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Callejeros

Sobre la calle muerta, los pedazos de sangre congelada, coagulada, empezaban


a salirse, a irse volando con el viento que las arrastraba hacia el río. Ese río que
olía a mierda, a basura, a podredumbre. En las esquinas de las calles la basura
era repleta y los perros se peleaban entre ellos por alguna funda que tenía carne
podrida, de pedazos de pan rancio, azúcar desmenuzada, derretida por el calor.
En el parque, los cuerpos ancianos como bultos no se movían en largas horas.
Un horario transversal cruzaba sus parpados y cada que sentían un frio hondo
se movían todos. El parque parecía una feria de singulares compases. En esos
largos ratos, alguno se comía sus manos, otros se quedaban al frente de un
periódico y otros se engañaban mintiéndose entre ellos.
Las ventanas de los balcones se encontraban abiertas, las pequeñas localidades
de comida estaban abandonadas, los oscuros semáforos no funcionaban. Para
no confundir a la gente un policía de tránsito, viejo y sin ganas de hacer nada,
se sentaba en la esquina de la calle, donde las cebras se aparean, y con silbato
molestaba a toda la gente que pasaba, que eran pocos, en realidad eran niños,
uno dos o tres al día, les infundía un miedo que les dejaba atontados, y no les
quedaba otra que correr y alargarse lo más lejos que pudieren.
Entre las primeras horas de la mañana se esperaba que lloviese, al medio día
que siga lloviendo, pero en la tarde todos alzaban las cabezas hacia el cielo,
buscando entre los nubarrones un sol, pequeño tímido, triste pero con luz
apaciguante.
Hacía tres años que habían pasado por esa ciudad, un grupo de hombres, que
llevaban consignas en el pecho, y que se agitaban mutuamente. Cuando llegaron
nadie los reconoció, llegaron en un bus tipo ranchera, con una carga de frutas
de la costa, entre plátanos, papayas, y una que otra carga de mangos. Ellos
esperaron a que se diese en el centro de la plaza principal, la ceremonia que se
había preparado el propio alcalde para darse un homenaje, y que para mantener
a la gente bien comida, mando a traer de la costa las mejores provisiones. Su
homenaje tenía el fin de encontrarse entre la gente como un excursionista entre
la política, un reconocimiento para alcanzar un puesto en el Consejo Nacional de
la Democracia, organismo encargado de promover las políticas fiscales, y de
fugar algunos dólares hacia las cuentas de los amarillos bolsillos de las gentes
que los conforman.
Cuando lo tuvieron parado enfrente, con su voz horripilante, dirigiéndose en tono
grotesco la gente que con desanimo pero con esperanza de recibir uno que otro
plátano para los chicos de la casa, se quedaban mirando, otros habían que lo
admiraban, les daba ganas de abrazarlo, otros en cambio se quedaban en las
esquinas conversando la dureza de carácter que tenía, lo necio y burro que había
sido durante su formación en el colegio.
Cuando precisaba sonar el himno nacional como forma inaugural de todo el
resplandor del homenaje un francotirador lanzo una bala que fue parar directo
en el corazón de ese viejo barbudo que se había tildado de alcalde. La gente se
dispersó, los más tímidos, valientes y religiosos empezaron a pegarse y las
gentes que antes conversaban en las esquinas, asombradas, aplaudieron y
sonreían, ese había sido el acto más patriótico que habían visto en su vida. Uno
de ellos se decía -matar al alcalde en pleno himno nacional, ese si es cosa de
los derechos humanos-.
De raigambre montubia, otros con las sienes de serranos de los penachos de las
altas cordilleras, potros negros. El pelotón encargado de subsanar las políticas
de turno, se encargó de los políticos de turno. En esa ciudad había empezado
los asesinatos, las desapariciones, las torturas. En seguida fueron
desapareciendo en toda la región, los alcaldes, los prefectos, hasta que en un
momento ninguno quería asumir esos cargos porque le da miedo, le temblaban
las piernas, los brazos se le marchitaban, y con solo pensar en las estadísticas
que daban las grandes cadenas de televisión que en los últimos dos meses se
había ultrajado a cerca de 600 autoridades elegidas a través de voto popular.
Entre las calles, en cambio, entre tumbo en tumbo, de boca en boca, pero
siempre por los rincones se daba vueltas un rumor pequeño, se centraba en el
sentido anarquista que tenía la gente, algunos hablaban de la posible guerra civil
que empezaría entre el grupo que andaba armado matando a todo el mundo, y
las fuerzas armas. Se complacían cuando se daban cuenta que los pobres
soldados se morían de hambre y que el presupuesto nacional no alcanzaba para
darles más de 50 dólares de salario básico unificado, que tenían que mendigar,
hasta la autoridad que reflejaban con ese uniforme verdoso se les estaba
cayendo por el piso, de vez en vez se escuchaba que los muchachos habían
golpeado a muerte a un soldado, solo para quitarle su casco y ponerse lo para
jugar a matar políticos.
La gente más humilde se había centrado en cosechar los campos, y los hombres
de terno, empezaron a migrar al campo, a irse de esos terrenos de hormigón, de
esos monstruos invisibles que les agarraban de las patas. Invadieron el sector
de las montañas, se creyeron que iban a construir otras montañas.
Los avezados campesinos dueños de la fortaleza de sus campos, se enojaron
en el seno, se les hizo añicos el cerebro, la barba blanca de los más viejos se
les volvió negra nuevamente, y recogiendo fuerzas, empezaron defender lo que
habían conseguido con tanto esmero, por herencia de sus padres, y estos de los
otros. Una de las estrategias para desmembrarlos y quitarles el alma, fue no
darles cabida ni posada, llegaban en centenares, a cada casa llegaban como 20
familias, los más tercos y arraigados en sus ideales, salían y los insultaban y los
egresaban a sus lugares, otros en cambio un poco más amables, se quedaban
con los hijos, y los otros que no eran muchos, los hacían pasar y les daban de
comer, pero les advertían siempre que no se podían quedar, que tenían que ir a
otro sitio. Algunos de los hombres de ciudad. Se regresaron a seguir peleando
con esa pobreza que olía a falta de fondos públicos, en donde la única solución
plausible que tenían era trabajar con los grupos terroristas, de espía, o de
ayudante de las familias más poderosas, pero siempre se miraron cansando y
haciéndose grupos de unos 20 arremetían en las casa de las familias pudientes
y les dejaban sin nada, sin comida, sin techo.
A ninguno se le ocurrió la idea de irse del país, nadie quería dejarlo, se
escuchaban rumores de que iba a desaparecer el sistema político, que la
economía estaba cada vez más deplorable, que ya no era posible recuperar la
democracia. Al final de cuentas los hombres de ciudad se fueron al páramo, allá,
empezaron a cosechar lechugas, papas, y se alimentaban, las familias de
campesinos solidarias les habían propiciado alguna herramienta para su trabajo.
Cuando venía alguien a las ciudades, en representación del poder central, nadie
le hacía caso, a ningunos le interesa lo que podría pasar dentro de un año. Todos
eran hombres y mujeres que se habían encerrado en sus mundos sin la menor
idea de su fortuna o de su suerte.

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