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Kirsten Boie Skogland
KIRSTEN BOIE
SKOGLAND
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Kirsten Boie Skogland
Índice
ARGUMENTO............................................................................5
PRÓLOGO..................................................................................6
PRIMERA PARTE......................................................................9
CAPÍTULO 1............................................................................10
CAPÍTULO 2............................................................................18
CAPÍTULO 3............................................................................23
CAPÍTULO 4............................................................................30
CAPÍTULO 5............................................................................36
CAPÍTULO 6............................................................................45
CAPÍTULO 7...........................................................................51
CAPÍTULO 8............................................................................59
CAPÍTULO 9............................................................................69
CAPÍTULO 10..........................................................................76
CAPÍTULO 11..........................................................................80
CAPÍTULO 12..........................................................................86
C APÍTULO 13 .........................................................................94
CAPÍTULO 14..........................................................................97
CAPÍTULO 15........................................................................103
CAPÍTULO 16........................................................................113
CAPÍTULO 17........................................................................121
CAPÍTULO 18........................................................................129
CAPÍTULO 19........................................................................137
CAPÍTULO 20........................................................................144
CAPÍTULO 21........................................................................152
TERCERA PARTE..................................................................160
CAPÍTULO 22..........................................................................161
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CAPÍTULO 23........................................................................166
CAPÍTULO 24........................................................................170
CAPÍTULO 25........................................................................174
CAPÍTULO 26.........................................................................178
CAPÍTULO 27........................................................................182
CAPÍTULO 28........................................................................196
CAPÍTULO 29........................................................................212
CAPÍTULO 30........................................................................224
CAPÍTULO 31........................................................................227
Capítulo 32..........................................................................240
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ARGUMENTO
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Prólogo
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—Malena —dijo Norlin. Había hecho todas las indicaciones necesarias para que la
princesa y él regresaran solos a palacio en la limusina real—. Malena, ¿cómo
podría consolarte?
La princesa permaneció con la mirada perdida, como si no le hubiera oído.
—El día a día te irá ayudando, pequeña Malena —dijo Norlin. Se había apartado
un poco de ella, porque su abrigo estaba muy mojado—. Hoy y mañana te
quedarás en palacio, para firmar conmigo las tarjetas de agradecimiento por los
pésames —se inclinó hacia ella—. ¿Me oyes, Malena? Y luego regresarás al colegio.
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Con tus amigas, eso te hará bien. Y dentro de dos meses cumples catorce años.
Despacio, muy despacio, Malena levantó la cabeza. Todavía era como si no le
pareciese real. Luego, asintió sin decir una palabra.
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PRIMERA PARTE
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Capítulo 1
El sol desapareció tras una nube y en la terraza las chicas sintieron el frescor de
la tarde. Incluso allí, en el norte de Alemania, ya era pleno verano, y el tenue
verdor de finales de primavera iba adquiriendo poco a poco los tonos cálidos de la
estación.
Por primera vez ese año, habían hecho los deberes en el jardín; en ese momento
Tine recogía enérgicamente sus lápices.
—Los deberes de Educación Artística tendrían que estar prohibidos —dijo con un
mohín mientras miraba la hoja de bloc, de cuyo borde inferior nacía un árbol
tímidamente esbozado y borrado en varios puntos—. Al fin y al cabo, es una
asignatura para pasarlo bien.
Jarven suspiró.
—Por eso ponen deberes, porque todo el mundo piensa lo mismo que tú —dijo—.
La profesora quiere hacerse la importante. Sólo por eso estamos ahora dándole
vueltas al asunto, ¿qué te apuestas?
—En todo caso, me está entrando frío —dijo Tine—. Y eso significa que se ha
acabado el árbol genealógico, por mí mañana puede cantar misa. Dentro no pienso
ponerme otra vez.
Jarven miró pensativa su dibujo, luego lo enrolló y lo sujetó con un elástico.
—Quizá luego le pregunte a mi madre —comentó—. No he puesto
prácticamente nada.
—Por el extranjero, claro —dijo Tine, pero de pronto dio un respingo—. No, no
quería decir eso, ¡ya lo sabes! Pero ése es el motivo de que no puedas poner el
nombre de tus abuelas y bisabuelas, y de todos los demás. Sólo puedes pintar medio
árbol genealógico.
Jarven sacudió la cabeza.
—Y la parte del dibujo que se refiere a mi madre, ¿la encuentras lograda?, ¿sí? —
preguntó ella—. Tampoco tengo nada.
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También por eso le gustaba la cocina de Tine. La casa de Tine. Las comidas allí.
Porque eran una familia de verdad. Padre, madre, hija. Dos hijas, si Jarven se
quedaba. Y porque el padre de Tine era como era: siempre amable, un poco
despistado, sin levantar jamás la voz. Es cierto que ella no te nía mucho trato con
padres, pero estaba convencida de que un buen padre tenía que ser justo así. El
de Tine siempre le daba la impresión de que se alegraba de su visita.
—No, ¡hoy es imposible acabar con los deberes! —respondió Tine, manoseando
una loncha de embutido; luego la dejó de nuevo en la fuente, arrugando la nariz
—. Un árbol genealógico.
—¡Buah! —dijo el padre. «Mamá se desmayaría», pensó Jarven. «¡Un hombre
adulto!»—. ¿Y? ¿Os ha salido bonito?
Tine se tocó la sien para indicar que aquello era de locos y preguntó:
—¿Cómo? ¿Tú sabes cómo se llamaban los padres de la abuela Bietigheim?
Él asintió serio.
—Romuald, barón de Düttundatt, y Bettine, baronesa de Düttundatt —dijo—.
¿Necesitas las fechas de nacimiento?
Jarven se rió en voz baja.
—A lo mejor luego se me ocurre algo a mí también —dijo la chica—. Mi árbol
es muy poca cosa. Mañana la profesora se va a enfadar.
—¿Necesitas unos cuantos nombres creíbles? —preguntó el padre de Tine. Su
cuchillo descansó sobre el pan.
Jarven hizo un gesto de negación con la cabeza.
—¿Como los de antes? —preguntó. Sí, le irían bien, la verdad. A ella no se le
ocurrían, sobre todo los extranjeros, alguno turco a lo mejor. Por su aspecto, ésos le
irían bien. Pero igual al padre de Tine los turcos tampoco se le daban bien.
La madre de Tine le alcanzó la cesta del pan.
—No te lo tomes tan en serio —dijo—. Dentro de una semana llegarán las
vacaciones. Seguro que ya han celebrado las reuniones de evaluación; así que ya
da lo mismo lo que hagáis ahora. Aunque no debería decíroslo.
En ese instante sonó el timbre.
—¿Y? —dijo el padre de Tine levantándose—. ¿Espera alguien a alguien?
Jarven sabía perfectamente quién estaba al otro lado de la puerta.
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seguridad no tenía agentes allí? ¡El internado estaba vigilado a todas horas!
—Por lo que parece, alteza —dijo el secretario levantado los hombros, como si
esperara recibir una bofetada, aunque aquello era imposible—, a esa misma hora
han... Una maniobra de distracción, por lo visto...
—¿Y? —gritó Norlin. Todavía no habían corrido las cortinas de las ventanas y la
luz amarillo rojiza de los faroles de la plaza del palacio iluminaba la oscura estancia
—. ¿Qué dice la tutora? ¿Y el director? ¿De qué podría tratarse? ¿Hay visos de que sea
un secuestro?
El secretario dio un paso atrás, como si esperara definitivamente ser presa de la ira
del virrey.
—¡No nos podemos imaginar otra cosa, alteza! —respondió—. Pero lo más extraño
es que... Lo más extraño es...
—¿Sí? —dijo Norlin.
—Por lo menos, eso aseguran los hombres del servicio de seguridad —dijo el
secretario—. No había ni un solo coche en la zona horas antes de su desaparición. Y ya
sabe que es muy fácil divisar todo el recinto del colegio en kilómetros a la redonda.
—¡Si uno se molesta en hacerlo! —comentó Norlin—. Ni siquiera debería preguntar
si se ha avistado algún helicóptero. ¿Furgonetas? ¿Coches de caballos?
—¡Nada, alteza! —respondió el secretario con rapidez, mientras se inclinaba—. Los
hombres están plenamente convencidos.
—¡No habrán mirado bien! —murmuró Norlin. Observó al secretario y tamborileó
con los dedos sobre la mesa del despacho—. ¿Un paso subterráneo? Pero se rastreó
toda la zona antes de que mi cuñado internara a Malena en ese colegio.
—Un paso subterráneo es improbable, alteza —dijo el secretario inclinándose de
nuevo—. Por el suelo, que es muy rocoso. El jefe de la investigación...
Norlin le interrumpió.
—¡Quiero hablar con él! —dijo—. ¡Ahora! Ya.
El secretario corrió inclinado hacia atrás, hasta llegar a la puerta.
—¡Claro, alteza! —dijo—. Voy inmediatamente a...
—¡Y nada a la prensa! —gritó Norlin—. ¿Me ha oído? ¿Me ha oído? ¡Antes quiero
saber más! Dios mío, una palabra equivocada, algún detalle tonto, todo, ¿me oye?
¡Todo puede exponer la vida de mi sobrina! —y de pronto parecía que acababa de
comprender la importancia de lo que le habían comunicado.
—Lo transmitiré, alteza —contestó el secretario, y alcanzó el picaporte a su
espalda—. Enseguida aviso al jefe de la investigación...
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—Sería mejor que un secuestro —dijo Bolström—. Eso tendrás que aceptármelo.
Escucha, Norlin. Ahora lo más importante es que no llegue a oídos de la opinión
pública. Por lo menos, no al principio... Eso haría que la situación se nos fuera de
las manos. Ahí radicaría el verdadero peligro.
—Dios mío —musitó Norlin—. ¡Y la semana que viene es su cumpleaños!
—Lo sé —dijo Bolström.
—Tenemos que... —susurró Norlin—. ¡Bolström! ¿Cómo podemos...?
Bolström le pasó el brazo por los hombros.
—Comprendo que estés nervioso —dijo—. Tu preocupación es muy
comprensible, Norlin. Pero ahora ya estoy yo aquí.
Norlin irguió la espalda.
—Confío en ti, Bolström —dijo—. Tú sabes lo mucho que el pueblo quiere a la
princesa.
—¡Por lo menos tus padres! —exigió Jarven—. ¡Tienes que saber cómo se
llamaban tus padres!
Su madre se había quitado los zapatos y los había puesto debajo del armario.
Colgó la chaqueta en una percha y la colocó donde correspondía.
—Claro que sé cómo se llamaban mis padres —dijo mientras se apartaba un
mechón rubio de la frente ante el espejo del pasillo—. Sé cómo se llamaban mis
abuelos. Y mis bisabuelos. —Fue al cuarto de estar y se sentó en la butaca frente al
televisor—. Pero no veo la necesidad de que los profesores tengan que espiar en la
vida de las familias. Ese es el único motivo del asunto del árbol genealógico. Su
obligación es enseñarte, y bien. Tu vida privada no les importa lo más mínimo.
—¡Por favor, mamá! —gritó Jarven.
Su madre sacudió la cabeza.
—¿Quieres ver las noticias? —preguntó.
Jarven cerró la puerta tras de sí y desapareció en su cuarto. (En la pubertad hay
que contar con arranques de ira pasajeros. Durante un periodo de tiempo, la buena
educación deja de tener sentido incluso para los adolescentes educados de una
manera correcta.) Tal vez un profesor de Educación Artística no tuviera derecho
realmente a meterse en la vida privada de una madre, pero con respecto a su hija las
cosas no funcionaban igual. Todo el mundo quería saber qué tipo de niño había sido,
qué aspecto tenía su padre y lo que hacía, quiénes habían sido sus abuelos.
Jarven se dejó caer sobre la cama. Su madre siempre cambiaba rápidamente de
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tema cuando ella preguntaba por su padre; podía entenderlo en cierta forma.
Porque él no tenía nada que ver con su madre. A ella le habría pegado un hombre
elegante, que trabajara en un banco, trajes de Armani, camisas hechas a mano; no
un extranjero de piel muy morena, del que después llegaría a avergonzarse.
La chica quitó el elástico del dibujo y se sentó frente al escritorio. Sólo una vez le
había contado algo su madre: en el último cumpleaños de Jarven. Habían ido a
comer a un restaurante, ella había tomado Coca Cola y mamá, vino, y, de pronto,
se la había quedado mirando de los pies a la cabeza.
—Has crecido —dijo—. Te has hecho mayor. Cuando yo tenía tu edad...
Jarven había permanecido en silencio, apenas sin respirar.
—No mucho después conocí a tu padre —continuó ella. ¿Fueron tres las copas
de vino que bebió?—. ¡Estábamos tan enamorados, Jarven! ¡Era un amor tan
inmenso, tan sin sentido!
Jarven siguió callada. No quería echar todo a perder.
—Y un día, cuando cumplí dieciocho años, nos escapamos sin más —dijo la
mujer—. Fue una fiesta sonada, nos fuimos al mar, cerca de Sarby. Estuvimos en la
playa, todavía hacía un poco de frío tan a principios de año, pero yo tenía la llave...
—¿Qué llave? —preguntó Jarven, y en ese mismo instante comprendió que había
metido la pata.
Su madre se retrajo.
—Ay, da lo mismo —dijo, y empujó la copa hacia el centro de la mesa. Ya no la
tocó más—. Bueno, ¡muchas felicidades, Jarven! Se acabó la infancia, y te deseo una
hermosa juventud.
Ahora Jarven contempló la hoja casi vacía sobre el escritorio. Sería divertido
inventarse nombres. Seguro que sí.
Se levantó de nuevo y encendió la luz, aunque tan sólo estaba empezando a
oscurecer. Desde afuera se vio con toda nitidez una pequeña figura, algo regordeta,
con los cabellos oscuros, que en una habitación del primer piso sacaba con gestos
enérgicos algo de un estante. Cuando volvió a sentarse, el rectángulo iluminado se
quedó vacío.
En la acera de enfrente un hombre se metió en un portal y esperó.
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Capítulo 2
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—Te digo una cosa, Jarven —dijo Tine, y saludó a un grupo de chicos mayores
que bordeaban la verja del parque en dirección a la parada del autobús—. Me parece
que tu madre te controla mucho. ¡Tienes catorce años! Te recoge muy a menudo,
antes de que oscurezca, y te prohíbe ir a los sitios. Mi madre dice que eso sucede
sobre todo en los padres que están solos para educar a sus hijos, que tienen muchos
miedos; ¡pero eso a ti no te ayuda en absoluto! No tengo nada en contra de tu
madre, de verdad, pero te podría dejar un poquito más de libertad, pienso.
—¡Yo no creo que me controle! —replicó Jarven enfadada.
Percibió que al enojo que sentía a causa de su madre se unía ahora el motivado
por Tine. ¿Qué le importaba a su amiga cómo la educaba su madre? ¿Qué les
importaba a los padres de su amiga? Cuando pensó que la noche anterior debían de
haberse quedado en su desordenada cocina hablando de ella y de su madre, se sintió
mal. No iba a volver a cenar con ellos tan fácilmente. No con gente que hablaba mal
de su madre, a sus espaldas. Ella podía estar enfadada con su madre, al fin y al cabo
era su hija, sólo a ella le importaba. Sólo ella podía enfadarse con su madre y
discutirle las cosas.
Las demás personas no tenían ningún derecho.
—Eso de las estrellas de cine me parece una estupidez —dijo Jarven—. Puedes ir
sola al hotel Röper.
El campesino decidió hacer una pausa. Desde el día anterior había estado
reparando la cerca que rodeaba sus campos, como cada dos años, como ya hacía su
padre antes que él, y su abuelo; había buscado las piedras deterio radas por el agua
de la lluvia o por las ramas de los árboles, las había sacado y, en su lugar, había
insertado otras nuevas. Y ahora estaba satisfecho con el trabajo realiza do. Ya no
quedaba mucho más por hacer.
Se sentó sobre la hierba verde, apoyó la espalda contra el muro irregular
calentado por el sol y observó el valle. Nubes de algodón blanco, con la parte
inferior gris como la ceniza, recorrían el cielo y proyectaban grandes sombras
informes que por momentos iban sumergiendo buena parte del paisaje en una luz
tenebrosa y amenazadora.
El campesino sacó del bolsillo de la camisa la cajita de tabaco y el librillo de
papelitos, y se lió un cigarrillo. Al otro lado del valle, la sombra de las nubes dejó
por unos instantes las torres del colegio al descubierto, y los rayos del sol se
reflejaron rojos en los cristales de las ventanas. Por la carretera de la montaña no
pasaba ni un coche; podría pensarse que el viejo edificio estaba deshabitado. Pero
cuando el viento soplaba del lado adecuado, el campesino sabía que, incluso
desde aquella distancia, podían oírse las voces de las chicas, sus risas, sus gritos, y
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sueño de ver mundo se hubiera hecho trizas, no por eso su peque ña huida dejó de
tener sentido. Los bofetones fueron menos abundantes y a él le resultaron mucho
menos dolorosos.
—Esperemos que a ti te pase igual —masculló el campesino dejando los
prismáticos en el suelo. Dio una última calada a su cigarrillo, pisó la colilla sobre la
tierra blanda y finalmente la hizo desaparecer en su bolsillo. Una hora más, tal vez
dos, y no haría falta que se preocupara en mucho tiempo del muro que rodeaba sus
tierras por aquella parte.
Sólo cuando ya estaba de regreso hacia su finca cayó en la cuenta y miró de
nuevo con los prismáticos las matas de frambuesos. ¿Y si los policías se habían
topado con el chico? ¿Y si era un delincuente, un ladrón, tal vez un norteño que
había asaltado el colegio, o que quería asaltar el colegio, alguien que pretendía
espiar a la princesa?...
Aparecieron los arbustos, pero no quedaba ni rastro del muchacho.
El campesino sacó el móvil de su bolsillo. Luego lo guardó de nuevo. Por que
hubiera visto a un chico que se había escapado de casa o que quería pasar unos
días solo para disfrutar de una pequeña aventura, no iba a dar aviso a la policía.
Por lo menos, hablaría primero con su mujer.
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Capítulo 3
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El policía golpeó pensativo las teclas. Allí en el campo todavía utilizaban máquinas
de escribir en las comisarías, y cada vez que tenía que tomar declaración se
avergonzaba por ello. Aún era muy joven.
—Bueno, eso por sí mismo no es ningún hecho suficiente, ¿entiende? —dijo
pensativo—. A decir verdad...
El campesino asintió. Su mujer le había mandado a la comisaría. Había dicho
que seguramente se trataría sólo de un chico huido que habría acampado entre
los frambuesos. Pero cuando su marido le habló de los co ches patrulla en la
carretera hacia el colegio, creyó que la policía agradecería cualquier información
por pequeña que fuese.
—Y tampoco nos han notificado ninguna desaparición, nadie busca a un
muchacho como el que usted describe. Pero como ayer se produjo un incidente
arriba... —el agente titubeó y pensó cuánto podría decir. Por fin se decidió; mejor
ser precavido a tener bronca después—. Lo haré constar y que siga el procedimiento
habitual.
—¿Un incidente? —preguntó el campesino inclinándose hacia el de uniforme—.
Sí, ya vi que ayer enviaron a unos cuantos de los suyos al colegio. ¿Qué ocurrió allí
arriba?
El joven policía empujó el carro de la máquina de escribir una vez más, luego
giró el rodillo.
—Sin comentarios —dijo. En momentos así amaba su trabajo.
—¿No tiene..., no tiene nada que ver con la prince sa? —preguntó el campesino
—. ¿No le habrá ocurrido algo?
El agente levantó los hombros como disculpándose.
—Sin comentarios —repitió amablemente—. Si pudiera...
El campesino asintió.
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En la calle, Jarven le dio una patada a una bolsa de panecillos rota. La bolsa no se
movió y la chica, que se había dado demasiado impulso, estuvo a punto de
tropezar.
No tenía que haber preguntado. Otras hijas no preguntaban a sus madres si
podían ir por la tarde a un casting. No si era de día. No si acudían miles de chicas
más (y tal vez hasta chicos) y no podía suceder nada malo. Si la prueba no tenía
lugar en un cuartucho oscuro, en una taberna de mala reputación, en algún rincón
de un patio trasero, sino pura y llanamente en el hotel-restaurante Röper, el local
más antiguo de la ciudad, donde se celebraban las confirmaciones y en las fiestas de
cumpleaños los niños daban pelotazos a los abetos en el jardín.
Y su madre tampoco se había comportado de una manera justa. Nadie podía
afirmar con tal rotundidad que todas las películas eran vulgares, ni siquiera una
persona que daba tanto valor al estilo y a las formas como ella.
Cuando regresara a casa de su clase de puesta al día, Jarven iba a decírselo.
¿Quién iba muchas tardes a la videoteca para sacar vídeos, que ella encontraba
aburridísimos y siempre acababan por dormirla? Pues eso también eran películas...
—Excesivamente miedosa —murmuró—. Educando en solitario y con excesivos
miedos.
Que su madre encontrara las películas vulgares no tenía nada que ver, era sólo
un pretexto. Lo que sucedía es que era excesivamente miedosa, por eso no quería que
Jarven fuera al casting a la luz del día y acompañada de la mitad de la clase. Claro
que los padres de Tine no debían hablar de esas cosas; pero, a pesar de ello, tenían
razón.
—Aunque no se dé cuenta —murmuró Jarven enfadada—, me está estropeando
la vida; Tine tiene toda la razón.
Cuando levantó la vista, el hotel Röper estaba frente a ella. No se había dirigido
hacia allí conscientemente, ella misma se sorprendió. Y su madre no se enteraría
porque Jarven no conseguiría ningún papel en la película. No si Tine, con sus ojos
azules y su cabello rubio, se presentaba también.
Abrió la puerta con cierta vacilación. Las demás habrían ido a sus casas a
ducharse y maquillarse. Sólo Jarven iría con su ropa de colegio y su cara de colegio,
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Capítulo 4
En la sala que había al fondo del comedor —la misma que los domingos de
confirmaciones se dividía por medio de biombos en pequeños apartados, la que
utilizaban para sus representaciones los distintos grupos de teatro aficionado de
la región y la que el día del festival de coros se transformaba en un auditorio
gracias a la colocación de varias filas de sillas—, se apelotonaban ahora unas
cincuentas chicas de entre doce y dieciséis años. El que se fijara bien podría darse
cuenta de que también había alguna de once y de diecisiete, y de dieciocho:
ninguna de ellas quería perder la oportunidad de abrirse camino en el negocio del
cine.
—Jarven! —la llamó Tine. Estaba sentada, junto a tres compañeras de otra clase, en
el borde del escenario, ante el telón rojo, y daba pataditas con los talones en el
revestimiento de madera—. Esto tiene una pinta estupenda, ¿no?
—No ha tenido nada en contra —dijo Jarven con un poco de rudeza.
Tine puso una expresión algo desconcertada, luego cayó en la cuenta.
—Ah, ya, ¡da lo mismo! ¿Te presto mi espejo un momentito?
Jarven sacudió la cabeza. Sabía que mirándose en el espejo sólo conseguiría
deprimirse y sentirse muy infeliz. Sin una buena ducha y un maquillaje en
condiciones, ahora había poco que hacer.
—Guay, ¿no? —dijo Britt. Era tan rubia como Tine y tan delgada, y además su
rostro tenía forma de corazón.
—¿Cuántas necesitan? —preguntó Jarven dejando caer su mochila al suelo.
Pensó si se imaginaba un casting así. Todo tenía un aspecto decepcionantemente
cutre.
—Es lo que nos preguntamos nosotras hace rato —dijo Kerstin—. A lo mejor las
que no sean seleccionadas pueden participar como figurantes. Si se tiene tiempo,
claro. Las vacaciones empiezan ya la semana que viene, y nos iremos de viaje.
Jarven no dijo que ella no iría de viaje. Su madre no podía coger vacaciones
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porque necesitaban el dinero, y no quería que su hija viajara sola. Ni con una
organización juvenil, ni con Tine y sus padres, que ya se lo propusieron en invierno
cuando llegó el momento de alquilar una casa. Realmente sería la actriz más
adecuada de todas, pensó Jarven casi riéndose. Ni delgada, ni rubia, sudada, sin
ningún talento para actuar, pero libre durante las seis próximas semanas. Se
alegrarían.
—¿Por qué sonríes? —preguntó Tine con desconfianza.
Pero antes de que Jarven pudiera contestar, se abrió la puerta del vestíbulo y
entraron los dos hombres que habían estado por la mañana frente al colegio. El
que había hablado con ellas cargaba una pesada cámara al hombro; el otro, un foco. Tras
ellos, apareció una mujer joven con un traje azul marino, que tenía aspecto de ser muy
caro, y echó un vistazo al grupo de chicas.
—¡Estupendo! —dijo el de la cámara, sonriendo radiante una vez que su mirada
había recorrido la sala. Lo más seguro es que hubiera decidido que había suficientes
chicas guapas. Aunque la mayoría se mostraran absolutamente negadas para la
actuación, seguro que quedarían algunas que podrían servir—. Tal vez deberíamos
presentarnos primero. Mi nombre es Hilgard, la señora se llama Tjarks y mi colega,
Rupertus —añadió a continuación.
—Vamos a empezar con la grabación —dijo entonces la mujer del traje agitando un
montón de papeles—. Iremos accediendo de forma ordenada...
Jarven se sentó sobre su mochila. A su madre le habría complacido lo organizados que
eran aquellos tres. Iban muy bien vestidos y se comportaban de manera ejemplar, nada de
meteduras de pata.
—... a la bolera del piso de abajo —concluyó la mujer—. Primero tenéis que escribir
vuestro nombre de forma clara en mi lista. Abajo rellenaréis en una ficha todos vuestros
datos: nombre, fecha de nacimiento, dirección, etcétera. Luego, a medida que os vayamos
llamando, subiréis individualmente para hacer una entrevista y no olvidéis vuestra ficha,
¿de acuerdo?
—Creo que me marcho —dijo Jarven, y se levantó. Ya había cumplido su objetivo. Se
colgó la mochila al hombro—. No tengo muchas ganas de todo este jaleo.
Tine la miró de lado. Conocía a Jarven demasiado bien.
Y por supuesto le adivinó sus pensamientos.
—¡Estás convencida de que no te van a elegir! —dijo—. ¡Eres una cobarde! Y, sin
embargo, tienes mucha mejor memoria que yo.
—¡Como si eso fuera importante! —dijo Jarven.
—Para la entrevista venid en ropa interior —advirtió la señora Tjarks—. No nos
interesa únicamente vuestra cara. Las cosas de valor podéis dejárselas a mis
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Svenja pasó por su lado y Jarven se sentó junto a la pista de la bolera. Esperaba que
aquello no durara más de dos horas. Y en dos horas nadie se moría de hambre.
Sentada en el suelo, Jarven observaba cómo una chica tras otra iban
desapareciendo hacia arriba y luego regresaban nerviosas, a veces hasta temblorosas,
casi siempre llenas de esperanza.
—¡Podría ser! —gritó Kerstin, y se dejó caer al lado de Tine en la última silla que
quedaba libre—. ¡He superado esta prueba! Así que paso a la siguiente fase, ¡seguro!
—Jessica también —dijo Tine—. Y Philippa. Y a mí me va a tocar ya. ¿Has tenido
que recitar algo?
—¿Jarven Schönwald? —dijo la mujer del traje, que había bajado por la escalera
detrás de Kerstin—. ¿Eres tú? Te toca.
Revisó a Jarven de arriba abajo, y la chica tuvo la impresión de que había una
profunda desaprobación en su mirada. ¿Había mirado a alguna otra de esa
manera? ¿Se estaba preguntando cómo una chica con la pinta de Jarven tenía la
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osadía de hacer perder el tiempo a los miembros del jurado cuando debía saber de
sobra que no tenía la más mínima oportunidad? Jarven volvió a sentir que se
ponía roja como un tomate.
—¡Cruzo los dedos! —gritó Tine tras ella—. ¡Lo lograrás, Jarven!
Pero Jarven ya sabía por fin lo que debía hacer.
—Sí, soy la señora Schönwald, dígame —dijo la madre de Jarven, doblada sobre el
mostrador de recepción para alcanzar el teléfono—. ¿Oiga? ¿Le ha ocurrido..., le ha
ocurrido algo a mi hija? — se dio cuenta de que temblaba al hablar.
—¿Señora Schönwald? —sonó una voz profunda al otro lado del aparato—. Aquí la
comisaría del distrito dieciséis. Esté tranquila, por favor. Su hija saldrá adelante.
—Saldrá... —susurró la mujer, sus piernas parecían incapaces de soportar su
peso—. Pero ¿qué...?
—Desgraciadamente su hija ha tenido un accidente, señora Schönwald —dijo la
voz con precaución—. La ha atropellado un vehículo...
—¡No! —murmuró ella.
La recepcionista estaba a su lado, preparada para aguantarla si se desmayaba de pronto.
—Ha sufrido numerosas roturas y todavía sigue inconsciente —continuó la voz al
otro lado—. Por suerte, un médico ha podido atenderla en el mismo lugar de los hechos y
estamos convencidos de que saldrá adelante. Ahora está en el Hospital de Santa Catalina,
en Lübeck.
—¿En Lübeck? —se asombró la mujer—. ¿Cómo que en Lübeck?
—El helicóptero de salvamento la ha llevado allí —dijo el policía—. ¿Me ha
comprendido bien? En el Hospital de Santa Catalina, está a las afueras, la calle se llama del
Bosque.
—Sí —susurró la madre de Jarven—. Entiendo.
—¿Tiene un plano? —preguntó el policía—. Allí encontrará el hospital. Está junto a la
estación eléctrica. Vaya hacia allí. Hospital de Santa Catalina, Lübeck, calle del Bosque.
—Sí —respondió, y oyó cómo colgaban.
La recepcionista la miraba petrificada.
—¿Le pido un taxi? —preguntó—. No puede conducir en su situación.
Pero la madre de Jarven se había rehecho.
—Tardaría mucho —dijo ya de camino hacia los cuartos de servicio para recoger su bolso
—. Explíqueselo al señor, por favor... Yo tengo que...
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otra alternativa. Su miedo siempre había sido excesivamente grande. Y ahora, para
colmo, un accidente. Parecía hasta de risa.
La madre de Jarven cambió a gran velocidad al carril de la derecha y emprendió
la salida de la autopista. En la curva se le fue algo el coche, pero rápidamente se hizo
con él. Todo recto y de nuevo a la derecha.
La luz cálida del atardecer cubría los campos y las praderas, en la distancia se
perfilaban las torres de la ciudad sobre el horizonte. ¿Por qué habría llevado el
helicóptero a Jarven hasta allí? ¿A un hospital tan apartado?
¿Qué funciones tenían los hospitales construidos tan alejados de las ciudades?
Clínicas de rehabilitación, balnearios para enfermos crónicos, hospitales para
accidentados. La cosa tenía que haber sido fea si no habían llevado a Jarven a un
hospital normal.
—Jarven —susurró. Sería fuerte como siempre.
La calle del Bosque era estrecha y ni siquiera tenía rayas pintadas. Seguía
kilómetros adelante, entre los campos, sin ninguna construcción ni a derecha ni a
izquierda, desigual y llena de baches. ¿Qué era lo que había que esconder tanto?
¿Qué podía haber allí?
Se acabó la calle.
La madre de Jarven frenó en el último momento. Una cadena roja y blanca
separaba la calzada del bosque vecino. Ninguna casa, ningún hospital.
¿Se habría equivocado al leer el letrero de la calle? ¿Se habría pasado algún desvío?
Echó marcha atrás, los neumáticos crujieron, maniobró para girar en aquel mínimo
espacio. El motor rugió al emprender a excesiva velocidad el camino de regreso.
De pronto, frenó de golpe. Se aproximaba un coche a la misma velocidad que
llevaba ella y no parecía que tuviera intención de apartarse a un lado. En vez de
hacerse a la derecha, se paró, con el parachoques casi rozando el suyo.
Ella abrió la puerta de un tirón.
—¡Gracias a Dios! —gritó—. Estoy buscando...
—El Hospital de Santa Catalina —dijo el conductor, y se acercó amistosamente.
Por el otro lado se apeó su acompañante, mostrando una ancha sonrisa.
—¡Me he sentido tan contenta de recordar todavía ese estúpido poema! —dijo
Tine—. ¿Sabes cuál? John Maynard1. Lo de la tormenta y el barco y cómo se muere
al final. Aguantó hasta alcanzar la orilla... ¡Genial! Se puede escenificar de una manera
tan dramática...
1
Popular balada del escritor alemán Theodor Fontane (1819-1898). (N. de la T.)
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—¡Éste no ha sido el único casting para esta película! —explicó Rupertus. Tjarks le
echó una mirada reprobatoria.
—... entonces la mayoría de las veces se sienten tan orgullosas, que ya no tienen
nada en contra.
Jarven negó con la cabeza.
—Mi madre, no —susurró.
De repente se sentía absolutamente sumida en la desolación. No le importaba la
película, no le importaba el hecho de ser famosa. Ni siquiera sabía si de verdad
deseaba aquello. Lo único que le importaba era que su madre no le permitía nunca
nada, que se lo estropeaba todo, incluso cuando salía elegida entre un grupo de
más de cien chicas. Y que siempre iba a ser igual, durante toda su vida.
—¿Sabes qué? —dijo Hilgard—. Vamos a ir contigo a casa y hablaremos con ella.
¡Será muy fácil!
Jarven sacudió la cabeza.
—¡Todavía está trabajando! —dijo.
—¡Pues iremos a su trabajo! —propuso Hilgard. Parecía tan convencido que por
un instante Jarven llegó a creer que la cosa podría funcionar.
—Se pondrá furiosa —murmuró—. No quiere que la molesten.
Los del cine se miraron.
—¿Sabes? Es que... —dijo Rupertus.
—Tenemos que hablar con ella hoy... —explicó Hilgard—. Porque la decisión
final hay que tomarla este mismo fin de semana, y no la tomamos nosotros.
Jarven no lo entendió.
—Naturalmente, el director tiene que opinar —siguió Tjarks. Continuaba
poniendo cara de desear que éste se decidiera por otra chica—. Y el productor.
Por supuesto, ¡no vamos a tomar la decisión final en un hotel de campo! Tenemos
que volar a los estudios.
—¿Volar? —susurró Jarven. La sala comenzó a dar vueltas alrededor de ella.
Con dedos temblorosos abrió su mochila. Sacó el último trozo de su bocadillo y lo
mordió. Las rebanadas de pan se habían abarquillado en los bordes y estaban duras,
pero poco a poco se sobrepuso.
Hilgard se rió.
—¿Tienes un hambre de oso, verdad? —dijo—. Bueno, ¿por qué crees que hemos
realizado este casting un viernes? Para que, nada más acabar, pudiéramos volar con
nuestra candidata hasta los estudios y clarificar todo este mismo fin de semana.
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manos, como si su madre pudiera verlo desde el otro lado. De pronto se rió.
—¡Estupendo! —gritó—. ¡Se lo agradezco! ¡Tiene usted una hija fantástica! —y
cerró el móvil.
—¡Buf! —exclamó Hilgard colocando la mano sobre el hombro de Jarven—. ¡Un
hueso duro de roer, sí! Qué bien que me hayas avisado antes.
Jarven le miró desconcertada.
—Está de acuerdo —dijo él, y le acarició el pelo a la chica—. Ha comprendido lo
que puede significar para ti. Y que ante una oportunidad así no debe interponerse
en tu camino. Tu madre es un poco miedosa, ¿no? Pero la he podido convencer.
«Qué suerte que me haya comido el bocadillo. Si no, ahora me caería de
espaldas», pensó Jarven.
—Ha dicho que te mandará un mensaje —continuó Hilgard—. ¿Te alegras? ¡Es
la oportunidad de tu vida!
Jarven asintió. Le parecía todo irreal.
—Suena —dijo, y sacó el móvil de la mochila. Era el número de su madre. Había
tres mensajes seguidos y Jarven abrió primero el equivocado. Por fin tuvo el texto
completo:
Querida Jarven —había escrito su madre—: Al principio la idea me ha dado mucho
miedo, pero ese joven tan simpático me ha convencido. Yo también creo que debes aprovechar esta
oportunidad. Ya sabes que tengo que trabajar el fin de semana y me parece bien que, a pesar de ello,
tú puedas vivir algo especial. ¡Pásatelo bien, Jarven! Tal vez estos últimos años te haya prohibido
demasiadas cosas. ¡Cruzo los dedos! Hazme llegar noticias tuyas, mejor por SMS. Te quiero.
Mamá.
«Oh, mamá —pensó Jarven—. Querida, querida mamá. Y por fin ha aprendido a
escribir las mayúsculas».
No podía recordar cuándo había sido la última vez que había sentido tanta
ternura hacia su madre.
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Capítulo 6
Pasaron por su casa para recoger el cepillo de dientes, el pijama y ropa para
dos días. Los hombres se habían quedado en el coche; sólo Tjarks la acompañó
arriba y esperó en el recibidor. Seguía poniendo cara de desear cambiarla por una
de las otras chicas.
Una vez que estuvieron los cuatro en el coche, el mismo que Jarven había visto
junto con Tine a las puertas del colegio aquel mediodía, se dio realmente cuenta de
lo que aquello significaba. Sabía que habría tenido que cantar de alegría, pero en
lugar de eso se sentía algo nerviosa y con miedo.
¡Si por lo menos Tine hubiera estado con ella!, pensó la chica. O alguien que la
conociera, daba lo mismo quién. «Yo no soy tan valiente como para ir con tres
desconocidos al aeropuerto y volar a esos estudios que ni siquiera sé dónde están...»
—Bueno, ¡ya hemos llegado! —dijo Hilgard, y se volvió sonriendo hacia Jarven—.
Sacaré tu bolsa del maletero.
Jarven miró asustada por la ventanilla.
—¿Esto es el aeropuerto? —preguntó.
Una pista; un edificio con un radar en el techo; campos de trigo y pastos para las
vacas. Un aparcamiento diminuto. Seguro que los demás de su clase no salían de allí
cuando se iban a Mallorca o a Canarias de vacaciones.
—¿Creías que íbamos a tomar un vuelo regular? —preguntó Hilgard
amistosamente mientras le abría la puerta del coche—. ¿O un chárter? Así has
volado siempre, ¿no? Deberás acostumbrarte ahora que vas a formar parte del
equipo. Tenemos nuestro avión privado. ¿No tendrás miedo?
Jarven negó con la cabeza.
—Sí —dijo luego.
Hubiera preferido regresar. Volar sola con tres extraños hacia un lugar
desconocido ya era bastante malo, pero por lo menos en un avión normal habría
otras muchas personas normales sentadas a su alrededor, conversando sobre su
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destino absolutamente normal y pasando el mismo miedo que ella; y tal vez así
todo le habría parecido mucho más habitual y lógico, por lo menos un poquito.
En lugar de eso, ahora tenía que subirse en ese aparato privado, que sólo contaba
con seis asientos, y no ayudaba nada que Rupertus, que acababa de sentarse en el
asiento del piloto, la mirara sonriendo animoso.
—Ya verás como te gusta —dijo—. No va a haber turbulencias. Será un viaje muy
tranquilo, y tendrás la posibilidad de admirar el mar al atardecer. En dos horas
habremos llegado.
—Gracias —susurró Jarven. Tjarks, con su cara de mal humor, la había ayudado a
abrocharse el cinturón y ahora le sonreía por primera vez. Sólo era una pequeña
sonrisa, pero la chica notó que le confería algo de valor—. Nunca he volado —se
atrevió a decir.
La mujer se sentó al otro lado del estrecho pasillo y abrochó su cinturón con
movimientos rápidos y seguros.
—Siempre hay una primera vez —dijo.
—Y tampoco sé... —continuó Jarven. Las hélices comenzaron a girar, el motor
rugió y ella dejó de hablar. Había tanto ruido que habría tenido que doblarse sobre el
pasillo y gritarle directamente al oído para conseguir hacerse entender.
Tjarks dijo algo, pero Jarven sólo vio que sus labios se movían. Entonces el
aparato comenzó a rodar, cada vez más rápido, y, de pronto, la chica sintió que
levantaba el morro y abandonaba el suelo.
«¡Así que esto es volar! —pensó algo defraudada—. Tan sencillo, tan rápido se
sube al cielo, más y más alto, de manera tan fácil y tan normal».
Tjarks se desabrochó el cinturón y se aproximó a Jarven.
—¿Has pasado miedo? —preguntó. Su sonrisa era tan tenue como antes, pero a
pesar de ello la joven sintió un alivio infinito.
—Para nada —respondió.
El avión se agitó un poco, casi como un coche sobre una calle llena de baches, y
se situaron por encima de las nubes. Jarven cerró los ojos por unos segundos, la
claridad de la luz la cegaba.
Y de pronto la inundó un sentimiento de felicidad. «¡Me han elegido a mí, a
mí! —pensó observando bajo ella las nubes de un blanco reluciente—. Y estoy
volando en un avión privado por encima de las nubes, porque tengo el aspecto
adecuado para esta película, y no Tine, ni Britt, ni Kerstin, y el lunes en el colegio se
lo contaré a todas. Siempre que no parezca que me echo un farol...».
Lo que le daba rabia era no haberse llevado una cámara, y su móvil era viejo. De
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tenerla, habría podido hacer fotos: del pequeño avión, de las nubes desde la
ventanilla, de los hombres que pilotaban frente al panel de control. Y durante los dos
días siguientes, en el último casting, seguro que también. ¿Cómo iban a creerla los
demás, en casa, si no?
—¿Chicle? —preguntó Tjarks. Tal vez se habría equivocado, tal vez aquella mujer
no la encontrara tan imposible. Quizá aquél era su aspecto habitual. Había per-
sonas con cara de amargadas y había que compadecerlas por eso.
—Gracias —murmuró Jarven diciendo que no con la cabeza. Las nubes
desaparecieron y en medio del azul brillante del cielo surgió una mancha de agua,
que se extendía hasta el horizonte—. ¿Qué es eso?
—El mar del Norte —respondió la mujer—. Volaremos rectos hacia el norte y
luego giraremos hacia...
—¡Sí! —dijo Jarven aturdida—. ¿Adonde nos dirigimos en realidad? —estaba
asombrada de sí misma. Debería haber hecho aquella pregunta mucho antes.
—A Skogland —dijo Hilgard, y se giró hacia ella sonriendo—. ¿No lo sabías? Pero
cuando aterricemos es mejor que mastiques un chicle. Tus oídos te lo agradecerán.
La última media hora fue el periodo más bonito de todo el viaje. El sol había
llegado al borde del cielo, realmente al borde, como si la Tierra no fuese una esfera y
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Capítulo 7
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Había salido el sábado a primera hora de la mañana desde las montañas del
norte para llegar puntual a su cita en la ciudad. La Isla del Sur no era demasiado
grande y ya hacía años que las vías de comunicación eran tan perfectas que
permitían alcanzar gran velocidad; pero a la hora de conducir él prefería tener
tiempo por delante para poder admirar el paisaje con tranquilidad. Skogland.
Amaba su país como todos los eskoglandeses, y sabía lo bien que les iba. A todos.
«Incluso a los campesinos —pensó—. Nuestros libres campesinos eskoglandeses
trabajan duro, pero gozan de una buena vida».
En la hierba a los bordes de la carretera brillaba el rocío y puso el mando de la
calefacción en la posición más baja. Cuando recorría la zona de bosques muy de
mañana, y el sol todavía no alcanzaba el suelo en muchos lugares, le gustaba
disfrutar de la sensación de frío también en el coche.
Un poco más allá dos corzos cruzaron la carretera. La luz de la luna iluminaba
las praderas, las ricas tierras de cultivo, un campo de centeno verde claro. Los nabos
acababan de florecer.
Vio la figura mucho antes de llegar junto a ella, en aquel lugar el camino se
empinaba formando una colina que parecía trazada con regla. Del mismo marrón
grisáceo que el suelo, acuclillado en el arcén, había alguien. Por un momento tuvo
miedo de que hubiera ocurrido una desgracia, de que hubiera un herido allí
tirado, pero de pronto la figura saltó y adoptó con su mano el gesto habitual de
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—A estas horas viaja muy poca gente —comentó el chico—. Y todos tenían
mucha prisa.
A pesar de que sus vestimentas fueran tan pobres y estuviera tan sucio, hablaba con un
acento educado, ni un ápice de la extraña jerga de los eskoglandeses del norte. El
conductor se sintió intrigado.
Cuando Jarven se despertó, un rayo de sol atravesaba las espesas cortinas y caía en
el suelo junto a su cama. Eran las seis y media. Muy pronto todavía.
Se sentó e impulsó las piernas hacia el borde de la cama. El lecho era alto, mucho
más que los de su casa, y muy anticuado. Sobre el cabecero había una especie de dosel.
La noche anterior apenas había podido dormir de la emoción. A su llegada la casa
estaba vacía y únicamente iluminada por las luces de emergencia de todos los pasillos.
Subieron al primer piso, Tjarks le enseñó la habitación de la esquina y se rió cuando Jarven
le preguntó si esa cama era realmente para ella. Le sugirió que se fuera a dormir enseguida
ya que el día siguiente iba a ser muy extenuante, pero luego volvió con dos botellas de
agua mineral y una pequeña bandeja con pan, queso y muslitos de pollo asados.
—¡No vaya a ser que no puedas dormirte de hambre! —dijo, y le enseñó la puerta
tapizada tras la que se encontraba un grande y luminoso baño.
Jarven nunca había pernoctado en otro lugar que no fuera su casa. Salvo en casa de
Tine, algunas veces. Nada más. Su madre no le había permitido asistir a ningún viaje
organizado por el colegio.
Recorrió la habitación, abrió los cajones de la cómoda (vacíos), miró por la
ventana la gran extensión de la plaza frontal, ahora oscura; se sentó en uno de los
silloncitos de bordados gobelinos. Cuando finalmente se fue a la cama, dejó
encendida la lámpara de la mesilla. Estaba contenta de que ya hubiera pasado la
noche.
Sentía el suelo de madera caliente bajo sus pies. El parqué, con algunos listones
oscuros que formaban elementos decorativos sobre la madera clara, estaba
cubierto en algunas zonas por gruesas alfombras. Jarven descorrió las cortinas y
miró hacia fuera por los ventanales laterales.
La luz de un sol radiante inundaba el jardín. El césped estaba jalonado por
parterres de flores; los arbustos, recortados como esferas o conos, formaban orillas
simétricas; en algún lugar cantó un pájaro y otro le respondió. Lo demás era silencio.
«¿Cuántos jardineros son necesarios para un jardín así? —pensó Jarven—. ¿Cuántas
mujeres de la limpieza, para una casa de este tamaño? ¿Quién vive aquí? ¿Ahora
mismo? ¿Y habitualmente? ¿Está siempre tan vacía como ahora porque el rey tiene
una nueva residencia de verano, o incluso dos?».
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«El rey y la reina y todos sus hijitos. ¿Hay hijos reales? No sé nada de Skogland —
pensó Jarven, al igual que la tarde anterior—. Y nada de nada de quiénes
pertenecen a la familia real. Verdaderamente no sé apenas nada de familias reales, ni
de la de Inglaterra ni de la de Suecia, ni de donde sea que las haya». Lo cierto era
que cuando en la televisión ponían un programa sobre las casas reales de Europa,
en Pascua o en Navidades casi siempre, su madre cambiaba de canal de mal humor.
«¡Qué estupidez! —solía decir con una rabia que dejaba a Jarven desconcertada
—. ¡Qué pérdida de tiempo más absoluta e idiota! ¡Qué chorradas dice esa gente!
¡Son sólo mentiras!».
Y a Jarven tampoco le había interesado nunca el tema. Prefería a los cantantes y
a los actores de cine. Ahora, sin embargo, habría sido mejor que hubiera sabido
algo sobre la familia real de Skogland, en cuya cama había dormido.
Jarven se rió. Descorrió las cortinas de los dos ven tanales hasta que la luz
inundó toda la habitación y luego se tumbó de espaldas en la cama. Tal vez
pertenecía a la propia princesa de Skogland, si es que la había. A lo mejor había
dormido la noche pasada en la cama de la princesa...
Se sentó, cogió el muslo que quedaba en el plato y lo mordió. Bajo la piel la carne
estaba fría y correosa, y lo dejó de nuevo.
—¡Soy la princesa de Skogland! —dijo con voz profunda, y caminó por el cuarto
con los brazos abiertos.
En el espejo de la cómoda vio a una chica con los cabellos oscuros, revueltos de la
noche, y un pijama que ya hacía tiempo que le quedaba demasiado corto, paseán-
dose por el cuarto con aspecto serio.
—¡Soy Jarven, princesa de Skogland!
¿Quizá el día anterior la habían seleccionado por eso, tal vez tenía que ver con
aquello que llamaban carisma? Ahora que había dormido en aquella habitación y
se había despertado en aquella cama, podría imaginarse más fácilmente que era una
princesa.
—¡Yo y no Tine! —gritó Jarven, y saltó de nuevo sobre la cama—. ¡Yo y no Britt!
¡Soy la princesa de Skogland!
De pronto se calló, asustada. Si hablaba demasiado alto, a lo mejor despertaba a
alguien en las habitaciones vecinas. Se moriría si se hubiera oído lo que acababa
de gritar, menuda vergüenza.
Jarven escuchó, pero al otro lado de la pared ni siquiera se oyó el crujido de una
cama. Respiró hondo. En el futuro tendría que ser más cuidadosa.
En la mesilla junto al cabecero había un teléfono, blanco y antiguo como en las
películas del siglo pasado. Podría llamar a su madre. Jarven levantó el auricular y se
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parecía tener dinero para pagarse el viaje en tren. Lo que seguía sin concordar con
aquel acento.
Aproximadamente una hora antes de llegar a la ciudad, los adelantó un coche
deportivo justo cuando se aproximaba un camión en el otro sentido; el hombre
frenó de golpe.
—¡Maldita sea! —dijo enfadado—. Algunos no van nunca lo bastante rápido.
El chico había abierto los ojos desmesuradamente, ahora se apoyó de nuevo en el
respaldo.
—¿Llegaremos pronto? —preguntó.
El hombre asintió y preguntó a su vez:
—¿Puedo apagar la calefacción? Seguro que ya has entrado en calor.
Por toda respuesta, el chico se desabrochó el cinturón y se quitó la enorme
chaqueta.
—Sí, gracias —dijo calándose de nuevo la gorra.
Posteriormente el hombre se culparía por haber actuado de manera tan irreflexiva.
Estaba claro que el chico se había asustado. Pero no parecía haberse hecho daño,
desde luego nada importante. Había frenado enseguida e ido a buscarle. El caso es
que en aquel momento había insistido:
—¿No quieres quitarte la gorra? ¿No te da calor?
El chico sacudió la cabeza sin decir palabra y miró por la ventana.
—Vamos, niño, no se lleva la cabeza cubierta en recintos cerrados —dijo entonces el
conductor extendiendo el brazo derecho para quitarle la gorra en broma.
Luego todo sucedió muy rápido. El chico agarró su mano y la mordió tan fuerte que,
del dolor, el hombre casi perdió el control del volante y el coche estuvo a punto de salirse
de la carretera; acto seguido el muchacho asió la gorra, abrió la puerta y se tiró al suelo.
El hombre soltó un grito y se sopló la mano herida, frenó y dio marcha atrás. Pero en
el arcén no había nadie. El chico había desaparecido en el bosque.
Miró la huella de unos dientes diminutos que se había formado en el dorso de su
mano, bajo el pulgar, y gimió. Meditó si llamar al muchacho, pero decidió dejarlo estar. Él
no iba a volver, seguramente tendría miedo. Ya era suficiente, su mano comenzaba a
cambiar de color y sentía que la ira se estaba adueñando de él. No tenía por qué sentir
mala conciencia si dejaba al chico en medio de la carretera, pues lo había recogido
mucho más al norte. Además ya no quedaba demasiado trecho para llegar a la ciudad.
Se inclinó sobre el asiento de al lado y cogió la chaqueta de cuadros, luego bajó y la
dejó en el arcén. Estaba seguro de que el chico regresaría del bosque en cuanto oyera que el
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Capítulo 8
Jarven contuvo la respiración. La sala de banquetes era tan gigantesca que allí
podrían reunirse más de cien personas. Ahora sólo estaban sentados al final de la
sala, en una larga mesa, Hilgard y Tjarks y, a su lado, a la cabecera, el hombre que el
día anterior los había recibido en el aeropuerto, el director.
—¡Buenos días, Jarven! —gritó Hilgard. Su voz resonó en la enorme sala. También
allí el parqué estaba decorado con numerosas taraceas y brillaba bajo la luz que
entraba por las altas cristaleras. Detrás de ellas pudo ver la barandilla de un
estrecho balcón y, más allá, el jardín que se encontraba en la parte trasera del
edificio.
—Buenos días —dijo Jarven, y se sentó frente a Hilgard en uno de los dos sitios
libres en los que había un servicio de desayuno preparado: porcelana rosa con hilo
dorado, pero sobre la pulida superficie de la mesa, entre los cubiertos, sólo había
una panera, mantequilla y un plato con embutido como en casa. Jarven se
tranquilizó un poco.
—Espero que hayas dormido bien —dijo Hilgard, y le acercó los panecillos.
«Lo propio sería que en esta sala hubiera criados —pensó Jarven—. Caballeros de
aspecto serio vestidos de frac negro, camisa blanca y con una servilleta sobre el
brazo, o jóvenes mujeres con cofia blanca y pequeños delantales triangulares sobre
sus vestidos negros».
—Más vale que desayunes abundantemente, para que tengas fuerzas suficientes
durante la mañana.
—Gracias —dijo Jarven en voz baja.
Mientras untaba su panecillo, el director la observaba con atención. Aunque
tenía un servicio también, no estaba comiendo. La chica no entendió nada de la
conversación que mantenía con Hilgard y con Tjarks, tenía algo que ver con un
determinado barrio de la ciudad, pero no lograba concentrarse. En una ocasión,
cuando Tjarks le pidió que le pasara la panera, se dio cuenta de que el director la
miraba agradablemente. A pesar de eso, se sintió incómoda mientras mordía el
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pan con cuidado. «Qué increíble —pensó Jarven esperando que nadie pudiera
leer aquel pensamiento en su cara—. Mirar de forma tan descarada a otras
personas mientras están comiendo, qué increíble». Y, sin embargo, era de esperar
que en un palacio así supieran cómo había que comportarse.
—¿Otro panecillo? —preguntó Hilgard mientras Jarven se limpiaba la boca con la
servilleta.
Jarven negó con la cabeza.
—Gracias —dijo de nuevo.
El director le dedicó una sonrisa.
—¡Maravilloso! —dijo—. No habría habido nada que hacer con una chica a la que
le hubiéramos tenido que enseñar modales. ¡Pero para ti las buenas maneras no
suponen ningún problema! Está claro que has gozado de una buena educación.
Jarven asintió. Por un momento pensó en contarle que ésa justamente era la
profesión de su madre, pero no tenía por qué.
—¡Jarven! —dijo el director inclinándose sobre la mesa hacia ella—. Sentirás
curiosidad por saber qué tenemos proyectado para ti en este hermoso y radiante
día.
Jarven volvió a asentir. Se sentía muy sola.
—Bueno, Hilgard y Tjarks ya te explicaron de qué se trataba. A lo largo de este fin
de semana tienes que demostrarnos que hay dentro de ti algo que te capacita para
representar el papel de una princesa. Y también te explicaron que para nosotros es
más importante tu carisma que el hecho de que puedas aprender textos de
memoria o recitarlos con la entonación adecuada. Podríamos haber hecho otro
casting contigo. Pero ¿adonde habríamos llegado con ello? Esto es mucho más
artístico.
—Sí —murmuró Jarven. No entendía nada de lo que estaba hablando. Al fin y al
cabo ella había ido hasta allí para eso: para otro casting.
—Tienes mucha suerte, Jarven —dijo el director, y su sonrisa era tan radiante que
ella de pronto pensó que debía de ensayar para resultar tan convincente—, de
que yo conozca a la Casa Real de Skogland. Soy un buen amigo de la Casa Real —
seguía sonriendo—. Por eso hemos podido pasar la noche en esta bella hacienda.
Y por eso tú tendrás la inmensa suerte durante este fin de semana —hizo una
breve pausa—... de hacer como si fueras la princesa de Skogland.
Se calló.
La joven se le quedó mirando.
—¿Cómo? —preguntó insegura. Entonces, ¿la oyeron cuando aquella mañana
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en su cuarto había gritado de forma tan infantil que era la princesa de Skogland?
¿Había cámaras ocultas en las habitaciones? ¿Micrófonos? ¡Qué tonto por su
parte no pensarlo! Al fin y al cabo aquello era un palacio, o por lo menos algo
parecido a un palacio.
—¡Sí! ¡Claro que sí! —continuó el director. Su sonrisa le hacía sentirse insegura
—. Tienes la oportunidad, la oportunidad irrepetible, Jarven, de sustituir mañana
a la princesa en una celebración. Harás como si fueras la princesa de Skogland
durante un día entero. No puede haber un casting más convincente. Si logras
engañar al pueblo de Skogland..., entonces sabremos realmente que tienes madera
para representar el papel.
Jarven sacudió la cabeza con fuerza.
—Pero —dijo con voz sorda—, ¡no puede ser! ¡Eso es un fraude! ¡No puedo
hacerlo!
El director se rió.
—Si puedes, lo vamos a ver enseguida, pequeña —dijo—. ¡Y no tiene nada que
ver con un fraude! Vas a representar tu papel con el beneplácito de la Casa Real,
con el beneplácito de la princesa, que se siente feliz y agradecida de ahorrarse
por una vez una obligación de ese tipo.
—Pero ¡la gente! —dijo Jarven—. Ellos pensarán que soy realmente la princesa.
¡Eso es una mentira!
Tjarks se inmiscuyó.
—¡No obtendrán nada diferente ni de menor valor que lo que obtendrían si tú
fueras la princesa de verdad! —dijo—. ¿Qué hay de falso en ello? Tú eres una chica
muy honesta, Jarven, lo hemos notado y lo admiramos. Pero se trata de un fraude
que no daña a nadie; que, al contrario, sólo nos sirve para ver si eres la actriz
adecuada... ¿Realmente se le puede llamar fraude a eso?
Jarven desdobló su servilleta, la alisó, la dobló de nuevo.
—No sé —murmuró. Recordó la rabia de su madre: ¡Son sólo mentiras! ¿Por eso
estaba ella siempre tan enfadada cuando salían reyes en la televisión? ¿Creía que no
todos eran auténticos?
—¡Ya verás como lo pasas bien! —dijo el director—. ¡Y piensa todo lo que podrás
contar luego a tus amigas!
«Eso es cierto —pensó la joven—, es verdad. La pregunta es si me creerán».
—Primero cambiaremos algo tu aspecto —continuó el director—. Te asombrarás
de lo poco que hará falta. Después vendrá su alteza el virrey a visitarnos para ver si
está conforme.
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Lo más difícil sería la noche, tan cerca de la ciudad. Era de suponer que
llevarían ya tiempo con un plan de búsqueda organizado, y la chaqueta de cuadros
era demasiado evidente. Pero tendría frío de noche si se la quitaba.
El chico de la gorra abrió la puerta de la cabina. No había sido sencillo
encontrar un teléfono de monedas, ya hacía tiempo que habían retirado la mayor
parte, y ahora tenía el problema añadido de si bastarían las que llevaba para la
conversación. Pero no podía utilizar el móvil, no habría habido manera más fácil de
que localizaran el lugar.
El teléfono sonó durante largo rato. ¿Tendría Joas el móvil desconectado?
—¿Diga? —dijo finalmente una voz de chico.
Gracias a Dios.
—Joas, ¿hola? ¿Joas? —Con el ruido de los coches era casi imposible entender lo
que Joas decía al otro lado de la línea—. Soy yo, ¿me oyes? ¿Me oyes?
—¡Claro que te oigo! ¡Cómo no! ¿Qué pasa? —preguntó Joas.
—¡Joas, escucha! Dile a Lirón... que estoy de camino hacia vuestra casa, ¡tiene que
esconderme!... No puedo...
Se oyó un pequeño clic, y se cortó la línea. Las monedas no habían sido
suficientes.
Lo más sencillo sería emprender el camino hacia el barrio que se encontraba a
las afueras de la ciudad. No se podía ignorar aquellos altos edificios, cuyas ventanas
en la oscuridad eran como un gigantesco mosaico de luces que iluminaba los
alrededores. Y tras una de ellas vivía Lirón.
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Le gustaba la vista desde la última colina antes de penetrar en la ciudad: las torres de
ladrillos rojos de las iglesias centenarias y del ayuntamiento, el blanco palacio real en
medio de la mancha verde de su extenso jardín, ante él la magnificencia de la avenida
principal, el laberinto de calles y callejuelas de U ciudad vieja, y al fondo de todo, aquel
día bajo un sol reluciente, el mar con sus islas. Si trasladaba la mirada un poco a la
derecha, veía también los altos edificios del extrarradio, desde los que no se podía
divisar el borde de la ciudad más alejado del mar; aquel barrio oscuro, inseguro no sólo
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Tjarks y Hilgard habían dedicado toda la tarde a ensayar con ella. Salir al balcón,
sonreír, saludar con la mano, permanecer ante un gentío que la aclamaba y que
quería regalarle flores (Rupertus era el encargado de representar a la gente).
—¡Como si no hubieras hecho otra cosa en toda tu vida! —dijo Hilgard muy
contento tres horas después—. ¡Mientras nadie quiera demostrarte su admiración
cogiéndote de la peluca y te la arranque de la cabeza, no veo qué puede ir mal!
—En ese caso, ¿soy la adecuada para el papel? —preguntó Jarven—. ¡Pero sigo sin
haber tenido que hablar!
—¡No! ¡En cualquier circunstancia permanecerás muda como un pez! —dijo
Hilgard—. ¿Está claro? Mañana no dirás ni una sola palabra, ni siquiera en tu baño
de multitudes. Una sonrisa es suficiente.
Después, Jarven pudo quitarse la peluca, los zapatos y las lentillas, y Tjarks y
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Hilgard se marcharon.
Cogió el móvil y lo encendió. Había un mensaje.
¡Jarven, querida!—había escrito su madre—. ¡Todo lo que me cuentas es increíblemente
bonito!¡Espero que aproveches al máximo tu tiempo como princesa! Ya me ilusiono pensando todo
lo que me contarás cuando estés de vuelta. ¡Con todo cariño! Mamá.
Jarven miró el reloj y tecleó el número de su casa, pero nadie descolgó.
Seguramente su madre estaría todavía impartiendo una clase. Como los sábados sus
alumnos disponían de más tiempo libre, a veces tenía cursos hasta la noche.
Jarven sabía que no debía molestar a su madre durante las clases, pero ya no
aguantaba más. Y su madre se sentiría orgullosa de ella, seguro.
Tecleó de nuevo y se puso el móvil al oído. «En estos momentos el número
seleccionado se encuentra inactivo o fuera de cobertura», dijo el buzón de voz.
Jarven pulsó «colgar». Claro, durante los cursos, su madre siempre tenía el móvil
desconectado.
Pero por lo menos podría enviarle un mensaje, que ella leería cuando acabara el
trabajo.
Ahora mismo tengo toda la pinta de una princesa —escribió Jarven—. Y puedo sustituirla
por completo, lo dicen todos. El virrey es raro. Estoy deseando que llegue mañana, no tengo
mucho miedo. ¡Hasta mañana por la noche! Jarven.
Pronto sería la hora de la cena y el día habría pasado. Sólo le quedaba otro en
Skogland, y ni siquiera entero.
Qué curioso que ya empezara a sentirlo.
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Capítulo 9
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Continuaron despacio por una estrecha calle, bordeando un muro alto y largo
hasta que el conductor de pronto giró el volante noventa grados. Justo en ese
momento se abría una discreta puerta en el muro y, en cuanto la traspasaron, volvió a
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cerrarse.
—¡El palacio! —dijo Tjarks mostrando de nuevo el orgullo en su voz.
No habría sido necesario decirlo. El muro rodeaba un gigantesco jardín con
aspecto de haber sido diseñado cientos de años antes. Árboles inmensos de copas
frondosas, extensas praderas, parterres de rosas y, cuando se aproximaron a la parte
trasera del palacio, un jardín francés con una serie de fuentes en funcionamiento
formando terrazas y flanqueadas por caminos de grava y arbustos de boj recortados.
—¡Qué bonito! —murmuró Jarven.
El coche se paró justo delante de una estrecha puerta lateral.
—Entraremos por la puerta de la cocina —dijo Hilgard desde el asiento del
copiloto—. Así nadie nos verá y el que nos vea no hará preguntas. Y recuerda,
Jarven: no hables, ¡ni una palabra! Puedes sonreír todo lo que quieras. Pero
permanece muda como un pez.
Jarven asintió. Le habría gustado saber cómo sonaba la voz de la princesa, cómo
hablaba.
¿A cuáles de los sirvientes de palacio conocía la princesa? ¿Cómo hablaba con
ellos? ¿Los tuteaba o les hablaba de usted? Hablar era un riesgo, el mayor de todos,
eso Jarven lo tenía claro. Nunca habría encontrado las palabras adecuadas, las
propias de una princesa, si se topaba con la cocinera o con el jardinero. Para
mostrarles lo seriamente que se lo tomaba, Jarven se puso el dedo índice sobre los
labios.
El pasillo de techo bajo que se hallaba tras la puerta era asombrosamente
normal, con sus gastadas baldosas algo sucias incluso; y cuando Hilgard abrió la
puerta que había al final, un aroma a carne asada golpeó a Jarven, y luego, el olor a
distintos alimentos, a diferentes especias.
—Damas y caballeros, ¡no vamos a molestar! —dijo Hilgard de buen humor
mientras caminaba entre fogones, gigantescas fuentes de acero y ollas
increíblemente grandes—. ¡La protagonista del día necesitaba coger un poquito de
aire antes de la celebración oficial!
Por primera vez Jarven experimentó lo que suponía que las personas se
inclinaran ante ella. Las mujeres hicieron una profunda reverencia; justo a su lado
una chica, no mucho mayor que ella, exageró tanto el gesto que golpeó el suelo con
la rodilla.
—¡Perdón, oh, perdón, alteza! —musitó sin mirar a Jarven, que percibió el
miedo en su voz.
Perpleja ante la situación, Jarven alargó la mano para ayudarla a levantarse,
pero aquel movimiento provocó que el rostro oscuro de la joven adquiriera una
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Sólo cuando llegaron al gran salón, tras cuyos abiertos ventanales podía oír los
gritos y el murmullo de la gente que se encontraba en la plaza frente a palacio,
asimiló Jarven que ninguna de las personas con las que se habían cruzado no había
notado el engaño. Todos, que debían de ver a la princesa diariamente, habían hecho
una reverencia a su paso, habían inclinado la cabeza —unos gestos mas practicados
que los de la joven ayudante de cocina, desde luego—, le habían prodigado sus
buenos deseos.
«Ahora soy realmente la princesa Malena de Skogland —pensó Jarven, y la
inundó un sentimiento de felicidad—. Tengo que llamar a mamá en cuanto haya
pasado todo, antes de que emprenda el vuelo de regreso esta noche. Soy la
princesa Malena de Skogland y me siento bien, casi como si nunca hubiera sido otra
persona, desde luego no la tímida Malena con el pelo equivocado, el rostro
equivocado y la figura equivocada. Y me da exactamente igual lo que ocurra con la
película. Esto es lo que cuenta, nadie que yo conozca ha vivido alguna vez algo
así. Es lo más maravilloso que me ha ocurrido en la vida».
—¡Jarven! —dijo el virrey. Estaba con el director tras una enorme mesa de
despacho y sostenía una copa de coñac en la mano—. ¡Bueno, tienes un aspecto
estupendo!
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Jarven asintió. Volvió a sentir nerviosismo. Si hubiera sido otro hombre... Ella sabía que
esas escenas eran propias de una película, todo era un juego, nada real, y las actrices
actuaban todos los días. Pero justo con aquel virrey, que se comportaba de una
manera tan rara...
«No pienses más en eso —se corrigió—. Hoy todo es absolutamente normal. Y yo
pondré mi cabeza sobre el pecho de un hombre desconocido sin problemas, y aunque lo
vean cien personas no pasa nada».
—De acuerdo —asintió.
El director sonrió.
—Entonces, ¡a la batalla! —dijo, y abrió la puerta central del balcón.
La noche había sido horrible. Incluso en el verano las noches eran frescas en la Isla
del Sur y la chaqueta se había quedado en un banco. Podría ser una pista, por su puesto
podría indicarle a la policía el itinerario que había seguido hasta allí; pero estaba lo
bastante lejos de la casa de Lirón, a partir del banco sus pasos podrían ir en
cualquier dirección.
El chico se caló la gorra hasta las orejas. Allí era mejor andarse con ojo, el cabello
rubio no estaba bien visto en todas partes y podía andar suelto algún loco con un
bate de béisbol.
Algunas personas caminaban en dirección al centro para unirse a la celebración
del cumpleaños de la princesa. Atrás dejaban contenedores repletos de basura, en
su mayoría volcados, paredes cubiertas de pintadas, cristales rotos, porteros
automáticos con una lista de nombres sin fin arrancados de cuajo.
Era un barrio horrible. La prueba palpable de la inferioridad de los
eskoglandeses del Norte, la confirmación de que en medio de la inmundicia era en
donde ellos mejor se sentían, la muestra de que no podían dominar a sus hijos y de
que, tras años de permanencia en el Sur, no habían logrado adoptar su forma de
vida.
Tras años de encubrir la situación —a lo largo de distintas entrevistas, el propio
rey había afirmado lo difíciles que eran las condiciones de vida para los norteños
cuando llegaban al Sur sin equipaje con el fin de trabajar y labrarse una nueva
existencia—, en los últimos tiempos, sin embargo, la televisión había emitido varios
reportajes en los que las cámaras se detenían ante montones de ba sura, ante chicos
morenos que deambulaban vestidos con chaquetas bomber, levantaban el dedo y
gritaban obscenidades en su jerga del Norte. No había nada que hacer, los
norteños eran el problema del Sur, el Norte era el problema del Sur, en concreto del
rey, que, por mucho que le hubiera querido su pueblo, en los últimos años tal vez
no había actuado siempre de manera suficientemente inteligente. Ahora la
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Capítulo 10
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—Tiene mejor aspecto que en el entierro —dijo entre la gente el hombre que, en
aquella ocasión bajo la lluvia y acompañado de su mujer, había logrado alcanzar el
autobús—. No parece ya infinitamente desgraciada, está hasta morena. Y menos delgada.
Ha engordado, ésa es una buena señal. Aunque no creía que fuera a sobreponerse tan
pronto.
—¡Hombre tenías que ser! —dijo la mujer, y le dio con el banderín en el brazo—. ¿Y
ves lo bien que se entiende con su tío? ¡Pero no querías creerme! —luego volvió a
ondear el banderín por encima de su cabeza—. ¡Viva Malena! —gritó—. ¡Viva la
princesa de Skogland!
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—¡A pesar de todo, saluda! —susurró Norlin, y Jarven no entendió por qué había
dicho a pesar de todo—. La mayoría son inofensivos. Bueno, ¡se acabó! —se recostó en el
respaldo y respiró hondo—. Hay que andarse con ojo —añadió, como si esas
palabras lo aclararan todo—. Nunca se sabe si entre ellos puede haber uno que...
En ese mismo momento, unos treinta metros por delante, una figura se
despegó del resto del grupo y, agachándose, se escabulló por debajo de los brazos
de los agentes.
—¡Malena! —gritó el chico manoteando con fuerza—. ¡Eh, Mali, estoy aquí! ¿A qué
vino lo de ayer?
Dos policías lo agarraron por ambos lados y lo arrastraron hasta la zona
acordonada.
—¡Mali! —gritó el chico. Era bajo, moreno y más o menos de su edad—.
¡Llámame, Mali!
Después, como si llevara años entrenándose para ello, propinó un codazo en la
tripa a cada uno de sus desconcertados captores y, en pocos segundos, se había
perdido entre la masa.
Jarven apoyó la espalda en el asiento y dejó de sonreír.
—¿Quién era? —preguntó asustada—. ¿Qué quería?
—¡Sonríe! —musitó el virrey a su lado—. ¡Saluda! De esto es de lo que te estaba
hablando antes, siempre hay que contar con algo así. Siempre hay locos que creen
que los quieres, que están enamorados de ti, todos los reyes lo saben, todas las
princesas, se trata de maniáticos, que te siguen a todas partes, no te dejan en paz, ya
lo has visto. Pero es una suerte que la vigilancia funcione —sonrió hacia la
multitud—. En todo caso, lo ocurrido —dijo con un tono que no tenía nada que
ver con la expresión de su rostro— tendrá consecuencias. Agentes de seguridad que
no están en disposición de detener las locuras de un muchacho...
Jarven seguía saludando. Paulatinamente estaba dándose cuenta de que no siempre era
tan bonito ser una princesa.
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Capítulo 11
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—¿Qué significa que no hay rastro de él? —preguntó el virrey, y vació la copa de
coñac de un trago. Al jefe de policía no le había ofrecido.
—Significa que no hay rastro de él —dijo éste, y se inclinó levemente, demasiado
levemente tal vez; podría dar la impresión de que el respeto que sentía por el jefe del
Estado no era muy grande.
—¿No iba vestido de forma bastante llamativa? —preguntó el virrey—. ¿Y no
sabemos desde ayer que le trajeron en coche desde el norte y que, por tanto, debe
de encontrarse en las proximidades de la ciudad? No puede ser tan difícil dar con el
paradero de un chico de doce años. ¿Qué es lo que hace la policía?
El jefe de policía le miró directamente a los ojos.
—Hoy, por ejemplo, la policía ha utilizado a casi todos sus agentes para
garantizar la seguridad en la celebración del cumpleaños de la princesa —dijo—. Y
ayer, en la preparación. Hemos traído a agentes de todo el país. Menos mal que los
que estaban ocupados en la búsqueda de la princesa quedaron liberados al aparecer
ella por sus propios medios, gracias a Dios. A posteriori ha resultado ser la actitud
más inteligente el que nosotros, según su propio deseo, alteza real, no
comenzáramos las pesquisas por todo el país ni preocupáramos al pueblo
innecesariamente con su desaparición. En cualquier caso, en lo que se refiere a ese
muchacho no disponíamos de medios adecuados. Por lo que parece no se trata
de ningún secuestrador, tan sólo de un... —echó un vistazo a Norlin— un chico
normal y corriente, que se ha escapado de un hospital. Su interés, por eso, alteza,
nos resulta algo... desconcertante.
—¡A pesar de ello! —gritó el virrey sirviéndose otra copa—. Si pudiésemos
averiguar hacia dónde dirige sus pasos. Nuestra policía eskoglandesa...
—Encontramos su chaqueta —dijo el jefe de policía—. Se alegrará de saber,
alteza, que había en ella suficientes cabellos como para hacer una prueba de ADN.
Pronto tendremos los resultados.
—¡Cabellos! —murmuró el virrey.
—Como declaró el conductor del coche: largos y rubios —dijo el jefe de policía
intentando indagar de nuevo en la mirada del virrey, pero había bajado los ojos—.
Lógicamente podrían provenir de una peluca, lo vere mos. Y ahora que tenemos
más personal a nuestra disposición, rastrearemos los barrios que circundan el
banco donde se produjo la localización. Sobre todo ese barrio, alteza real.
Pero el virrey ya no le escuchaba.
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todavía verdes, los reflejos del sol sobre el agua de los lagos, los bosques. Nunca se
habían ido realmente de vacaciones su madre y ella, el dinero no alcanzaba para
disfrutar de un mes de veraneo, daba lo mismo dónde trabajara su madre (y, claro,
también había pasado temporadas en el paro); aunque, desde que había tenido la
idea de los cursos de Buenas Maneras, las cosas comenzaban a ir algo mejor.
Jarven no conocía mucho del mundo, aparte de su ciudad (dado el miedo terrible
de su madre, ésta ni siquiera la había dejado irse de viaje con sus compañeros de
colegio), y con toda seguridad nunca había visto algo tan hermoso como aquello.
—¡Realmente es un país muy bonito! —dijo la joven, y Tjarks asintió contenta—.
Voy a hacer el equipaje, ¿sí? ¿O tengo que hablar antes con el director...?
Se maravilló de lo segura que estaba de actuar en la película. ¿Habría podido
alguien representar el papel de la princesa mejor que ella? «Tenían razón, no era
necesario recitar —pensó—. Hay otras cosas mucho más importantes».
Bajó del coche y estiró los músculos.
—¡Querida Jarven! —dijo Bolström. Había salido antes que ellos en otro coche
y ahora se acercaba a recibirlos—. ¡Tengo que felicitarte! Naturalmente teníamos
la intuición de que eras la adecuada, pero que ya la primera vez fuera todo tan
perfecto... ¡Mi enhorabuena de corazón!
—Gracias —dijo Jarven poniéndose colorada. Había que hablar con las personas
mirándolas a los ojos, pero en ese momento sentía demasiada vergüenza. Miró al
suelo.
—Y por eso, querida Jarven —continuó cariñosamente Bolström pasándole el
brazo por los hombros y llevándola hacia un banco—, me atrevo a hacerte una
petición. O, para ser exactos: se atreve el virrey a hacerte una peti ción. Durante todo
el viaje hasta aquí he estado hablando con él por teléfono, y estamos de acuerdo.
Ahora sólo queda saber si también tú estás de acuerdo con nosotros.
Su brazo se relajó un poco y Jarven se giró hacia él.
—¿Qué? —preguntó.
Bolström sonrió.
—¡Siéntate! —dijo—. Bueno, en principio te trajimos exclusivamente para realizar
contigo este casting tan singular, por eso tampoco te hemos contado demasiadas
cosas de Skogland y de la princesa. Pero ahora podría ser que las cosas fueran a más,
por descontado siempre que tú aceptes, y para eso es necesario que te explique
previamente algo de la princesa.
—¿Que las cosas fueran a más? —preguntó Jarven, perpleja.
—Sabes, Jarven, la princesa ha pasado por momentos muy amargos en su vida —
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dijo Bolström, y su voz se tornó sombría—. Su madre murió al nacer ella, pero su
padre, el rey, la cuidó con tanto amor que nunca le faltó nada.
—Sí —dijo Jarven.
—Se hizo mayor, asumió más obligaciones, las que se esperan de una princesa, y
el país la quería.
Jarven asintió.
—Pero entonces —siguió Bolström—, hace dos meses, ocurrió una desgracia. Una
noche, inesperadamente, murió su padre.
—¿Su padre también? —interrogó Jarven asustada, y sintió que había sido mucho
mejor que no le hubieran contado nada. No habría sabido representar el papel de
una princesa que acababa de perder a su padre.
—Él había trabajado muy duro —dijo Bolström—. Era un rey ejemplar.
Simplemente su corazón no pudo más; aunque no era mayor, siempre se exigía
demasiado. Hace dos meses que lo enterramos.
—¡Pobre princesa! —murmuró Jarven.
Bolström sonrió cansado.
—Sí, le afectó mucho —dijo—. Ya no fue la misma de antes, se encerró en sí
misma, lloró mucho. Su tío, el virrey, fue de la opinión de que no se le podía
exigir demasiado en esos instantes, así que asumió todas sus res ponsabilidades
oficiales. La princesa se lo agradeció —suspiró—. Ni él ni la princesa se opusieron
cuando les hice la propuesta de utilizar el cumpleaños como prueba para mi actriz
principal. Ambos estaban convencidos de que la tensión de esos días, y sobre todo el
recorrido por las mismas calles por las que dos meses antes habían acompañado al
féretro de su padre serían excesivos para Malena.
—¡Pobre! —murmuró Jarven de nuevo.
—Bueno, ya empieza a sobreponerse —comentó Bolström—. Pudo celebrar el
cumpleaños que quería gracias a ti, Jarven, en un lugar secreto lejos de la ciudad,
y Norlin, que ha hablado con ella por teléfono varias veces... Claro que hubiera
preferido tomar parte en su pequeña fiesta, pero tú entenderás que eso era
imposible... Norlin, digo, me ha comentado que su voz sonaba tan feliz y
emocionada como no ocurría desde la muerte de su padre.
—Comprendo —murmuró Jarven pensando que no comprendía nada.
—Pero, bueno —continuó Bolström—, tú regresarás a casa y dentro de una semana
se le volverá a exigir a la princesa lo mismo: que salga al balcón y sonría, que conceda
entrevistas, que se deje filmar mientras recorre las calles. Una nueva ley, muy
importante, debe ser rubricada por el jefe del Estado. Como Malena no es mayor
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Capítulo 12
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todo. Que no había nada peligroso, que no debía tener miedo por ella, menos miedo
que en casa cuando iba al colegio con la bici (misteriosamente eso siempre se lo
había permitido).
Jarven seleccionó «mamá» y esperó. Sonó el timbre en numerosas ocasiones, así
que todavía estaba trabajando.
—¡No te enfades! —dijo Jarven cuando oyó un ruido en la línea que indicaba que
su madre había cogido por fin el teléfono—. ¿Mamá? ¡Soy yo, Jarven! Ya sé que no
debo molestarte, pero tengo que...
Por encima del ruido oyó una voz que hablaba de prisa y enérgicamente, pero
sólo entendió algunas palabras. «Del aeropuerto un taxi —entendió Jarven—.
Desgraciadamente hasta las once», así que su madre trabajaría un buen rato más.
Entonces tampoco la iba a extrañar tanto.
—Mamá, ¡es lo que quería contarte! —gritó la chica. En el jardín los últimos rayos
del sol de la tarde caían sobre el empedrado haciéndolo relucir—. No quiero
regresar todavía. ¿Me escuchas? Me han preguntado...
Alguien habló al otro lado, pero Jarven no consiguió comprender nada. Oyó dos
clics seguidos, como si se hubiera cortado la comunicación.
—¡Mamá! —gritó Jarven—. ¡No puedo entenderte! ¡Tengo que hacerlo otra vez,
la próxima semana! ¡Porque ha ido muy bien! ¡Me gustaría mucho!
Era inútil. La comunicación era demasiado mala.
—¡Adiós, mamá! —gritó Jarven—. Te mandaré un mensaje y no te enfades, por
favor. ¡Aquí se está muy bien!
Luego le dio a «colgar».
Querida mamá —escribió Jarven—, por favor, por favor, por favor, ¡di que sí! La princesa
y su tío quieren que me quede una semana más. La princesa está muy triste porque su padre ha
muerto. Y yo puedo ayudarla. Me gusta mucho estoy ellos creen que lo hago muy bien. ¡Por favor,
por favor, por favor, mamá! ¡Por favor! Tu Jarven.
«Mamá siempre está diciendo que hay que ser servicial —pensó, intentando
quitarse de encima aquella sensación de mala conciencia—. Tiene que permitirme
quedarme aquí».
La respuesta llegó enseguida.
¡Por favor, explícamelo mejor! Mamá.
Jarven utilizó tres mensajes. Esperaba que su madre estuviera con un alumno
agradable. Pero si le contaba de qué se trataba sería comprensivo.
Luego salió al balcón y miró el jardín mientras aguardaba el pitido del móvil. Una
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semana entera en aquella casa, en aquel jardín, en aquella habitación. Podría ser
aburrido. Pero sería un aburrimiento distinto al de casa, donde a partir del sábado
siguiente todos se marcharían, incluida Tine, y entonces no habría nada más que la
lectura y la tele e ir a la piscina (lo más probable, sola), como todos, todos, todos los
veranos.
¡Ay, Jarven!—escribió su madre. Realmente se apañaba muy bien con las
mayúsculas—. En ese caso no puedo prohibírtelo. ¡Pero dentro de una semana volverás!¡Ten
cuidado! Te echo de menos. Mamá.
Jarven echó la cabeza hacia atrás y abrió los brazos. Tjarks vendría enseguida a
preguntar si iba a quedarse.
Pero antes tenía que mandar un mensaje muy corto a Tine.
—Pero, bueno, ¡no os lo vais a creer! —gritó Tine—. ¡Ven rápido, mamá! ¡Papá,
rápido, tenéis que ver esto!
Estaba sentada en el sofá del cuarto de estar con un puñado de nueces en la
mano, de las que su madre siempre ponía en un bol sobre la mesa los domingos por
la noche, cuando en la tele emitían El lugar de los hechos, una serie policíaca que
siempre veían los tres juntos. Si tenía que ser sincera, Tine la veía por tener a sus
padres contentos. Y porque era agradable pasar de vez en cuando una tranquila
velada familiar.
Pero ahora estaban dando las noticias.
—¿Qué ocurre? —preguntó su madre. Había llegado corriendo de la cocina con un
trapo en la mano—. ¡Dios mío, creía que te había pasado algo! ¿Cómo es que estoy en la
cocina sola secando platos y tú estás aquí comiendo nueces?
Tine no consideró necesario contestar.
—¡Ha salido el cumpleaños de la princesa de Skogland! —dijo—. Pero ya se ha
acabado, ¡qué rabia!
—Skogland, ése es un país de lo más cuestionable —comentó su padre, que acababa
de aparecer en la puerta con la cesta de la colada apoyada en la cadera. Tine tuvo
que admitir que en ese momento era la única de la familia que estaba tumbada en el
sofá comiendo nueces. Pero ¡qué bien, qué bien!
—¡Dejadme hablar de una vez! —dijo—. La princesa, os lo prometo, ¡tenía la
misma cara que Jarven, sólo que rubia! Pero su cara era clavada...
—¡Que pierdas el tiempo mirando esas tonterías del corazón! —dijo su padre, y
volvió con la cesta hacia el pasillo—. Sería mejor que te interesaras por la situación
política de los eskoglandeses, ¡el país no está en sus mejores momentos! Quiero
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tender la ropa antes de que empiece la serie. ¡No te comas todas las nueces! ¡Y fíjate
en lo que dice el del tiempo!
Tine le miró enfadada.
—¡Es verdad, mamá! —dijo—. ¡Clavadita a Jarven, pero clavadita!
Su madre levantó las cejas.
—Me sorprende que un parecido de nada te pueda chocar tanto —dijo—. Hay
mucha gente que se parece entre sí. Mejor ven a ayudarme con los cacharros.
Tine se dejó caer en el sofá.
—Tengo que ver el tiempo para contárselo a papá —respondió.
Pero, en cuanto su madre hubo salido del cuarto, corrió al teléfono. Tenía que
contárselo a Jarven. A lo mejor podía poner la última edición de las noticias y ver a su
doble rubia. Qué cosas más increíbles sucedían.
Hacia las ocho se levantó viento, a las nueve se había convertido en un vendaval. Los
árboles del jardín doblaban sus copas, de vez en cuando se rompía una rama. Las nubes
grises corrían por el cielo, que se oscureció tanto que parecía noche profunda, y el
viento aullaba como un lobo (aunque Jarven nunca hubiera oído aullar a un lobo).
La chica estaba en el balcón, ante los cristales laterales, y sentía una incontenible
felicidad. Le hubiera encantado ponerse a cantar en medio de la tormenta. De pronto
todo, todo, todo podía suceder. Era Jarven, la actriz, Malena, la princesa, era Jarven
colmada de felicidad.
¡Menuda bendición que no estuviera ahora en aquel pequeño avión vapuleada sobre el
mar en medio del temporal! Todo funcionaba de maravilla.
Tjarks y Hilgard no se sorprendieron lo más mínimo cuando ella les contó que su
madre había consentido, claro que ellos no conocían a su madre con sus constantes
miedos.
—¡Ya lo esperábamos! —dijo Hilgard, y fue a decírselo a Bolström
inmediatamente.
Aquella misma noche informarían al virrey y a la princesa. A Jarven le habría
gustado hablar con ella. Tal vez podría consolarla. Podrían hacerse amigas, como Tine
y ella. Aunque ya no estaba muy segura de que Tine continuara queriendo ser su
amiga, no le había contestado ningún mensaje. Quizá sintiera envidia, pensó
Jarven, pero no podía creerlo.
Cuando cayeron las primeras gotas, pesadas, grandes, que percibió una a una
sobre sus brazos desnudos, dio un paso hacia atrás. Oyó cómo la lluvia golpeaba la
gravilla, primero despacio, cada vez más fuerte, cada vez más deprisa; oyó cómo los
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guijarros chocaban entre sí bajo el peso del agua; vio cómo las gotas rebotaban
levemente hacia arriba a causa del impulso con el que caían, igual que si quisieran
regresar a las nubes. Era el aguacero más fuerte y más maravilloso que había vivido
nunca, y permaneció junto a la puerta abierta del balcón observando y escuchando.
Y entonces lo oyó.
—¡Mali! —gritó la voz de un chico.
La primera vez creyó que se había equivocado, que había creído entender en el
sonido de la lluvia lo que había oído aquella mañana en la ciudad. No se hubiera
asombrado por ello. Pero después estuvo segura.
—¡Mali! ¡Soy yo!
Jarven se separó de la protección de la puerta y dio dos pasos hacia delante. La
lluvia cayó sobre su cabeza, tan sólo unos segundos después tenía el pelo separado
en mechas empapadas. Se inclinó sobre la balaustrada y miró abajo.
—¿Hola? —dijo en voz baja.
—¡Mali! —llamó el chico. Se había ocultado tras un gran tejo centenario, saltó
hacia delante y se quedó bajo el balcón, con la cabeza hacia arriba, los ojos medio
cerrados para protegerse de la lluvia que golpeaba fuertemente su rostro—. ¿Qué
pasó ayer por la tarde? ¡La conexión se cortó de repente!
De pronto, se hizo la luz en la cabeza de Jarven. El virrey tenía razón: ahí estaba
el chico de la mañana, al que los vigilantes habían tratado de agarrar antes de que
alcanzara el coche, el loco, el que creía que ella estaba enamorada de él. La había
seguido tal como el virrey había pronosticado.
—¿Cómo es que no estás con Lirón? —preguntó él mientras se limpiaba con el
brazo el agua de la cara—. ¿Por qué...?
«¿Lirón?», pensó Jarven.
Había algo que no encajaba. Aquel chico tendría que hablar de amor; si el
virrey tenía razón, tendría que balbucear promesas de amor, intentar alcanzar el
balcón para abrazarla, para besarla; en lugar de eso hablaba de...
—¿Lirón? —susurró Jarven. Tendría que avisar a Hilgard; si el virrey tenía razón,
aquel chico podía ser peligroso. Había pegado a los agentes.
—Sí, ¡maldita sea! ¿Qué pasó? —preguntó el chico. Parecía enfadado.
Desconcertado y enfadado a un tiempo—. Esperamos toda la noche a que vinieras.
Dejamos la televisión encendida porque en algún momento tendrían que decir
que suspendían la celebración, pero nada, y tú tampoco apareciste, y esta mañana
apareces en el coche con el zorro plateado, ¡como si tal cosa!
Era difícil entender sus palabras con el tamborileo de la lluvia, a pesar de eso
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Jarven supo de pronto que no estaba loco. Ni loco ni enamorado. Casi lo sintió.
Pero ¿por qué se encontraba allí? Durante un momento pensó lo que debía hacer.
Debería informar a Hilgard y Tjarks inmediatamente. Pero estaba convencida de
que ese chico no le iba a hacer nada, de repente se había dado cuenta. Más bien
parecía que conocía realmente a la princesa, tal vez era incluso amigo de ella.
Entonces, ¿por qué no sabía su tío nada del asunto?
—¿Mali? —volvió a llamar el chico—. Si quieres, ¡puedes venir conmigo! La verja es
poca cosa, y los perros, ya lo sabes, ¡me entiendo bien con ellos!
Jarven seguía recostaba sobre la balaustrada escuchándole, y el chico seguía
mirándola, como esperando una respuesta.
De golpe la joven percibió un destello de miedo en sus ojos. El chico dio un brinco,
se dio la vuelta y salió corriendo. Sorteó los árboles igual que una liebre, como si le
persiguieran, aunque no había nadie más que ella. Luego desapareció sin más.
La glorieta de la entrada y el jardín estaban vacíos.
Jarven entró en la habitación y cerró las cristaleras. Se quitó la ropa y abrió el grifo
de la ducha, tan caliente que salía vapor.
Temblaba, y no era sólo porque la lluvia la había mojado de los pies a la cabeza.
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SEGUNDA PARTE
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Capítulo 13
2
En la mitología fantástica de raíz anglosajona existe la leyenda del Wechjelbalg, el hijo de un elfo, gnomo,
bruja o similar, que es canjeado por un bebé humano. (N. de la T.)
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Los pies desnudos de Jarven no hacían apenas ruido sobre el suelo de mármol del
corredor. Era curioso lo bien que se orientaba ya en aquel enorme edificio. Torció
por una esquina, tampoco la oscuridad la asustaba ya. No había luz en los pasillos,
no había ni una persona en toda la casa, salvo Hilgard y Tjarks. Ninguna cocinera,
ningún criado y nadie que arreglara el jardín. Pero ¿para qué? Hacía siglos que
Österlind ya no era residencia de verano de la Casa Real.
La puerta de dos hojas y, al final del corredor, la biblioteca. Si todavía no se
habían ido a dormir, los encontraría allí.
Jarven se quedó quieta de golpe. Bastante antes de alcanzar la puerta, oyó las
voces.
—Si he dicho ¡no!, no es sólo por uno o dos meses —gritó el virrey con voz
airada.
Habría llegado por la noche, qué suerte. Así podría preguntarle quién era
realmente aquel chico y si de verdad creía la historia del loco. Si tenía que suplantar
a la princesa Malena, tenía que saber quiénes eran sus amigos. Y, quizá, sus
enemigos.
—¡Sé sensato, Norlin! —dijo Bolström. Jarven supo que era él incluso sin verlo.
Ya casi había llegado a la biblioteca, la puerta estaba entreabierta—. ¡Los rebeldes
no van a esperar mucho más! Hasta ahora todo ha ido bien, mejor incluso de lo que
podíamos imaginar. ¡La niña ha representado su papel de maravilla!
Jarven se quedó parada. Aunque nadie pudiera verla, sintió que su rostro y su
cuello tomaban un tono rojo. Ya se lo habían dicho antes, pero era bonito volverlo
a oír mientras hablaban entre ellos. Sabía que debía golpear la puerta y entrar. Su
madre se habría horrorizado si hubiera descubierto que su hija escuchaba tras las
puertas, y más sabiendo que la conversación se refería a ella.
—Y dentro de una semana volverá a hacerlo estupendamente, estoy convencido.
¡Así habrás conseguido todo lo que querías conseguir! Pero mientras lo tengas...
—¡No! —gritó el virrey, y Jarven, sorprendida, descubrió miedo en su voz—.
¡Simplemente no quiero! Aunque esté a la cabeza de los rebeldes... Aunque tenga
cada vez más seguidores... ¡No quiero masacres, en mi país no quiero masacres!
Jarven se apretó contra la pared. El rubor se retiró de su cara poco a poco y
sintió que se mareaba.
—Nadie habla de masacres, alteza —dijo una tercera voz. Tjarks también estaba
con ellos—. Una masacre es lo que queremos evitar. Bolström tiene razón: mientras
esté arriba en los bosques y sólo tenga que chasquear los dedos para movilizar a los
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Capítulo 14
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«Mañana a primera hora las cosas irán bien otra vez», decía siempre su madre
cuando, tras una pesadilla, Jarven acudía a su habitación y se introducía en su
cama. «Con la luz del día se atenúan los miedos de la noche. No te dejes llevar
de noche por absurdos pensamientos. A la mañana siguiente todo vuelve a ser
mucho más fácil».
Jarven se estiró. Había dormido muy poco. Empezaban a piar los primeros
pájaros cuando notó que caía en un sueño ligero. A veces no era tan sencillo creer en
el consejo de su madre. No cuando se ha espiado una conversación como la de la
noche anterior.
Se levantó. ¿Realmente había oído aquello en lo que no podía dejar de pensar? El
sol se colaba a través de la rendija entre las cortinas y diminutos puntos de polvo se
mecían en sus rayos. Sin necesidad de correr hacia la ventana, ya sabía que era una
mañana preciosa. ¿Y si se lo había imaginado todo?
Llamaron a la puerta.
—Jarven? —dijo Tjarks—. ¿Has dormido bien? —dejó una bandeja al lado
de la cama, fue al ventanal y descorrió las cortinas—. ¡Hoy va a hacer un día
estupendo! Y después de la tensión de ayer, puedes dedicarlo a reposar. Hay una
piscina en el jardín, si te apetece nadar, y haré que te traigan un televisor a la
habitación. Hilgard y yo tenemos cosas que hacer esta mañana, pero seguro que
puedes entretenerte sola.
Jarven asintió sin decir ni una palabra. No tenía muy claro cómo sonaría su voz
si hablaba.
Hilgard y Tjarks tenían cosas que hacer. Una bala tan sólo, ¡ni siquiera notará nada!
—Gracias —murmuró.
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¿Realmente había sido la señora Tjarks, con aquel traje que le sentaba como un
guante, la que en unión a Bolström había instado la noche anterior al virrey para
asesinar al jefe de los rebeldes? ¿Esa señora Tjarks que ahora sonreía como si en su
vida no hubiera mayor problema que maquillar correctamente a Jarven para que
nadie notara que no era la princesa?
—Pareces cansada —dijo atenta la mujer—. ¿No te encuentras bien?
—¡Por supuesto que sí! —respondió ella inclinándose sobre la bandeja para que
Tjarks no pudiera ver su rostro—. ¡Mmmm... mus de ciruelas!
Tjarks se rió.
—¡Ves! —dijo—. Todo va bien. Y te he traído unos periódicos para que puedas
ver cómo encandilaste ayer a todo el mundo —fue hacia la puerta—. Tienes
nuestros números de teléfono, el de Hilgard y el mío, si nos necesitaras para algo.
¿No te importa quedarte aquí sola, verdad?
Jarven negó con la cabeza y cogió un periódico. Había una foto en primera plana
de ella en el balcón, con la cabeza sobre el hombro de Norlin.
—¡Nos veremos a la hora de comer! —dijo Tjarks, y cerró la puerta tras de sí.
Diez mil personas la aclamaron cuando ayer, con motivo de su catorce cumpleaños, la princesa
Malena hizo acto de aparición, por primera vez tras la muerte de su padre, en el balcón de
palacio —leyó Jarven—. Cualquiera que observara su dolor durante las exequias fúnebres pudo
comprobar que, desde entonces, la princesa se ha restablecido ostensiblemente. Se mostraba
descansada, sana y hasta alegre. Los asistentes aplaudieron de emoción cuando, llena de confianza,
la princesa reposó su cabeza por espacio de unos segundos en el hombro de su tío, el virrey (ver
foto de la derecha). Dado que desde la muerte de su progenitor la princesa no había vuelto a
aparecer en público, en las últimas semanas se habían producido ciertos rumores tanto sobre su
estado como sobre la relación que mantiene con su tío. El acto de ayer acalla sin ningún género de
dudas dichas especulaciones. También durante el recorrido en automóvil...
Jarven dejó el periódico.
«Voy a llamar a mamá —pensó—. Me da lo mismo si la molesto. Y si no la
encuentro, probaré con Tine. Tengo que hablar con alguien».
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motivo de que últimamente se hable tanto en todas las emisiones de lo que sucede
en este barrio? ¿De la suciedad y de la destrucción? ¿De que hay pueblos dispuestos a
avanzar y otros que nunca lo lograrán?
—¿Los han sustituido? —inquirió Malena.
Lirón asintió con la cabeza.
—Siempre se empieza por ahí —dijo—. Quien decide lo que es vital para el
cerebro de las personas decide lo que ocurre en el país. Olvida la televisión. Olvida
los periódicos.
Malena echó un vistazo al diario que había sobre la mesa.
—¿Me estás diciendo que no podemos hacer nada? —preguntó—. ¿No
podemos impedir que se autorice esa ley?
La mirada de Lirón fue en la misma dirección. Observó la foto de la portada, luego
se volvió despacio hacia Malena y Joas.
—Tal vez estemos todavía a tiempo —murmuró—. Dejadme pensar un
momentito —cogió el cuchillo y lo mantuvo bajo el grifo del agua fría—. Y tú,
querida Malena, ¡vas a ducharte de una vez! Luego te vestirás con la ropa que te dé
Joas. No será muy principesca, pero en todo caso algo mejor que lo que llevas
ahora. Sobre todo, mucho más limpia.
Malena se miró.
—Entonces, ¿piensas que podemos hacer algo? —preguntó insistente.
Lirón levantó el brazo y señaló la puerta entreabierta de la cocina.
—¡Fuera! —dijo—. ¡Vamos, alteza real! Ha llegado la hora de la ducha.
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indicaba la sobrecarga.
—¡Cuando más falta hace! —murmuró.
Esta vez sí que con un SMS no tendría ni para empezar.
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Capítulo 15
Durante un rato Jarven estuvo mirando la televisión que Hilgard le había traído
con una sonrisa. Una bala tan sólo, ¡ni siquiera notará nada! Le resultó muy difícil
devolvérsela.
Había sólo tres canales, lo más probable es que no tuvieran antena parabólica, en el
jardín de la hacienda. Los programas eran eskoglandeses, en todos se hablaba
exclusivamente del país. Sólo en un momento dado y por dualidad consiguió Jarven
acceder a un informativo (en casa habría cambiado el canal de inmediato) en el que
aparecieron los Estados Unidos, la Unión Europea, Israel, el mundo de más allá.
No tuvo que ver la televisión mucho tiempo para darse cuenta de lo bonito que era
Skogland y de lo felices que ^n los eskoglandeses. Iban muy derechos, radiantes, sonreían
en las entrevistas; casi podría creerse que las enfermedades obviaban las islas
eskoglandesas en su propaganda por todo el globo.
Y, a pesar de ello, no dejaban de hablar de preocupación, amenaza y miedo. Mostraron
tres veces el cráter que se extendía junto al Parlamento, reporteros con expresión seria
informaban sobre la búsqueda de los autores. Las sospechas, Jarven lo descubrió
enseguida, recaían sobre los eskoglandeses del Norte, personas morenas que vivían
en la Isla del Norte más allá del estrecho o en aquel barrio sucio y desolado al
extremo de la ciudad, que no sonreían cuando los enfocaba la cámara, que
levantaban el puño amenazadores y gritaban palabras obscenas.
Era cierto, entonces, que el peligro era mayor de lo que Hilgard y Tjarks le habían
transmitido. Ningún tema mantenía tan en vilo a Skogland como el miedo a un
nuevo atentado, y todavía más: el miedo a aquellas personas de tez morena. Y
cuanto más sabía de ellos, más entendía Jarven a los eskoglandeses. Todos los
norteños a los que los amables reporteros interrogaban en la calle, micrófono en
mano, hablaban una jerga endiablada y sus palabras sonaban tontas y poco
meditadas: insultos, exigencias... Y todos y cada uno de ellos, las emisiones lo
dejaban bien claro, eran partidarios del atentado.
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Jarven suspiró y cambió de canal otra vez. Un cantante rubio estaba frente a un
lago y cantaba algo relacionado con el verano. Tal vez hubiera juzgado a Bolström y
a Tjarks injustamente. Tal vez la mejor solución sería, efectivamente, eliminar al
cabecilla del grupo si conocían el lugar donde se ocultaba. De pronto
comprendió que el Sur se sintiera amenazado.
¿Y qué solución había ofrecido el virrey? Desde el principio le pareció una persona
extraña. Tal vez se tratara sólo de un ser pusilánime que no quería manchar sus ma-
nos con un atentado, mientras que Bolström y Tjarks entendían que a veces era
necesario perpetrar un pequeño crimen (¿pero era el asesinato de una persona un
pequeño crimen?) si con eso se evitaba uno mayor. ¿Podía tratarse de eso? Ésa era
una pregunta para el colegio, pensó Jarven, para la clase de Ética, para la de
Religión, incluso para la de Lengua. Una de esas preguntas que te llevan a jugar con
el móvil bajo el pupitre.
El cantante de la pantalla se estaba dando la vuelta como a cámara lenta, en una
pirueta sobre sí mismo con los brazos abiertos, mientras el último eco de su voz
quedaba atenuado por el sonido de la orquesta. Cuando después empezaron las
noticias, Jarven fue a echar mano del mando a distancia, pero de pronto apareció el
balcón de palacio, el virrey y ella misma: cómo saludaba, cómo se recostaba
sobre él. En la pantalla salió la multitud, aclamándola, imponiéndole verdadero
respeto a causa de su número: riadas de gente que se desbordaban desde la glorieta
de palacio hacia las calles adyacentes cuando el helicóptero con las cámaras trataba
de hacer una toma completa.
«Qué bien que ayer en el balcón no conociera la magnitud de todo esto —pensó
—. Qué bien que no pudiera ver la cantidad de personas que me querían felicitar. Y
qué bien que ayer no tuviera ni idea de que existían esos rebeldes del Norte; no
habría podido vencer mi miedo. No en el coche descapotable, y menos todavía
cuando apareció el chico».
—... la ley —dijo el locutor—. Para refrendarla, tanto el virrey como su sobrina
encabezarán el desfile del próximo domingo. A través de una entrevista telefónica,
la princesa Malena ha declarado que acoge con gran satisfacción una ley que
permitirá la convivencia pacífica con el Norte y la protección frente a los ataques
terroristas, de tal manera que al fin pueda volver la tranquilidad a un país tan
hermoso como Skogland, que bien se la merece.
Jarven apagó el televisor. Odiaba la política, la política la aburría. A pesar de eso,
estaba contenta de entender un poco mejor a qué se referían Bolström y Tjarks.
Tenía que intentar hablar con su madre de todo aquello.
—¿Lo has oído? —gritó Malena. Era más alta que Joas y su pantalón le llegaba
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marcha atrás en el tiempo, jamás. Las únicas consecuencias de la ley serán más
personas decepcionadas en el Norte, más rebeldes crueles y, por consiguiente, un
peligro creciente para todos los eskoglandeses. Y tampoco sería humano. No se puede
dejar a unos vivir en la miseria para que a otros les vaya cada vez mejor.
—¡Amén! —dijo Malena—. Así hablaba siempre mi padre.
Lirón se rió.
—¡Por eso le querían tanto en el Norte! —dijo—. Y a ti también, por supuesto.
Por eso es tan importante para Norlin que ahora parezca que tú estás de su parte.
Si tú apoyas la ley contra los norteños, no habrá ni un solo eskoglandés del Sur que
dude de que es buena y justa, no después de todo lo que lleva semanas mostrando
la televisión. Y lo que pensemos los eskoglandeses del Norte no importa lo más
mínimo.
—¿Ha llegado ya el momento de que nos cuentes tu idea? —preguntó Joas—. Si
no, me pongo a ver la televisión.
—Ahora viene mi idea —dijo Lirón.
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—¡No tienen dinero para eso! —dijo Tine—. ¡Y además me lo habría dicho!
Aunque se hubieran ido sin más, sin informar al colegio. Está claro que no les ha
dicho nada porque todos los profesores me han preguntado por ella.
—De todas formas, yo sigo pensando que se han ido —comentó su madre, y
miró el pastel gratinado con ansia—. Seguramente su madre le ha prohibido
hablarte de su viaje, Tine. Ya sabes lo rara que es.
Tine miró su plato.
—Iré esta tarde otra vez a su casa —murmuró—. No me creo que Jarven pase de
mí. Nos conocemos desde los tiempos de la guardería. ¡Somos muy buenas amigas!
¡Ella confía en mí!
Su madre le echó un vistazo rápido, luego hundió la cuchara en el pastel.
—Da lo mismo —murmuró con mala conciencia mientras se llevaba la cuchara
a la boca—. Sólo espero, Tine, que no te lleves una pequeña decepción con tu mejor
amiga.
Los extensos pasillos estaban vacíos y la luz del sol que entraba por las ventanas
caía sobre el luminoso suelo de mármol y lo hacía relucir.
«Tengo que preguntárselo —pensó Jarven—. A la hora de comer. Hasta ahora
siempre han sido amables conmigo, ¿por qué voy a desconfiar de ellos? Y desde
que he visto en la televisión el peligro que suponen los eskoglandeses del Norte,
hasta puedo entender un poco a Bolström cuando exige que el jefe de los rebeldes
sea eliminado. Qué lástima que mamá no me haya contesta do tampoco, me
habría encantado hablar con ella. No me debe echar tanto de menos si no quiere
hablar conmigo».
Atravesó el enorme vestíbulo y abrió la puerta de la entrada. Llevaba el bañador
y la toalla. Una piscina para ella sola, Tine no se lo iba a creer. Jarven metió un pie
en el agua. Estaba más fría de lo que esperaba.
Miró a su alrededor. Había sido tonto por su parte no cambiarse en la
habitación. Pero le daba vergüenza pasearse en bañador por aquella casa tan
grande. Sin embargo, más vergüenza le daba todavía tener que cambiarse ahora en
el jardín. Había demasiadas ventanas que daban al jardín. Tenía que buscar un
sitio donde nadie pudiera verla.
Cien pasos más allá descubrió el pabellón, una primorosa construcción redonda
con una veleta sobre el techo de cobre con forma de cúpula y ventanas exentas de
cristales. Quizá los príncipes y las princesas lo utilizaran cien años antes para tomar
el té las tardes de clima apacible.
—Vamos allá —murmuró Jarven.
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Cuando estaba a veinte pasos del pabellón oyó las voces. Quienquiera que
estuviera allí dentro no se molestaba en hablar en voz baja.
El primer impulso de Jarven fue dar media vuelta. Ya había espiado una vez y
hubiera sido mejor no volver a hacerlo.
Pero entonces se agachó y se deslizó entre la hierba hasta llegar al borde del camino
de grava que rodeaba el pabellón. No podía aproximarse más a la conversación
porque la gravilla crujiría bajo sus pies. Había un laurel truncado entre el césped
y el camino; Jarven se pegó a su tronco e intentó no hacer ruido.
—No entiendo en absoluto, alteza, por qué nos hizo seguir buscando —dijo una
voz desconocida—. Las pesquisas para dar con la princesa nos las mandó
interrumpir en cuanto ella apareció de nuevo, bien. Pero en lo que se refiere al tal
Hjalmar Haldur, seguimos indagando por todo el país y, es más, la tarde del
cumpleaños de la princesa, ¡usted me exhortó a intensificar la búsqueda todavía
más!
—Mi estimado jefe de policía —dijo el virrey. Jarven reconoció su voz—. Ya le
expliqué...
—Ahora, tras el análisis del cabello... de ese presunto Hjalmar, que ha resultado
ser la princesa —continuó el jefe—, ahora nos dice por fin que...
—¡Porque antes nosotros tampoco lo sabíamos! —dijo el virrey—. Le dijimos a la
policía que la niña había aparecido de nuevo. Que no había sido un secuestro, sólo
una travesura tonta; se marchó por su propia decisión, tenía miedo a causa de los
actos de la fiesta de su cumpleaños, ¡por eso desapareció! Pero luego comprendió
perfectamente que se lo exigía su puesto y volvió a palacio. ¡Usted mismo vio lo
espléndidamente que se comportó en la celebración! ¿Cómo íbamos a saberlo con las
ropas que se puso para escapar del colegio? ¡Pero, por Dios, hay cosas más
importantes que aclarar!
Jarven contuvo la respiración. La princesa se había escapado del internado, ¿por
qué no se lo había dicho nadie? ¿Por qué le dijeron sólo que tenía miedo de
recorrer en su cumpleaños las mismas calles por las que había transcurrido la
comitiva del sepelio de su padre?
—En todo caso, me queda una pregunta por hacer —dijo el jefe de policía con
voz firme—. ¿Quién ordenó suspender la búsqueda de ese Hjalmar si no existía
realmente? ¿Si era una figura inventada que nadie echaba de menos? ¿Si no era
nadie más que la princesa, a la que ya buscábamos por otra parte?
—¡Por todos los santos! ¿Cómo voy a saberlo? —gritó el virrey. Jarven escuchó
desconcertada que el nerviosismo había provocado un tono en su voz que le
recordaba algo. ¿Qué?—. ¡El hospital! Y entonces su jefatura, su jefatura, llegó a la
conclusión de que su aspecto se correspondía con el de ese otro chico y por eso...
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El viaje había durado tres días y tres noches en barco. Ya hacía tiempo que la
madre de Jarven intuía adonde iban, a pesar de que no le habían quitado la venda
de los ojos hasta el último momento.
Mientras subían por la escalera hacia la puerta de entrada, olió la sal en el
ambiente y supo que no se había equivocado.
En cuanto cerraron la puerta tras ellos, uno de sus acompañantes le desanudó
la venda. Fue como pensaba: casi sintió la alegría del reencuentro. Luego le vio en
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una silla no muy lejos de la ventana, que estaba enrejada, las manos atadas por las
muñecas y tan asustado como ella.
—Pero... ¿cómo tú...? —susurró la mujer. No había comido en los últimos días,
todo comenzó a moverse—. Creía que estabas...
—¡Cogedla! —gritó el hombre intentando levantarse. Pero sus pies estaban atados
a las patas de la silla y volvió a dejarse caer en el asiento. Ella se derrumbó con
fuerza sobre el suelo. El hombre tensó sus manos atadas hacia su cuerpo
inconsciente como si quisiera acariciarla.
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Capítulo 16
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Isla del Sur se aprovechan de las riquezas naturales del Norte —la miró—. ¿Lo
entiendes?
Tine sacudió la cabeza. Tenía la sensación de que ya había oído hablar de eso, en
el colegio quizá.
—No del todo —respondió.
Su padre suspiró.
—¿Qué es lo que aprendéis en Historia? —se preguntó—. Bien, los de la Isla del
Sur, los rubios y altos, se consideraban muy superiores a los del Norte. Tenían las
mejores armas, máquinas, qué sé yo. Entraron en el Norte y lo conquistaron, como
se hacían entonces las cosas en todo el mundo. Dijeron que les llevaban el
progreso y los del Norte los creyeron. Lo más seguro es que los eskoglandeses del
Norte admiraran a los del Sur.
Tine asintió.
—Pero, en realidad —continuó su padre—, lo que querían los habitantes del
Sur era su potencial minero y agrícola, el petróleo, aquella fructífera tierra que
permitía plantar todo tipo de semillas. Y los del Norte trabajaron para ellos,
¿entiendes?, por muy poco dinero en su propio país, y con eso los del Sur se hicieron
ricos.
—Claro —dijo Tine.
—Claro, claro, ¿qué actitud es ésa? —preguntó su padre—. En todo caso, en aquel
momento, quien más y quien menos también lo vio adecuado. Incluso los propios
habitantes del Norte. Hasta que se fueron dando cuenta de las cosas, hasta que los
primeros de ellos visitaron el Sur, hasta que algunos de ellos pudieron estudiar en
colegios del Sur; hasta que comprendieron que no había ningún motivo para que
ellos siempre fueran los pobres y los del Sur, los ricos, si el petróleo y la abundancia
agrícola a la que había que agradecer esa riqueza procedía de la Isla del Norte
precisamente.
—Podían haber caído en la cuenta bastante antes —dijo Tine, levantándose.
—¡Mira qué lista! —dijo su padre—. Al mismo tiempo, han ido llegando más
eskoglandeses del Norte al Sur. Porque allí hay suficiente trabajo, trabajo duro,
trabajo sucio, trabajo mal remunerado, que ningún sureño de pro quiere hacer. Por
eso los sureños necesitan peones para sus fábricas, campesinos para sus campos,
ayudantes para sus enfermos y sus ancianos... Y todos esos norteños van
conociendo a los del Sur, a los del Sur y su riqueza. Y empiezan a darse cuenta de
que no es justo.
—Y por eso llegaron los rebeldes —dijo Tine—. Los que salieron en las noticias.
Su padre afirmó con la cabeza.
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—Exactamente —dijo.
—¿Pero Jarven qué tiene que ver con todo eso? —preguntó Tine hundiéndose en
el sofá de nuevo—. Sigo sin entenderlo.
Su padre le removió el cabello.
—¡Absolutamente nada, tontita! —dijo—. Tu Jarven está en algún lugar del
Mediterráneo, en un hotel confortable, muñéndose de risa cada vez que piensa en
el colegio.
—¡Que te lo crees tú! —dijo Tine, levantándose.
Jarven lloraba.
Estaba encajonada en el maletero de un coche que corría a toda velocidad por
calles sin cuestas; tan sólo de vez en cuando reducía la marcha, pero no paraba. Así
que no habían ido hacia la ciudad; en ese caso habría habido semáforos, cruces, y el
vehículo se habría parado alguna vez.
El ruido del motor atronaba en sus oídos, olía a aceite o gasolina, y el fondo
metálico era duro, a pesar de que sus secuestradores habían extendido una manta.
Llevaba los ojos tapados; la boca, amordazada; tenía las manos atadas a la espalda y
los pies agarrados con una correa. Lo primero que hicieron fue quitarle el móvil.
Le parecía todo tan increíble que ni siquiera podía sentir miedo. Así que ya la
habían descubierto hacía tiempo.
Si no, el virrey no hubiera mandado que se la llevaran. ¿Qué era lo que había
hecho mal?
El suelo se hizo más abrupto y el conductor redujo la velocidad. A pesar de ello,
su cuerpo rodaba golpeándose de un lado a otro en su reducida prisión. De pronto,
se pararon.
Se abrieron las puertas y se cerraron de nuevo, oyó voces. Alguien abrió la
portezuela del maletero.
—¡Con cuidado! —dijo una voz de hombre. No era Hilgard, ni Bolström, ni el
virrey—. Si tú la coges de los pies...
Unas manos la agarraron bajo los hombros, otras por las piernas. Levantaron a
Jarven casi con mimo y la sacaron del maletero; respiró el suave aroma de la tarde
que olía a pinos, percibió un suelo boscoso bajo su espalda, musgo.
—Bueno —dijo la voz de hombre otra vez—. Ahora voy a quitarte la venda de
los ojos.
El nudo de la parte trasera de su cabeza se aflojó y entre las copas de los pinos
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gigantescos Jarven vislumbró trozos de cielo que iban adquiriendo el color plomizo
de la noche. Giró la cabeza hacia un lado.
—Si me prometes que no vas a gritar —dijo el hombre, que debía ser el jefe a
todas luces—, te quitaremos también la mordaza de la boca. De todas formas, no
tendría mucho sentido que gritaras. Nos encontramos en medio del bosque.
Jarven intentó asentir para mostrar que había com prendido. Aquel hombre no
tenía el aspecto de los eskoglandeses con los que se había cruzado hasta entonces.
Era más bajito, más robusto y con la piel y el pelo oscuros. Jarven comprendió de
dónde procedía.
—Joas —dijo el hombre, reclamando la participación de otro.
En el mismo momento en que el chico surgió de las sombras de los árboles,
Jarven lo reconoció. Se inclinó sobre ella y le quitó la mordaza. En sus ojos
asomaba el odio.
—¡No pienses que te mereces tantas contemplaciones! —dijo levantando el pie
como si tuviera intención de pisarla.
Jarven gritó.
—¡Joas! —dijo el hombre con dureza.
Era el chico de la ciudad, el del balcón. Todo encaja ba. Había caído en manos de
los rebeldes.
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—Las ligaduras de manos y pies tenemos que dejártelas —dijo el hombre. Ayudó a
Jarven a levantarse y la empujó suavemente para que accediera en pocos pasos hasta
un tronco bajo el que un segundo chico acababa de extender la manta del maletero—.
Creo que están lo suficientemente flojas para no cortarte. Siento tener que actuar así
con una niña. Pero sabes por qué lo hago.
Jarven sollozó.
—Siéntate —ordenó el hombre—. Te ayudaré. Dale algo de beber, Joas.
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—¡Por eso! —gritó el virrey—. ¡Precisamente por eso nos apoyará! Ahora que los
rebeldes la han secuestrado, ¿no crees que los odiará a muerte?
Bolström movió la cabeza afirmativamente.
—Si los rebeldes la han secuestrado, sí —dijo—. Si la ha secuestrado Lirón... —hizo
una pausa—, entonces tendremos que pensar en otra cosa.
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Capítulo 17
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cabeza del hombro de ella y se sacudió. Jarven se habría frotado los ojos muy a gusto,
pero las ataduras de sus manos se lo impedían.
—¡Hora de bajar, estiremos un poco las piernas! —dijo el conductor, muy desvelado.
Los dos chicos bajaron del coche y el hombre desató a Jarven.
—Puedes intentar escapar si quieres —dijo—. Pero sospecho que no llegarías muy lejos.
Somos rápidos. Y tres personas.
Jarven notó sorprendida que ya no tenía miedo. «Como si el miedo pudiera agotarse
con el tiempo», pensó, y aspiró con profundidad el fresco ambiente de primera hora de la
mañana. Esperaría.
El coche estaba en una pequeña planicie rocosa sobre el agua. Bajo ellos se
encontraba el mar, plano como un espejo, y en el horizonte rojo asomaba el sol
devolviendo los colores a los objetos poco a poco. La noche había pasado.
—Escuchad —dijo el hombre. Los dos chicos, que como Jarven estaban en el borde
del acantilado mirando el sol, se volvieron hacia él. Jarven continuó mirando el agua.
Sabía que no se refería a ella. A pesar de ello, escuchó—. He quedado con él en el
puerto donde atracan los transbordadores. No tenemos más elección que fiarnos.
De todas formas, iré primero solo.
—¿Y luego? —preguntó el chico moreno.
—Cuando esté seguro de que el periodista está solo, lo traeré con el coche hasta
aquí —dijo el hombre—. Le enseñaremos a las dos, a la princesa auténtica y a la
falsa. Jarven le contará su historia. Cuando el pueblo sepa que ha sido engañado,
que la princesa de la fiesta de cumpleaños no era Malena, ¿creéis que dará
credibilidad a las demás afirmaciones de Norlin? —suspiró—. Ya no podemos
impedir que la ley vaya adelante —dijo—, pero tal vez podamos influir en el pueblo
para que al virrey las cosas comiencen a serle más difíciles. Para que por lo menos no
se atreva a invadir el Norte. Para que el Norte recobre el valor. Y para que Nahira
vea... —titubeó.
—¿Para que vea que aún se puede lograr algo sin utilizar la violencia? —
preguntó el moreno.
—Eso es lo que deseo —dijo el hombre.
—Pero ¿quién se atreverá a difundirlo? —preguntó el rubio—. Después de lo que
me explicaste, ¿qué periódico? ¿Qué radio?
El hombre se calló.
—Tenemos que confiar en el periodista —dijo despacio—. En éste por lo menos.
Hasta ahora siempre ha estado de nuestro lado. Y es una buena historia. No veo
otro camino.
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«Debo de estar loca —pensó—, pero prefiero quedarme aquí. Aunque me hayan
secuestrado, maniatado y amordazado. Me han dado un poco de su pan y no me han
hecho daño. Si consigo explicarles que todo ha sido un malentendido...».
—¡Doce minutos! —susurró Malena. Con un alegre toque de bocina, como si no
fuera peligroso, apareció el patrullero por el otro lado—. ¡Tenemos doce minutos
justos!
El sonido se fue apagando y Joas apartó la mano del cuello de Jarven.
—Iremos justos —musitó.
Jarven fue la primera que vio el bote de Nanuk. Una sombra oscura que se
deslizaba por el agua, silenciosa, las velas ligeramente desplegadas. Joas esperó a que
la embarcación llegara al centro de la bahía para hacer la señal, una serie de luces
largas y cortas. Jarven no conocía el código morse, pero le pareció que el patrón
aguardaba la señal de Joas. En el silencio sepulcral del límite entre la noche y la
mañana oyó con absoluta nitidez el sonido del cabrestan te cuando el ancla
penetró en el agua. Luego volvió el silencio.
—¡Tú, la primera! —ordenó Joas—. ¡Y pobre de ti como hagas ruido a propósito!
Jarven comprendió por qué tenían ambos tanta prisa. Tenían que aprovechar el
espacio entre que el patrullero iba y venía, y doce minutos era muy poco tiempo
para bajar por los acantilados y nadar hasta el bote sin ser descubiertos.
—¡Vamos! —susurró Joas con voz temblorosa.
Jarven se deslizó con precaución por el borde de las rocas hacia abajo. En la
oscuridad sus manos se agarraban a todos los salientes que encontraba: raíces,
ramas, matas esporádicas. En un momento dado, resbaló y se arañó la espinilla
contra unas rocas, luego consiguió agarrarse a una rama y respiró para calmarse.
Sobre ella oyó de pronto el grito angustiado de Malena y Joas se escurrió a su lado
hacia las profundidades. Oyó que el muchacho lograba parar el impulso de su
cuerpo algo más abajo.
—¡Joas! —gritó Malena con voz amortiguada—. Joas, ¿te ha pasado algo...?
—¡Todo bien! —respondió el joven, casi junto a ella, y en ese mismo instante
Jarven percibió que la playa de guijarros estaba ya bajo sus pies—. ¡No tengas
miedo!
Malena aterrizó junto a ellos con un grito apagado.
—¡A nadar! —dijo Joas, y le dio a Jarven un empujón en la espalda.
En medio de la oscuridad, el agua estaba más caliente de lo que creía. Lo más
silenciosamente que pudo se hundió en ella aguantando la respiración. Tenía miedo
de nadar con la mordaza en la boca, pero después de las primeras brazadas se sintió
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algo mejor. El agua salada hacía que le escocieran los arañazos de la pierna, a pesar
de ello Jarven nadó delante de Joas y Malena con todas sus fuerzas en dirección al
cúter.
«¿Qué habrían hecho estos dos si yo no supiera nadar? —pensó la chica—. ¿Qué
habrían hecho si no me hubiera atrevido a ir con ellos y bajar por el acantilado? Si yo
estuviera realmente conchabada con el virrey, si quisiera que la guardia costera diera
con nosotros para poder ser liberada, jamás habrían tenido una oportunidad de
llevarme al barco sin ser descubiertos. No en menos de doce minutos, nunca».
También Malena parecía pensar en lo mismo cuando se izó por la escala en
segundo lugar, tras Jarven. Le echó a la otra una mirada pensativa y luego señaló la
mordaza de su boca.
—Enseguida —dijo—. En cuanto estemos en mar abierto.
Jarven asintió.
Joas estaba subiendo todavía cuando el pescador se dirigió ya hacia la caja del
ancla.
—¿Todos a bordo? —preguntó en voz baja por encima de su hombro—. No
quiero que os descubran. ¡Escondeos bajo las redes!
Jarven fue tan rápida como Joas y Malena, y otra vez la princesa la miró
pensativa. «Tal vez escuche mis palabras cuando hayamos superado esto —pensó
Jarven—. Tal vez me crea. No sé lo que ocurrirá después, pero por lo menos ya no
seré su enemiga. Y no estaré tan sola».
—¡Abajo! —murmuró el pescador—. ¡Vienen!
De nuevo se aproximaba el runrún del motor del patrullero, y Jarven
comprendió que no habían empleado el tiempo debido. Era imposible hacerlo, el
pescador también debía de saberlo. ¿Cómo iba a explicarles a los guardacostas el
motivo de que se hubiera parado en medio de la bahía y no en los caladeros de
pescado? ¿Cómo creía que iba a camuflar su barco, aunque las velas fueran granates
y el casco negro como la pez? En la distancia la noche podría tragárselo, pero no la
mañana que comenzaba. Todo había sido inútil.
Se encogió de hombros cuando oyó la bocina del barco. Atronadora, tres
zumbidos cortos, tres largos, tres cortos, una y otra vez. Además, el pescador tiró
una bengala hacia el cielo, que subió por encima de ellos y ex plotó formando un
globo rojo. Durante unos segundos el cúter quedó sumergido en una luz roja
mientras en la borda el pescador movía despacio los brazos arriba y abajo.
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levantando y bajando los brazos. Ahora Nanuk los entregaría a la guardia costera.
Lirón tenía razón: no se podía confiar en nadie cuando se huía.
El patrullero se aproximaba a toda velocidad. Dejaba en el agua oscura una estela de
espuma blanca. Cuando estaba a tan sólo unos metros, Jarven vio a dos hombres de
uniforme en la cubierta. Uno llevaba un megáfono en la mano.
—¿Eres tú otra vez, Nanuk? —preguntó—. ¿Qué pasa ahora?
Nanuk se rodeó la boca con las manos para que su voz sonara más potente.
—El motor se ha ido a pique —bramó—. ¡Ya lo sabéis! ¡Una vez más! ¿Me podéis
remolcar? ¡Hasta el puerto por lo menos! ¡Con esta calma chicha me quedaré aquí
por los siglos de los siglos!
A través del megáfono se oyeron risas.
—¡Ya te dijimos la última vez que no tenemos un servicio de remolcadores gratis
para la chatarra del Norte! ¿No te avisamos de que era mejor que te quedaras con
los tuyos con esa cafetera vieja?
—¡Sólo por esta vez! —gritó Nanuk con voz de desesperación. El patrullero ya
había sobrepasado hacía rato al bote por el lado de estribor, pero las miradas con
que los dos hombres recorrieron la cubierta del cúter habían sido poco
inquisidoras—. ¡Qué queréis que haga, tengo que salir a la mar! ¡Soy pescador! Por
favor, os lo suplico. Cómo voy a regresar si vosotros no me...
Los guardacostas siguieron su camino.
—¡Por favor! —repitió Nanuk—. ¡No me dejéis aquí! Vosotros siempre...
El paso de la embarcación de los guardacostas había dejado un vaivén de olas
que hundía y levantaba el bote de madera. De nuevo llegaron risas desde el
megáfono, luego Jarven oyó un clic que indicaba que acababan de apagarlo. El
patrullero desapareció tras una lengua de tierra.
—¡Y ahora, adelante! —dijo Nanuk—. ¡Manos a la obra! Tenemos que estar
fuera antes de que regresen.
—¿Cuántas veces has hecho esto? —preguntó Joas, y Jarven notó admiración en
su voz.
—¿Suplicarles ayuda? —preguntó Nanuk. El ancla desapareció con un chirrido en
la caja—. En las últimas tres o cuatro semanas, casi cada noche. A veces, fuera, en el
estrecho, a veces en nuestra costa, pero también dos o tres veces a este lado. Me
han advertido siempre que no puedo pretender que la guardia costera me
remolque por la cara. Las primeras veces subieron y registraron mi vieja chalupa
centímetro a centímetro. Pero desde hace tres noches ya no lo hacen. Por supuesto,
incumplen el reglamento, pero están hartos de mí —se rió en voz baja—. Los
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Capítulo 18
La casa estaba aislada. En los espesos bosques que la circundaban solía haber
cazadores durante una breve temporada en otoño, cuando acudían a la caza del
alce; nadie más podía estorbar su tranquilidad. La carretera más próxima acababa a
kilómetros de distancia, el camino de grava se transformaba enseguida en una pista
de arena y hierba, imposible de transitar en días de lluvia. Y la costa estaba tan cerca
que casi podían oler el mar. Era un lugar ideal como cuartel general, que además
quedaba lejos de la capital.
—¿Qué ocurrirá ahora? —preguntó el joven que llevaba un buen rato
removiendo los rescoldos del fuego con impaciencia. Tenía dieciocho años
como mucho. A menudo a Nahira le daba miedo pensar en lo jóvenes que eran la
mayoría de sus seguidores, lo deseosos que estaban de vivir aventuras, lo
inconscientemente que arriesgaban su vida, llenos de odio.
—Esperaremos —dijo.
El otro, que estaba sentado sobre el gastado sofá y con el dedo acariciaba la suave
piel de un perro, levantó la vista.
—¡Esperar y esperar y esperar! —dijo—. ¿Nos hemos unido a ti para eso? Dentro
de cinco días refrendan la ley. Y luego entrarán en el Norte con sus tropas.
—¡Tú dijiste que había que amedrentarlos! —gritó el primero—. ¿Ya lo has
olvidado? ¿Para qué hicimos estallar la bomba junto al Parlamento? Dijiste que,
tras la muerte del rey, en el Norte no nos quedaba ya nada que esperar de la
nueva regencia, y lo único que ahora puede ayudarnos es que les enseñemos con
quiénes tendrán que vérselas si nos niegan nuestros derechos sistemáticamente.
—Y lo hemos hecho —dijo Nahira con cansancio. Antes, también a ella le resultaba
fácil permanecer despierta toda la noche, explorando por ahí, hablando,
pergeñando planes. Como aquellos muchachos ahora.
—¿Y qué consecuencias nos ha traído? —gritó el chico que estaba con ella junto a
la chimenea—. ¡Nada! No ya que nos otorguen más derechos, no; ¡nos quitan hasta
los pocos que el rey nos había concedido! Y dentro de pocos días entrarán en el
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Norte, y entonces...
—Tú mismo estás diciendo que el atentado no nos ha servido de gran cosa,
Lorok —dijo Nahira—. No se han dejado achantar por eso. Al contrario, el cráter
junto al Parlamento les ha proporcionado los argumentos necesarios para seguir
oprimiendo al peligroso Norte.
—Entonces hagámosles sentir verdadero miedo de nosotros —gritó Lorok—.
¡Pánico, pánico! ¡Todavía no saben de lo que somos capaces! No pueden tener ni un
minuto más de seguridad, deben ir temblando por las calles, en todo momento
deben temer que estalle una bomba junto a ellos: en sus coches, sus trenes, sus
magníficos edificios... No pueden sentirse seguros ni en sus casas, ni siquiera de
noche, hasta que su miedo sea tan grande que claudiquen, que nos den todo lo
que exigimos, ¡sólo para que puedan volver a dormir por las noches!
—Las cosas no van a ser así —dijo Nahira agotada—. Os lo he explicado cientos
de veces. Cuanto más miedo nos tengan, más odio sentirán por nosotros
también. Y, antes de claudicar, nos pagarán con la misma moneda. Pagaremos cada
muerto que haya en sus ciudades con cien de los nuestros. No hay salida.
El otro joven se levantó de un salto.
—¡No tenemos miedo de morir por nuestra patria y nuestro honor! —gritó—.
¡Mejor estar muerto que dominado! ¡Estamos dispuestos a dar nuestra vida por la
causa! ¡Miles y miles de eskoglandeses del Norte están preparados para morir como
mártires!
—Cállate, Meonok —dijo Nahira—. La muerte suele acabar con todo, ¿sabes?
Pero sabía que no iban a entenderla, eran demasiado jóvenes. Y había cientos
que pensaban igual que Lorok y Meonok. Si no ocurría algo rápidamente, pasaría
lo que ellos pronosticaban. Bombas en el Sur y en el Norte, cada vez un mayor
número de muertos, mes a mes. ¿Qué ganarían con eso?
«Y yo cargo con la responsabilidad —pensó Nahira—. Todavía se miran en mí. Fue
un error hacer estallar la bomba junto al Parlamento. Ahora mis chicos cada vez
quieren más, en todo el país. Cómo pude olvidar que hay que protegerse del
principio, cada principio exige una continuación; pero no un final. Una vez que
han derramado sangre, quieren más. No sé cuánto tiempo voy a poder seguir
controlando a mi gente».
—Me voy a dormir —dijo.
A veces, si había dormido lo suficiente, al día siguiente se despertaba con la
solución.
Habían pasado cuatro horas en el mar. La embarcación había surcado las olas
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casi en silencio, con las velas izadas. En un determinado momento sobrepasaron los
caladeros: otros barcos, otros pescadores que saludaron a Nanuk antes de emprender
el camino de regreso a sus puertos de origen. También allí los chicos volvieron a
guarecerse bajo las redes.
—En el Norte también tenemos traidores —se había limitado a comentar
Nanuk.
Ya en tierra, los acompañó a un cobertizo donde se almacenaban las redes. El
viento y la sal habían hecho mella en la madera pintada de gris con la que había sido
construido y estaba rodeado por otros cobertizos todavía en peor estado.
—Aquí nadie os buscará —había dicho—. Pero en el supuesto de que alguien
llegara a encontraros, os reconociera y os preguntara cómo habéis llegado hasta
aquí, permaneced en silencio mientras podáis. Si os torturasen, probad primero
con una mentira, los tres la misma.
—¿Ésa? —dijo Joas, señalando a Jarven lleno de rencor—. ¡Ésa no!
—¡Cállate! —siseó Malena—. Pero ¿qué mentira?
—Que habéis venido de la Isla del Sur en colchonetas hinchables —dijo Nanuk—.
Que pensasteis que lo conseguiríais, menuda chiquillada. Que visteis un bote que
venía del Norte y le pedisteis socorro. El pescador os divisó y maldijo su suerte. Se
pasó todo el tiempo que estuvisteis a bordo maldiciendo, y que vosotros le contasteis
una mentira.
Malena asintió.
—Con el miedo que teníais, no os fijasteis mucho en el bote —continuó
Nanuk—. Sólo de pasada. No sabéis quién era vuestro salvador. Y él no os
reconoció.
—¿Crees que se lo tragarán? —preguntó Malena.
El pescador se encogió de hombros.
—Podemos intentarlo —dijo—. Ahora tengo que estropear el motor. Si me cogen
los guardacostas...
—¡Muchas gracias, Nanuk! —dijo Malena. Joas murmuró unas palabras y el
pescador los dejó solos.
En el cobertizo olía a pescado. Había redes colgadas de la pared y, en el suelo,
boyas, y espinas y escamas secas por todas partes.
—Podría haber pensado en que teníamos que comer algo —dijo Joas—. Es el
segundo día que hacemos dieta.
Malena se tocó la frente con el dedo para indicar que no era momento de pensar
en esas cosas. Jarven se asombró de lo tranquila que se mostraba de repente.
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—Vaya, vaya —dijo Bolström—. ¡La conciencia del rey, nuestro pequeño y oscuro
apóstol de la moral! ¡Encantado de verte después de tanto tiempo, Lirón!
Lirón permaneció en silencio.
—A ti, por el contrario, ¿no te ha parecido demasiado breve? —preguntó
Bolström—. Sospecho que habrías preferido evitar nuestra compañía durante
bastante más tiempo, ¿no?
Norlin se aclaró la garganta.
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—¡Lirón, permítenos arreglar las cosas de manera pacífica! —dijo—. Siento que
hayamos tenido que atarte. Te pido disculpas si mi gente ha sido menos cortés de lo
necesario.
Lirón levantó la vista.
—Pero tu intento de citarte con ese reportero, que, gracias a Dios, aunque sea
desde hace sólo unos días, por fin ha comprendido lo que debe a su país...
lógicamente nos hace temer que tienes algo que ver con la desaparición de Jarven. Y
tal vez también con la de Malena.
Lirón no se movió.
—Verás, Lirón —dijo Bolström con amabilidad fingida—. Hemos reflexionado
bastante sobre quién podría pasar por delante de los perros asesinos con tanta
facilidad. Y sólo hay una persona capaz, ha sido tonto por nuestra parte no haber
caído antes en la cuenta. En ese caso, no habríamos prescindido de ciertas medidas
de seguridad...
—¡Tu hijo, Lirón! —dijo Norlin—. Joas es el único a cuya voz los perros
obedecen. Así que no hagas que desperdiciemos nuestro tiempo con mentiras.
Vosotros habéis secuestrado a Jarven, y tú pretendías encontrarte con el reportero
para relatarle toda la historia y mostrarle a la chica. Tu máximo deseo es crear,
también en el Sur, un ambiente desfavorable en contra de mi nueva ley.
—¿Entonces? —preguntó Bolström—. ¿Dónde están?
Lirón continuó callado.
—Escucha, Lirón —dijo Bolström—. No tenemos mucho tiempo y no vamos a
malgastar ni un minuto. No tengo ni que decirte que será mejor que hables por tu
propio interés.
Lirón asintió.
—Me estás amenazando —dijo con dificultad. Sus labios estaban resecos—. Ya
tendrías que conocerme, Bolström.
—¡No, Lirón, es un malentendido! —dijo Norlin—. ¡Claro que no te estamos
amenazando! ¡En Skogland no existe la tortura! Sólo queremos que comprendas
que en beneficio de toda nuestra nación es mejor que...
Lirón sonrió.
—Ay, Norlin —dijo—, siempre has confundido tus propios intereses con los de
tu nación. Incluso has confundido tu propia nación.
El virrey optó por mantener la boca cerrada. La ca beza de Lirón fue de
izquierda a derecha y, después, de derecha a izquierda.
Bolström levantó una ceja.
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—Cuántas veces más tengo que explicarte que tienes que aprender a controlarte,
Norlin —dijo.
Joas se había pasado todo el día dando vueltas por el cobertizo. Le crujían tanto
las tripas que hasta Jarven podía oírlo desde el otro lado del almacén. La chica
estaba sorprendida de no tener ninguna sensación de hambre.
A través de una ventanilla que había sobre la puerta, una luz tenue penetraba en
el recinto. Telas de araña, en las que se había depositado un polvo de siglos,
colgaban de ella como si se tratara de unas cortinas roídas y sucias. Jarven se había
adormecido en la oscuridad.
Se despertó porque alguien le golpeaba el hombro.
Agachada ante ella, Malena la examinaba con mirada escrutadora.
—Gracias por no habernos delatado —dijo. Pero Jarven descubrió inseguridad
en sus ojos, y también desconfianza—. Podrías haberte escapado muy fácilmente,
y en dos ocasiones por lo menos.
Desde el día anterior Jarven no había sentido la ne cesidad de llorar, no mientras
se había preguntado qué harían los secuestradores con ella, no durante la huida por
el estrecho. Era como si todas sus sensaciones hubieran estado separadas de ella por
medio de una pared de vidrio: sabía que debía sentir miedo o desesperación, pero
en lugar de ello sólo había una gran calma.
La amabilidad de Malena hizo que la pared estallara. Las lágrimas corrieron por
sus mejillas y de pronto comprendió lo descorazonadora que era su situación. Los
otros temían únicamente al virrey y a los suyos; pero incluso si lograban escapar y
ponerse a buen recaudo, Jarven continuaría sintiéndose en peligro. Los rebeldes no
confiaban en ella tampoco.
—¿Por qué lloras? —dijo Joas enfadado—. No te hemos hecho nada, ¿no? ¿Qué te
crees que haría tu gente con nosotros si nos pillaran? ¿Qué piensas que están
haciendo con Lirón ahora mismo?
Jarven gimió.
—¡No puede hacer nada para evitarlo! —dijo Malena—. El caso es que no nos ha
delatado —y de nuevo apareció aquella mirada insegura, escrutadora.
—¡Claro, de pronto te pones de su lado! —gritó Joas—. Sólo porque es tu...
—¡No! —dijo Malena—. ¡Yo no me pongo de su lado! Pero podría ser que... —
miró a Jarven—. ¿Por qué no gritaste? —preguntó—. ¿Por qué nadaste con
nosotros hasta el bote y no intentaste huir? ¡Ni una sola vez! No habríamos
tenido ninguna oportunidad de alcanzarte.
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Jarven hipó, sus hombros se agitaron. Luego se limpió el rostro con el brazo.
Aspiró hondo.
—Tenía tanto miedo de ellos —susurró—. Quería... Cuando me secuestrasteis,
justamente quería escapar. Pero no sabía cómo zafarme de los perros.
Joas se rió con maldad.
—¡Nadie lo sabe! —dijo—. Salvo yo, por supuesto. Pasaba los días con ellos,
cuando todavía vivíamos en palacio; les daba de comer, hablaba con ellos, jugaba.
«Nunca se sabe cuándo lo necesitaremos», me dijo Lirón. Pero a mí me gustaban,
son buenos animales.
Joas había vivido antes en palacio, de eso conocía a Malena.
¿Por qué habían vivido Joas y Lirón allí, dos eskoglandeses del Norte, dos
rebeldes?
—Los perros atacarían a Bolström —comentó Malena—, o al virrey, antes que
hacerle algo a Joas. Los perros le quieren.
Jarven asintió con la cabeza. Había parado de llorar.
—Pero ¿por qué tenías miedo de la gente de Österlind? —preguntó Malena.
Jarven se dio cuenta de que no la creía de verdad—. De tu propia...
—¡Está mintiendo! —gritó Joas—. Sólo quiere que confiemos en ella. ¿Cómo iba
a tener miedo de su propia gente? Después de haber participado en su juego
durante tanto tiempo...
—¡Yo no participé! —susurró Jarven, percibiendo que el tono de su voz se había
tranquilizado de nuevo—. Yo no sabía que...
—¿No lo sabías? —dijo Joas—. ¡Realmente me gustaría comprender cómo alguien
puede actuar ante la opinión pública como si fuera la princesa de Skogland y no
saberlo en todo ese tiempo!
—¡Por supuesto que sabía lo que estaba haciendo! —replicó Jarven. Estaba
contenta de poder sentir de nuevo algo parecido a la rabia—. Lo que no sabía era la
relación que había entre todo. Creía que...
—Que los del Sur participen en esas maniobras de despiste, de acuerdo —
concedió Joas—. No es raro que si creen que esa ley va a ser buena para ellos
olviden todo lo que una vez asumieron. Pero ¡tú! ¡Tú que llevas sangre del Norte en
tus propias venas! Claro que tienes a quién parecerte...
Jarven sacudió la cabeza con violencia.
—¡Os repito que todo ha sido una equivocación! —gritó—. Entiendo que
creáis que soy eskoglandesa del Norte, ¡tengo ese aspecto! ¡Pero nunca en toda mi
vida había estado en Skogland! Mi padre —pensó en el árbol genealógico, en la lista
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de nombres que Gökhan le había proporcionado a través del teléfono; le parecía que
todo aquello había sucedido hacía muchísimo tiempo— ¡es turco!
—¿Turco? —preguntó Malena aturdida.
Pero Joas ya se había arrojado sobre Jarven.
—¿Nos tomas por estúpidos? —gritó—. ¡De Turquía! ¿Cuántas patrañas más
piensas que vamos a creerte?
Malena le apartó.
—Si tu padre es turco... —dijo con una mirada todavía más escrutadora, si eso
hubiera sido posible, que la que le había dirigido durante toda su huida—. Si tu padre
es turco —repitió— y tú no tienes nada que ver con todos nosotros, con Skogland,
¿por qué viniste hasta aquí? ¿Por qué actuaste en mi cumpleaños como si fueras yo?
¿Por qué allá arriba, en el balcón, incluso...?
—¡Fue repugnante! —gritó Joas—. ¡Repugnante!
Jarven sintió cómo las lágrimas volvían a inundar sus ojos. De pronto se dio
cuenta de lo crédula que había sido.
—¡Fue sólo por la película! —murmuró—. Yo tenía que ser la actriz principal. Y
por eso debía convencer antes...
—¡Una película! —exclamó Joas—. ¡Ahora, encima, una película! —con cada
nueva palabra se mostraba más iracundo.
Pero antes de que pudiera volver a abalanzarse sobre Jarven, Malena se
interpuso entre ambos.
—¡Joas, déjala explicarse de una vez! —dijo enfadada—. Al fin y al cabo, hasta la
noche vamos a estar aquí, ¿por qué no va a contarnos su historia? Luego ya
decidiremos qué es lo que vamos a creerle.
Joas resolló. Una bandada de gaviotas sobrevoló el cobertizo chillando a su paso.
—¿Y bien? —preguntó Malena—. ¿Qué es eso de una película?
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Capítulo 19
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paciencia, que están ansiosos por actuar, por luchar, por dar su vida. Han crecido en
una represión constante, pero, al contrario que las generaciones precedentes,
también con el total convencimiento de que se trataba de una gran injusticia. Algo
se me tiene que ocurrir para mantenerlos tranquilos por un tiempo más. Una acción
que les satisfaga, pero que no cause muchos daños. No quiero que salte la chispa».
Puso el agua para el café y se metió en la ducha.
«Una acción. No quiero que salte la chispa».
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—Me temo que no va a soltar prenda —dijo Bolström. Hacía horas que Norlin
esperaba, caminando de un lado a otro de la biblioteca—. Asegura no saber dónde
están las princesas. Le hemos amenazado y ya sabes que nuestra gente no es nada
delicada. Pasará tiempo hasta que recobre el aspecto de antes.
Norlin gimió.
—Por supuesto hay otros métodos —continuó Bolström—. Pero me temo que
tampoco funcionarán con Lirón.
—¿Eso significa que no las encontraremos antes del fin de semana? —preguntó
Norlin—. ¿A ninguna de las dos?
Bolström afirmó con la cabeza.
—Me temo que esta vez tendrás que salir tú solo al balcón —dijo—. Hemos
puesto en marcha una investigación, por supuesto, pero creo que pueden estar en
cualquier parte del país.
—En el Norte —dijo Norlin—. ¿Lo piensas tú también?
Bolström encogió los hombros.
—El Norte también es muy grande —dijo—. Escucha, Norlin, sé perfectamente
lo que piensas, pero ha llegado el momento. En el Sur todavía no tenemos suficiente
acogida para nuestros planes, quizá ni tan siquiera para la nueva ley. Si tuviéramos
a la princesa de nuestra parte, bien, pero así... Debemos hacer un esfuerzo, Norlin.
Nuestra gente se ha estado informando, tienen todavía muchas dudas. Va a haber
resistencia, también en el Sur, con respecto a la invasión del Norte; estoy convencido.
Necesitamos más argumentos. Argumentos de peso.
—¡Pero que no haya muertos! —gritó Norlin al borde de la histeria—. ¡No quiero
que mis manos estén manchadas de sangre!
—Nada de muertos —dijo Bolström amistosamente mientras le tranquilizaba
poniéndole una mano sobre el hombro—. Veré lo que puedo hacer.
—¿Por fin has comprendido por qué te trajeron? —preguntó Malena. Había
estado un instante cuchicheando con Joas, luego se había sentado junto a Jarven,
sobre un montón de redes. Joas, apoyado en la pared de enfrente, las observaba.
Jarven afirmó con la cabeza.
—Tenía que simular que era tú —murmuró—. Para que el pueblo creyera que la
princesa y el virrey estaban de acuerdo en todo. Para que el virrey pudiera imponer
más fácilmente su ley contra el Norte.
—Más o menos —comentó Malena—. Más o menos.
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—Pero ¿por qué? —preguntó Jarven—. ¿Por qué es tan esencial que la princesa
apruebe también esa ley?
Malena miró a Joas.
—Explícale la historia completa —dijo—. Todavía no está lo suficientemente
oscuro para que abandonemos el cobertizo, da lo mismo lo que rujan nuestras
tripas. ¡Es mejor que se entere de todo de una buena vez!
—¿De todo? —preguntó Joas.
Jarven vio cómo ella le echaba una mirada y Joas asentía, casi imperceptiblemente.
—De acuerdo —dijo él mientras deslizaba su espalda por la pared hasta quedar
sentado en el suelo—. ¿Sabes algo de los rebeldes? ¿Has oído hablar del atentado
contra el edificio del Parlamento?
Jarven asintió.
—Bien —dijo Joas—. Existen desde hace mucho tiempo. Pero no cometían
atentados, no al principio; no tiraban bombas, ni siquiera tenían armas. En los
primeros tiempos querían negociar únicamente con el rey. Lograr los mismos
derechos para el Norte. ¿Sabes? En su fuero interno también ellos creían que el Sur
era tan justo y bueno como él mismo proclamaba y como siempre se les había dicho
a ellos.
—El movimiento se fue haciendo más fuerte —dijo Malena—. Cada vez fueron
más los eskoglandeses del Norte que los apoyaban. Me imagino que conoces quiénes
eran sus líderes.
Jarven negó con la cabeza.
—¿Sus líderes? —preguntó.
—Dos hombres y una mujer —dijo Joas—. Se conocían desde la infancia,
habían ido juntos a un colegio del Sur: Lirón, Nahira y Norlin.
Jarven se le quedó mirando.
—¿Norlin? —dijo—. ¿Y ahora quiere... una ley contra el Norte?...
Vio cómo Malena y Joas intercambiaban una mirada.
—¿No te has dado cuenta de que Norlin es eskoglandés del Norte? —preguntó
Malena—. ¿Aunque se haya teñido el pelo de blanco, el zorro plateado? ¿Aunque
lleve lentillas azules para ocultar sus ojos marrones? ¿No has visto que es más bajo que
el resto de su gente? ¿No te has fijado en su acento, que todavía sigue conservando
a pesar de que practique diariamente con uno de los actores más afamados?
—No —murmuró Jarven—. Sí... —las cosas empezaban a cobrar sentido.
—Lo dicho, eran los mejores amigos —continuó Joas—. Cualquiera de ellos
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habría dado su vida por los otros, por lo menos eso creían. Norlin y Nahira, desde
luego: estaban enamorados.
—¿Nahira? —dijo Jarven.
Para que Nahira vea, había dicho Lirón. Y Joas había acabado la frase: ... Para que vea
que aún se puede lograr algo sin utilizar la violencia.
Joas asintió.
—Pero... —preguntó Jarven—, ¿cómo es que ahora Norlin es el monarca y
Nahira... está al otro lado?
—Ella es la líder de los rebeldes —explicó Joas—. Y Norlin sólo es el virrey —
ahora exhibía una mirada tan escrutadora como la de Malena—. Entonces, el rey
todavía era muy joven y tenía una hermana melliza. Ambos se querían mucho. Pero
la princesa... ¡quién sabe! Tal vez no la llevaron al colegio adecuado... El caso es que
acabó haciendo algo incorrecto —se rió y Jarven esperó con paciencia—. Apoyó a los
rebeldes desde el principio —dijo Joas—. Era romántica, me contó Lirón;
admiraba a los rebeldes, su fortaleza y el hecho de que lucharan por una buena
causa. Quería que se aceptaran sus demandas.
—¿Tu padre no lo quería? —preguntó Jarven.
Malena sacudió la cabeza.
—Entonces, todavía no —dijo.
—La princesa se encontró con los rebeldes —siguió Joas mirando a Jarven—. Ya
sabes lo que ocurrió a continuación.
Jarven negó con un gesto de la cabeza.
—No —dijo, pero poco a poco comenzaba a intuir algo.
—Se enamoró —siguió Joas—. De Norlin. Y entonces salió a relucir que los tres
inseparables realmente no eran tan inseparables, sobre todo Norlin y Nahira.
Como si no hubiera amado nunca a Nahira, Norlin se casó con la princesa.
—¡Qué ruin! —exclamó Jarven.
Joas y Malena intercambiaron una mirada.
—Puedes imaginarte que, al principio, el rey estaba en contra de esa unión, y que
se produjo también un gran alboroto entre el pueblo: ¡su querida princesa casándose
con alguien del Norte! Pero se fueron acostumbrando, por lo visto Norlin era
encantador. Se trasladó a la Corte y el rey empezó a darle vueltas a las cosas.
Despacio. Poco a poco. Pero sin pausa.
Jarven asintió.
—Finalmente mandó buscar también a Lirón y lo nombró consejero para
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Capítulo 20
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—¿Ha vuelto en sí? —preguntó Joas. Su voz fue lo primero que Jarven oyó.
Sintió como si la izaran desde un pozo profundo y oscuro hacia arriba, donde
había mucha más luz y un sinfín de ruidos. Cuando abrió los ojos, el rostro de
Malena flotaba sobre ella.
—¿Bueno? —dijo agradablemente la chica—. ¿Has vuelto?
Jarven necesitó unos segundos para darse cuenta de dónde estaba. En su
cabeza aún persistía un resto de mareo. De pronto recordó lo que Malena y Joas
habían dicho.
—¡Me encuentro mal! —susurró. Malena le enjugó el sudor de la frente con una
punta de la sábana.
—¿No te ha sentado bien la sopa? —preguntó la princesa—. Venga, Jarven, olvida
a tu madre. No ayuda a nadie que pienses a menudo en ella y en lo que Norlin,
Hilgard y el desgraciado de Bolström quizá le hayan hecho.
—¡Tengo mala conciencia! —murmuró Jarven—. Si yo no... hubiera procedido de
manera tan engreída como para sentirme orgullosa de que me hubieran escogido
justamente a mí, si les hubiera dicho sencillamente que no tenía ninguna intención
de actuar en su estúpida película. .. —se sentó—. ¡Se habrían llevado a otra chica! ¡Y a
mi madre no le habría ocurrido nada!
Malena y Joas intercambiaron una mirada.
—¡Tonterías! —dijo Joas—. Olvídalo.
—Las cosas son como son —dijo Malena—. Y tenemos que amoldarnos a ellas. Y
eso significa que todavía debemos alejarnos más de la costa. Aquí, junto al estrecho,
será donde antes nos buscarán.
A lo largo de la noche recorrieron aquellas carreteras sinuosas. Ni un vehículo a
la redonda; ningún foco de luz que surgiera en la distancia, pasara de largo y
desapareciera, sólo la luna y las estrellas. Joas afirmó que era capaz de determinar el
punto cardinal con la sola posición de las estrellas. Jarven simplemente se dejaba
llevar.
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tiempo, de tal manera que tan sólo dos brigadas de limpieza, integradas por
eskoglandeses del Norte, las únicas personas que se encontraban en esos instantes
en el estadio, salieron heridas. Dos horas después, se habrían reu nido en el recinto
cuarenta mil espectadores. Según las apreciaciones de la policía y dado el grado de
la deflagración, con toda seguridad habría habido que lamentar varios millares de
víctimas.
Jarven se apoyó en la mesa. «Nahira», pensó. La cámara mostró el techo del
estadio, que, desgajado en grandes bloques de cemento, se había desmoronado
sobre la tribuna hasta la zona de asientos.
—Se ha celebrado una reunión urgente en palacio. El virrey ha hablado de una
«verdadera tragedia para nuestra Skogland, que tampoco en esta ocasión ha podido
ser evitada». Se busca a los autores de los hechos por todo el país. Como todo hace
sospechar que los cabecillas del grupo se encuentran ocultos en la Isla del Norte, el
gabinete de crisis deberá deliberar de qué medios se dispone para alcanzarlos y
acordar qué penas les serán infligidas.
Malena dio con precaución un paso hacia atrás, luego hizo una señal a Jarven.
—¡Vamonos! —susurró.
Jarven echó un vistazo a la mujer. Estaba como hipnotizada, con la mirada fija en
la pantalla. Respiraba con dificultad.
—¡La ocupación! —murmuró—. Ahora tienen un motivo.
—¡Ven! —susurró Malena nuevamente.
No era cortés salir huyendo de esa manera. Pero la mujer se comportaba de forma
muy extraña. Parecía que fuera a desmayarse allí mismo.
Jarven corrió tras Malena por el claro hasta el bosque.
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Capítulo 21
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escarmentar! ¡Qué estúpidos, qué estúpidos, qué estúpidos son esos rebeldes! ¡No le
podían ofrecer al virrey mejor pretexto para hacer lo que él justamente pretendía!
—No —murmuró Malena—. ¿De veras crees que ha sido a propósito? Que la
bomba haya estallado antes de tiempo... ¿Crees sinceramente que Nahira sólo tenía
la intención de dar una señal de advertencia? ¿Crees...?
—¡Cómo puede Nahira ser tan tonta! —gritó Joas—. ¡Le está proporcionando a
Norlin los mejores argumentos! ¡Casi podría pensarse que ambos estuvieran
confabulados!
Malena no respondió. Seguían sentados entre las ásperas plantas de arándanos,
aguardando a que el ritmo de su respiración volviera a la normalidad.
De pronto, Joas se apoyó en el codo.
—Entonces, ¿no os ha reconocido? —preguntó.
—¿Nahira? —dijo Malena—. Creo que no. Casi ni la he mirado. Siempre que he
podido me he quedado detrás de Jarven. Me ha tomado por alguien del Sur.
Jarven se quedó observándola.
—¿Nahira? —musitó—. La mujer de allí era... ¿Nahira?
Malena asintió.
—Una maldita casualidad —dijo—. Por lo menos Joas la ha reconocido a
tiempo y ha salido huyendo. Pero no ha descubierto quién era yo. Y tú tampoco,
claro.
—¿La líder de los rebeldes? —preguntó Jarven—. Pero ¿cómo es que está aquí, en
el bosque, si acaba de hacer estallar una bomba en la ciudad?
Joas se rió sarcástico.
—Tiene a su gente —dijo—. No va a ensuciarse ella las manos...
Jarven reflexionó.
—Pero ¿por qué... —murmuró—, por qué estaba tan asustada mientras atendía a
la información? Estaba como petrificada. Ni tan siquiera se ha fijado en que
salíamos volando.
—Es cierto —dijo Malena—. Estaba... casi aterrorizada, más que nosotras. Tal
vez ha sido una conmoción para ella que la bomba hubiera estallado antes de hora.
Ella lo había planeado de otra manera.
—Sí —dijo Jarven pensativa—. Eso habrá sido.
El sol se asomó por las copas de los árboles y poco a poco sus rayos fueron
alcanzando también el suelo del bosque entre las ramas. Sólo ahora que el calor llegó a
sus hombros, se dio cuenta Jarven de que, tras la carrera, el frío se había alojado
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en su cuerpo.
—¿No podríamos dormir un poco? —murmuró—. ¿Por lo menos un
minúsculo diminuto poco?
Malena estaba de acuerdo.
—De todas formas es demasiado peligroso continuar con esta claridad —dijo—.
Y más ahora, que están peinando todo el Norte a causa de los rebeldes. Pronto esto
estará plagado de soldados. Así que durmamos un rato.
Jarven cerró los ojos y se acomodó entre las ramillas puntiagudas. No entendía
por qué unos minutos antes pensar en una cama le había resultado tan seductor.
No había un lecho más espléndido que el caliente suelo del bosque entre los
arándanos.
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Desde el principio, el rubio había estado aterrorizado, por eso se escondía tras la
chica del Norte; no era para menos, estaba segura de que era un fugitivo. Le
recordaba a alguien, también la muchacha le había recordado a alguien, ahora que lo
pensaba. Pero tal vez sólo eran imaginaciones suyas. Tal vez era el sobresalto a causa
de aquella terrible noticia el que le hacía ver fantasmas.
Tenía que meditar lo que debía hacer, qué camino quedaba para detener a Norlin.
Suerte que estaba sola. Tenía que meditar.
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Cuando Jarven se despertó era ya mediodía. El sol estaba en el punto más alto,
en un cielo tan azul que parecía pintado por la mano de un niño; el suelo caliente
hizo que la joven se sintiera a gusto y con ganas de seguir durmiendo. A su lado
oía la respiración sosegada de Joas y Malena.
Jarven se dio media vuelta e intentó volver a penetrar en su sueño. Tenía algo
que ver con Nahira; la sensación del sueño volvió, aunque tan sólo unos retazos:
Nahira, la mujer de la casita del bosque; había algo raro en su sueño, por eso se
había despertado.
Jarven se acomodó en la hondonada arenosa. La cocina de Nahira, el televisor, la
bomba, Nahira era la líder de los rebeldes. Y Bolström se reía y se reía, estaba en la
biblioteca y se reía, con una pistola en la mano, disparaba, la casita del bosque...
Jarven se sentó. Eso era. Dio un respingo y se sintió tan despierta que supo que
no tenía ningún sentido intentar volver a dormir. Eso era, en cuanto le contaron
todo lo relacionado con Nahira tendría que haberse dado cuenta. Claro, Nahira; no
podía ser, allí no había vigilancia, ni un soldado; lo habrían notado, seguro, y los
soldados también los habrían descubierto a ellos...
—¡Joas! —gritó Jarven sacudiendo los hombros del chico—. ¡Malena! ¡Tenéis que
despertaros!
Joas se dio la vuelta y gruñó enfadado entre sueños. Malena la miró como si
viniera de muy, muy lejos.
—¡Malena! —dijo Jarven sin soltar los hombros de Joas—. ¡Tengo que contaros
algo!
—¿Qué? —preguntó la joven, y cerró los ojos de nuevo. Joas murmuró unas
palabras en medio del sueño y trató de quitarse de encima la mano de Jarven, como
si fuera un molesto insecto.
—¡No os durmáis otra vez! —gritó Jarven—. ¡Despertaos! ¡Despertaos! ¡Creo que es
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importante!
Malena suspiró.
—¿Pesadillas? —preguntó. Pero ya estaba despierta, Jarven lo notó—. ¿Se te ha
pasado ya?
Jarven negó con la cabeza.
—¡Joas! —dijo desesperada.
—Dale una bofetada —propuso Malena desperezándose—. Eso ayuda, le
conozco muy bien. Dios mío, que día tan precioso, podríamos haber dormido un
poco más.
Joas se estremeció cuando Jarven comenzó a golpearle ambas mejillas con
suavidad.
—¡Maldita...! —gritó, luego miró a su alrededor como buscando algo—. ¡Mierda!
He soñado que alguien me pegaba.
—¡Hay que ver lo que se puede llegar a soñar! —comentó Malena—. ¡Tienes
unos sueños bien extraños!
Pero a Jarven ya no le quedaba paciencia.
—¡He caído en la cuenta de algo! —dijo arrodillándose; una rama diminuta se le
clavó en la espinilla—. ¡He pensado que debía contároslo enseguida! Hay algo que
no funciona.
Joas bostezó.
—Te irás acostumbrando —dijo—. Aquí las cosas son así, no funcionan como en
otros sitios. Por ejemplo, ayer hubo un atentado en el estadio. Y algún idiota me ha
despertado cuando me encontraba en el mejor de los sueños, eso es lo que menos
funciona de todo.
—Justo en medio del sueño! —dijo Jarven—. Yo también he soñado algo y cuando
me he despertado... —pasó la vista del uno al otro—. Durante el fin de semana, en
Österlind —dijo—, escuché una conversación por casualidad, entre Tjarks,
Bolström y el virrey, os lo conté. Hablaban de matar al cabecilla de los rebeldes.
Malena asintió.
—Nos lo dijiste, sí —confirmó.
—Y estuvieron hablando todo el rato —dijo Jarven excitada— de que lo tenían
bajo control, que lo vigilaban.
Joas se la quedó mirando.
—Sí —dijo. De repente tenía aspecto de estar muy despierto—. ¿Estás segura?
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—¿Intentas decir que alrededor de la casa de Nahira había un cerco policial que
no vimos? —preguntó Malena—. ¿Te refieres a que está todo el tiempo vigilada?
¿Y que nos han descubierto a nosotros también?
Jarven sacudió la cabeza con fuerza.
—¡Chorradas! —dijo—. De ser así, nos habrían atrapado. Y a Nahira seguramente
también, después del atentado. Creo que allí no había nadie.
—Yo también lo creo —dijo Joas—. No había nadie allí que estuviera vigilando
secretamente a Nahira.
Malena se mostró desconcertada.
—¿Estás insinuando que vigilan una guarida equivocada? —preguntó.
—¡No! —gritó Jarven. Estaba tan nerviosa que no paraba de romper tallos.
Pequeñas hojas de arándano caían al suelo—. Además, siempre hablaban de él. Él
no notará nada, acabaremos con él, ¡hablaban de un hombre! ¡No de Nahira! No
hablaban de la cabecilla de los rebeldes, ¿no lo entendéis? ¡Ellos saben que el jefe de
los rebeldes es una mujer!
Malena frunció el ceño.
—Pero dijeron que querían matar al cabecilla de los rebeldes —dijo—. Eso lo
oíste perfectamente. ¡No te lo imaginaste!
Jarven partió una rama, la corteza le arañó la mano.
—Yo pensé que se referían al cabecilla de los rebeldes —dijo—. Porque dijeron que
querían evitar una guerra civil. Por eso creí... —una diminuta gota de sangre se
derramó de una pequeña raspadura que Jarven se había hecho entre el pulgar y el
índice.
—¿Una guerra civil? —preguntó Joas mirando a Malena.
—¿Y a quién iban a referirse si no? —interrogó Jarven a los otros—. ¡Pero no puede
ser! Nahira es una mujer, ¡y estaban hablando de un hombre, seguro!
—Y le querían matar para que no se les pudiera escapar —murmuró Joas—.
Porque podía empezar una guerra civil. Y sólo Norlin estaba en contra.
Jarven asintió.
—¿Mali? —dijo Joas—. ¿Sabes lo que estoy pensando?
Malena no respondió. Jarven vio asustada que estaba temblando.
—Sólo se me ocurre una persona —dijo Joas en voz baja—. ¿Mali? Sólo una que
pueda dar al traste con su ley. Sólo una tras la que se agruparía todo el pueblo
contra el zorro plateado, en caso de una guerra civil. ¿Mali?
Malena temblaba tanto que Jarven tuvo miedo.
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TERCERA PARTE
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Capítulo 22
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captado todo.
—La chica —dijo Nahira en voz alta.
La cafetera tardó mucho tiempo, ella tamborileaba con los dedos sobre el metal de
los otros fogones, iba y venía. Si cerraba los ojos, veía de nuevo a ambos chicos ante
sí; ya no tenía dudas, era Malena. ¿Y la otra le resultaba tan conocida porque se
parecía mucho a Malena?
La cafetera pitó.
¿Quién podía parecerse tanto a Malena? Nahira olvidó servirse el café.
—Jarven —murmuró, y se dejó caer en la silla.
De pronto comprendió que no todo estaba perdido.
—¿Tú crees? —musitó Malena. Temblaba tanto que Jarven habría querido
mantenerla fuertemente agarrada—. Pero entonces...
—¡Pero entonces las cosas son muy distintas! —gritó Joas—. ¡Eso es, sí, sí, eso es!
Atended, mis queridas princesas, si es cierto lo que pensamos...
—Yo creo que es cierto —dijo Jarven—. Lo creo realmente. ¡Todo encaja!
—Entonces, es así —dijo Joas—. Querían quitarse al rey de en medio, antes de
que Skogland se transformara para siempre de una manera que a muchos no les
gustaba, porque perderían sus privilegios. Pero Norlin estaba en contra de
matarlo, Jarven ya dijo que era un sentimental, ni de lejos tan frío como
Bolström, su mano derecha. Por eso se limitaron a apartar al rey de su camino y
simularon su muerte. Todo perfecto.
—Y lo llevaron a algún sitio donde lo custodian día y noche —dijo Jarven—.
Pero saben que si escapa no tendrán ninguna oportunidad.
—¡Exacto! —dijo Joas—. Por eso, Bolström prefería matarlo. Pero Norlin seguía
estando en contra.
Jarven asintió. Malena se fue tranquilizando.
—Y ahora imaginémonos —dijo Joas con un tono de voz cada más fuerte, más
alterado— que el rey queda en libertad: ¿qué creéis que sucedería entonces?
—¿Si sacara a la luz pública lo que Norlin hizo con él? —preguntó Jarven—. ¿Y que
todo el entierro fue una farsa?
—¿Y que la celebración del cumpleaños fue otra absoluta patraña?—dijo Joas
—. ¿Que Norlin no sólo secuestró al rey sino que engañó a toda la nación? Creedme,
se armaría un buen tumulto. ¡Norlin tendría que buscar asilo en alguna nación
extranjera! A nadie le gusta que le tomen el pelo, ni siquiera al pueblo de
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Skogland.
—Eso significa... —dijo Jarven, y miró a Joas interrogante.
—Eso significa que ahora sólo debemos hacer una cosa para salvar a Skogland —
concluyó Joas—. Tenemos que encontrar al rey.
—Tenemos que encontrar al rey —repitió Jarven.
—¡Vamos, vamos, Malena! —dijo Joas sacudiéndola por los hombros—. ¿Dónde
crees que puede estar? ¿Adonde crees que le pueden haber llevado? Tú eres la que
mejor conoce a Norlin.
Malena levantó la cabeza. Sus temblores habían cesado, pero sus ojos no fijaban la
vista en nada.
—No lo sé —murmuró—. No tengo ni idea.
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Capítulo 23
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Les hizo una señal de que se sentaran en el sofá de la cocina. Joas sacudió la
cabeza con terquedad, y uno de los hombres de Malena estuvo a punto de darle un
empujón, pero ella se lo prohibió con un gesto.
—Déjalo —dijo.
El televisor sobre la cómoda seguía encendido y sin volumen. Jarven reconoció a
Bolström, que hablaba ante un micrófono con gestos grandilocuentes.
—Cuanto más hablen del atentado en el estadio, la amenaza será
manifiestamente mayor —dijo un rebelde que ya estaba sentado en la cocina cuando
entraron—. No puedo seguir escuchando todo esto. Ya hay uno que ha insinuado
que sin una incursión militar en el Norte jamás se conseguirá dominar a los
rebeldes. Te quieren trincar, Nahira.
—Eso no es nuevo, Tiloki —dijo ella—. Ahora separa los ojos de la pantalla por
unos segundos. Las princesas están aquí.
—Sí, hola —dijo Tiloki—. Jamás habría imaginado que os iba a conocer a
vosotras dos bajo estas circunstancias.
Jarven miró a Malena. Ya no sonreía, pero seguía mostrándose serena, casi
satisfecha.
—¿Y? —preguntó ella—. ¿Qué pensáis hacer con nosotros?
Nahira la miró pensativa.
—Todavía no lo sabemos exactamente, Mali —respondió—. Dios mío, has
crecido mucho desde la última vez que te tuve en mis rodillas.
—Casi han pasado diez años de eso —dijo Male na—. Más o menos. Desde
que decidiste que tenías que ir al Norte para reclutar rebeldes.
—Sí, eso pensaba entonces —admitió Nahira—. Y sigo pensándolo hoy. Ya has
visto cómo han ido las cosas, Malena. Ya ves lo que tiene tu tío entre manos. Y
que ahora tampoco tú eres de su misma opinión —cerró los ojos—. Por lo menos
ya no, porque en la fiesta de tu cumpleaños saliste muy contenta al balcón con él,
saludando a todo el mundo... Deduzco que estás huyendo de él. Estáis huyendo los
tres, ¿no?
Malena lo confirmó con un gesto de la cabeza.
—Si no, no me habría cortado el pelo —dijo—. Y la de mi cumpleaños, tanto en
palacio como en el coche descapotable, no era yo —señaló hacia Jarven—. Era ella.
Nahira permaneció un rato en silencio.
—Era Jarven —murmuró luego—. Claro, quién podía ser si no. Y por qué, si
Jarven estaba tan ansiosa de colaborar con Norlin..., ¿por qué está ahora aquí
contigo y no sigue ayudándole a engañar y a estafar al pueblo de Skogland?
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Cuando Jarven acabó, en la cocina había un silencio de muerte. Hacia el final, Joas
y Malena la habían interrumpido varias veces para explicar su huida con Nanuk
hacia el Norte. Jarven ya se había percatado de que ambos confiaban en que Nahira los
ayudaría a encontrar al rey. Se preguntaba qué exigiría Nahira a cambio, pues
recordaba con toda crudeza el cráter junto al Parlamento y las ruinas del estadio.
Tiloki tosió.
—Vaya... —dijo, y observó a Nahira meditabundo—. Entonces...
—Entonces, por lo menos podríais desatarnos —dijo Joas—. Porque está claro
que todos estamos en el mismo bando para combatir al zorro plateado.
Nahira estuvo conforme y con un gesto le indicó a Meonok que lo hiciera.
—En realidad, estamos de vuestro lado sólo porque el atentado al estadio no ha
tenido consecuencias —razonó Malena—. ¡Si hubiera muerto una sola persona,
Nahira, jamás me uniría a ti! Hay una cosa que tiene que estar muy clara: no
colaboraremos contigo si atentas contra personas, si pones vidas en peligro, si tú tan
sólo... Yo soy la princesa de Skogland y todos los eskoglandeses, sean del Norte o
del Sur, están bajo mi protección. No voy a permitir que le arranquéis ni un pelo a
nadie.
Lorok se rió con sarcasmo, inclinándose profundamente.
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Capítulo 24
Nahira había hecho café y había sacado la cafetera humeante al jardín. Joas
bebía con los adultos, pero Malena y Jarven pusieron cara de asco y se abstuvieron
de probarlo. Nahira les trajo de nuevo la jarra de agua.
—Eso significa —dijo Nahira— que lo tienen prisionero en algún lugar. Y si
pudiéramos liberar al rey, se armaría un gran revuelo en el país; ¡Dios mío, menuda
se armaría! No bastaría con que Norlin abandonara sus planes...
—Tendría que huir, ¿no? —dijo Meonok—. ¡Lo que ha hecho Norlin es alta
traición! Y todo el pueblo apoyará a su rey cuando él acorrale a Norlin.
—Creía que erais rebeldes —dijo Joas con ironía—. ¿A qué viene de pronto ese
entusiasmo por el rey?
Lorok hizo un gesto de impaciencia con la mano.
—Venga, liberémosle —dijo—. Antes de que le maten. Saben perfectamente lo
peligroso que puede ser para ellos, se desprende de la conversación que Jarven escuchó.
Y quién sabe cuánto tiempo más podrá protegerle Norlin.
—Sí, perfecto, genial, ¡liberémosle! —gritó Joas—. A eso ya habíamos llegado
nosotros. ¡Pero para ello primero tenemos que saber dónde le tienen retenido!
¿Dónde le vamos a encontrar? Decídmelo, por favor. ¡Skogland es muy grande!
—¿No hablaron de dónde se encontraba el escondite? —preguntó Tiloki—. Tal
vez dejaran caer alguna cosa...
Jarven sacudió la cabeza con pesar.
—Le he estado dando vueltas todo el tiempo —dijo desesperada—. Arriba en los
bosques, dijeron, de eso sí me acuerdo. ¡Pero toda Skogland está llena de bosques! Y si
se referían al norte de la Isla del Sur o a la Isla del Norte...
—¡Tú tienes mucha gente, Nahira! —gritó Malena—. ¿No es así? Si les ordenas a
todos que busquen a mi padre, si les informas de que mi padre vive, ¡tal vez alguno de
ellos recuerde algo que haya visto u oído! Por eso quería regresar junto a ti, Nahira.
Nosotros sólo somos tres, Joas, Jarven y yo, ¡pero tú tienes cientos de personas que
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princesa para que el domingo salga de nuevo al balcón con Norlin! ¡Que le apoya
ante los ojos de toda la nación! ¡Y que Jarven lo haga de todo corazón resultará
de lo más verosímil tras habérselas tenido que ver con los enemigos del virrey!
Ahora los enemigos de Norlin son también los de ella —se rió—. Será muy natural
si le hace preguntas —añadió Nahira—. Todo el que ha experi mentado lo que
ella haría preguntas, y si las hace con habilidad...
Jarven sintió que el miedo la cubría como una ola, que intentaba ahogarla. No
quería regresar, no quería ir sola allí. Nunca.
—Yo también creo que tal vez allí pueda encontrarse algo —dijo con voz
entrecortada. La que hablaba era una extraña para ella misma, ronca y excitada—.
Hay poca gente en Österlind, por la noche no sería difícil... —titubeó. No estaba
bien lo que iba a hacer ahora. Seguro que el miedo de Malena no era menor al suyo.
Pero le daba exactamente lo mismo—. Sin embargo, tal vez sería preferible... ¿que
fuera Malena? Conoce mejor el edificio, encontraría todo mucho más rápido...
—¡Tonterías! —dijo Nahira con dureza—. Tú eres la única que va a ir. Si a
alguien le tiene que confesar su secreto será a ti.
Jarven sacudió la cabeza, asustada.
—¡A Malena la creería igualmente! —gritó—. ¡Malena también podría contarle
que los rebeldes la cogieron y la mantuvieron encerrada! ¡Que hasta le cortaron el
cabello! Puede decirles que la torturaron, es lo mismo que si lo cuento yo, y que por
eso os odia tanto; pero ella en Österlind se aclara mejor que nadie, podría espiar
mucho mejor que yo.
Nahira la observó con los ojos semicerrados.
—Realmente no lo sabe —murmuró.
Se puso en pie y dio unos cuantos pasos por el claro. Luego se quedó parada,
dándoles la espalda a todos. Sobre los árboles asomaba un jirón de cielo azul oscuro
y un golpe de viento meció las copas.
—¿Quién se lo dice? —preguntó Nahira por encima del hombro—. ¿No creéis
que ha llegado el momento? ¿Por qué no es nadie tan adecuado como ella para
sonsacarle el secreto a Norlin? ¿Por qué asomarán las lágrimas a sus ojos, lágrimas de
alegría, lágrimas de emoción, cuando ella aparezca de nuevo en Österlind?
Nadie se movió, sólo estalló un trueno, semejante al estruendo de un bombo,
luego su eco se fue perdiendo en la lejanía.
—Regresemos a la casa —dijo Nahira.
Antes de que hubieran alcanzado la puerta, el claro se iluminó por un nuevo
rayo, y enseguida retumbó el trueno. Inmediatamente se abrieron las compuertas
del cielo, las gotas comenzaron a golpear con fuerza la hojarasca; el ruido que
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Capítulo 25
No! —murmuró Jarven. Tal vez sintiera calor y frío intermitentemente, tal
vez todo girara alrededor de ella, tal vez la cocina desapareciera tras una cortina de
vapor. Le zumbaban los oídos, el corazón le latía a toda velocidad.
—¡No es cierto!
No era verdad, aquello no podía ser verdad.
No era verdad, porque no podía serlo, algo así no podía ser verdad, no podía
sucederle a ella, no a Jarven; se habían confundido, seguro, no se trataba de ella, de
Jarven no.
—No quiero —murmuró.
Para su asombro, fue Joas el que le puso el brazo sobre el hombro.
—Sí —dijo en voz baja—. A veces son ciertas hasta las cosas peores. Y pueden
ocurrimos a nosotros mismos, Jarven, a nosotros, y no sirve de nada creer que
podemos cerrar los ojos porque, cuando volvamos a abrirlos, todo habrá sido una
simple pesadilla.
—Él no debe ser mi padre —susurró Jarven—. No debe.
Joas la atrajo hacia él.
—No se elige a los padres —dijo—. Créeme, lo sé muy bien.
Pero Jarven ya no le escuchaba. ¿No comprendían, todos ellos? ¿No entendían
nada de nada?
—¡Él no puede ser mi padre! —gritó—. ¡Estáis todos locos! ¡Se casó con la
princesa y siempre vivió en Skogland! Y yo nunca...
Malena se arrodilló ante ella. La cortina que nublaba las cosas se esfumó, el
zumbido de sus oídos disminuyó, sólo su corazón continuó palpitando tan
estruendosamente que parecía querer salírsele del pecho y marcharse de allí.
—Sí —murmuró Malena—. Jarven, sí.
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vez, y una y otra vez le decía las mismas frases como si fueran una fórmula
mágica. Y poco a poco Jarven se fue tranquilizando.
—Yo sigo siendo yo —musitó—. Sí, claro, es verdad.
—Claro que es verdad —dijo Malena enérgicamente. Quizá se atreviera a hablar
de nuevo con Jarven—. Tú sigues siendo tú. Y además eres mi prima y eso no me
parece mal. Ya que no tengo hermanos, quiero decir.
Jarven la miró.
—Creo que tengo que pensar un poco —dijo en voz baja—. Primero he de...
tengo que asimilarlo todo...
Malena sonrió.
—Exacto, date tiempo —dijo—. ¿Otro vaso de agua? Como has llorado tanto,
tendrás que llenarte otra vez.
Jarven intentó sonreír.
A su alrededor estaban Meonok, Lorok, Tiloki y Nahira mirándola
compasivamente, como si fuera una recién nacida, un prodigio, y en lugar de reír
tuvo que llorar de nuevo.
Ella no podía cambiar nada. Las cosas eran como eran.
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Capítulo 26
Jarven no podía dormir. Nahira les había ofrecido hasta una cama en la misma
habitación a los tres; tras las noches pasadas sin dormir ahora tendrían que caer en el
sueño como en una sima.
La tormenta había pasado. Por la ventana sin cortinas veía la cercana linde del bosque,
impenetrable como una pared negra; sobre ella, blanca y azul lechosa, la luna. El silencio
era tan profundo que se podía oír, sólo de vez en cuando piaba un pájaro. Su almohada
estaba empapada por las lágrimas.
—¿Jarven? —susurró Joas.
Antes de irse a dormir, habían estado ideando el plan juntos; transcurrieron
horas hasta que Nahira se quedó contenta. Las imágenes del televisor pasaban sin
sonido por delante de ellos: el estadio en ruinas, el virrey muy afectado, el capitán
general del ejército gesticulando, el estadio en ruinas, siempre igual, siempre igual.
—Jarven? —susurró Joas—. ¿Estás durmiendo?
Si Jarven hubiera tenido que describir cómo se encontraba, no habría encontrado
la palabra precisa para ello. Hablar de desesperación era demasiado poco y tal vez
mucho. Todo en ella estaba acorchado, como si no pudiera volver a percibir
ningún sentimiento: ni preocupación, ni horror, ni miedo, ni nunca más alegría.
—Cállate —murmuró.
Era como si bajo sus pies el suelo se hubiera venido abajo, no había nada más
sobre lo que pudiera mantenerse; volando en caída libre sin lograr aterrizar. Toda
su vida, una mentira; había perdido hasta la última seguridad, aquella que queda
cuando se te llevan todo lo demás: «Yo soy yo».
«Yo no soy yo.»
«Sigo siendo Jarven. Pero el nombre es tan sólo una envoltura que tapa toda mi
vida anterior. Soy la princesa de Skogland, he vivido una vida inventada y
todas las personas con las que estaba mentían sin saber lo. Qué ridículo fue
preocuparse por tener que hacer un árbol genealógico falso para la clase de
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Educación Artística.»
Pero ¿no podría producirle consuelo sentir que ya no tendría nunca más aquella
incertidumbre que le había dolido tanto desde que fue lo suficientemente mayor
como para preguntarse quién era su padre?
Ya no habría secretos. Su vida de pronto se había tornado transparente como el
cristal; todo estaba explicado, todo encajaba. Sólo que ya no era su vida.
—Quiero contarte algo —susurró Joas.
Tenía que dejarla tranquila.
—¿No te has preguntado qué pasa con mi madre? ¿Por qué estoy yo solo con
Lirón...? Pero tú todavía no nos conoces...
«Ahora me contará que su madre está muerta —pensó Jarven—. Que murió
cuando él todavía era muy pequeño. O que acaba de morir y que aún sufre por
ello. Me va a contar que él también ha pasado por momentos duros en la vida. Que
sabe, por tanto, lo que se siente. Como si eso pudiera consolarme».
—Vivimos en la Corte desde que puedo recordar —rememoró Joas—. Ya lo
sabes. Y que Malena y yo hemos crecido casi como hermanos. Su madre murió, pero la
mía vivía. No sólo me levantaba a mí cuando me caía, no sólo ponía una tirita en mi
rodilla. Era como una madre para los dos. ¡Y era tan hermosa! Era la dama más bella de
la Corte.
Joas hizo una pausa. «Ahora está escuchando si estoy despierta —pensó Jarven—.
Si le atiendo. Pero seguirá hablando aunque crea que me he dormido, lo noto en su
voz. Hablará porque tiene que hacerlo, sólo soy un pretexto».
—Por supuesto, en los primeros tiempos, Lirón y ella compartían ideología —
susurró Joas—. Ella fue una rebelde como él, pero más tarde se encontró en el
balcón, junto al rey, con Malena de la mano y saludando cuando el pueblo se
reunía en la glorieta frente a palacio. Y se sentía a gusto. Lirón peleaba una y otra
vez con el rey, intentaba convencerle de que el Norte y el Sur debían tener los
mismos derechos. Pero a ella le daba exactamente lo mismo. No comprendía por qué
a él seguía preocupándole la desigualdad cuando le iba tan bien y le podría haber
ido todavía mucho mejor.
Las palabras sobrepasaban a Jarven, como una música suave. Enseguida se
dormiría. Enseguida.
—Admiraba a Norlin. «¡Él está haciendo las cosas bien!», decía. «¿Por qué estás
siempre dándole vueltas a las viejas historias? ¡Podríamos tener un palacio propio, si
lo plantearas correctamente! ¡Te comportas de una manera muy estúpida!»
Jarven se dio media vuelta. El podía seguir hablando con aquel tono de voz
bajo y regular. Pero detrás de sus párpados ya la esperaban las primeras imágenes
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de su sueño.
—Un día se marchó, con un cortesano del Sur. Se separó, todo muy correcto, y se
casó con él. Ahora vive con él en su finca junto al mar, él tiene pozos de petróleo,
minas, fábricas. Ella ya no puede desear la libertad para los norteños.
«¿De qué está hablando?», pensó Jarven.
—Yo sé lo que se siente cuando te avergüenzas de tus padres —susurró Joas—.
Cuando te preguntas si un día no muy lejano tal vez serás igual que ellos. Ella es una
traidora, igual que Norlin. Tendrías que saber que no eres la única, Jarven. Yo sé
cómo te sientes.
No podía haber nada más bonito que el sueño. Tan cálido. Tan reparador. Todo
estaba bien.
—¿Jarven? —susurró Joas—. ¿Me estás escuchando?
Cayó en el primer sueño.
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Capítulo 27
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que saber lo que has oído, cómo te sentías encerrada en este lugar, ¡tienes que ser
capaz de relatárselo a ellos! —cerró la puerta tras Jarven y dio la vuelta a la llave en
la cerradura.
El cuarto era pequeño: un catre arrimado a la sucia pared, un cubo en una
esquina del suelo. A través de los barrotes de la ventana Jarven vio un jardín
descuidado, en el que crecían pequeños abedules por todas partes; si escuchaba
con atención sentía el murmullo de un riachuelo.
En algún lugar de la casa los demás hablaban. Sus voces sonaban sordas a través
de la madera, las oía pero no comprendía lo que decían. Cuatro secuestradores,
le había indicado Nahira; si hacía caso de las voces, uno era mujer.
Jarven se tumbó en el catre y se tapó con la fina manta. Por las noches había
tenido frío. ¿Dónde estaba la luna de noche en la ventana? Tan exactamente no
tendría que contarlo, por ese detalle no iban a preguntarle.
—¿Nahira? —llamó Jarven—. ¡Creo que ya me he fijado bien! ¡Ya lo tengo todo
claro!
En las profundidades de la casa oyó ruido de platos de porcelana, alguien se rió.
—¿Nahira? —gritó Jarven—. ¡Ya podéis sacarme de aquí!
Era imposible que no la oyeran, las paredes eran muy finas.
—¡Eh, Nahira! ¡Ya lo he examinado todo!
La conversación continuaba, luego oyó pasos. Se pararon delante de la puerta.
—¡Espero que estés a gusto ahí dentro! —dijo Nahira. Su voz sonó muy fría—.
¡Deseo que sea una estancia grata, querida Jarven! Y que no pases miedo sola en el
bosque, en medio de la noche oscura. Porque desgraciadamente no podemos
quedarnos mucho tiempo más, lo siento por ti. Vamos a tomar un tentempié y
nos marchamos. Morir de hambre no es agradable; de sed resulta todavía peor, lo
lamento. Pero tras unos días se pierde la consciencia, lo que significa que ya no
importa nada. ¡Chao, querida Jarven! ¡Chao!
—¿Nahira?
Los pasos se alejaron.
—¡Nahira! —gritó Jarven. Saltó del catre y golpeó la puerta. Le inundaron las
náuseas, su corazón se aceleró—. ¡Nahira! ¿Qué significa esto?
Pero nadie respondió. De la parte de delante vinieron ruidos, como si alguien
empujara sillas para arrimarlas a una mesa.
Jarven pegó puñetazos a la puerta, hasta que sus manos ardieron.
—¡Malena! ¡Joas! —chilló. No comprendía nada, golpeaba y gritaba, el sudor se
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deslizaba por su frente hasta llegarle a los ojos. ¿Por qué la habían encerrado de
verdad? ¿Beneficiaba en algo a sus planes? ¡No! ¡Así jamás lograría hacer lo que le
habían asignado!—. ¡Nahira! —gritó—. ¡Malena! ¡Joas!
¿El odio de Nahira seguía siendo tan fuerte, su odio hacia Norlin y hacia la rival
que la había vencido, la madre de Jarven? Pero ¿por qué Malena y Joas, por lo me-
nos, no la defendían? ¿Los había encerrado en otro cuarto quizá?
—¡Nahira! —gritó Jarven de nuevo—. ¡Nahira, por favor! ¡Por favor, por favor,
por favor! ¡Nahira! —sollozaba como una niña pequeña.
—Chao, Jarven —repitió la voz de Nahira desde la puerta—.
Desgraciadamente, todavía nos queda mucho por hacer.
Una voz de hombre rió.
—¡Malena! —gimió Jarven, atragantándose.
—Que te vaya bien, Jarven —dijo Malena delante de la puerta—. Pásalo bien.
—Sí, ponte cómoda —dijo Joas—. Tienes una cama.
Luego, un motor se puso en marcha, y otro más. Jarven oyó cómo los coches
rodaban por el jardín. Se tiró sobre el catre y ocultó la cabeza entre los brazos
mientras el pánico se apoderaba de ella.
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Jarven se frotó los ojos con la manga. Podía ser que hubiera sido necesario
encerrarla, obligarla a experimentar el miedo, seguramente era preciso. Pero había
visto la satisfacción en los ojos de Nahira. La mujer seguía sin saber si debía
odiarla.
Lorok le ofreció un vaso de agua.
—¡Bebe algo antes de que empieces a correr! —dijo—. En el bosque hay agua
por todas partes, así que no es preciso que tengas sed cuando llegues. En cambio,
¡tienes que estar hambrienta! Por estos contornos no hay nada que puedas comer.
Jarven bebió con avidez.
—¿Y adonde...? —preguntó.
—Sigue siempre el camino hasta que llegues a la carretera, luego a la
derecha —dijo Nahira—. Cuando veas un coche, hazle señales. Y cuando todo haya
funcionado, danos el aviso; enseguida llegaremos. Que te vaya bien, Jarven. Todo
depende de ti.
Jarven asintió y Lorok la agarró tan tuerte por el brazo que estuvo segura de que
le iba a salir un moratón.
—¡Un momento más, Lorok! —dijo Malena. Salió de la sombra de la casa y se
aproximó a Jarven—. Piénsalo, Jarven —susurró—. Para todo lo que hagas a partir de
ahora. Piensa siempre que eres la princesa de Skogland.
Jarven fijó la vista en ella, luego golpeó con vehemencia el rostro de Lorok, se
soltó de su brazo y corrió. Oyó cómo el hombre maldecía tras ella y el ruido de sus
pasos por el bosque. En medio de la profunda oscuridad era difícil no tropezar
con los árboles, pero la luna iluminaba el camino. En un determinado momento se
escondió tras el tronco de un árbol y esperó a que Lorok la sobrepasara. Un rato
después, que a ella le pareció una eternidad, siguió caminando con cuidado,
dejando atrás las ramas abatidas, hasta que llegó a la carretera. Allí empezó a correr
de nuevo.
¿Lo habría hecho así si hubiera huido realmente? ¿Se habría comportado Lorok
igual con ella? Para su historia tenía que bastar.
Tras ella surgieron los faros de un automóvil y Jarven saltó sobre la calzada y
comenzó a hacer señales.
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propia vida?».
—¿Nahira? —dijo Tiloki—. ¿No te sientes bien?
Nahira se dejó caer sobre una silla.
—¡Jarven tiene que lograrlo! —murmuró—. ¡Tiene que descubrir dónde
retienen al rey! Sólo si liberamos al rey tendrá Skogland una oportunidad. Sólo si el
rey detiene todo lo que Norlin ha comenzado. ¡Pero es preciso darse prisa, Dios mío,
Tiloki, hay que darse prisa! Si tardamos demasiado, se producirán nuevos
atentados diarios y el odio de las personas del Sur por nosotros los del Norte se
hará tan grande que el rey ya no encontrará respaldo entre el pueblo para sus
reformas.
Malena clavó sus ojos en Joas.
—¡Entonces ha llegado el momento de marcharnos! —dijo Meonok—. En cuanto
Jarven llegue junto a ellos, querrán comprobar su historia y buscarán el lugar
donde ha permanecido encerrada. Y tienen que encontrarlo vacío.
Nahira asintió.
—¿Está ya todo como deben encontrarlo? —preguntó.
Meonok dijo que sí con la cabeza.
—Pues vamonos —ordenó Nahira.
Lo habían hablado todo. Que tenía que llamar a la Corte de inmediato. Llamar
a la Corte para que fueran a recogerla. Hasta entonces tenía que actuar como si
fuera una chica del Norte absolutamente normal.
—¿Lo entiendes, Jarven? —había dicho Nahira—. ¡Tal vez Norlin y Bolström no
quieran que alguien descubra que existe una copia falsa de Malena! Además, a estas
alturas ya no te pareces a ella, con tu pelo oscuro y tus ojos marrones. Por eso, ¡no
puedes darte a conocer a nadie, Jarven! Llama a Bolström, dile dónde estás y vendrán
a recogerte. Así toda la historia seguirá su curso.
Así que eso mismo hizo. Joas le había devuelto el móvil —ahora ya no importaba
que la gente de Norlin localizara su situación, al contrario—, en el que estaban
almacenados los teléfonos de Hilgard y Tjarks, y en cuanto subió al automóvil los
llamó. Mientras, empezó a levantar el día, pero Jarven estaba segura de que en
Österlind todavía dormían todos. De hecho, en los dos teléfonos sólo escuchó el
mensaje de que el interlocutor deseado no se hallaba operativo en esos momentos.
—¿Nada? —preguntó el conductor—. ¿No se pone nadie?
Jarven sacudió la cabeza y levantó la nariz. Se dio cuenta asombrada de que estaba
temblando. Podía ser a causa del fresco de la madrugada.
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Empezó a llorar—. ¡Me he escapado, señora Tjarks! ¡Por favor, por favor! ¡Tengo
tanto miedo de que me encuentren otra vez! —su cuerpo se agitó presa del llanto.
—¿Dónde estás? —preguntó Tjarks. El tono de su voz seguía sonando precavido.
—Se llama Sarby —sollozó Jarven—. Un hombre me ha traído en su coche
cuando me he escapado, pero seguro que me están buscando, y si me
encuentran...
—¿Qué le has contado al hombre del coche? —preguntó Tjarks con dureza.
Nahira lo sabía.
—¡Nada! —susurró Jarven—. ¡Que quería ir a la ciudad! Y aquí me ha dejado. En
la plaza del Mercado, estoy sentada en un banco, tengo tanto miedo...
—¡Quédate donde estás! —dijo Tjarks—. Estaremos ahí dentro de media hora.
Iremos con el helicóptero.
Y se cortó la comunicación.
Jarven se tumbó en el banco. Le daba igual lo que pensara la gente. Tenía la
sensación de que no iba a aguantar mucho más.
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mejilla.
—¡Esto van a pagarlo! —gritó Norlin—. Jarven, ¡puedes estar segura de que van a
recibir el castigo que se merecen! Ahora has vivido en tus propias carnes lo crueles
que son los rebeldes. Por eso, ¿nos ayudarás a vencerlos?
La joven no levantó la cabeza, pero asintió. La mano que llevaba la taza a su boca
tembló.
—Bueno, bueno, lo primero que haremos será celebrar una conferencia de
prensa —siguió Norlin—. La maquilladora ya está aquí. Comprende que debemos
transformarte de nuevo en Malena. El pueblo entero tiene que saber por lo que has
pasado —volvió a arrodillarse frente a ella—. Y después podrás descansar, mi
querida Jarven —dijo en voz baja—. Después podrás dormir todo el tiempo que
quieras. Nadie te molestará —añadió con voz meliflua.
Era un tirano, ansioso de poder y riquezas, había secuestrado al rey y permitido
que mataran a personas.
Era su padre y no podía evitar que la quisiera.
—Las fuerzas de ataque están de camino —dijo Bolström—. Alarma nivel rojo
para todo el país. Qué suerte que la chica se les haya escapado, Norlin. He estado
pensando y todo encaja. Ella cuenta que la dejaron en la casa con un único
vigilante, que todos los demás desaparecieron, Nahira la primera: y justo en ese
mismo espacio de tiempo hicieron estallar el puente. ¿Cómo va a ser una simple
casualidad?
—Nahira —murmuró Norlin—. Enseguida nos dimos cuenta de que era ella la
que estaba detrás del atentado del puente.
—Por suerte Jarven ha podido relatarnos de manera muy satisfactoria dónde se
topó con el coche y cómo había llegado hasta allí —dijo Bolström—. Siguiendo su
descripción, no será ningún problema dar con la guarida de Nahira.
—No será la única que tiene —dijo Norlin apoyando la cabeza en la mano—. Ya
debe de haberla abandonado hace tiempo.
El móvil de Bolström sonó.
—Sí, ¡peinad los bosques de la zona! —dijo—. Aunque no creo que tengáis éxito.
Seguramente se habrán retirado al Norte de nuevo —le dio a la tecla de «colgar»—.
Tienen la casa, hay pruebas claras de que alguien fue retenido allí. Miembros de la
policía judicial se han desplazado hasta el lugar. Han encontrado varios cabellos
largos negros en un catre. Todavía hay que analizarlos. Pero no hay duda de que
Jarven realmente estuvo allí.
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Norlin no respondió.
—No hago más que darle vueltas al asunto todo el rato —murmuró Bolström—.
¿Pudo ser una mera coincidencia? ¿Precisamente en las cercanías de Sarby?
—En ningún otro lugar son los bosques tan espesos como en Sarby —dijo
Norlin.
—Eso será —dijo Bolström pensativo—. Claro. Bueno, nuestra gente está allí.
¿Estás preparado para comparecer ante los medios con Jarven?
Norlin asintió.
—¿Está a punto ella? —preguntó el virrey—. ¿La maquilladora ha terminado ya?
—Esta vez la mujer se mostraba algo dubitativa —explicó Bolström—. No
podíamos volver a contarle la vieja historia; ya sabes, que se trataba de una sorpresa
para la princesa Malena. Se ha vuelto más desconfiada —suspiró.
—¿Y? —preguntó Norlin—. ¿Qué habéis hecho?
—Lamentablemente tendrá que quedarse aquí, por mucho que lo sintamos —
dijo Bolström—. Con nosotros en Österlind. Unas pequeñas vacaciones, tal vez para
siempre. Se ha echado las manos a la cabeza y ha dicho que sus niños la esperan, pero
no podemos correr riesgos. Todavía está por decidir lo que haremos después con
ella.
Norlin gimió.
—¡Luego no quiero sentirme culpable! —dijo—. Todas esas vidas... todas esas
personas que nos vemos obligados a matar...
—Sólo por el bien del país, Norlin —dijo Bolström haciendo una pequeña
reverencia—. Siempre te lo digo, es sólo por el bien del país. ¿Estás dispuesto? La
prensa nos espera.
Norlin se miró de refilón en el espejo que había sobre la chimenea, pero Bolström
hizo un gesto de rechazo con la mano.
—Que tengas mala cara es lo mejor que nos puede pasar, Norlin —dijo—. La gente
se dirá: «No se cuida. Todo lo da por nosotros, hasta las últimas consecuencias», y
te querrán mucho más. Ésta es nuestra oportunidad. Nunca hemos tenido una
mayor.
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de Jarven!
El agente le dio vueltas a la foto entre sus dedos.
—Podría ser, podría ser —dijo amablemente—. Mi mujer sabe más de estas
cosas. Enseguida podría decirnos si tu amiga se parece a una princesa en especial. Yo
no estoy muy puesto en la materia. Pero realmente creo... aunque haya un extraño
parecido con esa princesa, que podría ser el caso..., que en este instante estás viendo
fantasmas, sólo porque te preocupas tanto por tu amiga. Lo que ciertamente es un
hermoso detalle por tu parte.
Tine se le quedó mirando.
—¿Así que no va a hacer nada? —preguntó.
—No puedo hacer nada, aunque quisiera —dijo el policía—. No, dadas las
circunstancias. Tendría que venir su madre.
Tine cogió la foto y la guardó.
—¡Tu seguro servidor! —dijo haciendo referencia al eslogan del cuerpo. Y en ese
mismo momento se habría mordido la lengua. Era mejor no hacer enfadar al
policía. A veces iba en bicicleta sin las luces encendidas.
Jarven se pasó casi todo el día durmiendo. Nahira le había dicho que era
necesario que estuviera descansada para lo que se iba a ver obligada a hacer.
—¡Seguro que no puedo dormir de miedo! —había dicho Jarven, pero Nahira
tan sólo se había reído.
Una vez despierta, se quedó el rato que faltaba para la cena esperando en la
ventana. En algún lugar de aquellas colinas cercanas debía de estar la casa en la
que Nahira, Malena y Joas aguardaban su señal. Palpó los pies de la cama para
comprobar que la linterna no más grande que un bolígrafo, que había escondido
allí en cuanto entró en la habitación, seguía en su lugar. Naturalmente, después
habían revisado toda su ropa. Que la hagas desaparecer inmediatamente es tu única
posibilidad, le había dicho Nahira. Llamadas o mensajes de móvil eran impensables.
Tenían la absoluta certeza de que controlaban su teléfono.
La linterna seguía allí donde la había ocultado; todo estaba hablado, planeado
perfectamente, estaba segura.
Jarven tembló. Volvió a enviar un mensaje al número de su madre; habría
resultado increíble que en aquella situación no hubiera continuado intentando
establecer contacto con ella. En eso también seguía las indicaciones de Nahira. Ni
siquiera leyó la respuesta, ¿quién sabe quién la habría escrito? Ellos habían jugado
con ella; ahora ella jugaba con ellos.
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El virrey no se percató.
—Pobrecilla —dijo poniendo su mano sobre la de Jarven por un muy breve
espacio de tiempo. Jarven experimentó de nuevo aquella sensación de náuseas y
lágrimas al mismo tiempo.
—Por favor, alteza —murmuró la chica. Jarven descubrió en ella el acento del
Norte y vio que su mano temblaba insegura.
—¡Esta vez nos hemos agenciado una cocinera! —dijo Norlin—. Pero más personal
de servicio... lo encontrábamos innecesario. Seguro que tú también, Jarven.
¿Dónde había visto ya a aquella cocinera? No parecía mayor que ella y en la
mirada que dirigió a Jarven ésta adivinó el mucho miedo que la chica tenía.
—Sí, alteza —murmuró Jarven. La cocinera le sirvió mirando al plato fijamente.
Pero, aun sin mirar su cara, supo Jarven de repente de qué la conocía.
¡Claro! La había visto el día que había salido al balcón con Norlin para saludar a la
gente; había pasado una eternidad desde entonces. La entrada de servicio y el
recorrido por la zona de las cocinas. Kaira, aquella cocinera novata del Norte que se
había arrodillado ante ella.
—¡No me digas alteza, Jarven! —dijo Norlin—. Hemos vivido tantas cosas
juntos... y todavía viviremos muchas más..., que no me parecería bien que me
siguieras llamando así. ¡Tanta distancia! No me llames alteza. Llámame... —
titubeó—, tío.
Jarven se percató de la mirada que se echaron Bolström y Hilgard.
—¡Sí, ésa es una buena idea! —comentó Hilgard—. Al fin y al cabo nuestro
virrey es el tío de la princesa y tú estás desempeñando su papel. Tío, ¡genial!
Le hizo un gesto a la cocinera, que, ya más tranquila, le sirvió el último.
¿Por qué habían llevado justamente a aquella chica a Österlind? Jarven se
inclinó sobre el plato y comenzó a prepararse el pescado. De pequeña, su madre le
había explicado la manera de hacerlo. ¿Por qué no habían traído a la auténtica
cocinera, aquella mujer robusta y pelirroja que le había hablado en la cocina
mostrándole tanta compasión?
A punto estuvo de caérsele el pescado del tenedor cuando comprendió. La cocinera
era demasiado valiosa. Aquella aprendiza, no.
Salvo el virrey y sus confidentes, ninguno de los que estaban en Österlind con
ella —aquellos que la habían conocido como Jarven y, luego, la habían visto
transformada en la princesa Malena y estaban por tanto al corriente del engaño—,
ninguno volvería a vivir en libertad. Y el cautiverio sería lo mínimo que les estaría
destinado.
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Jarven soltó un pequeño hipido. Kaira no era valiosa. Tan sólo se trataba de una
chiquilla del Norte, una más entre miles, y sus artes culinarias todavía no
asombrarían a nadie. La podían retener todo el tiempo que la necesita ran y,
después, no sentirían pena por ella.
—¡Jarven! —dijo Norlin levantándose—. Todavía sigues... ¿No puedes olvidar lo
que han hecho contigo, Jarven querida?
La joven sacudió la cabeza. Las lágrimas recorrieron sus mejillas. No dudarían en
matar a la cocinera en cuanto ya no les hiciera falta.
—No —respondió—. Fueron tan crueles.
Cuando levantó la vista, los ojos de Bolström la taladraban interrogantes.
—¡No puedo comer! —dijo.
Tjarks la acompañó a su cuarto.
No habían cerrado la puerta con llave, tenían que estar muy convencidos de que
no iba a intentar escapar.
Pero ¿por qué iba a hacerlo si había regresado por propia iniciativa? Naturalmente
la dejaban gozar de libertad para que no desconfiara, sólo así resultaría verosímil
representando su papel. Por eso debían ser cautos con ella.
Tjarks la había ayudado a desvestirse y había corrido las cortinas.
—¡Duerme bien, Jarven! —le había deseado—. Mañana verás el mundo con
otros ojos.
Como su madre.
Inmediatamente después, Jarven había saltado de la cama y se había vestido de
nuevo. Era importante que estuviera preparada para escapar en cualquier
momento.
En su cabeza se agolpaban los pensamientos, tan rápidos que no podía retener
ninguno. Hasta entonces había fracasado. No había descubierto nada sobre el lugar
donde tenían retenido al rey, y cuanto más meditaba sobre ello, más convencida
estaba de que tampoco encontraría nada en las horas siguientes. Bolström no iba a
permitir que hablara a solas con Norlin, temía sus emociones.
Pero, aunque lo hiciera, ¿por qué iba el virrey a decirle dónde estaba prisionero
el rey? Ni siquiera le confirmaría que el rey estuviera con vida, aunque ella le
llamara tío.
¿Cómo se había imaginado Nahira las cosas? ¿Pensaba que ella iba a adularle, a
mostrarle lo mucho que le admiraba, hasta que él le confesara todos sus secretos?
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una señal a Nahira no era suficiente una suposición, necesitaba la certeza. Buscaría
en la biblioteca si había algún dato. Notas. Algo que hiciera referencia a Sarby.
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de la biblioteca. Reconoció las estanterías, la butaca frente a ellas donde Norlin había
estado sentado en su primer encuentro y tras la que se alzaba la figura de
Bolström esperándola. Sobre la mesa de despacho había una carpeta con papeles.
Sin apenas ruido, Jarven se inclinó sobre ella. El haz de la linterna iluminó
números, planos de edificios inmensos, hileras enteras de casas, un texto con un
encabezamiento impreso en el papel. Sus dedos temblaron mientras iba cogiendo
hoja a hoja para examinarlas. Nada sobre el rey, sobre su escondite. ¿Por qué iba a
dejar Norlin aquella información encima de la mesa? ¿Por qué iba a conservar notas
que indicaran lo ocurrido con el padre de Malena? No tenía sentido esperarlo.
A pesar de ello recorrió las estanterías con la linterna. Nada tampoco, sólo libros,
ordenados en filas. ¿Tenía que sacar uno por uno, hojearlo y esperar que cayera al suelo
una hoja con el croquis de un camino? ¿Dónde más podría buscar?
Estaba tan ensimismada en sus pensamientos que olvidó cualquier precaución.
Proyectó el haz de la linterna como un dedo de luz que se paseara por toda la
habitación, en la esperanza de toparse con un escondrijo, con una pista por lo
menos. Y se chocó con la cara de Bolström cuando éste abría la puerta de la
biblioteca sigilosamente.
—¿Qué significa esto? —dijo el hombre con rudeza. No parecía sorprendido. Su
voz le dio miedo.
Cruzó el cuarto en pocos y rápidos pasos y le quitó la linterna de la mano.
—¡Me parecía que había oído algo! ¿Y qué haces aquí a estas horas? —dio
vueltas a la linterna entre sus dedos—. ¿Y de dónde, si puedo preguntarlo, has
sacado esto?
Jarven se había quedado como congelada. No tenía que haberse dejado atrapar.
Miró a Bolström.
—Yo —susurró—, yo...
—¿Eres sonámbula, no es eso? —preguntó Bolström. Eso había dicho Nahira—.
¡Vaya, vaya! ¡Qué sorpresa!
Jarven percibió la ironía en el tono de su voz.
—Yo —susurró nuevamente—. ¡Yo tampoco lo sé!
—Bueno, eso sucede a menudo —dijo Bolström, ya sin rastro de ironía en su voz
—. En las películas, los libros, ¿por qué no en la vida real? Hay chicas que se pasean
dormidas cuando han vivido algo demasiado sobrecogedor para sus tiernas almas
—una sonrisa frunció sus labios, pero no alcanzó sus ojos—. ¿Y esta linterna? Me
resulta absolutamente desconocida, querida Jarven.
—La cogí —murmuró la joven—. Cuando me escapé. ¡El bosque estaba tan
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oscuro!
—El bosque estaba tan oscuro —repitió Bolström pensativo y como a cámara lenta
—. Bueno, es lógico que en el momento de la huida uno se tome su tiempo
buscando una linterna por la casa, aunque así puede que acaben atrapándote...
—¡Sí! —murmuró Jarven. No la creía. No creía ni una sola palabra.
—Pero ahora, querida Jarven —dijo Bolström apretando el brazo de la chica
demasiado fuerte para el tono de voz que había empleado—, ahora estás a buen
recaudo. Estás con nosotros. Vete a la cama o, mejor aún, ¡yo te acompañaré a tu
habitación! A veces los sonámbulos se tiran de los tejados, ¿lo has oído tú también?
Sonó a amenaza, pero antes de que Jarven pudiera pensarlo, Bolström tiró de ella
con fuerza y la sacó de la biblioteca. Desde el principio había carecido de sentido.
Cuando sonaron los golpes en la puerta, Norlin pensó que sería la cocinera
miedosa. No podría soportar sus temblores mucho más tiempo. En su lugar,
Bolström se aproximó en cuatro pasos a su cama.
—¡Esto no marcha! ¡Vamos a tener que acabar con ella, Norlin! —dijo—. ¡Y lo más
rápido posible! Tengo que confesar que también yo caí en sus patrañas. Pero todo era
una gran mentira. Un juego sofisticado; tenía que haberlo sabido desde el comienzo.
Yo desconfiaba, pero no lo suficiente.
—¿A quién te refieres? —preguntó Norlin—. ¿De qué estás hablando? —por
supuesto, lo sabía.
—La he pillado en la biblioteca mientras estaba revolviéndolo todo —dijo
Bolström. Era innecesario responder a su pregunta—. Tenía una linterna, y no era
nuestra.
—¡Estaba tan desesperada! —exclamó Norlin—. ¡Tú mismo lo viste! —pero no
miró a Bolström mientras hablaba.
Éste hizo un movimiento de rechazo con la mano.
—¿Desesperada? —dijo—. ¡Estaba muerta de pánico! Sin duda. Pero ¿cómo
sabemos si era pánico hacia sus presuntos secuestradores o pánico hacia nosotros?
—¡Tú mismo lo dijiste, todo concuerda! —dijo Norlin. Su voz se había vuelto
estridente y estaba estrujando la colcha con sus manos.
Cuando llamaron a la puerta por segunda vez, era verdaderamente la cocinera.
Con atención, paso a paso, como si se balanceara sobre una cuerda invisible, se
acercó sosteniendo una bandeja con una botella de coñac y una copa. Sus ojos se
veían mates a causa de la falta de sueño.
—Ponlo en la mesilla —dijo Norlin sin mirarla un segundo más de la cuenta—.
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Kaira temblaba mientras ponía el cazo de la leche sobre la llama. Así podría ser,
era la única posibilidad que se le había ocurrido. Tenía que ser. Tenía un pánico
espantoso.
Una vez, cuando todavía era pequeña, su madre la pilló agachada junto a la puerta
del cuarto de estar, escuchando. Había tirado de su oreja para arrancarla de la puerta,
durante días le dolió; luego, le había dado en el trasero. Su madre siempre había
estado convencida de que era fundamental que los niños del Norte recibieran una
buena educación, que pudieran comportarse de manera correcta en todo momento.
Nunca había salido de su pequeño pueblo.
—Nosotros los eskoglandeses del Norte —les inculcaba siempre a sus hijos—
tenemos todas las oportunidades en esta tierra, todas, ¡y pronto tendremos todavía
más! ¡Mirad al virrey, norteño de nacimiento! Hoy en día podemos alcanzarlo todo,
igual que los del Sur. Pero debemos comportarnos correctamente, ésa es la clave, el
buen comportamiento abre todas las puertas. Quien quiera llegar a ser algo en
Skogland tiene que saber cómo se comportan los del Sur.
¡Y qué orgullosa se había sentido cuando su hija obtuvo el puesto de aprendiza
de cocinera en la Corte! Se lo había contado a todos los vecinos, a todos los
amigos.
—Pero, si tengo que ser sincera, no me sorprende lo más mínimo —había dicho
—. Es una chica aplicada, inteligente, trabajadora y sabe comportarse, su madre se
ha ocupado de ello. Yo siempre he dicho a mis niños que todas las puertas estaban
abiertas para nosotros. Y Kaira es la demostración.
La leche espumosa comenzó a subir borboteando. Kaira no le había prestado
atención. Levantó el cazo de la llama todavía a tiempo, antes de que se derramara.
¿Qué habría dicho su madre si hubiera visto cómo su hija, su educada hija, se
apoyaba en la puerta del dormitorio del virrey, con la bandeja a la cadera, y
escuchaba?
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Kaira cogió una taza de uno de los grandes y antiguos armarios de la cocina y la
llenó hasta la mitad. No entendía por qué la princesa de pronto tenía el cabello
oscuro como ella, y también la piel casi tan morena como la de un eskoglandés del
Norte. Pero de que era la princesa no podía haber ninguna duda, Kaira conocía su
cara, la había visto en todas aquellas innumerables revistas que su madre leía; y,
sobre todo, la conocía desde el incidente ocurrido casi una semana antes en la cocina
de palacio, aquel incidente del que todavía se avergonzaba. La joven morena, que
el consejero había asegurado que era la hija del virrey —¿pero la princesa no era su
sobrina?—, era la princesa de Skogland y Kaira no olvidaría en toda su vida su
amabilidad, la mano que le había ofrecido cuando ella casi se cae en su primera
reverencia.
Llevó con cuidado la taza hacia la puerta. La leche estaba caliente y la porcelana
casi le quemaba los dedos. ¿Qué podría decir si se encontraba a alguien por el
pasillo? ¿Si ese alguien le preguntaba cuándo le había pedido Jarven la leche?
¿Cómo había llegado su petición hasta la cocina?
Ya se le ocurriría algo. No podía haber nada más natural que el que una cocinera,
ya de noche, le llevara a su princesa desvelada leche caliente. Kaira le había llevado
también al virrey una copa...
Subió las escaleras con atención. Escuchó. En la casa había un silencio de muerte.
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llevarlo a la práctica. Así que debía abandonar la residencia aquella misma noche,
antes de que Bolström y Norlin pudieran quitársela de encima. ¿Cómo podría
hacerle llegar a Nahira la señal acordada?
De pronto, encontró la respuesta y su alivio fue tan grande que notó que
sonreía. Norlin le había dado al interruptor de la luz y había señalado hacia su
cama.
—Vamos, hop, hop, ¡al sobre! —había dicho—. Las niñas pequeñas necesitan
dormir. ¿No dicen siempre que la falta de sueño vuelve feas a las personas? —se reía
cuando cerró la puerta tras de sí.
Si hacía la señal con el interruptor de la luz en vez de con la linterna, debía tener
cuidado con los vigilantes que recorrían la verja: ellos suponían un peligro.
Cortocortocorto... largolargolargo... cortocortocorto. No podía estar al mismo
tiempo en la ventana y en el interruptor junto a la puerta; así que sería difícil buscar
el momento justo en el que los vigilantes estuvieran al otro lado del edificio y no
vieran los destellos de luz.
Abrió la cortina un palmo. Justo en ese instante un soldado se estaba acercando a
su ventana, la gravilla crujía bajo sus botas. El hombre echó una mirada arriba y
Jarven se quedó sin respirar y quieta como una estatua tras la cortina. «Cuando
vuelva a marcharse —pensó la chica esperando unos segundos más—. Cuando dé la
vuelta a la esquina. Tengo que esperar a que haya el menor riesgo posible».
Ya había recorrido medio camino hacia el interruptor, tenía ya la mano extendida,
cuando la puerta del cuarto se abrió de golpe.
Entró Hilgard. Llevaba una escalera de mano.
—Qué pena, Jarven —dijo. Ya la primera vez que le había visto, delante del
colegio, aquel día que salió detrás de las dos, pensó que tenía aspecto de estrella de
cine, elegante, desenvuelto, amistoso.
Todo aquello seguía siéndolo también ahora. Su amabilidad provocó que un
escalofrío recorriera su espalda.
—Desgraciadamente tengo que llevarme tus bombillas, tontita. Métete en la
cama, sí, eso está bien. ¿Por qué lo has hecho? ¿Por qué ese afán por
decepcionarnos?
Colocó la escalera justo debajo de la pesada araña y subió.
—Si estás pensando en levantarte e intentar volcar la escalera, tengo esto aquí —
dijo sacando algo del cinturón. Hasta entonces Jarven nunca había visto una pistola
—. Enseguida se pondrá un poquito oscuro, pequeña. ¡Espero que no tengas miedo
de la oscuridad!
Jarven se tragó las lágrimas. Si ya todo estaba perdido, por lo menos no iba a darle
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Capítulo 29
Sin darle más vueltas, Jarven decidió que le quedaba tiempo por lo menos hasta la
mañana; aun así se encontraba muy angustiada cuando, pocos minutos después de
que Hilgard se hubiera marchado, llamaron a la puerta.
Jarven se tapó la cara con las manos. Habían venido a buscarla. Ya.
Se encogió, se hizo tan pequeña como pudo, ocultó el rostro en la almohada, como
si así pudiera hacerse invisible.
—¡Alteza, ssshhh, en voz baja, por favor! —susurró una voz dominada por el miedo a
través de la madera—. ¡Por favor, alteza! ¡Ellos no deben oírnos!
Dejaron algo en el suelo con un ruido sordo.
—¡Por favor, alteza, escúcheme!
Jarven se descubrió el rostro.
—¿Kaira? —murmuró.
—¡Oh, usted sabe mi nombre! —susurró la joven cocinera, y Jarven percibió la alegría y la
estupefacción en su voz—. Tiene que escapar, alteza, ¡es lo que quería decirle!
Sé que no debo inmiscuirme en asuntos reales, ¡no piense mal de mí! Pero yo...
—¿Sí? —murmuró Jarven. Se levantó tan sigilosamente como pudo y se deslizó
hacia la puerta. Seguro que la cocinera oiría a través de la madera los latidos de su
corazón.
—¡He escuchado una conversación entre el virrey y su consejero! Oh, ya sé que no
se debe espiar, ¡no piense mal de mí! Pero creía...
Jarven se arrodilló en el suelo y puso la oreja contra la pulida madera de color oro
y marrón. Un reno corriendo con el cuerpo estirado en pleno salto, la cabeza hacia
atrás, perseguido por un zorro; nunca se había fijado en la taracea de la puerta.
—¿Y? —susurró con un tono más agudo de la cuenta a causa del miedo.
—¡Quieren matarla, alteza! El virrey decía que no, pero creo que no tiene
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mucho que decir. ¡Alteza! El consejero dijo que ya no la necesitaban, ¡no sé para
qué! Que el pueblo ya nos odia bastante a los del Norte y que adonde van a ir con
usted, alteza, así que mejor matarla.
Se quedó un momento callada, como si quisiera darle a Jarven la posibilidad de
responder.
—¡Yo juré fidelidad a la Casa Real! —dijo Kaira a continuación—. Y, por favor,
créame, ¡tampoco quiero hacer nada en contra del virrey! Pero si quiere matarla,
alteza, y usted también forma parte de la Casa Real...
Jarven respiró profundamente. No entendía por qué aquella chica seguía
llamándola alteza si ya hacía tiempo que había visto su melena morena, sus ojos
marrones, su piel cobriza. La cocinera era una muchacha sencilla.
—¡Escucha, Kaira! —susurró intentando que su voz sonara tranquila. Tal vez
hubiera una salida—. Ahora vas a volver a tu habitación y encenderás y apagarás la
luz una y otra vez. Encendida y apagada. Una y otra vez, una y otra vez, ¿me has
entendido? ¡Si lo haces, vendrán a ayudarnos, Kaira! Y todo irá bien.
—¿Si enciendo la luz? —preguntó la cocinera—. Pero ¿por qué?
—¡Sólo enciende y apaga la luz, Kaira! —susurró Jarven. ¿Cómo era posible que
aquella chica fuera tan lenta comprendiendo?—. ¡Una y otra vez, una y otra vez!
¡Ésa es la señal! —durante el espacio de un segundo se preguntó si debía explicarle a
Kaira cómo hacer la señal correcta: tres cortos, tres largos, tres cortos. Pero sabía que
eso sólo conseguiría confundirla más. Y con cada segundo crecía el peligro de que la
descubrieran—. ¿Lo entiendes? ¡Entonces vendrán y nos salvarán!
—¡Oh, sí, alteza! —respondió la chica, y Jarven se dio cuenta de que había dicho
justo lo que Kaira esperaba de ella, porque a lo largo de toda su vida había
aprendido que eso era lo que debía esperar de la realeza: que siempre encontraran
una solución.
—¡Bien! —dijo Jarven—. Entonces ve y haz lo que te he dicho. ¡Tan rápido y tan
silenciosamente como puedas, Kaira! ¡Y ten cuidado!
No le dijo que prestara atención a los vigilantes del jardín, no quería inquietarla
más. Lo importante era que Kaira diera la señal.
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aparatosamente, había una mujer, a la que tan sólo unos instantes después
reconoció como la maquilladora.
La maquilladora había pasado toda la noche mirando por la ventana. Pensaba en
sus hijos, en todo aquello que ya no podría experimentar con ellos: el primer día de
colegio del más pequeño; cómo acabaría el instituto la mayor; cómo se harían
mayores los tres; por supuesto, cómo se enamorarían, cómo tendrían hijos
propios. Nunca más cantaría para que su pequeño se durmiera ni le pondría una
tirita en una pequeña herida diciéndole: «¡Mamá ya te ha curado!»; nunca más se
sentaría junto al mediano mientras éste mordía un lápiz y, con la frente fruncida de
desesperación, hacía los deberes, o le aplaudiría cuando el domingo evitara un gol
en la portería de su equipo; nunca más pensaría con la mayor qué color era el más
adecuado para sus ojos o qué chico era algo menos bobo que todos los demás.
Jamás, a solas consigo misma, volvería a escuchar una canción de amor, una nueva
cada semana.
Aquella noche se había despedido en su mente de todo lo que le gustaba. Se
había sentido como la pasajera de un barco cuyo casco fuera escorándose
irremediablemente y que, con asombrosa claridad, asimilara en unos segundos de
angustia la imposibilidad de alcanzar los botes de salvamento. Pensó en su jardín,
en las campanillas de primavera, las avellanas del otoño y las rosas del verano. Es-
peraba que alguien se hiciera cargo de sus hijos; aunque no era religiosa, rezó una
pequeña oración. Su jardín sabría arreglárselas por sí mismo.
Permanecía callada en el alféizar de la ventana mirando al cielo. De vez en
cuando las nubes se apartaban y dejaban entrever algo de la Vía Láctea. De niña
creía que las estrellas eran las almas de los muertos.
De pronto vio la luz a su lado. Encendida, apagada, encendida, apagada,
encendida, apagada. La joven cocinera estaba enviando una señal, no había duda al
respecto. Encendido, apagado, encendido, apagado. ¿A quién iría dirigida?
Encendido, apagado, encendido, apagado. ¿Debía gritar? ¿Debía avisar a los
vigilantes? Como agradecimiento ¿la dejarían libre, aceptarían que se marchara de
nuevo con sus niños? ¿Todo volvería a estar bien? ¿O era preferible esperar a que la
cocinera consiguiera su propósito, que alguien divisara su señal y no la liberara a
ella tan sólo, sino también a todos los demás prisioneros?
Todavía dudaba cuando oyó que abrían bruscamente la puerta de la habitación
vecina. La cocinera gritó. Así que en el jardín habían visto las señales sin
necesidad de que ella los avisara.
Desde el alféizar de la ventana, la maquilladora vio con asombro cómo de pronto
todo el jardín se iluminaba bajo ella. Los soldados iban y venían con las armas
dispuestas a disparar; en la escalinata, el virrey, cubierto por un batín, gritaba
airadamente a Bolström. Todo aquello sólo podía significar una cosa: la chica que se
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Malena corría.
Nahira había dicho que lo más difícil sería reclamar la atención de los vigilantes
sin que fuera evidente el engaño. Si se hubiera escapado de verdad, habría intentado
por todos los medios a su alcance no ser descubierta. Así que ahora tampoco podía
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hacer mucho ruido para hacerse notar, o sólo conseguiría que Bolström desconfiara
de inmediato. Sin embargo, era casi imposible que lo notaran por sí mismos, allá
fuera, al otro lado de la puerta, mientras empleaban todas sus fuerzas en registrar
el jardín. Aparte de que la oscuridad era total fuera del edificio, todos los focos
proyectaban su luz sobre el jardín.
—¡Lo mejor será que te muevas justo por el centro del camino! —había dicho
Nahira—. Lógicamente eso también sería una estupidez si pretendieras huir
realmente, pero con la excitación del momento no creo que caigan tan deprisa en la
cuenta. Y si, aun así, no te ven, tendrás que tropezarte en un determinado
momento. ¡Suelta un grito de dolor para que te oigan!
Pero nada de aquello resultó necesario. Desde una de las ventanas del tejado
alguien la había descubierto, casi desde el mismo momento en que había salido de
los arbustos para entrar en la carretera, y en un segundo todas las luces enfocaban
en su dirección. Malena sintió que el triunfo crecía en su interior como una ola de
calor. Ahora por fin podía correr, y corrió tanto que el asfalto quemaba bajo las
suelas de sus zapatos. «¡Sí, miradme! ¡Intentad alcanzarme, todos vosotros, los del
jardín! ¡Atrapadme, cogedme, a ver si sois capaces!»
Después oyó los salvajes aullidos de los perros, que desde su jaula se lanzaban a la
libertad. Pero Joas ya la esperaba tras la primera vuelta de la carretera. Podía
conseguirlo. Antes de que los animales la alcanzaran, debía llegar junto a Joas.
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resonaba asombrosamente fuerte. Sólo unos pasos más. Justo enfrente de ella estaba
ya el aligustre tras el que la aguardaba la libertad.
De pronto él apareció en medio del camino. El batín de seda se le había abierto a
causa de la poca presión que ejercía un cinturón anudado con demasiada prisa y
bajo él asomaba la hilera de botones de su pijama. Vacilaba como si fuera incapaz de
decidir la dirección hacia la que debía ir.
—Querida Jarven —murmuró—. Mi pequeña, qué te han hecho, qué te han
hecho...
Jarven se quedó quieta. En un primer momento creía que la había visto, luego
comprendió que estaba hablando consigo mismo. Intentó diluirse entre las sombras,
volverse invisible. ¿Por qué no se había precipitado Norlin con los demás hacia el
otro lado de la puerta?, ¿por qué no estaba donde los haces de luz de los focos
registraban la carretera palmo a palmo? Se obligó a mantener la respi ración
mientras sopesaba la manera de pasar junto a él sin ser vista.
—¡Los perros la harán pedazos! —sollozó Norlin apretándose las sienes con las
palmas de las manos—. ¡Mi pequeña! ¡Mi pequeña!
Entonces Jarven cayó en la cuenta. Norlin no quería estar allí. Se negaba a vivir la
experiencia de que los perros cayeran sobre ella, no quería ver cómo desgarraban el
cuerpo de su hija; ése era el motivo.
Y comprendió que no había ninguna posibilidad de pasar junto a él sin que
notara su presencia, estaba en su mismo camino. Si Norlin intentaba detenerla, si
daba un silbido nada más verla, si llamaba a los guardias, su plan se vendría abajo.
No debían encontrar el lugar en la verja todavía, no tan pronto, no en el momento
en que ella acabara de deslizarse por allí. Tenían que seguir creyendo por lo menos
un rato más que la chica que habían perseguido sin éxito más allá de la puerta era
Jarven, para que, a sus espaldas, la auténtica Jarven pudiera escapárseles sin
peligro.
Pero no tenía elección. Si esperaba hasta que Norlin desapareciera, podría ser
tarde.
Saltó al camino desde las sombras de los árboles y corrió justo en su dirección.
—¡Fuera! —gritó—. ¡Fuera de ahí, Norlin!
El virrey titubeó mirándola con incredulidad.
—¿Jarven? —susurró—. ¿Mi querida Jarven?
—¡Fuera! —repitió la chica dándole un empujón. Luego se alejó unos pocos pasos
para dirigirse hacia el seto. Habría podido agarrarla. En lugar de eso, se quedó allí
limitándose a mirarla.
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—Mi querida Jarven —murmuró Norlin a sus espaldas—. Por qué mi niña...
Oyó un leve silbido y corrió como el rayo hasta el lugar de la verja de donde
procedía el sonido. Unas manos poderosas separaron las ramas de los arbustos entre
sí, hasta que quedó un espacio por el que pasar. Alguien había abierto un hueco entre
dos de los barrotes de la verja de hierro.
—¡Al coche! —susurró Tiloki. Corría más deprisa que ella, pero paraba una y otra
vez para esperar a que le alcanzara. Lorok había metido el todoterreno entre la
maleza, ahora lo dejó deslizarse sin apenas ruido y con las luces apagadas hacia los
arbustos.
Jarven resollaba. Únicamente cuando se había montado ya, cayó en la cuenta de
que hacía mucho rato que no oía a los perros. Tampoco había oído gritar a Norlin.
Su padre no había avisado a los soldados.
Malena sabía lo deprisa que corrían los perros cuando iban a la caza y captura de
una pieza. Había estado presente en su adiestramiento. Intentó respirar
acompasadamente, había adelantado bastante, en cuanto llegara junto a Joas
estaría salvada.
Tal como habían acordado, Joas se encontraba en la primera vuelta de la
carretera, apoyado contra el grueso tronco de una encina. El chico tiró de su
brazo para atraerla hacia él. Hasta allí no llegaba la luz de los focos.
—¡Mantente fuera de su vista! —bisbiseó. Luego se metió el pequeño silbato en
la boca y sopló.
El tono era tan agudo que ningún oído humano podía distinguirlo, pero
inmediatamente los salvajes aullidos de sus perseguidores se transformaron en
ladridos de excitación, y aparecieron los animales: tres dogos, casi tan grandes
como Joas y Malena. Con las orejas levantadas en señal de alegría, agitaban el rabo y
rodeaban a Joas dando saltos de felicidad mientras él les acariciaba la cabeza
amistosamente y ellos respondían lamiéndole las manos, la cara.
—¡Moro!¡Sisso!¡Rojo!—susurró Joas—. ¡Perros buenos! ¡Perros buenos!
Agitaban el rabo cada vez con más ahínco; tenían que darse prisa. Malena oyó los
gritos y los pasos de los guardias en la carretera.
Cogió la bolsa que Joas había dejado junto al tronco y sacó el paquete. Sintió la
humedad a través del papel, en la oscuridad no pudo ver las manchas de sangre
cuando dejó la carne en el suelo. Los perros volvieron la cabeza de inmediato,
husmeando. Sus hocicos temblaron, pero Malena ya estaba corriendo.
—¡Sentados! —dijo Joas con tranquilidad—. ¡Moro! ¡Sisso! ¡Rojo! ¡Sentados!
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Los perros obedecieron, pero su mirada seguía fija en el paquete que Malena
había dejado para ellos unos pasos más allá.
—¡Sentados! —repitió Joas—. ¡Perros buenos!
Luego corrió él también. Mientras continuaran viéndole, permanecerían
sentados. Luego se tirarían sobre la carne. También para los soldados que los
alcanzarían en breves segundos podría ser ésa la salvación.
Joas se sintió como un traidor. Esperaba que la sustancia hiciera efecto
rápidamente. Rogaba por que los guardias no creyeran necesario disparar un tiro a
ninguno de los tres animales.
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dos kilómetros de allí, y nuestra gente anda ya agazapada por todos estos
contornos. Las tropas de Norlin todavía no han llegado, sólo hay diez vigilantes
alrededor de la casa. Podría ser que todo se llevara a cabo sin complicaciones.
Pero también podría ser...
—¡Yo voy con vosotros! —dijo Joas mirando a Nahira con expresión irascible—.
No creerás que...
—Va a haber disparos —explicó Nahira—. Puede haber heridos, muertos; ya
tienes que haberte dado cuenta durante los últimos días de que esto no es ningún
juego, Joas. ¿Y piensas de veras que podríais ayudarnos de algún modo en lo que
viene a continuación? ¿Habéis aprendido a pelear como lo han aprendido mis
hombres? ¿Sabéis, no sólo cómo se acampa, sino cómo hay que camuflarse, cómo se
pone uno a cubierto, cómo se despista al enemigo? ¿Durante la lucha vamos a tener
también que vigilar a tres niños?
—¡Yo no soy un niño! —dijo Joas—. ¡Meonok y Lorok no son mucho mayores
que nosotros!
—¡Nahira! —la llamó Tiloki—. ¡Vamos de una vez!
—Vais a bajar de la camioneta, y si no lo hacéis por vuestra propia voluntad,
Meonok y Lorok os obligarán a hacerlo —dejó muy claro Nahira—. Abajo, Joas.
¡Meteos dentro de la casa! Esperamos que todo ocurra rápidamente.
Jarven saltó la primera, Malena titubeó.
—Nahira, si nuestra sospecha se cumple —dijo—, mi padre está allí con sus
secuestradores. ¿Cómo vais a evitar darle si vais a asaltar la casa? No entiendes que
nosotros...
—¡Abajo! —repitió Nahira—. ¿No me has oído? Ya hemos pensado en todo. Y
seguro que tú no puedes ayudarnos.
Malena saltó de la camioneta. Pero Joas aún seguía dudando.
—¡Joas! —dijo Malena—. Creo que Nahira tiene razón. No vamos a servirles de
nada.
Por fin saltó también Joas.
Dentro de la casa se sentó con los labios apretados en una esquina del suelo
polvoriento y ni siquiera miró al oír que afuera el ruido del motor se iba
distanciando.
—Joas! —dijo Malena—. ¡No seas tonto! Hemos hecho todo lo que hemos
podido, ¡y sin nosotros ahora la gente de Nahira no estaría aquí! Jarven se introdujo
en Österlind, yo despisté a los vigilantes y, si tú no hubieras tranquilizado a los
perros, el plan se habría ido a pique desde el principio. ¡No sólo se lucha con las
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Jarven descubrió que le salía sangre de una herida en el brazo. Pero no parecía
sentir dolor—. ¡Vamos! ¡Los tenemos! ¡Los hemos vencido!
Sólo una vez que estaban sentados nuevamente en los rústicos banquillos de la
camioneta, devorando a ritmo desenfrenado los escasos kilómetros que había hasta
la casa del práctico, se atrevió Jarven a preguntarse cuáles serían los pasos
siguientes.
Mucho tiempo después, una vez que Jarven hubo llorado y llorado, tanto
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que su cuerpo entero se agitó por la alegría y el alivio de que todo hubiera
pasado ya, pero también por un cierto sentimiento de tristeza que le provocaba
el hecho de darse cuenta poco a poco de que las cosas ya nunca serían igual a
como habían sido en su larga vida anterior..., una vez que por fin se cal mó en los
brazos de su madre, y se limpió la nariz y las lágrimas, sólo entonces miró por
primera vez a su tío, el rey.
No lo reconoció por que fuera vestido como un rey; además, su rostro estaba
macilento del cansancio, sus ojos brillaban febriles y no dejaba de hablar por el móvil
gesticulando con gestos poco regios. Simplemente lo reconoció porque tenía el
mismo aspecto que habría tenido su madre de ser un hombre: alto, rubio y
erguido. Se preguntó cómo era posible que en su casa no hubiera visto nunca una
revista con su fotografía. Lo habría descubierto inmediatamente.
—¿Cómo? ¿Que no puedo hablar con él? —gritaba—. ¡Claro que hay que dejarlo
en libertad! ¡Enseguida! ¡Es el jefe de policía!
Jarven recordó el pabellón del jardín, aquel hombre que había hecho tantas
preguntas.
—Oí cómo Norlin... —dijo esperando que el rey se volviera hacia ella.
—¡No le molestes ahora! —susurró su madre—. Las cosas tienen que solucionarse
lo más rápidamente posible.
Malena estaba sentada en la escalera, a tan sólo unos pocos pasos del rey.
Miraba el agua fijamente. También ella había permanecido por un corto espacio
de tiempo entre los brazos de su padre, llorando, pero ahora él tenía otras
obligaciones. Malena tenía la espalda derecha y hacía tiempo que sus ojos
estaban ya completamente secos.
Sentado sobre el suelo de piedra y con la espalda apoyada contra la pared de la
casa, había un hombre con los ojos cerrados. En ese instante otro le estaba
vendando la pierna. De la herida fluía la sangre abundantemente y Jarven retiró la
vista de aquel lugar.
—Pronto vendrán a ayudarnos —murmuraba una y otra vez el que le atendía,
pero el herido no abría los ojos. Parecía no oír nada. Su cara estaba tan pálida como
si toda su sangre se hubiera derramado a través de la herida de la pierna. Jarven
no sabía si pertenecía a los hombres de Norlin o a los de Nahira. En todo caso, era
exactamente igual.
Junto a la casa, Meonok y otros tres compañeros que Jarven no había visto nunca
custodiaban, con el arma en posición de ataque, a varios hombres maniatados y de
rostro inexpresivo.
—Hemos vencido —musitó Jarven. A pesar de que lo hubiera comprendido ya
hacía rato, todavía no podía creérselo.
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—Ha salido huyendo, ¿tú qué crees? —respondió Joas—. Junto con Bolström y
sus secuaces. En cuanto captaron lo que ocurría, salieron volando y me apuesto lo
que quieras que fue al extranjero. La troupe completa. No los veremos nunca más.
La alfombra que Malena tenía en el cuarto era muy parecida a la de Tine, y la
zona cercana al cabecero de la cama, allí donde su amiga solía dejar las botellas de
zumo y de agua, tenía una gran mancha negra.
—Pero todos esos moscones —añadió Joas— que desde la muerte de tu padre..., ¡tú
lo sabes, Malena!..., se pasaban el día rondando al virrey, ¡Oh, alteza!, por aquí y ¡Oh,
alteza!, por allá, ¿qué creéis que harán ahora?
Malena se chupó el dedo y luego lo pasó por una pequeña espinilla que acaba de
reventarse en la barbilla.
—Rondar a mi padre otra vez —dijo—. ¡Qué porquería de espinilla! ¿Qué te
creías? Ni siquiera tendrán que trasladarse, todos esos sapos, seres serviles, gente sin
cerebro. Se quedarán ahí, donde siempre han estado. En el lado del poder.
—¡Qué repugnante! —dijo Joas—. ¡No pongas la televisión, no lo soporto! Todos
declarando a la cámara por qué les parecía criticable la actuación de Norlin cuando
en realidad se pasaban todo el tiempo gritando ¡Hurra! a cada una de sus palabras.
¡Pobres víctimas engañadas! Fueron engañados, ¡os lo imagináis! Norlin los
engañó, el malvado Norlin, y ellos están profundamente indignados. ¡Cómo pudo
pasar algo así! Mañana los primeros de ellos asegurarán que ya se temían algo, que
si sus vecinos no recuerdan que ya hacía meses que sospechaban del virrey.
—No te excites tanto —dijo Malena—. Así son las cosas. Así es la gente, y no sólo
los eskoglandeses. Y a nosotros nos viene bien. Mi padre tendrá enseguida a todo el
pueblo respaldándolo.
—Hasta que llegue otro y le quite el poder —dijo Joas—. Entonces se
dedicarán a ése.
Pero Malena ya no le escuchaba. Revolvía de una manera muy poco principesca
los útiles de una bolsa de pintura hasta que todo su contenido estuvo desperdigado
por el suelo frente al espejo.
—¡Maldita sea! —murmuró—. ¿Dónde demonios está el lápiz de ojos?
Jarven la miraba en silencio. Malena había recuperado a su padre, al que durante
dos meses había creído muerto; también el padre de Joas estaba libre de nuevo y se
recuperaría pronto de la tortura. Aquella noche en todo el Norte se celebrarían
distintos espectáculos de fuegos artificiales. Toda Skogland estaría de celebración,
para todos los eskoglandeses sería una noche de alegría.
Jarven se levantó.
—Me marcho —dijo. También ella se encontraba de nuevo segura, y su madre
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había salido indemne de las garras de los secuestradores. Pero no podía dejar de
pensar en Norlin.
Jamás se lo diría a los otros dos, pero sentía, asustada, que deseaba de todo
corazón que Norlin nunca fuera apresado. Sabía que se había ganado un castigo,
pero no tenía ni idea de cuál sería su reacción si le viera ante un tribunal o si cada día
escuchara en las noticias lo que Norlin había hecho, a quién había mentido, a quién
había torturado.
Tú eres la que eres, había dicho Joas. No se elige a los padres. ¡Tú sigues siendo tú!
Pero Norlin era su padre y ella había podido huir gracias a él. Él la había dejado
escapar cuando los otros la buscaban con los perros. Si aquella noche la hubiera
descubierto, Nahira jamás habría podido liberar al rey.
—¿Qué ocurre? —preguntó Joas.
Deseaba de todo corazón que no lo notaran.
Da lo mismo quién sea, yo sigo siendo yo.
En el comedor de las estancias privadas de palacio había velas sobre la mesa. Una
joven uniformada de negro y con una cofia blanca iba y venía sirviendo a todos.
Algunas cosas de aquel palacio sí eran como en los palacios.
—Pero que la prensa se haya puesto tan rápidamente de nuestra parte... —dijo
Lirón. Era difícil entender sus palabras, aunque el médico había dicho que sus
heridas se curarían enseguida. En lugar de comer pollo asado como los demás,
tomaba pequeñas cucharadas de sopa—. ¿Realmente los convencimos al decirles
antes que nada que Norlin los había engañado con tu muerte? ¡Imagínate que
hubieran seguido siendo fieles a él y no hubieran venido a Sarby para informar de
tu liberación! Piensa por un momento que hubiera ocurrido lo mismo que
conmigo cuando fui a presentarle a Jarven y a la princesa a aquel periodista.
El rey hizo un gesto de rechazo con la mano.
—¡La situación era totalmente distinta! —dijo—. Entonces todavía creían todos
que yo estaba muerto y Norlin tenía el poder absoluto. Era lógico que tuvieran
miedo de publicar tu historia. Pero ahora estoy de nuevo aquí. Y en el momento en
que un solo periódico, o una sola emisora, hubiera informado de los hechos, en todas
partes habrían sabido que Norlin me había secuestrado y había simulado mi
muerte únicamente para hacerse con el poder. Así que todos preferían estar entre
los primeros en dar la información. ¡Qué mejor que pertenecer desde el princi pio al
bando correcto! Así son mis eskoglandeses —sonrió a Jarven—. Todavía no te he
agradecido como te mereces lo que hiciste —dijo—. Fuiste muy valiente. Y ha sido
duro para ti.
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Jarven se puso colorada y bajó la vista hacia su plato. A su lado, Malena cogía en
esos momentos un muslo de pollo con la mano y lo roía ensimismada. Jarven echó
una mirada a su madre. Malena se chupó los dedos cuando acabó. La señora
Schnedeler y el señor Fränkel se habrían caído al suelo de la impresión.
En ese momento se abrió la puerta.
—¡Majestad! —dijo una mujer gruesa, pelirroja, con un delantal blanco
manchado por la parte delantera, tirando de una muchacha que tenía a su espalda.
La chiquilla se inclinó asustada. Tras ellas aparecieron dos hombres de traje gris
que pretendían llevárselas, pero el rey negó con la cabeza.
—Sí, majestad, ya sé que no debo entrar aquí sin más, ya sabe que no lo he hecho
nunca hasta ahora... Soy la cocinera, ¿sabe? Su cocinera..., pero hoy es un día muy
especial, y no podía quedarme allí abajo, en mi cocina, sin decirle por lo menos
que... A todos, majestad. También a usted, alteza, y a usted, alteza. Y, alteza..., lo feliz
que soy de que todo haya acabado bien. Lo felices que somos todos en la cocina, por
ello, majestad. Y todo el palacio, y todos. Pero, sobre todo, quería... a esta tonta de
mi aprendiza... —empujó a la joven hacia delante y le dio un codazo—. Vamos,
Kaira.
—¡Kaira! —dijo Jarven.
La chica tenía aspecto de irse a caer desmayada al suelo. Malena cogió un
segundo muslo de la fuente.
—A la muy tonta la cogieron ayer haciendo señales de luz por la noche —dijo la
cocinera—. ¡Señales de luz! ¡A quién se le ocurre! ¡Seguro que estaban en su derecho
a castigarla! Pero también se llevaron su libro de recetas, y todavía no ha terminado
su período de aprendizaje, y quería preguntarle...
—Claro que lo tendrá de nuevo —dijo el rey—. ¿Te llamas Kaira? Ven aquí. Has
hecho un gran servicio a tu país y te prometo que vamos a reconocértelo.
—¡Lo ves, Kaira, boba! —dijo la cocinera—. Ya te lo había dicho, ahora que su
majestad está aquí otra vez...
Pero los dos hombres de gris dieron un paso adelante y esta vez el rey no tuvo
nada en contra.
La cocinera se dio por enterada.
—Oh, sí, discúlpeme, majestad. Altezas, regresamos a la cocina —hizo un guiño a
Malena—. ¡Tarta de chocolate con merengue! —susurró como si fuera un secreto
—. ¡Te gusta tanto! ¡De postre!
Jarven las miró mientras se marchaban. «En un cuento el rey le habría dicho a
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Kaira sin el más mínimo titubeo: Claro que tendrá su libro de recetas de nuevo y, además, el
equivalente a su peso en oro —pensó—. Pero ya me estoy ciando cuenta de que con los
reyes las cosas funcionan de manera muy distinta a como uno se imagina. Después
tengo que bajar a la cocina y darle las gracias a Kaira. Lo había olvidado por
completo».
—¿Qué pasará con la maquilladora? —preguntó.
El rey le devolvió una mirada de desconcierto, pero Malena ya había terminado
su segundo muslo y pudo contestar.
—Se ha ido a su casa —dijo—. Estaba muy avergonzada por haberte denunciado.
No se consoló ni cuando le dije lo mucho que nos había ayudado. ¡Pero yo no lo sabía!,
repetía una y otra vez. ¡Yo quería denunciarla de verdad!¡Me avergüenzo muchísimo! Tiene tres
niños, Jarven. Me imagino que todos habríamos hecho lo mismo en su lugar.
Joas resopló con cierto desdén.
—No te creas con derecho a juzgar a todo el mundo, hijo mío —dijo Lirón
mirando la carne con anhelo mientras seguía tomando la sopa.
De pronto Jarven se dio cuenta de algo.
—¿Dónde está Nahira? —preguntó, y vio que su madre se estremecía ligeramente
—. ¿Dónde están los demás? ¿Tiloki? ¿Lorok? ¿Meonok? ¿Dónde están todos?
El rey suspiró.
—Es un asunto complicado —dijo—. Se evaporaron en cuanto apareció la
prensa. En cuanto tuvieron claro que Norlin y sus hombres no tenían nada más que
hacer, se replegaron a los bosques. Son rebeldes, Jarven. Aunque nos liberaran a tu
madre y a mí, durante muchos años actuaron en contra de nuestro país. Pusieron
una bomba en el edificio del Parlamento.
La madre de Jarven puso una mano en el brazo de su hermano.
—¡Al lado! —precisó Joas—. ¡Al lado del Parlamento y a propósito!
—Nos ocuparemos de que los rebeldes no sean juzgados por ello —dijo la madre
de Jarven—. Ya hemos hablado de eso. Y que todos los que quieran puedan
participar en la reconstrucción de una Skogland unida. A pesar de ello, ahora
empieza una etapa difícil, nuestra alegría no puede hacernos olvidarlo. Todavía hay
mucho resentimiento entre la población. En el Sur contra los del Norte. En el Norte
contra los del Sur. La paz no llega de un día para otro.
Durante unos segundos todos permanecieron callados.
Luego, Malena, apoyándose en el respaldo de la silla con un suspiro que
mostraba su satisfacción por la cena, cogió su servilleta radiantemente blanca y se
limpió las manos grasientas.
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Capítulo 32
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Fin
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