tendrán el castigo que se merecen.
Jarven asintió. No sabía por qué iba a preocuparse por ello. Al fin y al cabo ya
estaba prácticamente camino de su casa.

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Kirsten Boie Skogland

—¿Qué significa que no hay rastro de él? —preguntó el virrey, y vació la copa de
coñac de un trago. Al jefe de policía no le había ofrecido.
—Significa que no hay rastro de él —dijo éste, y se inclinó levemente, demasiado
levemente tal vez; podría dar la impresión de que el respeto que sentía por el jefe del
Estado no era muy grande.
—¿No iba vestido de forma bastante llamativa? —preguntó el virrey—. ¿Y no
sabemos desde ayer que le trajeron en coche desde el norte y que, por tanto, debe
de encontrarse en las proximidades de la ciudad? No puede ser tan difícil dar con el
paradero de un chico de doce años. ¿Qué es lo que hace la policía?
El jefe de policía le miró directamente a los ojos.
—Hoy, por ejemplo, la policía ha utilizado a casi todos sus agentes para
garantizar la seguridad en la celebración del cumpleaños de la princesa —dijo—. Y
ayer, en la preparación. Hemos traído a agentes de todo el país. Menos mal que los
que estaban ocupados en la búsqueda de la princesa quedaron liberados al aparecer
ella por sus propios medios, gracias a Dios. A posteriori ha resultado ser la actitud
más inteligente el que nosotros, según su propio deseo, alteza real, no
comenzáramos las pesquisas por todo el país ni preocupáramos al pueblo
innecesariamente con su desaparición. En cualquier caso, en lo que se refiere a ese
muchacho no disponíamos de medios adecuados. Por lo que parece no se trata
de ningún secuestrador, tan sólo de un... —echó un vistazo a Norlin— un chico
normal y corriente, que se ha escapado de un hospital. Su interés, por eso, alteza,
nos resulta algo... desconcertante.
—¡A pesar de ello! —gritó el virrey sirviéndose otra copa—. Si pudiésemos
averiguar hacia dónde dirige sus pasos. Nuestra policía eskoglandesa...
—Encontramos su chaqueta —dijo el jefe de policía—. Se alegrará de saber,
alteza, que había en ella suficientes cabellos como para hacer una prueba de ADN.
Pronto tendremos los resultados.
—¡Cabellos! —murmuró el virrey.
—Como declaró el conductor del coche: largos y rubios —dijo el jefe de policía
intentando indagar de nuevo en la mirada del virrey, pero había bajado los ojos—.
Lógicamente podrían provenir de una peluca, lo vere mos. Y ahora que tenemos
más personal a nuestra disposición, rastrearemos los barrios que circundan el
banco donde se produjo la localización. Sobre todo ese barrio, alteza real.
Pero el virrey ya no le escuchaba.

Llegaron a Österlind con la luz de la última hora de la tarde y Jarven se asombró


de lo hermosos que eran los alrededores de la finca: las colinas con sus campos

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Kirsten Boie Skogland

todavía verdes, los reflejos del sol sobre el agua de los lagos, los bosques. Nunca se
habían ido realmente de vacaciones su madre y ella, el dinero no alcanzaba para
disfrutar de un mes de veraneo, daba lo mismo dónde trabajara su madre (y, claro,
también había pasado temporadas en el paro); aunque, desde que había tenido la
idea de los cursos de Buenas Maneras, las cosas comenzaban a ir algo mejor.
Jarven no conocía mucho del mundo, aparte de su ciudad (dado el miedo terrible
de su madre, ésta ni siquiera la había dejado irse de viaje con sus compañeros de
colegio), y con toda seguridad nunca había visto algo tan hermoso como aquello.
—¡Realmente es un país muy bonito! —dijo la joven, y Tjarks asintió contenta—.
Voy a hacer el equipaje, ¿sí? ¿O tengo que hablar antes con el director...?
Se maravilló de lo segura que estaba de actuar en la película. ¿Habría podido
alguien representar el papel de la princesa mejor que ella? «Tenían razón, no era
necesario recitar —pensó—. Hay otras cosas mucho más importantes».
Bajó del coche y estiró los músculos.
—¡Querida Jarven! —dijo Bolström. Había salido antes que ellos en otro coche
y ahora se acercaba a recibirlos—. ¡Tengo que felicitarte! Naturalmente teníamos
la intuición de que eras la adecuada, pero que ya la primera vez fuera todo tan
perfecto... ¡Mi enhorabuena de corazón!
—Gracias —dijo Jarven poniéndose colorada. Había que hablar con las personas
mirándolas a los ojos, pero en ese momento sentía demasiada vergüenza. Miró al
suelo.
—Y por eso, querida Jarven —continuó cariñosamente Bolström pasándole el
brazo por los hombros y llevándola hacia un banco—, me atrevo a hacerte una
petición. O, para ser exactos: se atreve el virrey a hacerte una peti ción. Durante todo
el viaje hasta aquí he estado hablando con él por teléfono, y estamos de acuerdo.
Ahora sólo queda saber si también tú estás de acuerdo con nosotros.
Su brazo se relajó un poco y Jarven se giró hacia él.
—¿Qué? —preguntó.
Bolström sonrió.
—¡Siéntate! —dijo—. Bueno, en principio te trajimos exclusivamente para realizar
contigo este casting tan singular, por eso tampoco te hemos contado demasiadas
cosas de Skogland y de la princesa. Pero ahora podría ser que las cosas fueran a más,
por descontado siempre que tú aceptes, y para eso es necesario que te explique
previamente algo de la princesa.
—¿Que las cosas fueran a más? —preguntó Jarven, perpleja.
—Sabes, Jarven, la princesa ha pasado por momentos muy amargos en su vida —

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Kirsten Boie Skogland

dijo Bolström, y su voz se tornó sombría—. Su madre murió al nacer ella, pero su
padre, el rey, la cuidó con tanto amor que nunca le faltó nada.
—Sí —dijo Jarven.
—Se hizo mayor, asumió más obligaciones, las que se esperan de una princesa, y
el país la quería.
Jarven asintió.
—Pero entonces —siguió Bolström—, hace dos meses, ocurrió una desgracia. Una
noche, inesperadamente, murió su padre.
—¿Su padre también? —interrogó Jarven asustada, y sintió que había sido mucho
mejor que no le hubieran contado nada. No habría sabido representar el papel de
una princesa que acababa de perder a su padre.
—Él había trabajado muy duro —dijo Bolström—. Era un rey ejemplar.
Simplemente su corazón no pudo más; aunque no era mayor, siempre se exigía
demasiado. Hace dos meses que lo enterramos.
—¡Pobre princesa! —murmuró Jarven.
Bolström sonrió cansado.
—Sí, le afectó mucho —dijo—. Ya no fue la misma de antes, se encerró en sí
misma, lloró mucho. Su tío, el virrey, fue de la opinión de que no se le podía
exigir demasiado en esos instantes, así que asumió todas sus res ponsabilidades
oficiales. La princesa se lo agradeció —suspiró—. Ni él ni la princesa se opusieron
cuando les hice la propuesta de utilizar el cumpleaños como prueba para mi actriz
principal. Ambos estaban convencidos de que la tensión de esos días, y sobre todo el
recorrido por las mismas calles por las que dos meses antes habían acompañado al
féretro de su padre serían excesivos para Malena.
—¡Pobre! —murmuró Jarven de nuevo.
—Bueno, ya empieza a sobreponerse —comentó Bolström—. Pudo celebrar el
cumpleaños que quería gracias a ti, Jarven, en un lugar secreto lejos de la ciudad,
y Norlin, que ha hablado con ella por teléfono varias veces... Claro que hubiera
preferido tomar parte en su pequeña fiesta, pero tú entenderás que eso era
imposible... Norlin, digo, me ha comentado que su voz sonaba tan feliz y
emocionada como no ocurría desde la muerte de su padre.
—Comprendo —murmuró Jarven pensando que no comprendía nada.
—Pero, bueno —continuó Bolström—, tú regresarás a casa y dentro de una semana
se le volverá a exigir a la princesa lo mismo: que salga al balcón y sonría, que conceda
entrevistas, que se deje filmar mientras recorre las calles. Una nueva ley, muy
importante, debe ser rubricada por el jefe del Estado. Como Malena no es mayor

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de edad, será al virrey, y no a la princesa, al que se le otorgue la legitimidad para


hacerlo, pero el pueblo querrá saber que ella está conforme, querrá verla en ese acto
para aclamarla, ya has visto el cariño que siente el pueblo por su princesa.
—Sí —susurró Jarven. Sabía lo que le iba a pedir antes de que él lo dijera.
—¿Qué es una semana? —preguntó Bolström—. ¿Crees que la princesa habrá
recuperado para entonces las fuerzas suficientes...?
—¿Tengo que volver a hacerlo? —quiso saber ella—. ¿Me está diciendo que
vuelva a hacer todo otra vez?
—Fue idea de la princesa —dijo Bolström—. Malena, nuestra desgraciada
princesa, te lo ruega de todo corazón. Necesita más tiempo de sosiego, necesita
tranquilidad, y tú —sonrió— eres una sustituta tan espléndida que con tu
aceptación le harás profundamente feliz.
—¿Tengo que regresar dentro de una semana? —preguntó Jarven. Dentro de una
semana empezaban las vacaciones de verano. Si aceptaba el ofrecimiento, tendría
veraneo por primera vez en la vida—. ¿Vendrán a recogerme otra vez?
—Regresar no, Jarven —dijo Bolström, y apoyó ligeramente la mano en su brazo—.
Si tú quieres, ¡sólo si tú quieres!, nos haría muy feliz que te quedaras.

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Kirsten Boie Skogland

Capítulo 12

El problema era su madre. Jarven estaba sentada en la cama con dosel de su


habitación, sin peluca y sin lentillas, con sus propias ropas, de nuevo ella misma, y
miraba el móvil que había sacado del bolsillo del pantalón hacía un buen rato.
Estaba muy segura de que quería hacerlo, ahora que ya se había aclimatado, que
había experimentado lo convincente que era representando el papel de la princesa
y —si era sincera consigo misma— había comprobado lo que le gustaba percibir el
cariño y la admiración de la multitud, aunque supiera que en realidad no iban
destinados a ella.
—¡Sería muy tonta si no lo hiciera! —murmuró.
Las cristaleras estaban abiertas y del jardín llegaban los trinos de los pájaros.
Recordó el miedo de la primera noche. Todo le había resultado muy extraño,
pero ahora que, por primera vez en su vida, le ocurría algo inusual y su madre
le había permitido ser valiente, se había desenvuelto increíblemente bien. Ya no se
sentía como la Jarven de los últimos años; desde la representación de la mañana se
sentía un poquito como Malena. Tenía curiosidad por saber si, más tarde, en su
casa, quedaría algún rastro de aquel empuje.
Pero ahora todo dependía de su madre. Ella no querría que perdiera los
últimos cinco días de colegio, aunque ya no fueran importantes. Se los pasarían
jugando, juegos inteligentes en algunas asignaturas y tontos en otras; la profesora de
Lengua se dedicaría a las lecturas, el de Música les dejaría tocar instrumentos, y todos,
tanto profesores como alumnos, no harían más que ansiar que comenzaran las
vacaciones.
Y las notas podría recogerlas Tine igualmente, en un sobre cerrado y lacrado. No
había ningún motivo para tener que asistir de forma obligatoria aquellos cinco días
al colegio.
Jarven cogió el móvil. Tenía claro que en esa ocasión no bastaría un SMS, tenía
que hablar con su madre aunque estuviera impartiendo un curso en ese mismo
momento, al fin y al cabo era domingo por la tarde. Le diría lo que le gustaba

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Kirsten Boie Skogland

todo. Que no había nada peligroso, que no debía tener miedo por ella, menos miedo
que en casa cuando iba al colegio con la bici (misteriosamente eso siempre se lo
había permitido).
Jarven seleccionó «mamá» y esperó. Sonó el timbre en numerosas ocasiones, así
que todavía estaba trabajando.
—¡No te enfades! —dijo Jarven cuando oyó un ruido en la línea que indicaba que
su madre había cogido por fin el teléfono—. ¿Mamá? ¡Soy yo, Jarven! Ya sé que no
debo molestarte, pero tengo que...
Por encima del ruido oyó una voz que hablaba de prisa y enérgicamente, pero
sólo entendió algunas palabras. «Del aeropuerto un taxi —entendió Jarven—.
Desgraciadamente hasta las once», así que su madre trabajaría un buen rato más.
Entonces tampoco la iba a extrañar tanto.
—Mamá, ¡es lo que quería contarte! —gritó la chica. En el jardín los últimos rayos
del sol de la tarde caían sobre el empedrado haciéndolo relucir—. No quiero
regresar todavía. ¿Me escuchas? Me han preguntado...
Alguien habló al otro lado, pero Jarven no consiguió comprender nada. Oyó dos
clics seguidos, como si se hubiera cortado la comunicación.
—¡Mamá! —gritó Jarven—. ¡No puedo entenderte! ¡Tengo que hacerlo otra vez,
la próxima semana! ¡Porque ha ido muy bien! ¡Me gustaría mucho!
Era inútil. La comunicación era demasiado mala.
—¡Adiós, mamá! —gritó Jarven—. Te mandaré un mensaje y no te enfades, por
favor. ¡Aquí se está muy bien!
Luego le dio a «colgar».
Querida mamá —escribió Jarven—, por favor, por favor, por favor, ¡di que sí! La princesa
y su tío quieren que me quede una semana más. La princesa está muy triste porque su padre ha
muerto. Y yo puedo ayudarla. Me gusta mucho estoy ellos creen que lo hago muy bien. ¡Por favor,
por favor, por favor, mamá! ¡Por favor! Tu Jarven.
«Mamá siempre está diciendo que hay que ser servicial —pensó, intentando
quitarse de encima aquella sensación de mala conciencia—. Tiene que permitirme
quedarme aquí».
La respuesta llegó enseguida.
¡Por favor, explícamelo mejor! Mamá.
Jarven utilizó tres mensajes. Esperaba que su madre estuviera con un alumno
agradable. Pero si le contaba de qué se trataba sería comprensivo.
Luego salió al balcón y miró el jardín mientras aguardaba el pitido del móvil. Una

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semana entera en aquella casa, en aquel jardín, en aquella habitación. Podría ser
aburrido. Pero sería un aburrimiento distinto al de casa, donde a partir del sábado
siguiente todos se marcharían, incluida Tine, y entonces no habría nada más que la
lectura y la tele e ir a la piscina (lo más probable, sola), como todos, todos, todos los
veranos.
¡Ay, Jarven!—escribió su madre. Realmente se apañaba muy bien con las
mayúsculas—. En ese caso no puedo prohibírtelo. ¡Pero dentro de una semana volverás!¡Ten
cuidado! Te echo de menos. Mamá.
Jarven echó la cabeza hacia atrás y abrió los brazos. Tjarks vendría enseguida a
preguntar si iba a quedarse.
Pero antes tenía que mandar un mensaje muy corto a Tine.

—Pero, bueno, ¡no os lo vais a creer! —gritó Tine—. ¡Ven rápido, mamá! ¡Papá,
rápido, tenéis que ver esto!
Estaba sentada en el sofá del cuarto de estar con un puñado de nueces en la
mano, de las que su madre siempre ponía en un bol sobre la mesa los domingos por
la noche, cuando en la tele emitían El lugar de los hechos, una serie policíaca que
siempre veían los tres juntos. Si tenía que ser sincera, Tine la veía por tener a sus
padres contentos. Y porque era agradable pasar de vez en cuando una tranquila
velada familiar.
Pero ahora estaban dando las noticias.
—¿Qué ocurre? —preguntó su madre. Había llegado corriendo de la cocina con un
trapo en la mano—. ¡Dios mío, creía que te había pasado algo! ¿Cómo es que estoy en la
cocina sola secando platos y tú estás aquí comiendo nueces?
Tine no consideró necesario contestar.
—¡Ha salido el cumpleaños de la princesa de Skogland! —dijo—. Pero ya se ha
acabado, ¡qué rabia!
—Skogland, ése es un país de lo más cuestionable —comentó su padre, que acababa
de aparecer en la puerta con la cesta de la colada apoyada en la cadera. Tine tuvo
que admitir que en ese momento era la única de la familia que estaba tumbada en el
sofá comiendo nueces. Pero ¡qué bien, qué bien!
—¡Dejadme hablar de una vez! —dijo—. La princesa, os lo prometo, ¡tenía la
misma cara que Jarven, sólo que rubia! Pero su cara era clavada...
—¡Que pierdas el tiempo mirando esas tonterías del corazón! —dijo su padre, y
volvió con la cesta hacia el pasillo—. Sería mejor que te interesaras por la situación
política de los eskoglandeses, ¡el país no está en sus mejores momentos! Quiero

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Kirsten Boie Skogland

tender la ropa antes de que empiece la serie. ¡No te comas todas las nueces! ¡Y fíjate
en lo que dice el del tiempo!
Tine le miró enfadada.
—¡Es verdad, mamá! —dijo—. ¡Clavadita a Jarven, pero clavadita!
Su madre levantó las cejas.
—Me sorprende que un parecido de nada te pueda chocar tanto —dijo—. Hay
mucha gente que se parece entre sí. Mejor ven a ayudarme con los cacharros.
Tine se dejó caer en el sofá.
—Tengo que ver el tiempo para contárselo a papá —respondió.
Pero, en cuanto su madre hubo salido del cuarto, corrió al teléfono. Tenía que
contárselo a Jarven. A lo mejor podía poner la última edición de las noticias y ver a su
doble rubia. Qué cosas más increíbles sucedían.

Hacia las ocho se levantó viento, a las nueve se había convertido en un vendaval. Los
árboles del jardín doblaban sus copas, de vez en cuando se rompía una rama. Las nubes
grises corrían por el cielo, que se oscureció tanto que parecía noche profunda, y el
viento aullaba como un lobo (aunque Jarven nunca hubiera oído aullar a un lobo).
La chica estaba en el balcón, ante los cristales laterales, y sentía una incontenible
felicidad. Le hubiera encantado ponerse a cantar en medio de la tormenta. De pronto
todo, todo, todo podía suceder. Era Jarven, la actriz, Malena, la princesa, era Jarven
colmada de felicidad.
¡Menuda bendición que no estuviera ahora en aquel pequeño avión vapuleada sobre el
mar en medio del temporal! Todo funcionaba de maravilla.
Tjarks y Hilgard no se sorprendieron lo más mínimo cuando ella les contó que su
madre había consentido, claro que ellos no conocían a su madre con sus constantes
miedos.
—¡Ya lo esperábamos! —dijo Hilgard, y fue a decírselo a Bolström
inmediatamente.
Aquella misma noche informarían al virrey y a la princesa. A Jarven le habría
gustado hablar con ella. Tal vez podría consolarla. Podrían hacerse amigas, como Tine
y ella. Aunque ya no estaba muy segura de que Tine continuara queriendo ser su
amiga, no le había contestado ningún mensaje. Quizá sintiera envidia, pensó
Jarven, pero no podía creerlo.
Cuando cayeron las primeras gotas, pesadas, grandes, que percibió una a una
sobre sus brazos desnudos, dio un paso hacia atrás. Oyó cómo la lluvia golpeaba la
gravilla, primero despacio, cada vez más fuerte, cada vez más deprisa; oyó cómo los

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Kirsten Boie Skogland

guijarros chocaban entre sí bajo el peso del agua; vio cómo las gotas rebotaban
levemente hacia arriba a causa del impulso con el que caían, igual que si quisieran
regresar a las nubes. Era el aguacero más fuerte y más maravilloso que había vivido
nunca, y permaneció junto a la puerta abierta del balcón observando y escuchando.
Y entonces lo oyó.
—¡Mali! —gritó la voz de un chico.
La primera vez creyó que se había equivocado, que había creído entender en el
sonido de la lluvia lo que había oído aquella mañana en la ciudad. No se hubiera
asombrado por ello. Pero después estuvo segura.
—¡Mali! ¡Soy yo!
Jarven se separó de la protección de la puerta y dio dos pasos hacia delante. La
lluvia cayó sobre su cabeza, tan sólo unos segundos después tenía el pelo separado
en mechas empapadas. Se inclinó sobre la balaustrada y miró abajo.
—¿Hola? —dijo en voz baja.
—¡Mali! —llamó el chico. Se había ocultado tras un gran tejo centenario, saltó
hacia delante y se quedó bajo el balcón, con la cabeza hacia arriba, los ojos medio
cerrados para protegerse de la lluvia que golpeaba fuertemente su rostro—. ¿Qué
pasó ayer por la tarde? ¡La conexión se cortó de repente!
De pronto, se hizo la luz en la cabeza de Jarven. El virrey tenía razón: ahí estaba
el chico de la mañana, al que los vigilantes habían tratado de agarrar antes de que
alcanzara el coche, el loco, el que creía que ella estaba enamorada de él. La había
seguido tal como el virrey había pronosticado.
—¿Cómo es que no estás con Lirón? —preguntó él mientras se limpiaba con el
brazo el agua de la cara—. ¿Por qué...?
«¿Lirón?», pensó Jarven.
Había algo que no encajaba. Aquel chico tendría que hablar de amor; si el
virrey tenía razón, tendría que balbucear promesas de amor, intentar alcanzar el
balcón para abrazarla, para besarla; en lugar de eso hablaba de...
—¿Lirón? —susurró Jarven. Tendría que avisar a Hilgard; si el virrey tenía razón,
aquel chico podía ser peligroso. Había pegado a los agentes.
—Sí, ¡maldita sea! ¿Qué pasó? —preguntó el chico. Parecía enfadado.
Desconcertado y enfadado a un tiempo—. Esperamos toda la noche a que vinieras.
Dejamos la televisión encendida porque en algún momento tendrían que decir
que suspendían la celebración, pero nada, y tú tampoco apareciste, y esta mañana
apareces en el coche con el zorro plateado, ¡como si tal cosa!
Era difícil entender sus palabras con el tamborileo de la lluvia, a pesar de eso

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Jarven supo de pronto que no estaba loco. Ni loco ni enamorado. Casi lo sintió.
Pero ¿por qué se encontraba allí? Durante un momento pensó lo que debía hacer.
Debería informar a Hilgard y Tjarks inmediatamente. Pero estaba convencida de
que ese chico no le iba a hacer nada, de repente se había dado cuenta. Más bien
parecía que conocía realmente a la princesa, tal vez era incluso amigo de ella.
Entonces, ¿por qué no sabía su tío nada del asunto?
—¿Mali? —volvió a llamar el chico—. Si quieres, ¡puedes venir conmigo! La verja es
poca cosa, y los perros, ya lo sabes, ¡me entiendo bien con ellos!
Jarven seguía recostaba sobre la balaustrada escuchándole, y el chico seguía
mirándola, como esperando una respuesta.
De golpe la joven percibió un destello de miedo en sus ojos. El chico dio un brinco,
se dio la vuelta y salió corriendo. Sorteó los árboles igual que una liebre, como si le
persiguieran, aunque no había nadie más que ella. Luego desapareció sin más.
La glorieta de la entrada y el jardín estaban vacíos.
Jarven entró en la habitación y cerró las cristaleras. Se quitó la ropa y abrió el grifo
de la ducha, tan caliente que salía vapor.
Temblaba, y no era sólo porque la lluvia la había mojado de los pies a la cabeza.

Joas no se había atrevido a regresar a la ciudad en el autobús, con toda


probabilidad iban tras su pista. Tampoco quería parar un coche. Si ella le había
denunciado —¡y claro que le había denunciado!—, su descripción habría salido en
todos los informativos: un chico de trece años con los rasgos propios de un
eskoglandés del Norte.
Cuando ya rayaba la mañana y se sentía tan agotado de caminar, tan harto de la
lluvia y del frío que ya le daba lo mismo que dieran con él, un camión frenó a su
lado.
—Vaya, ¡ésta sí que es buena! —dijo el conductor sacando el cuerpo por la
ventanilla de la cabina—. ¿Qué hace un enano como tú de noche por las calles? —
sólo entonces pareció ver su pelo oscuro, en la lluvia todos los cabellos son
oscuros. Titubeó por unos instantes—. ¡Ah, ya! —murmuró—. ¿No tienes dinero
para el billete del autobús? Sube, hablarás conmigo. Si no, me dormiré. Por la
mañana el cansancio se hace insoportable.
Joas tomó aire.
—¡Gracias! —murmuró. Tal vez el hombre no hubiera encendido la radio, tal vez
no hubiera oído el aviso de búsqueda, pero se dio cuenta de que una música leve
se mezclaba con el ruido del motor.

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—¡Realmente no hace tiempo para caminar de noche! —dijo el conductor—.


¿Todo bien?
Joas asintió y el camionero subió el volumen de la radio. Una voz de mujer
resumió los actos del cumpleaños de la princesa antes de que emitieran la
información del tiempo y el estado del tráfico, y luego...
—... Hjalmar Haldur, de doce años —dijo la mujer—, escapó de un hospital al
norte de la Isla del Sur...
Joas comenzó a temblar.
—Desde ayer lo repiten cada hora —dijo el conductor. Los limpiaparabrisas
apartaban el agua del cristal frontal, por un momento dejaban la vista libre a la
noche que tenían frente a ellos—. Primero he pensado que podías ser tú, pero no
tienes nada que ver con melenas rubias, ¿no? ¿Adonde vas? —bajó la radio.
Joas se echó para atrás.
—Sólo a la ciudad —susurro.

Jarven estaba en su cama mirando el dosel que tenía sobre ella.


¿Por qué no había ido corriendo a contarles lo del chico del jardín?
¿Por qué no les había preguntado a Hilgard y Tjarks si sabían algo de él?
Y todo, todo lo demás: ¿qué era lo que había asustado tanto al chico para que
hubiera salido corriendo como alma que lleva el diablo?
«Yo soy la que le ha asustado —pensó Jarven—. De pronto se ha dado cuenta de
que yo no era Malena, claro. Mali. De pronto ha visto que mi pelo era moreno, no
rubio, que mis ojos son marrones y no azules. Tal vez, también ha percibido que soy
demasiado baja, y no tan delgada. Pero ¿es eso motivo suficiente para asustarse
así?».
Se subió la colcha hasta la barbilla. «Yo también me asustaría si estuviera ante la
terraza de Tine y, de repente, Tine ya no fuera Tine —siguió pensando—. ¿Quién es
ese chico? En cualquier caso, no se trata de un loco que cree que estoy enamorada
de él».
Cerró los ojos y se puso de costado. «Hay algo extraño —continuó con sus
cabalas—. Algo que no es, en ningún caso, como tiene que ser».
Sacó las piernas fuera de la cama. Si tenía suerte, Hilgard y Tjarks todavía estarían
despiertos. La bata de la princesa colgaba de una percha en la puerta.
Hasta que no supiera quién era ese chico, le sería del todo imposible conciliar el
sueño.

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SEGUNDA PARTE

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Capítulo 13

Joas se precipitó dentro en cuanto Lirón abrió una rendija.


—¡No es ella! —gritó mientras temblaba de frío a causa de sus ropas mojadas—.
¡Todo ha sido un engaño! ¡Es casi igual a Mali, pero no es ella!
Lirón cerró la puerta y acompañó a su hijo al cuarto de estar.
—Lo sé —dijo—. Ponte ropa seca, Joas. Te haré un té.
Joas se le quedó mirando.
—¡Una mierda sabes tú! —gritó—. ¿No me has oído? La princesa no es Mali, ¡no
ha sido Mali durante todo el rato! ¡Seguro que tampoco esta mañana en la
celebración del cumpleaños!
Lirón echó un vistazo a su reloj de pulsera, como si no supiera que la
medianoche ya había pasado hacía tiempo.
—Ayer por la mañana —dijo, y desapareció en la cocina—. Venga, cámbiate, Joas.
Vas a resfriarte y así no ayudaremos a nadie.
Joas saltó tras él y golpeó su espalda.
—¡Estúpido idiota! —chilló—. ¿No me quieres entender o qué? ¡Me cago en el
resfriado! Si no es Mali, pero tiene el aspecto de Mali, ¿quién es?
Lirón llenó la tetera de agua.
—¿Un monstruo fantástico que la ha suplantado 2? —preguntó—. He dicho
que te pongas ropa seca.
Joas se dejó caer en el único taburete que había en la cocina.
—Todo ha sido un gran engaño —dijo con voz monocorde—. Y estoy
preocupadísimo por Mali.
Lirón sacó el té de una lata, lo midió y lo dejó caer en la tetera.

2
En la mitología fantástica de raíz anglosajona existe la leyenda del Wechjelbalg, el hijo de un elfo, gnomo,
bruja o similar, que es canjeado por un bebé humano. (N. de la T.)

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—No hace falta que te preocupes —dijo—. Mali está aquí.

Los pies desnudos de Jarven no hacían apenas ruido sobre el suelo de mármol del
corredor. Era curioso lo bien que se orientaba ya en aquel enorme edificio. Torció
por una esquina, tampoco la oscuridad la asustaba ya. No había luz en los pasillos,
no había ni una persona en toda la casa, salvo Hilgard y Tjarks. Ninguna cocinera,
ningún criado y nadie que arreglara el jardín. Pero ¿para qué? Hacía siglos que
Österlind ya no era residencia de verano de la Casa Real.
La puerta de dos hojas y, al final del corredor, la biblioteca. Si todavía no se
habían ido a dormir, los encontraría allí.
Jarven se quedó quieta de golpe. Bastante antes de alcanzar la puerta, oyó las
voces.
—Si he dicho ¡no!, no es sólo por uno o dos meses —gritó el virrey con voz
airada.
Habría llegado por la noche, qué suerte. Así podría preguntarle quién era
realmente aquel chico y si de verdad creía la historia del loco. Si tenía que suplantar
a la princesa Malena, tenía que saber quiénes eran sus amigos. Y, quizá, sus
enemigos.
—¡Sé sensato, Norlin! —dijo Bolström. Jarven supo que era él incluso sin verlo.
Ya casi había llegado a la biblioteca, la puerta estaba entreabierta—. ¡Los rebeldes
no van a esperar mucho más! Hasta ahora todo ha ido bien, mejor incluso de lo que
podíamos imaginar. ¡La niña ha representado su papel de maravilla!
Jarven se quedó parada. Aunque nadie pudiera verla, sintió que su rostro y su
cuello tomaban un tono rojo. Ya se lo habían dicho antes, pero era bonito volverlo
a oír mientras hablaban entre ellos. Sabía que debía golpear la puerta y entrar. Su
madre se habría horrorizado si hubiera descubierto que su hija escuchaba tras las
puertas, y más sabiendo que la conversación se refería a ella.
—Y dentro de una semana volverá a hacerlo estupendamente, estoy convencido.
¡Así habrás conseguido todo lo que querías conseguir! Pero mientras lo tengas...
—¡No! —gritó el virrey, y Jarven, sorprendida, descubrió miedo en su voz—.
¡Simplemente no quiero! Aunque esté a la cabeza de los rebeldes... Aunque tenga
cada vez más seguidores... ¡No quiero masacres, en mi país no quiero masacres!
Jarven se apretó contra la pared. El rubor se retiró de su cara poco a poco y
sintió que se mareaba.
—Nadie habla de masacres, alteza —dijo una tercera voz. Tjarks también estaba
con ellos—. Una masacre es lo que queremos evitar. Bolström tiene razón: mientras
esté arriba en los bosques y sólo tenga que chasquear los dedos para movilizar a los

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rebeldes, tenemos que contar cada día con que...


—¿Por qué no llegar a una solución más limpia? —la interrumpió Bolström—.
Una bala tan sólo, ¡ni siquiera notará nada! Y sin él no se atreverán a hacer nada.
¡Dios mío, Norlin! Como virrey tienes la obligación de proteger a tu país. ¡Faltaría
más! ¿Quieres una guerra civil, en la que tendrían que dar su vida muchas personas
más? ¿Cientos, quizá miles? ¡Tú serías responsable, Norlin; esas muertes caerían
verdaderamente sobre tu conciencia! ¡Una vida o muchas! Si me das poder
absoluto...
—¡No! —gritó Norlin con voz entrecortada—. ¡No quiero que se liquide a nadie,
os lo digo de una vez por todas! Solucionaremos el problema de otra manera,
realmente yo no veo ningún problema. ¿Quién dice que él tenga algo entre manos?
Hasta ahora no nos ha perjudicado no haber terminado con él. ¡Lo tenemos bajo
control! Soy el virrey, ¡no lo olvidéis! Y yo digo no.
Jarven intentó caminar lo más silenciosamente que pudo. Había oído algo que
nunca tendría que haber oído. Y nadie debía enterarse.
En cuanto llegó al ala en donde se encontraba su habitación, comenzó a correr. Ya
en su cuarto se tiró sobre la cama, luego se levantó de nuevo y cerró la puerta con
llave. Dejó la luz encendida cuando se metió bajo la colcha. Tenía los pies
helados.
Por la tarde, mientras regresaban en el coche, la señora Tjarks y Hilgard habían
afirmado que no se debía tener miedo de los rebeldes. Y a pesar de ello no querían
que Jarven viera el cráter que ellos habían hecho junto al edificio del Parlamento.
Había más motivo de preocupación del que querían transmitirle a ella. Si no, no
habrían insistido tanto en matar al cabecilla. Masacre. Guerra civil.
«¿Una vida o muchas? —pensó Jarven—. ¿Es así? ¿Se puede pensar así? ¿Se puede
matar a una persona para salvar a muchas? ¿Tiene razón el virrey? ¿O Bolström y
Tjarks?».
Se levantó y se acercó a la puerta del balcón. La tormenta había pasado, llovía
poco y de manera acompasada. No quería vivir en la misma casa donde unas
personas discutían acaloradamente sobre la decisión de matar a otra. La vida no era
una película, ni ningún libro. La vida era la realidad, y aquella discusión le daba
miedo.
—¡No, por favor! —susurró la chica. Quería ayudar a la princesa y quería el papel
en la película de Bolström. Pero en aquel momento habría preferido estar en casa.

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Capítulo 14

Mali! —gritó Joas entrando en el cuarto de estar como una exhalación.


La televisión funcionaba sin volumen y en el sofá frente a ella estaba Malena.
La melena rubia le cubría la cara y uno de sus brazos colgaba descuidadamente
hasta casi rozar la alfombra, donde reposaba la gorra, un pequeño gurruño sucio.
—¡Mali! —repitió Joas, y se arrodilló en el suelo junto a ella.
Malena remoloneó, se apartó el pelo de la cara y se sentó de un brinco.
—¿Tenías que despertarme? —musitó. Un bostezo se comió el resto de sus
palabras.
—¡Vamos, Mali! —rezongó Joas observando la gorra—. ¡Cuando lo he oído antes en
el coche, he sabido de inmediato que eras tú! —se rió—. Hjalmar... ¿cómo?
—Haldur —respondió Malena, intentando desenredarse el pelo con los dedos
—, creo... Por eso me tuve que quitar la chaqueta. ¡No te puedes ni imaginar el frío
que he pasado!
Joas tiró del jersey empapado que se le pegaba al cuerpo como una lapa.
—¿Que no puedo? —replicó.
Malena sonrió.
—¡Y lo cansada que estoy! —añadió—. ¿Crees que he podido dormir mucho
durante la huida?
—¿Y eras tú o no eras tú? —la interrogó Joas. En ese instante llegó Lirón con una
bandeja y puso una taza de té humeante delante de cada chico—. Esta mañana.
Malena se tocó la frente.
—¿Cómo iba a ser yo? —respondió colocando sus manos en torno a la taza—.
¡Huy! ¡Todavía está demasiado caliente!

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Joas se sentó sobre la alfombra.


—Primero he pensado que tenía tu mismo aspecto —explicó—. Pero ella tiene
el pelo oscuro. Y sus ojos son castaños.
Malena sopló sobre el té.
—¡Me siento tan contenta de estar aquí! —dijo—. Pero no tenemos mucho
tiempo.
—De momento aquí estás a salvo, Malena —dijo Lirón—. Los tres lo estamos.
Aunque... la princesa corre peligro. La princesa más que ninguno.
Malena emitió un gemido diminuto.
—¡Os he echado tanto de menos! —murmuró, y empezó a llorar.

«Mañana a primera hora las cosas irán bien otra vez», decía siempre su madre
cuando, tras una pesadilla, Jarven acudía a su habitación y se introducía en su
cama. «Con la luz del día se atenúan los miedos de la noche. No te dejes llevar
de noche por absurdos pensamientos. A la mañana siguiente todo vuelve a ser
mucho más fácil».
Jarven se estiró. Había dormido muy poco. Empezaban a piar los primeros
pájaros cuando notó que caía en un sueño ligero. A veces no era tan sencillo creer en
el consejo de su madre. No cuando se ha espiado una conversación como la de la
noche anterior.
Se levantó. ¿Realmente había oído aquello en lo que no podía dejar de pensar? El
sol se colaba a través de la rendija entre las cortinas y diminutos puntos de polvo se
mecían en sus rayos. Sin necesidad de correr hacia la ventana, ya sabía que era una
mañana preciosa. ¿Y si se lo había imaginado todo?
Llamaron a la puerta.
—Jarven? —dijo Tjarks—. ¿Has dormido bien? —dejó una bandeja al lado
de la cama, fue al ventanal y descorrió las cortinas—. ¡Hoy va a hacer un día
estupendo! Y después de la tensión de ayer, puedes dedicarlo a reposar. Hay una
piscina en el jardín, si te apetece nadar, y haré que te traigan un televisor a la
habitación. Hilgard y yo tenemos cosas que hacer esta mañana, pero seguro que
puedes entretenerte sola.
Jarven asintió sin decir ni una palabra. No tenía muy claro cómo sonaría su voz
si hablaba.
Hilgard y Tjarks tenían cosas que hacer. Una bala tan sólo, ¡ni siquiera notará nada!
—Gracias —murmuró.

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¿Realmente había sido la señora Tjarks, con aquel traje que le sentaba como un
guante, la que en unión a Bolström había instado la noche anterior al virrey para
asesinar al jefe de los rebeldes? ¿Esa señora Tjarks que ahora sonreía como si en su
vida no hubiera mayor problema que maquillar correctamente a Jarven para que
nadie notara que no era la princesa?
—Pareces cansada —dijo atenta la mujer—. ¿No te encuentras bien?
—¡Por supuesto que sí! —respondió ella inclinándose sobre la bandeja para que
Tjarks no pudiera ver su rostro—. ¡Mmmm... mus de ciruelas!
Tjarks se rió.
—¡Ves! —dijo—. Todo va bien. Y te he traído unos periódicos para que puedas
ver cómo encandilaste ayer a todo el mundo —fue hacia la puerta—. Tienes
nuestros números de teléfono, el de Hilgard y el mío, si nos necesitaras para algo.
¿No te importa quedarte aquí sola, verdad?
Jarven negó con la cabeza y cogió un periódico. Había una foto en primera plana
de ella en el balcón, con la cabeza sobre el hombro de Norlin.
—¡Nos veremos a la hora de comer! —dijo Tjarks, y cerró la puerta tras de sí.
Diez mil personas la aclamaron cuando ayer, con motivo de su catorce cumpleaños, la princesa
Malena hizo acto de aparición, por primera vez tras la muerte de su padre, en el balcón de
palacio —leyó Jarven—. Cualquiera que observara su dolor durante las exequias fúnebres pudo
comprobar que, desde entonces, la princesa se ha restablecido ostensiblemente. Se mostraba
descansada, sana y hasta alegre. Los asistentes aplaudieron de emoción cuando, llena de confianza,
la princesa reposó su cabeza por espacio de unos segundos en el hombro de su tío, el virrey (ver
foto de la derecha). Dado que desde la muerte de su progenitor la princesa no había vuelto a
aparecer en público, en las últimas semanas se habían producido ciertos rumores tanto sobre su
estado como sobre la relación que mantiene con su tío. El acto de ayer acalla sin ningún género de
dudas dichas especulaciones. También durante el recorrido en automóvil...
Jarven dejó el periódico.
«Voy a llamar a mamá —pensó—. Me da lo mismo si la molesto. Y si no la
encuentro, probaré con Tine. Tengo que hablar con alguien».

—¡Mirad! —dijo Lirón, y tiró el periódico sobre la mesa de la cocina en la que


Malena y Joas estaban desayunando su café con leche. Sobre la superficie de fórmica
vieja había una barra de pan integral y un cuchillo—. Lo que esperaba.
Malena alcanzó la primera el diario. Se quedó mirando la fotografía.
—¡Como yo! —murmuró—. Y, por supuesto, la semana que viene volverá a
aparecer en el balcón. Así él conseguirá lo que quiere. Y yo no podré evitarlo —con su

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dedo índice hizo rodar unas cuantas migas.


—¡No saldrá otra vez! —dijo Joas furioso—. ¡Nosotros lo pararemos antes de que
ocurra una desgracia! ¿No creerás que Nahira vaya a aceptar esa ley así como así?
—¿Fue ella realmente? —preguntó Malena, y por un momento su mano se
quedó quieta junto al pan.
—¿El edificio del Parlamento? —preguntó Lirón—. ¡Claro, ya había amenazado
bastantes veces con hacerlo! Y tras la muerte del rey fue sólo cuestión de tiempo.
—¡Las cosas habrían sido tan distintas! —musitó Malena—. ¡Por qué tuvo que
morir! Nunca me comentó nada de su corazón...
Lirón abrió la boca para hablar, luego echó un vistazo rápido a Joas, sacudió la
cabeza y permaneció callado.
—En cualquier caso —dijo Joas—, tenemos que evitar que...
Lirón se rió amargamente.
—¿Quiénes te crees que somos? —preguntó.
Malena se le quedó mirando.
—¡Yo soy Malena, la princesa de Skogland! —dijo, y su voz sonó firme de nuevo—.
Y estoy absolutamente convencida de que, si me presento ante mi pueblo y explico
lo que pienso de la ley de Norlin, y lo que pensaba de ella mi padre, ¡nadie
querrá apoyarla! Todos comprenderán que sólo se ha hecho para...
Lirón le puso un dedo bajo la barbilla.
—De acuerdo, venga, ¡habla a tu pueblo! —dijo sarcástico—. ¿Desde dónde quieres
hablarle? ¿Desde algún lugar de aquí, en el barrio, donde a nadie le interesa tu
opinión? ¿En algún sitio de la ciudad? ¿No crees que la policía te acorralaría y te
quitaría la palabra antes de que no más de veinte personas te hubieran escuchado?
¿De verdad piensas que Norlin te consentiría una salida a escena como ésa?
Malena apartó su mano.
—¡Sigues pensando que soy una niña tonta! —gritó enfadada—. ¡Una princesita
mimada que no se entera de nada! ¡Claro que sé que intentarían evitarlo a toda
costa! Pero ¿qué ocurre con la televisión? ¿Con la prensa? ¿No crees que ellos me
escucharían?
Lirón se dejó caer en su silla.
—¡Ay, Malena! —dijo—. Has vivido por espacio de dos meses en el internado,
¿qué crees que ha sucedido mientras tanto? ¿Piensas que tras los micrófonos y las
cámaras trabajan las mismas personas que antes de la muerte de tu padre? ¿Que en
los periódicos escriben los mismos que antes? ¿No te has parado a pensar cuál es el

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motivo de que últimamente se hable tanto en todas las emisiones de lo que sucede
en este barrio? ¿De la suciedad y de la destrucción? ¿De que hay pueblos dispuestos a
avanzar y otros que nunca lo lograrán?
—¿Los han sustituido? —inquirió Malena.
Lirón asintió con la cabeza.
—Siempre se empieza por ahí —dijo—. Quien decide lo que es vital para el
cerebro de las personas decide lo que ocurre en el país. Olvida la televisión. Olvida
los periódicos.
Malena echó un vistazo al diario que había sobre la mesa.
—¿Me estás diciendo que no podemos hacer nada? —preguntó—. ¿No
podemos impedir que se autorice esa ley?
La mirada de Lirón fue en la misma dirección. Observó la foto de la portada, luego
se volvió despacio hacia Malena y Joas.
—Tal vez estemos todavía a tiempo —murmuró—. Dejadme pensar un
momentito —cogió el cuchillo y lo mantuvo bajo el grifo del agua fría—. Y tú,
querida Malena, ¡vas a ducharte de una vez! Luego te vestirás con la ropa que te dé
Joas. No será muy principesca, pero en todo caso algo mejor que lo que llevas
ahora. Sobre todo, mucho más limpia.
Malena se miró.
—Entonces, ¿piensas que podemos hacer algo? —preguntó insistente.
Lirón levantó el brazo y señaló la puerta entreabierta de la cocina.
—¡Fuera! —dijo—. ¡Vamos, alteza real! Ha llegado la hora de la ducha.

Nadie cogió el teléfono ni el móvil. Seguía oyéndose el mismo sonido de


siempre.
—¡Maldita sea, mamá! ¿Qué demonios estás haciendo? —gruñó Jarven—. ¡Pues
llamo a Tine!
Sin embargo tampoco hubo ninguna reacción por parte de su amiga, y cuando
Jarven volvió a teclear el número de su madre, éste estaba comunicando. La segunda
ocasión que probó a marcar el número de casa de Tine había sobrecarga en las
líneas.
—¡Me voy a volver loca! —susurró Jarven, y recordó al chico desconocido.
«Mejor que ayer por la noche no fuera a preguntarle al virrey —se dijo la chica—.
Más vale que antes comprenda lo que está pasando aquí».
Volvió a marcar, pero antes de darle a la última tecla ya escuchó la voz que

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indicaba la sobrecarga.
—¡Cuando más falta hace! —murmuró.
Esta vez sí que con un SMS no tendría ni para empezar.

Malena estaba sentada en el suelo de la cocina rodea da de un mar de cabellos.


Cuando había vuelto de la ducha, Lirón ya tenía preparadas las hojas de periódico
en el suelo.
—¡Siéntate! —le había dicho—. Ahora vamos a convertirte en un verdadero
chico. Lo de la gorra no funcionaba. ¡Y quieres moverte con plena libertad,
supongo!
—¡No! —gritó Malena. Llevaba dejándose crecer el pelo desde que recordaba.
No conocía a nadie que tuviera una melena como la suya. Cabellos de princesa.
—Es peligroso, ¿no lo comprendes? —había dicho Joas—. Te volverán a crecer.
Malena se palpó el pelo temerosa. Lirón no había dejado mucho. Las cortas
mechas se pegaban húmedas a la piel de su cabeza.
—¡Aquí está! —dijo Lirón, y le alargó un espejo—. ¡Para que superes el trauma!
Desde el espejo le miraba un chico desconocido, más joven de lo que ella era;
resultaba extraño. Tenía unos rasgos suaves y los ojos grandes y azules, y a pesar
de ser claramente un eskoglandés del Sur, era bastante evidente que le faltaba el
dinero para pagarse una visita a la peluquería.
—Así no te reconocerá nadie —dijo Joas acariciando el hombro de Malena—.
¡Hola, compañero!
Lirón recogió la hoja de periódico que envolvía los cabellos y la tiró a la basura.
—Bueno —dijo—. Sigues sin estar a salvo del todo. Pero sí un poco más.

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Capítulo 15

Durante un rato Jarven estuvo mirando la televisión que Hilgard le había traído
con una sonrisa. Una bala tan sólo, ¡ni siquiera notará nada! Le resultó muy difícil
devolvérsela.
Había sólo tres canales, lo más probable es que no tuvieran antena parabólica, en el
jardín de la hacienda. Los programas eran eskoglandeses, en todos se hablaba
exclusivamente del país. Sólo en un momento dado y por dualidad consiguió Jarven
acceder a un informativo (en casa habría cambiado el canal de inmediato) en el que
aparecieron los Estados Unidos, la Unión Europea, Israel, el mundo de más allá.
No tuvo que ver la televisión mucho tiempo para darse cuenta de lo bonito que era
Skogland y de lo felices que ^n los eskoglandeses. Iban muy derechos, radiantes, sonreían
en las entrevistas; casi podría creerse que las enfermedades obviaban las islas
eskoglandesas en su propaganda por todo el globo.
Y, a pesar de ello, no dejaban de hablar de preocupación, amenaza y miedo. Mostraron
tres veces el cráter que se extendía junto al Parlamento, reporteros con expresión seria
informaban sobre la búsqueda de los autores. Las sospechas, Jarven lo descubrió
enseguida, recaían sobre los eskoglandeses del Norte, personas morenas que vivían
en la Isla del Norte más allá del estrecho o en aquel barrio sucio y desolado al
extremo de la ciudad, que no sonreían cuando los enfocaba la cámara, que
levantaban el puño amenazadores y gritaban palabras obscenas.
Era cierto, entonces, que el peligro era mayor de lo que Hilgard y Tjarks le habían
transmitido. Ningún tema mantenía tan en vilo a Skogland como el miedo a un
nuevo atentado, y todavía más: el miedo a aquellas personas de tez morena. Y
cuanto más sabía de ellos, más entendía Jarven a los eskoglandeses. Todos los
norteños a los que los amables reporteros interrogaban en la calle, micrófono en
mano, hablaban una jerga endiablada y sus palabras sonaban tontas y poco
meditadas: insultos, exigencias... Y todos y cada uno de ellos, las emisiones lo
dejaban bien claro, eran partidarios del atentado.

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Jarven suspiró y cambió de canal otra vez. Un cantante rubio estaba frente a un
lago y cantaba algo relacionado con el verano. Tal vez hubiera juzgado a Bolström y
a Tjarks injustamente. Tal vez la mejor solución sería, efectivamente, eliminar al
cabecilla del grupo si conocían el lugar donde se ocultaba. De pronto
comprendió que el Sur se sintiera amenazado.
¿Y qué solución había ofrecido el virrey? Desde el principio le pareció una persona
extraña. Tal vez se tratara sólo de un ser pusilánime que no quería manchar sus ma-
nos con un atentado, mientras que Bolström y Tjarks entendían que a veces era
necesario perpetrar un pequeño crimen (¿pero era el asesinato de una persona un
pequeño crimen?) si con eso se evitaba uno mayor. ¿Podía tratarse de eso? Ésa era
una pregunta para el colegio, pensó Jarven, para la clase de Ética, para la de
Religión, incluso para la de Lengua. Una de esas preguntas que te llevan a jugar con
el móvil bajo el pupitre.
El cantante de la pantalla se estaba dando la vuelta como a cámara lenta, en una
pirueta sobre sí mismo con los brazos abiertos, mientras el último eco de su voz
quedaba atenuado por el sonido de la orquesta. Cuando después empezaron las
noticias, Jarven fue a echar mano del mando a distancia, pero de pronto apareció el
balcón de palacio, el virrey y ella misma: cómo saludaba, cómo se recostaba
sobre él. En la pantalla salió la multitud, aclamándola, imponiéndole verdadero
respeto a causa de su número: riadas de gente que se desbordaban desde la glorieta
de palacio hacia las calles adyacentes cuando el helicóptero con las cámaras trataba
de hacer una toma completa.
«Qué bien que ayer en el balcón no conociera la magnitud de todo esto —pensó
—. Qué bien que no pudiera ver la cantidad de personas que me querían felicitar. Y
qué bien que ayer no tuviera ni idea de que existían esos rebeldes del Norte; no
habría podido vencer mi miedo. No en el coche descapotable, y menos todavía
cuando apareció el chico».
—... la ley —dijo el locutor—. Para refrendarla, tanto el virrey como su sobrina
encabezarán el desfile del próximo domingo. A través de una entrevista telefónica,
la princesa Malena ha declarado que acoge con gran satisfacción una ley que
permitirá la convivencia pacífica con el Norte y la protección frente a los ataques
terroristas, de tal manera que al fin pueda volver la tranquilidad a un país tan
hermoso como Skogland, que bien se la merece.
Jarven apagó el televisor. Odiaba la política, la política la aburría. A pesar de eso,
estaba contenta de entender un poco mejor a qué se referían Bolström y Tjarks.
Tenía que intentar hablar con su madre de todo aquello.

—¿Lo has oído? —gritó Malena. Era más alta que Joas y su pantalón le llegaba

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Kirsten Boie Skogland

a los tobillos. En cambio, se le caía de la cintura y Lirón tuvo que prestarle un


cinturón para que se lo aguantara—. ¿Tengo cara de haber dicho que acojo la ley con
gran satisfacción? ¡Menuda sarta de mentiras!
—Podrías expresarte de manera algo más ceremoniosa, alteza real —dijo Lirón—.
Ha sido ella. ¿Lo entiendes? Si te tiñéramos los mechones de oscuro, podrías pasar
por uno de esos peligrosos camorristas del Norte.
—Jamás! —respondió Malena—. Así paso por un peligroso camorrista del Sur.
Lirón le dio a un botón del mando a distancia y la imagen desapareció.
—Queríais oír mi idea —dijo.
Joas golpeó el sofá junto a él y Malena se sentó a su lado.
—Estamos todos de acuerdo en que hay que intentar cualquier cosa con tal de
evitar que se ratifique la ley que promueve la represión de los eskoglandeses del
Norte —dijo Lirón—. No tenemos que perder más tiempo hablando de eso. Tu
padre, Malena, luchó como nadie durante los últimos años para lograr que el Norte,
tras siglos, obtuviera los mismos derechos que el Sur; para acabar con el monopolio
que el Sur tiene con respecto a la explotación de las minas del Norte; para
otorgarnos a los norteños las mismas oportunidades, la misma educación que a los
sureños. No había llegado a esas conclusiones tan sólo por bondad, tú lo sabes.
Comprendió que un pueblo que vive en medio de la miseria y la represión siempre
acaba levantándose contra la autoridad, que el rico y el pobre no pueden vivir
pared con pared.
—Porque si ocurre así, un día los pobres traspasarán la pared de los ricos —
dijo Joas—. Tú siempre lo has dicho.
Lirón asintió.
—Antes, en tiempos de tu abuelo, Malena, todavía era posible —dijo—. Nosotros,
los eskoglandeses del Norte vivíamos en el Norte y no sabíamos mucho de la vida
aquí, en el Sur, un lugar que nos parecía infinitamente lejano. Pero hoy en día existe
la televisión, hay películas que nos muestran vuestra forma de vida, el teléfono,
Internet, y con el coche, el barco a motor o el avión la distancia en tre las islas se ha
hecho mínima. Además, a lo largo de los años, muchos de nosotros hemos emigrado
al Sur, cuando nos necesitabais para hacer todo el trabajo que los del Sur no queríais
realizar.
—Todo eso lo sé —dijo Malena—. No tienes que explicármelo como si fuera
estúpida.
Lirón hizo un gesto con la mano.
—Y de repente —continuó— los eskoglandeses del Sur deben asimilar que los
norteños ya no están contentos con lo poquito que se les ha dado

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Kirsten Boie Skogland

voluntariamente. Demandan los mismos derechos que el Sur, no quieren seguir


siendo...
—¡De acuerdo! —chilló Malena—. ¡Ya sé por qué ha ido todo tan mal! ¡Era mi
padre el que quería cambiar las cosas!
—Y eso fue muy inteligente por su parte —siguió Lirón—. Ayudó al Sur mucho
más que todos los demás. Imagino que tú también estarás convencida de que los
rebeldes habrían atacado muchos años antes si tu padre no hubiera dejado
entrever al Norte un futuro conjunto y con los mismos derechos. De pronto a los
norteños nos merecía la pena esperar. También sin terror y violencia era posible un
futuro para nosotros. Los rebeldes perdieron muchos adeptos.
—Bueno, pero para atacar el Parlamento todavía quedaron unos cuantos —dijo
Joas—. Y tú mismo lo has dicho, no fue casualidad que el ataque se produjera justo
tras la muerte del rey.
Lirón afirmó con la cabeza.
—Claro —dijo—. Fue una advertencia para el virrey y su gente, un aviso de lo
que ocurriría si no continuaban con lo iniciado por el rey. Porque todos sabían
que desde hacía tiempo, entre la aristocracia del Sur, tanto los dueños de los
pozos petrolíferos como los de las minas habían dejado de respaldar al rey en sus
deseos de reformas. Y todos podían sospechar lo que ocurriría tras su muerte, lo
que ciertamente ha ocurrido: que el virrey ha aprobado lo más rápidamente
posible una ley que cierra la frontera con el Norte, de tal manera que ningún
eskoglandés del Norte puede emigrar al Sur, y que priva a los norteños de cualquier
derecho, justo lo contrario de lo que el rey...
—¡Y yo iba a decir de ella que la acojo con gran satisfacción! —masculló Malena
—. ¡Quién puede haberlo creído!
—Han estado estos últimos meses mostrando a los eskoglandeses del Sur el
peligro que representamos los norteños para ellos —dijo Lirón—. ¡Oh, son muy
listos! La ley ha sido muy bien planeada y el atentado al Parla mento es un delito
despreciable. Si el explosivo hubiera prendido en el lugar preciso y no en la hierba
de al lado, cientos de personas habrían perdido la vida. No hay nada que pueda
justificar un delito así, Malena, ninguna represión, ninguna miseria, nada. Al virrey
este atentado le ha venido de maravilla. Porque ahora todos en el Sur viven con
miedo de los norteños, y no sólo de los rebeldes. A las personas en sus casas
aseadas y cómodas les horroriza ver cómo vivimos nosotros hacinados en nuestro
barrio. Se puede comprender que deseen de nuevo un Sur como el de antes:
limpio y ordenado, sin miedos y sin eskoglandeses del Norte.
—Claro —dijo Joas—. Yo también lo desearía si fuera eskoglandés del Sur.
—Sólo que las cosas ya no van a seguir así —continuó Lirón—. No se puede dar

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Kirsten Boie Skogland

marcha atrás en el tiempo, jamás. Las únicas consecuencias de la ley serán más
personas decepcionadas en el Norte, más rebeldes crueles y, por consiguiente, un
peligro creciente para todos los eskoglandeses. Y tampoco sería humano. No se puede
dejar a unos vivir en la miseria para que a otros les vaya cada vez mejor.
—¡Amén! —dijo Malena—. Así hablaba siempre mi padre.
Lirón se rió.
—¡Por eso le querían tanto en el Norte! —dijo—. Y a ti también, por supuesto.
Por eso es tan importante para Norlin que ahora parezca que tú estás de su parte.
Si tú apoyas la ley contra los norteños, no habrá ni un solo eskoglandés del Sur que
dude de que es buena y justa, no después de todo lo que lleva semanas mostrando
la televisión. Y lo que pensemos los eskoglandeses del Norte no importa lo más
mínimo.
—¿Ha llegado ya el momento de que nos cuentes tu idea? —preguntó Joas—. Si
no, me pongo a ver la televisión.
—Ahora viene mi idea —dijo Lirón.

—Me encantaría saberlo —dijo Tine—. ¡Dónde se ha metido! Me empiezo a


preocupar.
—A pesar de que te preocupes, a tu edad no se habla con la boca llena —dijo su
madre—. Aunque me lo tomo como un cumplido hacia mis dotes culinarias. Pero
habría sido mucho más bonito que hubieras dicho: «Gracias, querida mamá, te
agradezco de veras que, a pesar de tu duro trabajo y de que, al mismo tiempo, debas
ocuparte de todo el cuidado de la casa sin demasiada ayuda por mi parte, tengas
todavía tiempo para preparar estas comidas tan maravillosas».
—Te lo diré la próxima vez —dijo Tine—. Pero, ahora totalmente en serio, mamá,
¿no lo encuentras raro? Ayer por la tarde, cuando la llamé por teléfono para contarle
lo de la doble, no se puso, ni en el teléfono de su casa ni en el móvil. ¡Y esta mañana
no ha venido al colegio! La he llamado de nuevo al móvil, y nada, así que he pasado
por su casa a la salida del colegio, y ¿qué te parece? Nadie me ha abierto la puerta.
—¿Y ahora crees que está enferma? —preguntó su madre sirviéndose un nuevo
trozo de pastel gratinado. Posó la cuchara sobre el pastel, suspiró
profundamente y la dejó caer sin llevársela a la boca—. ¿Tan enferma que no
puede llamar por teléfono o abrir la puerta? ¿No te habría enviado por lo menos un
mensaje?
—¡Yo le he enviado uno! —dijo Tine—. Pero no ha habido ninguna respuesta.
—Tal vez ya se han ido de viaje —sugirió su madre—. Las vacaciones están a
punto de comenzar.

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—¡No tienen dinero para eso! —dijo Tine—. ¡Y además me lo habría dicho!
Aunque se hubieran ido sin más, sin informar al colegio. Está claro que no les ha
dicho nada porque todos los profesores me han preguntado por ella.
—De todas formas, yo sigo pensando que se han ido —comentó su madre, y
miró el pastel gratinado con ansia—. Seguramente su madre le ha prohibido
hablarte de su viaje, Tine. Ya sabes lo rara que es.
Tine miró su plato.
—Iré esta tarde otra vez a su casa —murmuró—. No me creo que Jarven pase de
mí. Nos conocemos desde los tiempos de la guardería. ¡Somos muy buenas amigas!
¡Ella confía en mí!
Su madre le echó un vistazo rápido, luego hundió la cuchara en el pastel.
—Da lo mismo —murmuró con mala conciencia mientras se llevaba la cuchara
a la boca—. Sólo espero, Tine, que no te lleves una pequeña decepción con tu mejor
amiga.

Los extensos pasillos estaban vacíos y la luz del sol que entraba por las ventanas
caía sobre el luminoso suelo de mármol y lo hacía relucir.
«Tengo que preguntárselo —pensó Jarven—. A la hora de comer. Hasta ahora
siempre han sido amables conmigo, ¿por qué voy a desconfiar de ellos? Y desde
que he visto en la televisión el peligro que suponen los eskoglandeses del Norte,
hasta puedo entender un poco a Bolström cuando exige que el jefe de los rebeldes
sea eliminado. Qué lástima que mamá no me haya contesta do tampoco, me
habría encantado hablar con ella. No me debe echar tanto de menos si no quiere
hablar conmigo».
Atravesó el enorme vestíbulo y abrió la puerta de la entrada. Llevaba el bañador
y la toalla. Una piscina para ella sola, Tine no se lo iba a creer. Jarven metió un pie
en el agua. Estaba más fría de lo que esperaba.
Miró a su alrededor. Había sido tonto por su parte no cambiarse en la
habitación. Pero le daba vergüenza pasearse en bañador por aquella casa tan
grande. Sin embargo, más vergüenza le daba todavía tener que cambiarse ahora en
el jardín. Había demasiadas ventanas que daban al jardín. Tenía que buscar un
sitio donde nadie pudiera verla.
Cien pasos más allá descubrió el pabellón, una primorosa construcción redonda
con una veleta sobre el techo de cobre con forma de cúpula y ventanas exentas de
cristales. Quizá los príncipes y las princesas lo utilizaran cien años antes para tomar
el té las tardes de clima apacible.
—Vamos allá —murmuró Jarven.

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Kirsten Boie Skogland

Cuando estaba a veinte pasos del pabellón oyó las voces. Quienquiera que
estuviera allí dentro no se molestaba en hablar en voz baja.
El primer impulso de Jarven fue dar media vuelta. Ya había espiado una vez y
hubiera sido mejor no volver a hacerlo.
Pero entonces se agachó y se deslizó entre la hierba hasta llegar al borde del camino
de grava que rodeaba el pabellón. No podía aproximarse más a la conversación
porque la gravilla crujiría bajo sus pies. Había un laurel truncado entre el césped
y el camino; Jarven se pegó a su tronco e intentó no hacer ruido.
—No entiendo en absoluto, alteza, por qué nos hizo seguir buscando —dijo una
voz desconocida—. Las pesquisas para dar con la princesa nos las mandó
interrumpir en cuanto ella apareció de nuevo, bien. Pero en lo que se refiere al tal
Hjalmar Haldur, seguimos indagando por todo el país y, es más, la tarde del
cumpleaños de la princesa, ¡usted me exhortó a intensificar la búsqueda todavía
más!
—Mi estimado jefe de policía —dijo el virrey. Jarven reconoció su voz—. Ya le
expliqué...
—Ahora, tras el análisis del cabello... de ese presunto Hjalmar, que ha resultado
ser la princesa —continuó el jefe—, ahora nos dice por fin que...
—¡Porque antes nosotros tampoco lo sabíamos! —dijo el virrey—. Le dijimos a la
policía que la niña había aparecido de nuevo. Que no había sido un secuestro, sólo
una travesura tonta; se marchó por su propia decisión, tenía miedo a causa de los
actos de la fiesta de su cumpleaños, ¡por eso desapareció! Pero luego comprendió
perfectamente que se lo exigía su puesto y volvió a palacio. ¡Usted mismo vio lo
espléndidamente que se comportó en la celebración! ¿Cómo íbamos a saberlo con las
ropas que se puso para escapar del colegio? ¡Pero, por Dios, hay cosas más
importantes que aclarar!
Jarven contuvo la respiración. La princesa se había escapado del internado, ¿por
qué no se lo había dicho nadie? ¿Por qué le dijeron sólo que tenía miedo de
recorrer en su cumpleaños las mismas calles por las que había transcurrido la
comitiva del sepelio de su padre?
—En todo caso, me queda una pregunta por hacer —dijo el jefe de policía con
voz firme—. ¿Quién ordenó suspender la búsqueda de ese Hjalmar si no existía
realmente? ¿Si era una figura inventada que nadie echaba de menos? ¿Si no era
nadie más que la princesa, a la que ya buscábamos por otra parte?
—¡Por todos los santos! ¿Cómo voy a saberlo? —gritó el virrey. Jarven escuchó
desconcertada que el nerviosismo había provocado un tono en su voz que le
recordaba algo. ¿Qué?—. ¡El hospital! Y entonces su jefatura, su jefatura, llegó a la
conclusión de que su aspecto se correspondía con el de ese otro chico y por eso...

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¡Sus padres deben de haber suspendido la búsqueda!


—Si me permite, alteza, puedo recordarle que realmente él no existe y, por
consiguiente, tampoco sus padres —dijo la voz del jefe de policía con amabilidad—.
Esa es la naturaleza de la cuestión.
—Sí, ¡qué sé yo! —gritó el virrey—. ¿Tengo que desempeñar su trabajo? ¡Su gente
es la que tramitó la denuncia de desaparición! ¡Pregúnteles a ellos!
Se produjo una pausa.
—A estas alturas no podemos dar marcha atrás con la búsqueda —dijo después la
voz del director—. La comisaría que se encuentra en los alrededores del hospital
fue la que por lo visto recibió la orden de búsqueda y nos la cursó a la central, y
no sabe nada más.
—¡Entonces debería controlar mejor a los agentes que tiene a su servicio! —
vociferó el virrey—. ¡Esto es un escándalo! ¡No sabe de dónde procede la denuncia!
¿Suele ocurrir esto a menudo en la policía de Skogland? ¡Resulta espantoso!
¡Estamos en manos de unos aficionados!
Jarven aguardó la respuesta, pero ésta no se produjo. En su lugar, vio cómo un
hombre de traje claro se alejaba despacio por el césped en dirección al edificio
central.
Iba a retirarse silenciosamente hacia los arbustos que había al otro lado de la
hierba para no ser sorprendida por el virrey en el caso de que éste dejase el pabellón,
cuando oyó una serie de pitiditos. El virrey marcaba un número en su móvil.
—¿Bolström? —dijo—. ¡Cogedle antes de que abandone el recinto! ¡No puede
volver a su despacho! ¡No puede relacionarse con nadie, ya te lo explicaré después!
¡Ese hombre sospecha algo! ¡Es un peligro para nosotros!
Jarven corrió encogida. Los arbustos estaban a tan sólo treinta pasos, se tiró tras
un espeso jazmín y jadeó.
Ahora sabía qué le había llamado la atención en la voz del virrey. Tenía un leve
dejo, sólo un dejo, del dialecto del Norte.

El viaje había durado tres días y tres noches en barco. Ya hacía tiempo que la
madre de Jarven intuía adonde iban, a pesar de que no le habían quitado la venda
de los ojos hasta el último momento.
Mientras subían por la escalera hacia la puerta de entrada, olió la sal en el
ambiente y supo que no se había equivocado.
En cuanto cerraron la puerta tras ellos, uno de sus acompañantes le desanudó
la venda. Fue como pensaba: casi sintió la alegría del reencuentro. Luego le vio en

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Kirsten Boie Skogland

una silla no muy lejos de la ventana, que estaba enrejada, las manos atadas por las
muñecas y tan asustado como ella.
—Pero... ¿cómo tú...? —susurró la mujer. No había comido en los últimos días,
todo comenzó a moverse—. Creía que estabas...
—¡Cogedla! —gritó el hombre intentando levantarse. Pero sus pies estaban atados
a las patas de la silla y volvió a dejarse caer en el asiento. Ella se derrumbó con
fuerza sobre el suelo. El hombre tensó sus manos atadas hacia su cuerpo
inconsciente como si quisiera acariciarla.

Nadie la había buscado.


Durante todo el día Jarven había permanecido tras el jazmín, pensando. El brillo
del sol del mediodía había dado paso a la luz calma de la tarde y el cielo del
horizonte se volvió rojo poco a poco. «Pronto vendrán a buscarme —se dijo Jarven
— si no aparezco a la hora de la cena. Y tienen perros, no tengo ninguna
oportunidad de ocultarme de ellos».
Sintió un pequeño pinchazo y movió los hombros entumecidos. «Si regreso sin
más a la casa, puede que las cosas vayan bien todavía. Si digo que me he pasado todo
este hermoso día de verano en el jardín, que me he quedado dormida a la sombra...
¿Cómo van a saber que he estado escuchando? Únicamente tengo que hacer bien mi
papel, el papel de la pequeña e inocente Jarven, que nada sospecha y nada sabe. Pero
¿cuánto tiempo podré soportarlo?»
Jarven se encogió sobre sí misma. Tenía miedo. Había muchas cosas extrañas, muchas
cosas que no concordaban. Hilgard, Tjarks y el virrey le habían mentido demasiadas
veces.
No le habían explicado nada del peligro que supo nían los rebeldes y no
sentían ningún pudor por hablar de matar a su cabecilla. Tan sólo el virrey no quería
su muerte. ¿Y a qué venía que el virrey tuviera acento del Norte?
Tampoco le habían dicho nada con respecto a la huida de la princesa del
internado y habían estado buscando a un chico que no existía. ¿Por qué se había
puesto tan nervioso el virrey cuando el hombre del traje claro le había hecho caer
en la cuenta de que nadie puede buscar a alguien que no existe? ¿Por qué quería
detener a su propio jefe de policía?
Jarven tiritó y se rodeó el cuerpo con los brazos. Una vez que se había escondido
el sol, hacía frío.
«No tiene por qué sucederme nada malo —pensó—. Pero no puedo hacerles
ninguna pregunta. Porque si hago una pregunta equivocada, una que les lleve a
intuir que sospecho algo... ¿Qué harían entonces conmigo? Una bala tan sólo, ¡ni

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siquiera notará nada!¡Cogedle antes de que abandone el recinto!


«No puedo preguntar. Preguntar es peligroso, pre guntar me delatará. Pero
tampoco puedo seguir como si nada, durante una semana entera, como si ese
chico no hubiera estado debajo de mi balcón, como si Bolström y Tjarks no
hubieran propuesto matar al rebelde, como si el virrey no hubiera mandado
apresar al jefe de policía».
«Hay algo que no es como debe ser. Y yo estoy en medio».
—Jarven? —se oyó la voz de Hilgard desde el balcón. La chica se agachó bajo los
arbustos.
Sonó su móvil, no eran tontos. Jarven desconectó el aparato antes de que las
llamadas pudieran indicarles dónde se encontraba escondida.
—¿Jarven? ¡Vamos a cenar!
¿Ya sospechaban algo? ¿Realmente sería lo más seguro regresar junto a ellos, con
toda la ingenuidad del mundo y muy sonriente? ¿Adonde iba a ir si no?
—¿Jarven? ¡Maldita sea! ¿Dónde está esa niña? —gritó Hilgard.
«No puedo disimular una semana entera —pensó Jarven—. El miedo no se puede
esconder. ¿Qué harán conmigo entonces?».
Cuando oyó a los perros, supo que había llegado el momento de tomar una
decisión. La iban a encontrar y Jarven no sabía con qué fin habían sido amaestrados
aquellos animales. ¿Ladrarían como señal de que habían hallado el botín? ¿O la
atraparían como en las películas con sus dientes afilados? Por lo menos eran tres, tal
vez más.
Jarven se encogió más y escondió el rostro entre las manos. Tenía tanto miedo
que no podía respirar. Los ladridos se acercaron, oyó el ruido de las patas sobre la
gravilla, los jadeos nerviosos, tan sólo unos segundos.
Un silbido limpio cruzó el aire. Como si alguien hubiera desenchufado un
altavoz, los ladridos cesaron inmediatamente y, en su lugar, los perros comenzaron
a saltar de alegría. Jarven sintió que algo le golpeaba la cabeza y que una mano le
apretaba la boca.
Era demasiado tarde.

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Capítulo 16

No tendrías que estar en la cama desde hace tiempo? —preguntó el padre de


Tine mirando su reloj. Habían estado en el cine, su mujer y él. Miró a su hija, que
permanecía acurrucada en el sofá bajo una manta de lana, y comprendió que ya no
podía esperar que a su regreso estuviera dormida en su cuarto—. Pero, por lo que
veo, ¡al menos estás velando por tu educación! Algo es algo, Temas del día...
—¡Ssshhh! —dijo Tine sin mover la vista de la pantalla—. ¡Hoy no ha salido nada!
—¿Cómo que no ha salido nada? —preguntó su madre. Acababa de colgar la
chaqueta en el armario del vestíbulo y se dejó caer en un sillón—. Una buena
película.
—¡De Skogland! —dijo Tine, y apagó el televisor. Una mujer vestida con una
chaquetilla corta acababa de empezar a dar el tiempo—. Por Jarven.
Su padre fue al aparador y cogió un vaso.
—¡Tine! —dijo—. ¡No empieces otra vez a ver fantasmas!
Ella observó cómo se servía agua.
—¿Por qué un país de lo más cuestionable? —preguntó—. Dijiste eso ayer por la
noche. Skogland, ése es un país de lo más cuestionable. ¿Qué querías decir con eso?
Su padre se sentó junto a ella en el sofá.
—Si supiera que te interesa la política —dijo—, te lo contaría encantado. Pero
como creo que lo que ocurre es que te ronda por la cabeza alguna idea rara...
—¡No seas pelmazo! —dijo su mujer alcanzando la botella—. ¡Si tu niña muestra
interés por esas cosas, tendría que darte lo mismo por qué! ¡Aprovecha la oportuni-
dad que te brinda!
El padre de Tine se rió.
—De acuerdo, Skogland —dijo—. Skogland la cuestionable, el país de las dos islas.
Todo empezó hace muchos años, ¿sabes? Mucho más de cien años. Desde entonces la
Isla del Norte pertenece a Skogland, y también desde entonces los habitantes de la

~113~
Kirsten Boie Skogland

Isla del Sur se aprovechan de las riquezas naturales del Norte —la miró—. ¿Lo
entiendes?
Tine sacudió la cabeza. Tenía la sensación de que ya había oído hablar de eso, en
el colegio quizá.
—No del todo —respondió.
Su padre suspiró.
—¿Qué es lo que aprendéis en Historia? —se preguntó—. Bien, los de la Isla del
Sur, los rubios y altos, se consideraban muy superiores a los del Norte. Tenían las
mejores armas, máquinas, qué sé yo. Entraron en el Norte y lo conquistaron, como
se hacían entonces las cosas en todo el mundo. Dijeron que les llevaban el
progreso y los del Norte los creyeron. Lo más seguro es que los eskoglandeses del
Norte admiraran a los del Sur.
Tine asintió.
—Pero, en realidad —continuó su padre—, lo que querían los habitantes del
Sur era su potencial minero y agrícola, el petróleo, aquella fructífera tierra que
permitía plantar todo tipo de semillas. Y los del Norte trabajaron para ellos,
¿entiendes?, por muy poco dinero en su propio país, y con eso los del Sur se hicieron
ricos.
—Claro —dijo Tine.
—Claro, claro, ¿qué actitud es ésa? —preguntó su padre—. En todo caso, en aquel
momento, quien más y quien menos también lo vio adecuado. Incluso los propios
habitantes del Norte. Hasta que se fueron dando cuenta de las cosas, hasta que los
primeros de ellos visitaron el Sur, hasta que algunos de ellos pudieron estudiar en
colegios del Sur; hasta que comprendieron que no había ningún motivo para que
ellos siempre fueran los pobres y los del Sur, los ricos, si el petróleo y la abundancia
agrícola a la que había que agradecer esa riqueza procedía de la Isla del Norte
precisamente.
—Podían haber caído en la cuenta bastante antes —dijo Tine, levantándose.
—¡Mira qué lista! —dijo su padre—. Al mismo tiempo, han ido llegando más
eskoglandeses del Norte al Sur. Porque allí hay suficiente trabajo, trabajo duro,
trabajo sucio, trabajo mal remunerado, que ningún sureño de pro quiere hacer. Por
eso los sureños necesitan peones para sus fábricas, campesinos para sus campos,
ayudantes para sus enfermos y sus ancianos... Y todos esos norteños van
conociendo a los del Sur, a los del Sur y su riqueza. Y empiezan a darse cuenta de
que no es justo.
—Y por eso llegaron los rebeldes —dijo Tine—. Los que salieron en las noticias.
Su padre afirmó con la cabeza.

~114~
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—Exactamente —dijo.
—¿Pero Jarven qué tiene que ver con todo eso? —preguntó Tine hundiéndose en
el sofá de nuevo—. Sigo sin entenderlo.
Su padre le removió el cabello.
—¡Absolutamente nada, tontita! —dijo—. Tu Jarven está en algún lugar del
Mediterráneo, en un hotel confortable, muñéndose de risa cada vez que piensa en
el colegio.
—¡Que te lo crees tú! —dijo Tine, levantándose.

Jarven lloraba.
Estaba encajonada en el maletero de un coche que corría a toda velocidad por
calles sin cuestas; tan sólo de vez en cuando reducía la marcha, pero no paraba. Así
que no habían ido hacia la ciudad; en ese caso habría habido semáforos, cruces, y el
vehículo se habría parado alguna vez.
El ruido del motor atronaba en sus oídos, olía a aceite o gasolina, y el fondo
metálico era duro, a pesar de que sus secuestradores habían extendido una manta.
Llevaba los ojos tapados; la boca, amordazada; tenía las manos atadas a la espalda y
los pies agarrados con una correa. Lo primero que hicieron fue quitarle el móvil.
Le parecía todo tan increíble que ni siquiera podía sentir miedo. Así que ya la
habían descubierto hacía tiempo.
Si no, el virrey no hubiera mandado que se la llevaran. ¿Qué era lo que había
hecho mal?
El suelo se hizo más abrupto y el conductor redujo la velocidad. A pesar de ello,
su cuerpo rodaba golpeándose de un lado a otro en su reducida prisión. De pronto,
se pararon.
Se abrieron las puertas y se cerraron de nuevo, oyó voces. Alguien abrió la
portezuela del maletero.
—¡Con cuidado! —dijo una voz de hombre. No era Hilgard, ni Bolström, ni el
virrey—. Si tú la coges de los pies...
Unas manos la agarraron bajo los hombros, otras por las piernas. Levantaron a
Jarven casi con mimo y la sacaron del maletero; respiró el suave aroma de la tarde
que olía a pinos, percibió un suelo boscoso bajo su espalda, musgo.
—Bueno —dijo la voz de hombre otra vez—. Ahora voy a quitarte la venda de
los ojos.
El nudo de la parte trasera de su cabeza se aflojó y entre las copas de los pinos

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Kirsten Boie Skogland

gigantescos Jarven vislumbró trozos de cielo que iban adquiriendo el color plomizo
de la noche. Giró la cabeza hacia un lado.
—Si me prometes que no vas a gritar —dijo el hombre, que debía ser el jefe a
todas luces—, te quitaremos también la mordaza de la boca. De todas formas, no
tendría mucho sentido que gritaras. Nos encontramos en medio del bosque.
Jarven intentó asentir para mostrar que había com prendido. Aquel hombre no
tenía el aspecto de los eskoglandeses con los que se había cruzado hasta entonces.
Era más bajito, más robusto y con la piel y el pelo oscuros. Jarven comprendió de
dónde procedía.
—Joas —dijo el hombre, reclamando la participación de otro.
En el mismo momento en que el chico surgió de las sombras de los árboles,
Jarven lo reconoció. Se inclinó sobre ella y le quitó la mordaza. En sus ojos
asomaba el odio.
—¡No pienses que te mereces tantas contemplaciones! —dijo levantando el pie
como si tuviera intención de pisarla.
Jarven gritó.
—¡Joas! —dijo el hombre con dureza.
Era el chico de la ciudad, el del balcón. Todo encaja ba. Había caído en manos de
los rebeldes.

El virrey echaba chispas.


—¡Os habéis vuelto todos locos! —gritó. Estaban los cuatro entre los matorrales
que había al lado de la verja de entrada. En ese lugar alguien había serrado dos de
los barrotes, que tenían mayor altura que una persona, para escapar sin problemas
—. ¿Cómo ha podido suceder? ¿Qué significa eso de «secuestrada»?
—Usted dijo, alteza, que cuanto menos personal tuviéramos en Österlind menos
peligro habría de que alguien descubriera que nuestra princesa no era la auténtica —
comentó Hilgard inclinándose levemente—. Tjarks ha tenido hasta que cocinar para
nosotros porque no quería ni una cocinera.
—Ni vigilantes —añadió Tjarks—. Dijo que bastaba con la verja. Y tenemos la
alarma y, lo que es más importante, los perros.
—¿Y por qué no ha funcionado entonces? —gritó el virrey—. ¿Por qué no ha
saltado la alarma? ¿Cómo es que alguien ha conseguido traspasar la verja de todas
formas?
—Si hay gente que instala alarmas, hay gente que puede desinstalarlas —dijo
Bolström—. No te excites tanto, Norlin, por el amor de Dios. Lo más importante

~116~
Kirsten Boie Skogland

ahora es que mantengamos la sangre fría. No todo depende de la princesa.


—¿Y los perros? —gritó el virrey. Era como si no hubiera escuchado la advertencia
de Bolström—. ¿Los perros guardianes mejores de toda Skogland? ¡Adiestrados para
atrapar todo lo que se mueve! ¿Cómo es que no han atacado a los secuestradores?
—Nos los hemos encontrado junto a la verja, agitando el rabo —dijo Hilgard con
vacilación.
—Eso nos lleva a la sospecha de que alguien puede haberles dado carne para que
se calmaran —dijo Tjarks—. Aunque... el caso es que estaban de muy buen
humor.
—Sí, es extraño —murmuró Bolström.
—¡Nahira siempre encuentra la manera! —dijo el virrey con el rostro
desencajado por la ira—. No sólo está preparada para utilizar la violencia. También
es inteligente.
Bolström asintió varias veces.
—Por supuesto, tú lo debes saber mejor que nadie —dijo—. Todos hemos
pensado en ella. La primera que se nos ha ocurrido, ¿no? A ti, sobre todo. Pero,
¿podemos estar seguros? La alarma desconectada y el asunto de los perros me obligan a
pensar en otra persona.
El virrey le miró.
—Fue un error, Norlin, absolver a tu viejo compañero de todos los cargos y dejarle
marchar —dijo Bolström amistosamente—. Y ahora no vuelvas a excitarte otra vez. Lo que
ha ocurrido, ha ocurrido —se dio la vuelta, atravesó tranquilamente los arbustos y tomó
el camino hacia la hacienda.
El virrey dudó un momento antes de seguirle.
—Lirón —murmuró—. Por supuesto, Lirón.
Hilgard saltó hacia delante y separó las ramas con cuidado para que el virrey pudiera
pasar sin arañarse.

—Las ligaduras de manos y pies tenemos que dejártelas —dijo el hombre. Ayudó a
Jarven a levantarse y la empujó suavemente para que accediera en pocos pasos hasta
un tronco bajo el que un segundo chico acababa de extender la manta del maletero—.
Creo que están lo suficientemente flojas para no cortarte. Siento tener que actuar así
con una niña. Pero sabes por qué lo hago.
Jarven sollozó.
—Siéntate —ordenó el hombre—. Te ayudaré. Dale algo de beber, Joas.

~117~
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El joven vino con un termo y sirvió té en un vaso.


—¡Me encantaría hacerte...! —dijo con una voz que destilaba ira.
Jarven mantuvo el vaso entre sus manos atadas y percibió sorprendida el bien
que le hacía su calor. Bebió un sorbito.
—No debes tener miedo —dijo el hombre mirando sus ojos como si buscara algo
en ellos—. No vamos a hacerte nada.
Jarven hizo un gesto afirmativo con la cabeza. Sintió que las lágrimas corrían por
sus mejillas. Sus hombros temblaron.
—Por favor —susurró—, por favor... ¡todo ha sido una equivocación!
—¿Una equivocación? —gritó el chico. De él era de quien Jarven sentía más
miedo. El odio dominaba sus ojos, y si el hombre no le hubiera parado los pies con
un grito, seguro que se le habría echado encima para pegarla—. ¿Una equivocación?
¿Te crees que puedes tomarnos por imbéciles?
Jarven sacudió la cabeza, confundida.
—¡Pero yo no soy la princesa! —murmuró—. ¡No soy la princesa Malena! Sólo
soy...
—¡Una traidora! —gritó el chico—. ¿Qué clase de juego te crees que estás
jugando? ¿Te crees que no lo sabemos? ¿Por qué te imaginas que te hemos
atrapado, suplantadora?
—¡Por favor! —susurró Jarven. Si los rebeldes sabían que ella no era Malena, ¿por
qué la habían secuestrado entonces?
El segundo chico se aproximó despacio. Una vez que había extendido la manta
en el suelo, se había pasado todo el tiempo junto al coche, quieto. Era más alto que
los otros, aunque parecía más joven, pero lo que llamaba más la atención de su
persona, en contraposición con los otros dos, era su pelo corto abundante, tan
rubio como el maíz.
—No, seguro que tú no eres Malena —y había desprecio en su voz clara—.
Malena se avergonzaría de montar este numerito.
Jarven se le quedó mirando. Estaba segura de no haberle visto antes. Pero su cara
le resultó familiar.

La mesa en el salón de banquetes estaba dispuesta como si fueran de acampada.


Entre los platos, vasos y cubiertos, había una barra de pan y unas rodajas de
embutido y queso en sus propios envoltorios. Faltaba la mantequi lla, pero en su
lugar habían puesto botes de aceitunas y pepinillos, de los que alternativamente se
iban sirviendo con los dedos los cuatro que estaban sentados a la mesa. No había

~118~
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tiempo para buenas maneras.


—Es demasiado tarde para echarnos las manos a la cabeza —dijo Bolström.
Cogió un poco de embutido, lo enrolló y se lo metió en la boca. Luego tragó un
sorbo de vino—. Fue un error no protegerse mejor. Tendríamos que haber
contado con el riesgo de que nos descubrieran y haber establecido más vigilancia.
Ahora es demasiado tarde.
Tjarks se limpió los dedos con una servilleta.
—¿Y si el asunto trasciende a la opinión pública? —preguntó.
Bolström asintió.
—Ése es, por supuesto, el peligro mayor —dijo—. Y, sobre todo, porque ni
siquiera sabemos dónde está la princesa. No quiero ni pensar lo que podrían llevar a
cabo. Y más, juntas.
—¡Y lo dices tan tranquilo! —gritó el virrey. Sus dedos temblaban. Era el único
en la mesa que tenía una copa de coñac—. ¡Mejor dime lo que tenemos que hacer!
Bolström sonrió.
—Tenemos que evitar que trabe contacto con los medios —dijo—. Ella o la
princesa. Y nadie, salvo los nuestros, debe saber que se ha producido un secuestro.
En el país el ambiente ya no está tan crispado, las cosas se han tranquilizado
sensiblemente. No queremos que vuelva a haber rumores, ¡justo ahora!
Hilgard asintió con la cabeza.
—Pero cuando el domingo se refrende la ley... —dijo—. Imagino, Bolström, que
tienes claro que habrá habladurías si la princesa no acude al desfile. No es que en
los últimos años... la propaganda del rey no haya hecho mella en ciertos estratos de
la población... Pero la ley va a ser aprobada sin demasiados problemas en el Sur. Sin
embargo, ¿qué pasará después si nos vemos obligados... —titubeó— a entrar en
el Norte, como todo da a entender? ¿El pueblo nos seguirá apoyando? Todos aquellos
a los que, desde el principio de su regencia, alteza, hemos tenido que reducir al
silencio, ¿no aprovecharán ahora para salir de nuevo de sus agujeros? ¡Necesitamos a
la princesa! El apoyo de la princesa, que ya desde hace tiempo es conocida por su
amistad con el Norte, es lo único que puede cortar de raíz las críticas a nuestro
proceder en la nación.
—Eso deseamos por lo menos —murmuró Bolström.
—Entonces, ¡búscala! —gritó el virrey—. ¡Busca a las dos, a la auténtica y a la falsa!
—Tú sabes, Norlin, que Malena jamás habría aparecido contigo en el desfile —
dijo Bolström—. Por eso fuimos a buscar a Jarven. Y si Jarven, después de esta
experiencia. ..

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—¡Por eso! —gritó el virrey—. ¡Precisamente por eso nos apoyará! Ahora que los
rebeldes la han secuestrado, ¿no crees que los odiará a muerte?
Bolström movió la cabeza afirmativamente.
—Si los rebeldes la han secuestrado, sí —dijo—. Si la ha secuestrado Lirón... —hizo
una pausa—, entonces tendremos que pensar en otra cosa.

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Capítulo 17

Tras aquella breve parada pasaron el resto de la noche viajando en el coche.


Jarven iba sentada en el asiento trasero, atada de pies y manos. A su lado estaba
sentado el chico rubio y sus hombros se rozaban de vez en cuando.
Ninguno de ellos había dormido mucho esa noche. El conductor paró en un
momento dado para echar una cabezada, y Jarven, que acababa de adormecerse
mecida por el ruido del motor, se despertó cuando cesó el sonido.
La noche estaba clara y brillaban las estrellas. Los objetos se perfilaban tan
claramente como de día, sólo que la noche se había adueñado de sus colores y los
árboles y arbustos habían adquirido toda la gama de los grises sobre un cielo de
color antracita.
«Bosque —pensó Jarven—. Bosque y bosque y bosque, desde que hemos
empezado el viaje».
De vez en cuando, en el profundo crepúsculo de la noche, había reconocido
entre los árboles el reflejo opaco de una mancha de agua. Bosque, bosque y
bosque y lagos.
«¿Adonde me llevarán? —pensó Jarven—. Aquí no hay nada, ninguna ciudad,
ningún pueblo, ni siquiera una granja en la carretera. Nadie que me pueda escuchar si
grito».
A su lado, el chico dormido respiró profundamente y dio un cabezazo contra su
hombro. Con un gemido débil se recolocó, apoyó la cabeza en el brazo de Jarven y siguió
durmiendo.
Jarven se puso recta. Estaba absolutamente despierta y deseó que llegara la mañana de
una vez.
De pronto, tal vez una hora después, tal vez dos, el conductor se despertó, echó un
vistazo por encima de su hombro y, sin decir una palabra, arrancó el motor. Unos
minutos después, Jarven estaba dormida.
Se despertó cuando el coche frenó con cierta brusquedad. El chico rubio levantó la

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cabeza del hombro de ella y se sacudió. Jarven se habría frotado los ojos muy a gusto,
pero las ataduras de sus manos se lo impedían.
—¡Hora de bajar, estiremos un poco las piernas! —dijo el conductor, muy desvelado.
Los dos chicos bajaron del coche y el hombre desató a Jarven.
—Puedes intentar escapar si quieres —dijo—. Pero sospecho que no llegarías muy lejos.
Somos rápidos. Y tres personas.
Jarven notó sorprendida que ya no tenía miedo. «Como si el miedo pudiera agotarse
con el tiempo», pensó, y aspiró con profundidad el fresco ambiente de primera hora de la
mañana. Esperaría.
El coche estaba en una pequeña planicie rocosa sobre el agua. Bajo ellos se
encontraba el mar, plano como un espejo, y en el horizonte rojo asomaba el sol
devolviendo los colores a los objetos poco a poco. La noche había pasado.
—Escuchad —dijo el hombre. Los dos chicos, que como Jarven estaban en el borde
del acantilado mirando el sol, se volvieron hacia él. Jarven continuó mirando el agua.
Sabía que no se refería a ella. A pesar de ello, escuchó—. He quedado con él en el
puerto donde atracan los transbordadores. No tenemos más elección que fiarnos.
De todas formas, iré primero solo.
—¿Y luego? —preguntó el chico moreno.
—Cuando esté seguro de que el periodista está solo, lo traeré con el coche hasta
aquí —dijo el hombre—. Le enseñaremos a las dos, a la princesa auténtica y a la
falsa. Jarven le contará su historia. Cuando el pueblo sepa que ha sido engañado,
que la princesa de la fiesta de cumpleaños no era Malena, ¿creéis que dará
credibilidad a las demás afirmaciones de Norlin? —suspiró—. Ya no podemos
impedir que la ley vaya adelante —dijo—, pero tal vez podamos influir en el pueblo
para que al virrey las cosas comiencen a serle más difíciles. Para que por lo menos no
se atreva a invadir el Norte. Para que el Norte recobre el valor. Y para que Nahira
vea... —titubeó.
—¿Para que vea que aún se puede lograr algo sin utilizar la violencia? —
preguntó el moreno.
—Eso es lo que deseo —dijo el hombre.
—Pero ¿quién se atreverá a difundirlo? —preguntó el rubio—. Después de lo que
me explicaste, ¿qué periódico? ¿Qué radio?
El hombre se calló.
—Tenemos que confiar en el periodista —dijo despacio—. En éste por lo menos.
Hasta ahora siempre ha estado de nuestro lado. Y es una buena historia. No veo
otro camino.

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Luego les había explicado lo que debían hacer si no regresaba.


—¡Acabas de decir que había que confiar en él! —había gritado el rubio.
—No se puede confiar en nadie cuando se está hu yendo —había dicho el
hombre—. Si no estoy de regreso esta tarde, escondeos en el bosque, aunque os
buscarán allí también. Si me torturasen no sé si podría permanecer callado.
Podría ser que os delatara los miró con intensidad—. Nadie sabe cómo
reaccionará ante la tortura. Pero al amanecer, cuando salgan los pescado res,
Nanuk pasará por la bahía con su pequeño bote de madera; llevará las luces
apagadas, lo hemos concertado así. Si le hacéis una señal con la linterna, anclará el
bote. Y os llevará al Norte.
—¿Y luego? —preguntó el rubio—. ¿Y luego?
—No penséis en eso —había dicho el hombre—. Esperemos que no sea
necesario.
Una vez que el coche hubo desaparecido en el bosque, los dos chicos ya no ataron
a Jarven. De vez en cuando le echaban una mirada, cuchicheaban entre ellos.
Después hicieron como si ella no estuviera. Debían de sentirse muy seguros.
El sol alcanzó el cenit y comenzó a hacer calor. «¿De dónde han sacado mi
nombre?», pensó Jarven de repente. Por el norte, más allá del agua había
descubierto una línea oscura en el horizonte. Tenía que ser la Isla del Norte.
La noche en que el chico había penetrado en el jardín de la residencia de verano,
¿habría oído alguna conversación referida a ella y por eso sabía su nombre? ¿Y quién
era Nahira?
Hacia el mediodía se dio cuenta de que los otros dos estaban nerviosos. Miraban
sus relojes y la posición del sol, el moreno hablaba al rubio. Una vez fueron hasta el
lugar del acantilado donde Jarven estaba sentada al sol recuperándose de la noche en
blanco, tan próximos que la chica entreoyó jirones de sus frases. Y también los
nombres que se daban.
Que el mayor y más bajito se llamaba Joas, ya lo sabía; él llamaba Mali al rubio.
De pronto, Jarven se sintió despierta del todo. Recordó a Joas llamándola bajo su
balcón. «¡Mali!», la había llamado, y ella sabía a quién se refería.
Jarven observó al chico rubio. Ahora entendía por qué le resultaba tan conocido.

El sol desapareció en algún lugar más allá de los bosques.


—Toma —dijo el chico moreno alargándole de mala gana una rebanada de pan
—. Lirón no querría que te matásemos de hambre.
Jarven no le miró. Hacía tiempo que había comprendido que sus tres

~123~
Kirsten Boie Skogland

secuestradores creían que estaba compinchada con el virrey en un complot contra el


Norte y contra la princesa. Había intentado hablar con Joas y Malena unas cuantas
veces, pero siempre le habían dado la callada por respuesta.
Masticó despacio, porque intuyó que iba a ser la única comida que recibiría. Sus
tripas crujieron, pero no sentía hambre.
Cuando se comieron todo el pan y vaciaron el termo que Joas había llenado con
el agua de un lago cercano, le hicieron una señal.
Jarven se levantó. Si por la tarde no había regresado, tenían que esconderse en
el bosque, eso había dicho el hombre. Lirón. ¿Qué le habría sucedido?
—¡Ven aquí! —dijo Joas—. Vamos a ir al bosque y tú vendrás también. Sabes que
no tienes posibilidad de escapar. Pero antes vamos a taparte la boca —y antes de
que Jarven pudiera rebelarse, ya la había amordazado—. Para que no pidas auxilio
si aparecen los tuyos —añadió—. Y ahora, ¡vamos!
«Los míos —pensó Jarven—, ¿quiénes son los míos? Quería huir del virrey, pero
éstos creen que estoy a partir un piñón con él. Tengo miedo del virrey y miedo de
los rebeldes. No existen los míos».
Encontraron un escondite a unos cien metros de la costa en un espeso zarzal,
pero no habría sido necesario esconderse. La noche fue tranquila. Joas y Malena se
alternaron para hacer guardia, pero no apareció nadie. Jarven se adormeció a ratos,
pero tenía la sensación de no haber dormido ni un minuto cuando Joas la sacudió
con brusquedad.
—¡Venga, vamonos de aquí! ¡Despacio! —dijo. Seguía estando tan oscuro como sólo
podía serlo allá arriba, en el Norte, en medio de una noche estrellada, pero cuando
salieron del bosque Jarven vio que en el horizonte el cielo empezaba a clarear—. Si
te crees que vas a poder traicionarnos, ¡estás bien equivocada! No sobrevivirías a
ello.
—No hables así —dijo Malena. Pero la mirada que echó a Jarven estaba llena de
ira—. ¿Tienes la linterna?
Se tumbaron en el borde del acantilado. Jarven en medio. No necesitaron contarle
lo que iban a hacer. Cuando pasó el primer patrullero, Malena miró el reloj. Joas
cogió a Jarven por el cuello.
Pero ella no tenía ninguna intención de hacerse notar. Descubrió con asombro
que tenía menos miedo a aquellos dos niños que a Hilgard, Tjarks, Bolström y el
virrey.
¿Y en qué manos habría ido a parar si se hubiera de cidido a gritar, saltar y hacer
una señal a los vigías de la costa?
La habrían devuelto a Österlind.

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Kirsten Boie Skogland

«Debo de estar loca —pensó—, pero prefiero quedarme aquí. Aunque me hayan
secuestrado, maniatado y amordazado. Me han dado un poco de su pan y no me han
hecho daño. Si consigo explicarles que todo ha sido un malentendido...».
—¡Doce minutos! —susurró Malena. Con un alegre toque de bocina, como si no
fuera peligroso, apareció el patrullero por el otro lado—. ¡Tenemos doce minutos
justos!
El sonido se fue apagando y Joas apartó la mano del cuello de Jarven.
—Iremos justos —musitó.
Jarven fue la primera que vio el bote de Nanuk. Una sombra oscura que se
deslizaba por el agua, silenciosa, las velas ligeramente desplegadas. Joas esperó a que
la embarcación llegara al centro de la bahía para hacer la señal, una serie de luces
largas y cortas. Jarven no conocía el código morse, pero le pareció que el patrón
aguardaba la señal de Joas. En el silencio sepulcral del límite entre la noche y la
mañana oyó con absoluta nitidez el sonido del cabrestan te cuando el ancla
penetró en el agua. Luego volvió el silencio.
—¡Tú, la primera! —ordenó Joas—. ¡Y pobre de ti como hagas ruido a propósito!
Jarven comprendió por qué tenían ambos tanta prisa. Tenían que aprovechar el
espacio entre que el patrullero iba y venía, y doce minutos era muy poco tiempo
para bajar por los acantilados y nadar hasta el bote sin ser descubiertos.
—¡Vamos! —susurró Joas con voz temblorosa.
Jarven se deslizó con precaución por el borde de las rocas hacia abajo. En la
oscuridad sus manos se agarraban a todos los salientes que encontraba: raíces,
ramas, matas esporádicas. En un momento dado, resbaló y se arañó la espinilla
contra unas rocas, luego consiguió agarrarse a una rama y respiró para calmarse.
Sobre ella oyó de pronto el grito angustiado de Malena y Joas se escurrió a su lado
hacia las profundidades. Oyó que el muchacho lograba parar el impulso de su
cuerpo algo más abajo.
—¡Joas! —gritó Malena con voz amortiguada—. Joas, ¿te ha pasado algo...?
—¡Todo bien! —respondió el joven, casi junto a ella, y en ese mismo instante
Jarven percibió que la playa de guijarros estaba ya bajo sus pies—. ¡No tengas
miedo!
Malena aterrizó junto a ellos con un grito apagado.
—¡A nadar! —dijo Joas, y le dio a Jarven un empujón en la espalda.
En medio de la oscuridad, el agua estaba más caliente de lo que creía. Lo más
silenciosamente que pudo se hundió en ella aguantando la respiración. Tenía miedo
de nadar con la mordaza en la boca, pero después de las primeras brazadas se sintió

~125~
Kirsten Boie Skogland

algo mejor. El agua salada hacía que le escocieran los arañazos de la pierna, a pesar
de ello Jarven nadó delante de Joas y Malena con todas sus fuerzas en dirección al
cúter.
«¿Qué habrían hecho estos dos si yo no supiera nadar? —pensó la chica—. ¿Qué
habrían hecho si no me hubiera atrevido a ir con ellos y bajar por el acantilado? Si yo
estuviera realmente conchabada con el virrey, si quisiera que la guardia costera diera
con nosotros para poder ser liberada, jamás habrían tenido una oportunidad de
llevarme al barco sin ser descubiertos. No en menos de doce minutos, nunca».
También Malena parecía pensar en lo mismo cuando se izó por la escala en
segundo lugar, tras Jarven. Le echó a la otra una mirada pensativa y luego señaló la
mordaza de su boca.
—Enseguida —dijo—. En cuanto estemos en mar abierto.
Jarven asintió.
Joas estaba subiendo todavía cuando el pescador se dirigió ya hacia la caja del
ancla.
—¿Todos a bordo? —preguntó en voz baja por encima de su hombro—. No
quiero que os descubran. ¡Escondeos bajo las redes!
Jarven fue tan rápida como Joas y Malena, y otra vez la princesa la miró
pensativa. «Tal vez escuche mis palabras cuando hayamos superado esto —pensó
Jarven—. Tal vez me crea. No sé lo que ocurrirá después, pero por lo menos ya no
seré su enemiga. Y no estaré tan sola».
—¡Abajo! —murmuró el pescador—. ¡Vienen!
De nuevo se aproximaba el runrún del motor del patrullero, y Jarven
comprendió que no habían empleado el tiempo debido. Era imposible hacerlo, el
pescador también debía de saberlo. ¿Cómo iba a explicarles a los guardacostas el
motivo de que se hubiera parado en medio de la bahía y no en los caladeros de
pescado? ¿Cómo creía que iba a camuflar su barco, aunque las velas fueran granates
y el casco negro como la pez? En la distancia la noche podría tragárselo, pero no la
mañana que comenzaba. Todo había sido inútil.
Se encogió de hombros cuando oyó la bocina del barco. Atronadora, tres
zumbidos cortos, tres largos, tres cortos, una y otra vez. Además, el pescador tiró
una bengala hacia el cielo, que subió por encima de ellos y ex plotó formando un
globo rojo. Durante unos segundos el cúter quedó sumergido en una luz roja
mientras en la borda el pescador movía despacio los brazos arriba y abajo.

«El periodista no era el único traidor», pensó Jarven comprendiendo de repente


mientras continuaba observando entre las redes cómo su salvador seguía

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Kirsten Boie Skogland

levantando y bajando los brazos. Ahora Nanuk los entregaría a la guardia costera.
Lirón tenía razón: no se podía confiar en nadie cuando se huía.
El patrullero se aproximaba a toda velocidad. Dejaba en el agua oscura una estela de
espuma blanca. Cuando estaba a tan sólo unos metros, Jarven vio a dos hombres de
uniforme en la cubierta. Uno llevaba un megáfono en la mano.
—¿Eres tú otra vez, Nanuk? —preguntó—. ¿Qué pasa ahora?
Nanuk se rodeó la boca con las manos para que su voz sonara más potente.
—El motor se ha ido a pique —bramó—. ¡Ya lo sabéis! ¡Una vez más! ¿Me podéis
remolcar? ¡Hasta el puerto por lo menos! ¡Con esta calma chicha me quedaré aquí
por los siglos de los siglos!
A través del megáfono se oyeron risas.
—¡Ya te dijimos la última vez que no tenemos un servicio de remolcadores gratis
para la chatarra del Norte! ¿No te avisamos de que era mejor que te quedaras con
los tuyos con esa cafetera vieja?
—¡Sólo por esta vez! —gritó Nanuk con voz de desesperación. El patrullero ya
había sobrepasado hacía rato al bote por el lado de estribor, pero las miradas con
que los dos hombres recorrieron la cubierta del cúter habían sido poco
inquisidoras—. ¡Qué queréis que haga, tengo que salir a la mar! ¡Soy pescador! Por
favor, os lo suplico. Cómo voy a regresar si vosotros no me...
Los guardacostas siguieron su camino.
—¡Por favor! —repitió Nanuk—. ¡No me dejéis aquí! Vosotros siempre...
El paso de la embarcación de los guardacostas había dejado un vaivén de olas
que hundía y levantaba el bote de madera. De nuevo llegaron risas desde el
megáfono, luego Jarven oyó un clic que indicaba que acababan de apagarlo. El
patrullero desapareció tras una lengua de tierra.
—¡Y ahora, adelante! —dijo Nanuk—. ¡Manos a la obra! Tenemos que estar
fuera antes de que regresen.
—¿Cuántas veces has hecho esto? —preguntó Joas, y Jarven notó admiración en
su voz.
—¿Suplicarles ayuda? —preguntó Nanuk. El ancla desapareció con un chirrido en
la caja—. En las últimas tres o cuatro semanas, casi cada noche. A veces, fuera, en el
estrecho, a veces en nuestra costa, pero también dos o tres veces a este lado. Me
han advertido siempre que no puedo pretender que la guardia costera me
remolque por la cara. Las primeras veces subieron y registraron mi vieja chalupa
centímetro a centímetro. Pero desde hace tres noches ya no lo hacen. Por supuesto,
incumplen el reglamento, pero están hartos de mí —se rió en voz baja—. Los

~127~
Kirsten Boie Skogland

soldados también son humanos —dijo—. Lo que se estarán alegrando ahora, a


bordo de su rayo luminoso, pensando en el viejo y pobre Nanuk en medio de la
bahía con su motor perennemente averiado y esta maldita calma chicha. «En el
futuro se quedará donde le corresponde», dirán —comenzó las maniobras para
sacar el bote despacio y en silencio de la bahía—. «¡No se arriesgará más a venir por
aquí! ¡No se aprovechará más de nosotros!».
Puso el motor en marcha y enfiló hacia el norte.
—¿Y si, a pesar de todo, hubieran subido? —preguntó Malena—. Entonces
habrían descubierto que el motor funcionaba.
—Pues sí —respondió Nanuk, asintiendo.
Jarven observó asombrada lo deprisa que la vieja embarcación surcaba las aguas.
—Y nos habrían encontrado —añadió Malena poniéndose a su lado.
—Pues sí —repitió Nanuk.
—Y entonces nos habrían... —siguió Malena.
Por un instante Nanuk levantó las manos del timón y le indicó a Malena que lo
agarrara. Luego introdujo su mano en el bolsillo de la camisa y sacó un cigarrillo.
—Sí, eso no habría sido muy divertido —dijo.
A estribor el cielo ya estaba muy claro.

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Kirsten Boie Skogland

Capítulo 18

La casa estaba aislada. En los espesos bosques que la circundaban solía haber
cazadores durante una breve temporada en otoño, cuando acudían a la caza del
alce; nadie más podía estorbar su tranquilidad. La carretera más próxima acababa a
kilómetros de distancia, el camino de grava se transformaba enseguida en una pista
de arena y hierba, imposible de transitar en días de lluvia. Y la costa estaba tan cerca
que casi podían oler el mar. Era un lugar ideal como cuartel general, que además
quedaba lejos de la capital.
—¿Qué ocurrirá ahora? —preguntó el joven que llevaba un buen rato
removiendo los rescoldos del fuego con impaciencia. Tenía dieciocho años
como mucho. A menudo a Nahira le daba miedo pensar en lo jóvenes que eran la
mayoría de sus seguidores, lo deseosos que estaban de vivir aventuras, lo
inconscientemente que arriesgaban su vida, llenos de odio.
—Esperaremos —dijo.
El otro, que estaba sentado sobre el gastado sofá y con el dedo acariciaba la suave
piel de un perro, levantó la vista.
—¡Esperar y esperar y esperar! —dijo—. ¿Nos hemos unido a ti para eso? Dentro
de cinco días refrendan la ley. Y luego entrarán en el Norte con sus tropas.
—¡Tú dijiste que había que amedrentarlos! —gritó el primero—. ¿Ya lo has
olvidado? ¿Para qué hicimos estallar la bomba junto al Parlamento? Dijiste que,
tras la muerte del rey, en el Norte no nos quedaba ya nada que esperar de la
nueva regencia, y lo único que ahora puede ayudarnos es que les enseñemos con
quiénes tendrán que vérselas si nos niegan nuestros derechos sistemáticamente.
—Y lo hemos hecho —dijo Nahira con cansancio. Antes, también a ella le resultaba
fácil permanecer despierta toda la noche, explorando por ahí, hablando,
pergeñando planes. Como aquellos muchachos ahora.
—¿Y qué consecuencias nos ha traído? —gritó el chico que estaba con ella junto a
la chimenea—. ¡Nada! No ya que nos otorguen más derechos, no; ¡nos quitan hasta
los pocos que el rey nos había concedido! Y dentro de pocos días entrarán en el

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Norte, y entonces...
—Tú mismo estás diciendo que el atentado no nos ha servido de gran cosa,
Lorok —dijo Nahira—. No se han dejado achantar por eso. Al contrario, el cráter
junto al Parlamento les ha proporcionado los argumentos necesarios para seguir
oprimiendo al peligroso Norte.
—Entonces hagámosles sentir verdadero miedo de nosotros —gritó Lorok—.
¡Pánico, pánico! ¡Todavía no saben de lo que somos capaces! No pueden tener ni un
minuto más de seguridad, deben ir temblando por las calles, en todo momento
deben temer que estalle una bomba junto a ellos: en sus coches, sus trenes, sus
magníficos edificios... No pueden sentirse seguros ni en sus casas, ni siquiera de
noche, hasta que su miedo sea tan grande que claudiquen, que nos den todo lo
que exigimos, ¡sólo para que puedan volver a dormir por las noches!
—Las cosas no van a ser así —dijo Nahira agotada—. Os lo he explicado cientos
de veces. Cuanto más miedo nos tengan, más odio sentirán por nosotros
también. Y, antes de claudicar, nos pagarán con la misma moneda. Pagaremos cada
muerto que haya en sus ciudades con cien de los nuestros. No hay salida.
El otro joven se levantó de un salto.
—¡No tenemos miedo de morir por nuestra patria y nuestro honor! —gritó—.
¡Mejor estar muerto que dominado! ¡Estamos dispuestos a dar nuestra vida por la
causa! ¡Miles y miles de eskoglandeses del Norte están preparados para morir como
mártires!
—Cállate, Meonok —dijo Nahira—. La muerte suele acabar con todo, ¿sabes?
Pero sabía que no iban a entenderla, eran demasiado jóvenes. Y había cientos
que pensaban igual que Lorok y Meonok. Si no ocurría algo rápidamente, pasaría
lo que ellos pronosticaban. Bombas en el Sur y en el Norte, cada vez un mayor
número de muertos, mes a mes. ¿Qué ganarían con eso?
«Y yo cargo con la responsabilidad —pensó Nahira—. Todavía se miran en mí. Fue
un error hacer estallar la bomba junto al Parlamento. Ahora mis chicos cada vez
quieren más, en todo el país. Cómo pude olvidar que hay que protegerse del
principio, cada principio exige una continuación; pero no un final. Una vez que
han derramado sangre, quieren más. No sé cuánto tiempo voy a poder seguir
controlando a mi gente».
—Me voy a dormir —dijo.
A veces, si había dormido lo suficiente, al día siguiente se despertaba con la
solución.

Habían pasado cuatro horas en el mar. La embarcación había surcado las olas

~130~
Kirsten Boie Skogland

casi en silencio, con las velas izadas. En un determinado momento sobrepasaron los
caladeros: otros barcos, otros pescadores que saludaron a Nanuk antes de emprender
el camino de regreso a sus puertos de origen. También allí los chicos volvieron a
guarecerse bajo las redes.
—En el Norte también tenemos traidores —se había limitado a comentar
Nanuk.
Ya en tierra, los acompañó a un cobertizo donde se almacenaban las redes. El
viento y la sal habían hecho mella en la madera pintada de gris con la que había sido
construido y estaba rodeado por otros cobertizos todavía en peor estado.
—Aquí nadie os buscará —había dicho—. Pero en el supuesto de que alguien
llegara a encontraros, os reconociera y os preguntara cómo habéis llegado hasta
aquí, permaneced en silencio mientras podáis. Si os torturasen, probad primero
con una mentira, los tres la misma.
—¿Ésa? —dijo Joas, señalando a Jarven lleno de rencor—. ¡Ésa no!
—¡Cállate! —siseó Malena—. Pero ¿qué mentira?
—Que habéis venido de la Isla del Sur en colchonetas hinchables —dijo Nanuk—.
Que pensasteis que lo conseguiríais, menuda chiquillada. Que visteis un bote que
venía del Norte y le pedisteis socorro. El pescador os divisó y maldijo su suerte. Se
pasó todo el tiempo que estuvisteis a bordo maldiciendo, y que vosotros le contasteis
una mentira.
Malena asintió.
—Con el miedo que teníais, no os fijasteis mucho en el bote —continuó
Nanuk—. Sólo de pasada. No sabéis quién era vuestro salvador. Y él no os
reconoció.
—¿Crees que se lo tragarán? —preguntó Malena.
El pescador se encogió de hombros.
—Podemos intentarlo —dijo—. Ahora tengo que estropear el motor. Si me cogen
los guardacostas...
—¡Muchas gracias, Nanuk! —dijo Malena. Joas murmuró unas palabras y el
pescador los dejó solos.
En el cobertizo olía a pescado. Había redes colgadas de la pared y, en el suelo,
boyas, y espinas y escamas secas por todas partes.
—Podría haber pensado en que teníamos que comer algo —dijo Joas—. Es el
segundo día que hacemos dieta.
Malena se tocó la frente con el dedo para indicar que no era momento de pensar
en esas cosas. Jarven se asombró de lo tranquila que se mostraba de repente.

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Kirsten Boie Skogland

—Es tu oportunidad de adelgazar —dijo la prin cesa—. Unos cuantos kilos


menos —luego se volvió hacia Jarven—. La tuya también.
Jarven no supo si debía responder. Una vez que estuvieron lo bastante lejos de la
Isla del Sur, Malena le había quitado la mordaza. Mientras se encontraban en los
caladeros, donde todo el rato estaban rodeados de barcas, Joas había querido
colocársela otra vez, pero Malena se había negado. «No va a gritar —había dicho—.
Si lo hubiera querido, ya haría rato que nos hubiera delatado, Joas. No tengo ni
idea de por qué no lo ha hecho, pero no va a gritar».
Al principio, Joas la había estado observando como si quisiera tirarse sobre ella
y cerrarle la boca de un momento a otro, pero después se fue sosegando. Y cuando
llegaron a tierra sólo se preocupó de las ligaduras de las manos, ni le ató los pies ni
le puso la mordaza.
—¿Y ahora qué? —preguntó Joas. Era casi como si, a lo largo de la huida, la
princesa le hubiera relevado del mando inadvertidamente. Pero también ella se
encogió de hombros.
—Ahora estamos por primera vez seguros —dijo—. Eso es lo más importante.
—¿Y Lirón? —preguntó Joas.
Malena miró al suelo.
—Ha sido demasiado confiado —murmuró—. Al final ha sido demasiado
confiado. Tenía razón, entre los periodistas ya no queda nadie que asuma el riesgo
de ponerse en contra de Norlin. No imaginaba que todo podía ir tan deprisa.
—¿Qué será de Lirón? —murmuró Joas.
—Deseo tanto que no le torturen —musitó Malena—. Lo deseo tanto...
Jarven recordó cómo hablaban Hilgard y Tjarks, Bolström y el virrey del
cabecilla de los rebeldes. Una bala tan sólo, ¡ni siquiera notará nada! No se andaban con
contemplaciones. Jarven no se podía imaginar que le fueran a respetar si se trataba
de averiguar dónde se encontraba la princesa. Y su doble.

—Vaya, vaya —dijo Bolström—. ¡La conciencia del rey, nuestro pequeño y oscuro
apóstol de la moral! ¡Encantado de verte después de tanto tiempo, Lirón!
Lirón permaneció en silencio.
—A ti, por el contrario, ¿no te ha parecido demasiado breve? —preguntó
Bolström—. Sospecho que habrías preferido evitar nuestra compañía durante
bastante más tiempo, ¿no?
Norlin se aclaró la garganta.

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Kirsten Boie Skogland

—¡Lirón, permítenos arreglar las cosas de manera pacífica! —dijo—. Siento que
hayamos tenido que atarte. Te pido disculpas si mi gente ha sido menos cortés de lo
necesario.
Lirón levantó la vista.
—Pero tu intento de citarte con ese reportero, que, gracias a Dios, aunque sea
desde hace sólo unos días, por fin ha comprendido lo que debe a su país...
lógicamente nos hace temer que tienes algo que ver con la desaparición de Jarven. Y
tal vez también con la de Malena.
Lirón no se movió.
—Verás, Lirón —dijo Bolström con amabilidad fingida—. Hemos reflexionado
bastante sobre quién podría pasar por delante de los perros asesinos con tanta
facilidad. Y sólo hay una persona capaz, ha sido tonto por nuestra parte no haber
caído antes en la cuenta. En ese caso, no habríamos prescindido de ciertas medidas
de seguridad...
—¡Tu hijo, Lirón! —dijo Norlin—. Joas es el único a cuya voz los perros
obedecen. Así que no hagas que desperdiciemos nuestro tiempo con mentiras.
Vosotros habéis secuestrado a Jarven, y tú pretendías encontrarte con el reportero
para relatarle toda la historia y mostrarle a la chica. Tu máximo deseo es crear,
también en el Sur, un ambiente desfavorable en contra de mi nueva ley.
—¿Entonces? —preguntó Bolström—. ¿Dónde están?
Lirón continuó callado.
—Escucha, Lirón —dijo Bolström—. No tenemos mucho tiempo y no vamos a
malgastar ni un minuto. No tengo ni que decirte que será mejor que hables por tu
propio interés.
Lirón asintió.
—Me estás amenazando —dijo con dificultad. Sus labios estaban resecos—. Ya
tendrías que conocerme, Bolström.
—¡No, Lirón, es un malentendido! —dijo Norlin—. ¡Claro que no te estamos
amenazando! ¡En Skogland no existe la tortura! Sólo queremos que comprendas
que en beneficio de toda nuestra nación es mejor que...
Lirón sonrió.
—Ay, Norlin —dijo—, siempre has confundido tus propios intereses con los de
tu nación. Incluso has confundido tu propia nación.
El virrey optó por mantener la boca cerrada. La ca beza de Lirón fue de
izquierda a derecha y, después, de derecha a izquierda.
Bolström levantó una ceja.

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Kirsten Boie Skogland

—Cuántas veces más tengo que explicarte que tienes que aprender a controlarte,
Norlin —dijo.

Joas se había pasado todo el día dando vueltas por el cobertizo. Le crujían tanto
las tripas que hasta Jarven podía oírlo desde el otro lado del almacén. La chica
estaba sorprendida de no tener ninguna sensación de hambre.
A través de una ventanilla que había sobre la puerta, una luz tenue penetraba en
el recinto. Telas de araña, en las que se había depositado un polvo de siglos,
colgaban de ella como si se tratara de unas cortinas roídas y sucias. Jarven se había
adormecido en la oscuridad.
Se despertó porque alguien le golpeaba el hombro.
Agachada ante ella, Malena la examinaba con mirada escrutadora.
—Gracias por no habernos delatado —dijo. Pero Jarven descubrió inseguridad
en sus ojos, y también desconfianza—. Podrías haberte escapado muy fácilmente,
y en dos ocasiones por lo menos.
Desde el día anterior Jarven no había sentido la ne cesidad de llorar, no mientras
se había preguntado qué harían los secuestradores con ella, no durante la huida por
el estrecho. Era como si todas sus sensaciones hubieran estado separadas de ella por
medio de una pared de vidrio: sabía que debía sentir miedo o desesperación, pero
en lugar de ello sólo había una gran calma.
La amabilidad de Malena hizo que la pared estallara. Las lágrimas corrieron por
sus mejillas y de pronto comprendió lo descorazonadora que era su situación. Los
otros temían únicamente al virrey y a los suyos; pero incluso si lograban escapar y
ponerse a buen recaudo, Jarven continuaría sintiéndose en peligro. Los rebeldes no
confiaban en ella tampoco.
—¿Por qué lloras? —dijo Joas enfadado—. No te hemos hecho nada, ¿no? ¿Qué te
crees que haría tu gente con nosotros si nos pillaran? ¿Qué piensas que están
haciendo con Lirón ahora mismo?
Jarven gimió.
—¡No puede hacer nada para evitarlo! —dijo Malena—. El caso es que no nos ha
delatado —y de nuevo apareció aquella mirada insegura, escrutadora.
—¡Claro, de pronto te pones de su lado! —gritó Joas—. Sólo porque es tu...
—¡No! —dijo Malena—. ¡Yo no me pongo de su lado! Pero podría ser que... —
miró a Jarven—. ¿Por qué no gritaste? —preguntó—. ¿Por qué nadaste con
nosotros hasta el bote y no intentaste huir? ¡Ni una sola vez! No habríamos
tenido ninguna oportunidad de alcanzarte.

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Kirsten Boie Skogland

Jarven hipó, sus hombros se agitaron. Luego se limpió el rostro con el brazo.
Aspiró hondo.
—Tenía tanto miedo de ellos —susurró—. Quería... Cuando me secuestrasteis,
justamente quería escapar. Pero no sabía cómo zafarme de los perros.
Joas se rió con maldad.
—¡Nadie lo sabe! —dijo—. Salvo yo, por supuesto. Pasaba los días con ellos,
cuando todavía vivíamos en palacio; les daba de comer, hablaba con ellos, jugaba.
«Nunca se sabe cuándo lo necesitaremos», me dijo Lirón. Pero a mí me gustaban,
son buenos animales.
Joas había vivido antes en palacio, de eso conocía a Malena.
¿Por qué habían vivido Joas y Lirón allí, dos eskoglandeses del Norte, dos
rebeldes?
—Los perros atacarían a Bolström —comentó Malena—, o al virrey, antes que
hacerle algo a Joas. Los perros le quieren.
Jarven asintió con la cabeza. Había parado de llorar.
—Pero ¿por qué tenías miedo de la gente de Österlind? —preguntó Malena.
Jarven se dio cuenta de que no la creía de verdad—. De tu propia...
—¡Está mintiendo! —gritó Joas—. Sólo quiere que confiemos en ella. ¿Cómo iba
a tener miedo de su propia gente? Después de haber participado en su juego
durante tanto tiempo...
—¡Yo no participé! —susurró Jarven, percibiendo que el tono de su voz se había
tranquilizado de nuevo—. Yo no sabía que...
—¿No lo sabías? —dijo Joas—. ¡Realmente me gustaría comprender cómo alguien
puede actuar ante la opinión pública como si fuera la princesa de Skogland y no
saberlo en todo ese tiempo!
—¡Por supuesto que sabía lo que estaba haciendo! —replicó Jarven. Estaba
contenta de poder sentir de nuevo algo parecido a la rabia—. Lo que no sabía era la
relación que había entre todo. Creía que...
—Que los del Sur participen en esas maniobras de despiste, de acuerdo —
concedió Joas—. No es raro que si creen que esa ley va a ser buena para ellos
olviden todo lo que una vez asumieron. Pero ¡tú! ¡Tú que llevas sangre del Norte en
tus propias venas! Claro que tienes a quién parecerte...
Jarven sacudió la cabeza con violencia.
—¡Os repito que todo ha sido una equivocación! —gritó—. Entiendo que
creáis que soy eskoglandesa del Norte, ¡tengo ese aspecto! ¡Pero nunca en toda mi
vida había estado en Skogland! Mi padre —pensó en el árbol genealógico, en la lista

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Kirsten Boie Skogland

de nombres que Gökhan le había proporcionado a través del teléfono; le parecía que
todo aquello había sucedido hacía muchísimo tiempo— ¡es turco!
—¿Turco? —preguntó Malena aturdida.
Pero Joas ya se había arrojado sobre Jarven.
—¿Nos tomas por estúpidos? —gritó—. ¡De Turquía! ¿Cuántas patrañas más
piensas que vamos a creerte?
Malena le apartó.
—Si tu padre es turco... —dijo con una mirada todavía más escrutadora, si eso
hubiera sido posible, que la que le había dirigido durante toda su huida—. Si tu padre
es turco —repitió— y tú no tienes nada que ver con todos nosotros, con Skogland,
¿por qué viniste hasta aquí? ¿Por qué actuaste en mi cumpleaños como si fueras yo?
¿Por qué allá arriba, en el balcón, incluso...?
—¡Fue repugnante! —gritó Joas—. ¡Repugnante!
Jarven sintió cómo las lágrimas volvían a inundar sus ojos. De pronto se dio
cuenta de lo crédula que había sido.
—¡Fue sólo por la película! —murmuró—. Yo tenía que ser la actriz principal. Y
por eso debía convencer antes...
—¡Una película! —exclamó Joas—. ¡Ahora, encima, una película! —con cada
nueva palabra se mostraba más iracundo.
Pero antes de que pudiera volver a abalanzarse sobre Jarven, Malena se
interpuso entre ambos.
—¡Joas, déjala explicarse de una vez! —dijo enfadada—. Al fin y al cabo, hasta la
noche vamos a estar aquí, ¿por qué no va a contarnos su historia? Luego ya
decidiremos qué es lo que vamos a creerle.
Joas resolló. Una bandada de gaviotas sobrevoló el cobertizo chillando a su paso.
—¿Y bien? —preguntó Malena—. ¿Qué es eso de una película?

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Capítulo 19

Nahira había dormido mal. Si la cosa no tenía solución, tampoco podría


encontrarla durante las horas de sueño.
Se levantó de la cama y abrió las cortinas. En el claro que pertenecía a la casa y
cuya hierba los muchachos mantenían siempre cortada para poder jugar al fútbol,
Meonok, Lorok y un tercero, del que no recordaba el nombre, estaban sentados
jugando a las cartas. Ya hacía tiempo que se quejaban de que la señal de televisión en
el cuartel general era tan mala que sólo podían limitarse a verla en momentos de
necesidad, a la hora de las noticias o cuando daban la información meteorológica para
saber el tiempo que iba a hacer durante una acción relevante.
«En otros países hay emisiones por satélite —pensó Nahira—. Eso seguramente
sería lo primero que mi gente permitiría si en algún momento alcanzásemos el
poder: antenas parabólicas tanto para el Norte como para el Sur. También el rey
quería abrir el país al exterior, quería que los eskoglandeses tuvieran libertad para
obtener información de lo que ocurría en otras partes del mundo. Ahora estamos de
nuevo a años luz de todo eso y el resultado es que incluso el eskoglandés más leal,
si se encuentra en un lugar muy apartado, deba conformarse con una señal de
televisión desastrosa y pase las horas muertas jugando a las cartas».
Asomó la cabeza por la puerta.
—Voy a hacerme el desayuno —anunció—. ¿Quiere alguien café?
—¡El desayuno! —dijo Meonok. Sonó como si escupiera las palabras—. ¡Ya casi
vamos a cenar!
Nahira suspiró.
—Entonces, ¿ninguno? —preguntó.
—¡Triunfo! —dijo Lorok—. ¡Y triunfo y triunfo! —los otros dos maldijeron.
«Empiezan a evitarme —pensó Nahira—. Tengo que prestar atención. Una
mañana me despertaré y los chicos se habrán esfumado. Se dice que en todo el
Norte están formándose nuevos grupos de rebeldes, a los que ya no les queda

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paciencia, que están ansiosos por actuar, por luchar, por dar su vida. Han crecido en
una represión constante, pero, al contrario que las generaciones precedentes,
también con el total convencimiento de que se trataba de una gran injusticia. Algo
se me tiene que ocurrir para mantenerlos tranquilos por un tiempo más. Una acción
que les satisfaga, pero que no cause muchos daños. No quiero que salte la chispa».
Puso el agua para el café y se metió en la ducha.
«Una acción. No quiero que salte la chispa».

Cuando Jarven acabó de hablar, se quedaron un rato en silencio. Joas no la


había interrumpido en todo el tiempo.
—Es demasiado absurdo para ser inventado —dijo por fin Malena, pensativa
—. ¿Qué opinas, Joas?
El joven se dio un puñetazo en la tripa, que crujió como si quisiera dar ella la
respuesta.
—Puede ser —murmuró entre dientes.
—Lo que me pregunto es: ¿por qué no desconfiaste cuando te viste con una
peluca rubia sabiendo que hay muchas chicas rubias que podrían haber hecho el
papel a la perfección? Como tú misma has dicho, resultaba curioso que fueras tú
precisamente...
Jarven miró al suelo. Sintió que se ponía colorada.
—Sólo los creí cuando decían que yo era la mejor..., que tenía carisma —añadió.
Qué tonta, qué tonta, qué tonta. Les había resultado tan fácil adularla, deseaba
tanto creerlos, qué presuntuosa había sido—. Y cuando después... todo fue tan bien,
comprendí que se habían tenido que dar cuenta enseguida de lo mucho que me
parecía a ti.
—¿Y? —preguntó Malena. Su voz sonó tensa.
—Son cosas que notan las gentes del cine —dijo Jarven—. Tienen una percepción
especial para eso. Invitaron a muchas chicas a ese casting. Estaba claro que alguna
habría a la que le sería sencillo hacerse pasar por ti —Jarven suspiró—. Ahora sé
que no había ninguna película. ¡Que hicieron todo aquel casting únicamente con el
fin de encontrarte una doble! Pero antes no lo sabía. ¡Hay cosas que no se pueden
imaginar!
Malena continuaba observándola de forma inquisidora. Luego se dirigió a Joas:
—Tenemos que hablar —dijo.

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—Me temo que no va a soltar prenda —dijo Bolström. Hacía horas que Norlin
esperaba, caminando de un lado a otro de la biblioteca—. Asegura no saber dónde
están las princesas. Le hemos amenazado y ya sabes que nuestra gente no es nada
delicada. Pasará tiempo hasta que recobre el aspecto de antes.
Norlin gimió.
—Por supuesto hay otros métodos —continuó Bolström—. Pero me temo que
tampoco funcionarán con Lirón.
—¿Eso significa que no las encontraremos antes del fin de semana? —preguntó
Norlin—. ¿A ninguna de las dos?
Bolström afirmó con la cabeza.
—Me temo que esta vez tendrás que salir tú solo al balcón —dijo—. Hemos
puesto en marcha una investigación, por supuesto, pero creo que pueden estar en
cualquier parte del país.
—En el Norte —dijo Norlin—. ¿Lo piensas tú también?
Bolström encogió los hombros.
—El Norte también es muy grande —dijo—. Escucha, Norlin, sé perfectamente
lo que piensas, pero ha llegado el momento. En el Sur todavía no tenemos suficiente
acogida para nuestros planes, quizá ni tan siquiera para la nueva ley. Si tuviéramos
a la princesa de nuestra parte, bien, pero así... Debemos hacer un esfuerzo, Norlin.
Nuestra gente se ha estado informando, tienen todavía muchas dudas. Va a haber
resistencia, también en el Sur, con respecto a la invasión del Norte; estoy convencido.
Necesitamos más argumentos. Argumentos de peso.
—¡Pero que no haya muertos! —gritó Norlin al borde de la histeria—. ¡No quiero
que mis manos estén manchadas de sangre!
—Nada de muertos —dijo Bolström amistosamente mientras le tranquilizaba
poniéndole una mano sobre el hombro—. Veré lo que puedo hacer.

—¿Por fin has comprendido por qué te trajeron? —preguntó Malena. Había
estado un instante cuchicheando con Joas, luego se había sentado junto a Jarven,
sobre un montón de redes. Joas, apoyado en la pared de enfrente, las observaba.
Jarven afirmó con la cabeza.
—Tenía que simular que era tú —murmuró—. Para que el pueblo creyera que la
princesa y el virrey estaban de acuerdo en todo. Para que el virrey pudiera imponer
más fácilmente su ley contra el Norte.
—Más o menos —comentó Malena—. Más o menos.

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—Pero ¿por qué? —preguntó Jarven—. ¿Por qué es tan esencial que la princesa
apruebe también esa ley?
Malena miró a Joas.
—Explícale la historia completa —dijo—. Todavía no está lo suficientemente
oscuro para que abandonemos el cobertizo, da lo mismo lo que rujan nuestras
tripas. ¡Es mejor que se entere de todo de una buena vez!
—¿De todo? —preguntó Joas.
Jarven vio cómo ella le echaba una mirada y Joas asentía, casi imperceptiblemente.
—De acuerdo —dijo él mientras deslizaba su espalda por la pared hasta quedar
sentado en el suelo—. ¿Sabes algo de los rebeldes? ¿Has oído hablar del atentado
contra el edificio del Parlamento?
Jarven asintió.
—Bien —dijo Joas—. Existen desde hace mucho tiempo. Pero no cometían
atentados, no al principio; no tiraban bombas, ni siquiera tenían armas. En los
primeros tiempos querían negociar únicamente con el rey. Lograr los mismos
derechos para el Norte. ¿Sabes? En su fuero interno también ellos creían que el Sur
era tan justo y bueno como él mismo proclamaba y como siempre se les había dicho
a ellos.
—El movimiento se fue haciendo más fuerte —dijo Malena—. Cada vez fueron
más los eskoglandeses del Norte que los apoyaban. Me imagino que conoces quiénes
eran sus líderes.
Jarven negó con la cabeza.
—¿Sus líderes? —preguntó.
—Dos hombres y una mujer —dijo Joas—. Se conocían desde la infancia,
habían ido juntos a un colegio del Sur: Lirón, Nahira y Norlin.
Jarven se le quedó mirando.
—¿Norlin? —dijo—. ¿Y ahora quiere... una ley contra el Norte?...
Vio cómo Malena y Joas intercambiaban una mirada.
—¿No te has dado cuenta de que Norlin es eskoglandés del Norte? —preguntó
Malena—. ¿Aunque se haya teñido el pelo de blanco, el zorro plateado? ¿Aunque
lleve lentillas azules para ocultar sus ojos marrones? ¿No has visto que es más bajo que
el resto de su gente? ¿No te has fijado en su acento, que todavía sigue conservando
a pesar de que practique diariamente con uno de los actores más afamados?
—No —murmuró Jarven—. Sí... —las cosas empezaban a cobrar sentido.
—Lo dicho, eran los mejores amigos —continuó Joas—. Cualquiera de ellos

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habría dado su vida por los otros, por lo menos eso creían. Norlin y Nahira, desde
luego: estaban enamorados.
—¿Nahira? —dijo Jarven.
Para que Nahira vea, había dicho Lirón. Y Joas había acabado la frase: ... Para que vea
que aún se puede lograr algo sin utilizar la violencia.
Joas asintió.
—Pero... —preguntó Jarven—, ¿cómo es que ahora Norlin es el monarca y
Nahira... está al otro lado?
—Ella es la líder de los rebeldes —explicó Joas—. Y Norlin sólo es el virrey —
ahora exhibía una mirada tan escrutadora como la de Malena—. Entonces, el rey
todavía era muy joven y tenía una hermana melliza. Ambos se querían mucho. Pero
la princesa... ¡quién sabe! Tal vez no la llevaron al colegio adecuado... El caso es que
acabó haciendo algo incorrecto —se rió y Jarven esperó con paciencia—. Apoyó a los
rebeldes desde el principio —dijo Joas—. Era romántica, me contó Lirón;
admiraba a los rebeldes, su fortaleza y el hecho de que lucharan por una buena
causa. Quería que se aceptaran sus demandas.
—¿Tu padre no lo quería? —preguntó Jarven.
Malena sacudió la cabeza.
—Entonces, todavía no —dijo.
—La princesa se encontró con los rebeldes —siguió Joas mirando a Jarven—. Ya
sabes lo que ocurrió a continuación.
Jarven negó con un gesto de la cabeza.
—No —dijo, pero poco a poco comenzaba a intuir algo.
—Se enamoró —siguió Joas—. De Norlin. Y entonces salió a relucir que los tres
inseparables realmente no eran tan inseparables, sobre todo Norlin y Nahira.
Como si no hubiera amado nunca a Nahira, Norlin se casó con la princesa.
—¡Qué ruin! —exclamó Jarven.
Joas y Malena intercambiaron una mirada.
—Puedes imaginarte que, al principio, el rey estaba en contra de esa unión, y que
se produjo también un gran alboroto entre el pueblo: ¡su querida princesa casándose
con alguien del Norte! Pero se fueron acostumbrando, por lo visto Norlin era
encantador. Se trasladó a la Corte y el rey empezó a darle vueltas a las cosas.
Despacio. Poco a poco. Pero sin pausa.
Jarven asintió.
—Finalmente mandó buscar también a Lirón y lo nombró consejero para

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asuntos del Norte —explicó Joas—. Ambos se hicieron amigos.


—Y, por eso, el rey quería aprobar una ley que otorgara al Norte sus derechos —
dijo Jarven—. Ya lo entiendo. Pero ¿y la princesa? ¿La hermana del rey?
Malena sonrió.
—La hermana sentía verdadera simpatía por el Norte —dijo—. Por eso se
horrorizó cuando vio que su marido se iba transformando. Desde que estaba en la
Corte, a Norlin ya no le interesaban el Norte y sus derechos; al contrario. Cada vez
se fue rodeando de más personas que tenían miedo de perder sus privilegios si el
Norte recobraba sus derechos. Su pelo se volvió blanco, sus ojos azules, per dió su
acento norteño y adquirió un porte más regio que el de su propia mujer. Y en un
determinado momento ella decidió divorciarse de él. Comprendió que solamente se
había casado con ella porque era la princesa, como un medio para medrar; lo
detestaba por su codicia y por la rapidez con la que había traicionado a su pueblo.
Pero su hermano, el rey, no le permitió divorciarse.
—¿Podía él decidir en temas así? —preguntó Jarven.
Joas se rió.
—¡En Skogland, aún hoy, el poder del rey es absoluto! —dijo—. ¿Por qué crees
que estamos tan aislados del resto del mundo? El rey no la dejó divorciarse, un
matrimonio real es indisoluble y, además, habían tenido una niña. Y, por otra parte,
Norlin era un príncipe consorte muy beneficioso porque mantenía la tranquilidad
en el Norte. Si las cosas iban tan bien que un eskoglandés del Norte podía
casarse incluso con la hermana del rey, ¿para qué cambiar nada?, pensaban los
norteños. ¿No podría alcanzar cualquier eskoglandés del Norte todo aquello que se
propusiera con tal de esforzarse? El movimiento rebelde perdió fuerza y se aletargó.
El rey no pudo permitir a su hermana divorciarse de Norlin.
«Odio la política. Ya entiendo por qué la odio —pensó Jarven—. Siempre es todo
tan complicado».
—Por eso —dijo Malena—, ella lo abandonó en secreto, por propia voluntad. Se
marchó de Skogland por la noche y no regresó nunca más. El rey estaba
desconsolado.
—¿Su marido no? —preguntó Jarven.
—El sólo tenía miedo de que le expulsaran de la Corte —dijo Malena—. Pero era
demasiado importante para el rey. En esa época el monarca comenzó a dejarse
aconsejar por Lirón cada vez más. Al nacer su hija, o sea yo, murió su esposa y
Lirón fue un gran consuelo en medio de su desgracia. Joas y yo hemos crecido
juntos, casi como hermanos. Pero, a pesar de ello, Lirón y Joas nunca han olvidado
quiénes son.

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—Sí —murmuró Jarven mirando alternativamente a uno y a otro—. Ahora


seguiré yo la historia —dijo—. Creo que sé lo que ocurrió después. Lirón pudo
convencer al rey. Por eso quería el monarca autorizar esa nueva ley que favoreciera
a los eskoglandeses del Norte. Pero, poco antes de hacerlo, murió de repente.
Malena volvió el rostro a un lado. Jarven creyó ver lágrimas en sus ojos.
—¡Disculpa! —susurró—. No me he dado cuenta de que hablábamos de tu
padre.
—¡Sí, su muerte supuso una gran desgracia para el Norte! —dijo Joas furioso—. Pero
un gran bien para los propietarios de minas, plantaciones y pozos de petróleo del
Sur, ¡claro! Así todo podía permanecer tal cual estaba. Norlin, el zorro plateado, era el
único de la familia que seguía con vida tras la muerte de la reina, la huida de la
princesa y el fallecimiento del rey, y, asumiendo la regencia, se convertía en el tutor
de Malena... Y lo primero que hizo...
—¡Es un ser despreciable! —dijo Malena. Efectivamente, había llorado.
—... fue desestimar la ley. Y comenzó a trabajar en una nueva que ya no nos
permite a nosotros, los del Norte, trasladarnos al Sur, a no ser que los sureños nos
necesiten, y que autoriza al ejército del Sur su entrada en el Norte con el fin de
luchar contra los rebeldes. Esa es la ley que tiene que ser refrendada ahora con gran
pompa y celebraciones.
—Y para eso Norlin necesita a la princesa —dijo Jarven—. Y como ella
desapareció, envió a Hilgard y a Tjarks a buscar una doble. De ahí toda la historia
del casting.
—Ya estás en posesión de toda la información —dijo Joas—. Casi.
Jarven reflexionó un momento.
—Qué bien le vino a Norlin que el rey muriera justamente en ese momento... —
comentó por fin.
Joas asintió.
—La tarde anterior Lirón estuvo con él —dijo—. El rey se encontraba bien.
Jarven echó un vistazo a la princesa. Sabía que a Malena iba a dolerle lo que se
disponía a decir:
—¡Hablaron de matar al jefe de los rebeldes antes de que todo se complicara
más! —susurró—. No tienen reparos en matar si les resulta útil.
Malena se cubrió la cara con las manos y gimió.
«Sin embargo, no me lo han dicho todo —pensó Jarven—. No tengo ni idea de
por qué estoy tan segura de ello. Pero no me lo han dicho todo».

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Capítulo 20

Cuando se hizo de noche, se pusieron en camino.


—¿Adonde vamos a ir? —había preguntado Jarven. Malena se encogió de
hombros.
—A buscar algo para comer —respondió—. Y a ver las noticias en algún sitio.
Tengo que saber qué ha ocurrido.
—¿Crees que van a hacer público que nos están buscando? —indagó Jarven.
Malena se rió.
—¡Jamás en la vida! —dijo—. ¿Para que salga a relucir que me he escapado?
¿Que no estoy de acuerdo con los planes de Norlin? El virrey ya encontrará alguna
excusa para justificar por qué no aparezco el domingo a su lado en el desfile. Pero
estoy segura de que arde en cólera. Tiene que planear algo para convencer al
pueblo, sin mi colaboración, de que necesitamos esa ley contra el Norte, de que
debemos invadirlos. Y quiero saber qué se le ocurre.
Jarven no recordaba que alguna vez hubiera robado algo, pero ahora no tenía
ni el mínimo remordimiento de conciencia. «El que está hambriento tiene que comer»,
pensó mientras hacía guardia en el callejón al tiempo que Joas se izaba por la ventana
abierta de una casa oportunamente aislada y penetraba sigilosamente en la vivienda. «Y
todavía no es temporada para poder arrancar frutas y verduras de los huertos. Sólo las
fresas están maduras, las zanahorias todavía son diminutas y apenas tienen color».
Joas saltó del alféizar a la calle. Llevaba una sábana que había quitado de una de las camas
y había rellenado con toda la comida que encontró en la casa: una barra de pan, queso,
una ristra de salchichas, un paquete de pasta —¿dónde iban a cocerla?— y latas de
sopa, que abrieron en el bosque con el cuchillo de Joas y una piedra.
—¡Mmmm..., qué buena... sopa de guisantes fría! —dijo Joas. Se iban pasando la lata
y degustando un sorbo cada uno.
—Sopa de guisantes fría sin cuchara. Como en un restaurante de cinco estrellas...
Jarven no había estado jamás en un restaurante de cinco estrellas. Se imaginó lo que diría

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Kirsten Boie Skogland

su madre si viese a su hija en aquel momento.


—¿Por qué te ríes? —preguntó Joas pasándole la lata. Jarven tragó un buen sorbo.
—Mi madre —dijo la chica cogiendo una salchicha. Joas aprobó la idea y se sirvió
también—. ¡Se moriría del susto! Imparte cursos... de Buenas Maneras.
Malena gimió a punto de llorar.
—Pensaba que os ibais a reír —dijo Jarven asustada—. ¡Resulta gracioso!
Malena asintió con la cabeza e intentó sonreír.
—No, no quiero más; gracias —dijo cuando Joas le pasó la lata de nuevo—.
Entonces, ¿vosotros creéis... —titubeó, y Jarven vio que seguía con sus intentos
para controlar las lágrimas— ... que Norlin ma..., que mi padre no murió de...?
—Lirón lo cree —dijo Joas—. Porque estuvo con él esa tarde. Y tu padre estaba
perfectamente, como siempre. Y habría sido demasiada casualidad que el rey
muriera de muerte natural justo en el momento preciso.
Malena comenzó a llorar y Jarven buscó un pañuelo en el bolsillo de su
pantalón. Su madre siempre se preocupaba de que llevara pañuelos de papel. Pero
ahora su bolsillo estaba vacío.
—Lirón no quería que te lo dijera —murmuró Joas. Había dejado de comer—.
Me dijo que sólo conseguiría hacerte más desgraciada. Y como Norlin te
necesitaba para sus planes, Lirón estaba convencido de que no corrías ningún
peligro. Por eso, no era necesario prevenirte.
Malena se limpió la cara con la mano.
—¡No sé por qué lloro! —susurró—. ¡No está más muerto que antes!
—¡Qué ser tan despreciable! —dijo Jarven—. ¡Conmigo era... tan sentimental!
¡Parecía incapaz de matar una mosca!
Joas había dejado de mirarla.
—Tenías que saberlo, Malena —dijo—. Porque... ahora que ya han comprendido
que no les haces falta, no tendrán miedo de acabar con... con nosotros tres...
Jarven fijó la vista en él.
—Sí —dijo—. Yo también lo creo —dejó de masticar—. Por eso tenemos que... ¡irnos
de Skogland! Así podremos contar la historia a los de la televisión y entonces...
Joas se rió.
—¡Qué lista! —dijo.
Jarven no supo si debía ofenderse por aquel comentario.
—¿Por qué no? —preguntó—. Si me devolvierais mi móvil o fuéramos a una cabina,

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Kirsten Boie Skogland

podría llamar a mi madre y contárselo todo, y entonces ella...


Malena dejó de llorar y la miró penetrantemente.
—¡Podrías llamar a tu madre! —repitió Joas en tono de burla.
—¿Por qué no? —preguntó Jarven. Sentía que la ira se iba adueñando de ella. No
habría un plan más razonable que aquél—. ¡Hasta que me quitasteis el móvil, estuve
mandándole mensajes todo el tiempo!
—¿Que hiciste qué? —preguntó Malena. Jarven se alegraba de que por fin se hubiera
tranquilizado.
—Quería saber cómo me iban las cosas —respondió Jarven—. ¡Yo estaba asombradísima
de que me hubiera dado permiso para asistir al casting! Y ahora podría por ejemplo avisar a
la policía.
—Le escribiste mensajes —dijo Joas—. Y ella te los contestó.
Jarven asintió con energía.
—¡Claro! —dijo—. ¡Qué te crees! Mi madre se asusta enseguida. A mí me parece que...
—No hay línea telefónica con el exterior —dijo Joas palpando entre la sábana
hasta que dio con dos nuevas latas—. ¿Lentejas? ¿Frijoles mexicanos?
—¿Cómo que no hay línea con el exterior? —preguntó Jarven. Lentejas después
de los guisantes no podía ser bueno. Frijoles mexicanos, tampoco—. ¿No hay
línea?
—No hay línea externa —dijo Joas—. Pues lentejas. Skogland tiene su propia
línea, no puedes llamar al extranjero. Ni del extranjero aquí. Mali, dame esa
piedra, por favor.
Jarven observó las manos de Joas, que intentaban abrir la segunda lata sin el
abrelatas apropiado.
—¡Pero contestó a mis mensajes! —dijo—. ¡Me respondió a todos!
«Querida Jarven —pensó—. Te quiero». Su madre no había hablado así en la vida.
Su madre no era así. Tampoco escribía así.
—Alguien contestó a los mensajes —dijo Joas—. Pero seguro que no fue tu
madre.
¡Pásatelo bien, Jarven! Tal vez estos últimos años te haya prohibido demasiadas cosas.
«No era mi madre. Ella nunca habría...»
—Pero ¿cómo pudieron? —gritó la chica—. ¿Cómo lo hicieron?...
—¿Se quedaron con tu móvil en algún momento? —preguntó Malena
mientras olfateaba la sopa con la frente arrugada—. ¡Verdaderamente asqueroso!

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Kirsten Boie Skogland

¿No podías haber birlado otra cosa?


Jarven recordó el hotel Röper, la lista en la que se habían apuntado. Las cosas de valor
podéis dejárselas a mis compañeros, os darán un recibo. No tengáis miedo, os las devolveremos. ¿La
mochila? ¿El móvil?
—Entonces, mi madre no sabe... —murmuró Jarven—. Tiene que estar... ¡Llevo
fuera desde el viernes! —se levantó de un salto—. ¡Mamá estará loca de angustia! —
gritó—. De algún modo tengo que... tengo que avisarla...
Joas le ofreció la lata.
—Si todavía quieres, tendrás que darte prisa —dijo—. ¿Qué tienes que hacer? ¿Y
cómo vas a hacerlo? No puedes salir de aquí, y basta. Créeme, las fronteras de
Skogland son infranqueables.
Jarven sintió la necesidad de correr, de patear los troncos, algo.
—¡Pero no puedo hacerle esto! —gritó—. ¡Vosotros no lo entendéis! ¡Mi madre se
preocupa por todo!
Joas torció la comisura de la boca.
—Vale, tu madre hace eso —dijo—. Y ahora nosotros tenemos que ponernos
nerviosísimos, ¿sí? Te crees muy importante, ¿verdad? Han matado al padre de
Mali, a mi padre seguramente le están torturando ahora mismo, ¿y tú te excitas
porque tu querida mamá se preocupa? —tiró la lata vacía al bosque.
Jarven ocultó el rostro entre las manos. Joas tenía razón. Pero que a los otros les
fuera aún peor no le hacía a ella las cosas más fáciles. Ni a ella ni a su madre.
Se sentó de golpe.
—¡Por un lado, a lo mejor es hasta bueno! —gritó—. ¡La policía me estará
buscando desde hace días! Y si preguntan a las otras, sabrán lo del casting, y
entonces encontrarán mi rastro, y...
Malena se había levantado y se acercó a ella. Se sentó a su lado.
—No creemos que sea así —dijo despacio—. Porque si te... No creemos que vayan
a correr riesgos, Jarven. Más bien pensamos que pueden haberle hecho algo a tu
madre...
Se quedó callada.
—Que de algún modo se habrán ocupado de que no trate de buscarte —añadió
Joas—. Aunque, por supuesto, no hay ningún contacto entre la policía de
Skogland y la del resto de Europa. Pero van sobre seguro, puedes creerme.
Jarven sintió que se mareaba. El bosque empezó a dar vueltas a su alrededor, cada
vez más y más deprisa, luego todo se volvió negro.

~147~
Kirsten Boie Skogland

A última hora de la tarde, Meonok y Lorok desaparecieron. Nahira oyó el


sonido del motor, miró por la ventana y vio la vieja camioneta bamboleándose
despacio por el camino del bosque. Por un momento pensó si debía seguirlos, luego
ni siquiera los llamó.
Si querían marcharse, no iba a poder evitarlo. Se preguntó si volverían y qué
tenían en mente.
Las cosas no podían haber salido peor.

—¿Ha vuelto en sí? —preguntó Joas. Su voz fue lo primero que Jarven oyó.
Sintió como si la izaran desde un pozo profundo y oscuro hacia arriba, donde
había mucha más luz y un sinfín de ruidos. Cuando abrió los ojos, el rostro de
Malena flotaba sobre ella.
—¿Bueno? —dijo agradablemente la chica—. ¿Has vuelto?
Jarven necesitó unos segundos para darse cuenta de dónde estaba. En su
cabeza aún persistía un resto de mareo. De pronto recordó lo que Malena y Joas
habían dicho.
—¡Me encuentro mal! —susurró. Malena le enjugó el sudor de la frente con una
punta de la sábana.
—¿No te ha sentado bien la sopa? —preguntó la princesa—. Venga, Jarven, olvida
a tu madre. No ayuda a nadie que pienses a menudo en ella y en lo que Norlin,
Hilgard y el desgraciado de Bolström quizá le hayan hecho.
—¡Tengo mala conciencia! —murmuró Jarven—. Si yo no... hubiera procedido de
manera tan engreída como para sentirme orgullosa de que me hubieran escogido
justamente a mí, si les hubiera dicho sencillamente que no tenía ninguna intención
de actuar en su estúpida película. .. —se sentó—. ¡Se habrían llevado a otra chica! ¡Y a
mi madre no le habría ocurrido nada!
Malena y Joas intercambiaron una mirada.
—¡Tonterías! —dijo Joas—. Olvídalo.
—Las cosas son como son —dijo Malena—. Y tenemos que amoldarnos a ellas. Y
eso significa que todavía debemos alejarnos más de la costa. Aquí, junto al estrecho,
será donde antes nos buscarán.
A lo largo de la noche recorrieron aquellas carreteras sinuosas. Ni un vehículo a
la redonda; ningún foco de luz que surgiera en la distancia, pasara de largo y
desapareciera, sólo la luna y las estrellas. Joas afirmó que era capaz de determinar el
punto cardinal con la sola posición de las estrellas. Jarven simplemente se dejaba
llevar.

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De mañana temprano se cruzaron con los primeros coches, y enseguida


torcieron hacia un camino de tierra.
—Para dormir es mejor que nos alejemos de la carretera —dijo Malena—.
Continuaremos por la tarde.
En medio del sendero crecía la hierba, hacía mucho que no habían tapado los
baches. Joas asintió contento.
—Apuesto a que la casa a la que conduce este camino ya no está habitada —dijo
—. Alegraos, mis queridas damas. Tal vez esta misma mañana podáis dormir en una
cama de verdad.
Pero luego vieron el automóvil. Justo al lado de la casa, un viejo y desvencijado
Ford. Había luz en una de las ventanas de la vivienda.
—¿Y ahora qué? —susurró Jarven.
Joas encogió los hombros.
—La hierba está cortada —dijo—. Aquí vive gente. Pero ¿a qué se dedican? No
hay campos alrededor, no hay ganado; nada.
—¡Vamonos! —exigió Malena—. Me da lo mismo lo que hagan, ¡no quiero que
me vean aquí!
Jarven examinó la casa. Era pequeña, con la madera pintada de amarillo, y
parecía muy confortable. Joas no tendría que haber hablado de las camas.
—¡Jarven! —la llamó Malena en voz baja.
En ese mismo instante se abrió la puerta y salió una mujer al jardín. Los saludó,
tal vez los había visto ya desde dentro, por la ventana.
—¿Hola? —dijo aproximándose un paso—. ¿Venís de visita?
Jarven no se dio cuenta de que Joas había desaparecido en cuanto vio a la mujer;
ahora descubrió algo en los ojos de Malena, la sombra del miedo, un reconocimiento,
algo que hizo temblar el timbre de su voz cuando contestó.
—Nos hemos perdido —dijo mirando al suelo.
La mujer sonrió con cansancio.
—Si vais a pie, debéis de llevar ya un buen rato caminando desde esta
mañana —dijo—. Estamos muy retirados. Tal vez queráis beber algo antes de
seguir...
Jarven se acordó de la bruja de Hänsel y Gretel. Aquello era ridículo.
—No, gracias —murmuró Malena disponiéndose a marcharse—. Sentimos
haberla molestado. ¡Ya nos vamos!

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Kirsten Boie Skogland

—¡Malena! —dijo Jarven tirando de su manga—. ¡Bebamos algo rápidamente!


En las películas siempre había ríos cuando se los necesitaba, pero desde que se
habían tomado aquella sopa tan salada no habían pasado ni por un solo lago.
Malena la miró con rabia.
—¡Eres tonta! —musitó.
La mujer ya había llegado junto a ellas.
—¿Y cómo es que camináis de noche? —preguntó. Tenía aspecto de ser de la edad
de su madre, pero era baja y morena, y parecía infinitamente cansada.
Malena agachó la cabeza y se alisó la ropa.
—¿Te has escapado? ¿A que sí? —preguntó la mujer levantando la barbilla de
Malena con su mano. Malena le golpeó el brazo y dio un paso atrás.
La mujer sonrió.
—Un chico del Sur —dijo—, rubio como la paja. Y se esconde en los bosques
del Norte. Te has escapado, chico, pero no tienes que temer nada de mí.
Jarven vio cómo se hundían los hombros de Malena. Seguía sin mirar a la mujer.
—No debéis tener miedo de mí —dijo la mujer otra vez—. No daré aviso a nadie.
¿Entonces? ¿Tomamos algo?
Ahora Malena también asintió, pero empujó a Jarven para que pasara delante
y se mantuvo tras su espalda.
Tras la puerta de entrada de la casa había un pequeño cuarto, medio cocina
medio sala de estar. Sobre una cómoda había un televisor, la pantalla parpadeaba.
La mujer fue hacia un armario y cogió dos vasos. Luego los llenó con el agua de
una jarra.
—Por favor, tomad —dijo—. Nuestro manantial es famoso.
Pero Malena no alcanzó el vaso. Permaneció mirando la pantalla, en la que apenas
reconocía, a través de las interferencias, una toma aérea, seguramente de la capital,
realizada desde un helicóptero. La mujer dio un paso hacia el televisor y subió el
volumen.
—... Podemos afirmar que probablemente diez mil seguidores del Skogland del
Sur deben su vida a las carencias técnicas de Skogland del Norte —dijo la voz del
locutor. Mientras, la cámara del helicóptero hacía un barrido de un estadio, que
estaba plagado de escombros—. Tan sólo tres horas antes de la final de la Primera
Liga, para la que el aforo del estadio de Skogland estaba agotado desde hacía días,
estalló una bomba de tremenda potencia en la tribuna —la cámara enfocó las
ruinas en primer plano—. Por lo que parece, la explosión se produjo antes de

~150~
Kirsten Boie Skogland

tiempo, de tal manera que tan sólo dos brigadas de limpieza, integradas por
eskoglandeses del Norte, las únicas personas que se encontraban en esos instantes
en el estadio, salieron heridas. Dos horas después, se habrían reu nido en el recinto
cuarenta mil espectadores. Según las apreciaciones de la policía y dado el grado de
la deflagración, con toda seguridad habría habido que lamentar varios millares de
víctimas.
Jarven se apoyó en la mesa. «Nahira», pensó. La cámara mostró el techo del
estadio, que, desgajado en grandes bloques de cemento, se había desmoronado
sobre la tribuna hasta la zona de asientos.
—Se ha celebrado una reunión urgente en palacio. El virrey ha hablado de una
«verdadera tragedia para nuestra Skogland, que tampoco en esta ocasión ha podido
ser evitada». Se busca a los autores de los hechos por todo el país. Como todo hace
sospechar que los cabecillas del grupo se encuentran ocultos en la Isla del Norte, el
gabinete de crisis deberá deliberar de qué medios se dispone para alcanzarlos y
acordar qué penas les serán infligidas.
Malena dio con precaución un paso hacia atrás, luego hizo una señal a Jarven.
—¡Vamonos! —susurró.
Jarven echó un vistazo a la mujer. Estaba como hipnotizada, con la mirada fija en
la pantalla. Respiraba con dificultad.
—¡La ocupación! —murmuró—. Ahora tienen un motivo.
—¡Ven! —susurró Malena nuevamente.
No era cortés salir huyendo de esa manera. Pero la mujer se comportaba de forma
muy extraña. Parecía que fuera a desmayarse allí mismo.
Jarven corrió tras Malena por el claro hasta el bosque.

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Capítulo 21

Malena no miraba atrás.


—¡Mali! —susurró Jarven. No se atrevía a gritar—. ¡Malena! ¡Tenemos que esperar a
Joas!
Pero Malena no le hacía caso. Corría y corría, quebraba tallos, saltaba sobre troncos
derribados, golpeaba ramas. De pronto, también Joas estaba junto a ellas, corría como
ellas. Corrieron tanto y tan rápido que Jarven creyó que su corazón iba a estallar, de tan
fuerte como latía; notaba las pulsaciones en su cuello y se tiró al suelo.
Los otros dos siguieron corriendo unos instantes más; después se dieron cuenta de que
Jarven no estaba ya con ellos y se giraron; tal vez se sintieran felices de que ella les
ofreciera un motivo para reposar por fin.
Permanecieron los tres sentados sobre aquella pradera plagada de arándanos, sin hablar
y respirando profundamente. Joas se recuperó el primero.
—¿Os ha reconocido? —preguntó.
Los hombros de Malena subían y bajaban con cada inspiración. Sacudió la cabeza.
—Enseguida te has dado cuenta de quién era, ¿verdad? —dijo—. Joas, tenía las
noticias puestas. Ha habido un atentado en el estadio de fútbol.
El chico se la quedó mirando.
—¿Cuántos...? —preguntó con una voz apenas audible. No se atrevió a
pronunciar la palabra precisa.
Malena consiguió sonreír.
—Ni uno, ni uno solo —respondió. Su respiración se fue atenuando—. La bomba
ha estallado antes de hora.
—¡Menos mal! —dijo Joas, y se dejó caer sobre la hierba—. Pero es suficiente para
permitir la ocupación. Ahora Norlin ya no necesita ninguna princesa que apoye su
actuación contra el Norte, ahora hasta el sureño más benevolente verá lo peligrosos
que son los norteños, ¡verdaderos terroristas a los que hay que parar los pies y

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escarmentar! ¡Qué estúpidos, qué estúpidos, qué estúpidos son esos rebeldes! ¡No le
podían ofrecer al virrey mejor pretexto para hacer lo que él justamente pretendía!
—No —murmuró Malena—. ¿De veras crees que ha sido a propósito? Que la
bomba haya estallado antes de tiempo... ¿Crees sinceramente que Nahira sólo tenía
la intención de dar una señal de advertencia? ¿Crees...?
—¡Cómo puede Nahira ser tan tonta! —gritó Joas—. ¡Le está proporcionando a
Norlin los mejores argumentos! ¡Casi podría pensarse que ambos estuvieran
confabulados!
Malena no respondió. Seguían sentados entre las ásperas plantas de arándanos,
aguardando a que el ritmo de su respiración volviera a la normalidad.
De pronto, Joas se apoyó en el codo.
—Entonces, ¿no os ha reconocido? —preguntó.
—¿Nahira? —dijo Malena—. Creo que no. Casi ni la he mirado. Siempre que he
podido me he quedado detrás de Jarven. Me ha tomado por alguien del Sur.
Jarven se quedó observándola.
—¿Nahira? —musitó—. La mujer de allí era... ¿Nahira?
Malena asintió.
—Una maldita casualidad —dijo—. Por lo menos Joas la ha reconocido a
tiempo y ha salido huyendo. Pero no ha descubierto quién era yo. Y tú tampoco,
claro.
—¿La líder de los rebeldes? —preguntó Jarven—. Pero ¿cómo es que está aquí, en
el bosque, si acaba de hacer estallar una bomba en la ciudad?
Joas se rió sarcástico.
—Tiene a su gente —dijo—. No va a ensuciarse ella las manos...
Jarven reflexionó.
—Pero ¿por qué... —murmuró—, por qué estaba tan asustada mientras atendía a
la información? Estaba como petrificada. Ni tan siquiera se ha fijado en que
salíamos volando.
—Es cierto —dijo Malena—. Estaba... casi aterrorizada, más que nosotras. Tal
vez ha sido una conmoción para ella que la bomba hubiera estallado antes de hora.
Ella lo había planeado de otra manera.
—Sí —dijo Jarven pensativa—. Eso habrá sido.
El sol se asomó por las copas de los árboles y poco a poco sus rayos fueron
alcanzando también el suelo del bosque entre las ramas. Sólo ahora que el calor llegó a
sus hombros, se dio cuenta Jarven de que, tras la carrera, el frío se había alojado

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en su cuerpo.
—¿No podríamos dormir un poco? —murmuró—. ¿Por lo menos un
minúsculo diminuto poco?
Malena estaba de acuerdo.
—De todas formas es demasiado peligroso continuar con esta claridad —dijo—.
Y más ahora, que están peinando todo el Norte a causa de los rebeldes. Pronto esto
estará plagado de soldados. Así que durmamos un rato.
Jarven cerró los ojos y se acomodó entre las ramillas puntiagudas. No entendía
por qué unos minutos antes pensar en una cama le había resultado tan seductor.
No había un lecho más espléndido que el caliente suelo del bosque entre los
arándanos.

Nahira apagó el televisor. Distintas personalidades seguían haciendo


declaraciones ante los micrófonos de los reporteros, no tenía por qué seguir
escuchando. Todos estaban de acuerdo: el Sur había tenido demasiada paciencia
con el Norte, había otorgado derechos a los norteños, la oportunidad de avanzar
hacia el desarrollo; pero con el segundo atentado el Norte había traspasado el
límite, en el Sur ya nadie podía sentirse seguro. Era fundamental hacer entrar en
razón a los rebeldes, a todo el Norte.
—Chicos tontos —murmuró Nahira—. Chicos tontos con ansias de aventuras...
Fue a la mesa y se dejó caer en una silla. ¿De dónde habrían sacado el explosivo?
La llave del almacén todavía colgaba de la cadena que rodeaba su cuello, eso era lo
primero que había comprobado. Así que el explosivo no había salido de sus
arsenales.
¿Y cómo habrían llegado al estadio, que con toda probabilidad estaría atestado de
vigilancia a esas horas? Juntos habían planificado diversas acciones, en el estadio, en
las estaciones, en distintos lugares abiertos, pero Nahira nunca había imaginado
que ellos solos estuvieran en disposición de perpetrar un atentando casi perfecto.
—¡Oh, qué jóvenes tan estúpidos! —dijo. Sólo por eso daba las gracias de que
no hubiera habido muertos; de todas formas, el estadio destrozado sería la
excusa perfecta, codiciada desde tanto tiempo atrás por el virrey, para ocupar
el Norte—. ¡Rematadamente estúpidos!
Miró a su alrededor: aquellos dos chiquillos habían desaparecido. Ya durante las
noticias los había visto correr por el rabillo del ojo. ¿Qué era lo que les había
producido ese pánico tan tremendo?
Nahira asió la jarra y se sirvió agua. Su mano temblaba.

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Desde el principio, el rubio había estado aterrorizado, por eso se escondía tras la
chica del Norte; no era para menos, estaba segura de que era un fugitivo. Le
recordaba a alguien, también la muchacha le había recordado a alguien, ahora que lo
pensaba. Pero tal vez sólo eran imaginaciones suyas. Tal vez era el sobresalto a causa
de aquella terrible noticia el que le hacía ver fantasmas.
Tenía que meditar lo que debía hacer, qué camino quedaba para detener a Norlin.
Suerte que estaba sola. Tenía que meditar.

—Dime, ¿desde cuándo te preocupan las noticias? —preguntó la madre de Tine.


Tine subió el volumen del televisor.
—Han hecho estallar una bomba en el estadio de Skogland.
—¿Tanto te sigue interesando ese país? —preguntó de nuevo su madre. Tenía un
bolígrafo en la mano y estaba inclinada sobre una revista—. Sinónimo de «real»,
cinco letras —le apasionaban los crucigramas.
—Jarven tampoco ha ido hoy al colegio —dijo Tine—. Nadie tiene ni la más ligera
idea de dónde puede estar. No responde a los mensajes. En su casa nadie abre la
puerta.
—Ya te he dicho que se han ido de vacaciones antes de tiempo —dijo su madre
—. Te estás poniendo realmente histérica.
—«Regio» —dijo Tine—. Es así. El sinónimo de «real» es «regio».

—¿Y? —preguntó Norlin cuando Bolström entró en la biblioteca—. ¿Cuáles son


las primeras reacciones entre el pueblo?
—No deberías estar bebiendo coñac ya al mediodía —dijo Bolström. Había
desprecio en su voz—. Es un hábito que resulta difícil quitarse de encima.
—¡No te he pedido que me critiques! —replicó Norlin dejando la copa con
tanta fuerza sobre la mesa del despacho que el líquido se desbordó y formó un
pequeño charco sobre la madera pulida. Norlin no se inmutó por eso—. ¿Qué dice
la gente?
Bolström se sentó en una butaca.
—Hasta ahora todo va como pronosticamos —dijo—. Hay grandes dosis de
miedo. Todo aquel que tenía una entrada para el partido está ahora mismo
imaginándose bajo los escombros. No se habla de nada más. Y el miedo impide
pensar con cordura.
—¿Cómo? —preguntó Norlin.

~155~
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—Su miedo se transformará en odio —explicó Bolström—. Así funcionamos


las personas, Norlin. Así que no te preocupes. Si las cosas continúan así, no cuen tes
con que nuestra invasión del Norte obtendrá el más mínimo rechazo; nadie siente
simpatía por una nación de terroristas. Nuestros eskoglandeses quieren volver a
vivir en paz.
Norlin alcanzó la botella de coñac.
—¿Y de Jarven? —preguntó—. ¿Alguna noticia de Jarven .
Bolström le quitó la botella de la mano.
—Tienes que conceder una entrevista —dijo.

Cuando Jarven se despertó era ya mediodía. El sol estaba en el punto más alto,
en un cielo tan azul que parecía pintado por la mano de un niño; el suelo caliente
hizo que la joven se sintiera a gusto y con ganas de seguir durmiendo. A su lado
oía la respiración sosegada de Joas y Malena.
Jarven se dio media vuelta e intentó volver a penetrar en su sueño. Tenía algo
que ver con Nahira; la sensación del sueño volvió, aunque tan sólo unos retazos:
Nahira, la mujer de la casita del bosque; había algo raro en su sueño, por eso se
había despertado.
Jarven se acomodó en la hondonada arenosa. La cocina de Nahira, el televisor, la
bomba, Nahira era la líder de los rebeldes. Y Bolström se reía y se reía, estaba en la
biblioteca y se reía, con una pistola en la mano, disparaba, la casita del bosque...
Jarven se sentó. Eso era. Dio un respingo y se sintió tan despierta que supo que
no tenía ningún sentido intentar volver a dormir. Eso era, en cuanto le contaron
todo lo relacionado con Nahira tendría que haberse dado cuenta. Claro, Nahira; no
podía ser, allí no había vigilancia, ni un soldado; lo habrían notado, seguro, y los
soldados también los habrían descubierto a ellos...
—¡Joas! —gritó Jarven sacudiendo los hombros del chico—. ¡Malena! ¡Tenéis que
despertaros!
Joas se dio la vuelta y gruñó enfadado entre sueños. Malena la miró como si
viniera de muy, muy lejos.
—¡Malena! —dijo Jarven sin soltar los hombros de Joas—. ¡Tengo que contaros
algo!
—¿Qué? —preguntó la joven, y cerró los ojos de nuevo. Joas murmuró unas
palabras en medio del sueño y trató de quitarse de encima la mano de Jarven, como
si fuera un molesto insecto.
—¡No os durmáis otra vez! —gritó Jarven—. ¡Despertaos! ¡Despertaos! ¡Creo que es

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importante!
Malena suspiró.
—¿Pesadillas? —preguntó. Pero ya estaba despierta, Jarven lo notó—. ¿Se te ha
pasado ya?
Jarven negó con la cabeza.
—¡Joas! —dijo desesperada.
—Dale una bofetada —propuso Malena desperezándose—. Eso ayuda, le
conozco muy bien. Dios mío, que día tan precioso, podríamos haber dormido un
poco más.
Joas se estremeció cuando Jarven comenzó a golpearle ambas mejillas con
suavidad.
—¡Maldita...! —gritó, luego miró a su alrededor como buscando algo—. ¡Mierda!
He soñado que alguien me pegaba.
—¡Hay que ver lo que se puede llegar a soñar! —comentó Malena—. ¡Tienes
unos sueños bien extraños!
Pero a Jarven ya no le quedaba paciencia.
—¡He caído en la cuenta de algo! —dijo arrodillándose; una rama diminuta se le
clavó en la espinilla—. ¡He pensado que debía contároslo enseguida! Hay algo que
no funciona.
Joas bostezó.
—Te irás acostumbrando —dijo—. Aquí las cosas son así, no funcionan como en
otros sitios. Por ejemplo, ayer hubo un atentado en el estadio. Y algún idiota me ha
despertado cuando me encontraba en el mejor de los sueños, eso es lo que menos
funciona de todo.
—Justo en medio del sueño! —dijo Jarven—. Yo también he soñado algo y cuando
me he despertado... —pasó la vista del uno al otro—. Durante el fin de semana, en
Österlind —dijo—, escuché una conversación por casualidad, entre Tjarks,
Bolström y el virrey, os lo conté. Hablaban de matar al cabecilla de los rebeldes.
Malena asintió.
—Nos lo dijiste, sí —confirmó.
—Y estuvieron hablando todo el rato —dijo Jarven excitada— de que lo tenían
bajo control, que lo vigilaban.
Joas se la quedó mirando.
—Sí —dijo. De repente tenía aspecto de estar muy despierto—. ¿Estás segura?

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Kirsten Boie Skogland

—¿Intentas decir que alrededor de la casa de Nahira había un cerco policial que
no vimos? —preguntó Malena—. ¿Te refieres a que está todo el tiempo vigilada?
¿Y que nos han descubierto a nosotros también?
Jarven sacudió la cabeza con fuerza.
—¡Chorradas! —dijo—. De ser así, nos habrían atrapado. Y a Nahira seguramente
también, después del atentado. Creo que allí no había nadie.
—Yo también lo creo —dijo Joas—. No había nadie allí que estuviera vigilando
secretamente a Nahira.
Malena se mostró desconcertada.
—¿Estás insinuando que vigilan una guarida equivocada? —preguntó.
—¡No! —gritó Jarven. Estaba tan nerviosa que no paraba de romper tallos.
Pequeñas hojas de arándano caían al suelo—. Además, siempre hablaban de él. Él
no notará nada, acabaremos con él, ¡hablaban de un hombre! ¡No de Nahira! No
hablaban de la cabecilla de los rebeldes, ¿no lo entendéis? ¡Ellos saben que el jefe de
los rebeldes es una mujer!
Malena frunció el ceño.
—Pero dijeron que querían matar al cabecilla de los rebeldes —dijo—. Eso lo
oíste perfectamente. ¡No te lo imaginaste!
Jarven partió una rama, la corteza le arañó la mano.
—Yo pensé que se referían al cabecilla de los rebeldes —dijo—. Porque dijeron que
querían evitar una guerra civil. Por eso creí... —una diminuta gota de sangre se
derramó de una pequeña raspadura que Jarven se había hecho entre el pulgar y el
índice.
—¿Una guerra civil? —preguntó Joas mirando a Malena.
—¿Y a quién iban a referirse si no? —interrogó Jarven a los otros—. ¡Pero no puede
ser! Nahira es una mujer, ¡y estaban hablando de un hombre, seguro!
—Y le querían matar para que no se les pudiera escapar —murmuró Joas—.
Porque podía empezar una guerra civil. Y sólo Norlin estaba en contra.
Jarven asintió.
—¿Mali? —dijo Joas—. ¿Sabes lo que estoy pensando?
Malena no respondió. Jarven vio asustada que estaba temblando.
—Sólo se me ocurre una persona —dijo Joas en voz baja—. ¿Mali? Sólo una que
pueda dar al traste con su ley. Sólo una tras la que se agruparía todo el pueblo
contra el zorro plateado, en caso de una guerra civil. ¿Mali?
Malena temblaba tanto que Jarven tuvo miedo.

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Kirsten Boie Skogland

—¡Déjala tranquila! —dijo—. ¡Ya ves lo aterrorizada que está!


La princesa se levantó. Inspiró y espiró con fuerza y, cuando habló, no miró ni a
uno ni a otro.
—Él está muerto —dijo despacio—. Todos sabemos que está muerto.
Joas se levantó de un salto y la agarró por los brazos.
—¿Por qué lo sabemos, Mali? —gritó—. Vimos el féretro, estábamos allí cuando lo
dejaron en la cripta. Pero ¿viste su cuerpo? ¿Te dejaron verlo por última vez para des-
pedirte de él?
Malena negó despacio con la cabeza. Parecía en trance.
—El médico dijo... —susurró—. El médico no quiso —gimió.
—¡Malena! —gritó Jarven mirando con reprobación a Joas.
—¡Estaba sano! ¡El día anterior se encontraba perfectamente! —siguió Joas—.
Malena, tal vez no lo mataran. Podría ser que...
—Norlin no quería —susurró Malena—. Norlin...
—¡Maldita sea! ¿De quién estáis hablando? —gritó Jarven—. ¿Podría saberlo yo
también?
Malena y Joas se miraron entre ellos y ella se tapó el rostro con las manos.
Entonces Joas se volvió hacia Jarven.
—Hablamos del padre de Malena —dijo—. Hablamos del rey de Skogland.

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TERCERA PARTE

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Kirsten Boie Skogland

Capítulo 22

Desde que los niños habían desaparecido, Nahira había permanecido en la


cocina, esperando. No habría podido decir a qué. Sólo percibía que no había nada
que pudiera hacer. La televisión continuaba sin sonido, eran las mismas imágenes
de hacía un rato. Nunca antes se había sentido tan impotente.
Apoyó la cabeza entre las manos. Impotente e infinitamente cansada. Los hechos
se habían desarrollado de la peor manera posible.
A pesar de ello, cuanto más tiempo llevaba allí sentada, más intuía que había un
detalle. Que sabía algo, aunque todavía no había comprendido lo que era. Una cosa
que había visto o escuchado. Algo.
Fijó la vista en la pantalla, llevaba ya un buen rato viendo las imágenes incluso con
los ojos cerrados. El óvalo del estadio, los escombros. Las calles cortadas, con la cinta
roja y blanca ondeando al viento, el nerviosismo de las personas que gesticulaban
aparatosamente, y de nuevo el estadio. Los escombros. Pero no era eso, lo percibía
claramente. No era eso.
Reposó la cabeza sobre la superficie de la mesa; durante el espacio de un segundo
Nahira pensó si abandonarse al sueño. De pronto se puso en tensión.
Claro. Lo que había visto no se desarrollaba en la pantalla. No tenía nada que ver
con el atentado.
Los niños.
—¡Malena! —susurró Nahira. Por eso el chico no había querido dejarse ver.
«Entonces la princesa no está ya...»
Aquel chico con el pelo corto y enmarañado... Sólo había una explicación.
Malena estaba huyendo.
—Está huyendo de él, no apoya su política —murmuró Nahira—. Aunque en su
cumpleaños todavía...
Se levantó. Iba a hacerse un café, tal vez se le ocurriera algo más, algo distinto a lo
que sospechaba. Seguía habiendo un detalle, lo sabía, sabía que todavía no lo había

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Kirsten Boie Skogland

captado todo.
—La chica —dijo Nahira en voz alta.
La cafetera tardó mucho tiempo, ella tamborileaba con los dedos sobre el metal de
los otros fogones, iba y venía. Si cerraba los ojos, veía de nuevo a ambos chicos ante
sí; ya no tenía dudas, era Malena. ¿Y la otra le resultaba tan conocida porque se
parecía mucho a Malena?
La cafetera pitó.
¿Quién podía parecerse tanto a Malena? Nahira olvidó servirse el café.
—Jarven —murmuró, y se dejó caer en la silla.
De pronto comprendió que no todo estaba perdido.

—¿Tú crees? —musitó Malena. Temblaba tanto que Jarven habría querido
mantenerla fuertemente agarrada—. Pero entonces...
—¡Pero entonces las cosas son muy distintas! —gritó Joas—. ¡Eso es, sí, sí, eso es!
Atended, mis queridas princesas, si es cierto lo que pensamos...
—Yo creo que es cierto —dijo Jarven—. Lo creo realmente. ¡Todo encaja!
—Entonces, es así —dijo Joas—. Querían quitarse al rey de en medio, antes de
que Skogland se transformara para siempre de una manera que a muchos no les
gustaba, porque perderían sus privilegios. Pero Norlin estaba en contra de
matarlo, Jarven ya dijo que era un sentimental, ni de lejos tan frío como
Bolström, su mano derecha. Por eso se limitaron a apartar al rey de su camino y
simularon su muerte. Todo perfecto.
—Y lo llevaron a algún sitio donde lo custodian día y noche —dijo Jarven—.
Pero saben que si escapa no tendrán ninguna oportunidad.
—¡Exacto! —dijo Joas—. Por eso, Bolström prefería matarlo. Pero Norlin seguía
estando en contra.
Jarven asintió. Malena se fue tranquilizando.
—Y ahora imaginémonos —dijo Joas con un tono de voz cada más fuerte, más
alterado— que el rey queda en libertad: ¿qué creéis que sucedería entonces?
—¿Si sacara a la luz pública lo que Norlin hizo con él? —preguntó Jarven—. ¿Y que
todo el entierro fue una farsa?
—¿Y que la celebración del cumpleaños fue otra absoluta patraña?—dijo Joas
—. ¿Que Norlin no sólo secuestró al rey sino que engañó a toda la nación? Creedme,
se armaría un buen tumulto. ¡Norlin tendría que buscar asilo en alguna nación
extranjera! A nadie le gusta que le tomen el pelo, ni siquiera al pueblo de

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Kirsten Boie Skogland

Skogland.
—Eso significa... —dijo Jarven, y miró a Joas interrogante.
—Eso significa que ahora sólo debemos hacer una cosa para salvar a Skogland —
concluyó Joas—. Tenemos que encontrar al rey.
—Tenemos que encontrar al rey —repitió Jarven.
—¡Vamos, vamos, Malena! —dijo Joas sacudiéndola por los hombros—. ¿Dónde
crees que puede estar? ¿Adonde crees que le pueden haber llevado? Tú eres la que
mejor conoce a Norlin.
Malena levantó la cabeza. Sus temblores habían cesado, pero sus ojos no fijaban la
vista en nada.
—No lo sé —murmuró—. No tengo ni idea.

Cuando la camioneta entró en el claro con el motor rugiendo y frenó


bruscamente junto al viejo Ford, Nahira se levantó a la carrera.
La puerta se abrió de golpe y Lorok, Meonok y otros dos hombres, tan jóvenes
como los primeros, irrumpieron en la cocina.
—¿Lo has visto? —gritó Meonok—. ¿Has visto el maldito estadio? ¿Quién ha sido?
¿Quién ha organizado ese desastre? Nahira, ¿has metido tú la mano en eso? ¿Sin
decirnos nada?
Nahira sacudió la cabeza. Los chicos estaban rabiosos, hacía tiempo que no los
había visto así. El alivio que sintió se emparejó con la percepción de que la realidad
era mucho más peligrosa que todos sus temores.
—Así que no habéis sido vosotros —dijo—. Cómo ibais a ser vosotros, no
teníais tiempo suficiente. Pero creía que os habríais puesto de acuerdo con
nuestra gente del Sur. Temía que os hubierais cansado de esperar.
—¡Tampoco ha sido ninguno de ellos! —gritó Lorok—. Por lo menos, ninguno de
los que hemos contactado. ¡Y nadie tiene ni idea de quién puede haber sido!
—¿Lirón? —dijo uno de los otros dos. Nahira fue consciente de que antes se sabía
el nombre de todos los suyos. Pero ya eran demasiados.
—¡Tonterías! —replicó—. Lirón siempre ha estado en contra de la violencia. Yo
esperaba que viniera una vez que Norlin, tras la muerte del rey, despacio y
disimuladamente, fue acaparando todo el poder. Pero ni siquiera así...
Meonok había abierto la puerta del frigorífico y buscaba algo que comer. La
cerró de nuevo con mala cara.
—¿Sabéis lo que estoy pensando? —dijo mirando a los otros tres, y luego a

~163~
Kirsten Boie Skogland

Nahira con ojos desafiantes—. No hay un canalla mayor.


Nahira asintió pensativa.
—Creo que tienes razón, Meonok —dijo—. Es muy provechoso para él, y viene
en el momento justo. Como sucedió hace dos meses con la muerte del rey.
Los jóvenes se la quedaron mirando.
—Norlin está preparando su incursión en el Norte —explicó Nahira—. Creo
que ahora podemos estar seguros de ello. Pero hay algo que podríamos hacer.
—¡Estamos dispuestos! —gritó uno de los que no conocía el nombre. Ni siquiera
le había crecido la barba—. ¡Moriremos por nuestra patria! ¡Por nuestro honor!
Nahira hizo un gesto de rechazo con la mano.
—Nadie os lo está demandando —dijo—. Únicamente tenéis que poneros a la
búsqueda para que las encontréis antes de que las encuentre él. Porque él las busca
también, seguro.
—¿A quiénes? —preguntó Lorok—. ¿Quién?
—Hace unas horas que he visto a Malena —dijo Nahira—. Y a Jarven. Y están
huyendo de él.
Meonok silbó entre dientes.
«No voy a decirles que han estado aquí —pensó la mujer—, en esta casa, y no las
he reconocido».
—Si las encontramos, tendremos un triunfo en la manga —continuó—. Llamad a
todos, la lista entera. Y buscad sobre todo en los alrededores. No pueden haber ido
muy lejos.

—¡Maldición, no puede estar pasándonos esto! —gritó Joas. El sol había


desaparecido tras los árboles, pero seguía habiendo casi tanta luz como de día—.
Que sepamos que está vivo, que sepamos que él podría solucionarlo todo... pero
no tengamos idea de dónde se encuentra, y por tanto ¡todo sea inútil!
—Y a la policía tampoco podemos acudir —dijo Jarven volviendo la cabeza.
Había oído un ruido entre la maleza—. Para que le busquen.
Joas se rió irónicamente.
—Por supuesto que no —dijo—. Preferirán buscarnos a nosotros.
Nadie habló más. Habían estado cavilando y conversando toda la tarde, pero no
dieron con ninguna solución. Ahora era casi peor que antes, pensó Jarven. Saber que
había una solución, tenerla tan al alcance de la mano... y, sin embargo, no ver la
manera de llegar a ella.

~164~
Kirsten Boie Skogland

Entonces lo volvió a oír, más próximo esta vez.


—¿Joas? —dijo Jarven—. Creo que oigo...
También Malena levantó la cabeza.
—¡Ssshhh! —dijo poniéndose un dedo sobre los labios.
En la maleza todo se quedó en silencio.
—¡Chicas! —exclamó Joas—. ¡En cuanto se hace de noche, se mueren de miedo
en el bosque! Los conejos, los renos y las ardillas ¿tienen que pasarse horas
quietos sólo porque nosotros nos hemos refugiado en su hábitat?
Jarven asintió aliviada.
—¿No hay ningún sitio que Norlin haya nombrado alguna vez? —preguntó Joas
—. ¿Mali? No creo que hayan metido a tu padre en una prisión, eso habría llamado
mucho la atención. Por todo lo que nos ha contado Jarven, a mí me da que le han
llevado a una casa absolutamente normal, sólo que aislada. Si no, ¿por qué
tendrían tanto miedo de que él pudiera escapárseles?
—Sí —murmuró Malena.
—¿Piensas que puede estar en el Sur? —preguntó Joas—. ¡Piénsalo, Mali! ¿En
el Norte? ¿Qué crees tú?
Malena encogió los hombros.
—Norlin dispone de tanta gente —dijo despacio—. Y Skogland es tan grande.
Hay bosques tan profundos que ningún hombre ha podido penetrar en ellos, cómo
voy a saber...
No pudo continuar. Los hombres vinieron a un tiempo y deprisa. Aunque
hubieran podido gritar, no les habría servido de nada; no había nadie que pudiera
oírlos. En todo caso, lo primero que hicieron aquellos hombres fue amordazarlos.
Eran por lo menos seis, y no llevaban uniformes.
«No ha servido de nada —pensó Jarven, desconcertada por ser capaz de
reflexionar de manera tan nítida—. Ahora Norlin nos tiene de nuevo».
Uno la cogió de los hombros, otro de los pies. La metieron sin ningún
miramiento en la parte de atrás de una vieja camioneta. Luego metieron a Malena,
y enseguida a Joas.
Si por lo menos no los hubieran amordazado. Jarven buscó los ojos de Malena.
Para su asombro, se encontró con que la chica estaba casi alegre.
No había ninguna duda. Malena, la joven princesa de Skogland, sonreía.

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Kirsten Boie Skogland

Capítulo 23

J arven no se asombró cuando la camioneta, balan ceándose, torció hacia el


claro y paró junto a la casa amarilla. Espesas nubes grises surcaban el cielo y en la
distancia creyó oír el retumbar de un primer trueno. Por lo demás, todo estaba
tranquilo.
Durante todo el trayecto, Malena no había dejado de sonreír. Por eso, Jarven
comprendió enseguida que aquellos que los habían prendido no eran hombres del
virrey; además, de ser soldados o agentes de la policía, habrían llevado uniforme.
Sólo podría tratarse de rebeldes. Y, efectivamente, los condujeron de vuelta a casa
de Nahira.
Ante la puerta abierta esperaba ya la líder de los rebeldes.
—¡Cuidado! —dijo cuando los hombres abrieron la puerta de atrás y los
fueron sacando—. Os he dicho que teníais que tratarlos bien. ¡No son nuestros
enemigos!
Uno le quitó a Jarven las ligaduras de los pies y, mientras, le gritó por encima del
hombro a Nahira:
—¡Ya veremos! —luego le dio un empujón a Jarven hacia un lado—. ¡Abajo! —
ordenó.
Jarven intentó ponerse derecha. El viaje había sido corto, pero tenía la sensación de
que en los últimos días había viajado por toda Skogland secuestrada y maniatada.
—Bueno, aquí estáis otra vez —dijo Nahira—. Y tú también, Joas. Esta vez, tú
también.
Efectivamente, era la misma mujer que había dado de beber a Malena y a ella, pero
Jarven observó atónita lo diferente que parecía. La de antes tenía aspecto cansado, es-
taba agotada, casi sin esperanzas; ahora, por el contrario, Nahira se mostraba mucho
más joven, llena de energía, casi alegre.
—Qué tonto por mi parte que antes no me haya dado cuenta de quiénes eran
mis huéspedes.

~166~
Kirsten Boie Skogland

Les hizo una señal de que se sentaran en el sofá de la cocina. Joas sacudió la
cabeza con terquedad, y uno de los hombres de Malena estuvo a punto de darle un
empujón, pero ella se lo prohibió con un gesto.
—Déjalo —dijo.
El televisor sobre la cómoda seguía encendido y sin volumen. Jarven reconoció a
Bolström, que hablaba ante un micrófono con gestos grandilocuentes.
—Cuanto más hablen del atentado en el estadio, la amenaza será
manifiestamente mayor —dijo un rebelde que ya estaba sentado en la cocina cuando
entraron—. No puedo seguir escuchando todo esto. Ya hay uno que ha insinuado
que sin una incursión militar en el Norte jamás se conseguirá dominar a los
rebeldes. Te quieren trincar, Nahira.
—Eso no es nuevo, Tiloki —dijo ella—. Ahora separa los ojos de la pantalla por
unos segundos. Las princesas están aquí.
—Sí, hola —dijo Tiloki—. Jamás habría imaginado que os iba a conocer a
vosotras dos bajo estas circunstancias.
Jarven miró a Malena. Ya no sonreía, pero seguía mostrándose serena, casi
satisfecha.
—¿Y? —preguntó ella—. ¿Qué pensáis hacer con nosotros?
Nahira la miró pensativa.
—Todavía no lo sabemos exactamente, Mali —respondió—. Dios mío, has
crecido mucho desde la última vez que te tuve en mis rodillas.
—Casi han pasado diez años de eso —dijo Male na—. Más o menos. Desde
que decidiste que tenías que ir al Norte para reclutar rebeldes.
—Sí, eso pensaba entonces —admitió Nahira—. Y sigo pensándolo hoy. Ya has
visto cómo han ido las cosas, Malena. Ya ves lo que tiene tu tío entre manos. Y
que ahora tampoco tú eres de su misma opinión —cerró los ojos—. Por lo menos
ya no, porque en la fiesta de tu cumpleaños saliste muy contenta al balcón con él,
saludando a todo el mundo... Deduzco que estás huyendo de él. Estáis huyendo los
tres, ¿no?
Malena lo confirmó con un gesto de la cabeza.
—Si no, no me habría cortado el pelo —dijo—. Y la de mi cumpleaños, tanto en
palacio como en el coche descapotable, no era yo —señaló hacia Jarven—. Era ella.
Nahira permaneció un rato en silencio.
—Era Jarven —murmuró luego—. Claro, quién podía ser si no. Y por qué, si
Jarven estaba tan ansiosa de colaborar con Norlin..., ¿por qué está ahora aquí
contigo y no sigue ayudándole a engañar y a estafar al pueblo de Skogland?

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Kirsten Boie Skogland

Jarven observó conmocionada la expresión de ira que había en la mirada de


Nahira, más que ira: algo tan intenso que su voz había temblado al pronunciar
aquellas palabras. Sí, lo que reflejaban los ojos de Nahira era verdadero odio. «¿De
qué conoces mi nombre? —pensó Jarven—. ¿Quién te ha hablado de mí?».
—Será mejor que sea Jarven quien te cuente su propia historia —dijo Malena
brindándole una sonrisa para infundirle valor—. Y Nahira: lo que te cuenta es la ver-
dad, escúchalo bien. Podría habernos delatado, a Joas y a mí, cuando pasamos al
Norte y muchas veces después. ¡Lo que Jarven te cuenta es la verdad, Nahira! Joas
y yo la creemos.
—¡Meonok! —gritó Nahira—. ¡Lorok! ¡Venid! Escuchad... lo que Jarven tiene que
contarnos.
Jarven pasó la vista de uno a otro, luego aspiró con fuerza. Tiloki estaba frente
a los fogones, apoyada contra el armario la escuchaba Nahira. Meonok y Lorok se
quedaron en la puerta.
—Todo fue a causa de la película —susurró Jarven. En la pantalla el helicóptero
sobrevolaba de nuevo las ruinas del estadio—. Porque yo estaba feliz de que me
hubieran elegido justamente a mí.

Cuando Jarven acabó, en la cocina había un silencio de muerte. Hacia el final, Joas
y Malena la habían interrumpido varias veces para explicar su huida con Nanuk
hacia el Norte. Jarven ya se había percatado de que ambos confiaban en que Nahira los
ayudaría a encontrar al rey. Se preguntaba qué exigiría Nahira a cambio, pues
recordaba con toda crudeza el cráter junto al Parlamento y las ruinas del estadio.
Tiloki tosió.
—Vaya... —dijo, y observó a Nahira meditabundo—. Entonces...
—Entonces, por lo menos podríais desatarnos —dijo Joas—. Porque está claro
que todos estamos en el mismo bando para combatir al zorro plateado.
Nahira estuvo conforme y con un gesto le indicó a Meonok que lo hiciera.
—En realidad, estamos de vuestro lado sólo porque el atentado al estadio no ha
tenido consecuencias —razonó Malena—. ¡Si hubiera muerto una sola persona,
Nahira, jamás me uniría a ti! Hay una cosa que tiene que estar muy clara: no
colaboraremos contigo si atentas contra personas, si pones vidas en peligro, si tú tan
sólo... Yo soy la princesa de Skogland y todos los eskoglandeses, sean del Norte o
del Sur, están bajo mi protección. No voy a permitir que le arranquéis ni un pelo a
nadie.
Lorok se rió con sarcasmo, inclinándose profundamente.

~168~
Kirsten Boie Skogland

—¡Alteza real! —dijo—. ¿Y cómo vas a conseguirlo?


Pero Nahira sacudió enfadada la cabeza.
—Así tiene que ser, Malena —dijo—. Y hasta ahora no le hemos arrancado un
pelo ni a un solo eskoglandés. ¿Cómo puedes ni siquiera imaginar que yo sería tan
estúpida y tan torpe como para fallar en el Parlamento si de verdad hubiera
querido atentar contra él?
—¿Fue a propósito? —preguntó Joas—. Lirón dijo lo mismo.
—Lirón me conoce desde hace más tiempo que nadie —dijo Nahira—. A
excepción de Norlin, por supuesto.
De nuevo se percató Jarven de su mirada de odio. «Claro que Nahira le odia —se
dijo—. Habían llegado a pensar en casarse. Y en lugar de eso, él se fue con la
princesa».
—Y, por supuesto, tampoco tenemos nada que ver con el estadio —continuó
Nahira—. ¿Nos tomas por estúpidos? ¿No os habéis preguntado quién es la persona
a la que realmente le conviene ese atentado?
Malena afirmó con la cabeza.
—Yo también lo creo —dijo—. Nahira, vosotros nos habéis atrapado, pero tal vez
habríamos regresado por nuestros propios medios. Yo le estaba dando vueltas al
asunto. Porque necesitamos vuestra ayuda, la ayuda de todos los tuyos. Si somos lo
suficientemente rápidos y trabajamos juntos, Nahira, tal vez logremos detener a
mi tío.
—¿Y cómo? —preguntó Nahira—. Créeme, no hay nada que desearía más.
Malena asintió mirando a Joas, cuya expresión indicaba que no iba a poder
guardar su idea mucho tiempo más.
—¡El rey de Skogland está vivo! —gritó el chico—. Jarven se lo oyó decir a
Norlin.

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Kirsten Boie Skogland

Capítulo 24

Nahira había hecho café y había sacado la cafetera humeante al jardín. Joas
bebía con los adultos, pero Malena y Jarven pusieron cara de asco y se abstuvieron
de probarlo. Nahira les trajo de nuevo la jarra de agua.
—Eso significa —dijo Nahira— que lo tienen prisionero en algún lugar. Y si
pudiéramos liberar al rey, se armaría un gran revuelo en el país; ¡Dios mío, menuda
se armaría! No bastaría con que Norlin abandonara sus planes...
—Tendría que huir, ¿no? —dijo Meonok—. ¡Lo que ha hecho Norlin es alta
traición! Y todo el pueblo apoyará a su rey cuando él acorrale a Norlin.
—Creía que erais rebeldes —dijo Joas con ironía—. ¿A qué viene de pronto ese
entusiasmo por el rey?
Lorok hizo un gesto de impaciencia con la mano.
—Venga, liberémosle —dijo—. Antes de que le maten. Saben perfectamente lo
peligroso que puede ser para ellos, se desprende de la conversación que Jarven escuchó.
Y quién sabe cuánto tiempo más podrá protegerle Norlin.
—Sí, perfecto, genial, ¡liberémosle! —gritó Joas—. A eso ya habíamos llegado
nosotros. ¡Pero para ello primero tenemos que saber dónde le tienen retenido!
¿Dónde le vamos a encontrar? Decídmelo, por favor. ¡Skogland es muy grande!
—¿No hablaron de dónde se encontraba el escondite? —preguntó Tiloki—. Tal
vez dejaran caer alguna cosa...
Jarven sacudió la cabeza con pesar.
—Le he estado dando vueltas todo el tiempo —dijo desesperada—. Arriba en los
bosques, dijeron, de eso sí me acuerdo. ¡Pero toda Skogland está llena de bosques! Y si
se referían al norte de la Isla del Sur o a la Isla del Norte...
—¡Tú tienes mucha gente, Nahira! —gritó Malena—. ¿No es así? Si les ordenas a
todos que busquen a mi padre, si les informas de que mi padre vive, ¡tal vez alguno de
ellos recuerde algo que haya visto u oído! Por eso quería regresar junto a ti, Nahira.
Nosotros sólo somos tres, Joas, Jarven y yo, ¡pero tú tienes cientos de personas que

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Kirsten Boie Skogland

te escuchan! Si toda tu gente le busca...


—Aunque toda mi gente le buscara, seguiría siendo una casualidad gigantesca
que le encontraran —dijo Nahira—. ¡Piénsalo, Malena! ¿Qué quieres que hagan?
¿Que rastreen cada casa de las islas? ¿Y cómo pueden hacerlo sin que el virrey y su
gente lo adviertan? Si Norlin sospecha que sabemos que el rey vive y que queremos
liberarlo, ¡ten por seguro que no dudará ni un minuto en ejecutarlo!
—¿Abandonas? —gritó Malena—. Ahora que sabemos que mi padre vive,
¿abandonas? —golpeó la mesa con el puño. Una pequeña mancha de café se
extendió por la superficie—. Te parece poco excitante, ¿verdad? Ninguna
explosión, ninguna bomba, nada de destrozos, ¡nada que pueda divertir a unos
rebeldes auténticos! ¿Es eso, Nahira? ¿Es eso?
Nahira se la quedó mirando largo tiempo.
—Ya tendrás ocasión de disculparte después —dijo—. Intentaremos averiguar de
otro modo dónde está retenido el rey. Y ya sé cómo. Ella tiene que regresar.

Transcurrieron unos segundos antes de que Jarven comprendiera que se estaba


refiriendo a ella: Nahira no había pronunciado su nombre, no la había señalado, ni
siquiera la había mirado.
—Si realmente creéis que se puede confiar en ella, tiene que regresar a Österlind.
—¡Pero...! —susurró Jarven.
Ni siquiera Malena y Joas la miraban.
—Los espió una vez, volverá a hacerlo —dijo Nahira en un tono que no admitía
réplicas—. Puede buscar documentos y papeles que nos den una pista, de
noche. Y si la descubren, que asegure que es sonámbula: ¡él no le hará nada! Si es
lista, incluso puede intentar sonsacarle.
Tiloki se rió con sarcasmo.
—¿Por qué no? —preguntó Nahira enfadada—. Nos ha explicado lo sentimental
que se puso cuando la vio. Si regresa junto a él, sucia, hambrienta y sin dormir; si
le cuenta cómo ha podido escaparse de los rebeldes gracias a una artimaña, cómo ha
logrado volver hasta él sin conciliar el sueño ni un solo minuto, ni comer, ¿no
pensáis que, en ese caso, incluso el sagaz Bolström creerá que odia a sus viles
secuestradores?
—Eso no es suficiente —dijo Tiloki—. A pesar de todo, no le confiarán dónde
tienen al rey.
—Tú eres muy joven, Tiloki —dijo Nahira—. No conoces a las personas —
asintió pensativa—. ¡Imaginaos lo felices que se sentirán todos si tienen a una

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princesa para que el domingo salga de nuevo al balcón con Norlin! ¡Que le apoya
ante los ojos de toda la nación! ¡Y que Jarven lo haga de todo corazón resultará
de lo más verosímil tras habérselas tenido que ver con los enemigos del virrey!
Ahora los enemigos de Norlin son también los de ella —se rió—. Será muy natural
si le hace preguntas —añadió Nahira—. Todo el que ha experi mentado lo que
ella haría preguntas, y si las hace con habilidad...
Jarven sintió que el miedo la cubría como una ola, que intentaba ahogarla. No
quería regresar, no quería ir sola allí. Nunca.
—Yo también creo que tal vez allí pueda encontrarse algo —dijo con voz
entrecortada. La que hablaba era una extraña para ella misma, ronca y excitada—.
Hay poca gente en Österlind, por la noche no sería difícil... —titubeó. No estaba
bien lo que iba a hacer ahora. Seguro que el miedo de Malena no era menor al suyo.
Pero le daba exactamente lo mismo—. Sin embargo, tal vez sería preferible... ¿que
fuera Malena? Conoce mejor el edificio, encontraría todo mucho más rápido...
—¡Tonterías! —dijo Nahira con dureza—. Tú eres la única que va a ir. Si a
alguien le tiene que confesar su secreto será a ti.
Jarven sacudió la cabeza, asustada.
—¡A Malena la creería igualmente! —gritó—. ¡Malena también podría contarle
que los rebeldes la cogieron y la mantuvieron encerrada! ¡Que hasta le cortaron el
cabello! Puede decirles que la torturaron, es lo mismo que si lo cuento yo, y que por
eso os odia tanto; pero ella en Österlind se aclara mejor que nadie, podría espiar
mucho mejor que yo.
Nahira la observó con los ojos semicerrados.
—Realmente no lo sabe —murmuró.
Se puso en pie y dio unos cuantos pasos por el claro. Luego se quedó parada,
dándoles la espalda a todos. Sobre los árboles asomaba un jirón de cielo azul oscuro
y un golpe de viento meció las copas.
—¿Quién se lo dice? —preguntó Nahira por encima del hombro—. ¿No creéis
que ha llegado el momento? ¿Por qué no es nadie tan adecuado como ella para
sonsacarle el secreto a Norlin? ¿Por qué asomarán las lágrimas a sus ojos, lágrimas de
alegría, lágrimas de emoción, cuando ella aparezca de nuevo en Österlind?
Nadie se movió, sólo estalló un trueno, semejante al estruendo de un bombo,
luego su eco se fue perdiendo en la lejanía.
—Regresemos a la casa —dijo Nahira.
Antes de que hubieran alcanzado la puerta, el claro se iluminó por un nuevo
rayo, y enseguida retumbó el trueno. Inmediatamente se abrieron las compuertas
del cielo, las gotas comenzaron a golpear con fuerza la hojarasca; el ruido que

~172~
Kirsten Boie Skogland

hacían era ensordecedor.


Tiloki cerró la puerta tras ellos.
—Bueno... —dijo.
Jarven le miró, luego a Nahira, finalmente a Malena y a Joas. Comprendió que
había llegado el momento de descubrir el último secreto. Sabía que no se lo habían
dicho todo.
—Jarven —dijo Malena. Por un instante pareció que fuera a abrazarla, para
protegerla de lo que iba a explicarle—. Nahira tiene razón, eres tú la que debe ir.
Tú y nadie más. Sola, porque él no te hará nada, Jarven, jamás. ¿Todavía no lo has
entendido? Norlin es tu padre.

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Kirsten Boie Skogland

Capítulo 25

No! —murmuró Jarven. Tal vez sintiera calor y frío intermitentemente, tal
vez todo girara alrededor de ella, tal vez la cocina desapareciera tras una cortina de
vapor. Le zumbaban los oídos, el corazón le latía a toda velocidad.
—¡No es cierto!
No era verdad, aquello no podía ser verdad.
No era verdad, porque no podía serlo, algo así no podía ser verdad, no podía
sucederle a ella, no a Jarven; se habían confundido, seguro, no se trataba de ella, de
Jarven no.
—No quiero —murmuró.
Para su asombro, fue Joas el que le puso el brazo sobre el hombro.
—Sí —dijo en voz baja—. A veces son ciertas hasta las cosas peores. Y pueden
ocurrimos a nosotros mismos, Jarven, a nosotros, y no sirve de nada creer que
podemos cerrar los ojos porque, cuando volvamos a abrirlos, todo habrá sido una
simple pesadilla.
—Él no debe ser mi padre —susurró Jarven—. No debe.
Joas la atrajo hacia él.
—No se elige a los padres —dijo—. Créeme, lo sé muy bien.
Pero Jarven ya no le escuchaba. ¿No comprendían, todos ellos? ¿No entendían
nada de nada?
—¡Él no puede ser mi padre! —gritó—. ¡Estáis todos locos! ¡Se casó con la
princesa y siempre vivió en Skogland! Y yo nunca...
Malena se arrodilló ante ella. La cortina que nublaba las cosas se esfumó, el
zumbido de sus oídos disminuyó, sólo su corazón continuó palpitando tan
estruendosamente que parecía querer salírsele del pecho y marcharse de allí.
—Sí —murmuró Malena—. Jarven, sí.

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Kirsten Boie Skogland

—Pero ¡mamá! —dijo Jarven. Luego comenzó a sollozar.


Alta y rubia. Majestuosa. Su madre. Y sabía cómo había que comportarse en cada
situación, cómo colocarse y cómo vestirse, qué cubierto utilizar y dónde situarlo
junto al plato, a quién saludar primero y cómo hacerlo.
—¡Mamá! —susurró Jarven.
¿Por qué nunca se había preguntado el motivo por el que su madre sabía todas
aquellas cosas; su madre, que no tenía ninguna educación especial, ningunos
estudios, no venía de buena familia y había deambulado de trabajo temporal en
trabajo temporal hasta que por fin con sus cursos de Buenas Maneras había dado
con la solución a sus problemas financieros?
¿Cómo es que nunca había caído en la cuenta de que allí había algo que no
encajaba?
—Mamá es... —musitó— ¿la hermana del rey?
—Su hermana melliza, sí —dijo Malena, y le ofreció a Jarven un pañuelo—.
Venga, sécate los ojos y límpiate la nariz. Eres mi prima, te lo dejo.
—¡Por eso no quería contarme nunca nada! —dijo Jarven despacio. La cocina
seguía meciéndose suavemente—. Tuve que inventarme mi árbol genealógico para
la clase de Educación Artística. Gökhan me prestó el suyo.
Malena sonrió.
—Eres una eskoglandesa de los pies a la cabeza —dijo—. De la mejor clase, la clase
a la que pertenece el futuro, medio del Norte y medio del Sur.
Jarven se sonó la nariz. El ruido resultó algo ridículo e infinitamente cotidiano
en aquellas circunstancias.
—Ningún extranjero —murmuró Jarven—. Norlin.
—No estés triste —dijo Malena—. Joas tiene razón. Nadie elige a sus padres.
Jarven dirigió una mirada rápida a Nahira. Para su asombro, el odio en el
rostro de Nahira había desaparecido. Si Jarven hubiera tenido que decir qué
sentimiento leía ahora en él, habría dicho que compasión.
—¡Me ha mentido todos estos años! —susurró la chica—. ¡Siempre, siempre,
siempre! No sé si voy a poder perdonárselo.
—¿Qué podía hacer? —preguntó Joas—. ¿Tendría que haberte dejado crecer con el
miedo de que el día menos pensado llegaran de Skogland los hombres del rey, o
peor aún, la gente de Norlin, a buscarte? ¿No era ya bastante pena que ella
tuviera que pasar siempre miedo, un miedo horrible, por ti? Claro que se escondió
en cuanto abandonó Skogland, claro que se agenció papeles falsos, pero siempre
tenía que contar con que un día la descubrirían, que la vigilarían en secreto; ¿podía

~175~
Kirsten Boie Skogland

estar realmente segura de que no aparecería nadie para secuestrarte?


—Por eso tenía siempre tanto miedo —murmuró Jarven—. Vaya... Pobre mamá.
—Bueno, así está mejor —dijo Joas—. Por fin lo has comprendido. Tu madre es la
hermana del rey, la princesa amada por todos los eskoglandeses, por la que han
llorado años y años.
—¿Y yo? —preguntó Jarven incorporándose de un salto—. ¿También soy... ?
—¡Claro que lo eres! —dijo Malena—. La tercera en la línea sucesoria: primero
yo, luego tu madre, y luego ya vienes tú. Princesa Jarven de Skogland, bajo cuya
bandera se engloban el Norte y el Sur.
—Norte y Sur —murmuró Jarven—. Sí, claro. La hija de Norlin.
Se calló.
—Ahora ya entiendes por qué debes ser tú la que regrese con él —dijo Nahira
con sequedad. Se había limitado a escuchar durante todo el rato—.
¡Aparentemente se encontraba tan feliz de tenerte de nuevo! ¡Su hija perdida, su
Jarven! ¡Casi se delató en vuestro primer encuentro!
—Sí —murmuró Jarven. Tenía lágrimas en los ojos, tartamudeaba al decir su
nombre. La quería; con todo lo malvado que era, retorcido y cruel, ansioso de
poder, el virrey la quería, de eso no había duda: Norlin, su padre. Siempre había
deseado tanto tener un padre...
—¡Por todos los cielos, no empieces a llorar otra vez! —dijo Nahira—. Es como
es, ¡tú no vas a cambiarlo!
—¡Pero yo no quiero, no quiero! —susurró Jarven. Bajo los gemidos, las palabras
apenas se entendían—. ¡Haced que no sea cierto!
Fue de nuevo Joas el que la cogió por el brazo.
—Sabes perfectamente que no podemos, Jarven —dijo—. Que no puede nadie.
Pero yo sé perfectamente cómo te sientes, créeme.
—Yo no soy la hija de un... —sollozó Jarven. Se sentía como si estuviera a punto
de vomitar—. ¡Es un delincuente! ¡Es el peor de los peores! ¡Yo no soy su hija, no
soy la hija de un delincuente! ¡No soy la hija de un delincuente!
—Ssshhh, Jarven, ya está bien, ya vale —murmuró Joas. Sólo Joas hablaba ya,
sólo Joas la consolaba—. ¡Que él sea un delincuente no significa que lo seas tú! Tú
eres la que eres, Jarven, ¡no ha cambiado nada! Tú eres exactamente la misma que
eras antes de que te lo hubiéramos contado. Eres Jarven, ¿me oyes? La chica que no
nos ha delatado durante la huida, ¡la que nos va a ayudar a salvar a Skogland!
Jarven! ¡No ha cambiado nada! ¡Tú sigues siendo tú!
Su mano acariciaba la cabeza de la chica, sus hombros, una y otra vez, una y otra

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Kirsten Boie Skogland

vez, y una y otra vez le decía las mismas frases como si fueran una fórmula
mágica. Y poco a poco Jarven se fue tranquilizando.
—Yo sigo siendo yo —musitó—. Sí, claro, es verdad.
—Claro que es verdad —dijo Malena enérgicamente. Quizá se atreviera a hablar
de nuevo con Jarven—. Tú sigues siendo tú. Y además eres mi prima y eso no me
parece mal. Ya que no tengo hermanos, quiero decir.
Jarven la miró.
—Creo que tengo que pensar un poco —dijo en voz baja—. Primero he de...
tengo que asimilarlo todo...
Malena sonrió.
—Exacto, date tiempo —dijo—. ¿Otro vaso de agua? Como has llorado tanto,
tendrás que llenarte otra vez.
Jarven intentó sonreír.
A su alrededor estaban Meonok, Lorok, Tiloki y Nahira mirándola
compasivamente, como si fuera una recién nacida, un prodigio, y en lugar de reír
tuvo que llorar de nuevo.
Ella no podía cambiar nada. Las cosas eran como eran.

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Capítulo 26

Jarven no podía dormir. Nahira les había ofrecido hasta una cama en la misma
habitación a los tres; tras las noches pasadas sin dormir ahora tendrían que caer en el
sueño como en una sima.
La tormenta había pasado. Por la ventana sin cortinas veía la cercana linde del bosque,
impenetrable como una pared negra; sobre ella, blanca y azul lechosa, la luna. El silencio
era tan profundo que se podía oír, sólo de vez en cuando piaba un pájaro. Su almohada
estaba empapada por las lágrimas.
—¿Jarven? —susurró Joas.
Antes de irse a dormir, habían estado ideando el plan juntos; transcurrieron
horas hasta que Nahira se quedó contenta. Las imágenes del televisor pasaban sin
sonido por delante de ellos: el estadio en ruinas, el virrey muy afectado, el capitán
general del ejército gesticulando, el estadio en ruinas, siempre igual, siempre igual.
—Jarven? —susurró Joas—. ¿Estás durmiendo?
Si Jarven hubiera tenido que describir cómo se encontraba, no habría encontrado
la palabra precisa para ello. Hablar de desesperación era demasiado poco y tal vez
mucho. Todo en ella estaba acorchado, como si no pudiera volver a percibir
ningún sentimiento: ni preocupación, ni horror, ni miedo, ni nunca más alegría.
—Cállate —murmuró.
Era como si bajo sus pies el suelo se hubiera venido abajo, no había nada más
sobre lo que pudiera mantenerse; volando en caída libre sin lograr aterrizar. Toda
su vida, una mentira; había perdido hasta la última seguridad, aquella que queda
cuando se te llevan todo lo demás: «Yo soy yo».
«Yo no soy yo.»
«Sigo siendo Jarven. Pero el nombre es tan sólo una envoltura que tapa toda mi
vida anterior. Soy la princesa de Skogland, he vivido una vida inventada y
todas las personas con las que estaba mentían sin saber lo. Qué ridículo fue
preocuparse por tener que hacer un árbol genealógico falso para la clase de

~178~
Kirsten Boie Skogland

Educación Artística.»
Pero ¿no podría producirle consuelo sentir que ya no tendría nunca más aquella
incertidumbre que le había dolido tanto desde que fue lo suficientemente mayor
como para preguntarse quién era su padre?
Ya no habría secretos. Su vida de pronto se había tornado transparente como el
cristal; todo estaba explicado, todo encajaba. Sólo que ya no era su vida.
—Quiero contarte algo —susurró Joas.
Tenía que dejarla tranquila.
—¿No te has preguntado qué pasa con mi madre? ¿Por qué estoy yo solo con
Lirón...? Pero tú todavía no nos conoces...
«Ahora me contará que su madre está muerta —pensó Jarven—. Que murió
cuando él todavía era muy pequeño. O que acaba de morir y que aún sufre por
ello. Me va a contar que él también ha pasado por momentos duros en la vida. Que
sabe, por tanto, lo que se siente. Como si eso pudiera consolarme».
—Vivimos en la Corte desde que puedo recordar —rememoró Joas—. Ya lo
sabes. Y que Malena y yo hemos crecido casi como hermanos. Su madre murió, pero la
mía vivía. No sólo me levantaba a mí cuando me caía, no sólo ponía una tirita en mi
rodilla. Era como una madre para los dos. ¡Y era tan hermosa! Era la dama más bella de
la Corte.
Joas hizo una pausa. «Ahora está escuchando si estoy despierta —pensó Jarven—.
Si le atiendo. Pero seguirá hablando aunque crea que me he dormido, lo noto en su
voz. Hablará porque tiene que hacerlo, sólo soy un pretexto».
—Por supuesto, en los primeros tiempos, Lirón y ella compartían ideología —
susurró Joas—. Ella fue una rebelde como él, pero más tarde se encontró en el
balcón, junto al rey, con Malena de la mano y saludando cuando el pueblo se
reunía en la glorieta frente a palacio. Y se sentía a gusto. Lirón peleaba una y otra
vez con el rey, intentaba convencerle de que el Norte y el Sur debían tener los
mismos derechos. Pero a ella le daba exactamente lo mismo. No comprendía por qué
a él seguía preocupándole la desigualdad cuando le iba tan bien y le podría haber
ido todavía mucho mejor.
Las palabras sobrepasaban a Jarven, como una música suave. Enseguida se
dormiría. Enseguida.
—Admiraba a Norlin. «¡Él está haciendo las cosas bien!», decía. «¿Por qué estás
siempre dándole vueltas a las viejas historias? ¡Podríamos tener un palacio propio, si
lo plantearas correctamente! ¡Te comportas de una manera muy estúpida!»
Jarven se dio media vuelta. El podía seguir hablando con aquel tono de voz
bajo y regular. Pero detrás de sus párpados ya la esperaban las primeras imágenes

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Kirsten Boie Skogland

de su sueño.
—Un día se marchó, con un cortesano del Sur. Se separó, todo muy correcto, y se
casó con él. Ahora vive con él en su finca junto al mar, él tiene pozos de petróleo,
minas, fábricas. Ella ya no puede desear la libertad para los norteños.
«¿De qué está hablando?», pensó Jarven.
—Yo sé lo que se siente cuando te avergüenzas de tus padres —susurró Joas—.
Cuando te preguntas si un día no muy lejano tal vez serás igual que ellos. Ella es una
traidora, igual que Norlin. Tendrías que saber que no eres la única, Jarven. Yo sé
cómo te sientes.
No podía haber nada más bonito que el sueño. Tan cálido. Tan reparador. Todo
estaba bien.
—¿Jarven? —susurró Joas—. ¿Me estás escuchando?
Cayó en el primer sueño.

Al amanecer se abrió la puerta, sin apenas ruido. En palacio había bastantes


calabozos, abajo, en la parte vieja. Los turistas solían correr horrorizados entre los
gruesos muros y sopesaban en sus manos cadenas cuyo solo peso habría bastado
para impedir la huida al prisionero más fuerte. Por supuesto, ellos no lo tenían
atado.
—Buenos días, Lirón —dijo Norlin.
La luz del pequeño recinto que habían acondicionado como celda para Lirón
había estado encendiéndose y apagándose durante toda la noche. A pesar de que
había mantenido los ojos absolutamente cerrados, de que había ocultado la cabeza
entre los brazos, tras sus párpados siempre había tenido aquel constante centelleo.
Encendido y apagado. Encendido y apagado.
—Quería hablar contigo.
Lirón se apoyó sobre el codo. En una consola, arriba en la pared, atronaba el
televisor. A lo largo de toda la noche las imágenes se habían sucedido en la pantalla,
Lirón había tenido que soportar las voces de los reporteros, las entrevistas.
—No esperarás que me levante —dijo. Tenía los labios resecos y las palabras le
salían despacio y extrañamente deformadas.
Norlin hizo un gesto de impaciencia con la mano.
—¡Lirón! —dijo—. ¡Sé sensato! Sabes que somos más fuertes que tú. Si sigues tan
obstinado, sólo lograrás que las cosas vayan peor. ¡No sólo para ti! También para
nuestro pueblo.

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Lirón se rió. Sintió sin asombro que también le resultaba doloroso.


—Dinos dónde están las princesas —dijo Norlin—. Dime a mí dónde está Jarven.
Nadie más que tú puede haberla secuestrado, nadie más que Joas podría haber
pasado por delante de los perros. ¡Es estúpido tratar de mentir! Devuélveme a
Jarven.
—Tú sobrestimas el significado de las princesas para la consecución de tu
plan —dijo Lirón—. ¿O se trata de simple añoranza paterna? Y con vuestro
atentado habéis conseguido lo que pretendíais. El clima del Sur ha sido
sensiblemente dañado. Las personas odian al Norte porque lo temen.
—¿Por qué crees que se trata de nuestro atentado? —preguntó Norlin. Lirón
percibió el alcohol en su voz—. Todo el mundo sabe que es cosa de Nahira.
Lirón se dejó caer.
—Norlin —dijo—. Ambos conocemos a Nahira. Esto no lleva su firma, no seas
tonto. Esto sólo perjudicaría a sus propósitos —volvió a reírse—. Nunca te gustó
leer novelas policíacas. La pregunta más importante que se hace el detective siempre
es: ¿a quién le beneficia el crimen? Si conoce la respuesta a esa pregunta, conoce al
autor de los hechos.
—¡Podemos hacer que nuestros especialistas te sigan interrogando! —dijo Norlin
amenazador.
—¿Torturarme? —preguntó Lirón sarcástico—. ¿Por qué no te atreves a
pronunciar la palabra si te atreves a hacerlo?
—¡Nosotros no torturamos! —gritó Norlin.
Lirón se pasó la lengua por sus labios cuarteados, luego palpó la dolorosa
hinchazón que percibía en sus pómulos.
—¡Ay, Norlin! —dijo—. Y lo más desquiciante es que no os va a servir de nada. No
van a servir vuestras mentiras, no van a servir esos atentados que pretendéis
cargar a los rebeldes. Estáis arrojando al precipicio a una nación hasta ahora feliz.
Porque ni tú mismo puedes creerte que el Norte vaya a tolerar vuestras leyes,
vuestra invasión sin resistir. ¿Qué pueblo permitiría que hicieran eso con él?
Créeme, Norlin, después viviréis atentados auténticos de auténticos rebeldes y
tendrán como consecuencia mucho más que destrozos de edificios. Estáis
conduciendo a Skogland a una guerra civil, que la nación entera perderá.
—Entonces, ¿no vas a confesar adonde habéis llevado a la princesa? —preguntó
Norlin.
—Porque no lo sé —dijo Lirón, y se dio media vuelta—. No puedo decir lo que
no sé y para eso tampoco vale la tortura.

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Norlin cerró la puerta tras de sí.

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Capítulo 27

En esa ocasión traspasaron el estrecho de noche, sin que los guardacostas se


acercaran a ellos. Los llevó, ocultos bajo la cubierta, otro pescador, un hombre de
Nahira, y cuando se estaban aproximando a la costa del Sur apagó todas las luces de
posición. Había sido muy sencillo.
Los esperaban ya dos coches cuando arribaron a una caleta. Nahira iba con ellos,
y Tiloki, Lorok y Meonok. Y Malena y Joas, porque eran necesarios para el plan.
Habían aguardado horas hasta que por fin se decidieron a partir, pero nadie parecía
haber seguido su rastro.
Unos kilómetros después abandonaron la carretera principal y torcieron por un
estrecho sendero de tierra. En un determinado momento, Tiloki y Lorok tuvieron
que apartar unas ramas a un lado, era como si una tormenta las hubiera
arrancado de los árboles; por el mismo motivo se vieron obligados a parar una
segunda y una tercera vez: nadie habría supuesto que en aquel lugar tan apartado
pudiera haber una casa, pero de pronto, a la luz de la tarde, tablones de madera
caídos, ventanas sucias, un cobertizo, un establo.
—Ya estamos aquí —dijo Nahira.
—¡Después de esto, lo perderemos! —dijo Tiloki—. ¿De verdad quieres
renunciar a él para siempre, Nahira? Es uno de nuestros mejores escondites.
—No hay otra solución —dijo Nahira escuetamente—. Comprobarán lo que
cuente. Ahora memoriza todo, Jarven; de lo bien que mientas dependerá que te
crean. Así que de lo bien que mientas —titubeó— depende el destino de Skogland.
Jarven asintió y Lorok le tapó los ojos. Luego la empujó a través de la hierba sin
cortar hacia la casa.
—¡Memoriza los ruidos! —dijo Nahira—. ¡Retén cómo huele, los objetos con los
que tropiezas, los momentos en los que tropiezas! No has visto la casa cuando te
hemos traído, tus ojos han permanecido tapados durante todo el camino, te
hemos quitado la venda tan sólo en el cuarto y en tu huida tampoco te detendrás
en investigar la vivienda. Pero te hemos retenido aquí más de tres días, tú tienes

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que saber lo que has oído, cómo te sentías encerrada en este lugar, ¡tienes que ser
capaz de relatárselo a ellos! —cerró la puerta tras Jarven y dio la vuelta a la llave en
la cerradura.
El cuarto era pequeño: un catre arrimado a la sucia pared, un cubo en una
esquina del suelo. A través de los barrotes de la ventana Jarven vio un jardín
descuidado, en el que crecían pequeños abedules por todas partes; si escuchaba
con atención sentía el murmullo de un riachuelo.
En algún lugar de la casa los demás hablaban. Sus voces sonaban sordas a través
de la madera, las oía pero no comprendía lo que decían. Cuatro secuestradores,
le había indicado Nahira; si hacía caso de las voces, uno era mujer.
Jarven se tumbó en el catre y se tapó con la fina manta. Por las noches había
tenido frío. ¿Dónde estaba la luna de noche en la ventana? Tan exactamente no
tendría que contarlo, por ese detalle no iban a preguntarle.
—¿Nahira? —llamó Jarven—. ¡Creo que ya me he fijado bien! ¡Ya lo tengo todo
claro!
En las profundidades de la casa oyó ruido de platos de porcelana, alguien se rió.
—¿Nahira? —gritó Jarven—. ¡Ya podéis sacarme de aquí!
Era imposible que no la oyeran, las paredes eran muy finas.
—¡Eh, Nahira! ¡Ya lo he examinado todo!
La conversación continuaba, luego oyó pasos. Se pararon delante de la puerta.
—¡Espero que estés a gusto ahí dentro! —dijo Nahira. Su voz sonó muy fría—.
¡Deseo que sea una estancia grata, querida Jarven! Y que no pases miedo sola en el
bosque, en medio de la noche oscura. Porque desgraciadamente no podemos
quedarnos mucho tiempo más, lo siento por ti. Vamos a tomar un tentempié y
nos marchamos. Morir de hambre no es agradable; de sed resulta todavía peor, lo
lamento. Pero tras unos días se pierde la consciencia, lo que significa que ya no
importa nada. ¡Chao, querida Jarven! ¡Chao!
—¿Nahira?
Los pasos se alejaron.
—¡Nahira! —gritó Jarven. Saltó del catre y golpeó la puerta. Le inundaron las
náuseas, su corazón se aceleró—. ¡Nahira! ¿Qué significa esto?
Pero nadie respondió. De la parte de delante vinieron ruidos, como si alguien
empujara sillas para arrimarlas a una mesa.
Jarven pegó puñetazos a la puerta, hasta que sus manos ardieron.
—¡Malena! ¡Joas! —chilló. No comprendía nada, golpeaba y gritaba, el sudor se

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deslizaba por su frente hasta llegarle a los ojos. ¿Por qué la habían encerrado de
verdad? ¿Beneficiaba en algo a sus planes? ¡No! ¡Así jamás lograría hacer lo que le
habían asignado!—. ¡Nahira! —gritó—. ¡Malena! ¡Joas!
¿El odio de Nahira seguía siendo tan fuerte, su odio hacia Norlin y hacia la rival
que la había vencido, la madre de Jarven? Pero ¿por qué Malena y Joas, por lo me-
nos, no la defendían? ¿Los había encerrado en otro cuarto quizá?
—¡Nahira! —gritó Jarven de nuevo—. ¡Nahira, por favor! ¡Por favor, por favor,
por favor! ¡Nahira! —sollozaba como una niña pequeña.
—Chao, Jarven —repitió la voz de Nahira desde la puerta—.
Desgraciadamente, todavía nos queda mucho por hacer.
Una voz de hombre rió.
—¡Malena! —gimió Jarven, atragantándose.
—Que te vaya bien, Jarven —dijo Malena delante de la puerta—. Pásalo bien.
—Sí, ponte cómoda —dijo Joas—. Tienes una cama.
Luego, un motor se puso en marcha, y otro más. Jarven oyó cómo los coches
rodaban por el jardín. Se tiró sobre el catre y ocultó la cabeza entre los brazos
mientras el pánico se apoderaba de ella.

Bolström abrió de golpe la puerta del dormitorio de Norlin. La lámpara de la


mesilla de noche proyectaba un círculo de luz, pero Norlin estaba desnudo en la
cama, durmiendo. Frente al lecho había un televisor con la pantalla gigantesca.
Mostraba escenas nocturnas, pero tenía el sonido apagado.
—¡Norlin! —gritó Bolström elevando el volumen de tal manera que nadie habría
podido dormir allí.
Norlin se sentó de golpe y miró el despertador de la mesilla.
—¡Las dos! —dijo—. Bolström, por el amor de Dios, ¿qué ocurre?
Bolström se apretó el cinturón de su bata y se sentó en una silla junto a la
ventana.
—Ahora mismo lo vas a ver —dijo.
Norlin fijó la vista en la pantalla. De nuevo, un helicóptero: la luz verde de sus faros,
el zumbido de los rotores.
—¿Por qué? —preguntó Norlin apoyándose sobre un codo—. ¿Qué ha sucedido?
Bolström señaló la pantalla.
—¡Nos están haciendo el trabajo! —dijo—. El puente sobre el desfiladero de la

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Isla del Sur.


El helicóptero iba casi a ras de suelo y viró hacia un lado. Un esqueleto de acero y
cemento apareció en la pantalla, una extensión de kilómetros sobre el desfiladero más
profundo de Skogland, esbelto, elegante, una filigrana de encaje de bolillos, el orgullo
del país, y ahora estaba reventado justo por el centro. Retorcida como un estropajo,
sobresalía de las ruinas una maraña de vigas de acero, pilares de cien metros de altura
quebrados como cerillas.
—¡Dios mío! —susurró Norlin—. ¡De esto no habíamos hablado, Bolström!
—Efectivamente —confirmó el otro. El helicóptero se sumergió en el desfiladero,
recorrió el puente, lo que quedaba de él—. Y en ningún caso habría sido mi primera
elección si hubiera visto necesario un nuevo atentado. El puente nos saldrá caro, Norlin,
tardaremos años hasta construirlo de nuevo, esto es una catástrofe para la economía de
Skogland. Se ha venido abajo la vía de comunicación más corta entre el Norte y el Sur, no
puedo ni imaginarme las consecuencias —suspiró—. ¡Por eso elegimos el estadio! —dijo—.
El impacto sobre la población era grandioso, los daños económicos mínimos.
—Entonces, ¿no hemos sido nosotros? —preguntó Norlin. Tenía los ojos abiertos
como platos, de ellos había desaparecido todo rastro de sueño.
—¿Tú qué crees? —dijo Bolström enfadado. Se puso en pie y comenzó a caminar
por la habitación—. ¡Estaríamos locos para obrar de esa manera! Esta vez han sido
realmente los rebeldes, Norlin, y no se han mostrado nada delicados. Por lo menos
han llevado a cabo su atentado después de la medianoche, cuando había poco
tráfico, aunque todavía no se sabe cuántos coches se han caído al precipicio. Dirán
que el asunto podía haber ido mucho peor, pero aun así habrá muertos. ¡Las
cosas se han puesto muy serias ya, Norlin! ¡Ya no hay marcha atrás! Quién sabe
cuál será su próxima meta...
Norlin respiró profundamente.
—Entonces, ya no nos queda elección —murmuró—. Todos tienen que
comprenderlo, todos. Tenemos que pararles los pies. Debemos ocupar el Norte. Para
gente así no hay sitio en una Skogland en paz.
Bolström asintió pensativo.
—Creo que ahora no habrá nadie que lo ponga en tela de juicio —murmuró—.
¡Ni siquiera los más grandes idealistas y soñadores! Y a pesar de ello... habría
preferido que el precio no hubiera sido tan alto —se quedó quieto junto a la cama
de Norlin—. Tienes que levantarte —dijo—. Esta misma noche volaremos al
desfiladero. El virrey tiene que estar en el lugar de la catástrofe, inmediatamente y
sin demora. Hay que conceder las primeras entrevistas. Y hay que concentrar al
ejército en estado de alerta. Es preciso que se vean uniformes por todas partes. Eso
tranquiliza a la gente y, al mismo tiempo, da idea de la magnitud del peligro.

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Norlin afirmó con la cabeza.


—Voy enseguida —dijo—. Puedes marcharte.
Bolström sonrió.
—Por supuesto, alteza —respondió agarrando la botella que había en la mesilla
—. No tendrás ningún inconveniente en que me lleve esto. Seguro que no lo
necesitas a horas tan tempranas —y con una reverencia burlona cerró la puerta a
sus espaldas.

Jarven seguía tumbada en el catre y miraba por la ventana. «Ahora ya podría


contarles dónde está la luna —pensó—. Puedo observar cómo sobrepasa las copas de
los árboles. Por lo menos eso me distraerá».
Había llorado y había gritado; ahora ya llevaba un buen rato en silencio. Se
preguntaba cómo se sentía uno muriéndose de hambre. Pero antes se moriría de
sed, tampoco le habían dejado agua. Morirse de sed debía de ser horrible.
Jarven sollozó. «No puede ser verdad —pensó—. Todo esto no puede ser verdad.
Si me duermo y me vuelvo a despertar, tal vez descubra que todo ha sido un sueño,
todo lo que he vivido desde que fui al hotel Röper hace una semana. El hotel
Röper. Es como si no hubiera existido nunca».
Cuando oyó motores, se puso en tensión.
—¡Estoy aquí! —gritó. Le daba lo mismo quiénes fueran los que ocuparan los
coches que enfilaban hacia el jardín: Norlin, Bolström, cualquier cosa era mejor que
continuar en aquel cuartucho y morirse de sed—. ¡Estoy aquí! ¡Eh, estoy aquí! ¡Soy
yo, Jarven! ¡Sacadme de aquí, sacadme de aquí!
Una llave dio la vuelta en la cerradura y se abrió la puerta.
—Ahora ya sabes cómo se siente uno —dijo Nahira sacando a Jarven del cuarto
—. Ahora te creerán cuando se lo cuentes.
Jarven se la quedó mirando.
—Nahira sólo quería que lo experimentaras real mente, Jarven —dijo Malena
apareciendo junto a la mujer—. ¿Cómo habrías podido convencerles de tu miedo
si no lo habías vivido de verdad? Bolström no es tonto.
—¡Por lo menos tú no tendrías que haber participado! —susurró Jarven—. ¡Ni
tú ni Joas!
—Sí, para ti fue como la gota que colmó el vaso —dijo Nahira—. Al principio no
querían. ¿Casi te has muerto de pánico? Eso es bueno. ¡Sí, llora, llora
tranquilamente! ¡Todo lo que quieras! Una cara con rastros de lágrimas lo hará todo
mucho más real.

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Kirsten Boie Skogland

Jarven se frotó los ojos con la manga. Podía ser que hubiera sido necesario
encerrarla, obligarla a experimentar el miedo, seguramente era preciso. Pero había
visto la satisfacción en los ojos de Nahira. La mujer seguía sin saber si debía
odiarla.
Lorok le ofreció un vaso de agua.
—¡Bebe algo antes de que empieces a correr! —dijo—. En el bosque hay agua
por todas partes, así que no es preciso que tengas sed cuando llegues. En cambio,
¡tienes que estar hambrienta! Por estos contornos no hay nada que puedas comer.
Jarven bebió con avidez.
—¿Y adonde...? —preguntó.
—Sigue siempre el camino hasta que llegues a la carretera, luego a la
derecha —dijo Nahira—. Cuando veas un coche, hazle señales. Y cuando todo haya
funcionado, danos el aviso; enseguida llegaremos. Que te vaya bien, Jarven. Todo
depende de ti.
Jarven asintió y Lorok la agarró tan tuerte por el brazo que estuvo segura de que
le iba a salir un moratón.
—¡Un momento más, Lorok! —dijo Malena. Salió de la sombra de la casa y se
aproximó a Jarven—. Piénsalo, Jarven —susurró—. Para todo lo que hagas a partir de
ahora. Piensa siempre que eres la princesa de Skogland.
Jarven fijó la vista en ella, luego golpeó con vehemencia el rostro de Lorok, se
soltó de su brazo y corrió. Oyó cómo el hombre maldecía tras ella y el ruido de sus
pasos por el bosque. En medio de la profunda oscuridad era difícil no tropezar
con los árboles, pero la luna iluminaba el camino. En un determinado momento se
escondió tras el tronco de un árbol y esperó a que Lorok la sobrepasara. Un rato
después, que a ella le pareció una eternidad, siguió caminando con cuidado,
dejando atrás las ramas abatidas, hasta que llegó a la carretera. Allí empezó a correr
de nuevo.
¿Lo habría hecho así si hubiera huido realmente? ¿Se habría comportado Lorok
igual con ella? Para su historia tenía que bastar.
Tras ella surgieron los faros de un automóvil y Jarven saltó sobre la calzada y
comenzó a hacer señales.

Nahira había esperado en el jardín a que su hombre regresara.


—¿Y? —preguntó.
Lorok se encogió de hombros.
—Podría haberla atrapado con facilidad —dijo—. ¡Todo aquel que reflexione

~188~
Kirsten Boie Skogland

seriamente llegará a la misma conclusión! Como mucho me podría haber dado un


buen empujón, yo soy más rápido que ella. Pero no reflexionarán en serio. Cuando
el conejillo aparezca de nuevo, su tesoro querido, tan desesperado y compungido,
se creerán todo lo que ella les diga. Oh, ¿quién ha sido capaz de hacerle esto? Y tu
historia está bien planeada, Nahira. Podría haber sido así, como ella va a contarlo.
De la casa llegaron una serie de gritos iracundos y el parloteo de varias voces
excitadas.
—Por el amor de Dios, ¿qué habrá ocurrido? —preguntó Nahira—. La historia
es buena si la cuenta bien. Y eso lo hará.
—¡Nahira! —gritó Tiloki saliendo a toda prisa de la casa y respirando
agitadamente—. ¡Nahira, tienes que ver esto! Ha habido un atentado, y no creo...
—¿Otra vez? —preguntó la mujer, aturdida—. Acaban de...
—¡No creo que esta vez fueran ellos! —dijo Malena.
Tiloki cerró la puerta tras Nahira.
—¡El puente sobre el desfiladero de la Isla del Sur! Sería lo último que elegirían. Los
daños para la economía eskoglandesa son demasiado grandes, siempre lo has
dicho, ¿no? No creo que fuera Norlin, Nahira. Esta vez no ha sido él.
En la oscuridad de la cocina sólo las parpadeantes imágenes de la pantalla daban
luz.
—¡Oh, Dios mío! —exclamó Nahira.
«Ya no podré detenerlo más —pensó—. Durante mucho tiempo los he mantenido
agrupados en torno a mí, a todos aquellos que querían luchar por el Norte;
durante mucho tiempo hemos representado una amenaza, hemos sido una fuerza
en el conflicto con el Sur y hemos podido evitar lo peor. Pero yo sabía que en el
Norte no iban a permanecer mucho más tiempo en silencio. No después de todo lo
que ha ocurrido durante estos últimos meses. Cada chico que pierde su trabajo,
cada chica que se siente a disgusto con su vida, cada padre de familia que no sabe
cómo alimentar a lo suyos tendrá muy claro tras la nueva ley de Norlin, o como
muy tarde tras la invasión, quiénes son los culpables de su desgracia: Norlin y el
Sur. Ésa será la explicación para cada acto de maldad. Y el odio crecerá, ya no
dudarán en poner en peligro la vida de personas, esta noche lo han hecho por
primera vez. Desde que la bola de nieve comienza a rodar, una vez que empiezan
los primeros atentados, ya no hay nadie capaz de pararla. Y todo lo que el Sur
emprenda para protegerse será inútil porque tienen que vérselas con personas que
no vacilarán en arriesgar su propia vida. He intentado evitarlo, pero he fallado.
¿Quién puede proteger su patria de personas desesperadas a las que les da lo
mismo si pierden la vida al hacer estallar una bomba? ¿Con qué quiere amenazar
Norlin a los que están dispuestos a ofrecer lo último que una persona posee: su

~189~
Kirsten Boie Skogland

propia vida?».
—¿Nahira? —dijo Tiloki—. ¿No te sientes bien?
Nahira se dejó caer sobre una silla.
—¡Jarven tiene que lograrlo! —murmuró—. ¡Tiene que descubrir dónde
retienen al rey! Sólo si liberamos al rey tendrá Skogland una oportunidad. Sólo si el
rey detiene todo lo que Norlin ha comenzado. ¡Pero es preciso darse prisa, Dios mío,
Tiloki, hay que darse prisa! Si tardamos demasiado, se producirán nuevos
atentados diarios y el odio de las personas del Sur por nosotros los del Norte se
hará tan grande que el rey ya no encontrará respaldo entre el pueblo para sus
reformas.
Malena clavó sus ojos en Joas.
—¡Entonces ha llegado el momento de marcharnos! —dijo Meonok—. En cuanto
Jarven llegue junto a ellos, querrán comprobar su historia y buscarán el lugar
donde ha permanecido encerrada. Y tienen que encontrarlo vacío.
Nahira asintió.
—¿Está ya todo como deben encontrarlo? —preguntó.
Meonok dijo que sí con la cabeza.
—Pues vamonos —ordenó Nahira.

Lo habían hablado todo. Que tenía que llamar a la Corte de inmediato. Llamar
a la Corte para que fueran a recogerla. Hasta entonces tenía que actuar como si
fuera una chica del Norte absolutamente normal.
—¿Lo entiendes, Jarven? —había dicho Nahira—. ¡Tal vez Norlin y Bolström no
quieran que alguien descubra que existe una copia falsa de Malena! Además, a estas
alturas ya no te pareces a ella, con tu pelo oscuro y tus ojos marrones. Por eso, ¡no
puedes darte a conocer a nadie, Jarven! Llama a Bolström, dile dónde estás y vendrán
a recogerte. Así toda la historia seguirá su curso.
Así que eso mismo hizo. Joas le había devuelto el móvil —ahora ya no importaba
que la gente de Norlin localizara su situación, al contrario—, en el que estaban
almacenados los teléfonos de Hilgard y Tjarks, y en cuanto subió al automóvil los
llamó. Mientras, empezó a levantar el día, pero Jarven estaba segura de que en
Österlind todavía dormían todos. De hecho, en los dos teléfonos sólo escuchó el
mensaje de que el interlocutor deseado no se hallaba operativo en esos momentos.
—¿Nada? —preguntó el conductor—. ¿No se pone nadie?
Jarven sacudió la cabeza y levantó la nariz. Se dio cuenta asombrada de que estaba
temblando. Podía ser a causa del fresco de la madrugada.

~190~
Kirsten Boie Skogland

—¿Y adonde quieres ir? —preguntó el conductor echándole un vistazo rápido


—. Yo voy sólo a la próxima ciudad. A Sarby.
¿Dónde había oído ese nombre?
—También yo quiero ir allí —dijo.
Seguro que la creería: una chica del Norte que trabajaba en una granja en la zona
más apartada del norte de la Isla del Sur y que quería ir a la próxima ciudad sin
tener el dinero suficiente para el billete. Se sentía agradecida de que la hubiera
recogido sin preguntar demasiado.
Durante el viaje volvió a intentar hablar con Hilgard o con Tjarks, pero no tuvo
éxito.
Cuando llegaron a la ciudad, había salido el sol.
En la plaza del Mercado, el panadero ya había abier to; el olor de los panecillos
frescos flotaba en el ambiente cuando el conductor la dejó allí.
—Que te vaya todo bien, chica —dijo—. Ojalá encuentres a alguien para
regresar. Alguien se apiadará de ti.
Ahora dais pena a la gente, todos vosotros. Seguro que no has tenido nada que
ver con lo del puente.
—Muchas gracias —susurró Jarven. «¿Qué puente?», pensó mientras se sentaba
en un banco cercano a la panadería. Estaba a punto de desmayarse del hambre que
sentía. Pero el hambre era buena. Cuanta más hambre tu viera, más comería
después y más verosímil resultaría su historia. Los secuestradores obligan a pasar
hambre a sus secuestrados.
La plaza del Mercado se fue llenando: personas que iban al trabajo, niños con
mochilas, bicicletas, coches. Pero hasta las nueve Tjarks no cogió el teléfono.
—¿Dígame? —dijo la mujer. Al teléfono su voz todavía sonó más fría de lo que
recordaba Jarven.
—¡Hola! —susurró la chica—. ¡Soy Jarven, señora Tjarks! ¡Soy yo, Jarven!
Al otro lado se hizo el silencio. Jarven notó que su voz temblaba cuando continuó
hablando. Eso estaba bien. La habían secuestrado. Casi se había muerto del miedo,
del hambre, de la falta de sueño.
¡Ellos me secuestraron, pero conseguí escapar! ¡Por favor, recójanme, por
favor, por favor! ¡Vengan deprisa!
—Jarven? —preguntó Tjarks. La chica sintió la desconfianza en su voz—. ¡Lo que
faltaba para el día de hoy!
—¡Por favor, señora Tjarks! —gritó Jarven. Un ciclista se volvió hacia ella.

~191~
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Empezó a llorar—. ¡Me he escapado, señora Tjarks! ¡Por favor, por favor! ¡Tengo
tanto miedo de que me encuentren otra vez! —su cuerpo se agitó presa del llanto.
—¿Dónde estás? —preguntó Tjarks. El tono de su voz seguía sonando precavido.
—Se llama Sarby —sollozó Jarven—. Un hombre me ha traído en su coche
cuando me he escapado, pero seguro que me están buscando, y si me
encuentran...
—¿Qué le has contado al hombre del coche? —preguntó Tjarks con dureza.
Nahira lo sabía.
—¡Nada! —susurró Jarven—. ¡Que quería ir a la ciudad! Y aquí me ha dejado. En
la plaza del Mercado, estoy sentada en un banco, tengo tanto miedo...
—¡Quédate donde estás! —dijo Tjarks—. Estaremos ahí dentro de media hora.
Iremos con el helicóptero.
Y se cortó la comunicación.
Jarven se tumbó en el banco. Le daba igual lo que pensara la gente. Tenía la
sensación de que no iba a aguantar mucho más.

Llegó un automóvil, el helicóptero esperaba en una pradera frente a la ciudad.


Hilgard saltó del vehículo y la cogió en brazos.
—¡Jarven! —dijo. Ella lloró en su hombro. La gente se volvió hacia ambos—. Por
favor, no llamemos la atención —le susurró Hilgard—. ¡Ya todo va bien otra vez! ¡Estás
de nuevo con nosotros!
Jarven aguantó el tipo. «Da lo mismo que me muestre desconcertada y muerta de
miedo, es el shock por el secuestro. Da igual lo que haga, mi comportamiento no me
traicionará jamás.»
En el helicóptero esperaba Bolström. Tenía aspecto de no haber cerrado los ojos
en toda la noche. Echó un vistazo interrogante a Hilgard. Este asintió.
—¡Vaya sorpresa! —dijo Bolström entonces—. La pequeña Jarven ha regresado. Y
después de una noche como ésta.
Jarven sollozó.
—¡Tenía tanto miedo! —musitó—. Me han... Querían... —volvió a temblar.
—Ten, toma mi pañuelo —dijo él—. No te preocupes, ya lo aclararemos todo. El
virrey te espera.
Jarven comprendió que no sabían si debían confiar en ella. Nahira le había
advertido de que sería así.

~192~
Kirsten Boie Skogland

—¡Han sido tan horribles! —gimió—. ¡Me encerraron en un cuarto muy


pequeño, sólo con un catre! Era... ¡Creía que iba a morir de hambre! ¡Me dijeron que
me iban a dejar morir de hambre! —los sollozos no la permitieron continuar
hablando. Veía ante ella el cuartucho, la luna sobre las copas de los árboles y
volvió a sentir el miedo—. ¡He pasado tanto pánico! Y aquella mujer...
—¿Mujer? —preguntó Bolström.
—Nahira —hipó Jarven—. ¡Los demás la llamaban Nahira! Tenía... ¡creo que
era la jefa! ¡Todos la obedecían!
—Nahira —murmuró Bolström. Volvió a fijar la mirada en ella como si pudiera
leer en su rostro lo que realmente había ocurrido—. ¿Y todo en la misma noche?
Bueno, veremos.
Se calló. Jarven siguió llorando. Nadie habló durante el resto del vuelo.

—¿Cómo que Nahira? —preguntó Norlin.


Habían llevado a Jarven a la habitación de la princesa, la habitación que ella
conocía. Tjarks se quedó con la joven.
—Dice que una mujer era la jefa, una mujer que se llamaba Nahira —dijo
Bolström—. Pregúntale. Yo no sé si creerla.
—¡Pero fue Lirón quien la secuestró! —dijo Norlin. Su cara tenía un tono
macilento tras la tensión de la noche—. Sólo su detestable hijo pudo calmar a los
perros. ¡Me niego a creer que le hemos torturado injustamente! ¡Y sólo unas horas
después de que Jarven fuera secuestrada, Lirón le ofreció al periodista una historia!
—No le dijo de qué iba esa historia, ¿no? —comentó Bolström—. No dejó caer el
nombre de Jarven, no nombró a la princesa; sólo una historia. ¡Las personas se han
vuelto precavidas, Norlin! Le hemos preguntado al periodista un montón de
veces, tú estabas allí.
Norlin afirmó con la cabeza.
—En todo caso, ¡es una coincidencia muy curiosa! —dijo.
—Tal vez Lirón y Nahira hayan trabajado juntos —dijo Bolström—. Entonces, ¡que
Dios nos asista!
—Ahora quiero verla —dijo Norlin. Tomó la botella de coñac y se sirvió—. Al fin
y al cabo es... mi hija.
—Tjarks está con ella —dijo Bolström—. Está muy nerviosa. No bebas mucho,
Norlin. Todavía es muy temprano.

~193~
Kirsten Boie Skogland

Cuando Norlin entró en el cuarto, Jarven estaba sentada a la mesa, comiendo. Su


melena morena caía en mechones pegajosos sobre su espalda. Estaba demacrada y
bajo sus ojos había unas sombras profundas y azuladas.
—Come sin parar —dijo Tjarks—. Debe de haber estado días sin hacerlo.
«Bien —pensó Jarven metiéndose una loncha de queso en la boca, y después una
rodaja de salchicha—. Bien, bien, bien. Los secuestradores querían matarme de
hambre».
—Jarven! —dijo Norlin arrodillándose frente a la joven, y una vaharada de colonia
y alcohol cayó sobre ella—. ¡Querida Jarven! —la atrajo hacia sí.
Jarven se puso rígida. «No es mi padre. No puede ser mi padre».
—Por favor —susurró despegándose de él.
Tjarks vino en su ayuda.
—Por lo que parece, uno de los secuestradores trató de... Se defendió, está llena
de moratones. Usted me entiende, alteza. Ese es el motivo por el que se comporta
de una manera tan esquiva.
Jarven se relajó. «¡Sí, sí, exacto!», pensó. Le había explicado a Tjarks cómo había
logrado escapar, lo mismo que le había transmitido Nahira: por la mañana
temprano, cuando todos los demás se habían marchado, el joven rebelde que habían
dejado vigilándola había entrado en el cuarto. Se había sentado en el catre, la había
besado. Había palpado su ropa. Pero en su excitación había olvidado cerrar la
puerta. Lo único que podemos hacer es esperar que nos crean, había dicho Nahira. Ella le
había golpeado la cara, se había defendido, le había arañado, finalmente había
logrado escapar. La había perseguido por el bosque, pero había tropezado y ella
había aprovechado para esconderse tras el tronco de un árbol, todavía había mucha
penumbra. Un coche la había recogido y llevado a la ciudad más próxima.
—Tenía muy mal aspecto cuando la hemos encontrado, alteza real —dijo Tjarks.
Jarven se dio cuenta de que sentía pena por ella—. Debe de haber estado días sin
dormir y sin comer.
Jarven clavó los ojos en la mesa y cogió una rebanada de pan. Le dio un gran
mordisco.
—¡Jarven! —musitó Norlin—. ¡Qué han hecho contigo!
«Cállate —pensó Jarven—. Cállate, cállate, no quiero oírte. Vete. ¡Tú no eres mi
padre! Vete».
—Lo siento tanto, Jarven —dijo Norlin, y se levantó despacio—. Nosotros no
imaginábamos...
Jarven masticaba y tragaba, masticaba y tragaba. Una lágrima le caía por la

~194~
Kirsten Boie Skogland

mejilla.
—¡Esto van a pagarlo! —gritó Norlin—. Jarven, ¡puedes estar segura de que van a
recibir el castigo que se merecen! Ahora has vivido en tus propias carnes lo crueles
que son los rebeldes. Por eso, ¿nos ayudarás a vencerlos?
La joven no levantó la cabeza, pero asintió. La mano que llevaba la taza a su boca
tembló.
—Bueno, bueno, lo primero que haremos será celebrar una conferencia de
prensa —siguió Norlin—. La maquilladora ya está aquí. Comprende que debemos
transformarte de nuevo en Malena. El pueblo entero tiene que saber por lo que has
pasado —volvió a arrodillarse frente a ella—. Y después podrás descansar, mi
querida Jarven —dijo en voz baja—. Después podrás dormir todo el tiempo que
quieras. Nadie te molestará —añadió con voz meliflua.
Era un tirano, ansioso de poder y riquezas, había secuestrado al rey y permitido
que mataran a personas.
Era su padre y no podía evitar que la quisiera.

—Las fuerzas de ataque están de camino —dijo Bolström—. Alarma nivel rojo
para todo el país. Qué suerte que la chica se les haya escapado, Norlin. He estado
pensando y todo encaja. Ella cuenta que la dejaron en la casa con un único
vigilante, que todos los demás desaparecieron, Nahira la primera: y justo en ese
mismo espacio de tiempo hicieron estallar el puente. ¿Cómo va a ser una simple
casualidad?
—Nahira —murmuró Norlin—. Enseguida nos dimos cuenta de que era ella la
que estaba detrás del atentado del puente.
—Por suerte Jarven ha podido relatarnos de manera muy satisfactoria dónde se
topó con el coche y cómo había llegado hasta allí —dijo Bolström—. Siguiendo su
descripción, no será ningún problema dar con la guarida de Nahira.
—No será la única que tiene —dijo Norlin apoyando la cabeza en la mano—. Ya
debe de haberla abandonado hace tiempo.
El móvil de Bolström sonó.
—Sí, ¡peinad los bosques de la zona! —dijo—. Aunque no creo que tengáis éxito.
Seguramente se habrán retirado al Norte de nuevo —le dio a la tecla de «colgar»—.
Tienen la casa, hay pruebas claras de que alguien fue retenido allí. Miembros de la
policía judicial se han desplazado hasta el lugar. Han encontrado varios cabellos
largos negros en un catre. Todavía hay que analizarlos. Pero no hay duda de que
Jarven realmente estuvo allí.

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Kirsten Boie Skogland

Norlin no respondió.
—No hago más que darle vueltas al asunto todo el rato —murmuró Bolström—.
¿Pudo ser una mera coincidencia? ¿Precisamente en las cercanías de Sarby?
—En ningún otro lugar son los bosques tan espesos como en Sarby —dijo
Norlin.
—Eso será —dijo Bolström pensativo—. Claro. Bueno, nuestra gente está allí.
¿Estás preparado para comparecer ante los medios con Jarven?
Norlin asintió.
—¿Está a punto ella? —preguntó el virrey—. ¿La maquilladora ha terminado ya?
—Esta vez la mujer se mostraba algo dubitativa —explicó Bolström—. No
podíamos volver a contarle la vieja historia; ya sabes, que se trataba de una sorpresa
para la princesa Malena. Se ha vuelto más desconfiada —suspiró.
—¿Y? —preguntó Norlin—. ¿Qué habéis hecho?
—Lamentablemente tendrá que quedarse aquí, por mucho que lo sintamos —
dijo Bolström—. Con nosotros en Österlind. Unas pequeñas vacaciones, tal vez para
siempre. Se ha echado las manos a la cabeza y ha dicho que sus niños la esperan, pero
no podemos correr riesgos. Todavía está por decidir lo que haremos después con
ella.
Norlin gimió.
—¡Luego no quiero sentirme culpable! —dijo—. Todas esas vidas... todas esas
personas que nos vemos obligados a matar...
—Sólo por el bien del país, Norlin —dijo Bolström haciendo una pequeña
reverencia—. Siempre te lo digo, es sólo por el bien del país. ¿Estás dispuesto? La
prensa nos espera.
Norlin se miró de refilón en el espejo que había sobre la chimenea, pero Bolström
hizo un gesto de rechazo con la mano.
—Que tengas mala cara es lo mejor que nos puede pasar, Norlin —dijo—. La gente
se dirá: «No se cuida. Todo lo da por nosotros, hasta las últimas consecuencias», y
te querrán mucho más. Ésta es nuestra oportunidad. Nunca hemos tenido una
mayor.

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Capítulo 28

Dios mío, no le han dado tiempo ni de ducharse y ponerse ropa limpia! —


comentó Nahira—. Sólo el pelo rubio y las lentillas azules. ¿No podrían haberle
permitido por lo menos unas horas de tranquilidad después de todo lo que ha
sufrido?
—¡Ssshhh! —hizo Malena. Sus manos jugueteaban con una peluca negra de
carnaval, los cabellos largos, lisos y brillantes, como sólo puede brillar el cabello
artificial. Daba lo mismo. Sólo la verían de lejos y en la oscuridad.
Por supuesto que no habían regresado al Norte. En cualquier momento Jarven
podía avisarles de que había llegado la hora y tenían que estar preparados. La casa,
en la que ahora se encontraban los cinco sentados frente al televisor, estaba situada
a un kilómetro escaso de distancia de Österlind, sobre una colina: se trataba de una
villa grande y muy cuidada, junto a un lago, rodeada de un inmenso jardín.
—El propietario viene una vez cada dos meses —había explicado Nahira a
Malena y Joas—. Cuando tienen lugar celebraciones en Österlind. Y confía en su
mayordomo plenamente, Inuk lleva más de cuarenta años a su servicio. Bueno,
hasta ahora su jefe no ha descubierto nada en relación con nuestras visitas
periódicas. Nos guardamos muy mucho de dejar huellas.
En la pantalla apareció un primer plano del rostro de Jarven; a su lado, Norlin,
extenuado, confuso. Había tantos micrófonos que era imposible contarlos.
—Nunca hasta ahora había vivido Skogland una noche como ésta —comenzó
Norlin—. A estas alturas todas las personas de nuestra hermosa nación saben ya que
la noche pasada los rebeldes volaron por los aires el puente más importante del país
para la comunicación Norte-Sur. A consecuencia de la deflagración dos automóviles
se precipitaron en el abismo y, según las últimas noticias, murieron cinco personas.
La crueldad de los rebeldes se hace cada día más palpable; sus ataques a la nación se
acrecientan constantemente. A pesar de ello, tenemos un motivo de alegría porque la
noche pasada conseguimos liberar de las manos de sus secuestradores del Norte a mi
sobrina, nuestra querida princesa Malena. Hasta la fecha todavía no habíamos
informado al país de su secuestro para no abortar las investigaciones. Ha sido

~197~
Kirsten Boie Skogland

deseo de la propia Malena comparecer inmediatamente ante su pueblo, para que


todos los eskoglandeses puedan cerciorarse de que nuestra princesa ha regresado
sana y salva y tiene la intención de emplear todas sus fuerzas en la lucha por la paz de
nuestra nación.
—Dios mío, está a punto de venirse abajo —murmuró Nahira—. No podrá
soportarlo mucho más.
Un periodista colocó un micrófono a escasos centímetros de la boca de Jarven.
—¿Puede darnos algunos detalles, alteza —invitó sonriente un periodista—, de lo
que experimentó en su secuestro?
—No va a contestarle —dijo Nahira—. Seguro que le han prohibido responder;
ya veréis.
Jarven tragó saliva y la mano de Norlin apartó con contundencia el micrófono
hacia un lado.
—¡Ya es suficiente! —dijo. Colocó el brazo por encima de los hombros de la joven
y la atrajo hacia él. Nahira se preguntó quién más, aparte de ella, se habría dado
cuenta de que la chica se echaba hacia atrás al contacto con Norlin—. ¡Bien sabe Dios
que la princesa ya ha sufrido bastante! Ahora necesita calma —acarició los cabellos
rubios de Jarven—. Hoy mismo la Corte publicará un edicto —dijo—. Pedimos a la
población que no se angustie cuando vea la presencia del ejército por todo el país.
Es en beneficio de todos. Porque, aunque me disguste decirlo, todo eskoglandés
tiene que saber que Skogland se encuentra en guerra. En guerra contra los
rebeldes del Norte.
En la pantalla apareció de nuevo el locutor del estudio presentando a un
invitado.
—Ahora discutirán un ratito —dijo Nahira—. Alguno dirá que no todos los
eskoglandeses del Norte son culpables, que no todos los eskoglandeses del Norte son
rebeldes, que cualquier sureño a favor del Estado de derecho tiene que sentir
lástima por ellos, que los del Norte también sufren, que en realidad siempre han
sido fieles seguidores del Sur. Pero que los atentados no se habrían producido si los
rebeldes no hubieran contado con la colaboración de buena parte de los ciudadanos
de a pie del Norte, y que por eso los ciudadanos de a pie del Norte deben sufrir
también las consecuencias. No es necesario que lo escuchemos.
Tiloki quitó el volumen.
—¿Y ahora? —preguntó.
—Ahora sólo nos queda esperar —dijo Nahira—. Hasta que Jarven nos dé la señal.
Inuk dice que el frigorífico, el congelador y la bodega están llenos. ¿Quién quiere
comer faisán? Desgraciadamente, los vinos no podemos probarlos. Tenemos que

~198~
Kirsten Boie Skogland

permanecer serenos, para estar siempre a punto.


—¡Faisán! —dijo Joas—. ¡Hace una eternidad que no lo como!
Le daba exactamente igual qué comer. Pero algo había que hacer para soportar la
espera.

Tine empujó la puerta de la comisaría. Durante el trayecto en bicicleta había


empezado a llover, pero había protegido la foto bajo su chaqueta.
—Buenos días —dijo, y esperó a que un hombre mayor con el jersey azul de la
policía saliera del cuarto del fondo—. Por favor, quiero denunciar una desaparición.
El hombre enarcó las cejas.
—¿Tú? —preguntó—. Pues, venga, ¡dispara!
Tine sacó la foto, la aplanó y la puso de tal manera que Jarven sonriera al agente.
—Ésta es mi amiga Jarven —dijo—. Lleva desaparecida desde el lunes.
—¿Y por qué no la buscan sus padres? —preguntó el policía.
—¡También ha desaparecido! —dijo Tine—. ¡Su madre! —luego le explicó todo
lo que había ocurrido—. Y acabo de ver las noticias de nuevo y ¡allí estaba otra
vez! —gritó—. ¡Puedo jurar que es ella! ¡Tiene aspecto de estar hecha polvo! ¡Tal
vez la torturen! ¡Tienen que descubrir qué ocurre! ¡Tienen que traerla de Skogland!
El policía sonrió amistosamente.
—Dímelo todo despacito otra vez para que lo pueda anotar —dijo—. El lunes tu
amiga Jarven, la de la foto, no fue al colegio y, desde entonces, ningún día. Por
teléfono no das con ella. Y su madre tampoco da muestras de estar en su casa.
¿Hasta aquí correcto?
Tine asintió.
—Al mismo tiempo, has visto en las noticias de la televisión dos veces a una
chica asombrosamente parecida a tu amiga morena. Sólo que ésta es rubia, tiene los
ojos azules y, además, es la princesa de Skogland. ¿Sigue siendo todo correcto?
Tine volvió a asentir.
—Hoy los colegios empiezan las vacaciones y todo el país se va de viaje —dijo el
policía—. Así que algunos prefieren marcharse unos días antes, pero los colegios no
suelen poner buena cara al respecto. ¿Qué opinarías si yo te dijera que tu amiga y
su madre se han ido secretamente de veraneo y no hay ni un mínimo motivo para
sufrir por ello? Cosas así pasan en estas fechas miles de veces.
—Es lo mismo que dice mi madre —dijo Tine desalentada—. ¡Pero no puede ser
una coincidencia que al mismo tiempo aparezca una princesa con el mismo aspecto

~199~
Kirsten Boie Skogland

de Jarven!
El agente le dio vueltas a la foto entre sus dedos.
—Podría ser, podría ser —dijo amablemente—. Mi mujer sabe más de estas
cosas. Enseguida podría decirnos si tu amiga se parece a una princesa en especial. Yo
no estoy muy puesto en la materia. Pero realmente creo... aunque haya un extraño
parecido con esa princesa, que podría ser el caso..., que en este instante estás viendo
fantasmas, sólo porque te preocupas tanto por tu amiga. Lo que ciertamente es un
hermoso detalle por tu parte.
Tine se le quedó mirando.
—¿Así que no va a hacer nada? —preguntó.
—No puedo hacer nada, aunque quisiera —dijo el policía—. No, dadas las
circunstancias. Tendría que venir su madre.
Tine cogió la foto y la guardó.
—¡Tu seguro servidor! —dijo haciendo referencia al eslogan del cuerpo. Y en ese
mismo momento se habría mordido la lengua. Era mejor no hacer enfadar al
policía. A veces iba en bicicleta sin las luces encendidas.

Jarven se pasó casi todo el día durmiendo. Nahira le había dicho que era
necesario que estuviera descansada para lo que se iba a ver obligada a hacer.
—¡Seguro que no puedo dormir de miedo! —había dicho Jarven, pero Nahira
tan sólo se había reído.
Una vez despierta, se quedó el rato que faltaba para la cena esperando en la
ventana. En algún lugar de aquellas colinas cercanas debía de estar la casa en la
que Nahira, Malena y Joas aguardaban su señal. Palpó los pies de la cama para
comprobar que la linterna no más grande que un bolígrafo, que había escondido
allí en cuanto entró en la habitación, seguía en su lugar. Naturalmente, después
habían revisado toda su ropa. Que la hagas desaparecer inmediatamente es tu única
posibilidad, le había dicho Nahira. Llamadas o mensajes de móvil eran impensables.
Tenían la absoluta certeza de que controlaban su teléfono.
La linterna seguía allí donde la había ocultado; todo estaba hablado, planeado
perfectamente, estaba segura.
Jarven tembló. Volvió a enviar un mensaje al número de su madre; habría
resultado increíble que en aquella situación no hubiera continuado intentando
establecer contacto con ella. En eso también seguía las indicaciones de Nahira. Ni
siquiera leyó la respuesta, ¿quién sabe quién la habría escrito? Ellos habían jugado
con ella; ahora ella jugaba con ellos.

~200~
Kirsten Boie Skogland

Recorriendo la verja, el arma al hombro, patrullaban los guardias. Nahira la había


prevenido de que sería así tras su huida anterior.
—¡Claro que ahora se les presenta un problema! —había dicho Nahira—. O los
guardias o los perros, las dos cosas juntas no funcionan si no quieren que esas
bestias salvajes hagan papilla a sus vigilantes.
—¡No son bestias salvajes! —había saltado Joas inmediatamente.
Cuando Tjarks entró en la habitación, despacio para no despertar a Jarven en el
caso de que continuara durmiendo, casi se le quitó un peso de encima. Cualquier
cosa era mejor que esperar.
—¿Y cómo estás ahora? —preguntó Tjarks. La chica siguió notando aquel tono de
conmiseración en su voz—. ¿Has dormido lo suficiente?
Jarven asintió percibiendo que las lágrimas todavía inundaban sus ojos cada
vez que intentaba hablar. Daba lo mismo. Con los secuestradores había vivido
momentos amargos.
—Entonces ven a cenar —dijo Tjarks—. Ahora en Österlind tenemos hasta una
cocinera, el virrey se ha encargado de ello. Quiere que recuperes fuerzas después
de los días que has pasado sin comer. Y para nosotros también es más agradable
poder contar en cada comida con una exquisitez diferente. Esta noche tenemos
sargo al vino blanco.
—Sí —susurró Jarven.
En la gran sala de banquetes, Norlin, Bolström y Hilgard ya estaban sentados
a la mesa. En esta ocasión estaba dispuesta como para una celebración. En un apa-
rador adosado a la pared había boles humeantes, fuen tes y terrinas; un aroma a
especias y vino flotaba en el ambiente.
—¡Jarven! —dijo Norlin—. ¡Tienes mejor aspecto! —luego se volvió hacia
Bolström—. Por eso me resulta absolutamente superfluo trasladarle —dijo—. Sólo
es una casualidad que ella también...
Bolström le interrumpió con brusquedad.
—De eso podemos seguir hablando después —dijo, y Jarven creyó leer en su
mirada un aviso—. Bueno, querida Jarven, parece que ya te has recobrado algo de
tu fatiga.
Jarven asintió.
—He dormido —susurró.
Bolström hizo una señal y desde el aparador llegó una muchacha con un delantal
blanco y una cofia en el pelo. Llevó una fuente a la mesa y se quedó esperando junto
a Norlin para que éste se sirviera el primero.

~201~
Kirsten Boie Skogland

El virrey no se percató.
—Pobrecilla —dijo poniendo su mano sobre la de Jarven por un muy breve
espacio de tiempo. Jarven experimentó de nuevo aquella sensación de náuseas y
lágrimas al mismo tiempo.
—Por favor, alteza —murmuró la chica. Jarven descubrió en ella el acento del
Norte y vio que su mano temblaba insegura.
—¡Esta vez nos hemos agenciado una cocinera! —dijo Norlin—. Pero más personal
de servicio... lo encontrábamos innecesario. Seguro que tú también, Jarven.
¿Dónde había visto ya a aquella cocinera? No parecía mayor que ella y en la
mirada que dirigió a Jarven ésta adivinó el mucho miedo que la chica tenía.
—Sí, alteza —murmuró Jarven. La cocinera le sirvió mirando al plato fijamente.
Pero, aun sin mirar su cara, supo Jarven de repente de qué la conocía.
¡Claro! La había visto el día que había salido al balcón con Norlin para saludar a la
gente; había pasado una eternidad desde entonces. La entrada de servicio y el
recorrido por la zona de las cocinas. Kaira, aquella cocinera novata del Norte que se
había arrodillado ante ella.
—¡No me digas alteza, Jarven! —dijo Norlin—. Hemos vivido tantas cosas
juntos... y todavía viviremos muchas más..., que no me parecería bien que me
siguieras llamando así. ¡Tanta distancia! No me llames alteza. Llámame... —
titubeó—, tío.
Jarven se percató de la mirada que se echaron Bolström y Hilgard.
—¡Sí, ésa es una buena idea! —comentó Hilgard—. Al fin y al cabo nuestro
virrey es el tío de la princesa y tú estás desempeñando su papel. Tío, ¡genial!
Le hizo un gesto a la cocinera, que, ya más tranquila, le sirvió el último.
¿Por qué habían llevado justamente a aquella chica a Österlind? Jarven se
inclinó sobre el plato y comenzó a prepararse el pescado. De pequeña, su madre le
había explicado la manera de hacerlo. ¿Por qué no habían traído a la auténtica
cocinera, aquella mujer robusta y pelirroja que le había hablado en la cocina
mostrándole tanta compasión?
A punto estuvo de caérsele el pescado del tenedor cuando comprendió. La cocinera
era demasiado valiosa. Aquella aprendiza, no.
Salvo el virrey y sus confidentes, ninguno de los que estaban en Österlind con
ella —aquellos que la habían conocido como Jarven y, luego, la habían visto
transformada en la princesa Malena y estaban por tanto al corriente del engaño—,
ninguno volvería a vivir en libertad. Y el cautiverio sería lo mínimo que les estaría
destinado.

~202~
Kirsten Boie Skogland

Jarven soltó un pequeño hipido. Kaira no era valiosa. Tan sólo se trataba de una
chiquilla del Norte, una más entre miles, y sus artes culinarias todavía no
asombrarían a nadie. La podían retener todo el tiempo que la necesita ran y,
después, no sentirían pena por ella.
—¡Jarven! —dijo Norlin levantándose—. Todavía sigues... ¿No puedes olvidar lo
que han hecho contigo, Jarven querida?
La joven sacudió la cabeza. Las lágrimas recorrieron sus mejillas. No dudarían en
matar a la cocinera en cuanto ya no les hiciera falta.
—No —respondió—. Fueron tan crueles.
Cuando levantó la vista, los ojos de Bolström la taladraban interrogantes.
—¡No puedo comer! —dijo.
Tjarks la acompañó a su cuarto.

No habían cerrado la puerta con llave, tenían que estar muy convencidos de que
no iba a intentar escapar.
Pero ¿por qué iba a hacerlo si había regresado por propia iniciativa? Naturalmente
la dejaban gozar de libertad para que no desconfiara, sólo así resultaría verosímil
representando su papel. Por eso debían ser cautos con ella.
Tjarks la había ayudado a desvestirse y había corrido las cortinas.
—¡Duerme bien, Jarven! —le había deseado—. Mañana verás el mundo con
otros ojos.
Como su madre.
Inmediatamente después, Jarven había saltado de la cama y se había vestido de
nuevo. Era importante que estuviera preparada para escapar en cualquier
momento.
En su cabeza se agolpaban los pensamientos, tan rápidos que no podía retener
ninguno. Hasta entonces había fracasado. No había descubierto nada sobre el lugar
donde tenían retenido al rey, y cuanto más meditaba sobre ello, más convencida
estaba de que tampoco encontraría nada en las horas siguientes. Bolström no iba a
permitir que hablara a solas con Norlin, temía sus emociones.
Pero, aunque lo hiciera, ¿por qué iba el virrey a decirle dónde estaba prisionero
el rey? Ni siquiera le confirmaría que el rey estuviera con vida, aunque ella le
llamara tío.
¿Cómo se había imaginado Nahira las cosas? ¿Pensaba que ella iba a adularle, a
mostrarle lo mucho que le admiraba, hasta que él le confesara todos sus secretos?

~203~
Kirsten Boie Skogland

Aquello era ridículo. Espiar era lo único que podría hacer.


Espiar. Acababa de hacerlo durante la cena, por supuesto, y sin querer. Esas eran
las frases que rondaban por su cabeza; sabía algo, lo sabía. Sólo que debía descubrir
qué era.
... absolutamente superfino trasladarle, claro. A él. Al rey, ¿a quién si no?
Así que ésa había sido la propuesta de Bolström. ¿Por qué quería Bolström sacar
al rey de su cárcel secreta y llevarlo a otro lugar? Tenía que ver con ella. Sólo es una ca-
sualidad que ella también...
Que ella también ¿qué? Jarven se puso de pie y fue a la ventana. En algún lugar
de aquellas colinas estaban los otros, ahora mismo frente a otra ventana, esperando
la señal. Si pudiera preguntarles.
Y de pronto lo supo. Sin que pudiera decir cómo, lo supo de repente.
Por eso me resulta absolutamente superfluo trasladar al rey de su escondite actual. Sólo es
una casualidad que Jarven también haya sido retenida justamente en las proximidades.
¿Era eso lo que había querido decir Norlin? En ese caso, no podía significar sino
que el escondite del rey también estaba en las proximidades de Sarby.
Sarby. De golpe recordó dónde había escuchado aquel nombre ya. Su madre, la
tercera copa de vino en la mano, el rostro algo colorado.
No mucho después conocí a tu padre. ¡Estábamos tan enamorados, Jarven!¡Era un amor tan
inmenso, tan sin sentido! Y un día, cuando cumplí dieciocho años, nos escapamos sin más. Fue
una fiesta sonada, nos fuimos al mar, cerca de Sarby. Estuvimos en la playa, todavía hacía un poco
de frío tan a principios de año, pero yo tenía la llave...
Y, de repente, ella había dejado de hablar al actuar Jarven de manera tan tonta
haciéndole aquella inoportuna pregunta. Había empujado la copa hacia el centro
de la mesa y había dado por terminada la comida de celebra ción de su
cumpleaños.
Su madre era la princesa de Skogland y había amado a Norlin. Le resultaba muy
difícil pensar en aquello. Había estado con Norlin en Sarby y allí había una casa en
la playa. Tenía que haber una casa. ¿Para qué iba a ser la llave que su madre tenía si
no?
En Sarby había una casa, que también Norlin conocía. Todo encajaba.
Un vigilante pasó despacio por debajo de la ventana y Jarven dejó caer la
cortina con cuidado.
Todo encajaba, pero podía ser de otra manera. En cualquier caso, era la única
solución que tenía.
Fue a los pies de la cama y sacó la linterna de debajo de la colcha. Para hacerle

~204~
Kirsten Boie Skogland

una señal a Nahira no era suficiente una suposición, necesitaba la certeza. Buscaría
en la biblioteca si había algún dato. Notas. Algo que hiciera referencia a Sarby.

Le habían adjudicado a la maquilladora un cuarto en la buhardilla, justo al lado


del de la cocinera. No podían hablar entre ellas, las puertas estaban cerradas y,
además, la joven cocinera estaba ocupada la mayor parte de las horas en algún otro
lugar de la casa.
Mientras se iba ocultando el sol, la maquilladora estaba sentada a la ventana
contemplando el jardín. Bolström la había llamado por la mañana para que fuera a
Österlind. Había tenido que maquillar de nuevo a la chica mo rena, tenía muy mal
aspecto: se la veía demacrada y con ojeras de no haber dormido. Había sido tan
tonta de preguntar, aunque seguramente —ahora estaba convencida de ello— las
cosas se habrían desenvuelto igual sin su pregunta. No podían correr riesgos.
Por el contrario, cuando lo pensaba ahora, se maravillaba de que una semana
antes la hubieran dejado marchar. ¡Qué estúpida había sido creyéndose la historia de
la sorpresa para la princesa! Desde el principio, había sido todo tan evidente. Pero
ella no había querido darse cuenta, por lo menos eso había sido inteligente por su
parte. Había intuido que asumirlo podía ser peligroso.
Bueno, ahora ya no servía de nada lamentarse. En su casa la esperaban sus
hijos, el pequeñito todavía llevaba pañales, tal vez alguien hubiera informado a la
policía para que la buscaran. La policía haría ver que se esforzaba todo lo posible.
Y, por supuesto, nunca saldría nada a la luz.
A través de los árboles, en las colinas de enfrente, le parecía ver de vez en cuando
el resplandor de una luz. ¿Había una casa allí? ¿Vivían personas, cenaban, lavaban
los platos, bebían un vaso de vino, una taza de leche caliente antes de irse a la cama?
La sorprendía lo tranquila que se sentía. Al asimilar la verdad, había llegado la
calma. Ella no podía cambiar nada. Irían a buscarla cuando la chica tuviera que
transformarse de nuevo en Malena, cuando necesitaran a una princesa perfecta.
¿Dónde estaría ahora la princesa auténtica?
Pero cuando no la necesitaran más, cuando un día no la necesitaran más...
Intentó consolarse con la idea de que faltaba mucho para eso. Años quizá. Pensó
en sus niños. Iba a morir. Pero no inmediatamente.

La biblioteca estaba oscura. Jarven no había necesitado encender la linterna para


encontrar el camino. Se había deslizado por el pasillo en calcetines, todo estaba tran-
quilo en la casa. Su reloj le indicó que eran las doce y unos minutos de la noche.
Por los altos ventanales se introducía la luz de la luna hasta los últimos resquicios

~205~
Kirsten Boie Skogland

de la biblioteca. Reconoció las estanterías, la butaca frente a ellas donde Norlin había
estado sentado en su primer encuentro y tras la que se alzaba la figura de
Bolström esperándola. Sobre la mesa de despacho había una carpeta con papeles.
Sin apenas ruido, Jarven se inclinó sobre ella. El haz de la linterna iluminó
números, planos de edificios inmensos, hileras enteras de casas, un texto con un
encabezamiento impreso en el papel. Sus dedos temblaron mientras iba cogiendo
hoja a hoja para examinarlas. Nada sobre el rey, sobre su escondite. ¿Por qué iba a
dejar Norlin aquella información encima de la mesa? ¿Por qué iba a conservar notas
que indicaran lo ocurrido con el padre de Malena? No tenía sentido esperarlo.
A pesar de ello recorrió las estanterías con la linterna. Nada tampoco, sólo libros,
ordenados en filas. ¿Tenía que sacar uno por uno, hojearlo y esperar que cayera al suelo
una hoja con el croquis de un camino? ¿Dónde más podría buscar?
Estaba tan ensimismada en sus pensamientos que olvidó cualquier precaución.
Proyectó el haz de la linterna como un dedo de luz que se paseara por toda la
habitación, en la esperanza de toparse con un escondrijo, con una pista por lo
menos. Y se chocó con la cara de Bolström cuando éste abría la puerta de la
biblioteca sigilosamente.
—¿Qué significa esto? —dijo el hombre con rudeza. No parecía sorprendido. Su
voz le dio miedo.
Cruzó el cuarto en pocos y rápidos pasos y le quitó la linterna de la mano.
—¡Me parecía que había oído algo! ¿Y qué haces aquí a estas horas? —dio
vueltas a la linterna entre sus dedos—. ¿Y de dónde, si puedo preguntarlo, has
sacado esto?
Jarven se había quedado como congelada. No tenía que haberse dejado atrapar.
Miró a Bolström.
—Yo —susurró—, yo...
—¿Eres sonámbula, no es eso? —preguntó Bolström. Eso había dicho Nahira—.
¡Vaya, vaya! ¡Qué sorpresa!
Jarven percibió la ironía en el tono de su voz.
—Yo —susurró nuevamente—. ¡Yo tampoco lo sé!
—Bueno, eso sucede a menudo —dijo Bolström, ya sin rastro de ironía en su voz
—. En las películas, los libros, ¿por qué no en la vida real? Hay chicas que se pasean
dormidas cuando han vivido algo demasiado sobrecogedor para sus tiernas almas
—una sonrisa frunció sus labios, pero no alcanzó sus ojos—. ¿Y esta linterna? Me
resulta absolutamente desconocida, querida Jarven.
—La cogí —murmuró la joven—. Cuando me escapé. ¡El bosque estaba tan

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Kirsten Boie Skogland

oscuro!
—El bosque estaba tan oscuro —repitió Bolström pensativo y como a cámara lenta
—. Bueno, es lógico que en el momento de la huida uno se tome su tiempo
buscando una linterna por la casa, aunque así puede que acaben atrapándote...
—¡Sí! —murmuró Jarven. No la creía. No creía ni una sola palabra.
—Pero ahora, querida Jarven —dijo Bolström apretando el brazo de la chica
demasiado fuerte para el tono de voz que había empleado—, ahora estás a buen
recaudo. Estás con nosotros. Vete a la cama o, mejor aún, ¡yo te acompañaré a tu
habitación! A veces los sonámbulos se tiran de los tejados, ¿lo has oído tú también?
Sonó a amenaza, pero antes de que Jarven pudiera pensarlo, Bolström tiró de ella
con fuerza y la sacó de la biblioteca. Desde el principio había carecido de sentido.

Cuando sonaron los golpes en la puerta, Norlin pensó que sería la cocinera
miedosa. No podría soportar sus temblores mucho más tiempo. En su lugar,
Bolström se aproximó en cuatro pasos a su cama.
—¡Esto no marcha! ¡Vamos a tener que acabar con ella, Norlin! —dijo—. ¡Y lo más
rápido posible! Tengo que confesar que también yo caí en sus patrañas. Pero todo era
una gran mentira. Un juego sofisticado; tenía que haberlo sabido desde el comienzo.
Yo desconfiaba, pero no lo suficiente.
—¿A quién te refieres? —preguntó Norlin—. ¿De qué estás hablando? —por
supuesto, lo sabía.
—La he pillado en la biblioteca mientras estaba revolviéndolo todo —dijo
Bolström. Era innecesario responder a su pregunta—. Tenía una linterna, y no era
nuestra.
—¡Estaba tan desesperada! —exclamó Norlin—. ¡Tú mismo lo viste! —pero no
miró a Bolström mientras hablaba.
Éste hizo un movimiento de rechazo con la mano.
—¿Desesperada? —dijo—. ¡Estaba muerta de pánico! Sin duda. Pero ¿cómo
sabemos si era pánico hacia sus presuntos secuestradores o pánico hacia nosotros?
—¡Tú mismo lo dijiste, todo concuerda! —dijo Norlin. Su voz se había vuelto
estridente y estaba estrujando la colcha con sus manos.
Cuando llamaron a la puerta por segunda vez, era verdaderamente la cocinera.
Con atención, paso a paso, como si se balanceara sobre una cuerda invisible, se
acercó sosteniendo una bandeja con una botella de coñac y una copa. Sus ojos se
veían mates a causa de la falta de sueño.
—Ponlo en la mesilla —dijo Norlin sin mirarla un segundo más de la cuenta—.

~207~
Kirsten Boie Skogland

Puedes irte a dormir.


La muchacha hizo una reverencia y regresó de espaldas hacia la puerta. Casi
estuvo a punto de tropezar con el borde de una alfombra.
Bolström la miró, luego señaló la bandeja junto a la cama.
—Esto será tu perdición, Norlin. Claro que concuerda todo, porque tenía que
concordar. Pero ¿tú crees que una chica que consigue soltarse de su vigilante y
huye de él, muerta de miedo, tiene antes tiempo de buscar por la casa una linterna?
—¡Tal vez él la llevaba consigo! —replicó Norlin—. ¡Sólo tuvo que quitársela!
—¡Y justamente era un modelo tan diminuto que le venía de perlas para
esconderlo en su ropa y pasárnoslo por las narices sin que nos enteráramos hasta
introducirlo en su cuarto! —dijo Bolström—. Qué suerte tuvo. Es lo mismo que con
el móvil, que me tuvo mosqueado todo el rato. ¿Cómo es que tenía su móvil de
nuevo? Durante todo el secuestro estuvo apagado, no pudimos localizarla. ¿Y de
pronto?
Norlin sacudió la cabeza.
—¡No! —murmuró.
—¿Y qué hacía en la biblioteca? ¿Esta noche? Tú tampoco te crees la historia del
sonambulismo, Norlin, ¿o tengo que dudar seriamente de tu cordura?
Con dedos temblorosos, Norlin destapó la botella y se sirvió abundantemente.
—¿Quieres? —preguntó.
Bolström sacudió la cabeza con disgusto.
—Es tu hija, Norlin, sí, de acuerdo —dijo—. Entiendo tus vacilaciones. Pero ¡no la
conoces de nada! No puedes contarme que te inspira sentimientos paternales, no
una chica que, en total, desde la huida de su madre, has visto un par de horas. ¡No
seas sentimental, Norlin! En todos estos años no te ha faltado; tras su inesperada...
desaparición, no te faltará tampoco. Y no hay ninguna duda de por qué ha
regresado. Es cosa de Nahira. Y quién sabe lo metido que debe de estar Lirón
también en el asunto. Esa chica es una espía, un peligro para nosotros. Tenemos que
quitárnosla de encima.
Norlin se le quedó mirando fijamente, la copa en su mano a medio camino
entre la bandeja y la boca, como congelada.
—No lo permito —susurró.
—No se trata de lo que tú permitas, virrey —dijo Bolström inclinándose
levemente—. A veces me parece que no acabas de comprender tu situación. La
chica tiene que desaparecer, igual que el rey. De todas formas, no la necesitamos
más. Tras el tercer atentado el pueblo está tan alterado que te apoyará

~208~
Kirsten Boie Skogland

incondicionalmente en cualquier acción que emprendas contra el Norte, aunque


no tenga la bendición de su amada princesa. La pregunta es: qué explicarle al
pueblo sobre su destino. Naturalmente, lo mejor sería que los rebeldes fueran los
culpables de su muerte.
—¡Bolström! —susurró Norlin—. ¡No! —bebió, se sirvió una nueva copa y bebió
otra vez—. ¡No puedes hacer eso! ¡No a mi hija!
—Medítalo —dijo Bolström, y fue hacia la puerta—. Si todavía puedes hacerlo
después de eso —y señaló la botella con la cabeza.
Cuando llegó al pasillo, había absoluta tranquilidad. En algún lugar de la casa
se cerró una puerta.

Kaira temblaba mientras ponía el cazo de la leche sobre la llama. Así podría ser,
era la única posibilidad que se le había ocurrido. Tenía que ser. Tenía un pánico
espantoso.
Una vez, cuando todavía era pequeña, su madre la pilló agachada junto a la puerta
del cuarto de estar, escuchando. Había tirado de su oreja para arrancarla de la puerta,
durante días le dolió; luego, le había dado en el trasero. Su madre siempre había
estado convencida de que era fundamental que los niños del Norte recibieran una
buena educación, que pudieran comportarse de manera correcta en todo momento.
Nunca había salido de su pequeño pueblo.
—Nosotros los eskoglandeses del Norte —les inculcaba siempre a sus hijos—
tenemos todas las oportunidades en esta tierra, todas, ¡y pronto tendremos todavía
más! ¡Mirad al virrey, norteño de nacimiento! Hoy en día podemos alcanzarlo todo,
igual que los del Sur. Pero debemos comportarnos correctamente, ésa es la clave, el
buen comportamiento abre todas las puertas. Quien quiera llegar a ser algo en
Skogland tiene que saber cómo se comportan los del Sur.
¡Y qué orgullosa se había sentido cuando su hija obtuvo el puesto de aprendiza
de cocinera en la Corte! Se lo había contado a todos los vecinos, a todos los
amigos.
—Pero, si tengo que ser sincera, no me sorprende lo más mínimo —había dicho
—. Es una chica aplicada, inteligente, trabajadora y sabe comportarse, su madre se
ha ocupado de ello. Yo siempre he dicho a mis niños que todas las puertas estaban
abiertas para nosotros. Y Kaira es la demostración.
La leche espumosa comenzó a subir borboteando. Kaira no le había prestado
atención. Levantó el cazo de la llama todavía a tiempo, antes de que se derramara.
¿Qué habría dicho su madre si hubiera visto cómo su hija, su educada hija, se
apoyaba en la puerta del dormitorio del virrey, con la bandeja a la cadera, y
escuchaba?

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Kirsten Boie Skogland

Kaira cogió una taza de uno de los grandes y antiguos armarios de la cocina y la
llenó hasta la mitad. No entendía por qué la princesa de pronto tenía el cabello
oscuro como ella, y también la piel casi tan morena como la de un eskoglandés del
Norte. Pero de que era la princesa no podía haber ninguna duda, Kaira conocía su
cara, la había visto en todas aquellas innumerables revistas que su madre leía; y,
sobre todo, la conocía desde el incidente ocurrido casi una semana antes en la cocina
de palacio, aquel incidente del que todavía se avergonzaba. La joven morena, que
el consejero había asegurado que era la hija del virrey —¿pero la princesa no era su
sobrina?—, era la princesa de Skogland y Kaira no olvidaría en toda su vida su
amabilidad, la mano que le había ofrecido cuando ella casi se cae en su primera
reverencia.
Llevó con cuidado la taza hacia la puerta. La leche estaba caliente y la porcelana
casi le quemaba los dedos. ¿Qué podría decir si se encontraba a alguien por el
pasillo? ¿Si ese alguien le preguntaba cuándo le había pedido Jarven la leche?
¿Cómo había llegado su petición hasta la cocina?
Ya se le ocurriría algo. No podía haber nada más natural que el que una cocinera,
ya de noche, le llevara a su princesa desvelada leche caliente. Kaira le había llevado
también al virrey una copa...
Subió las escaleras con atención. Escuchó. En la casa había un silencio de muerte.

Tumbada sobre la cama, en la oscuridad, Jarven sollozaba.


Bolström la había tratado correctamente, a pesar de sus ironías se había
mostrado amable. Pero ¿eso qué significaba? Únicamente que todavía no estaba
muy seguro de lo que tenía que hacer con ella. Por si la necesitaban de nuevo, por si
decidían transformarla de nuevo en Malena, no podía mostrar su desconfianza. Pero
no le había creído ni una sola palabra.
Saltó de la cama y fue a la ventana. Unas nubes oscuras cubrían el cielo y ya no se
veía ni una sola estrella. Había una profunda oscuridad que Jarven nunca había
visto en Skogland. Buscó con la mirada las colinas de enfrente y creyó entrever una
luz que se encendía y se apagaba. Allí la aguardaban. Daba lo mismo, ya no podría
hacerles ninguna señal.
Una vez que Bolström la había dejado de nuevo en su cuarto, se puso a pensar
febrilmente. Le había quitado la linterna, no podría hacerle a Nahira ninguna
señal, aunque ahora era todavía más necesario de lo que todos creían. Si Bolström no
se fiaba de ella, no tendría ya ninguna oportunidad de encontrar una pista, pero
eso no era lo peor.
Lo peor era que tenían que procurar hacerla callar, tal vez en aquel mismo
instante estaban en algún lugar de la casa hablando sobre la mejor manera de

~210~
Kirsten Boie Skogland

llevarlo a la práctica. Así que debía abandonar la residencia aquella misma noche,
antes de que Bolström y Norlin pudieran quitársela de encima. ¿Cómo podría
hacerle llegar a Nahira la señal acordada?
De pronto, encontró la respuesta y su alivio fue tan grande que notó que
sonreía. Norlin le había dado al interruptor de la luz y había señalado hacia su
cama.
—Vamos, hop, hop, ¡al sobre! —había dicho—. Las niñas pequeñas necesitan
dormir. ¿No dicen siempre que la falta de sueño vuelve feas a las personas? —se reía
cuando cerró la puerta tras de sí.
Si hacía la señal con el interruptor de la luz en vez de con la linterna, debía tener
cuidado con los vigilantes que recorrían la verja: ellos suponían un peligro.
Cortocortocorto... largolargolargo... cortocortocorto. No podía estar al mismo
tiempo en la ventana y en el interruptor junto a la puerta; así que sería difícil buscar
el momento justo en el que los vigilantes estuvieran al otro lado del edificio y no
vieran los destellos de luz.
Abrió la cortina un palmo. Justo en ese instante un soldado se estaba acercando a
su ventana, la gravilla crujía bajo sus botas. El hombre echó una mirada arriba y
Jarven se quedó sin respirar y quieta como una estatua tras la cortina. «Cuando
vuelva a marcharse —pensó la chica esperando unos segundos más—. Cuando dé la
vuelta a la esquina. Tengo que esperar a que haya el menor riesgo posible».
Ya había recorrido medio camino hacia el interruptor, tenía ya la mano extendida,
cuando la puerta del cuarto se abrió de golpe.
Entró Hilgard. Llevaba una escalera de mano.
—Qué pena, Jarven —dijo. Ya la primera vez que le había visto, delante del
colegio, aquel día que salió detrás de las dos, pensó que tenía aspecto de estrella de
cine, elegante, desenvuelto, amistoso.
Todo aquello seguía siéndolo también ahora. Su amabilidad provocó que un
escalofrío recorriera su espalda.
—Desgraciadamente tengo que llevarme tus bombillas, tontita. Métete en la
cama, sí, eso está bien. ¿Por qué lo has hecho? ¿Por qué ese afán por
decepcionarnos?
Colocó la escalera justo debajo de la pesada araña y subió.
—Si estás pensando en levantarte e intentar volcar la escalera, tengo esto aquí —
dijo sacando algo del cinturón. Hasta entonces Jarven nunca había visto una pistola
—. Enseguida se pondrá un poquito oscuro, pequeña. ¡Espero que no tengas miedo
de la oscuridad!
Jarven se tragó las lágrimas. Si ya todo estaba perdido, por lo menos no iba a darle

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la alegría de verla llorar.


Hilgard cerró la escalera y fue a la mesilla.
—¡Y ésta también! —dijo desenroscando la bombilla de la lámpara con un solo
movimiento de la mano—. Sí, sí, va a estar bastante oscuro por esta noche. Pero no
será por mucho tiempo, consuélate con eso. Ahora, que lo que venga luego te
produzca consuelo también... —volvió a reírse mientras llevaba la escalera hacia la
puerta—, eso ya se verá en su momento.
Dio la vuelta a la llave en la cerradura.
Así que ya estaba decidido. Habían llegado a la conclusión de que ya no la
necesitaban, ahora les daba lo mismo lo que ella descubriera. Estaban convencidos
de que lo sabía todo desde hacía tiempo.
Tumbada en la cama, Jarven mordió el almohadón para ahogar el llanto. Lo único
que podía esperar todavía es que Norlin se opusiera a su muerte. ¿No era su
padre?
Pero también ella era su hija, y a pesar de eso le odiaba. ¿Por qué iba a sucederle a
él lo contrario ahora que sabía que le había traicionado?
En cualquier caso la encerrarían en algún sitio y un día Norlin no se resistiría más
cuando Bolström, Hilgard y Tjarks le sugirieran que su hija significaba un peligro
para ellos mientras viviera. Suponía mucho esfuerzo ocultar a unos prisioneros ante
toda la nación, sobre todo cuando se trataba de prisioneros tan peligrosos como ella
y el rey. Demasiado esfuerzo.
Todo estaba perdido.

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Capítulo 29

Sin darle más vueltas, Jarven decidió que le quedaba tiempo por lo menos hasta la
mañana; aun así se encontraba muy angustiada cuando, pocos minutos después de
que Hilgard se hubiera marchado, llamaron a la puerta.
Jarven se tapó la cara con las manos. Habían venido a buscarla. Ya.
Se encogió, se hizo tan pequeña como pudo, ocultó el rostro en la almohada, como
si así pudiera hacerse invisible.
—¡Alteza, ssshhh, en voz baja, por favor! —susurró una voz dominada por el miedo a
través de la madera—. ¡Por favor, alteza! ¡Ellos no deben oírnos!
Dejaron algo en el suelo con un ruido sordo.
—¡Por favor, alteza, escúcheme!
Jarven se descubrió el rostro.
—¿Kaira? —murmuró.
—¡Oh, usted sabe mi nombre! —susurró la joven cocinera, y Jarven percibió la alegría y la
estupefacción en su voz—. Tiene que escapar, alteza, ¡es lo que quería decirle!
Sé que no debo inmiscuirme en asuntos reales, ¡no piense mal de mí! Pero yo...
—¿Sí? —murmuró Jarven. Se levantó tan sigilosamente como pudo y se deslizó
hacia la puerta. Seguro que la cocinera oiría a través de la madera los latidos de su
corazón.
—¡He escuchado una conversación entre el virrey y su consejero! Oh, ya sé que no
se debe espiar, ¡no piense mal de mí! Pero creía...
Jarven se arrodilló en el suelo y puso la oreja contra la pulida madera de color oro
y marrón. Un reno corriendo con el cuerpo estirado en pleno salto, la cabeza hacia
atrás, perseguido por un zorro; nunca se había fijado en la taracea de la puerta.
—¿Y? —susurró con un tono más agudo de la cuenta a causa del miedo.
—¡Quieren matarla, alteza! El virrey decía que no, pero creo que no tiene

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mucho que decir. ¡Alteza! El consejero dijo que ya no la necesitaban, ¡no sé para
qué! Que el pueblo ya nos odia bastante a los del Norte y que adonde van a ir con
usted, alteza, así que mejor matarla.
Se quedó un momento callada, como si quisiera darle a Jarven la posibilidad de
responder.
—¡Yo juré fidelidad a la Casa Real! —dijo Kaira a continuación—. Y, por favor,
créame, ¡tampoco quiero hacer nada en contra del virrey! Pero si quiere matarla,
alteza, y usted también forma parte de la Casa Real...
Jarven respiró profundamente. No entendía por qué aquella chica seguía
llamándola alteza si ya hacía tiempo que había visto su melena morena, sus ojos
marrones, su piel cobriza. La cocinera era una muchacha sencilla.
—¡Escucha, Kaira! —susurró intentando que su voz sonara tranquila. Tal vez
hubiera una salida—. Ahora vas a volver a tu habitación y encenderás y apagarás la
luz una y otra vez. Encendida y apagada. Una y otra vez, una y otra vez, ¿me has
entendido? ¡Si lo haces, vendrán a ayudarnos, Kaira! Y todo irá bien.
—¿Si enciendo la luz? —preguntó la cocinera—. Pero ¿por qué?
—¡Sólo enciende y apaga la luz, Kaira! —susurró Jarven. ¿Cómo era posible que
aquella chica fuera tan lenta comprendiendo?—. ¡Una y otra vez, una y otra vez!
¡Ésa es la señal! —durante el espacio de un segundo se preguntó si debía explicarle a
Kaira cómo hacer la señal correcta: tres cortos, tres largos, tres cortos. Pero sabía que
eso sólo conseguiría confundirla más. Y con cada segundo crecía el peligro de que la
descubrieran—. ¿Lo entiendes? ¡Entonces vendrán y nos salvarán!
—¡Oh, sí, alteza! —respondió la chica, y Jarven se dio cuenta de que había dicho
justo lo que Kaira esperaba de ella, porque a lo largo de toda su vida había
aprendido que eso era lo que debía esperar de la realeza: que siempre encontraran
una solución.
—¡Bien! —dijo Jarven—. Entonces ve y haz lo que te he dicho. ¡Tan rápido y tan
silenciosamente como puedas, Kaira! ¡Y ten cuidado!
No le dijo que prestara atención a los vigilantes del jardín, no quería inquietarla
más. Lo importante era que Kaira diera la señal.

—¡Creo que ha llegado el momento! —susurró Malena asomándose por la


ventana—. ¡Creo que he visto una luz ahí delante!
Inmediatamente apareció Nahira a su lado.
—Eso no es la linterna —dijo—. Es la iluminación normal de una habitación,
¿no lo ves? De una buhardilla. Además, no es la señal acordada —objetó, y enume-

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ró—: Encendido, apagado, encendido, apagado. No es Jarven, no es tan tonta como


para olvidar la señal.
—¿Y si lo ha hecho? —preguntó Malena. Se había levantado e iba ya camino de la
puerta—. ¿Y si ha perdido la linterna?
—¿Y por qué no hace la señal de SOS entonces? —preguntó Nahira—. ¡Míralo! ¿Y si
es una trampa? Si, por ejemplo... ¿Norlin nos quiere atraer hacia la casa?
Joas sacudió la cabeza.
—¿Y, en ese caso, por qué no coge simplemente la linterna y hace la señal que
esperamos? —preguntó—. ¡Creo que es una señal de Jarven, Nahira! Y me parece
que está en apuros; si no, no...
—¡Mirad! —gritó Nahira—. Han parado.
—¡La han descubierto! —dijo Tiloki—. Tenía que haber continuado hasta que
hubieras contestado. ¿Por qué ha parado pues? Porque la han descubierto, Nahira,
¡está en peligro!
Nahira pasó la mirada de unos a otros.
—¿Pensáis también lo mismo que Tiloki? —preguntó.
Malena y Joas asintieron.
—¡Rápido! —dijo Joas—. ¡Por favor, Nahira!
Meonok y Lorok también dijeron que sí con la cabeza.
—A Norlin se le dan bien las trampas —dijo Nahira.

En cuanto Kaira se hubo marchado, Jarven se deslizó hasta la ventana. Descorrió


la cortina hacia un lado. Todavía le dio tiempo a ver a un vigilante desapareciendo
por la esquina del edificio.
Lo más silenciosamente que pudo, abrió la puerta del balcón y salió. Joas tenía
razón: si se subía a la barandilla y se descolgaba hacia abajo, antes de saltar, no sería
demasiado alto para una chica que siempre sacaba buenas notas en gimnasia. Sería
peligroso sólo si uno de los soldados volvía antes de tiempo.
El ruido que hizo la gravilla al rodar sobre ella fue tan fuerte que Jarven temió
haber despertado a toda la casa. De un solo brinco alcanzó el tejo en el que debía
ocultarse hasta que hiciera falta. Joas se lo había descrito todo.
Varias piedrecillas se habían pegado a su vestido y se las sacudió con precaución.
Ningún arañazo, sólo un pequeño dolor en el brazo, que no iba a molestarle para
correr, eso era lo principal.
Intentó reconocer si había luz en la buhardilla, pero todo estaba a oscuras. ¿Qué

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Kirsten Boie Skogland

ocurriría si Kaira no lo había conseguido? ¿Qué ocurriría si Nahira no acudía?


Como muy tarde por la mañana, Tjarks descubriría que Jarven había desaparecido.
Entonces soltarían a los perros.
—¿Lo entiendes? —le había dicho Nahira—. Si te escabulles por la ventana, no
podrás salir del jardín sin nuestra ayuda. ¡Sin nosotros no saldrás de allí de ninguna
manera! Y ellos lo saben también. Soltarán a los perros, Jarven, y lo que suceda
entonces no es preciso que te lo diga.
Jarven había sacudido la cabeza.
—Por eso sólo debes abandonar tu habitación cuando nosotros hayamos
contestado a la señal y tú estés segura de que iremos a buscarte —había continuado
Nahira—. Tres veces el ulular de un pájaro, ya lo conoces. Mientras no escuches
nuestra señal para indicarte que ya estamos de camino, ¡quédate en tu cuarto! Si los
perros te encuentran, vas a una muerte segura.
Pero entonces no sabían todo lo que iba a ocurrir. Que Jarven no podría aguardar
en la habitación, por muy peligrosa que fuera la huida. Se parapetó bajo las
ramas, pegada al suelo.
Luego oyó gritar a alguien. Oyó llamadas, pasos sobre la gravilla, un silbato. En la
casa se encendieron varias luces al mismo tiempo.
Jarven se protegió entre las ramas del tejo y aguardó.

Norlin se precipitó hacia abajo en cuanto el sonido de un silbato le despertó de


un sueño ligero y agitado. Sintiendo un zumbido en la cabeza, se anudó mientras
corría el cinturón del batín, pero sus dedos apenas le obedecían.
A lo largo de la verja de hierro que rodeaba el jardín y que, en su parte interior,
estaba completamente oculta por altos setos, brillaba ahora la poderosa luz de unos
focos que segaban la noche encapotada a derecha e izquierda hasta que ni un solo
resquicio del jardín quedó en la oscuridad. Los soldados corrían a uno y otro lado
con sus armas en posición de ataque.
—¡La puerta está cerrada! —bramó Bolström—. ¡Tiene que estar aquí todavía!
¡Soltad a los perros!
El encargado de los animales salió de las sombras y se encaminó con pasos
rápidos hacia la perrera.
—¡Alto! —gritó Norlin. Casi no podía soportar el zumbido de su cabeza—. ¡Alto!
¡Los perros, no! ¡No lo autorizo!
El hombre se quedó parado, mirando alternativamente a Bolström y a Norlin, a
quien el consejero había agarrado con fuerza por el brazo.

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—¡Escúchame bien, Norlin! —dijo Bolström—. Esa birria de cocinerita ha hecho


señales de luz desde su cuarto, la hemos pescado. ¿Quién pudo inducirla a ello? ¡Por
descontado que tuvo que ser Jarven quien se lo encargó! Y tu encantadora hija ha
desaparecido de la habitación, la puerta de su balcón estaba abierta de par en par.
¡Jamás habría imaginado que una chica se atreviera a saltar desde esa altura!
Norlin se apretó las sienes con las manos.
—¡Entonces hay que buscarla! —gritó con una voz que incluso a él le pareció
desconocida—. Si todavía está en el jardín, ¡no puede escapársenos! ¡Que la busquen
los soldados, y Hilgard y Tjarks también! Es suficiente con que la atrapemos de
nuevo, ¡su muerte no vale para nada! Si azuzamos a los perros sobre ella, la harán
pedazos, ¡tú lo sabes, Bolström! ¡Están adiestrados para eso! ¡Te lo prohíbo! —su voz
se apagó y el perrero miró a Bolström con actitud interrogante.
—¡Tranquilo, Norlin, tranquilo! —dijo el consejero—. ¡Piensa un poco! Si la señal
iba dirigida a Nahira y su gente, no tardarán en venir a liberarla y nosotros no
sabemos cómo irán las cosas entonces. No conocemos sus planes, pueden
tendernos una trampa. Tenemos que adelantarnos a ellos, ¡inmediatamente!
—¡Lo prohíbo! —gritó el virrey de nuevo. Cada palabra taladraba su cabeza
dolorida como si quisiera reventarla—. ¡Lo prohíbo! —Dando un tirón se liberó de las
garras de Bolström y se dirigió directamente al encargado de los animales—: ¡Si
sueltas a los perros aunque te lo haya prohibido, cometes un delito de alta traición! ¡Y
tú sabes qué pena tiene la alta traición! —y con un rápido movimiento rozó el cuello
del hombre con el canto de su mano.
El perrero se inclinó ante él. A la luz de los focos su rostro se veía blanco como el
papel.
—¡Norlin! —dijo Bolström—. ¡Más tarde te vas a arrepentir!
—¡Todos a buscar! —gritó Norlin—. ¡Registrad el jardín, registrad cada arbusto,
cada rincón! Antes de media hora tenéis que haberla encontrado, ¡os lo ordeno!
—¡Eres un loco, Norlin! —dijo Bolström con una voz llena de desprecio.
Mientras los focos seguían proyectando sus haces de luz en diferentes
direcciones, los soldados, a ritmo ligero, comenzaron a rastrear los arbustos y a
gritarse consignas entre ellos. La búsqueda no podía durar mucho.
Al principio, nadie se percató de las voces que llegaban de una ventana de la
buhardilla, pero de pronto todos pararon y miraron hacia arriba.
—¡Ya está fuera! ¡Oh, Dios mío, estáis buscando en el lugar equivocado! ¡Ya hace
rato que está fuera! ¡Está corriendo por el camino más allá de la verja! ¡Por todos los
cielos, enfocad las luces hacia allí: ya hace rato que está fuera!
Norlin miró hacia arriba. Asomada a una ventana de la buhardilla, gesticulando

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aparatosamente, había una mujer, a la que tan sólo unos instantes después
reconoció como la maquilladora.
La maquilladora había pasado toda la noche mirando por la ventana. Pensaba en
sus hijos, en todo aquello que ya no podría experimentar con ellos: el primer día de
colegio del más pequeño; cómo acabaría el instituto la mayor; cómo se harían
mayores los tres; por supuesto, cómo se enamorarían, cómo tendrían hijos
propios. Nunca más cantaría para que su pequeño se durmiera ni le pondría una
tirita en una pequeña herida diciéndole: «¡Mamá ya te ha curado!»; nunca más se
sentaría junto al mediano mientras éste mordía un lápiz y, con la frente fruncida de
desesperación, hacía los deberes, o le aplaudiría cuando el domingo evitara un gol
en la portería de su equipo; nunca más pensaría con la mayor qué color era el más
adecuado para sus ojos o qué chico era algo menos bobo que todos los demás.
Jamás, a solas consigo misma, volvería a escuchar una canción de amor, una nueva
cada semana.
Aquella noche se había despedido en su mente de todo lo que le gustaba. Se
había sentido como la pasajera de un barco cuyo casco fuera escorándose
irremediablemente y que, con asombrosa claridad, asimilara en unos segundos de
angustia la imposibilidad de alcanzar los botes de salvamento. Pensó en su jardín,
en las campanillas de primavera, las avellanas del otoño y las rosas del verano. Es-
peraba que alguien se hiciera cargo de sus hijos; aunque no era religiosa, rezó una
pequeña oración. Su jardín sabría arreglárselas por sí mismo.
Permanecía callada en el alféizar de la ventana mirando al cielo. De vez en
cuando las nubes se apartaban y dejaban entrever algo de la Vía Láctea. De niña
creía que las estrellas eran las almas de los muertos.
De pronto vio la luz a su lado. Encendida, apagada, encendida, apagada,
encendida, apagada. La joven cocinera estaba enviando una señal, no había duda al
respecto. Encendido, apagado, encendido, apagado. ¿A quién iría dirigida?
Encendido, apagado, encendido, apagado. ¿Debía gritar? ¿Debía avisar a los
vigilantes? Como agradecimiento ¿la dejarían libre, aceptarían que se marchara de
nuevo con sus niños? ¿Todo volvería a estar bien? ¿O era preferible esperar a que la
cocinera consiguiera su propósito, que alguien divisara su señal y no la liberara a
ella tan sólo, sino también a todos los demás prisioneros?
Todavía dudaba cuando oyó que abrían bruscamente la puerta de la habitación
vecina. La cocinera gritó. Así que en el jardín habían visto las señales sin
necesidad de que ella los avisara.
Desde el alféizar de la ventana, la maquilladora vio con asombro cómo de pronto
todo el jardín se iluminaba bajo ella. Los soldados iban y venían con las armas
dispuestas a disparar; en la escalinata, el virrey, cubierto por un batín, gritaba
airadamente a Bolström. Todo aquello sólo podía significar una cosa: la chica que se

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parecía tanto a la princesa había conseguido huir.


Los ojos de la maquilladora escrutaron el jardín. Desde allá arriba tenía una visión
privilegiada y, como los focos iluminaban todo el recinto, era como ver de día. Sólo
más allá de la verja reinaba la oscuridad. Y, sin embargo, fue allí donde creyó
distinguir que algo se movía.
Más allá de la puerta, incluso más allá del puente levadizo sobre la hondonada
plagada de berros y canónigos que antes había sido el siniestro foso de un castillo,
corría una figura agachada; iba y venía constantemente, como si buscara algo; aquí
y allá, siempre igual. De pronto se puso derecha y, aunque la oscuridad en aquella
noche cubierta era tan profunda como rara vez en Skogland, la maquilladora la
reconoció enseguida. Su larga melena oscura, su figura infantil, ahora se daba
cuenta de que había adelgazado por culpa del secuestro. El nerviosismo y las prisas
de la mañana le habían impedido fijarse en ello.
Esta vez la maquilladora no tuvo que decidir entre varias opciones. Pensó en sus
hijos, pensó en los muchos años que todavía podía tener por delante y que creía
perdidos.
—¡Ya está fuera! ¡Oh, Dios mío, estáis buscando en el lugar equivocado! ¡Ya hace
rato que está fuera! ¡Está corriendo por el camino más allá de la verja! ¡Por todos los
cielos, enfocad las luces hacia allí: ya hace rato que está fuera!
Se inclinó todavía más sobre la barandilla, el virrey miró hacia arriba y la vio, la
había reconocido, seguro que la había reconocido. Ahora la dejarían libre, ¿qué otra
muestra de lealtad iban a necesitar? Jamás confesaría nada, ¡incluso los había
ayudado a atrapar a la chica morena!
La joven se quedó quieta como una estatua, deslumbrada por los focos que
enseguida habían proyectado su luz sobre el camino al otro lado del puente, y miró a
la finca. Entonces pudo la maquilladora reconocer también su cara, todos pudieron
reconocerla, y no hubo ninguna duda más. Allí fuera —¡cómo habría llegado
hasta aquel lugar!— estaba la muchacha que se parecía tanto a la princesa.
—¡Maldita sea! —voceó Bolström en la escalinata bajo su ventana—. ¡Sois unos
idiotas! ¿Cómo ha podido suceder? ¡Soltad a los perros inmediatamente!
Norlin hizo un amago con la mano, como si preten diera parar sus órdenes.
Luego dejó caer el brazo.

Malena corría.
Nahira había dicho que lo más difícil sería reclamar la atención de los vigilantes
sin que fuera evidente el engaño. Si se hubiera escapado de verdad, habría intentado
por todos los medios a su alcance no ser descubierta. Así que ahora tampoco podía

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hacer mucho ruido para hacerse notar, o sólo conseguiría que Bolström desconfiara
de inmediato. Sin embargo, era casi imposible que lo notaran por sí mismos, allá
fuera, al otro lado de la puerta, mientras empleaban todas sus fuerzas en registrar
el jardín. Aparte de que la oscuridad era total fuera del edificio, todos los focos
proyectaban su luz sobre el jardín.
—¡Lo mejor será que te muevas justo por el centro del camino! —había dicho
Nahira—. Lógicamente eso también sería una estupidez si pretendieras huir
realmente, pero con la excitación del momento no creo que caigan tan deprisa en la
cuenta. Y si, aun así, no te ven, tendrás que tropezarte en un determinado
momento. ¡Suelta un grito de dolor para que te oigan!
Pero nada de aquello resultó necesario. Desde una de las ventanas del tejado
alguien la había descubierto, casi desde el mismo momento en que había salido de
los arbustos para entrar en la carretera, y en un segundo todas las luces enfocaban
en su dirección. Malena sintió que el triunfo crecía en su interior como una ola de
calor. Ahora por fin podía correr, y corrió tanto que el asfalto quemaba bajo las
suelas de sus zapatos. «¡Sí, miradme! ¡Intentad alcanzarme, todos vosotros, los del
jardín! ¡Atrapadme, cogedme, a ver si sois capaces!»
Después oyó los salvajes aullidos de los perros, que desde su jaula se lanzaban a la
libertad. Pero Joas ya la esperaba tras la primera vuelta de la carretera. Podía
conseguirlo. Antes de que los animales la alcanzaran, debía llegar junto a Joas.

Cuando Jarven oyó la llamada de la maquilladora supo que había llegado el


momento. No estaba planeado, claro que no, pero mejor no podría haberles ido. Se
asomó con precaución entre las ramas, de repente el jardín se había quedado en una
completa oscuridad. Sólo tenía que esperar a que los perros traspasaran la puerta.
Luego corrió. Acostumbrada a la claridad de los focos, la noche le resultó ahora tan
impenetrable que apenas distinguía las siluetas de los árboles y los arbustos, y
todavía menos las irregularidades del suelo: cardos y ortigas segados por la
cortacésped, toperas. Tropezó, recobró el paso, continuó corriendo. Se mantuvo
todo el rato en la zona de hierba, para no hacer ruido con la gravilla, y a la sombra
de los arbustos, tal como Nahira le había indicado.
De todas formas, el jardín parecía vacío. Torció por la esquina del edificio. A su
espalda oyó en la lejanía los gritos de los soldados y los ladridos sordos de los
perros.
Jarven sintió que el alivio se apoderaba de ella. Tan sólo unos segundos más y
llegaría a la verja, donde la esperaba Tiloki. Luego, sería libre.
Superó las terrazas que desembocaban en una gran pradera por el lado más
apartado de la carretera. A esa hora de la noche el murmullo de una fuente

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resonaba asombrosamente fuerte. Sólo unos pasos más. Justo enfrente de ella estaba
ya el aligustre tras el que la aguardaba la libertad.
De pronto él apareció en medio del camino. El batín de seda se le había abierto a
causa de la poca presión que ejercía un cinturón anudado con demasiada prisa y
bajo él asomaba la hilera de botones de su pijama. Vacilaba como si fuera incapaz de
decidir la dirección hacia la que debía ir.
—Querida Jarven —murmuró—. Mi pequeña, qué te han hecho, qué te han
hecho...
Jarven se quedó quieta. En un primer momento creía que la había visto, luego
comprendió que estaba hablando consigo mismo. Intentó diluirse entre las sombras,
volverse invisible. ¿Por qué no se había precipitado Norlin con los demás hacia el
otro lado de la puerta?, ¿por qué no estaba donde los haces de luz de los focos
registraban la carretera palmo a palmo? Se obligó a mantener la respi ración
mientras sopesaba la manera de pasar junto a él sin ser vista.
—¡Los perros la harán pedazos! —sollozó Norlin apretándose las sienes con las
palmas de las manos—. ¡Mi pequeña! ¡Mi pequeña!
Entonces Jarven cayó en la cuenta. Norlin no quería estar allí. Se negaba a vivir la
experiencia de que los perros cayeran sobre ella, no quería ver cómo desgarraban el
cuerpo de su hija; ése era el motivo.
Y comprendió que no había ninguna posibilidad de pasar junto a él sin que
notara su presencia, estaba en su mismo camino. Si Norlin intentaba detenerla, si
daba un silbido nada más verla, si llamaba a los guardias, su plan se vendría abajo.
No debían encontrar el lugar en la verja todavía, no tan pronto, no en el momento
en que ella acabara de deslizarse por allí. Tenían que seguir creyendo por lo menos
un rato más que la chica que habían perseguido sin éxito más allá de la puerta era
Jarven, para que, a sus espaldas, la auténtica Jarven pudiera escapárseles sin
peligro.
Pero no tenía elección. Si esperaba hasta que Norlin desapareciera, podría ser
tarde.
Saltó al camino desde las sombras de los árboles y corrió justo en su dirección.
—¡Fuera! —gritó—. ¡Fuera de ahí, Norlin!
El virrey titubeó mirándola con incredulidad.
—¿Jarven? —susurró—. ¿Mi querida Jarven?
—¡Fuera! —repitió la chica dándole un empujón. Luego se alejó unos pocos pasos
para dirigirse hacia el seto. Habría podido agarrarla. En lugar de eso, se quedó allí
limitándose a mirarla.

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—Mi querida Jarven —murmuró Norlin a sus espaldas—. Por qué mi niña...
Oyó un leve silbido y corrió como el rayo hasta el lugar de la verja de donde
procedía el sonido. Unas manos poderosas separaron las ramas de los arbustos entre
sí, hasta que quedó un espacio por el que pasar. Alguien había abierto un hueco entre
dos de los barrotes de la verja de hierro.
—¡Al coche! —susurró Tiloki. Corría más deprisa que ella, pero paraba una y otra
vez para esperar a que le alcanzara. Lorok había metido el todoterreno entre la
maleza, ahora lo dejó deslizarse sin apenas ruido y con las luces apagadas hacia los
arbustos.
Jarven resollaba. Únicamente cuando se había montado ya, cayó en la cuenta de
que hacía mucho rato que no oía a los perros. Tampoco había oído gritar a Norlin.
Su padre no había avisado a los soldados.

Malena sabía lo deprisa que corrían los perros cuando iban a la caza y captura de
una pieza. Había estado presente en su adiestramiento. Intentó respirar
acompasadamente, había adelantado bastante, en cuanto llegara junto a Joas
estaría salvada.
Tal como habían acordado, Joas se encontraba en la primera vuelta de la
carretera, apoyado contra el grueso tronco de una encina. El chico tiró de su
brazo para atraerla hacia él. Hasta allí no llegaba la luz de los focos.
—¡Mantente fuera de su vista! —bisbiseó. Luego se metió el pequeño silbato en
la boca y sopló.
El tono era tan agudo que ningún oído humano podía distinguirlo, pero
inmediatamente los salvajes aullidos de sus perseguidores se transformaron en
ladridos de excitación, y aparecieron los animales: tres dogos, casi tan grandes
como Joas y Malena. Con las orejas levantadas en señal de alegría, agitaban el rabo y
rodeaban a Joas dando saltos de felicidad mientras él les acariciaba la cabeza
amistosamente y ellos respondían lamiéndole las manos, la cara.
—¡Moro!¡Sisso!¡Rojo!—susurró Joas—. ¡Perros buenos! ¡Perros buenos!
Agitaban el rabo cada vez con más ahínco; tenían que darse prisa. Malena oyó los
gritos y los pasos de los guardias en la carretera.
Cogió la bolsa que Joas había dejado junto al tronco y sacó el paquete. Sintió la
humedad a través del papel, en la oscuridad no pudo ver las manchas de sangre
cuando dejó la carne en el suelo. Los perros volvieron la cabeza de inmediato,
husmeando. Sus hocicos temblaron, pero Malena ya estaba corriendo.
—¡Sentados! —dijo Joas con tranquilidad—. ¡Moro! ¡Sisso! ¡Rojo! ¡Sentados!

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Los perros obedecieron, pero su mirada seguía fija en el paquete que Malena
había dejado para ellos unos pasos más allá.
—¡Sentados! —repitió Joas—. ¡Perros buenos!
Luego corrió él también. Mientras continuaran viéndole, permanecerían
sentados. Luego se tirarían sobre la carne. También para los soldados que los
alcanzarían en breves segundos podría ser ésa la salvación.
Joas se sintió como un traidor. Esperaba que la sustancia hiciera efecto
rápidamente. Rogaba por que los guardias no creyeran necesario disparar un tiro a
ninguno de los tres animales.

—¿Cuándo nos encontraremos con los demás? —preguntó Jarven.


Tenía la impresión de que llevaban una eternidad recorriendo prados desiguales,
aventurándose entre tupidos arbustos, sin dar con un verdadero sendero, y todo en
medio de una oscuridad que la luz tenue iba conquistando poco a poco. Lorok
conducía el todoterreno con el mismo dominio que si fuera por carreteras anchas y
asfaltadas. No se extravió ni una sola vez, no tuvo que parar ni un instante para
buscar el camino, en ningún caso se le quedó un neumático hundido en el lodo ni
se enredó entre los espinos. Era como si Lorok se hubiera preparado durante años
para la ocasión.
Le parecía una eternidad, pero en realidad sólo podían haber pasado unos
minutos desde que se había precipitado con Tiloki dentro del vehículo donde
esperaba Lorok. Acababa de recobrar el ritmo normal de la respiración y también su
corazón volvía a latir acompasadamente.
—Nahira va por otro camino —dijo Tiloki, que estaba sentado delante, al
lado de Lorok—. Eso es muy inteligente por su parte. Así despistará a sus
perseguidores.
Jarven miró el crepúsculo por la ventana. Tal vez la luna acababa de abrirse paso
entre las nubes o quizá se estaba ya haciendo de día. Norlin no había avisado a
los vigilantes. Quisiera o no, ahora tendría que agradecerle a su padre el buen
resultado de su huida. No quería pensar en ello.
Alcanzaron una carretera estrecha y la recorrieron durante unos kilómetros a
través del bosque, luego Lorok torció por un camino vecinal todavía más estrecho.
Había un pequeño utilitario tras unos espesos avellanos. Dejaron el todoterreno y
se subieron en el coche.
—¿Por qué? —preguntó Jarven.
—¿Tú no ves películas? —le preguntó Tiloki—. Si nos ha visto alguien en las
cercanías de Österlind o ha visto el coche, ¡pronto buscarán el todoterreno por

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todo el país! ¿Diste con lo que queríamos?


—¡No lo sé! —dijo Jarven—. Podría ser.
—Cuéntaselo a Nahira en cuanto nos encontremos —dijo Tiloki—. ¡Ahora no
podemos perder tiempo!
Mientras continuaban la marcha, la noche se fue haciendo cada vez más clara, los
colores volvían a las cosas: verde oscuro, árboles y arbustos; blanco amarillento, el
trigo. Jarven se obligó a pensar en Nahira y en el éxito de la huida. En el escondite
del rey y en cómo lo liberarían. Luego, en lo que pensaría Tine en su casa después de
que Jarven no hubiera aparecido durante toda la semana por el colegio. En todo,
quería pensar en todo, salvo en que Norlin no había avisado a los soldados.
Finalmente Tiloki se giró impaciente hacia el conductor.
—Lorok, ¡tendríamos que haber llegado ya hace tiempo! —dijo.
Lorok dobló hacia la izquierda, donde un camino de tierra se dirigía hacia el
bosque; luego, unos cien metros más adelante, giró de nuevo por un sendero lleno
de hierbajos bajo un techo de ramas entrelazadas que iban arañando la capota del
vehículo con un sonido de lo más desagradable.
—Ahora sí que ya estamos —dijo Lorok.
Jarven abrió la puerta de golpe. Ante ella, en un pequeño claro, Malena, Joas,
Nahira y Meonok le hacían señas y reían aliviados desde la camioneta descubierta.

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Capítulo 30

Jarven se balanceaba sentada entre Joas y Malena en la caja mientras la


camioneta corría por carreteras vecinales a una velocidad que le hacía temer que en
cualquier momento estallaría un neumático, saltaría una llanta, el vehículo se
saldría de la carretera y acabarían dando vueltas de campana. Se asía con tanta
fuerza a la pared metálica que se le transparentaban los nudillos a través de la
piel. Sin embargo, Nahira sólo se reía.
—A Lorok le encantan estos caminos —dijo la mujer—. Nadie conduce como él.
Estaba frente a los tres, al lado de Tiloki, apretando sin parar las teclas de su móvil.
Nada más bajar Jarven del coche, Nahira ya había ido a su encuentro y la había
agarrado de los hombros.
—¿Y? —le había preguntado—. ¿Encontraste algo?
A Jarven le habría gustado contar toda la historia: cómo Bolström la había
sorprendido en la biblioteca, cómo primero le había quitado la linterna y luego todas
las bombillas; cómo la cocinera había hecho la señal por ella y que la habían
descubierto; cómo la maquilladora la había traicionado y así, sin saberlo, los había
ayudado a llevar su plan a buen puerto. Pero sabía que para eso ya habría tiempo
después. Lo más importante ahora era que Nahira supiera dónde tenía que buscar
al rey.
Cuando Jarven relató lo que Norlin y Bolström habían hablado, y lo que se le
había ocurrido a ella a raíz de sus palabras —la comida de su cumpleaños, lo del
vino y los recuerdos de su madre—, el rostro de Nahira se en sombreció.
Únicamente vaciló un momento, luego sacó el móvil.
—Puede ser —dijo—. Y como tú dices, mejor eso que nada. ¡La vieja casa del
práctico! Justamente la vieja casa del práctico.
Y a continuación comenzó a darle a las teclas del teléfono.
—¿Qué es la vieja casa del práctico? —preguntó Jarven. Joas y Malena se
encogieron de hombros, pero Nahira estuvo un rato mirándola en silencio.

~225~
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—Allí se encontraban siempre —dijo, y Jarven percibió sorprendida la ira en


sus ojos, todavía, después de tantos años—. Él y ella. Mientras yo seguía
creyendo... —volvió a centrar su atención en el móvil.
—¿A quiénes estás mandando mensajes? —preguntó Jarven.
La camioneta había torcido por un camino de tierra no más ancho que el lomo
de un asno, que bajaba entre cerradas revueltas hacia un barranco; de vez en
cuando Meonok se apeaba de la cabina y apartaba ramas y rocas del sendero, en
ocasiones le ayudaba Tiloki, y en un determinado momento tuvieron que hacerlo
los tres chicos también. Jarven no podía creer que por ese camino hubiera pasado antes
un coche, mirando el sedero jamás habría pensado que fuera posible recorrerlo en
automóvil. Pero Lorok conducía con una seguridad a prueba de bombas, como si intuyera
cada dificultad con antelación, como si conociera cada curva y cada lugar donde había
peligro de desprendimientos.
—Mando mensajes a todos —respondió Nahira—. A todos los que pueden llegar a la
vieja casa del práctico en pocas horas. Los que están al norte de la Isla del Sur y los que
están al sur de la Isla del Norte. Y ellos enviarán mensajes también y así la información irá
de unos a otros, hasta que toda nuestra gente sepa que el rey todavía vive y dónde se
encuentra. Cientos, tal vez miles que esperan a que yo les dé la señal.
Jarven la miró.
—Seguro que está bien vigilado, aunque Norlin y Bolström no cuenten con que
alguien haya descubierto que el rey todavía vive —añadió Nahira—. Desde el principio
debe de haber estado bien vigilado, y me imagino que ahora Norlin habrá mandado
tropas hasta allí: no pueden estar al tanto de lo que tú has descubierto, de lo que
sabemos, pero tu huida debe haberlos intranquilizado. Ahora saben que buscabas algo, y
¿qué podía ser sino el escondite del rey? Sin embargo, no saben si realmente lo encontraste,
no hay pruebas de ello. No oíste nada. No hallaste nada, lo más probable es que tampoco
hubiera nada que encontrar. Creen que buscabas algo, pero Bolström te descubrió y por
eso tú huiste. No, no están seguros de cuánto sabes, si es que sabes algo. Por eso no
trasladarán al rey inmediatamente a otro refugio, no quieren llamar la atención: el
pueblo no debe notar nada, eso es ahora para ellos lo más importante.
—¿Lo sabes a ciencia cierta? —preguntó Malena—. ¿Y si no es así?
Nahira se encogió de hombros.
—Yo en su lugar esperaría —dijo—. Y vigilaría. Y, por simple precaución, apostaría
a parte de la tropa en las proximidades de Sarby, lo más inadvertidamente posible
para que la población creyera que su misión era la defensa ante un ataque rebelde.
Pero nosotros llegaremos antes que las tropas, ahora que el puente sobre el
desfiladero de la Isla del Sur está inservible —se rió—. ¡El atentado nos ha venido
como anillo al dedo! Sólo se puede acceder al Norte a través de senderos y, créeme,

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en eso somos muy superiores.


Jarven cerró los ojos y volvió a agarrarse a la pared de la camioneta porque Lorok
seguía bajando por el barranco con la misma increíble velocidad de antes. Mientras
tanto, el sol había alcanzado el punto más alto y en la caja descubierta hacía un calor
insoportable.
—Nuestra gente llegará a Sarby antes de que las tropas de Norlin hayan
acabado de cruzar el desfiladero —dijo Nahira—. Creedme, nuestras
perspectivas son buenas.
El vehículo se balanceó sobre unas rocas y se escoró peligrosamente hacia un
lado como si quisiera precipitarse en el vacío, luego volvió a la posición
habitual. Joas respiró profundamente mirando el paisaje que los rodeaba.
—Estamos abajo —dijo.
Y Jarven se decidió a abrir los ojos.
En ese momento cruzaban un riachuelo. En el lugar que Lorok había elegido
para ello no se veía más que un escaso reguero de agua sobre un fondo pedregoso.
A continuación el conductor emprendió de nuevo la subida. Jarven gimió. Subir no
sería en ningún caso más llevadero que bajar. Su estómago se contrajo. Se tumbó
sobre el duro suelo de la caja y volvió a cerrar los ojos. Todavía era temprano
cuando en Sarby los abrió de nuevo.

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Kirsten Boie Skogland

Capítulo 31

Si alguien le hubiera preguntado a Jarven cómo se había imaginado el acto de


la liberación antes de que se llevara a cabo, habría pronunciado una palabra por
encima de cualquier otra: excitante. Había sentido miedo durante todas las horas
pasadas en la camioneta; había temido a las tropas del virrey: fusiles, tiroteos, hasta
granadas de mano o armas de las que nunca antes había oído ha blar. Antes no
había podido hacerse una idea exacta, sólo que habría una batalla, y ella estaría en
medio.
A primera hora de la tarde, cuando finalmente llegaron a los alrededores de
Sarby —pequeños pueblos que dormitaban inertes al sol—, apenas podía aguantar
el nerviosismo. ¿Cómo podían tener lugar en un paisaje tan pacífico unos hechos
tan horribles? El móvil de Nahira no paraba de pitar para avisar de que estaban
llegando mensajes sin parar, también Tiloki apretaba las teclas del suyo sin pausa.
Habían visto el campanario de Sarby desde lejos, luego dejaron la carretera.
Rodearon la ciudad, hasta que los bosques fueron escaseando y Jarven percibió en
el ambiente la brisa del mar y el olor de la sal. Se detuvieron ante la derruida
caseta de un guardabarreras. Dos hombres sentados en un banco y con las gorras
caladas hasta la frente apenas levantaron sus cabezas cuando oyeron llegar a la
camioneta. Peones camineros de aspecto cansando que se fumaban un cigarrillo
durante una pausa del trabajo.
—¿Y? —gritó Nahira desde arriba.
Uno de los dos se levantó de un salto y bajó la puerta de atrás de la caja. Su
cansancio parecía haber desaparecido de golpe.
—Todo está dispuesto —dijo.
—Entonces, ¡abajo! —gritó Nahira haciendo un gesto a Joas, Malena y Jarven—.
Vosotros tres no tenéis nada que ver con todo esto.
—¿Qué? —preguntó Malena permaneciendo sentada, al igual que Joas y Jarven.
—¡Bajad de la camioneta y entrad en la casa! —dijo Nahira—. No debéis vivir lo
que viene ahora. Vamos a tomar al asalto la casa del práctico, estamos a tan sólo

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Kirsten Boie Skogland

dos kilómetros de allí, y nuestra gente anda ya agazapada por todos estos
contornos. Las tropas de Norlin todavía no han llegado, sólo hay diez vigilantes
alrededor de la casa. Podría ser que todo se llevara a cabo sin complicaciones.
Pero también podría ser...
—¡Yo voy con vosotros! —dijo Joas mirando a Nahira con expresión irascible—.
No creerás que...
—Va a haber disparos —explicó Nahira—. Puede haber heridos, muertos; ya
tienes que haberte dado cuenta durante los últimos días de que esto no es ningún
juego, Joas. ¿Y piensas de veras que podríais ayudarnos de algún modo en lo que
viene a continuación? ¿Habéis aprendido a pelear como lo han aprendido mis
hombres? ¿Sabéis, no sólo cómo se acampa, sino cómo hay que camuflarse, cómo se
pone uno a cubierto, cómo se despista al enemigo? ¿Durante la lucha vamos a tener
también que vigilar a tres niños?
—¡Yo no soy un niño! —dijo Joas—. ¡Meonok y Lorok no son mucho mayores
que nosotros!
—¡Nahira! —la llamó Tiloki—. ¡Vamos de una vez!
—Vais a bajar de la camioneta, y si no lo hacéis por vuestra propia voluntad,
Meonok y Lorok os obligarán a hacerlo —dejó muy claro Nahira—. Abajo, Joas.
¡Meteos dentro de la casa! Esperamos que todo ocurra rápidamente.
Jarven saltó la primera, Malena titubeó.
—Nahira, si nuestra sospecha se cumple —dijo—, mi padre está allí con sus
secuestradores. ¿Cómo vais a evitar darle si vais a asaltar la casa? No entiendes que
nosotros...
—¡Abajo! —repitió Nahira—. ¿No me has oído? Ya hemos pensado en todo. Y
seguro que tú no puedes ayudarnos.
Malena saltó de la camioneta. Pero Joas aún seguía dudando.
—¡Joas! —dijo Malena—. Creo que Nahira tiene razón. No vamos a servirles de
nada.
Por fin saltó también Joas.
Dentro de la casa se sentó con los labios apretados en una esquina del suelo
polvoriento y ni siquiera miró al oír que afuera el ruido del motor se iba
distanciando.
—Joas! —dijo Malena—. ¡No seas tonto! Hemos hecho todo lo que hemos
podido, ¡y sin nosotros ahora la gente de Nahira no estaría aquí! Jarven se introdujo
en Österlind, yo despisté a los vigilantes y, si tú no hubieras tranquilizado a los
perros, el plan se habría ido a pique desde el principio. ¡No sólo se lucha con las

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armas, Joas! Se puede ser útil de otras maneras.


—Amén —murmuró Joas rabioso.
A través de las ventanas rotas oyeron un tiro en la lejanía, un grito, luego un
rápido tiroteo. Después, sólo el viento meciendo las copas de los árboles.
—¿Y ahora qué? —murmuró Jarven—. ¿Qué significa esto?
Ni Joas ni Malena contestaron.
—Ya no disparan —murmuró Jarven de nuevo—. ¿Ya se ha acabado?
—¡Ssshhh! —susurró Malena, y apretó la oreja contra la madera—. ¡Espera!
Jarven vio la tensión en su rostro. «Pero no es sólo por su padre por quien
debemos preocuparnos —pensó—. Si han acertado en sus sospechas, mamá también
está allí encerrada. Y cada uno de los disparos que hemos oído podría significar
que...».
Afuera todo continuaba en silencio. Luego, a Jarven le pareció oír voces, pasos,
un nuevo tiro.
—¡Si logran capturarlos! —dijo—. ¡Si los otros son más fuertes!
Pero nadie le hizo caso. El silencio era insoportable. El tiempo pasaba despacio,
como si alguien opusiera resistencia a las agujas del reloj.
—¡Debe de haberse acabado ya hace rato! —volvió a la carga Jarven. Sentía que
no podría soportar aquella incertidumbre y aquella sensación de estar mano sobre
mano mucho más—. Tal vez debamos...
Justo en ese instante oyeron el motor. El ruido se aproximaba a una velocidad
desenfrenada y, pocos segundos después, Jarven tuvo la certeza de que se trataba
de la camioneta.
—¿Lorok? —titubeó la chica.
El vehículo se paró con un chirrido de frenos.
La puerta se abrió de par en par y Lorok apareció en la habitación con los ojos
encendidos.
—¡Vengo a buscaros! —gritó—. ¡Hey, hey! ¡Lo tenemos! ¡Hemos liberado al rey!
¡Ha dicho Nahira que vengáis!
Jarven tuvo la sensación de que estaba a punto de venirse abajo. Y se dio cuenta
de que también Malena se tambaleaba. Hasta entonces ella se imaginaba una victoria
como algo casi resplandeciente...
—¿Mi padre? —preguntó Malena.
—¡Venid conmigo! —voceó Lorok. Llevaba el pelo revuelto y de pronto

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Jarven descubrió que le salía sangre de una herida en el brazo. Pero no parecía
sentir dolor—. ¡Vamos! ¡Los tenemos! ¡Los hemos vencido!
Sólo una vez que estaban sentados nuevamente en los rústicos banquillos de la
camioneta, devorando a ritmo desenfrenado los escasos kilómetros que había hasta
la casa del práctico, se atrevió Jarven a preguntarse cuáles serían los pasos
siguientes.

Lo primero que Jarven buscó con la mirada, cuando el vehículo se detuvo al


borde mismo del agua, fue a su madre.
El sol ya había otorgado al horizonte los colores del atardecer y las olas rozaban
la playa con un ronroneo constante. Las gaviotas sobrevolaban la orilla en paz, sin un
ligero batir de alas siquiera.
A la luz del crepúsculo, la casa del práctico se mostraba en calma. Al primer
vistazo, Jarven ya pudo percatarse de que hacía muchos años que nadie se había
ocupado de ella. Los tablones de madera sobresalían a través de los desconchones de
una pintura que una vez fue amarilla, y las fuerzas de la naturaleza habían
terminado con lo que, en un principio, debió de ser un jardín pequeño, pero
celosamente cuidado y protegido de los envites del mar por un muro de piedra.
Únicamente aquí y allá se distinguían algunas rosas, espuelas de caballero y
caléndulas entre la maraña de hierbas que llevaban siglos poblando aquella costa y
que ahora de nuevo se habían hecho las damas y señoras del lugar: artemisas y
esquilas, cincoenramas y mirtos, y por encima de todas ellas se imponía el fuerte aroma
de la manzanilla. Un único pino crecía ante la fachada, su copa había menguado a
merced de las incontables tormentas primaverales y su tronco estaba tan doblegado
que parecía pretender dispensarle a la casa una torpe reverencia.
En la escalera que llegaba al mar a través de un estrecho camino de cemento había
una mujer: alta, erguida y con porte mayestático a pesar del agotamiento.
—¡Mamá! —gritó Jarven tirándose en sus brazos—. ¡Oh, mamá, mamá! —luego ya
no pudo aguantar el llanto.
La mujer se apretó contra ella, como si quisiera per manecer eternamente
abrazada a su hija. Jarven percibió que las lágrimas mojaban sus mejillas.
—¡Me vas a empapar! —susurró recostaba sobre el hombro de su madre.
Los brazos de ella la rodearon más fuerte todavía.
—¡Qué más da! —dijo—. ¡Qué más da!

Mucho tiempo después, una vez que Jarven hubo llorado y llorado, tanto

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Kirsten Boie Skogland

que su cuerpo entero se agitó por la alegría y el alivio de que todo hubiera
pasado ya, pero también por un cierto sentimiento de tristeza que le provocaba
el hecho de darse cuenta poco a poco de que las cosas ya nunca serían igual a
como habían sido en su larga vida anterior..., una vez que por fin se cal mó en los
brazos de su madre, y se limpió la nariz y las lágrimas, sólo entonces miró por
primera vez a su tío, el rey.
No lo reconoció por que fuera vestido como un rey; además, su rostro estaba
macilento del cansancio, sus ojos brillaban febriles y no dejaba de hablar por el móvil
gesticulando con gestos poco regios. Simplemente lo reconoció porque tenía el
mismo aspecto que habría tenido su madre de ser un hombre: alto, rubio y
erguido. Se preguntó cómo era posible que en su casa no hubiera visto nunca una
revista con su fotografía. Lo habría descubierto inmediatamente.
—¿Cómo? ¿Que no puedo hablar con él? —gritaba—. ¡Claro que hay que dejarlo
en libertad! ¡Enseguida! ¡Es el jefe de policía!
Jarven recordó el pabellón del jardín, aquel hombre que había hecho tantas
preguntas.
—Oí cómo Norlin... —dijo esperando que el rey se volviera hacia ella.
—¡No le molestes ahora! —susurró su madre—. Las cosas tienen que solucionarse
lo más rápidamente posible.
Malena estaba sentada en la escalera, a tan sólo unos pocos pasos del rey.
Miraba el agua fijamente. También ella había permanecido por un corto espacio
de tiempo entre los brazos de su padre, llorando, pero ahora él tenía otras
obligaciones. Malena tenía la espalda derecha y hacía tiempo que sus ojos
estaban ya completamente secos.
Sentado sobre el suelo de piedra y con la espalda apoyada contra la pared de la
casa, había un hombre con los ojos cerrados. En ese instante otro le estaba
vendando la pierna. De la herida fluía la sangre abundantemente y Jarven retiró la
vista de aquel lugar.
—Pronto vendrán a ayudarnos —murmuraba una y otra vez el que le atendía,
pero el herido no abría los ojos. Parecía no oír nada. Su cara estaba tan pálida como
si toda su sangre se hubiera derramado a través de la herida de la pierna. Jarven
no sabía si pertenecía a los hombres de Norlin o a los de Nahira. En todo caso, era
exactamente igual.
Junto a la casa, Meonok y otros tres compañeros que Jarven no había visto nunca
custodiaban, con el arma en posición de ataque, a varios hombres maniatados y de
rostro inexpresivo.
—Hemos vencido —musitó Jarven. A pesar de que lo hubiera comprendido ya
hacía rato, todavía no podía creérselo.

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Joas salió precipitadamente al jardín. Se le veía feliz.


—¡Todo bien! —gritó con la voz entrecortada—. ¿Quieres ver dónde estaban
encerrados antes de que empiece? ¡Su prisión!
Jarven sacudió la cabeza.
—¿Qué va a empezar? —preguntó mientras oía un ligero zumbido en el aire.
—La rueda de prensa —respondió Joas señalando el cielo.
En dirección sur y todavía en la distancia podía verse un punto negro que venía
hacia ellos. Pronto fue haciéndose mayor hasta convertirse en un helicóptero. Por la
misma dirección, y tras él, apareció un nuevo punto negro, y luego otro, y otros
más.
—Ahora vamos a tener que trabajar duro —dijo Joas, y suspiró feliz—. Créeme,
luchar con la prensa es más complicado que con el enemigo.
—¡Como si supieras de lo que estás hablando! —comentó Malena.
Jarven se dio cuenta aliviada de que las cosas ya volvían a su cauce normal.

—¡Mamá! —chilló Tine mirando la pantalla. Había pensado apagar el televisor


cuando empezaran las noticias, pero ahora estaba contenta de haber sido tan
perezosa como para no levantarse a coger el mando que se había caído al suelo—.
¡Deprisa! ¡Ahora lo verás por ti misma!
—... ¡Una historia realmente increíble! —decía el reportero dirigiéndose hacia la
cámara. El último botón de su camisa colgaba de un largo hilo y todo él tenía
aspecto de que aquel reportaje le hubiera sobrepasado, como si hubiera tenido
que saltar rápidamente y sin preparación alguna a bordo de un coche o de un
avión porque la redacción hubiera recibido un encargo inesperado. A su espalda
se divisaba el mar, en el que ya hacía rato que se había puesto el sol; frente a él, una
casita de madera amarilla. Había personas que iban y venían, y un helicóptero con
una cruz roja en el lateral estaba despegando en ese preciso momento—. Por lo
que parece, desde hace meses toda Skogland...
—¡Mamá! —chilló Tine—. ¡Date prisa!
Su madre llegó en albornoz y con una toalla anudada a la cabeza.
—¡Ahora mismo estoy pintándome las uñas! —dijo—. ¿Qué es eso tan importante
que tienes que...?
Luego se quedó mirando atónita el televisor.
—¡Lo ves! —dijo Tine triunfante.
Al lado de un hombre alto y rubio, que le resultaba vagamente conocido, estaba la

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madre de Jarven, demacrada, con aspecto cansado y un vestido sucio. Y al lado de la


madre de Jarven, igualmente sucia, con el pelo despeinado y estropajoso, se
encontraba la propia Jarven.
Lo más curioso de todo es que estaba en dos versiones: una morena y otra rubia.
—¡No me lo puedo creer! —murmuró la madre de Tine.
—¿Lo ves? —gritó la chica—. ¿Lo ves ahora?
—¿Por qué pegáis esas voces? —preguntó el padre de Tine todavía con la plancha
en la mano—. ¿Ocurre algo...?
—¡Ssshhh! ¡Haz el favor de mirar y verás! —dijo su mujer, enfadada.
—... engañar al pueblo —estaba diciendo el hombre alto y rubio. Por supuesto,
era el rey de Skogland—. Agradezco mi liberación y la de mi hermana, que fue
secuestrada por los golpistas afines a mi cuñado y retenida durante la última
semana al igual que yo mismo en estos dos últimos meses. Ahora regresaremos
todos juntos a la capital. Pero antes es importante para mí dejar bien sentado...
—¿Hermana? —murmuró la madre de Tine—. ¿La madre de Jarven? No me
digas que esa mujer tan extraña y miedosa es ¿una princesa?
—... detenerlo —continuó el hombre rubio—. Y aprobar la ley de igualdad, que ya
planeé en el pasado, y resulta tan necesaria. Por este motivo, por encima de todo,
me dirijo ahora a ustedes: porque deseo que las personas de la Isla del Norte puedan
volver a dormir en paz con la absoluta garantía de que en nuestra Skogland, tal
como estaba establecido, pronto todos los ciudadanos tendrán los mismos
derechos. Porque precisamente fueron en su mayor parte leales ciudadanos del
Norte los que con el respaldo de mi valiente hija y mi sobrina lograron nuestra
liberación...
—¡Sobrina! —gritó Tine golpeando con ambos puños la mesa auxiliar—. ¡Os lo
dije! ¡Os lo dije!
—¿Así que la tímida Jarven es una princesa? —dijo el padre—. Creo que necesito
beber una copita.
—¿Por qué no lo dijo nunca? —preguntó la madre de Tine, que ni siquiera había
reparado en que la toalla se le había escurrido al suelo.
En la pantalla volvió a aparecer el presentador de las noticias.
—Washington —dijo—. El presidente de Estados Unidos en su viaje por... —Tine
apretó en el mando la tecla del volumen.
—Pellízcame —dijo su madre mientras se agachaba como a cámara lenta para
recoger la toalla—. O ponme también una copita. O, mejor, las dos cosas.
—Bueno, las princesas tampoco son para tanto —dijo Tine—. Que por eso vayáis a

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empezar a beber a estas alturas... ¿Qué os apostáis a que mañana aparece?


Jarven nunca lo había pensado seriamente, pero ahora se dio cuenta de que
siempre había creído que sabía cómo vivían los reyes y las princesas en sus palacios:
lo había visto en la televisión, en las glamurosas fiestas de las películas, y se había
hecho su composición de lugar. Pero la habitación de Malena no tenía nada que ver
con eso.
—Bueno, ¿qué te creías? —preguntó Malena indignada saliendo del baño con un
secador en la mano—. ¿Que nos pasábamos todo el tiempo sentados en tronos de
oro? ¿A ti te gustaría?
Jarven sacudió la cabeza.
—Pero, bueno, ¡ya lo tengo seco! —comentó Malena agitando con fuerza su
pajizo pelo corto—. ¡Cuántos años tardará en volver a crecerme! ¡Estoy
desesperada! —pero no sonaba nada desesperada.
—¡Que tengas permiso para colgar estos carteles...! —dijo Jarven mirando con
envidia las paredes desde las que cantantes y actores sonreían en todas direcciones
—. Mamá siempre me lo ha prohibido. Lo encuentra... —Jarven se rió— ¡vulgar!
Bueno, cuando lo sepa...
Se abrió la puerta de golpe y entró Joas. Echó un vistazo a Malena y se tiró sobre
la cama.
—Poco a poco te vuelves a parecer a ti —comentó.
Malena suspiró.
—¿Estás tonto? —dijo—. ¿Entrar así, sin llamar? ¿Y si hubiera estado desnuda?
—Habría puesto los ojos en blanco —respondió Joas—. En fin... correré el
riesgo... Bueno, ¿os habéis enterado? ¡Le torturaron!
—¿A tu padre? —preguntó Jarven—. ¿Cómo está?
Joas se encogió de hombros.
—¡Como alguien que tiene los labios reventados, los ojos hinchados y el cuerpo
lleno de hematomas! —dijo—. ¡Los muy cerdos! Cuando logremos alcanzar a
Norlin, te juro que...
—¡Joas! —dijo Malena.
El chico echó un vistazo breve a Jarven.
—Perdón —murmuró—. Pero, de todas formas, es un cerdo. Aunque sea tu
padre.
Jarven miró al suelo.
—¿Dónde está ahora? —musitó.

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Kirsten Boie Skogland

—Ha salido huyendo, ¿tú qué crees? —respondió Joas—. Junto con Bolström y
sus secuaces. En cuanto captaron lo que ocurría, salieron volando y me apuesto lo
que quieras que fue al extranjero. La troupe completa. No los veremos nunca más.
La alfombra que Malena tenía en el cuarto era muy parecida a la de Tine, y la
zona cercana al cabecero de la cama, allí donde su amiga solía dejar las botellas de
zumo y de agua, tenía una gran mancha negra.
—Pero todos esos moscones —añadió Joas— que desde la muerte de tu padre..., ¡tú
lo sabes, Malena!..., se pasaban el día rondando al virrey, ¡Oh, alteza!, por aquí y ¡Oh,
alteza!, por allá, ¿qué creéis que harán ahora?
Malena se chupó el dedo y luego lo pasó por una pequeña espinilla que acaba de
reventarse en la barbilla.
—Rondar a mi padre otra vez —dijo—. ¡Qué porquería de espinilla! ¿Qué te
creías? Ni siquiera tendrán que trasladarse, todos esos sapos, seres serviles, gente sin
cerebro. Se quedarán ahí, donde siempre han estado. En el lado del poder.
—¡Qué repugnante! —dijo Joas—. ¡No pongas la televisión, no lo soporto! Todos
declarando a la cámara por qué les parecía criticable la actuación de Norlin cuando
en realidad se pasaban todo el tiempo gritando ¡Hurra! a cada una de sus palabras.
¡Pobres víctimas engañadas! Fueron engañados, ¡os lo imagináis! Norlin los
engañó, el malvado Norlin, y ellos están profundamente indignados. ¡Cómo pudo
pasar algo así! Mañana los primeros de ellos asegurarán que ya se temían algo, que
si sus vecinos no recuerdan que ya hacía meses que sospechaban del virrey.
—No te excites tanto —dijo Malena—. Así son las cosas. Así es la gente, y no sólo
los eskoglandeses. Y a nosotros nos viene bien. Mi padre tendrá enseguida a todo el
pueblo respaldándolo.
—Hasta que llegue otro y le quite el poder —dijo Joas—. Entonces se
dedicarán a ése.
Pero Malena ya no le escuchaba. Revolvía de una manera muy poco principesca
los útiles de una bolsa de pintura hasta que todo su contenido estuvo desperdigado
por el suelo frente al espejo.
—¡Maldita sea! —murmuró—. ¿Dónde demonios está el lápiz de ojos?
Jarven la miraba en silencio. Malena había recuperado a su padre, al que durante
dos meses había creído muerto; también el padre de Joas estaba libre de nuevo y se
recuperaría pronto de la tortura. Aquella noche en todo el Norte se celebrarían
distintos espectáculos de fuegos artificiales. Toda Skogland estaría de celebración,
para todos los eskoglandeses sería una noche de alegría.
Jarven se levantó.
—Me marcho —dijo. También ella se encontraba de nuevo segura, y su madre

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Kirsten Boie Skogland

había salido indemne de las garras de los secuestradores. Pero no podía dejar de
pensar en Norlin.
Jamás se lo diría a los otros dos, pero sentía, asustada, que deseaba de todo
corazón que Norlin nunca fuera apresado. Sabía que se había ganado un castigo,
pero no tenía ni idea de cuál sería su reacción si le viera ante un tribunal o si cada día
escuchara en las noticias lo que Norlin había hecho, a quién había mentido, a quién
había torturado.
Tú eres la que eres, había dicho Joas. No se elige a los padres. ¡Tú sigues siendo tú!
Pero Norlin era su padre y ella había podido huir gracias a él. Él la había dejado
escapar cuando los otros la buscaban con los perros. Si aquella noche la hubiera
descubierto, Nahira jamás habría podido liberar al rey.
—¿Qué ocurre? —preguntó Joas.
Deseaba de todo corazón que no lo notaran.
Da lo mismo quién sea, yo sigo siendo yo.

En el comedor de las estancias privadas de palacio había velas sobre la mesa. Una
joven uniformada de negro y con una cofia blanca iba y venía sirviendo a todos.
Algunas cosas de aquel palacio sí eran como en los palacios.
—Pero que la prensa se haya puesto tan rápidamente de nuestra parte... —dijo
Lirón. Era difícil entender sus palabras, aunque el médico había dicho que sus
heridas se curarían enseguida. En lugar de comer pollo asado como los demás,
tomaba pequeñas cucharadas de sopa—. ¿Realmente los convencimos al decirles
antes que nada que Norlin los había engañado con tu muerte? ¡Imagínate que
hubieran seguido siendo fieles a él y no hubieran venido a Sarby para informar de
tu liberación! Piensa por un momento que hubiera ocurrido lo mismo que
conmigo cuando fui a presentarle a Jarven y a la princesa a aquel periodista.
El rey hizo un gesto de rechazo con la mano.
—¡La situación era totalmente distinta! —dijo—. Entonces todavía creían todos
que yo estaba muerto y Norlin tenía el poder absoluto. Era lógico que tuvieran
miedo de publicar tu historia. Pero ahora estoy de nuevo aquí. Y en el momento en
que un solo periódico, o una sola emisora, hubiera informado de los hechos, en todas
partes habrían sabido que Norlin me había secuestrado y había simulado mi
muerte únicamente para hacerse con el poder. Así que todos preferían estar entre
los primeros en dar la información. ¡Qué mejor que pertenecer desde el princi pio al
bando correcto! Así son mis eskoglandeses —sonrió a Jarven—. Todavía no te he
agradecido como te mereces lo que hiciste —dijo—. Fuiste muy valiente. Y ha sido
duro para ti.

~237~
Kirsten Boie Skogland

Jarven se puso colorada y bajó la vista hacia su plato. A su lado, Malena cogía en
esos momentos un muslo de pollo con la mano y lo roía ensimismada. Jarven echó
una mirada a su madre. Malena se chupó los dedos cuando acabó. La señora
Schnedeler y el señor Fränkel se habrían caído al suelo de la impresión.
En ese momento se abrió la puerta.
—¡Majestad! —dijo una mujer gruesa, pelirroja, con un delantal blanco
manchado por la parte delantera, tirando de una muchacha que tenía a su espalda.
La chiquilla se inclinó asustada. Tras ellas aparecieron dos hombres de traje gris
que pretendían llevárselas, pero el rey negó con la cabeza.
—Sí, majestad, ya sé que no debo entrar aquí sin más, ya sabe que no lo he hecho
nunca hasta ahora... Soy la cocinera, ¿sabe? Su cocinera..., pero hoy es un día muy
especial, y no podía quedarme allí abajo, en mi cocina, sin decirle por lo menos
que... A todos, majestad. También a usted, alteza, y a usted, alteza. Y, alteza..., lo feliz
que soy de que todo haya acabado bien. Lo felices que somos todos en la cocina, por
ello, majestad. Y todo el palacio, y todos. Pero, sobre todo, quería... a esta tonta de
mi aprendiza... —empujó a la joven hacia delante y le dio un codazo—. Vamos,
Kaira.
—¡Kaira! —dijo Jarven.
La chica tenía aspecto de irse a caer desmayada al suelo. Malena cogió un
segundo muslo de la fuente.
—A la muy tonta la cogieron ayer haciendo señales de luz por la noche —dijo la
cocinera—. ¡Señales de luz! ¡A quién se le ocurre! ¡Seguro que estaban en su derecho
a castigarla! Pero también se llevaron su libro de recetas, y todavía no ha terminado
su período de aprendizaje, y quería preguntarle...
—Claro que lo tendrá de nuevo —dijo el rey—. ¿Te llamas Kaira? Ven aquí. Has
hecho un gran servicio a tu país y te prometo que vamos a reconocértelo.
—¡Lo ves, Kaira, boba! —dijo la cocinera—. Ya te lo había dicho, ahora que su
majestad está aquí otra vez...
Pero los dos hombres de gris dieron un paso adelante y esta vez el rey no tuvo
nada en contra.
La cocinera se dio por enterada.
—Oh, sí, discúlpeme, majestad. Altezas, regresamos a la cocina —hizo un guiño a
Malena—. ¡Tarta de chocolate con merengue! —susurró como si fuera un secreto
—. ¡Te gusta tanto! ¡De postre!

Jarven las miró mientras se marchaban. «En un cuento el rey le habría dicho a

~238~
Kirsten Boie Skogland

Kaira sin el más mínimo titubeo: Claro que tendrá su libro de recetas de nuevo y, además, el
equivalente a su peso en oro —pensó—. Pero ya me estoy ciando cuenta de que con los
reyes las cosas funcionan de manera muy distinta a como uno se imagina. Después
tengo que bajar a la cocina y darle las gracias a Kaira. Lo había olvidado por
completo».
—¿Qué pasará con la maquilladora? —preguntó.
El rey le devolvió una mirada de desconcierto, pero Malena ya había terminado
su segundo muslo y pudo contestar.
—Se ha ido a su casa —dijo—. Estaba muy avergonzada por haberte denunciado.
No se consoló ni cuando le dije lo mucho que nos había ayudado. ¡Pero yo no lo sabía!,
repetía una y otra vez. ¡Yo quería denunciarla de verdad!¡Me avergüenzo muchísimo! Tiene tres
niños, Jarven. Me imagino que todos habríamos hecho lo mismo en su lugar.
Joas resopló con cierto desdén.
—No te creas con derecho a juzgar a todo el mundo, hijo mío —dijo Lirón
mirando la carne con anhelo mientras seguía tomando la sopa.
De pronto Jarven se dio cuenta de algo.
—¿Dónde está Nahira? —preguntó, y vio que su madre se estremecía ligeramente
—. ¿Dónde están los demás? ¿Tiloki? ¿Lorok? ¿Meonok? ¿Dónde están todos?
El rey suspiró.
—Es un asunto complicado —dijo—. Se evaporaron en cuanto apareció la
prensa. En cuanto tuvieron claro que Norlin y sus hombres no tenían nada más que
hacer, se replegaron a los bosques. Son rebeldes, Jarven. Aunque nos liberaran a tu
madre y a mí, durante muchos años actuaron en contra de nuestro país. Pusieron
una bomba en el edificio del Parlamento.
La madre de Jarven puso una mano en el brazo de su hermano.
—¡Al lado! —precisó Joas—. ¡Al lado del Parlamento y a propósito!
—Nos ocuparemos de que los rebeldes no sean juzgados por ello —dijo la madre
de Jarven—. Ya hemos hablado de eso. Y que todos los que quieran puedan
participar en la reconstrucción de una Skogland unida. A pesar de ello, ahora
empieza una etapa difícil, nuestra alegría no puede hacernos olvidarlo. Todavía hay
mucho resentimiento entre la población. En el Sur contra los del Norte. En el Norte
contra los del Sur. La paz no llega de un día para otro.
Durante unos segundos todos permanecieron callados.
Luego, Malena, apoyándose en el respaldo de la silla con un suspiro que
mostraba su satisfacción por la cena, cogió su servilleta radiantemente blanca y se
limpió las manos grasientas.

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Kirsten Boie Skogland

—Da lo mismo —dijo—. En todo caso, es mucho mejor que antes.


En ese momento la puerta se abrió por segunda vez. Tras un montón de velas
encendidas, apenas podía adivinarse la silueta de la cocinera.
Pero su voz se escuchó perfectamente.
—¡Tarta de chocolate con merengue! —gritó triunfante—. ¡Tarta de chocolate de
postre!

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Kirsten Boie Skogland

Capítulo 32

Tine estaba en el jardín, arrodillada junto a su bicicleta, y limpiaba


malhumorada los radios con líquido desengrasante cuando una limusina paró en
la zona delantera. Sabía quién iba a bajarse aun antes de que se abrieran las
puertas.
—Jarven! —gritó la chica.
Las dos jóvenes que salieron del coche junto con un chico moreno de aspecto
enfadado llevaban los mismos modelos de pantalón y de camiseta y en la cabeza
una gorra con la inscripción ¡Skogland forever! Pero lo más parecido en ellas eran sus
caras.
—¿Cuál de las dos? —preguntó la primera.
La segunda se puso a su lado. Tine pasó la vista de una a la otra.
—¡Tú, por supuesto! —dijo luego—. ¡No me lo puedo creer, Jarven! —y alargó los
brazos hacia la primera.
—¡No, yo tampoco me lo creo! —gritó la segunda quitándose la gorra. Una
melena morena y larga cayó sobre sus hombros—. ¿Así de bien conoces a tu
mejor amiga?
—¡Qué vergüenza! —chilló Tine, y se arrojó en sus brazos—. ¡Sois exactamente
iguales!
—¡He pasado por aquí para explicarte un momentito mi árbol genealógico! —
dijo Jarven.
Tine se rió.
—¿Os quedaréis todos a cenar? —preguntó—. ¿Espaguetis con salsa boloñesa
hecha en casa?
El chico enfadado asintió el primero y dos hombres con trajes grises se
apostaron con cara de fastidio junto a la puerta.

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Fin

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