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AMANECE Y APETECE

El sexo y la vida van de la mano

Antonia Arjona Diaz

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Título original: Amanece y apetece
Primera edición, 2017

©Antonia Arjona Diaz.


© Diseño de cubierta: Manuel Santolaria (www. Ideals. es)

Esta historia es el producto de una imaginación inquieta. Con


el único propósito de entretenerse y entretener al lector.
Todos los personajes que aparecen en ella, y las situaciones,
son pura invención. Cualquier parecido con la realidad es
fruto del azar. La intención de la escritora no es ir contra nada
ni nadie; y si alguien se sintiera aludido u ofendido por algún
comentario, o dato erróneo, pide perdón de antemano. Espera y
desea, que desconectéis y disfrutéis con su lectura.

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A mi padre: que se marchó un mes antes de que yo hubiera
terminado este libro (el primero que no va a poder leer de los que
tengo publicados), y después de librar una lucha encarnizada con
las enfermedades que envolvieron y vapulearon su placentera vida;
minando así sus fuerzas y socavando su ánimo con una ferocidad
extrema (sobre todo, los últimos años), cruel e inconcebible para
una persona de una naturaleza tan noble como la suya. Aún así, no
se amedrentó y luchó como el mejor guerrero. Y fue ganándole
una a una todas las batallas a la muerte; todas menos ésta última,
que había puesto sus ojos en él con un interés, un ansia y un afán
desmedido. Con lo cual quedo en desventaja y, pese a su enorme
resistencia y ganas de seguir viviendo junto a los suyos, se lo llevó.
Siempre estarás en nuestros corazones. Y por eso no te decimos
adiós, sino hasta siempre, papá.

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Año 2009
Salimos de la carretera y paramos en medio de la nada. Me
indica que quiere hacer pis y se baja del camión. Yo también
tengo ganas, pero es de noche y la oscuridad no me gusta lo más
mínimo. Además, le tengo un pánico exacerbado a los bichos, y
temo que uno pueda sorprenderme de repente y me vea obligada
a salir corriendo de allí con las bragas arremolinadas en los
tobillos.
Nos dirigimos hacia el puerto de Ceuta; voy a empezar una
nueva vida y no veo el momento de llegar a mi ansiado destino.
El camino no es muy largo pero a mí se me está antojando
interminable. Vamos a embarcarnos en un ferry y yo tendré que
hacer el viaje escondida en este camión. Soy consciente de que
no va a ser nada cómodo, pero espero que el final compense las
penurias que voy a pasar.
Saúl vuelve y abre la puerta del acompañante, lugar donde
iba sentada yo y desde el cual libraba mi batalla de dolor y
esperanza, preguntándome: —Vuelvo a casa y asumo el destino
que han dispuesto para mí, o sigo adelante en mi obcecación y
rebeldía por no permitirme que sea yo quien decida mi propio
rumbo—. Y esa es la razón por la que no le oigo llegar y me
asusto.
—Tranquila mujer, que sólo soy yo. Por aquí no hay lobos de
cuatro patas —sonrío tímidamente—. ¡Mira que he encontrado!
Me muestra una esclava de oro.
—Oh, ¡es preciosa!

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—Estaba medio cubierta por los matorrales, y al apuntar al
suelo con la linterna algo brillaba. Al agacharme, me he llevado
una grata sorpresa y he pensado que te la quedes tú, creo que te
la mereces: quiero que tengas un agradable recuerdo de este día,
que no todo sea desdicha, que algo sea tan bonito y alegre como
lo eres tú —me coge la mano con la intención de ponérmela—:
Anda, Aruba, cierra un momentito los ojos —le miro arrugando
el entrecejo—. ¡Tengo otra sorpresa, ciérralos!
Oigo que abre la guantera y saca alguna cosa; él aún me tiene
cogida por la muñeca y cuando quiero reaccionar es tarde. Al
abrir los ojos veo que me ha atado las muñecas con unas bridas
blancas; ahora estoy inmovilizada y asustada. Giro mis manos e
intento zafarme, pero él es mucho más fuerte y no tengo nada
que hacer; estoy muy desconcertada «¿Y a qué viene todo esto?
¿Qué va a pasar ahora y por qué?», este pensamiento me eriza el
bello y me desgañito chillando.
—Te quedarás afónica y nadie te oirá. Estamos solos, creías
que… te iba a llevar a Barcelona por tu cara bonita. No, que te
ayude a escaparte de tu casa y guarde silencio sobre tu nuevo
paradero tiene un precio alto, muy alto —dijo mientras me ataba
de pies y manos.
—Por favor. Yo… Yo…
—¡¡No lloriquees, no eres ninguna mojigata y bien lo sabes!!
—Me grita a un palmo de mi cara—. Y por eso te encuentras en
esta situación tan deplorable.
Estoy aterrorizada y me hago pis encima.
Saúl escucha el golpeteo que va haciendo el líquido al caer en
el suelo de la cabina de su camión y suelta un bufido.
—Crees que eso va a hacer que te libres. ¡Ja, ja y ja! ¡Qué
poco me conoces, no te enteras de nada! ¿De verdad no te has
dado cuenta? ¿Realmente eres tan inocente como pareces?

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Se baja del camión y miro por el retrovisor, veo que se va
hacia la parte trasera e intento levantarme para coger su móvil.
No puedo, me ha atado los pies al barrote del asiento y al tirar
me duele mucho, es una sensación horrible y parece como si una
hoja de cuchilla me cortase el tobillo. Me acomodo de la mejor
manera que puedo, para que no me tire demasiado y me duela lo
menos posible. Pero creo que me he hecho un corte porque noto
que algo caliente corre tobillo abajo hasta mi sandalia.
Le oigo volver y me echo a temblar, mi cuerpo se sacude y se
tensa, se prepara o eso quiero creer.
Abre la puerta. Me sonríe amigablemente, luego me mira con
ojos de depredador y se me encoge el alma.
—Voy a lavarte bien y después…
Los latidos de mi corazón se aceleran, sigo con temblores y
me castañean los dientes. Y, pese a que hace un intenso calor, yo
siento un gélido frio recorrer mi espina dorsal. Me sobrecojo y
me tenso, el miedo ha paralizado todos mis músculos. No puedo
pensar y no veo salida; estoy atrapada en una cabina de camión
con un hombre al que creía que era como un padre para mi, que
me está mirando con ojos de león y pensando que soy su presa.
Me centro, me fijo en sus manos y veo que ha traído un cubo
con agua, una esponja y una toalla.
—Por favor, deja que vaya… Yo no diré nada de… Te lo
prometo, Saúl, suéltame y…
Me cubre la boca con una bufanda del Madrid que llevaba
colgada en el retrovisor interior, ahora ya no puedo hablar ni
puedo moverme. Se me hace un nudo en la garganta y no puedo
tragarme ni la saliva. Y aunque hago un verdadero esfuerzo por
aparentar serenidad, esa que me ha abandonado, ni tan siquiera
puedo contener las lágrimas que salen a tropel, desparramándose
y empapando su bufanda.
Él, chilla de nuevo:

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—¡¡Calladita, estás más guapa: ya sabes que las mujeres de tu
posición no tenéis ni voz ni voto!!
Me ha quitado las sandalias y me ha remangado la falda del
vestido. Y con un cutter ha cortado las tiras de mi braguita; yo
me remuevo en el asiento, pero es inútil y no me sirve de nada.
Pasa la esponja por mi sexo y chillo, o eso intento, con la boca
tapada solo puedo emitir un sonido ronco y áspero. Además, por
mucho que fuerce las cuerdas vocales nadie podría oírme.
Me destapa la boca e intenta introducirme su verga. Aprieto
fuerte los dientes y los labios; no va a pasar, no se lo pienso
permitir. Pero me tapa la nariz y la aprieta fuerte, tan fuerte que
me hace daño.
Cierro los ojos y aguanto todo el tiempo que puedo. Cuando
presiento que el oxigeno ya no me llega al cerebro y me estoy
ahogando, abro la boca y aspiro y expiro aire, aspiro y expiro y
toso, y aspiro y expiro y toso.
—No respires así…, vas a hiperventilar y no es bueno. Toma,
bebe un poco de agua.
Al final ha ganado él, o eso le hago creer yo: me tiene cogida
por las mejillas y me aprieta fuerte con sus enormes manazas,
entrando y saliendo de mi boca a su voluntad.
—¡¡¡Ah… hija de…!!! ¡¡Te voy a matar!! ¡Serás mala puta!
Saúl me maldice mientras se retuerce de dolor.
«Jódete maldito, lo estabas pidiendo a gritos». He cerrado la
boca de golpe, y sin previo aviso he atrapado su pene, apretando
la dentadura con todas mis fuerzas.
Durante un rato, no sé cuánto, él está bebiendo coñac y yo
pensando si por fin se habrá acabado, si me va a dejar marchar,
si se le han quitado las ganas de meterme su artilugio en la boca
o si voy a sufrir represalias por lo que le he hecho; espero que
no, que esto último no se cumpla.

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Tanto pensar me he provocado un tremendo dolor de cabeza,
entorno un poco los ojos y pienso en Maher…
Sus manos tocan mis tobillos, abro los ojos y veo que me está
quitando las bridas. Y me sonríe, uf, qué alivio. No digo nada, le
observo en silencio.
Estoy que no me atrevo a mover un sólo músculo. Él no ha
parado de mirarme pero está alegre, sonriente. «Parece que está
de buen humor, ojalá se le haya pasado y acabe esta pesadilla».
—Anda, ven, levántate que te voy a dejar bajar del vehículo.
Puedes irte, ya eres libre: no está bien lo que pensaba hacerte y
estoy muy arrepentido de…
«¡¿Piensa dejarme aquí?! ¿No va a ayudarme a llegar hasta
mi destino? ¿Se ha frustrado mi huida…? ¿Qué voy a hacer
ahora…? No puedo volver a casa. No, allí no volveré nunca:
hacia atrás ni para coger impulso», estoy enfrascada en un mar
de dudas y pensamientos y me relajo, me confío y me levanto.
Ya estoy abriendo la puerta cuando él me agarra del brazo y tira
de mí, cayendo de nuevo al asiento. Me levanta y me embrida al
volante del vehículo. Lloro, suplico, chillo…
—¿Pensabas que por huir de tu casa te ibas a librar de una
noche de bodas? No, no te vas a librar; el novio voy a ser yo. Te
voy a dar lo que le dan a las moritas como tú en su noche de
bodas. Te voy a preparar bien esas nalguitas para planear en
ellas. ¡Nunca imaginé que llegaría este momento! ¡Uf, qué bien
lo vamos a pasar…! No tengas miedo. Voy a ser benévolo con
tu trasero, te lo prometo, mujer: te lo voy a ensalivar bien antes
de profanártelo —le miro aterrada y le suplico con los ojos—.
No me pongas esa cara, chiquilla, que voy a hacer que te guste:
mientras te doy por detrás te meteré los dedos en la rajita y verás
qué gusto.
Si yo hubiera sido Maher… ni estarías en esta situación ni te
verías obligada a huir. Yo te hubiera respetado el coñito y solo

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te la habría metido por detrás: para que al hacerte la prueba de
virginidad saliera positiva. Y ahora serías una morita deseable y
respetable y no una prófuga del destino.
Me tiene echada sobre el volante y se escupe en la mano. Y
estoy segura que se unta la saliva en el glande, no lo veo pero lo
imagino. Separa mis glúteos y la pone en la entrada, empuja un
poco y la retira, empuja y la retira…
—¡Qué estrechito está! ¡Madre mía! Se me está pasando por
la cabeza la idea de… dar un empujón y meterla de golpe.
Tiemblo.
—No, no temas que no pienso entrar por la fuerza. Ya te he
dicho que lo vas a desear, soy un tipo muy paciente.
La saca, pone un dedo en la entrada y deja que poco a poco se
hunda en mi interior.
—Para, por favor… —le suplico en vano—. Por favor, te lo
ruego, no me hagas esto… Te la chupo cuanto quieras pero no
me hagas esto, por favor…
No escucha, está entregado y sigue empujando el dedo en mi
culito.
—Ah… ¡Me muero del dolor…! Saúl, me duele mucho, ten
compasión, te lo suplico.
—Te voy a contar un secreto: cuando mi hija me pidió que te
ayudara, lo vi claro, siempre me has gustado. Se me ponía dura
en cuanto entrabas por la puerta de mi casa; cada vez que venías
a ver a verónica me volvía loco y me la machacaba pensando en
ti. Siempre te he deseado en silencio, ocultando mis más oscuros
pensamientos hacia ti, hacia tu cuerpo. Pero, mira por donde, mi
sueño se ha hecho realidad y ha llegado mi momento; ese tan
esperado y ansiado... Ahora vas a relajarme esas nalguitas que
voy a entrar en tu parcelita, la voy a conquistar y voy a plantar
ahí mi estandarte.

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Me agarra los glúteos con ambas manos, separándolos bien.
Y lentamente me penetra y va haciéndose sitio hasta que le cabe
toda.
Lloro ruidosamente. Pero a él le da igual, va a lo suyo y no le
importo lo más mínimo.
—Ohhh… Qué placer. Qué cosa más exquisita, Aruba. Cómo
y cuánto he pensado en ti, en este momento. Ohhh… Qué gusto.
No quisiera correrme todavía, pero me voy. Me voy… Ahhh…
Ohhh…
Deja caer su pesado cuerpo sobre el mío y escucho como su
corazón late desenfrenadamente.
Me muerde la nuca y dice:
—¿Has visto como no era para tanto? ¿A qué te ha gustado?
Si esto, te lo hubiera hecho Maher, otro gallo cantaría.
—Ni te atrevas a nombrarle: no eres digno de pronunciar su
nombre. No, lo embrutecerías con tu asquerosa boca y eso si que
no te lo pienso permitir. No, por ahí no pienso pasar —digo sin
fuerza en la voz.
—Perdona, no le nombraré más. Pero…, te he dicho que iba a
ser bueno contigo y lo he sido. Soy un hombre de palabra y me
vas a compensar por ello: ¡ahora sí te la vas a comer entera! La
vas a chupar hasta que se ponga dura para meterla en tu rajita. O
eso, o me la casco con la mano y cuando esté lista te la vuelvo a
meter en el culito: lo dejo en tus manos. ¡Tú decides!
Me suelta las manos, liberándolas del volante pero atándolas
a mi espalda. Me pide que me siente de nuevo. Yo me contraigo
porque me duele, pero a la vez muevo la cabeza de arriba abajo
diciendo sí —Qué otra opción me queda—.
Se la lava y me la mete en la boca.
No se lo había hecho antes a nadie, ni siquiera a Maher. Y no
me gusta el sabor, es muy desagradable y me parece realmente
asqueroso, pero aguanto como puedo. Ya no quiero que me dañe

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más, necesito que el infierno al que me tiene subyugada acabe y
me lleve a casa de Ricardo; mi futuro mentor y protector.
Está violando mi boca una y otra vez. Jadea y gime emitiendo
sonidos guturales.
—Ahhh… ¡Pero dale con más brío! Así no correrás ni a un
eyaculador precoz. Pero… ¿quién te ha enseñado a hacer estas
chapuzas?
Me levanta y me pide que me abra de piernas y me suba a
horcajadas sobre él.
Obedezco. Procuro parecer relajada; ya me ha mostrado su
parte negativa, y su maldad y crueldad no conocen límites.
—¡¡¡NOOO…!!!
—¡¡¡Sí, y tanto que sí!!! ¿Por qué crees que dejé que una
pulgosa como tú se relacionase con mi hija y entrase en mi casa?
Se recrea en mi culito, lo ha vuelto a penetrar y esta vez de un
solo asalto y sin compasión.
El dolor es tan fuerte que no voy a poder resistirlo, otra vez
no.
Me mira con cara de psicópata, y dice:
—Para las relaciones insípidas ya tengo a la estrecha de mi
mujer: me casé hace veinte años, uf, toda una eternidad. Y llevo
diecinueve intentándolo y la muy… no se deja. Ella es la única
culpable de esto; yo soy tan víctima como tú. ¿Pero no lo ves?
Agarra mi pelo y tira de mi cabeza hacia atrás dejándome el
cuello tirante.
—Date un poquito, ¡prueba tú que te gustará! Sólo duele al
principio. Después, el placer es sublime, colosal. Y… aunque no
lo creas, te estoy haciendo un favor; si te hubieras quedado en tu
casa, ese viejo te habría desvirgado de un empellón, a las bravas
y sin miramientos. Por lo tanto, si no me lo quieres agradecer, al
menos colabora un poco. Ve a tu ritmo o te daré yo. Y ésta vez
no seré tan displicente, te voy a dar duro, muy duro; me has

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hecho perder la cabeza. Me tienes hechizado: debería encerrarte
en un zulo y tenerte para mis necesidades sexuales. Sí, eso es lo
que tendría que hacer contigo. ¿Te imaginas…? Ese culo a mi
disposición… UMMM…
Niego con la cabeza y lloro. Me agarra la cara e introduce su
lengua en mi boca, la enlaza con la mía y la mueve. Me da asco,
pero intento que no lo note, que crea que a mí también me gusta.
Cuando se cansa de dejarme sus nauseabundas babas dentro
de mi boca, baja las manos hasta mis caderas y las aprisiona con
sus asquerosas manos. Y va subiéndome y bajándome…
—Guau, qué cosita tienes: qué vicio tiene este culito, no sé si
voy a poder despegarme de ti. Ahhh…
Cuando me libera de su repugnante pene, me deja en pie y
coge una botella de agua. Me la acerca a la boca para ayudarme
a beber y me sonríe; creo que por fin ha acabado de vejarme, y
aunque no ha eyaculado, me da la sensación de que me dejará en
paz. Cierro los ojos y pido que así sea.
Me agarra de la cintura y me empuja para que caiga bocabajo
sobre el asiento. Al cabo, se coloca detrás de mí a horcajadas y
me vuelve a violentar.
Le imploro llorando:
—Déjame ya, por lo que más quieras…, no me dañes más.
—Si me recibieras relajada, no te dolería. ¡Calla y goza, perra
estúpida!
Mete las manos por debajo de mi vestido. Agarra mis pechos
y los aprieta.
—Que tacto, qué turgencia. ¡Esto es un pecho y lo demás…!
Yo habitualmente suelo relacionarme con mujeres de… ¿moral
distraída? Sí, podríamos usar ese eufemismo, pero pechos con
esta calidad he tocado muy pocos. ¿No tienes nada que decir?
No, no digo nada. Callo y no abro la boca, dejando que siga
hablando él, si así lo quiere.

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—Me siento solo, mi profesión es dura y paso muchas horas
aquí, en mi cabina; a menudo durante días. Y uno es un hombre
y no una piedra. Tengo necesidades. Yo quiero desahogarme a
diario, es imprescindible para mí, para sentirme vivo. Y tengo
que usar mi aparato masculino y echar un buen polvo para
liberarme de la tensión y el estrés provocado por mi trabajo. No
espero que tú me entiendas; me la trae al pairo lo que puedas
opinar de mí. Y suelo contratar a fulanas que les vaya todo, y a
veces hasta les pego azotes en el trasero: eso me la pone dura
como el mármol.
Explicar estas cosas también le pone. El muy hijo de… se ha
corrido.
Me desata.
Froto mis muñecas una contra otra, las tengo enrojecidas y
quiero que la sangre circule de nuevo por ellas; no las siento, las
tengo adormecidas y con un incesante hormigueo.
Pone en marcha el camión. Nos movemos.
Ha tomado el camino del puerto.
—Aruba, perdóname por haberte forzado yo… Ha sido más
fuerte el deseo que mi voluntad. Me perdonas ¿verdad? Esto
debe quedar entre tú y yo. Verónica no puede saberlo nunca, no
debe enterarse jamás: ¿lo entiendes? Dime que lo comprendes.
Yo soy muy buen padre y tú lo sabes, por eso te abrí las puertas
de mi casa y te traté cómo a una más.
Hago un leve movimiento con la cabeza, lo que dice ya no
corresponde con la realidad de hoy.
—Te he hecho una sencilla pregunta, ¡responde! ¿O prefieres
que pare de nuevo y te vuelva a…?
—Sí, digo no, si, digo… Estoy muy nerviosa y lo que quiero
decir es que, tranquilo, que no diré nada.
—Ya pero… ¿tú me perdonas verdad? Soy un humano que
ha cometido un error: tampoco es tan grave. Total, algún día se

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lo beneficiará alguien. Y me creas o no, me da igual, le he hecho
un favor ensanchándole el camino de entrada. Y ahora te puede
parecer algo horrible, tremendo e incluso asqueroso, pero algún
día te acordarás de mí y me lo agradecerás. Tú también has sido
mala conmigo, admítelo: tú venias a casa a provocarme con ese
escultural cuerpo que Dios te ha dado. ¡Y uno no es de piedra!
No puedo creer lo que estoy oyendo. Este hombre está fatal,
es un enfermo mental, un tarado.
Me agarra de las muñecas y dice:
—Hoy me has hecho daño… mucho daño, y me han dado
ganas de sacarte los dientes uno a uno hasta dejarte sin ninguno.
Sin embargo, te he perdonado y no voy a tenértelo en cuenta: no
voy a vengarme de la marca que me has dejado. Pero espero no
tener que ponerme la vacuna contra la rabia, perrita.
Suelta una risa estridente, tan chirriante que resuena toda la
cabina y me silban los oídos. Me amedrento y tiemblo como un
flan. Él abre la boca para seguir con su retórica; parece que no se
ha percatado del estado en el que me ha dejado sumida.
—Esta marca me recordará a ti durante un tiempo. Ah… y
ponte las pilas que de mamarla no tienes ni pajolera idea.

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Año 2016. Actualidad.

Suena un despertador. Abro los ojos y me doy cuenta que


estoy sudada y tengo la cara cubierta en lágrimas. ¿Ha sido una
pesadilla…? Sí, ha sido otra pesadilla, pero no otra diferente
sino la misma que me acompaña cada noche desde hace siete
años. Y aunque lo he soñado, es real y todo pasó tal cual lo he
revivido. Todavía escuece, me duele en lo más íntimo y no me
permite cicatrizar y seguir adelante.
Saúl era un mito para mí, un referente, y lo tenía idealizado
como esposo y como padre: mi padre siempre había sido bueno
hasta… Pero él era único; cuando volvía a su casa después de
pasar varios días fuera de ella, traía regalos para su mujer y sus
dos hijas: Verónica, mi mejor amiga, y Sarita, la hija menor. Y
alguna que otra vez también había traído un detalle para mí. Me
miraba embobado, ilusionado por ver mi reacción al abrir el
paquete —Y yo que pensaba que me quería cómo a una hija, qué
ilusa—. Los días que Saúl pasaba en el Príncipe (Ceuta), barrio
en el que yo vivía y del que salí huyendo, no salía de su casa ni
para tomar el aire. Y decía: «Necesito empaparme del calor de
mi hogar y de mi familia. Les extraño mucho; la vida solitaria
es dura y triste». Y cada vez que regresaba a su hogar repetía
como un mantra la misma frase.

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A mí me querían casar en contra de mi voluntad, a la fuerza,
con un hombre viudo y treinta años mayor que yo. Y por esa
razón escapé, dejando a mi familia sin una pista sobre la que
tirar para poder llegar hasta mí; Saúl iba a ser mi salvador, mi
gran héroe. Ciertamente lo fue. Sí, me liberó de las garras de un
hombre que babeaba por mi cuerpo, que me iba diciendo al oído,
obscenidad tras obscenidad, lo que pensaba hacerme en cuánto
fuera suya. ¿Pero a qué precio me salvó de esa cárcel? De esa
esclavitud conyugal a la que pretendían que me sometiera; Saúl
tomó lo que quiso de mí, lo que me pertenecía, lo que no aún no
le había entregado a nadie porque a nadie pensaba entregárselo,
jamás. Y aunque había querido mucho a mi amado Maher; que
además de ser mi novio desde los nueve años era primo mío, no
pensaba dejarle disfrutar de esa inexpugnable parcela.
Saúl me ha arruinado el presente y me lo pagará. No pienso
perdonarle nunca, ni puedo ni quiero hacerlo. Será castigado por
sus malas acciones, por su perversidad. Aunque no sé cómo ni
cuándo, pero lo lamentará.
Me doy una reconfortante ducha y me acicalo.
Voy conduciendo mi coche hasta donde tengo el puesto de
trabajo —Hospital de san Pablo, Barcelona—. Allí desempeño,
de lunes a viernes, la agradable labor de instrumentista; soy una
enfermera de quirófano y estoy enamorada de mi profesión.
«Buenos días. Hola. Buenos días. Hola. Buenos días», voy
saludando, por aquí y por allá, a todo el personal, como cada
mañana.
Hay movimiento en los pasillos y la gente anda de un lado a
otro; unos con las manos cargadas de medicamentos y otros con
el café a medio tomar. Los celadores andan transportando a los
pacientes a su lugar de destino y las auxiliares van cargadas con
los estris necesarios para asear a los enfermos.

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Hoy me espera un día durillo pero de los que a mí me gusta,
de los que sabes a la hora que entras pero no a la que vas a salir.
Me estoy cambiando, ya me he quitado la ropa de calle y me
estoy vistiendo con el uniforme de quirófano. He venido pronto,
como cada día, no deseo encontrarme con ninguna compañera.
Soy una especie rara y me gusta ir a mi bola.
—Hola Caramelito. ¡Qué bella estás! ¿Y cuándo me vas a dar
la oportunidad de tomarme una copa contigo? ¿Ya te he dicho
que bebo los vientos por ti? —Me mira y me perturbo—. Sí,
todos los días; ya me respondo yo, tú no te esfuerces. Pero si me
concedes una sola cita, te dejo en paz. ¿Qué me dices?
El que hablaba es Milá Pessic; un cirujano pesado y baboso.
Soy de su equipo y trabajo siempre con él. Bueno, casi siempre,
en ocasiones excepcionales me derivan a quién corresponda ese
día.
Ha entrado sin llamar a la puerta, como hace cada mañana, le
gusta verme en ropa interior y sabe que estoy sola y que nadie le
va a sorprender entrando donde no le está permitido. Le estaba
esperando. Por esa razón le provoco con mi atrevida vestimenta;
llevo una bata de color naranja y medias blancas. Hasta ahí todo
normal, así es mi uniforme, pero como sé que va a aparecer, me
dejo la bata abierta y llevo las medias cogidas con un liguero
negro. Puede que no sea muy ético, lo reconozco, pero tampoco
lo es que invadan tu intimidad sin tu consentimiento y él lo hace
a diario.
Soy una chica muy juguetona, traviesa y pícara. Y disfruto
siéndolo, al menos una parte de mí así lo piensa: estoy soltera,
sin pareja, y no le debo fidelidad a nadie. Bueno, todo esto es un
poco mentira; con mi aptitud lo que hago es intentar solapar mis
carencias, que las tengo y muchas.
—¿A ti no te enseñaron a llamar a la puerta antes de entrar?
Y no me llames caramelito; mi nombre es Aruba Keshi y me

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duele la boca de tener que repetírtelo cada día. Y ya te he dicho,
por activa y pasiva, que no salgo con hombres que estén casados
ni comprometidos.
Tiene cuarenta años y es un hombre alto, rubio, con unos ojos
azules que te hipnotizan y muy atractivo. Con un cuerpo diez, lo
sabe y presume de ello. Nació en Estonia y creció en su capital,
Tallín: es una república Báltica que está situada en el norte de
Europa.
La mayoría de chicas del hospital están locas por sus huesos,
enamoradas hasta la médula de Milá. Pero él me hace ojitos a mí
y no le interesa ninguna más; o eso es lo que me dice. Que por
qué a mí, porque yo no le hago ni caso, ni a él ni a ninguno.
Paso de todos y solo juego con ellos; no me llevo bien con el
género masculino —soy como el gato escaldado que huye del
agua fría—. Además, éste está casado y esos sólo te regalan los
oídos para llevarte a la cama; creo que son lo peor de lo peor. Y
aunque siempre hay excepciones, no creo que éste sea una.
—Me gustaría que la boca te doliese, pero de pasarlo bien
conmigo. Si tú quisieras…
—No seas grosero. ¡Sal de aquí y déjame sola!
Se dirige a la puerta pero no sale, da media vuelta y se acerca
despacio, parándose a un palmo escaso de mi cuerpo. Me quedo
inmóvil por fuera, pero me remuevo por dentro y me caliento.
Desliza sus manos por la parte exterior de mis piernas, desde
los tobillos hasta los muslos. Ahí se detiene y va recorriendo el
camino a la inversa, recreándose lentamente en cada centímetro.
Hago ver que no me afecta ni su descaro ni su osadía, pero he
sentido un agradable hormigueo en mi sexo.
Él recorre el camino hasta los muslos, otra vez, y agarra una
media por la goma y mientras intenta quitármela dice:
—Conmigo no te faltaría de nada y lo tendrías todo… Ya lo
sabes: a una palabra tuya doy puerta a mi mujer, o, cómo el

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título de un libro que leí: si tú me dices ven, lo dejo todo, pero
dime ven.
Yo me dejo hacer, me gusta ponerle palote y que luego se
vaya con el rabo entre las piernas. —¿Qué soy mala? No, yo ni
estoy casada ni le he pedido que me acose—.
Llegó otra lenta caricia, pero esta vez se atrevió a más, a
mucho más, recorrió la parte interior de mis muslos hasta el
punto donde convergían ambos y me acarició el monte de Venus
por encima de las bragas. Yo sentí una descarga de placer, pero
lo disimulé lo mejor que pude mientras le decía:
—Esa es la típica frasecita del hombre casado que no tiene la
intención de dejar jamás a su mujer. Y cualquier día… Pero hoy
no tengo tiempo para farsas.
Apoyo mis dos manos en su espalda, presiono fuerte y así le
acompaño hasta la puerta. La abro de par en par y le saco de un
pequeño empujón.
Me quedo sola y con ganas de marcha; él me gusta mucho y
me pone más de lo que yo quisiera. Pero está amarrado, anclado
a otra vida en la que yo no tengo cabida. «Olvídate de él, no te
conviene». Me abrocho la bata y me pongo decente.
Estamos metidos de lleno en una artroscopia de hombro. Milá
es el mejor entre los mejores para esta cirugía. La paciente tiene
sesenta años pero no los aparenta ni de lejos. Creí que tenía diez
menos cuando la vi allí, tumbada y totalmente sedada. Preparada
para ser intervenida. Es una guapa pelirroja, evidentemente fruto
de un tinte bien aplicado, de estatura mediana, delgada y con un
cutis bastante estirado para su edad; imagino, que será gracias a
las vitaminas y otras cosas similares que le habrán inyectado.
Milá ya le ha insertado, a través de una pequeña incisión en la
piel, el artroscopio. Y ahora está reparando todos los tejidos que
hay alrededor del hombro. Mi función está bajo control, la tengo
muy por la mano a fuerza de horas empleadas en lo mismo. Y

23
cómo lo hago todo mecánicamente, sin pensar ni darme cuenta,
mi mente ha huido del quirófano y ha vuelto a Ceuta, al día de
mi huida.

24
Llegamos al puerto sin más contratiempos. Yo iba escondida
en el camión y nadie podía verme, iba de incognito y no llevaba
billete; debía parecer que no había salido de Ceuta y que nadie
me había visto desde el momento en el que besé a mis padres y
dándole las buenas noches me metí en la cama —hice el mismo
gesto cariñoso y con la misma intensidad de siempre, sin parecer
que me estaba despidiendo para siempre.
Cuando nos tocó el turno embarcamos. En aquél momento no
era consciente de nada, solo de que ya no había marcha atrás y
de que el barco navegaría rumbo a una nueva vida.
El viento de levante azotaba fuerte, con un vaivén continuo.
Sabían que llegaba aquel fuerte temporal y se activó el protocolo
previsto para estos casos; no embarcamos en un ferry sino en un
buque, que era lo más seguro en las condiciones que estaba el
mar. El buque era mucho más lento e incómodo para este tipo de
trayecto. Y si los pasajeros notaban la diferencia, yo lo vivía con
toda la magnitud de la persona que está encerrada dentro de un
cajón grande y oscuro. Y aunque Saúl había hecho agujeros en
los puntos más discretos, el aire no pasaba, no entraba ni una
mínima brisa que aliviase un poco la sensación de ahogo que yo
sentía.
En uno de los movimientos me mareé y pasó lo que tenía que
pasar, lo que ya me temía desde hacía rato; me vomité encima.

25
Ahora tenía que luchar con la escases de aire y con un hedor
insoportable a…
—Aruba, ¿estamos a lo que estamos o has venido a dormir?
—me recrimina Milá.
Cuándo reacciono escucho su móvil que, por lo visto, llevaba
sonando unos segundos; y aunque sabe que no puede llevarlo
encima, lo lleva. El jefe es el jefe, y el que manda, manda.
—Nena… —toca mi hombro reiteradamente—. Espabila y
mete la mano en mi bolsillo. Cógeme eso tan duro que tengo; el
teléfono —me aclara—. No te equivoques y toques algo que no
debas.
Siempre usa las mismas frases cuando le suena el teléfono y
únicamente me llama caramelito cuando estamos solos: es muy
falso y sabe muy bien lo que se hace. Y Aunque estoy colada
por su cuerpo, solo lo sé yo y lo disimulo muy bien.
Meto la mano en el bolsillo y me dice en tono burlón:
—Si tocas un poquito más… hacia tu derecha te encontrarás
con algo que se me pone duro, muy duro y sabroso.
Todos le ríen la gracia, aquí hay mucho pelota. Yo me limito
a sacar el teléfono y ponérselo en la oreja después de descolgar.
Y como estoy pegada a él, puedo escuchar lo que dicen ambos.
—Hola mi amor, ¿Qué tal? Voy a ir a pasar el día con mis
padres, ¿vendrás…?
—Hoy me es completamente imposible, te lo dije: tengo por
delante una jornada larga, ya sabes, de esas que no tiene hora de
salida. Preséntales mis disculpas y salúdalos de mi parte; otra
vez será. Lo siento, te veo a la noche.
—Ok… Pero no llegues muy tarde; Mónica cocinará tu plato
favorito, me lo ha comentado esta mañana.
—Haré lo que pueda, chao.
—Cuelga y devuelve el teléfono al bolsillo. Ah, y no toques
que me crece.

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Risitas a mi costa.
De nuevo opto por callar y hacer lo que me ha pedido. «¿Qué
hoy tiene una jornada larga…?». Eso es lo que ha dicho a su
mujer, Rosa; una persona excepcional con la tuve la suerte de
poder coincidir en una ocasión —en una fiesta a la que me fue
imposible decir que no quería ir aunque no me apetecía nada—.
Me cautivó su gran personalidad, su elegancia y su saber estar;
Rosa es educada, sexy, dicharachera y siempre estaba sonriendo.
Y lo que más me gustó de ella fue la naturalidad de sus gestos al
hablar. Me pareció única. «Si yo pudiera ser normal sería como
Rosa».
Acabada la intervención, me pongo las pilas para tener el
siguiente quirófano preparado.
Me marcho con la intención de distraerme un poco. Por eso
me dejo caer por el Recovery; lugar donde se coloca a algunos
de los pacientes antes de llevarles a su habitación.
—Hola… —digo mientras leo su nombre en el historial—.
Sara, encantada, todo ha ido bien, tranquila que ya pasó todo: en
breve te acompañarán a tu habitación.
Le acaricio la mejilla. Le tiembla todo el cuerpo y es debido
a la anestesia que le han administrado.
—Qué colocón… ¿Estoy borracha o me lo parece? ¿Sabe mi
marido que todo ha ido bien? ¿Ya le habéis informado…?
—Tranquila que ya le hemos avisado. Está al tanto de todo y
deseando que llegues a la habitación.
—Qué colocón… ¿Sabe mi marido que todo ha ido bien, ya
le habéis informado…?
Repite nuevamente; ésta reacción es muy normal y también la
provoca la anestesia. Cuando despierte del todo no se acordará
de nada, absolutamente de nada. Y si se lo cuentas, dirá que eso
no puede ser verdad, que te estás quedando con ella; esa es una
de las razones por las que me gusta estar aquí un rato, porque

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me divierte mucho. Y oigo cada historia que… Cualquier día me
animo y escribo un “best seller”. Lo titularía así: «Historias de
un postoperatorio».
—No, si no estoy nada preocupada por mi marido, ni mucho
menos. Quiero que sepa que estoy bien porque… Ya le gustaría
a él librarse de mí, pero no pienso ponérselo fácil y voy a sacarle
hasta el hígado. Y, cómo se le ocurra dejarme por esa zorrita
jovenzuela, le mato. Juro que lo mato. Madre, qué colocón y qué
borrachera, por Dios. Sabe ya mi marido —Sí, tranquila —la
interrumpo, ha entrado en bucle y ya no tiene la menor gracia.
Vuelvo a quirófano y la siguiente operación se ha anulado y
tenemos una urgencia que desconozco. Leo el historial: José
pinto, se ha metido un cirio de cinco centímetros de diámetro y
veinticinco de largo en el recto, la vela se ha quedado atascada y
eso le provoca unos intensos dolores. Me río por lo bajini, no
puedo evitarlo. Pero… ¿qué tipo de personaje se mete un cirio
por dicho sitio…? ¿Por qué lo ha hecho? Cuando lo explique
quiero estar cerca de él, seguro que dirá que ha sido un fortuito
accidente.
Un celador trae a nuestro paciente —es Izan, un chico tímido
pero muy guapo—. Me quedé prendada de él en el momento en
que lo vi por primera vez. Sé que no sale con nadie pero, es muy
infantil para su edad y yo ya no estoy para flirteos ni romances;
la misión que tengo pendiente no ha acabado todavía y no me
puedo permitir el lujo de que nadie interfiera en mis planes.
Recibimos al paciente y nos dice que se llama Pepito, que no
sabe cómo le ha podido pasar eso y que ha sido un desagradable
y fortuito accidente. Que estaba jugando con su mujer a cosas
divertidas e inocuas y…
Recuerdo haber leído que tiene treinta y tantos años; es un
morenazo bien parecido, con unos ojos preciosos de color miel

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clara. Me parece de lo más normal pero, si jugaba a esas cosas,
normal, lo que se dice muy normal, no debe ser.
Acaba la intervención. Y a pesar del desastre inicial hemos
rescatado el maldito cirio; el cirujano introdujo su mano para
intentar rescatar el artefacto, pero estaba atascado y no lo logró.
Tras una hora de intentos frustrados, y sus consecuentes fisuras,
el de cirugía general llamó al ginecólogo para que, con fórceps,
intentara extraérselo. Y lo intentó una y otra vez, pero fue una
misión imposible extraerle el cirio de dónde se le había quedado
atascado, no había manera. El cirio se había aferrado al chico y
de qué modo; cada vez que intentaban asirlo, el maldito cirio se
iba hacia arriba. Al final, y después de tres largas horas, el juego
sexual le pasó la siguiente factura: a José Pinto tuvieron que
practicarle una laparotomía y una colostomía transitoria —esto
último es una apertura quirúrgicamente creada en el intestino
grueso que permite la retirada de los excrementos del cuerpo
evitando pasar por el recto, drenándose en una bolsa u otro
mecanismo similar—. Al señor Pepito, con total seguridad, se le
habrán quitado las ganas de volver a meterse nada por el trasero.
Cuando acabamos con el recuento de las gasas y dejamos el
quirófano impoluto para empezar otra vez, al que le toque, me
entretengo y me hago la remolona, no quiero encontrarme con
nadie en los vestidores. Estoy agotada y tengo unas ganas locas
de cambiarme e irme a casa a tirarme en mi sofá.
En el pasillo me encuentro con Milá que está hablando con el
cirujano al que acabo de asistir. Se despiden y viene hacia mí.
—Caramelito... Ves a mi despacho, te quitas las mini bragas
que llevas y me esperas tumbada en la mesa. Ah, y te quiero con
las piernas abiertas que tengo algo muy sabroso para ti. Ahora
voy yo —susurra en mi oído.
—Por más que lo repitas no se hará realidad. No, nunca lo
verán tus ojos. Anda, vete con Rosa.

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—Un día lo conseguiré. Lo sabes aunque te lo niegues; a mí
no me engañas —coge mi mano y la pone en su entrepierna—.
Esto es sólo por ti, Caramelito de mi vida, mira como está: se
me ha hinchado y me duele. ¿No te doy penita…?
Frota sus partes contra mi mano hasta que tiene una erección
completa. Yo libero mi mano de su bragueta y camino hasta el
ascensor. Me sigue, pulso el botón y esperamos a que llegue.
Una vez dentro le digo:
—Voy a cambiarme. Y te pido por favor que no invadas mi
intimidad; estoy cansada y no tengo ganas de verte pululando a
mi alrededor.
Se acerca e intenta besarme. Yo le rechazo y le recuerdo por
enésima vez que él está casado y que esto no está nada bien. Me
empotra contra la pared y me besa con un ansia desmesurada.
«Cómo me gustas bandido». Mi cuerpo queda indefenso y mi
voluntad anulada por completo «Cómo te deseo; mi cuerpo se
deshace por ti, házmelo aquí mismo, tómame ya». Me separo
bruscamente de él, antes de que mi deseo gane a la cordura y
tome el control sobre mi frágil cuerpo, arrastrándome hacia el
suyo y haciéndome caer en la tentación de la carne y del pecado.
—Esta batalla la has ganado tú pero… No tengo la intención
de tirar la toalla: has temblado entre mis brazos y tu cuerpo se
arqueaba, se entregaba con el solo contacto con mi lengua; me
deseas tanto como yo a ti. Me lo puedes negar y decir que no es
verdad, pero a tu cuerpo no: tu cuerpo arde por mí y por mis
besos y por mis caricias.
—¿Y qué es lo que esperas de mí?
—Una cita, sólo eso; concédeme una cita y si no te gusto se
acabó.
Me quedé sin saber qué hacer, pero estaba loca por aceptar su
oferta y que después de unas copas me llevara a un hotel y que
le diera marcha a mi cuerpo.

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Por fin se abrió la puerta y salí del ascensor.
—Hasta mañana doctor Milá, le deseo un buen día cargado
de trabajo —digo con cierta ironía.
—Adiós Caramelito. Que tengas dulces sueños. Yo, para no
variar, soñaré contigo.
Camino hasta los vestuarios y pienso: «Sé que esperarás un
rato y cuando creas que estoy desnuda entrarás a traición». Hoy
es un día de esos, lo intuyo. Va muy caliente.
Estoy arreglada, lista para irme y él aún no ha aparecido. Y
estoy desconcertada porque me siento ofendida por ello; tengo
que admitir que me excita que vaya detrás de mí, que me acose
y me robe besos en el ascensor. Si él estuviera libre y yo fuese
una persona sin problemas emocionales…
Estoy guardando la bolsa con mi ropa sucia en el maletero de
mi coche, en un parking cercano al hospital. Cierro el maletero y
noto una presencia, tengo a alguien a mis espaldas, me asusto y
giro la cabeza con mucha cautela.
—¡¡¡Milá, pero qué susto me has dado…!!! —Grito—. ¡¿Qué
haces aquí?!
—Debo haber pinchado, una de las ruedas está sin aire y a ras
de suelo.
Se acerca a mí por detrás y me restriega fuet, me gusta mucho
pero, me hago la indignada.
—¿Quieres dejar de acosarme? Cualquier día… Te voy a
poner una orden de alejamiento, olvídame.
—Y dejarás de trabajar con el mejor entre los mejores, no te
creo, no es verdad: sé que te gusto y tiemblas cuando te toco, te
importo, sólo tengo que esperar; estoy tejiendo una tela de araña
alrededor de ti y sólo es cuestión de tiempo que caigas en ella,
que caerás, y en ese momento no habrá vuelta atrás. Te haré mía
una y otra vez. Una y otra vez hasta dejarte exhausta, extenuada
—susurra con su boca a escasos centímetros de la mía. Me mira

31
a los ojos y me derrito—. Un favor, solo te pido eso: te invito a
comer y luego me llevas a casa. Dame un voto de confianza, me
voy a portar bien, te lo prometo —sonríe y me lanza una mirada
que abrasa todo mi cuerpo.
«Y qué se supone que debo hacer ahora», me pregunto. Mi
estómago se ensortija, estoy nerviosa, excitada y húmeda. Y sé
que debería decir que no pero…
—Ok. Acepto, pero recuerda que me has dado tu palabra de
que te vas a portar bien.
—Sí, me comportaré y tienes mi palabra pero, ¿estoy a salvo
contigo…? ¿No serás una loba con piel de corderita? Mira que
temo por mi integridad.
Me río y le miro a los ojos. Y me entran ganas de tirarme a su
cuello y fundirme en su boca.
Me indica dónde está el restaurante al que me quiere invitar.
Son más de las cuatro de la tarde y no he comido nada desde la
hora del desayuno; esa es la razón que más ha pesado y por la
que he aceptado acompañarle —estoy muerta de hambre, y hasta
que llegue a mi casa y me prepare alguna cosilla…, me habré
desmayado antes.
El restaurante es elegante y tiene pinta de caro. O, como diría
mi amiga Sol: «La decoración indica que es caro de la leche».
Pero como va a pagar él, que cueste lo que cueste.
Nos recibe un chico y le saluda llamándole por su nombre, le
conocen bien, seguro que Milá es un cliente asiduo.
—¿Qué tal está Rosa, hoy no le acompaña?
—Hoy tenemos jornada doble —miente—. Está siendo un día
muy duro y solo estamos haciendo una parada para comer algo y
desconectar un poco: nos espera una larga intervención y, si no
salimos a que nos dé un poco el aíre, no podremos afrontarla con
la concentración que merece. Ay, Perdona por mi torpeza, estoy

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hablando y aún no os he presentado. Ella es Aruba: mi mano
derecha y la instrumentista más buena que he conocido.
Sonrío, me siento muy halagada y emocionada; siempre me
lo ha dicho, pero es la primera vez que lo dice en público. Cada
vez que salimos de quirófano me felicita y dice que lo he hecho
genial, que soy increíble y la mejor, y que por eso estoy en su
equipo. Hasta este momento yo pensaba: «Normal que me diga
estas cosas, si lo que quiere es hacerse con mi cuerpo tendrá que
regalarme los oídos».
Mientras voy leyendo la carta pienso en lo que le ha dicho el
camarero y me doy cuenta de una cosa que se me había pasado
por alto hasta este momento: «Será mala persona, el muy bicho
quería hacerme saber que mi acompañante está casado».
—¿Qué te apetece, Caramelito?
Le miro y pienso: «Tu cuerpo, eso es lo que me comería y sin
masticarlo».
—No lo sé, pide lo que te apetezca a ti. No soy delicada y me
gusta todo… —uso el doble sentido, quiero ponerle a prueba.
—¿Te puedo pedir lo que yo quiera? ¿Te lo comes todo…, de
verdad? —dice con retintín.
Me mira y mi cuerpo tiembla de ganas.
Nos enredamos en una espontanea y agradable conversación
sobre lo que nos gusta o nos deja de gustar a ambos.
El camarero trae la comanda y dice:
—Os dejo estas menudencias mientras se termina de hacer la
paella. El vino es el de costumbre; el Raimat 2013 que tanto le
gusta a su esposa —y otra puyita que me lanza.
Me ha contado que aquí hacen la mejor paella del universo,
espero que así sea porque es mi comida favorita: cuando llegué a
Barcelona cambié mis costumbres y me adapté al estilo de vida
de los catalanes y a su cultura, que me parece muy fascinante.

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Aunque la paella de pescado y marisco no es típica en nuestra
gastronomía, como bien dice el dicho aquél: allá donde fueres
haz lo que vieres. Además, de la pobre chica, ingenua e incauta
que salió de Ceuta, no queda ni la sombra.
La paella está buenísima, sublime, exquisita. Es tal y como
me había anunciado Milá. Y el vino es el mejor que un paladar
tan exquisito como el mío ha probado.
El camarero va y viene llenando nuestras copas, eso dificulta
calcular cuánto estás bebiendo; otro peligro añadido.
Con tanta ida y venida ha exprimido la botella y no queda
una gota. Milá le ha pedido que abra otra y que nos sirva un par
de copas más mientras esperamos los postres.
—¿Te apetece una copa de Champán?
Abro todo lo que dan de sí mis ojos. Me siento en una nube y
creo que por hoy ya he bebido bastante.
—A ver, Caramelito… no vamos a comernos el Tiramisú así,
a palo seco.
Busca con la mirada al camarero. Le hace una señal y éste se
acerca.
—Pool, sírvele una copa de champán a la señorita y a mí me
traes un Triple Sec.
—Le traigo el que siempre toma Rosa ¿verdad? —vuelve al
ataque.
«¿Qué ya me lo has dejado claro?», pienso mientras le dedico
una perversa sonrisa.
—No, no, para nada; a ella le vas a traer un André Clouet
gran reserva. Gracias, ya puedes retirarte.
Cuando el camarero se marcha le digo con cierto sarcasmo.
—Bueno, bueno, bueno… señor casado, ¿qué champán es el
que acostumbra a tomar Rosa?
—Si te soy sincero, no tengo la menor idea: va dependiendo
de la luna con la que se haya levantado ese día. El Michel Gonet

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es el que acostumbra ella a beber en casa pero aquí no lo ha
pedido nunca.
Llega Pool con una bandeja color plata con las bebidas y los
postres, interrumpiendo así el tercer grado al que yo intentaba
someterle.
—Señorita, espero que sea de su agrado.
—Es el que tomo habitualmente en mi casa, gracias —sonrío
con maldad. «Ya te he devuelto una», exclamo para mí.
Brindamos, bebo un sorbo y digo:
—Estoy un poco…
—Ya conduciré yo, no te preocupes.
Me tomo la copa a sorbos pequeños, despacio, con miedo a
que el camarero me ofrezca otra. O peor aún, que me la llene sin
preguntar.
No puedo más y dejo el postre a medio comer. Me aprieta el
pantalón y me desabrocho el botón.
Milá se ha percatado del gesto que he hecho por debajo de la
mesa —está atento a todo lo que hago o digo—.
—¿Qué te está pareciendo todo? No te llenes, deja un hueco
libre para…
El camarero irrumpe nuevamente con la escusa de que si todo
ha estado bien, que si falta algo más… —qué pesado es; se ha
percatado de la complicidad que existe entre su cliente y yo y
pretende fastidiarnos, sobre todo a mí que no le he caído bien.
—Anda Pool, tráenos dos cortados y otra ronda de lo que
estamos tomando y déjanos un poco de intimidad para poder
hablar de trabajo.
—Enseguida, pero no creo que sea lo correcto si tienen que
volver a quirófano; a ver si le hacéis una vasectomía al paciente
que necesite ser operado de fimosis —sonríe con maldad. Gira
sobre sí y dando media vuelta se retira.
—¿Cree que eres Urólogo?

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—Lo que creo es que es imbécil y le molesta que haya traído
a una mujer que no sea la mía. Además, estás tan buena que está
rabioso por no poder tirarte él la caña, ¡así de simples y tontos
somos los tíos!
—En mi modesta opinión, si me permites aportarla, no creo
que seáis ni simples ni tontos, sino diferentes a nosotras. Y no
deberías haberme pedido otra copa, estoy bien y no me apetece
beber más.
—Que estás bien salta a la vista. Y a mí tampoco me apetece
otra, me apeteces tú —mueve los dedos como diciéndome: ¿lo
pillas?
—Eres incorregible además de agotador. Y no sé qué debería
hacerte.
Me roza la mano y dice:
—¿A qué te gustaría darme unos azotes…? Lo sé —me mira
a los ojos y dice—: Ahora en serio; tengo que hacerte una buena
propuesta.
Creo que la expresión de mi cara lo dice todo, y me pongo en
guardia.
Él, se apresura a decir:
—Inocente. La propuesta es de lo más inocente. Y podría ser
indecente pero... —le fulmino con una mirada de ira fingida—.
¿No me irás a morder?
—No me tientes, no me tientes…
—Vayamos a dar un paseo por la playa; podemos ir cerca del
hotel Vela, allí no estaremos solos y no te comprometerá a nada.
¿Qué dices?
Me siento cómoda en su compañía y acepto; estoy muy a
gusto con él y no tengo ningunas ganas de volver a casa. No me
espera nadie. Bueno, sí, me espera Príncipe, pero ese no cuenta
porque es mi gato y cuando llegue no me pedirá explicaciones.

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—Yo creía que… —parece dudar de lo que me quiere decir,
lo veo en su expresión y me anticipo.
—A ti te concedo el beneplácito de que me preguntes todo lo
que quieras saber sobre mí —sonríe incrédulo. Y está a punto de
someterme a un interrogatorio pero yo me anticipo, y le digo—:
Solo te responderé lo que crea oportuno y conveniente para mí.
—En mi intención no está juzgarte ni ofenderte pero…
—Lo sé. Sé a dónde quieres llegar: tú crees que porque soy…
ni bebo alcohol ni como nada que provenga del cerdo; del cerdo
animal, se entiende —bromeo, quiero que la conversación sea
distendida y que no se sienta incómodo. Sé cuál es la pregunta
que ronda su mente: en el picoteo nos han servido croquetas de
jamón ibérico, un surtido de embutidos ibéricos y pates ibéricos.
Y he comido de todo ello sin poner ninguna objeción—. Cómo
ya te dije antes, me como todo lo que entra en mi boca.
Se encoge de hombros y pone morritos. Está tan guapo y es
tan sexy que hoy dejaría que me hiciera lo que él quisiera. Uf…
menos mal que no puede leer mis pensamientos.
Llegamos a la playa y me siento en la arena. Él se queda en
pie, mirando al infinito. Silbo y le hago un gesto para que haga
lo propio.
—Mira, la realidad es que me caes bien; más de lo que me
gustaría admitir, ¡pero qué mucho más…! Eres la persona que
mejor me conoce y eso me gusta y me hace sentir bien, chévere,
como diría alguien que conozco.
Sonríe.
—UY, ¿qué ha pasado? —Me levanto de un bote y sacudo mi
trasero—. La arena estaba mojada y me ha calado el pantalón:
ahora sí que tengo que irme, lo siento Milá.
Se levanta rápido, me coge de un brazo y gira mi cuerpo. Se
queda observando mi trasero y dice:

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—Vaya, vaya; se te marca el hilo de la braguita. UY, ¡cómo
me gustan ese tipo de braguitas! Bueno, en realidad lo que me
gusta es quitarlas y merendarme lo que hay dentro.
Hoy llevo un pantalón corto de color blanco, y al mojarse ha
dejado al descubierto mi ropa interior. Me saco la camiseta por
fuera del pantalón y me tapo el culo —la camiseta es de color
rojo, de esas que ahora le llaman lenceras—. Y también llevo
unas botas del mismo color, con la puntera abierta además de
caladas; tiene agujeros en forma de florecillas. Yo, durante todo
el año, sea la estación que sea, llevo pantalones cortos y botas;
ya sean de caña alta o caña baja, caladas, cerradas, con tacón o
planas; me es indiferente. Si tengo un buen cuerpo (o eso es lo
que dicen), hay que saber explotarlo.
—Eso no ocurrirá. ¡Nos vamos!
—Me parece una buena idea. ¿Dónde quiere la señorita que
vayamos?
—No, o no me has entendido o no has querido entenderme: te
dejo en tu coche y me marcho sola, a mi casa.
—Muy cerquita de aquí está el apartamento de un amigo mío,
y tiene unas magnificas vistas al mar y un billar en medio del
salón. ¿Sabes jugar…? Pero si no es así, no te preocupes que yo
te enseñaré a hacerlo. Podemos echar unas partidas, o lo que se
tercie; ya lo iremos viendo —le dedico una mirada que, si las
miradas pudieran matar, él habría caído fulminado en el acto. Se
da cuenta de la torpeza que ha cometido e intenta arreglar la
magia que había entre nosotros—. Te prometo que me portaré
bien, seré un lindo gatito: miau, miau, por favor, por favor,
miau, miau…
—¿Y a tu amigo le parecerá bien? ¿Crees que es correcto que
nos presentemos en su casa, y sin avisar?
—Está en Cuba, se ha ido con su íntimo amigo Fran y me ha
dejado una copia de llaves: quiere que vigile de cerca a Sinda,

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que le de mimos mientras él se divierte y que no le falte de nada.
Y me ha dejado claro que debo hacerle todo lo que ella me pida.
Ahora sí que me he quedado estupefacta. Me enervo y digo:
—¿Ha dejado aquí a su mujercita, para que tú te la tires, y se
ha ido con un amigo a Cuba a follar cómo un mandril?
Sonríe y pone cara de guasón. Yo no salgo de mi asombro y
le pongo cara de pocos amigos. Ahora sí que lo ha estropeado
todo. Echo a andar y me agarra de la camiseta. Me paro. Giro la
cabeza, y él dice:
—Sí, tengo que darte la razón. Lo siento pero, lo que es, es:
ha dejado aquí a Sinda, su linda gatita de tres meses —sonríe y
se encoge de hombros. Le mato—. Y yo me encargo de darle de
comer, de beber y cambiarle la tierra sucia —toco su hombro y
le doy un suave empujón. Debería pedirle disculpas por si le he
ofendido pero le sonrío, creo que bastará—. Estaremos tú y yo,
solos, pero puedes estar tranquila que te prometo que me portaré
cómo un gentleman.
—¿Y tu mujer…?
—Ya lo has oído: Rosa está visitando a Blanca, su madre o
mi suegra, como quieras decirlo. Blanca tiene un restaurante en
Tarragona (El Búho). La mujer es una excelente cocinera y me
deleita con sus platos cada vez que vamos. Y le prometí que iría
con Rosa pero, no me ha apetecido; podía haber cambiado lo de
hoy para mañana, sin problemas, pero esta noche le doy un buen
revolcón para compensarla y listo.
Sus palabras me han dejado paralizada —como un conejo en
medio de la carretera cuando los enormes faros de un vehículo le
han deslumbrado y se ha quedado estático, a la espera de que le
atropellen—. Y así me sentía yo, atropellada por un tanque. Y
quería huir de allí y decirle que ni podía ni quería acompañarle
hasta el picadero de su querido amigo, porque me imaginaba lo
que pasaría y no estaba dispuesta a ello. Pero la atracción y el

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deseo que sentía hacia Milá eran mis más feroces enemigos, y
aniquilaban mi voluntad abatiendo las barreras que yo intentaba
construir.
Era cierto que el apartamento tenía unas vistas maravillosas,
se veía el infinito mar. «Debe ser muy relajante estar aquí, en
esta terraza, mirando como rompen las olas, o sentada leyendo
un buen libro, o echándose una reconfortante siesta, o cenando a
la luz de las velas o, simplemente, no haciendo nada», vuelvo a
la realidad y escucho el ruido que hace Milá al abrir y cerrar
armarios.
Vuelve con una mini falda blanca y azul en las manos, como
cogida con pinzas, para que pueda ver lo corta que es.
—Toma, no hay mucho donde elegir: mi amigo trae a chicas
aquí —normal, lo mismo que harías tú, pienso mientras examino
la falda—, y, a menudo, se dejan cositas olvidadas por los
suelos. Él, las recoge, las lleva a la lavandería y las guarda por
los cajones; por si en otra ocasión...
—Qué informado estás. Cuántas veces habrás venido tú a…
—Oye, me ofende tu comentario. Yo no soy de esos.
Ignoro lo que ha dicho. Me doy media vuelta y voy al baño.
Me coloco la falda y me arreglo un poco el cabello. Me asomo
al espejo y me veo guapa, sexy y muy provocativa. Tengo unas
buenas piernas y me queda genial. Me doy un pellizco en cada
mejilla y vuelvo a su lado.
—Guau… ¡Qué cuerpazo gastas Caramelito! Ya me gustaría
a mí…, gastarlo y volver a gastarlo y de nuevo gastarlo hasta
desgastarlo —cuando acaba de decirlo no le queda aire, aspira y
expira sin dejar de mirar mis piernas.
Su trabalenguas me deja en shock. Y en este momento le veo
diferente y me parece un hombre apasionado, tierno, encantador
e incluso romántico (lo que viene siendo un buen partido).

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Se acerca, me agarra de un brazo y me hace girar tan rápido
que tengo que pegarme las manos al trasero para que no queden
al descubierto mis vergüenzas; no llevo puestas las braguitas,
estaban húmedas y manchadas de tierra.
—Esta faldita te hace un culito que…
—Creo que no ha sido buena idea. Yo… Me voy a casa.
—Relájate, deja que cuide de ti. Hemos venido a jugar unas
partidas de billar, nada más. Te voy a preparar un Gin Tonic, y
mientras te lo tomas en la terraza me doy una ducha rápida y
vuelvo. Ah, aún no me has explicado la poderosa razón por la
cual bebes alcohol y comes cerdo.
—¿Va en serio? ¿De verdad quieres saberlo?
—¿Te das cuenta de que conoces mucho sobre mí y yo nada
sobre ti?
—Me parece justo, pero no sé si te gustará oírlo.
Se quedó pensativo, mirándome fijamente.
Me estremecí de nuevo, mi corazón lo sabía; sentía algo por
aquel hombre. Pero yo sabía que no debía quererle, porque me
haría daño, igual que me lo hicieron los otros, porque sólo era
una presa más para su gran colección y en cuanto le diera lo que
busca se acabaría y me quedaría destrozada. Pero una parte de
mí, la más fuerte y la que me arrastraba al fango, quería ser su
presa y estar en sus fauces para ser devorada una y otra vez a
cualquier precio.
—Si… sí quiero saberlo.
Me besa a traición. Un simple roce de labios y la sensación
que provoca no llevar braguitas hacen que mi sexo reciba una
descarga eléctrica.
—Me quito el sudor y… ¡Si te has ruborizado! ¿Por qué…?
¿Por el beso? ¿Por lo que me gustaría hacerte ahora, o por lo que
deseas que te haga?

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—Que sea con agua fría —contesto girando la cabeza hacia
el mar.
—¿Qué…?
—La ducha, dátela con agua fría.
Agarra mi nuca y me besa, esta vez de verdad y con lengua.
Mi corazón se agita, chisporrotea…
—Creo que a ti también te vendría bien el agua fría. ¿Me
acompañas a la ducha?
—Recuerda que estás casado.
Hace un mohín con la cara y sale de la terraza.
El sonido que hacen las olas al romper en la orilla me
transportan al día que llegué al puerto de Barcelona metida en
una caja, sola y en penumbra: estaba sucia, sucia por fuera y
sucia por dentro. Lo había perdido todo; un novio, unos padres,
amigos… Y lo más amargo y trágico, me había perdido a mí
misma. Aquello marcó un antes y un después en mi destino.
«Podemos morir estando vivos o vivir estando muertos», y
esa era yo, aunque a veces luchaba para que no fuese así. Pero
otras muchas me rendía y me dejaba llevar. Y a partir de aquel
momento no me he permitido ni amar ni ser amada, aunque he
amado y me han amado, o eso es lo que he querido creer porque
así lo necesitaba. Me prometí que nadie más me dañaría y que
solo utilizaría mi jardín de las delicias en beneficio propio.

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Oigo movimiento aquí abajo. Escucho el ruido de motores.
Los vehículos están en marcha: al fin voy a salir de este agujero.
Ya debemos estar en el puerto de Barcelona.
—Aggg… Por Dios. Madre mía… pero qué asco… que olor
más desagradable. ¿Qué has hecho, Aruba, qué te ha pasado…?
—Dijo Saúl al abrir la caja en la que yo viajaba—. Ven —me da
la mano y me ayuda a salir—. Ha pasado todo, ya está: hemos
llegado sin ningún contratiempo, ya estás a salvo de... Mira, esto
es Barcelona, es preciosa, te gustará. Ahora, lo más urgente es
que puedas ducharte y cambiarte de ropa. Para eso voy a llevarte
a la pensión Gaudí: si te presentaras así… Ricardo no querría
admitirte en su casa; le he asegurado que eres una señorita culta
y refinada.
En la mente tenemos un interruptor que ante una inminente
amenaza hace clic y nos envía una alerta, una alarma de que
algo puede suceder, de que estamos en peligro y que alguien
pretende hacernos daño. Mi cuerpo la recibió y se tensó. «Si
tengo que gritar, grito, si tengo que arañar, araño, pero este hijo
de su madre no me toca más».
—¡No pienso acompañarte a ninguna pensión! ¡¡¡No me vas
a volver a tocar en tu puta vida!!! —Grito con toda la fuerza que
me otorga la rabia y el odio contenido—. ¿Te queda claro? Si te
acercas un sólo centímetro a mí, me bajo del camión y chillo
como una posesa. Y, cuando aparezca la policía, haber que le
cuentas.

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—No voy a hacerte nada; ese olor tan horrible ha bajado mi
lívido, la ha matado y rematado. Mi deseo hacia ti ya no existe,
además, ya no te queda nada que ofrecer, me he beneficiado de
todas tus cavidades sexuales. Y la verdad, para una vez estás
bien pero eres una insulsa, una sin sustancia, una frígida y…
Deje de escucharle, no me interesaba ni él ni sus patochadas.
Ya no estaba en peligro y no veía el momento de poder perderle
de vista.
«Qué era lo que pretendía. ¿Ofenderme? ¿Realmente era eso
lo que buscaba? Me había mancillado, ensuciado y machacado
el cuerpo. Y qué buscaba ahora, ¿echar por tierra mi dignidad?
¿Le parecía poco el daño que me había hecho?».
—Cogeré un taxi, llevo algo de dinero. Dame la dirección
que sabré llegar.
—¡Se hará cómo he dicho yo! Te llevaré a esa pensión y te
esperaré tomándome unas cervezas. He estrenado, paladeado y
me he regodeado, gozando como un animal libre y salvaje, a una
morenaza sabrosona. Y gratis; ahora voy a pedir unas rubias,
para variar y quitarme la sed que lo demás ya me lo has quitado
tú. Ah, entre tú y yo; lo he pasado muy bien y follarte ha sido
sorprendente e inimaginable; de lo más alucinante que me ha
pasado en muchos años. Este viaje lo recordaré siempre, te lo
garantizo: tienes un coñito rosado y muy apetecible y un culito
apretado que se la ha tragado toda. Si eres una chica lista, que
creo que lo eres, sabrás sacarle provecho al cuerpo que Dios te
ha dado: llámale Dios o llámale X, a mí me da igual.
Acerca su mano intentando acariciar mi cara y digo:
—¿Chillo…?
Guarda silencio y me lleva a la pensión.
Me meto en la ducha y fricciono mi cuerpo con una rabia
exacerbada, restregando a conciencia cada poro y cada rincón de
mi piel, con una pastilla de jabón que he encontrado sobre la pila

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del lavabo. Seguidamente, abro el grifo al máximo y dejo que el
agua caliente abra mis poros y salga la inmundicia que llevo
dentro. Enjabono mis manos de nuevo, pero esta vez introduzco
una en mi sexo; me pica y me escuece bastante pero no importa,
el fin compensa todo. Cojo la alcachofa de la ducha y dejo que
entre agua a presión fuerte en mi vagina; ha de quedar pulcra,
impoluta, inmaculada aunque no recuperable. Yo no era virgen,
pero si pura; lo había entregado por amor y el amor no mancha,
dignifica.

Saúl me dice que estamos llegando, que esto es la zona alta


de Barcelona y que es aquí donde vive la gente con un poder
adquisitivo alto, que Ricardo y Violeta residen aquí, y a partir de
hoy, yo también.
Al parar el camión me sonríe y se baja. Rodea la cabina y
abre la puerta. Me ofrece su mano para ayudarme, y aunque ni
quiero ni necesito su ayuda, la acepto.
—Final del trayecto. Es aquí, en esta puerta, en el número
seis. Yo no puedo entrar, ya voy tarde por tu culpa y tengo que
entregar una mercancía que no puede esperar.
Me besa en la mejilla y no opongo resistencia. Acto seguido,
aproxima sus labios a mi boca peligrosamente y me permito la
licencia de hacerle la cobra.
Creo que ya no puede hacerme nada más y eso me alivia, qué
ironía; bastante me ha hecho ya el miserable. «Vino en mi ayuda
para salvarme de un futuro desagradable e incierto junto a una
persona a la que yo detestaba. O eso me garantizó que haría. ¿Y
qué ha logrado? Me ha arruinado el presente y el futuro más
inmediato».
—Adiós… ¡Espero no volver a verte nunca más!

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«Y si algún día nuestros caminos convergen te mato sin ni
siquiera pestañear, no lo dudes. No permitiré que te vayas de
rositas, nunca más».
—Toma, esto es un regalo para ti —saca de un bolsillo unos
cuantos billetes de quinientas pesetas y alguno de mil—. Para
que puedas comprarte algo de ropa. Cógelo; es lo menos que
puedo hacer por ti después de todo lo que tú me has dado.
—Yo no te he dado nada, y lo que tú has hecho no se paga
con dinero —estoy a punto de echarme a llorar pero me controlo
y retengo las lágrimas—. No soy una de esas putas a las que tú
sueles maltratar: eres repugnante, asqueroso y deleznable. Qué
ironía y qué tristeza: mi padre es un santo a tu lado.
Le doy la espalda. Aspiro aire, me concentro en relajarme y
llamo al timbre.
Recorro el camino de piedras cuadradas y redondas que hay
entre el césped y llega hasta la entrada de la puerta principal.
Tengo los ojos empañados y el corazón compungido, me cuesta
respirar.
Me paro en la puerta de entrada, hay un hombre esperándome
y de repente siento una extraña mezcla de desolación y euforia.
—Hola, pasa, estás en tu casa. ¿Eres Aruba? Sí, quien ibas a
ser si no ¿verdad? Soy Ricardo y me alegro de poder hospedarte
en mi casa. Estoy un poco nervioso, perdóname.
Nos estrechamos las manos.
—Aruba, encantada y agradecida por acogerme en su casa sin
conocerme: también estoy algo inquieta y espero no defraudarle.
Pasamos al salón y me presenta a su esposa. Está postrada
en una silla de ruedas. La imagen me sobrecoge, no tenía ni la
menor idea, la verdad es que lo desconocía todo sobre ellos.
Violeta me explica, con una naturalidad y una serenidad
abrumadora, que tiene esclerosis múltiple desde hace bastantes
años, que está en una fase avanzada pero que no me angustie

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que lo tiene más que asumido, que no le gusta que la cuiden
como a una enferma sino como a una persona que necesita cierta
ayuda, que mi misión será hacerle compañía y compaginarlo con
los estudios. Y a cambio de mi colaboración, ellos sufragarán la
diplomatura o licenciatura que yo elija. Y además, me darán una
pequeña semanada.
—¿Te parece justo el trato? ¿Estás de acuerdo con todo…?
—dijo Ricardo.
—Me parece que no merezco tanta confianza y bondad por
parte de unas personas magnificas y extraordinarias que apenas
acaban de conocerme.
Abre una carpeta y saca unos papeles.
—Es un contrato laboral, léelo y firma en todas las hojas.
Cojo el documento y, sin molestarme en leerlo, lo firmo.
—Bueno, ya tienes trabajo. Espero que te sientas a gusto con
nosotros —dijo Violeta. Luego dirigió su mirada a Ricardo y le
dijo—: Anda, amorcito, trae una botella de cava para celebrarlo.
Mientras Ricardo abría la botella, ella dijo:
—Cuéntanos un poco de ti.
—Bueno, no hay mucha cosa que contar de mí: ayer cumplí
dieciocho años. He venido aquí para poder realizarme en aquello
que me gusta y poco más.
—¿Y qué es lo que te gusta? —preguntó Ricardo.
—Me gusta la instrumentación quirúrgica y es a lo que me
quiero dedicar; desde pequeña soñaba con trabajar en quirófano
ayudando a las personas a tener una vida mejor. Soy consciente
de que es un trabajo duro y tendré que esforzarme mucho, pero
es mi sueño y pretendo hacerlo realidad en el menor tiempo
posible. Por esa razón, os agradezco nuevamente la oportunidad
que me brindáis.

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En una semana me había integrado y era una más en aquella
casa; un hogar donde se respiraba Paz y Amor, en mayúsculas,
por todos los rincones.
Violeta resultó ser una criatura maravillosa y con una bondad
única e infinita. Era simpática, alegre, ocurrente, complaciente y
muy noble, generosa y desinteresa. Con una sencillez fuera de lo
corriente para una mujer de su Status. Y lo más importante, no
dejaba que la importunada e intrépida invasión en su vida, como
ella llamaba a la enfermedad, hiciera el mínimo menoscabo en
sus ganas por seguir viviendo.

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Días de paz y amor
Los días fluían y los meses pasaron rápido. Sin apenas ser
consciente llegó febrero y todo florecía, renacía y resurgía de la
tierra de nuevo; y una parte de mí envidió a las plantas, porque
ellas eran listas y prácticas y se aletargaban durante todo el
invierno, y al llegar la primavera salían tímidamente, diciendo:
«Míranos, estamos aquí, hemos vuelto para alegrar el jardín y
poner color en vuestras ajetreadas vidas». Y si alguien las separa
de sus largos y fuertes tallos, es para lucirlas en un jarrón y para
admirarlas. Yo me sentía arrancada de cuajo. Además, había
sido por la fuerza y me veía deslucida. Muchas veces asociaba
mi vida a la de una margarita; alguien tiraba de mí y uno a uno
arrancaba todos mis pétalos: «Me quieres, no me quieres, me
quieres, no me quieres, me quieres… Y por supuesto, siempre
salía no me quieres.

Estaba malhumorada cuando me levanté de la cama, no había


podido conciliar el sueño y no había descansado suficiente para
afrontar el nuevo día. Y lo que me resultaba infinitamente peor e
inasumible, había tenido sueños calientes, sofocantes, tórridos y
vergonzantes. Eran impuros, obscenos y demasiado húmedos
para estar a solas con mi cuerpo. Me mortifico y lo recuerdo:
«Un desconocido le ofrecía un cigarrillo a una chica y le
pedía fuego, ella le acercaba tímidamente el encendedor. Él
tiraba fuerte de los brazos de la chica hasta dejarla a escasos

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centímetros de su boca con olor a azahar. Ella sintió que corría
peligro y ni quería ni debía tener relaciones con aquel hombre
desconocido. Pero deseaba con toda su alma ser penetrada e
invadida por aquel extraño que la atraía como el imán atrae al
hierro. Su sexo vibraba, palpitaba y le gritaba: «Estoy vivo,
mírame, respiro y tengo pulsaciones; déjame vivir y disfrutar, no
me entierres todavía». Pero ella le empujó con todas las fuerzas
de las que disponía, no podía permitirse aquello, no era ético y
debía hacerse la estrecha; le asqueaban las chicas facilonas y
odiaba a las que follaban sin amor. Él no cejaba en su empeño y
la acorralaba contra la pared, le agarraba los brazos, «Serás mía
a toda costa, voy a entrar en tu jardín, lo voy a abonar y dejaré
una semillita para que florezca en él. No estás seca, ni árida, eres
fértil, muy fértil y te voy a hacer mía», le repetía una y otra vez.
Ella luchaba en contra de sus deseos pero su cuerpo pedía a
gritos que aquél extraño la violentara, que calmase su fuego, que
cortara las ataduras que la unían a lo moral y lo ético. El chico la
tomó en sus brazos y se sentó besándola, y poco a poco la fue
despojando de sus ropas hasta dejarla como llegó al mundo.
Luego se desnudó él, y ella se asombró de lo que veían sus ojos;
Madre Santa y Pura, ¡pero cómo la tiene este bandido! Era
enorme, vigorosa, descomunal para un hombre de su estatura. Él
la miraba con deseo, penetrándola con los ojos. Y el joven tenía
el falo tan reluciente y hermoso que la boca de ella ansiaba
engullirlo de inmediato, quería chuparlo con pericia, exprimirlo,
devorarlo hasta sacarle la última gota de jugo. Luego él la
penetraría con urgencia, con ímpetu pero sin agresión, porque
ella odiaba la violencia y a los seres violentos. El desconocido le
susurraría junto al oído: «Déjate llevar por tus impulsos, no hay
que ponerle puertas al campo, es anti natura e imposible. Ábrete
de piernas y deja que entre en ti, que me instale en el paraíso y
me coma la manzana que se comió Adán. Déjame pecar, quiero

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hacerlo. Ven, acércate y cógela con tus manos, que no muerde,
date placer y dame placer, gocemos juntos. Ven, abre la boca y
cierra los ojos».
Al acabar el sueño me desperté de golpe y estaba sudada.
Me toqué el sexo y lo tenía húmedo. Sentí asco de mí misma.
Una súbita rabia invadió mi cuerpo; esto era por Mario Gómez,
un compañero de clase. Mario me cortejaba a diario y a diario
yo le rechazaba, pero me gustaba mucho, y lo que tú le niegas al
día la noche viene y te lo reclama. Y mi cuerpo le buscaba en
sueños porque los sueños no entienden de razones y son libres, y
vuelven para vengarse y para pasarte factura de lo que le has
arrebatado.
Intenté volver a dormirme pero el calentón me lo impedía, era
misión imposible. Se me ocurrió contar ovejas; lo más absurdo y
disparatado que he hecho en mi vida. Tras dar vueltas y vueltas
y muchas más vueltas, siempre infructuosas, amaneció y sonó el
primer despertador. Me desperecé muy despacio y me senté en
la cama; esa era la razón, el motivo de que yo estuviera agobiada
y triste.
Arrastrando los pies llegué hasta la cocina. Mientras la leche
se calentaba en el microondas me dejé caer en una silla, encendí
un cigarrillo y aspiré lentamente el humo, saboreándolo; era el
primero del día y ese sabe mejor que los siguientes. Di un par de
caladas más y apagué el cigarrillo estrellándolo con furia en el
cenicero. Me dirigí al baño y me metí en la ducha, aún no había
sonado el otro despertador; lo tengo programado para que chirríe
media hora más tarde, por si acaso.
Necesitaba apagar el fuego, ese fuego que ardía dentro de mí
y me iba consumiendo poco a poco, al igual que la vela que está
encendida durante horas. Y yo quería ser una persona “normal”,
pero ese lujo ni estaba a mi alcance ni era para “gente” como yo.
Y debido a las deplorables y desagradables circunstancias que

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envolvían mi vida, había tomado una determinación que no tenía
vuelta atrás; nunca me dejaría atar por los lazos del amor, en
realidad, jamás me dejaría atar por nada ni nadie, o eso creía en
ese momento.
Mientras me vestía, un extraño pensamiento cruzo mi mente;
«No eres feliz, cierto, pero llevas una vida apacible, sosegada y
acomodada. No debes quejarte, ni tienes derecho a ello ni es
justo; Violeta es un encanto de mujer y su marido vive por y
para ella. Y ambos son muy considerados contigo y no te falta
de nada, deberías estar agradecida a la oportunidad que te han
brindado: te estás sacando el carnet de conducir y además estás
matriculada en la escuela Universitaria de Enfermería de la Cruz
Roja: ¿se puede pedir más? Y en el fondo eres muy afortunada y
lo sabes; la vida está dibujando una sonrisa por y para ti, no se la
borres, devuélvesela».
Llamé a Ricardo para indicarle que ya estaba lista y que le
estaba esperando junto a la piscina, al lado del garaje, como
cada mañana.
La universidad está en Terrasa (Barcelona), a unos treinta
kilómetros de aquí. Ricardo, que es visitador médico, me lleva
cada día; a él no le gusta que me desplace en transporte público
porque dice que no es muy seguro y que para eso está él.
Por las tardes, cuando vuelvo de la universidad y después de
comer, le hago compañía a Violeta; la pareja no tiene hijos y se
han volcado conmigo. Me siento querida y arropada. Y aunque
les estoy muy agradecida por todo, añoro a mis padres; sobre
todo a Alma, mi dulce y querida mamá. Muchas noches lloro en
la soledad de mi pequeña casa, al amparo de las cuatro paredes y
bajo las sábanas, hasta quedar completamente rendida. Lo hago
con la tranquilidad de que no puede oírme nadie, porque vivo en
la casita de la piscina y tengo cuarenta metros cuadrados para mí
sola. Mi casita tiene una cocina comedor, una habitación y un

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pequeño baño con ducha: este es mi hogar y mi refugio. Y en
cuanto llega Ricardo y se ocupa de Violeta, me retiro y les dejo
a solas. Ellos tienen una asistenta interina que les limpia toda la
casa, les hace la comida y atiende a la señora hasta que Ricardo
o yo volvemos de nuestras obligaciones. Luego, a las siete de la
tarde, prepara la cena para todos y deja la mía en la casita de la
piscina. Y cuando el hambre aprieta, la caliento en el micro y
me la ceno.

—Hay un tráfico infernal, ¡qué horror! No sé de donde salen


tantos vehículos.
Ricardo va quejándose mientras le da al botón para activar el
Bluetooth; viene integrado en la pantalla multimedia que traía de
serie su coche. De esta manera, si tuviera una llamada entrante,
la podría recibir mientras va conduciendo.
—Te repito lo mismo que ya te he dicho mil veces: puedo ir
en transporte público, no me importaría, en absoluto. Lo hacen
miles de personas cada día y no les pasa nada.
—Hasta que puedas ir con tu propio coche, te llevaré yo. A
mí no me cuesta nada y me quedo más tranquilo dejándote en la
entrada.
—Eres demasiado protector conmigo, lo sabes. Y aunque te
lo agradezco, soy mayorcita y sé defenderme sin ayuda de nadie
—digo mostrándole las uñas.
Me mira, sonríe y vuelve la vista al frente, a la carretera.
Llegamos a la universidad y beso a Ricardo en la mejilla, lo
hago cada mañana, a él le gusta y a mí me hace sentir bien.
—Hasta luego, ves con cuidado.
—Adiós preciosa, que tengas un buen día.
A lo lejos diviso a mi amiga Sol Mar, es inconfundible. Está
esperándome, como cada mañana, en la puerta de entrada. Ella
es una chica especial y no le ofrece su amistad a cualquiera. Y

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entre sus compañeros de clase circula el rumor de que ella es
una persona rara, seca y con un carácter huraño y poco sociable.
Pero yo veo una realidad muy distinta, totalmente opuesta a esa;
es tierna, honrada e inofensiva. Nunca traicionaría a una amiga.
Y si destaca del resto de compañeros, y es el centro de atención,
es por su forma de vestir; le gusta ir de gótica.
«Qué porqué la elegí precisamente a ella. No, yo no lo hice:
las personas no se eligen unas a otras, eso es una idea errónea;
nosotros elegimos una mascota, un ramo de flores, un libro en
vez de otro, ésta o aquélla determinada marca de ropa o calzado,
la casa en la que vivimos, un vino en concreto y un largo etc.
Pero con los seres humanos ocurre algo excepcional y es sólo
cuestión de química; o hay Feeling o no lo hay, se da o no se da,
es así de simple. Ella y yo conectamos de inmediato. Bueno, no
tan de inmediato, fue después de tener una pequeña refriega; y
lo recuerdo como si estuviera pasando en este mismo momento.
Y hasta lo puedo visualizar.
«Yo estaba sentada, abstraída en mis historias cuando Sol
Mar se acercó a mí».
—Hola, ¿te apetece tomar un café? —ella llevaba dos vasos
en las manos y me ofrecía uno.
—No, gracias, no me apetece hablar con nadie.
—¿Y quién ha dicho que yo quiera hablarte? ¿Te parece que
estoy desesperada? ¿Crees que no tengo amigos? Y, si fuera así,
¿por qué iba a elegirte a ti? ¿Tan importante te crees? ¿Eres hija
de Reyes, Condes o algo por el estilo? —me ametrallaba usando
un tono grosero, ofensivo y vacilón. Yo me quedé de piedra y
ella seguía atacándome—. Dime, ¿qué parte de la pregunta no
has entendido? Alguien ha metido una moneda y no ha retirado
la mercancía, me sobra un vaso: ¡no hay más cera que la que
arde! —giró sobre sí misma, ofendida, marchándose con los dos
cafés en las manos.

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—Perdona, lo siento yo…
Giró la cabeza y me miró altiva, desafiante.
—Acepto tu oferta, gracias.
—¿Qué oferta? —dijo caminando hacia mí.
—Un café, en absoluto y rotundo silencio, me parece el plan
perfecto. Ven, siéntate a mi lado.
Se sentó y empezamos a hablar de trivialidades. Y ya fue un
no parar, teníamos tanto en común… Más de lo que ninguna
admitiría en aquellos momentos.
Ricardo siempre decía una frase que había oído desde que era
pequeño: «En esta vida sólo hay dos tipos de personas: las que
hablan, hablan, y las que hacen cosas dan de qué hablar». A mí
me costó poco saber qué tipo de persona era Sol Mar; era de las
que dan de qué hablar, y eso me sedujo y me cautivó. En pocos
días ya éramos inseparables.
Mis recuerdos me llevan hasta ella y le doy los buenos días.
Su cara se ilumina como el de la niña pequeña que está a punto
de hacer una tropelía. Y, como la conozco bien, se qué algo ha
maquinado y quiere enredarme para que la siga. Me dedica una
pícara sonrisa, y dice:
—Aruba, tengo que proponerte una cosa. ¿Te gustaría hacer
una locura?
—Me das miedo, mucho miedo, pero… ¡sorpréndeme!
—¿Nos fumamos las clases de hoy y nos vamos de compras?
Y… —me mira con cara de pilla y me agarra de los mofletes—.
Me gustaría que nos hiciésemos un tatuaje. Un tatuaje secreto,
de hermandad, uno que solo entendamos tu y yo.
—Pero… ¿Te has dado un golpe en la cabeza cuando te has
levantado o has perdido el juicio? ¡Un tatuaje! Y con lo que eso
debe doler. Voy a serte sincera y te voy a decir lo que pienso: si
sabes contar, no cuentes conmigo.

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—Bueno, no pasa nada, no me acompañes —hace pucheros,
y se restriega los ojos haciendo ver que está llorando—. Me iré
solita, estoy acostumbrada a que todo el mundo me deje tirada.
Espero, que luego no tengas remordimientos por…
Me río a carcajadas, parece un perrito rogando por un hueso.
—Necesito un cambio drástico y lo sabes. Y seguro que tú
también. Anda… vente conmigo —vuelve a insistir, no ceja en
su empeño por arrastrarme en sus locuras—. Pensaba que eras
más echada para adelante; ¡qué decepción!
—Vale, vale. ¡Ok, ganas tú, me iré contigo! —exclamo con
las manos en alto.
No sé si he permitido que me convenza, por no escucharla o
contagiada de su euforia.
Nos dirigimos a Castelldefels, allí es donde nos van a decorar
o desgraciar la piel. Y me va contando qué, un amigo suyo, de
cuando iban al colegio, es diseñador gráfico de piel (Tatuador),
y que le sigue por Facebook y que hace unos dibujos increíbles
y que voy a fliparlo. También me cuenta qué, al enterarse de que
su amigo inauguraba el centro, se comunicó con él y él le envió
unos bonos de descuento para nosotras dos. Y que no podemos,
ni debemos, perdernos una oportunidad así. Que le ha dicho su
amigo que nos va a hacer un dos por uno. Estoy que no me llega
la camisa del miedo.
Después de mucho quejarme, porque no quisiera hacerme
nada de lo que luego pudiera arrepentirme, que es para toda la
vida, me asegura que será algo discreto y en un lugar escondido.
Vacilo, soy muy desconfiada y no las tengo todas conmigo. Pero
luego pienso: «¿quién dijo miedo?».
—Hola, Sol Mar, me alegro mucho de volver a verte. ¿Quién
es el Bellezón que te acompaña?
El que lo dice es Oliver, uno de los dueños del local y el que
se va a encargar de castigarnos la piel.

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—Oliver, Aruba, Aruba, Oliver: él es mi mejor amigo, y tú…
la mejor entre las mejores.
Oliver es un chico con unas rastas tan largas que él sabrá los
años que le habrán llevado lograrlas. Lleva una camiseta con un
estampado raro, indescriptible y sin mangas, con lo cual, queda
al descubierto los enormes y variados tatuajes que lleva en los
brazos; no hay un sólo centímetro de su piel que no esté tatuado.
Me provoca un poco de grima y aversión tener que mirarle.
Aún no me creo lo que estoy a punto de hacer. Me gustaría salir
corriendo, huir y perderme lejos de aquí.
Se acerca a saludarme. Y me besa con tanta efusividad y
tanto entusiasmo que me ha dejado los mofletes húmedos. Con
mucho disimulo me paso la mano por las mejillas y me limpio
las babas, no quiero que piense que soy engreída o arrogante.
Nos presenta a Claudio Enrique, tiene nombre de culebrón.
«Nos cuenta que es su socio además de buen colega, que salen a
menudo de copas por los garitos de la zona, que los sábados por
la noche hay un ambientazo...» Y ha insistido, muchísimo, para
que Claudio atienda a Sol Mar. Les querrá liar.
Me está dibujando algo en el empeine, yo estoy tumbada y no
veo lo que es. Y Sol Mar me ha dicho, por enésima vez, que será
algo pequeño, discreto y muy fino.
Oliver está totalmente entregado en su trabajo. Me ha dicho
que será rápido, que la aguja entra en la piel entre cincuenta y
tres mil veces por minuto, dependiendo de la potencia, y que
cada vez que penetra suelta una de esas gotas de tinta. Me estoy
mordiendo el puño, ya no resisto más y grito:
—¡¡¡Déjalo como esté, ya…!!!
Sol Mar le hace un gesto a Claudio y él deja lo que está
haciendo, para el motor de la máquina, se seca las manos y deja
que ella se incorpore. Sol Mar coge su bolso y busca algo. Lo
saca. Al verlo me quedo a cuadros.

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—¡Un porro! ¿Vas a fumarte eso?
Lo enciende, le da una calada y me lo pasa.
—Toma, aspira fuerte, te sentirás mejor.
—Yo no… Nunca he… Creo que…
—Tú nunca has hecho nada de nada. ¡Eres una monja! No sé
cómo puedes vivir así. Te pierdes todo, no haces nada especial;
no cometes locuras, no sales de los cánones que te has marcado,
o que otros lo han hecho por ti, a saber. Ah, y no sales con
chicos: ¿acaso no te gustan los hombres…? En definitiva, eres
una tía plasta, un muermo, una aguafiestas y una... ¿Y yo soy la
rarita? ¡Cría fama y échate a dormir!
Cree estar en posesión de la verdad pero, si ella supiera… No
le puedo contar, no le debo contar y no le contaré.
—Pásamelo, le daré una calada.
«Y por qué no hacerlo», me pregunto. Aspiro y guardo el
humo hasta que penetra en mi nariz. El cosquilleo me provoca
tos y ellos se ríen a mi costa.
Han pasado unos minutos y me siento diferente, contenta y
ajena a todo lo que me envuelve. Miro a Oliver y me parece más
alto, más guapo. Guapísimo, así es como le veo ahora. Me tiene
sujeta por el tobillo, me mira y sonríe; sus ojos expresan deseo,
o le deseo yo, no tengo ni idea, mi cuerpo está experimentando
otras sensaciones, emociones nuevas, desconocidas, agradables.
Oliver me transmite armonía, paz y confianza. Me parece estar
levitando y no siento ningún dolor. Y si no le deseara, que le
deseo, ahora pensaría que he alcanzado el Nirvana; creo que
debo estar bajo los efectos de la marihuana, porque no siento
que mi espalda toque la camilla.
Mueve mi pie para seguir el trazo del dibujo y mi cuerpo se
revoluciona, se altera, se alborota, se excita y es como una
sacudida eléctrica.
—Bésame, ¡cómeme la boca!

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«Hablan las drogas», pienso para justificar mi osadía.
Abre los ojos como platos y me mira incrédulo, intentando
adivinar si estoy hablando en serio, si de verdad quiero que me
bese o me estoy riendo de él.
—Yo te hago lo que tú quieras… ¡Pídemelo!
Tiene una voz muy sensual, como los actores de las películas
románticas —esas que tanto me gustan ver con un paquete de
clínex al lado—. Exhala su aliento caliente en mi oído y mi sexo
se agita inquieto.
Me besa, su lengua es puro deseo y un sofoco de calor me
invade; quería tenerle dentro de mí y no entendía qué me estaba
pasando, Oliver era un extraño al que acababa de conocer. Pero
mi sexo pedía a gritos el suyo, quería volver a la vida que yo le
negaba y recibir de ella ese sublime e inmenso placer.
Paseé mis manos por sus apretados muslos, muy despacio,
lentamente hasta llegar a su entrepierna, allí me paré y tanteé el
glande que acechaba atento y dispuesto bajo el pantalón.
—Oh nena. ¡Cómo me has calentado! ¡Estoy al límite…! Me
gustaría colorearte con otro tipo de lápiz que suelta otro tipo de
tinta —dijo junto a mi oído.
Eso incrementó mi deseo y mis ganas de conocerle a fondo.
Él se dio cuenta y me lanzó una mirada lasciva, sinuosa, que
hizo que mojase mis braguitas.
—Me gustaría ponerte a cuatro patas y follarte bien follada.
Me tienes entero a tu disposición, para darte mucho placer y
recibirlo. Me has sometido a una excitación que ya no recordaba
que existiera.
Mete su dedo en mi boca y acaricia mi lengua. Me curvo, me
gusta mucho.
—Acaba y llévame a tu casa cuánto antes. ¡Estoy más salida
que el pico de una mesa!

59
«¿Lo he dicho yo…? ¿De verdad que esas palabras han
salido de mi boca», pensé abrumada.
Alguien salió de mi interior y miraba la escena desde arriba.
Estaba seria, con cara de reproche; aquella no era yo ni de lejos.
¿Qué me estaba pasando?
—Haré que no te arrepientas de este momento. Voy a darte lo
mejor de mí. Hoy te vas a llevar a casa dos buenos recuerdos, ya
verás; cuando pruebes mi bastón de mando no vas a querer otro.
Me besó fugazmente en los labios. Al cabo, descendió hacia
mis muslos y me mordió el sexo por encima del tejano. Y mi
cuerpo se contrajo, le buscaba, ardía en deseo. Cerré los ojos, y
olvidándome de que no estábamos solos, comencé a quitarme la
ropa.
—Eh, eh, tranquilita… Para el carro: ese cuerpo es solo para
mí. No quiero que lo vea nadie más, relájate.
Me lo dice tan bajito que casi ha sido un susurro.
Posa su boca junto a mis labios, los muerde, aprieta y se me
escapa un gemido.
—AAHH…
—Calla y espera, loba mía. No estamos solos, aguarda unos
minutos.
Excitada, húmeda, acalorada y ansiosa, espero pacientemente
a que Oliver acabe su obra de arte.
De vez en cuando, me suelta el tobillo y pasea sus manos por
mis muslos en dirección a la zona febril. Me lo agarra y presiona
durante unos segundos, muy pocos para mi gusto; quiero que se
aferre ahí y no lo suelte. Y enseguida, cómo si no le afectara,
vuelve a su trabajo.
—Ya está listo. ¡Míralo! A ver si te gusta la obra de arte que
he realizado en tu lindo pie.
Me agarra la cabeza y la levanta para que pueda verlo bien.
Yo no podía creer lo que veían mis ojos; me había dibujado un

60
pequeño corazón con tinta azul gastada y sin ningún relleno, y
con un trazado de líneas finas y discontinuas. Y justo al lado, y
con tinta negra, estaba escrita la palabra «Sister».
—Pero… ¡¿Qué me ha hecho éste tío?! ¿Dónde está el Elfos
que habíamos acordado? Dime, Sol Mar, ¡¡¿qué broma es esta?!!
—chillo histérica y fuera de control.
—Relájate. No chilles más, cálmate de una vez. Y por favor,
deja de fumar que estás irreconocible. ¡Mira!
Sol Mar se baja de la camilla y me muestra su tobillo. A ella
le estaban haciendo el mismo dibujo que a mí, en el mismo pie y
en el mismo lugar. Entonces comprendí…
—Hermanas… Estoy emocionada, tan halagada y agradecida
que no sé qué decir. Yo… Nunca… nadie me demostró tanto.
Me cubrí la boca con las manos para que no vieran como mis
labios se curvaban en un amago de llanto. Pero lo que no pude
evitar, aunque lo intenté con todas mis fuerzas, es que los ojos
me traicionasen llenándose de lágrimas.
—SHH, calla preciosa —Sol Mar me abraza, me besa en las
mejillas y me dice al oído—: Te quiero.
Oliver y Claudio observaban la escena, ambos con los brazos
cruzados y como si el tema no fuera con ellos.
Claudio busca en el bolsillo y saca otro canuto, lo enciende,
le da una calada y lo hace rular. Cuando llega mi turno, aspiro y
retengo el humo en la boca durante unos segundos, luego exhalo
y le dirijo una tierna mirada a Oliver, intentando arreglar la
ofensa que, posiblemente, le haya podido causar.
—¡¡¡Es increíble, maravilloso, qué bien ha quedado!!! Pero,
si eres un Crack: ya me comentó Sol Mar que eres un artista
inigualable, y ahora lo ratifico yo.
—Ven, que voy a hacer de ti una mujer completa y satisfecha
—dice en tono mordaz. Luego se dirige Claudio y le dice—:

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Ocúpate de todo que tengo para un buen rato —guiña el ojo, y
Claudio asiente con un gesto de cabeza.
Me agarra de las caderas y me eleva. Me deja en el suelo y
sigue agarrado a mí. No puedo razonar, me siento hechizada,
poseída, embriagada por un deseo desconocido. Paseo mi lengua
por su cuello hasta la oreja y le chupo el lóbulo. Él aprieta los
dientes, está tan excitado y deseoso como lo estoy yo. El fusil se
le ha puesto firme, cargado y preparado para atacar. Y la tensión
se acumula y amenaza con romper la fina tela de su pantalón.
Agarra mi mano, la besa y la mordisquea. Lame mis dedos uno a
uno, tan lentamente que me mortifica y dejo escapar un tímido
gemido. Y suspiro profundamente, estoy hambrienta, ávida de
deseo y anhelante por comprobar qué puede ofrecerme él y qué
puedo permitirme yo.
Baja mi mano, desde su boca hasta el bulto que emerge de su
pantalón.
Yo aprieto con suavidad y paseo mi mano por aquel oasis del
placer; aquel esqueje sería mío en breve, y no veía el momento
de plantarlo en mi Vergel. Suspiré para que se abalanzase contra
mí y para que invadiera mi cuerpo febril sin perder un segundo
más.
Oliver era como un volcán en erupción; no tenía prisa en que
su lava saliese a la superficie. Quería arrastrarme hasta su cráter
porque, sabía que, una vez allí, haría de mí su voluntad.
Me hizo agonizar durante unos minutos más, tocándome por
encima de la ropa, rozando mi sexo que aclamaba guerra, que le
instaba a entrar, a acomodarse dentro y a no salir hasta que el
fuego de ambos quedara extinguido.
Cuando ya fue consciente de mi gran necesidad, me agarró de
la cinturilla del pantalón y tiró de mí, caminando hacia atrás.
No sabía dónde me llevaba, ni que iba a pasar, pero le seguí
sin pestañear.

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Me ha llevado adentro. Estamos en la trastienda que a la vez
hace de almacén. Y nos encontramos rodeados de pinturas, de
máquinas de tatuar y de unos bidones con líquidos para no sé
qué.
Mientras yo me quito la ropa con diligencia, él va admirando
mi cuerpo con sumo detenimiento, observándome por delante y
rodeando mi cuerpo para verme bien por detrás. Y recreándose,
con los ojos puestos en mis pechos, le he visto abrir la boca
impactado por los firmes y turgentes que los tengo.
Me agarra de una mano y me hace girar sobre mí misma.
Captura mi trasero con sus manos en forma pinza y lo aprieta
intenta pellizcarlo, pero no puede, porque es como un bloque
duro y compacto.
—Todo lo que veo, ¿te venía de serie o ha sido implantado?
Siempre has tenido esos pechos tan… Y esas nalgas tan prietas y
esa cinturita de avispa. Tienes un cuerpo de vicio, y estás buena
hasta decir basta. ¡Quién me iba a decir a mí que hoy iba a
conocer a la diosa del ébano! Esta mañana, al salir de la ducha
me caí y me dije: «Hoy será mejor que te vuelvas a la cama y te
quedes acostado. No salgas de casa que esto es una señal, hazme
caso, no pronostica nada bueno para el día de hoy». Y mira por
donde, apareces tú por la puerta: la chica más maravillosa del
planeta. Menos mal que no creo en los augurios.
Después de regalarme los oídos con todo tipo de cumplidos,
apoya mis manos contra la pared, me sujeta por las caderas y se
aprieta fuerte contra mi cuerpo. Penetra mi vagina en pequeños
empujones, y lo hace despacio, con delicadeza, mordiéndome el
lóbulo de la oreja hasta que mi sexo se deshace y está mojado
por completo. Y en ese mismo instante me embiste con fuerza y
mis pechos botan libres, alegres —llevo una talla 100 copa B—.

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Mi cuerpo vibraba ansioso por tener un orgasmo. Mi vagina
le había aceptado como a nadie, abrazándolo, acogiéndole en su
interior como algo natural y propio.
—Aahh… Aahh… Ummm…
Cómo me estaba gustando lo que me hacía. Y recordé que era
la primera vez que tenía sexo consentido desde… «No permitas
que nada te estropee el momento, es tuyo, no pienses en nada,
deja la mente en blanco y escucha los latidos de tu corazón que
indican que estás viva: disfruta del placer que Oliver te ofrece».
Me concentre y…
—Sí, oh…, me gusta. Dame con tu fusta y azota mi clítoris.
La sensación era maravillosa y en pocos envites alcance el
clímax.
Mientras hacía chocar su cuerpo contra el mío me comía a
besos y me decía:
—Eres un sueño, mi sueño hecho realidad.
Mi cuerpo reaccionó a sus caricias y le deseé de nuevo —qué
carajos tenía este chico que me hacia desearle como nunca había
deseado a nadie—.
Agarró mis glúteos con ambas manos y en un achuchón más
su cuerpo se estremeció y se corrió.
Nos tumbamos en un colchón que andaba por allí, tirado en
un rincón. Nos abrazamos. En breve recuperó la robustez de su
pene y me atravesó de nuevo. Me entregué al placer y dejé que
restregase su verga contra mi sexo.
Cuando le pareció suficiente, el frote, me puso de rodillas y la
introdujo en mi boca con delicadeza. Yo mantenía los ojos bien
abiertos y le observaba; tenía curiosidad por ver su reacción y
necesitaba saber que lo estaba haciendo bien, que no era una
inútil en el sexo. Él pasaba la lengua por su labio inferior y tenía
los ojos vueltos de placer, solo se le veía la esclerótica (la parte
blanca del ojo).

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La sacó de mi boca y me empotró de nuevo. Y mi cuerpo
encajaba los golpes y ardía de necesidad; ni me reconocía ni
quería reconocerme, sólo quería disfrutar de lo que me estaba
pasando y saborear el dulce momento.
Iba intercalando sus enérgicas embestidas con unos sabrosos
besos. Y los besos, con embates rápidos y contundentes.
Sin pensarlo, y mucho menos esperarlo, me sorprendió otro
increíble orgasmo.
—AHH… AHH…
Mi cuerpo temblaba como tiembla la luna al verse reflejada
en el agua.
—Voy, voy… Yo también me voy... Ahhh…
Mientras se corría, una de sus manos fue a mi trasero. Y al
colocar uno de sus dedos en la entrada, algo en mí mente hizo
clic y la nube en la que estaba envuelta se disipó al instante,
dando paso a un impensado y macabro recuerdo; volvía a estar
dentro del camión maniatada al volante y a manos de aquel
depravado. Mi cuerpo se tensó y se volvió frío como un glaciar.
Y mi sexo sintió una súbita repulsión hacia Oliver y le empujé
con una rabia que no conocía. Me levanté rápida, de un salto, y
comencé a recoger mis cosas.
Vino hacia mí y me agarró fuerte de los brazos. Me estaba
haciendo daño, inconscientemente o no, me apretaba demasiado.
—¡¡Suéltame ahora mismo!! —Le grité con rabia—. ¡Y no te
atrevas a tocarme nunca más! ¿Me has oído…? ¡Nunca más!
¡¿Por qué has tenido que hacerme esto a mí?! ¿Por qué a mí?
Precisamente a mí que…
—No sé qué he hecho y lo siento mucho: sea lo qué sea, lo
que haya sido, no ha sido intencionado. Yo no le haría daño ni a
una mosca; dame una oportunidad y te lo demostraré, por favor.
Me abraza y aprieta su cuerpo contra el mío.

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Debido a la desazón que embargaba mi cuerpo, y al tremendo
achuchón que me estaba dando Oliver, casi no podía respirar.
Me faltaba aire y empecé a hacer ruidos guturales.
—Mírame, por favor. Te está dando un ataque de ansiedad:
conozco bien los síntomas —agarra mi cara, y mirándome a los
ojos, dice—: ¿Te ha dolido, es eso, te he hecho daño? Acaso…
¿eras virgen y no me has prevenido, me lo has ocultado?
Se le ve descolocado y angustiado por lo que ha imaginado.
No se entera de nada; «este tío es lelo o qué le pasa».
—Suéltame, por favor, déjame ir.
Le suplico con los ojos llenos de lágrimas.
—No, no voy a soltarte, todavía no —me abraza y me susurra
al oído—: Me gustas, y creo que lo nuestro puede llegar a ser
algo más. Déjame intentarlo.
Un mordisco en mi cuello fue la antesala de lo que pasaría a
continuación. Me besó, y su lengua y la mía jugaron en mi boca
por primera vez. Mi boca buscaba la suya una y otra vez, y
nuestras lenguas se enlazaban, se enredaban y se gustaban; sus
besos me excitaban más que cualquier otra cosa en el mundo.
Embriagada de sus labios y de su carnosa lengua, me tumbé
de nuevo y me abrí de piernas. Le pedí que se adueñase de mi
agitado y tembloroso cuerpo.
Su hombría reaccionaba, y con una celeridad apabullante se
cuadró ante mí, poniéndose firme y fuerte, dura como el acero.
Pero no me penetró, esta vez hizo caso omiso a mi petición. Y
Oliver hizo algo que no me esperaba; se arrodillo y se bajó a mi
sexo, rodeó el perímetro con su lengua y…
—OHHH… OHHH…
El placer me abrazaba y me envolvía. Elevé mi sexo y lo
fregué contra su jugosa lengua.
Me lamía y movía su lengua eficazmente, sin prisa pero sin
pausa, hasta que logré alcanzar el Súmmum.

66
Al cabo, apresuradamente, se sumergió en mí y me penetró
sin clemencia. Salía y entraba, entraba y salía irrumpiendo en mi
cuerpo con una maestría que yo no conocía. Arremetía, salía y
volvía a embestir. Su sexo se abalanzaba sobre el mío, me la
clavaba y se perdía en la profundidad de mi cuerpo. Y yo me iba
deleitando en cada asalto, me regocijaba en cada embate. Él era
consciente de ello, y cada vez que su sexo estaba a punto de
manar, paraba y me besaba con frenesí. Y vuelta a empezar.
Nuestros cuerpos gozaron hasta la extenuación y quedamos
tendidos el uno sobre el otro, cansados, jadeantes y satisfechos.
Al intentar levantarme me fallaron las piernas y me dejé caer
sobre él. Me abrazó.
—Creo… que ya te quiero. Estoy exhausto, mi cuerpo ha
quedado con tal flaqueza que, por hoy, no voy a hacer nada más.
Pero no quiero separarme de ti, y por eso me gustaría invitarte a
comer. Conozco el sitio ideal, es un buen restaurante: La Ermita
de Brugués. Y lo mejor de todo, está cerca de aquí, en Gavá. Es
mi restaurante favorito.
Al salir de la trastienda vi a Claudio que estaba con un chico
de unos cuarenta años, le tatuaba algo en el trasero, no me fijé.
No quería mirar y me sentí contrariada; no podía fijar la vista en
el dibujo debido a lo pudorosa que soy, y sin embargo, no sentí
ningún tipo de pudor o vergüenza al follar con Oliver, que era
un completo desconocido para mí.
—Sol Mar está en el bar de al lado, y te espera allí —dijo
Claudio sin levantar los ojos de su trabajo.
—Gracias —camino hasta la puerta con la vista clavada en
las baldosas del suelo, agarro el pomo y sin girarme digo—: Me
voy de compras con Sol Mar, a la hora de comer vuelvo.
—Ok, guapa, hasta luego —dijo Oliver.

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Al entrar en el bar hago un rápido barrido con la mirada, hoy
hay mercadillo callejero y el bar está a full. Al fondo, una mano
me hace gestos, es Sol Mar.
—Perdone, lo siento…
—Perdone, lo siento yo…
—Tengo que llegar hasta el fondo, a la última mesa, perdón
por las molestias…
—Tengo que pasar, podría correr un poquito la silla, gracias
por su paciencia —esta es la última disculpa, al fin llego junto a
Sol Mar. He tenido que hacer mil piruetas y sortear todo tipo de
obstáculos.
—Uf… Lo que me ha costado llegar a ti —dije al sentarme.
Me mira sonriente y dice:
—Anda… guarrilla… Menudo homenaje te has dado. ¡Qué
callado tenías lo que te va una polla! He tenido que salir pitando
de ahí, despavorida; no me podía creer lo que estaba oyendo, ha
sido algo bestial, ¿no crees…? Has logrado que me escandalice,
que me asombre y me quede perpleja, sin palabras. ¿Y qué tal
folla? ¿Qué tal la tiene? Porque por lo que yo he podido oír… —
hace gestos con las manos, sacudiéndolas en el aire—, creo que
te ha dejado satisfecha. ¿Me equivoco?
—Tiene un cuerpo asombroso, bárbaro, y un pene portentoso
y prodigioso. Ha sido demencial, lo más alucinante que… Y ya
te he contado bastante. No me gusta hablar de estas cosas. Por
cierto, he olvidado pagarle. Además, acabo de recordar que tan
solo llevo unas cuantas monedas en la cartera; todo sumado no
ascenderá a más de…
—A éste invito yo, aunque… creo que ya se lo ha cobrado en
carne. Y, por lo que he podido escuchar, varias veces, ¡qué fiera!
También os he oído discutir acaloradamente pero, cuando estaba
a punto de entrar a rescatarte, ya gemías nuevamente: y de qué
manera, nenita, me he puesto cachonda con vuestros…

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Un calor tremebundo acude a mis mejillas, me arden. Intento
justificar mi intrepidez e insensatez y digo:
—Deberías saber que no soy una de esas… Me gustan los
hombres como a cualquier chica pero los que he conocido no
merecen mi cuerpo y no lo voy entregando a cualquiera que me
lo pida. Tú has sido un poco… ¿Culpable? Sí, por qué no decirlo
así: tú y tus porros habéis conseguido que me desinhiba del todo
y que me deje llevar por mis impulsos más primarios. Yo solo
he querido a un hombre y más que a mi vida pero está muerto. Y
por respeto al amor que sentíamos el uno por el otro no me he
vuelto a liar con nadie.
—Lo siento mucho, yo no sabía nada. Y no necesito que me
des explicaciones: somos adultas, libres de acto y pensamiento.
Y no le debemos ni fidelidad ni sumisión a ningún hombre o
mujer. Y cada vez que pienso en lo que deseo y lo que necesito,
lo busco sin más. Y ni me culpo ni me avergüenzo, sólo disfruto
de lo que la vida nos ofrece. Tú debes hacer lo mismo; debemos
sentir, amar, necesitar, desear y que nos deseen. En definitiva,
vivir la vida que son cuatro días.
Una pícara sonrisa le iluminó el rostro.
—¿Qué…?
—Estoy pensando en la cara que se les quedará a las pavas de
la UNI cuando mañana nos vean… Se les van a caer las bragas
de envidia.
—Ya te he dicho que no tengo un duro, soy pobre y no me
puedo comprar nada: Ricardo me da cuatro cuartos para pasar la
semana. Y no es que me queje, sino todo lo contrario, le estoy
muy agradecida. No sé qué haría sin ellos.
—Hazle una mamada y pídele que te suba la semanada: con
su pobre mujer, tan enferma cómo está, poco o más bien nada
follará el hombre. Ofrécete y sácale el jugo, verás como afloja la
pasta.

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—Bromeas, ¿verdad que sí?
Me escandalizo y me ofendo por igual, no puedo creerme lo
que está proponiéndome. Ricardo es lo mejor que se ha cruzado
en mi camino y no le voy a utilizar; él no me utilizaría nunca, y
de eso estoy completamente segura. Pondría la mano en el fuego
por él.
—Hablo completamente en serio. Y mira, creo que ha llegado
el momento de compartir contigo algo que me pasó en el pasado
y de lo que, aunque no me siento orgullosa, no me arrepiento:
mi madre, cuando yo tenía diecisiete años, vivía con Robert; un
cerdo de mucho cuidado. Desde que entró por la puerta de casa,
el primer día, se dedicó a acosarme sin tregua ni descanso. Un
día me cansé de aguantarle y decidí contárselo a mi madre. Ella
no me creyó, y para más inri se puso a favor de él. Me dijo que,
«yo era una mojigata y una chica mimada y consentida, que ella
se había volcado en mí al morir mi padre y ahora yo me sentía
celosa y desplazada. Y que me dejase ya de estupideces, que ya
era mayorcita y que le permitiese ser feliz junto al hombre que
ella había elegido». «Te lo demostraré y… ya verás con quién te
acuestas», le contesté muy indignada. Dejé que pasaran los días,
que se fuera confiando de que todo había vuelto a la normalidad.
Y una mañana le pedí al susodicho que comprara una Scooter
Piaggio para mí, era lo que más deseaba en el mundo. Se bajó
los pantalones, y me dijo:
—Cómemela y te bajo la luna si la quieres: te puedo dar los
caprichitos que se te antojen, ya sabes que de dinero ando muy
sobrado —y aunque me vacilaba, era cierto, el pavo nadaba en
billetes—, pero nada en esta vida es gratis, y a cambio tendrás
que hacerme ciertos favores… Tú ya me entiendes…
Me arrodille y esperé mientras él se quitaba los pantalones.
—Quiero mirar. Quiero ver la cara que pones al comerte mi
enorme polla, niñata —me decía el muy cerdo.

70
—¿Quieres ver como entra y sale? Mira… mira cómo te la
como «Cabrón».
El insulto solo lo pensé, claro está; si quería conseguir mi
propósito tenía que ser más lista que él e impostar algo que no
era. Apoyé mis manos en sus muslos y empecé a tragármela.
Miré hacia arriba y allí estaba él, con los ojos abiertos como
platos. Y decidí que yo también le iba a vacilar.
—Puedes mirar todo lo que quieras, me gusta que veas lo que
te hago: te va a gustar tanto que vas a quedarte enganchado a mí
para siempre. Aún no lo sabes, pero creo adicción.
El gemía y se retorcía de gusto. Yo deseaba que se corriese
cuanto antes, pero el muy… duraba y duraba… Al rato, me la
saqué de la boca porque me dolían los maxilares. Y con una
mano le hacía una paja y con la otra le agarraba los huevos. Su
cuerpo se tensó, dando una breve sacudida, y pensé que iba a
correrse y que ya tenía moto, pero me tocó la cabeza y dijo:
—Si mi polla se corre en tus manos, no habrá pago. ¿Tan
estúpido me crees?
Estúpido, cerdo, mamón, asaltacunas, destroza hogares, pensé
eso y mucho más, pero me lo guardé para mí. Cerré los ojos y
me la volví a meter en la boca. Se movió y su cosa llenaba toda
mi boca; o a él se le había puesto más gorda o mi boca había
encogido, no sabía qué era lo que había pasado. Me llegó el
primer latigazo de semen, llenando toda la boca. Y cuando el
amargo y salado sabor de su… llegó a mi garganta y tuve que
tragármelo, creí que me ahogaba: aquello era lo más asqueroso
que había probado en mi vida, casi le vomito encima. Él seguía
teniendo espasmos, y de tanto en tanto le salía un poco de leche.
Y yo seguía tragando, qué iba a hacer si no. Cuando todo acabó,
y me dio su permiso, me levanté y salí corriendo a vomitar. Y
mientras yo estaba tirada en el suelo, vomitando en el WC, le oí
decir:

71
—Ufff… chochito… Qué placer me has hecho sentir con esa
boquita tan estrecha que tienes. ¡Guau, la mejor corrida de mi
vida! Esto ha sido tan… Y tan… que no recuerdo el tiempo que
hacía que mi polla no manaba tanta cantidad de leche. Esto hay
que repetirlo, y varias veces más, ahora ya tienes las dos ruedas
de la moto y el sillín pero, hasta que completes la moto, aún te
quedan unas cuantas piezas que comprar. Aunque… tienes otra
opción: puedes coger la vía rápida o el carril de aceleración, se
le puede llamar de mil maneras.
Me enjuagué la boca después de vomitar toda su leche y salí
del baño.
—Sorpréndeme, chulo playa, ¿qué es lo que debo hacer para
coger esa vía?
Él sonrió y se llevó la mano al colgajo que le había quedado
después de mi trabajo.
—Es fácil, ven, acércate.
Me acerqué despacio, con bastante recelo y un poco de miedo
y, cuando faltaba poco para llegar hasta él, tiró de mí y me puso
a menos de un palmo de su cara. Me abrió la boca y metió su
lengua mientras su mano ávida de novedades buscaba en el
interior de mi pantalón, primero tocó la tirilla de mi braguita y
luego buscó ansioso, codicioso de lo que encontraría dentro de
ellas. Sus dedos alcanzaron mi clítoris y lo pellizcaron.
—¿Te gusta…? Eres una putita, mi putita; no te arrepentirás,
voy a ser muy generoso contigo, súper generoso —dijo con una
sonrisa malévola.
Noté que se le había puesto dura y me mordí los labios con
lascivia; quería saber hasta dónde era capaz de llegar.
—Quítate el pantalón. Ven… No tengas miedo, bonita.
Creyó que ya me tenía. Yo le seguí el juego y obedecí. Y si
tengo que hacer honor a la verdad y ser del todo sincera: sentí
algo en mi sexo, algo que desconocía pero que me gustaba, y

72
mucho. Aún era virgen y todo era nuevo para mí, aunque sabía
de qué iba la historia. Afortunadamente, hoy tenemos toda la
información a nuestro alcance. Además, él veía pelis porno en
mi presencia y me decía: «Mira y aprende, para que no te pase
como a tu madre».
Me quité el pantalón, y dijo:
—Madre mía, ¡estás buenísima! Mira cómo me has puesto el
barrote.
Me giró y observó con detenimiento mi trasero. Y noté como
pasaba la punta de su pene alrededor de esa zona. Al cabo, la
frotó contra mi clítoris una y otra vez. Me dio un manotazo en el
culo y di un bote.
—Qué culito más redondito tienes, lo que hace la poca edad,
qué lástima hacerse mayor y que todo se deteriore. Se me está
ocurriendo que…
—¿Así es como pretendes que me gane la moto? Ni en tus
mejores sueños, ave carroñera.
Mi miró como si me perdonara la vida, y dijo:
—Estoy a punto de explotar, esto quiere manar para ti y para
tu boca: bueno, vale, tendré paciencia, por hoy me conformo con
otra mamada, pero ya hablaremos tú y yo.
Me quedé tan aturdida que no podía ni llorar. Me apoyó en la
pared y me agarro la cara con ambas manos, presionando con
rabia, con resentimiento, asumiendo que no iba a ir más allá.
—Esto forma parte del trato, abre la boca.
—¡¡¿Qué vas a hacerme ahora, dime, qué?!!
Gimoteé, mientras le preguntaba alarmada.
Metió su lengua y dibujó círculos con ella en el interior de mi
boca. No me desagradó, todo lo contrario, me gustó bastante. El
sabor era muy agradable. Y cuando se desprendió de mis labios,
me dedicó una pícara sonrisa y metió su mano en mis braguitas
y pellizcó mi pubis varias veces. Solté un largo gemido, fue algo

73
involuntario y automático. Seguidamente, balanceó su manaza
paseándola de delante hacia atrás, rozando todas mis partes y sin
detenerse en ninguna. Y cuando se cansó, saco la mano de mis
bragas y se la lamió. Se llevo la punta de un dedo a la boca y lo
chupó, como si de su pene se tratase, y lo posó en la entrada de
mi ano, se inclinó hacia mi nuca y susurró:
—Tienes un chochito con un sabor rico, fresco y agradable.
Quisiera romperte el culito, te lo daría todo, y cuando digo todo
es todo.
Me cabreé, monté en cólera y le dije:
—¡¡Eso no pasará nunca!! Y si lo intentas, te la rebano y te la
hago rodajitas. ¡Quedas advertido!
Se rió de mí, se descojonaba aguantándose el pecho.
—Bueno… Vaya con la mosquita muerta. Poco a poco; tengo
todo el tiempo del mundo. Ah, y te puedo garantizar que serás tú
la que me lo pida. Se acabaron las consideraciones: arrodíllate y
chupa que se te da muy bien, no como a la estrecha de tu madre
que no deja que vacíe mi delicioso líquido en su boca. Tampoco
deja que se la meta por detrás, no sé qué voy a hacer con ella, la
muy…
—¿Y qué coño haces aquí? ¡Vete!
Cogí una figura grande de alabastro y, cuando estaba a punto
de romperla en su cabeza, agarró mis manos y dijo:
—¿Dónde vas con eso? Quieta o te haré daño. Mira, me caes
bien y te voy a contar una historia: el primer día que conocí a tu
madre ya me la beneficié. No tenía ninguna intención de volver
a quedar con ella porque me pareció una estrecha y una frígida;
vamos, que no tiene ni idea de lo que es un buen polvo. Pero, al
salir del hotel donde la lleve para… ya sabes, me pidió que la
llevara a su casa. A mí no me apetecía, porque me había dado el
peor sexo de mi vida, pero no me pude negar. Cuando llegamos
y paré el coche insistió para que subiera a tomar una copa, y

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subí. Al entrar en tu casa te vi a ti con tu pijamita viejo, era casi
transparente y el pantalón dejaba entrever la tirilla del tanga.
Aquello fue… Y al instante se me puso tan dura que me dolía.
Ibas sin sujetador, y tus pezones, que parecían dos pequeños
botoncitos de nácar, me saludaban. Llegué a mi casa y me tuve
que hacer una manola. Intenté olvidarme de ti, te lo juro, pero
me fue imposible, no podía quitarme de la cabeza tu joven y
esbelto cuerpo: era superior a mi voluntad y me tenía totalmente
dominado. Cada mañana me levantaba deseándote; quería besar
esos jugosos labios y tener tu boca entre mis piernas para luego
poseerte y perderme en tu delicioso cuerpo, deleitándome con tu
grácil figura. Y cuando me acostaba era mucho peor, soñaba que
te hacía de todo. En muy pocos días te habías adueñado de mi
vida, haciéndome perder la razón y el control. Te convertiste en
una inexorable obsesión para mí. Al cabo de unos largos quince
días, con sus eternas catorce noches de intensos e infructuosos
intentos para dejar de pensar en ti y olvidarte, llamé a tu madre y
le dije que no podía estar sin ella, que había calado hondo en mí
y que iría a cenar a tu casa y allí mismo me la follaría, que la
deseaba más que a nada en el mundo, que era mi vida, mi pasión
y mi alegría. Ahora ya sabes qué hago aquí: te deseo a ti, tú eres
mi vida y por ti respiro, eres mi pasión y mi alegría, mi deseo y
añoranza. Y… tu madre… lo siento pero, ella sólo me provoca
repugnancia; ese es el sentimiento que despierta en mí, el único.
Y cuando lo hago con ella te veo a ti con aquel pijamita y…
—¿Qué…?
No me podía creer lo que me estaba diciendo, me quedé de
pasta de boniato mientras él seguía con su retahíla.
—Me parece que tienes un físico de infarto, un cuerpo tan
perfectamente ensamblado y bien hecho, que roza el escándalo.
Y para eso sí que ha tenido arte el desabrido cuerpo de tu madre.
Ahora tú y yo podemos sacarle provecho; me dejas que le haga a

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tu cuerpo lo que me venga en gana y yo te regalo todo lo que tú
pidas.
—Eres lo peor de lo peor. ¡Y no quiero volver a verte nunca
más, ojalá te parta un rayo!
Me derrumbé en el sofá, estaba morada de la furia que sentía
removiéndose en mi interior.
Él se acerco y me volvió a besar. Yo negaba con la cabeza,
estiré un brazo y agarré un cenicero y le di con todas mis fuerzas
en la cabeza. Robert aullaba de dolor a la vez que se tapaba la
herida con ambas manos. La frente le sangraba con unos finos
hilos que iban deslizándose lentamente hasta teñir su blanca
camiseta. Levantó la cabeza, con la escasa dignidad que ya le
quedaba, me miró orgulloso, altanero y desafiante; tenía los ojos
vidriosos, acuosos y llenos de ira. Yo temblequeaba a causa del
profundo miedo que sentía. Él se limpió la frente y me dio un
empujón. Quedé tumbada boca arriba, paralizada e indefensa.
—Te voy a quitar lo que te queda de ropa y voy a azotar tu
trasero. Y no pienso reprimir mi rabia y te voy a estar zurrando
hasta que escarmientes de una vez por todas y me pidas perdón
por tu osadía. Eres brava, y eso me pone aún más cachondo y te
voy a…
Yo lloraba, temblaba y me lamentaba. Me tenía aprisionada
(él sentado en el sofá y yo de pie entre sus piernas), mientras me
iba despojando de mi ropa. Tenía tanto miedo que le dije:
—Te haré lo que quieras. Por favor, Robert… no me pegues.
Lo lamento mucho… —desvió su vista buscando el cinturón de
su pantalón. Y yo le Grité—: ¡¡¡Te haré lo que tú quieras, pero
por favor, no me hagas daño!!! Lo siento, he sido una estúpida y
no volverá a pasar, te lo prometo. Perdóname.
Robert se montó encima de mí y se frotó contra mí cuerpo
mientras jadeaba para estimularse. Y aquello que parecía solo un
amago de erección se convirtió en una enorme vara.

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—Me estás matando de ansiedad, preciosa. ¡Cuánto te quiero,
pequeña! Anda… ¡Entrégame tu virginidad! Dámela ya que te la
pagaré cara.
Al cabo, me abrazo y yo me dejé acunar, me besó y me dejé
besar, me tocó y me dejé tocar. Y acarició mi piel y besó mis
pechos, uno seguido del otro. Me susurraba que me quería, que
esperaría a que fuese mayor de edad y se fugaría conmigo. Me
olía el pelo, aspirando mi fragancia, luego suspiraba y lo volvía
a oler. Y fui absolutamente incapaz de parar aquello, de verdad,
te lo prometo Aruba. Yo no quería que pasase, pero me cogió de
las manos y tirando de mí se dirigió a mi habitación. Abrió la
puerta, me tomó en sus brazos y me dejó caer sobre la cama. Sus
labios acariciaron mis pezones y luego subió a mi cuello y lo
lengüeteó. Bajó de nuevo a mis pechos y dibujó con su lengua el
contorno de cada pezón. Y en un abrir y cerrar de ojos se me
endurecieron y se hincharon como canicas. Noté una oleada de
deseo que me arrastraba y me humedecía por él. Me acarició la
parte interna de los muslos y mi cuerpo convulsionó. Y ahí ya
me sentí perdida para siempre, sin retorno. Mis labios vaginales
se hincharon y se convirtieron en gordos y duros caramelos de
adoquín a la espera de que él los lamiera, como las olas lamían
la orilla de la playa. Y gemí tímidamente, fue como un runrún
interno e imperceptible para él; no quería que se diera cuenta de
mi calenturiento estado, ni que fuera consciente de mi necesidad
hacía él. Pero me relamí los labios, que se morían de sed por él.
Las manos de Robert agarraron mis nalgas y acariciaron mi
sexo. Jadeé en voz alta y me arqueé ofreciéndome, estaba muy
alterada y excitada; todo se estaba precipitando a una velocidad
vertiginosa. Era como un alud que, para cuando has notado su
presencia o le has visto llegar, ya te ha envuelto dejándote sin
ninguna salida ni escapatoria. Mi vagina exigía que él la visitase
y la recorriese recoveco a recoveco, parándose en cada curva o

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recodo del camino: nada ni nadie habían entrado en esa zona, ni
siquiera un tampón. Yo era una completa ignorante de cómo era
mi cosita por dentro y por eso reclamaba atención emanando
continuos fluidos. Acarició mi sexo con la punta del pene y sentí
que ardía todo mi ser. Le miré a los ojos, y dije:
—Fóllame, te deseo, te necesito dentro.
—No, no soy como tú te imaginas. Me has juzgado mal. No
soy un revienta vírgenes, y mucho menos uno de esos que lo
hacen por las bravas; a mí me gusta tomarme mi tiempo y ser
delicado, arriesgado pero ingenioso. Concluyendo: mi placer y
mi deleite es hacer disfrutar a la persona a la que me estoy
enfundando, a la vez que disfruto yo.
Metió un dedo en mi sexo. Luego me lo mordisqueó y dijo:
—Primero te follaré con un solo dedo y lo haré despacio,
luego te meteré dos, y tres y los que hagan falta. Y cuándo te
quepa la mano entera entraré en ti y te rellenaré. Entonces sí que
te destrozaré.
Chupó su dedo corazón y me lo fue metiendo despacio, con
un cariño desmesurado. No me dolía, la sensación era agradable.
Lo extrajo para volver a humedecerlo e introducirlo de nuevo. Y
mis fluidos se mezclaron con su saliva y mi vagina era como
una piscina llena de agua. Y poco a poco, dedito a dedito, fue
desvirgándome sin causarme dolor: ni una leve molestia ni un
AY, sino muchos UYYY… ¡cómo me gusta! y mi cuerpo se
enroscaba y se arqueaba y le buscaba. Estaba tan cachonda que
mi boca actuó por cuenta propia y dijo:
—Deja la punta sobre mi sexo y bésame.
Mientras él me besaba y acariciaba mi pecho, yo empujé mi
cuerpo contra el suyo, sus dedos ya no saciaban mi hambre y yo
quería más, mucho más.
—AHH… ¡¡ahora sí qué duele!!
Dije retrocediendo y sacándola.

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El sonrió y me espetó:
—¡¡Ya te lo avisé, pequeña viciosa!! Eres muy ansiosa y la
tengo muy gorda, te partirás en dos, insensata —se rió de mí por
mi inexperiencia, y dijo—: Ven, golosa, súbete.
Se colocó boca arriba y me metió la puntita.
—No te muevas que te puedes romper —me previno con una
sonrisa de satisfacción que le cruzaba de lado a lado la cara—.
Ya lo haré yo que tengo más cabezas —volvió a reírse. Y luego
dijo—: Tengo dos, ¿lo pillas?
Me reí sin apenas ganas, por seguirle la corriente y para que
me entrase cuanto antes. Él agarró el pene con una mano y lo
bloqueó para que solo entrase un poquito.
—Así amor, de miaja a miaja se llena el cajón.
Es incomprensible, aún no entiendo qué me pasó pero… me
sentía hipnotizada y atraída por él. Embelesada de alguien que
momentos antes ni me gustaba, sino todo lo contrario, le odiaba:
enajenada y confundida, así era como estaba yo. Él me había
cautivado con sus palabras y sus acciones. Y sé que es feo lo
que voy a decirte, pero te lo cuento tal y como lo sentí: si en
aquel momento él hubiera querido mi culo, yo se lo hubiera
entregado sin pestañear.
—Pero… ¿Cómo era Robert, estaba bueno, qué edad tenía el
semental que tanto te descolocó? —la interrumpo, ya no puedo
más. Quería saberlo todo y su historia me tenía en tensión, y
porque no decirlo, también cachonda, mucho.
Ella frunce el seño y empieza a hablar.
—Robert tenía cuarenta años y estaba bueno, increíblemente
bueno. Tenía el pelo un poco canoso y eso le proporcionaba un
glamur especial, seductor, esa es la palabra que mejor definía su
aspecto. Era alto y fuerte, corpulento aunque delgado. En fin,
que me dejó fascinada aquel día y coladita hasta el tuétano por
él.

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—Sol Mar, perdóname por haberte interrumpido, pero quería
saber cómo era ese gachó que tanto te ponía. Ahora sigue con el
relato que me estoy poniendo...
—Ok, ahí va el resto de la historia: al sentir aquel trozo de
carne dentro de mi cosita me temblaron las piernas: nunca había
sentido nada parecido y todo era nuevo para mí. Él se lo tomaba
con demasiada calma para mi gusto, porque yo quería mucha
más carne dentro de mí, quería que me la metiera más y más
adentro. Robert me estaba dando un trato exquisito, tal y como
correspondía pero..., yo comencé a moverme velozmente, con
mucho afán y poca cabeza. Para mí era algo solemne y sensato;
era hacer el amor por siempre una y otra vez, y tocarnos una y
otra vez y sentir su piel junto a la mía una vez y otra vez y otra
vez. «Como dice la letra de la canción de Manuel Medrano».
Al ver mi desespero, me dijo:
—Oye, guapa: ¿quieres coronarte y rematar la faena con tu
primer orgasmo?
—Sí, eso es lo que más deseo en estos momentos. Haz que
me llegue, transpórtame al paraíso.
Sacó su baluarte y metió un par de dedos en su lugar.
Mi sexo era como un surtidor de líquidos, una fuente que
manaba fluidos sin descanso mientras él movía sus dedos con
destreza. Yo aullaba de placer. Mis gemidos inundaron toda la
casa y él los ahogó con un beso largo e intenso. Al cabo, levanté
la pelvis en busca de más placer. Y Robert sacó sus dedos y me
introdujo un poco más de la punta de aquello que yo necesitaba,
y colocó un dedo en el umbral de mi trasero y sin meterlo
masajeó mi agujerito.
—OHHH… AHHH… Guau.
Suspiré de gusto. Acababa de lograr mi primer orgasmo.
Robert salió de mi interior y cambió su pene por su lengua y
a lametones me llevó al segundo orgasmo. Mi corazón estaba

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tan acelerado y yo tan excitada que no podía articular palabra. Y
por primera vez en la vida me sentí mujer.
Cuando recuperé el aliento, que fue unos segundos después,
le dije:
—Métemela y hazme el amor hasta morir de gusto, hasta que
mi vagina quede seca y calmada.
—Eres dulce y divertida: una mina de oro que voy a excavar
y explotar hasta extraerle el último lingote; sacaré de ti los
metales preciosos, los puliré para que luzcan y resplandezcan,
pero sólo para mí y para mi deleite. Ven, amor, comete la pala y
pónmela dura que se ha doblado. Luego excavaré en busca del
tesoro que tienes entre las piernas y te daré por dónde tú me
pidas… Huelo tu deseo a… Me encantaría hacerte un completo
pero, si tengo que esperar, esperaré, no me va de un día. Estoy
seguro que me lo pedirás; aún no eres consciente de ello, pero
eres una viciosilla y eso me gusta.
Me hizo alcanzar el cielo, las estrellas, la luna… Luego nos
tumbamos. Él se encendió un cigarrillo y se puso a fumar. Yo
todavía podía paladear el sabor de su boca y de su sexo. Ya
estaba completamente saciada pero aún sentía su cuerpo pegado
al mío, y suspiré, soltando el aire lentamente.
—Me duelen los huesos de la pelvis, supongo que eso será
normal pero, me siento tan diferente que…
Me besó y susurró:
—Eres mi primer descorche. Ha sido un deleite para todos
mis sentidos, un orgullo y un regocijo: vamos, que ha sido un
placer ser el primero en entrar en tu cuerpo. Ha sido… ¿Cómo
explicarlo para que lo entiendas? Ya sé, te pondré un claro
ejemplo: es cómo si al paladar lo acostumbras al vino de la casa
y de repente un día le das a saborear el mejor vino de la tierra.
Me has hecho tremendamente dichoso. Mi pasado está plagado
de mujeres de todo tipo que han intentado acaparar mi corazón:

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y mi cartera, por qué negar lo evidente, no soy un idiota. Pero tú
has despertado algo en mi, algo nuevo, algo que desconocía y
me hace sentir bien, tremendamente bien.
Me quedé atónita y no podía dejar de mirarle, nunca había
oído nada tan bonito, ni nadie me había hablado de aquella
manera. Me ruboricé y me estremecí. Y mi corazón empezó a
latir fuerte por él. Entonces me dijo:
—Eres demasiado joven, una niña, pero qué importa; me
siento orgulloso de haber sido el primero en tu vida. Y esto no
ha acabado aún.
Le miré descaradamente, con morbo y lascivia, mordiéndome
el labio inferior. Y él dijo:
—Entre tú y yo aún queda tensión sexual, lo puedo oler, y yo
quiero más: ahora me gustaría seguir haciéndote el rodaje. ¿Qué
dices? ¿Aguantaras unos asaltos más o te vendrás abajo?
—Nunca le he dado la espalda a un desafío. Si quieres…
Me eché a reír como una autentica pazguata, como una boba
atolondrada, estaba apabullada y me sentía muy feliz: mi vida en
aquellos momentos era un mar de sensaciones nuevas, frescas e
intensas. La risa tonta dio paso a un llanto provocado por la falta
de años y el exceso de emociones contenidas. Y me subí encima
de él, a caballito.
—Sí, hazme rodar hasta perder la conciencia. Mi cosita te
reclama y te aclama a voces. Pero quiero ser tu primer y único…
¿descorche? ¿Así le has llamado…? Y no quiero que vuelvas a
acostarte con mi madre ni una sola vez más, ni siquiera un polvo
a modo de despedida. No podría soportarlo, sería horrible y me
moriría de celos. Déjala, sí, eso es, ¡déjala! Yo te lo daré todo…
—No es tan fácil, dame tiempo. Esperaremos a que cumplas
los dieciocho años: aunque te has portado como una mujer de
verdad, legalmente eres una niña y no quiero problemas.

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—Vale…, como quieras. Pero… no te la folles, eh… ¡Ni se
te ocurra volver a hacerlo!
A la mañana siguiente llamaron al timbre del portal, y como
mi madre estaba trabajando, contesté yo.
—¿Sí, quién es?
—Baja melocotoncito, quiero mostrarte algo.
Cogí lo primero que encontré en el armario y me vestí a toda
velocidad. Y cuando llegué a la calle casi me dio un infarto; no
podía creer lo que tenía delante de mí.
—OHHH… OHH… ¡Qué bonita es, es preciosa!
Exclamé embargada por la emoción tapándome la boca con
las dos manos: allí estaba mí codiciada, mi anhelada Piaggio, en
la puerta de mi casa y envuelta con un enorme lazo de color rosa
palo. Me tiré a sus brazos y busqué su boca y le metí la lengua.
Él se separó a la velocidad del viento, y dijo:
—Estás loca o estás loca ¡¿Qué pretendes, que nos vean todos
los vecinos?! Eres una menor ¡no lo olvides ni por un segundo,
recuérdalo! Me puedes meter en un problemón. No querrás eso
¿a qué no?
Tenía razón. Me sentí mal y le pedí disculpas.
—Yo… lo siento, me he comportado como una niñata y no
volverá a pasar nunca, jamás, te lo juro. ¿Me perdonas? Anda,
anda… Perdóname.
Puse cara de corderita sumisa e inofensiva y paseé mi lengua
por el labio superior, despacio y provocándole para que se le
pasara el enfado.
Robert abrió la puerta de su coche deportivo.
—Anda, sube que te voy a dar lo tuyo.
—¿Y qué coche tenía ese tal Robert? —le pregunté, estaba
intrigada y quería saber todo sobre el tipo que había desvirgado
a mi amiga Sol Mar.

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—Un mercedes CLK 230 negro. ¡No veas cómo rugía aquel
bicharraco! Y a mí me ponía caliente que lo condujera rápido,
que le diera mucha caña; primero al coche y luego a mí. Él sólo
aceptaba correr a regañadientes y a cambio de cosas… Tú ya me
entiendes.
—Sí, ¡claro que te entiendo! Y sigue contándome tu aventura
con ese roba niñez, que me tienes en ascuas.
—Nos subimos a su coche y me llevó a su casa de la playa;
yo no sabía que tenía una casa en la playa, nunca había estado
allí. Y me contó que a mi madre no la había llevado nunca, ni
una sola vez. Y eso me excitó tanto que me hizo sentir grande y
poderosa: yo necesitaba saber que era importante y valiosa para
él, y lo acababa de comprobar.
Al llegar a la habitación, dijo:
—Ven, acércate.
Rodeó mi cuerpo con sus brazos y le aproximé mis labios y
los mordió muy lentamente, una y otra vez… Me agarró por la
nuca y metió su lengua en mi boca, yo me deshacía. Luego bajó
las manos y abrazó mis caderas y se envolvió en mi pequeño
cuerpo. Al cabo, aprisionó mi culo y restregó su entrepierna
contra la mía: me tenía más encendida que el alumbrado de las
calles en plena noche cerrada. Mi corazón latía con premura y
mis pulsaciones se dispararon al doble de lo normal: me urgía un
encuentro carnal, mi sexo ya conocía el placer y lo deseaba a
toda costa, a ultranza. Cerré los ojos, y él descendió su lengua
por mi cuello y ahí se paró. Lo ensalivó y lo mordisqueó y me
dio un chupetón de los que dejan marca. Dejé caer la cabeza
hacia atrás y gemí y jadeé hasta empapar las braguitas.
—Te quiero dentro.
Susurré junto a su oído. Su aroma era cálido, fragante y muy
sensual. Lo aspiré junto a su nuca y me olvide de todo, incluso
del mundo que giraba ignorante de lo que estaba pasando entre

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nosotros. Me empujó a la cama mientras él seguía en pie y me
miraba con un apetito voraz. Y me pasé la mano por la frente
porque la tenía sudada y porque las gotas me picaban: en
realidad me picaba más abajo, mucho más, allí… justo dónde
convergían mis piernas que, pocos días antes, no sabía que una
cosita tan pequeña podía sentir tanto y tan bien. Me quité la ropa
mientras Robert se recreaba y me devoraba con sus vivaces ojos
de felino, que parecía que estaba a punto de saltar y engullir a su
presa. Me levanté y me exhibí con desvergüenza; quería ponerle
a cien, o a mil. Le quería al límite del deseo. Se acercó, y dijo:
—Mira que estás buena, gatita. Y si te hiciera… No, lo que se
me está pasando ahora mismo por la cabeza te destrozaría.
Me rocé contra su cuerpo y suspiré de deseo: el bulto de su
pantalón me lo decía todo, me quería ya. Me tumbé, y de nuevo
le provoqué; incitándole a que se tumbase junto a mí o sobre mí
o contra mí, como él quisiera, como más le facilitase aquello que
debía hacerme. Robert se echó encima buscando mi boca. Nos
fundimos en un enmarañado de lenguas pegajosas. Su miembro
me buscó y se restregó y me apuntó; quería dispararme e iba de
por libre, tenía vida propia. Robert agarró mi trasero y lo magreó
apretándolo. Jadeé nuevamente, estaba excitadísima y no iba a
poder aguantar mucho más, el deseo me provocaba un terrible
desasosiego y me llevaba a un estado de ansiedad desconocido
hasta el momento. Y eso me angustiaba, me desencajaba porque
necesitaba un estallido de orgasmos, una cascada de espasmos
vaginales. Le miré suplicándole y pidiéndole a gritos con los
ojos: «Fóllame, hazlo ya, por tu madre, ven a mí». Me abrí de
piernas queriendo que él entendiera: «Haría lo que fuera por ti.
Me he enamorado perdidamente y ya no importa nada más. No,
sólo importamos tu yo; lo que sientes tú y lo que siento yo. Y lo
que siento yo no lo puedo expresar con palabras sino con hechos

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indiscutibles de toda verdad. Por esa razón te necesito y necesito
que entres y me poseas y desposeas de esta zozobra que siento».
Él se apoderó de lo que yo le ofrecía sin escrúpulos y con falta
de delicadeza. Y arremetió contra mi sexo con una energía y una
brusquedad que me desconcertó. Pero me arqueé por el dolor y
el dolor me llevó al orgasmo. Y grité y aullé como un lobo.
—¿Has tenido bastante, pervertida? O te pongo boca abajo y
sigo dándote.
No contesté. Y Robert dio unas embestidas más y se corrió.
—Voy a querer más en cuanto te recuperes, necesito marcha
—dije casi sin aliento.
—Ten, recupérala tú; está baja de pulsaciones pero, con un
boca pene, resucitará de entre los muertos.
Metió su pene en mi boca y comencé a lamerlo con ímpetu,
de arriba abajo y de abajo arriba. Cuando me pareció oportuno
abrí los ojos y le miré. Él tenía los ojos cerrados y eso me gustó
y me aportó seguridad. Hice círculos con mi lengua en su glande
y le agarré las bolas y las apreté un poco, con suavidad: había
oído que esa parte masculina es muy frágil. Al cabo, me dio
todo lo que mi pequeño cuerpo exigía y…
—Vaya, vaya… Sol Mar, me estás dejando atónita. Perdona
pero no quería interrumpir, sigue.
—Día a día, aquella casa se convirtió en nuestro nidito de
amor, en nuestro refugio; en nuestro centro de operaciones. Así
era cómo a él le gustaba llamarle. Yo había dejado el instituto:
lo abandoné sin el conocimiento ni consentimiento de mi madre,
me sentía adulta y ya no necesitaba ni de sus consejos ni de su
amor. Qué ignorante era por aquél entonces y como te nubla la
vista el enamoramiento, cegándote y no dejándote ver más allá
de tus propias narices. Pero de eso me di cuenta más tarde y para
entonces no había marcha atrás; lo hecho, hecho estaba. Y cada
mañana, llenaba la mochila con los libros y el bocata, salía de

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casa y me montaba en mi moto para dirigirme a toda velocidad
al encuentro de mi amor, quería entregarme a sus besos, a sus
caricias y a su cuerpo sin perder un segundo de más, estar con él
era mi prioridad más absoluta. Y así fueron pasando los días y
los meses, hasta que una mañana empecé a ser consciente de que
él se aburría y se irritaba con facilidad: ya le fastidiaba todo de
mí, mis caricias, mis besos, mis risas… Pero lo que más me
dolió, y peor me sentó, era que estaba sexualmente inapetente;
con lo ardiente que llegaba yo. Él ya no reaccionaba ante mis
argucias para buscarle; yo me desnudaba y me tumbaba en su
cama, abriéndome de piernas, y luego me metía un dedo en la
boca y lo humedecía con un descaro que… Pondría cachondo
hasta un gay. Después, me lo introducía en mi vagina pero… ni
flores.
—¿Y qué excusa te ponía? —«que un pavo no quiera sexo es
raro», pienso mientras formulo la pregunta.
—No estoy para tus… Y tengo muchas cosas en la cabeza,
pero mañana te reviento. Mañana, te prometo que mañana…
Llegó mañana, y otro mañana, y otro, y otro… Y llegué a la
triste y funesta conclusión de que había perdido el interés por mí
y por mi cuerpo. Y, para comprobar lo que yo ya intuía, le tendí
una trampa: invité a una íntima amiga a cenar, allí, en la casa de
Robert. Y no hacía ni media hora que había llegado Claudia y el
muy… Ya babeaba alrededor de ella. La rabia recorría y corroía
todo mi cuerpo, lo desmadejaba y envenenaba desgarrándome
hasta el alma. Una mezcla de amor y de odio se apoderó de mí,
y tenía tanta ansiedad que deseé salir huyendo de allí, correr sin
mirar atrás, sin destino al que llegar. Y aquello no era un ataque
de celos, ni una rabieta de chiquilla consentida ni malcriada. No,
aquello era desprecio y asco; repugnancia por la persona a la que
quería y a la que me había entregado. Me sentía muy humillada,
menospreciada y engañada. Y eso era lo que más me dolía, el

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engaño; me había estado engañando, y lo había hecho durante
tiempo para conseguir favores en la cama y para arrebatarme
todo lo que él quería de mi reciente e inexperta sexualidad. Pero
yo no estaba dispuesta a que aquello quedara así. No, ni mucho
menos; Robert pagaría por lo que me había hecho. Sí, estaba
decidida y le iba a hacer pagar un precio muy alto: y puede que
yo fuese joven, que lo era, pero no imbécil como creía él. Aquél
miserable, despreciable y desgraciado, se había equivocado de
víctima y se arrepentiría de su error.
—Nena, me das miedo. ¿Qué le hiciste a ese…?
—La venganza fue rápida y muy fácil. Sólo tuve que tejer
una tela de araña y esperar a que él quedara enganchado a ella: y
digo que se enganchó, el muy lelo cayó a cuatro patas. Cómo me
regocijé del momento; no sólo lo expulsé de mi vida, sino de la
de mi madre también. Sí, porque después de todo lo que pasó
conmigo aún seguía con ella y con total impunidad; se la tiraba
cada vez que se le antojaba, incluso estando yo presente en la
habitación de al lado.
Sol Mar queda anclada, recordando y con la mirada perdida,
lejos, ausente. Carraspeo y toso, y toso y carraspeo y ni flores, la
muchacha no me oye. Toco su hombro y le digo:
—Por lo que más quieras, ¡háblame! Cuéntame cómo terminó
aquel culebrón. Quiero saber qué le hiciste, qué le pasó a aquel
impresentable.
—Vale, vale. Aruba, pon la oreja que ahí va: unas semanas
antes de yo cumplir la mayoría de edad, me ofrecí a entregarle
aquello que él quería y anhelaba con todo su ser, aquello que en
tantas ocasiones él me había pedido y las mismas yo le había
negado; dejar que entrase en mi zona prohibida, la que le tenía
vedada. Y a cambio le pedí que me regalase un coche. El dinero
para el carnet se lo había ido sacando poquito a poco, polvo a
polvo y mamada a mamada. Él se volvió loco de alegría, y como

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confiaba en mí, porque siempre cumplí con lo que le ofrecí, me
llevó rápidamente a un concesionario. Y yo elegí el coche en el
que te he paseado hoy —Al grano, nena, ve al grano: me tienes
atacadita de los nervios, en un sin vivir constante. ¡Qué fuerte lo
tuyo! —la interrumpo. «Ve ya al meollo, directamente, sáltate la
paja», pienso ansiosa por saber qué ideó y cómo acabó la fría
venganza—. Tranquila, ya voy. Relájate, que la historia merece
la pena el tiempo que estoy empleando: le preparé la trampa con
tiempo y a conciencia. Y coloqué cámaras en los lugares más
estratégicos e insospechados, desde donde podía grabarlo todo
sin levantar sospechas. Y cuando todo estaba listo para llevarle
al fango, le dije que estaba cachonda, más que nunca, y que me
gustaría jugar a hacerme la mojigata, la estrecha y la dura, y que
él me forzara el culo y lo castigase a su antojo. Se le puso dura
al instante, y me dijo:
—Eso sí que es un buen plan, nena; te voy a ofrecer la mejor
violación de la historia. Vamos a disfrutar como posesos; ¡ya
verás! ¿Y cómo has imaginado que será la enculada?
—Yo estaré en el sofá de mi casa haciendo ver que estudio, y
tú llegaras y me agarraras en brazos, a la fuerza, y me llevarás a
mi habitación y de un tirón rasgarás mi pijamita. Y después me
agarrarás de la cola del pelo y me pondrás a cuatro patas sobre el
nórdico de la cama. Lloriquearé, y tú me abofetearas la cara con
furia, diciendo que me calle o serás todavía más bruto y violento
conmigo. Después intentarás entrar en mi culito y yo te haré la
cobra. No me dejaré; haré ver que no me dejo, tú ya sabes cómo
van estos juegos que has visto muchas películas porno. Pero al
final me abriré a ti y podrás correrte dentro del...
—¡Qué maquinadora eres! Perdón, sigue.
—Aún no he olvidado la cara que puso al oírlo: la boca le
salivaba en exceso, como al gran danés: uno de los perros más
grandes del mundo que todo lo hace a lo grande, y eso incluye el

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tamaño de sus babas. Los ojos le brillaban como a un lobo en
plena noche, y el pene no le cabía en el pantalón. Lo hicimos
según el plan acordado: ni se salió del guión ni improvisó. Pero
no le dejé entrar en mi culo. No, ese cerdo no me iba a vejar a
cambio de un coche. Y mira que él reventaba de las ganas, pero
yo le contenía. Él lo intentaba y yo reculaba, se aproximaba y yo
rehuía, así una y otra vez; parecíamos el gato y el ratón. Cuando
creyó que lo iba a lograr, le empujé y me fui corriendo al cuarto
de baño. Allí esperé a que llegase mi madre. Robert se puso una
película pornográfica y se la castigó hasta dejarla seca. Al cabo,
se dedicó a soltar sapos y culebras por la boca y a ofender a mi
madre, que no estaba allí para poder defenderse ni defenderme a
mí. La cabeza se le trastocó y empezó a decir:
—Sois unas zorras. ¡Voy a salir por esa puerta y no voy a
aparecer nunca más! Ya te cogeré ya… Y te voy a poner el culo
en la cabeza de lo fuerte que te voy a empotrar. Ya saldrás, ya…
Y cuando lo hagas te voy a dar sin piedad. Estoy cansado de lo
mal que me lo hace tu madre. Sal, guarra, y ponme el culo, ¡que
te lo voy a reventar! Eres una calienta braguetas. Anda, sal y
acaba lo que has empezado. Y cuando salgas… Uf, cuando lo
hagas te voy a calentar a ostias y te voy a enfriar a penetradas
por el culo, zorra mala.
Yo no tuve que borrar ni una sola palabra de lo grabado; él
solito se hizo el retrato y el revelado. Cuando mi madre llegó él
ya no estaba, se había marchado hacía un rato. Oí un portazo,
pero por si era una trampa no salí y me quedé refugiada en el
baño hasta que mi madre me llamó al entrar por la puerta. Me
encontró llorando y se asustó. Le mostré la cinta y… Problema
solucionado. Bueno, mi madre pensó en denunciarle pero yo me
negué, porque tenía la venganza planeada a conciencia y así se
lo hice saber a mi madre. Y ella le hizo una llamada telefónica,
porque se lo pedí yo, en la cual le acusábamos de violador y

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pederasta. Además, le amenazábamos con ponerle una demanda
aportando la grabación. Y él se hizo caquita en los pantalones;
no lo vimos, pero nos llegaba el mal olor a través del auricular.
Bueno, así fue como nos quitamos de encima a aquel engendro
de la naturaleza. Y nunca hemos vuelto a saber nada más de él.
—Lo ves, el tiempo pone a cada cosa en su sitio y al final tu
madre fue consciente de que tú decías la verdad sobre Robert.
—Sí, pero ya era tarde para mí, ya no me servía; creyó a un
tipejo que encontró en la calle y dudó de mí, su única hija. El
dolor se me había enquistado y la castigué por ello. Y aún, a día
de hoy, mantengo el castigo que le impuse: mi look es una farsa,
una impostura. Mi objetivo es que sufra, al menos la mitad de lo
que sufrí yo. Y que aprenda de una vez por todas a elegir mejor
a sus compañeros de cama. Yo siempre he sido muy normalita, y
la castigué con lo que más odiaba ella y con lo que le causaba
repulsión; ésta forma de vestir tan… Pero, se acabó, ha llegado
el momento de dejar atrás el pasado y mirar al futuro desde otra
perspectiva, desde una óptica más acorde, más real a lo que soy.
Nos vamos a comprar ropa nueva y diferente, ¡muy distinta a la
que llevamos habitualmente! Tú vas a dejar de vestir como una
mojigata, que nunca creí que lo fueras y lo de hoy… me lo ha
confirmado. Y yo me recuperaré a mi misma y volveré a ser la
chica de siempre; moderna, divertida y simpática —me agarra
de la cara y dice—: Te voy a dar un consejo de amiga; nunca te
quedes con nada que no te pertenezca y devuelve dos golpes por
cada uno que recibas. Dolor por dolor, ese es mi lema.
Sol Mar era un pozo de sorpresas, entre una confesión y otra
resultó que tenía algunos años más que yo. La trágica muerte de
su padre, sumado a la canallada que le había hecho el tal Robert,
la hicieron perder varios cursos.
—Y tú, ¿qué guarradas has hecho por amor o por despecho?
—preguntó sin anestesia.

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—Lo mío es harina de otro costal, más delicado. Y no es el
lugar ni el momento idóneo para confesiones.
Sol Mar me puso morritos, rogándome con las manos y con
la mirada que le contase mi secreto.
—Sí pretendes que me explaye y desembuche contigo, es que
no me conoces bien. ¡Vámonos!
Nos fuimos andando a un centro comercial que había por la
zona. Las tiendas a esas horas estaban atestadas de gente, ni se
podía ni caminar ni cabía un alma más.
Buscando y rebuscando entre montones de expositores, nos
íbamos probando diferentes tipos de prendas: ambas queríamos
algo que nos hiciera parecer distintas, pero únicas y exclusivas.
Yo me sentía como Julia Roberts —en la mítica película Pretty
Woman—. Y no me había comprado nada de ropa desde… Y en
realidad no me la compré yo, sino Ricardo.
El patito feo derivó en un precioso cisne; Sol Mar tenía un
cuerpo de infarto. Y debajo de los brochazos que se aplicaba en
la cara emergió una chica bella y dulce con unos rasgos muy
sensuales y llamativos.
A la hora de pagar aquel despilfarro, sacó su tarjeta y casi se
me caen las bragas al suelo. Abrí la boca para decir algo, pero
esperé a salir de allí y estar a solas con ella.
—¿Y cómo puede ser que una chica de tu edad tenga a su
disposición una tarjeta Black? ¡Aclárame el tema para que yo lo
pueda entender! Dime, ¿en qué andas metida?
—Tranquila, tronca, que soy legal y es todo lícito. Me estoy
viendo con alguien que… Y bueno, me la regaló ese… —hace
comillas, agitando los dedos en el aire y me dice—: alguien;
llamémosle señor X para no desvelar su nombre. El señor X está
casado y es una persona influyente, mucho, y muy conocida a
nivel... hasta ahí puedo leer. Por esa razón no puedo decirte ni su
nombre: si le tuve que firmar, antes de dejarme tener el primer

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encuentro sexual con él, un contrato de confidencialidad y otro
de exclusividad. Y lo sigo a rajatabla: soy una mujer legal de la
cabeza a los pies, y creo que te lo he demostrado. El señor X, me
llama cuando quiere pasárselo bien y cuando quiere hacer algo
diferente, impetuoso o disparatado, o todo junto. Yo, a cambio,
uso la tarjeta a mi libre albedrio; Quid pro quo, nena.
Aquella revelación me dejó estupefacta, atónita, patidifusa.
Tanto que, al despegar los labios para decir algo las palabras se
enmarañaron en mi garganta y solo logré decir:
—Oliver me espera, vámonos.

Oliver estaba subido en una moto, era una Honda CBR 600.
Desconocía que él tuviera moto, aunque a lo mejor se la había
dejado su compañero —la realidad era que lo desconocía todo
sobre ese chico y que debería ponerme las pilas antes de volver
a mezclar mis fluidos con los suyos—.
Mientras recorría la corta distancia que nos separaba, puede
observarle con detenimiento: Oliver gozaba de un cuerpo bien
proporcionado, de esos que si pasan junto a ti, o cerca de ti, no
te dejan indiferentes sino todo lo contrario, te atraen. Mi cuerpo
lo había trabajado con una profesionalidad impecable, magistral
y se notaba que era ducho en la materia. Y me ruboricé mientras
pensaba: «No sabes nada sobre él ni sobre su vida, ni tampoco
veo que te haya importado mucho; no le has hecho ascos. Y si te
llegas a descuidar un poco, primero te lo follas y después le
preguntas su nombre».
Al verme llegar, ataviada con mi reciente look, despegó los
labios en un acto involuntario y dibujó un círculo con ellos; se
había quedado anonadado, perplejo y algo turbado.
Llevaba puesta una minifalda de cuadritos verdes y rojos y
unos tacones de vértigo, que ya me habían ocasionado algún que
otro traspié y aún no me había hecho a ellos. Debajo de aquella

93
faldita llevaba unas medias de red de las que acaban en las
caderas —Sol Mar me recomendó mil veces que, lo mejor era
que me las comprara de las que se agarran a los muslos, que
eran más sexys y facilitan los calentones repentinos. Y yo, mil
veces dije no, que esas eran más cómodas y me gustaban más—.
Oliver se bajó de la moto y dijo:
—No sé si llevarte a comer o comerte entera. Yo sé quién soy
y lo que quiero hacer, pero… ¿quién eres tú y qué prefieres?
¿Comemos o nos comemos?
Me dio un sofocón tremendo, el calor abrasaba mis mejillas;
yo acababa de discutir con Sol Mar —ella iba de la misma guisa
y parecíamos Pili y Mili—, sobre si aquella ropa que habíamos
comprado era adecuada para nosotras o era exorbitante; porque a
mí me parecía que íbamos pidiendo guerra a gritos.
Ante lo que Oliver me proponía, pensé: «No sé quién eres tú,
y has visto mi cuerpo desnudo y yo el tuyo. Pero, en realidad,
cada uno de nosotros llevaba una máscara; el de la persona que
somos realmente, y la que escondes bajo esa apariencia por H o
por B.
—Prefiero comer, tengo hambre.
—¿De qué tipo, estomacal o canina?
—No me calientes que no estoy para historias de ese tipo.
Torcí el gesto, enfurruñándome pero de mentira.
—Vale… no te enfades. Y mientras comemos quiero saberlo
todo sobre ti. Y cuando digo todo, es todo… desde el día que
naciste hasta hoy.
—Ok, dame un casco para mí.
«Luego decidiré qué te cuento y qué no», pensé mientras me
ponía el casco.
La carretera que llevaba al restaurante estaba llena de curvas
ascendentes y la subida estaba siendo todo un espectáculo; los
coches pitaban y varios conductores me soltaron alguna que otra

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grosería. Me enganché a su cuerpo, pegándome como una lapa,
y cerré los ojos dejándome llevar. Era mi primera vez y no me
sentía segura. En cada curva mi cuerpo se tensaba y me ponía
rígida, tiesa como el palo de la escoba. Estaba muy acojonada, y
para no pensar recordé lo que me había contado Sol Mar. Ella
había sido sincera y le estaría eternamente agradecida; se había
abierto en canal y se había hecho una autopsia para que yo viese
su interior, cada rincón y cada detalle de su corta pero intensa
vida. Pero, sin embargo, yo no pensaba contarle nada, ni a ella
ni a nadie. Lo mío era inenarrable. Y no me gusta mi pasado y lo
tengo sepultado bajo muchas capas de tierra y cemento, y ahí no
excavaré nunca, ese ataúd no se abrirá jamás. O así lo creía yo
en ese momento.
—Nos vamos a dar una leche y será por culpa tuya: relaja los
músculos y deja que tu cuerpo vaya inclinándose y llevando el
compás de las curvas. No lo tenses, eso es lo peor que puedes
hacer: yo nací encima de una moto, tranquila que controlo.
—Qué fácil es para ti; pero una cosa es decirlo y otra hacerlo.
Estoy cagada de miedo y esto no me gusta. ¡Quiero bajarme
cuanto antes! ¿Cuánto falta para llegar?
—Un par de curvas y listo.
Dejó la moto justo en la puerta del restaurante. Primero bajó
él y luego me ayudó a que lo hiciera yo. A mí me temblaban las
piernas por la tensión acumulada y él me abrazó fuerte hasta que
se me pasó.
El restaurante estaba al lado de una Ermita, en la localidad de
Brugués «Gavá» y de ahí el nombre: La Ermita de Brugués.
«En su momento, no se calentaron la cabeza para buscarle un
nombre original al restaurante», pensé divertida.
Nos sentamos. Y miré por una de las ventanas y me quedé
absorta ante tanta belleza. Las vistas eran increíbles; estábamos
rodeados de naturaleza y vida, con el mar de fondo, —esa masa

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de agua salada e infinita que cubre la mayor parte de la tierra—.
Aquello fue amor a primera vista y volvería algún día; con él o
sin él, porque era un paraje idílico. Y en ese mismo instante fui
consciente de que habían elegido el nombre perfecto para aquel
lugar, era tan agradable y placentero que daban ganas de vivir
allí.
Oliver parecía tener mucha prisa por comer —rectifico, la
tenía porque ansiaba el postre—, y le hizo un gesto al camarero
para que nos tomara nota.
Nos decidimos rápido, tampoco me dejó otra opción, Oliver
me azuzaba con la mirada, diciéndome sin palabras:
«Decídete rápido, tengo otro tipo de hambre, me quiero ir».
En cuanto el camarero se retiró, dijo:
—Mueve el trasero hasta el baño y quítate las medias.
—¿Estás loco? ¡Hace un frío del carajo y estoy más helada
que el ártico! Aún no me he recuperado del paseíto en moto.
Me miró reflexivo, parecía dudar entre lo que yo le decía y lo
que él quería. Al cabo, sonrió y dijo:
—Ven, vamos al lavabo.
Me turbe y me excité por igual. Creí que me lo iba a hacer en
el baño y mi sexo floreció de nuevo impregnando mis braguitas.
Oliver estimulaba mis hormonas, las revolucionaba poniéndolas
patas arriba, y de qué manera. Me sentía totalmente anulada,
atraída por un melenas con porte de señor.
Al llegar a los baños —hombre y mujer, puerta con puerta—,
Oliver calentó mi trasero con un enérgico y sonoro manotazo. Y
mi flor se abrió para él, queriendo que la regase y la abonase en
aquél mismo instante, sin importarle el momento ni el lugar.
—Pasa y quítate las medias. Y después vuelves a la mesa y
me esperas con las piernas bien abiertas.
—Pero…

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—Si te las tengo que quitar yo, lo haré delante de todos los
comensales, y te tumbaré encima de la mesa y allí te follaré. ¿Te
gustaría eso? No, ¿verdad que no…? Pues obedece y espérame
espatarrada.
Sabía que me estaba vacilando, que no sería capaz de aquello
tan…, sin palabras. Pero mi cuerpo se achicharraba y mi vagina
reclamaba su atención.
Me entregué a hacer lo que me pedía, excitada, caliente y con
ganas de guerra. Me metí en el baño; un pequeño habitáculo en
el que apenas podía moverme. Al quitarme las medias, sumergí
un par de dedos en aquel géiser en erupción —únicamente con
la simple intención de calmarlo un poco y de hacerle más corta y
agradable la espera—. Pero cada vez me abrasaba más y más, y
los dedos ya no sosegaban tanta necesidad. Salí del aseo y me
lavé las manos. Y volví a la mesa con más deseo que hambre.
Oliver esperaba sentado. Al verme, una sonrisa le cruzó la
cara de oreja a oreja. Yo me agité bastante, aquél guaperas me
descolocaba, me excitaba y perturbaba haciendo resurgir unos
sentimientos tan profundos y olvidados que absorbían hasta la
última gota de sensatez de mi cabeza.
Me senté y abrí bien las piernas, como él me había exigido.
Le di un trago al vino. Y el calor me subió desde el estómago a
la garganta y descendió de nuevo, pero esta vez bajó hasta mi
candente vagina y se instaló allí. Contraje el músculo pélvico y
lo aguanté unos segundos, soltándolo poco a poco y volviendo a
repetir la operación una y otra vez, eso me calmaba algo, pero
estaba tan azorada y conturbada que no veía el momento de salir
de allí.
Noté un pie juguetón y provocador que ascendía desde mi
tobillo hasta el interior de mi muslo. Intenté cerrar las piernas,
aprisionarlo y pararlo, no quería que siguiera subiendo, no por
ahí, sabía dónde se dirigía y cuál sería el destino final. Y aunque

97
lo deseaba con todas mis fuerzas, no sabía si podría controlarme
o estallaría de placer y montaríamos un show. Oliver me sonrió,
y su sonrisa fue como un sol en mi vida, un rayo de esperanza
entre tanta tormenta. Mientras sonreía, y ayudado por la pierna
que le quedaba libre, bloqueó las mías para que yo no pudiera
cerrarlas y quedara subyugada a lo que estaba por llegar.
—Si las cierras, te follo.
Sabía que aquello era otro farol y que no sería capaz, aún así,
una zozobra invadió mi sexo e impregné el tanga, ya mojado y
remojado por Oliver. Su capacidad de jugar a lo prohibido me
aturdía y me descolocaba. Él había logrado anular una parte de
mi cerebro, la que controla lo razonable, lo decente y lo moral.
Y ahora yo estaba luchando por no perder los modales, por saber
comportarme y poder estar a la altura de lo que se espera de una
persona con estudios y educación, como lo era yo. Pero me tenía
tan excitada que podía oír los intensos latidos de mi corazón
«Toc toc, toc toc, toc toc… Tómame, tómame, no puedo más».
Mis piernas se aflojaron, se relajaron y la necesidad venció a la
vergüenza.
Él siguió jugando entre mis piernas, aún cuando el camarero
estaba en nuestra mesa sirviéndonos el almuerzo. Cada vez que
su pie rozaba mis vergüenzas, yo me estremecía. Y tenía que
hacer verdaderos esfuerzos para no chillarle: «Dame ya lo que
necesito, no puedo esperar más, quiero un buen revolcón, estoy
muy salida. Vayámonos de aquí, no quiero comer, necesito que
me engullas y engullirte yo, enterito. Quiero que nos fundamos
en un coito eterno y que me hagas sentir viva». Pero no le dije
nada, estaba tan cachonda que lo que hice fue respirar hondo
para ahogar el gemido que se batía en una lucha incesante por
salir de mi garganta.

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Los platos de la exquisita comida se me estaban antojando
interminables. «Te atragantarás entre un jadeo y un gemido»,
pensé mientras hacía estragos para masticar con la boca cerrada.
Jugando y jugando, su dedo gordo invadió mi vagina. Eché
mi cuerpo hacia adelante en busca de aquél consuelo, mi sexo
quería tragárselo y dejarlo dentro. Cerré los ojos y me mordí el
labio mientras me frotaba contra su pie. Perdí el control sobre
mi cuerpo y perdí de vista a la gente que nos rodeada. «Imaginé
que no nos encontrábamos allí, que estábamos solos tumbados
en la arena de una isla paradisiaca y desnudos frente a la nada».
Y mi sexo chispeaba y cada poro de mi piel rezumaba pasión;
era un deseo que burbujeaba en mí como lo hace el champán
cuando lo liberas de la opresión a la que se siente sometido por
el tapón. O esa botella de vino a la que le están clavando la
punta en el tapón para luego tirar de él y saborear su contenido
—y yo me sentía tapón. Quería que él lo fuera girando para que
se atornillase y quedara adherido, enganchado al sacacorchos; en
este caso Oliver—. Esa oleada de sensaciones, me las provocaba
su dedo al entrar y salir con total libertad de mi sexo. Oliver me
estaba ofreciendo un erótico masaje con los pies. Me volvía loca
y me hacía sentir otro ser que no era yo; una auténtica extraña y
desconocida para mí. Pero me hacía sentir bien, por primera vez
en mucho tiempo, y eso era lo que contaba.
Llegaron los postres y mi cuerpo no podía más, tenía agujetas
de apretar el dedo contra mi pelvis y de frotarme contra su pie.
Andaba descompuesta e impaciente por levantarme de allí y por
tranquilizar la quemazón que tenía alrededor de mis nalgas.
Al salir a la calle respiré hondo y aspiré el aroma de arboles
mezclado con el olor que salía del local, olía a leña quemándose
y a carne cocinándose. La mezcla de tantos olores me revolvió
el estómago; ¿o era mi conciencia la que se removía y me decía
que había perdido el norte?

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Paró la moto en una gran explanada —por la misma zona, no
muy lejos del restaurante—. Todo lo que alcanzaba mi vista eran
matorrales, pinos y algún que otro palmito del Garraf.
—¿Eres de las que le tiene miedo a los lobos hambrientos o
de las que se deja comer? —dijo mientras extendía una manta
sobre la maleza.
—Depende, ¿piensas comerme…?
—Dalo por hecho: te he traído en medio de la nada porque
eres una escandalosa y gimes como mi tortuga macho cuando se
está beneficiando a mi tortuga hembra. Te voy a enseñar a tener
la boquita cerrada mientras lo haces. ¡Y vamos a empezar ahora!
Nos aseamos con toallitas infantiles que también llevaba él en
las maletas de la moto; aquello más que una moto parecía un
supermercado ambulante.
Me tumbó y rozó mi sexo con su lengua. Lo acariciaba y lo
besaba, arrastraba su lengua de fuera hacia dentro y de dentro
hacia fuera. Lo succionaba y aflojaba la boca dejando la lengua
en el interior.
Yo jadeaba y me retorcía, me arqueaba y me contraía de
nuevo. Aquello era lo mejor que me habían hecho.
—Ten, cállate de una vez.
Mete su verga en mi boca y roza mi garganta. Se le ha puesto
grande y gorda, más dura que una roca.
Me adueño de ella, me la hago mía y la chupo. La muerdo y
absorbo toda su esencia, me gusta.
—Quiero confesarte una cosa: nunca me había deleitado con
alguien tan sabrosa, exquisita y deliciosa. Es el primer “pincho
moruno” que esta lengua saborea. Y créeme lo que voy a decir
porque así lo siento: te doy un sobresaliente, es el mejor y con
diferencia.
Durante la comida le había contado que era musulmana y
había vivido en Ceuta, que llegué aquí para estudiar enfermería

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y que no quería hablar del pasado de ninguno de nosotros; yo no
preguntaría nada y nada le contaría. Pero su experiencia sexual,
o de la que me vacilaba, me molestaba un poco. Bueno, un poco
no, me molestaba excesivamente.
—Ahora ponte a cuatro jamones que te la voy a enchufar ya
—dijo elevando mi trasero.
—Cómo se te ocurra acercarme un sólo dedo a esa zona, me
alejaré de ti para siempre.
No dio lugar a tener que repetirle la amenaza, pero entró en
mí enfurecido y volcó toda su rabia en mi interior.

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Golpe a golpe
Desde hacía ya un tiempo, Oliver venía a hurtadillas a mi
casa de la piscina todas las noches. Allí nos entregábamos y nos
amábamos con mucha pasión y pocas reservas; aquellos eran
mis dominios, mi refugio, mi búnquer. Por esa misma razón no
temía a que nos pudieran pillar en una actitud vergonzante o
espinosa. Y en el caso de que eso ocurriese —improbable pero
no imposible—, tampoco me preocupaba en exceso; soy una
persona adulta y responsable. Y mis necesidades sexuales son
tan lógicas como necesarias. Pero aún así, yo tomaba muchas
precauciones para que no ocurriese. Siempre, un rato antes de
que el allanase mi casa y se apoderase de mi cuerpo, ponía la
música un poco más alta y preparaba el escenario para poder
gemir a mis anchas.
Poco a poco y noche a noche, Oliver se ido convirtiendo en
una persona fundamental en mi vida. Le quiero, todavía no se lo
dicho pero así es. Él tampoco me ha expresado sus sentimientos.
«Qué buena estás y cómo me pones…». «Me encanta hacerte el
amor, no me canso de poseerte». «Me tienes embrujado y no
puedo estar un día sin tu cuerpo». «No se expresar lo que siento
cuando estoy dentro de ti pero es muy hermoso, espectacular y
único». «Si me quitaras tu cuerpo, me quitabas la vida». «Nena,
qué bien me haces sentir, respiro por cada poro de tu piel». Estas
cosas, y otras por el estilo, era lo que salía de boca de Oliver

103
cuando estaba junto a mí o dentro de mí, o saliendo de mí: creo
que esa era la razón que me había llevado a mantener ocultos
mis sentimientos.
El tiempo corría en contra de Violeta, y había empeorado y
me necesitaba más tiempo a su lado. Mi compañía y cuidados la
reconfortaban, y yo quería devolverle un poco de lo mucho que
ella me había dado. El día que ella estaba animada, charlábamos
de lo primero que se nos pasaba por la cabeza; con ella se podía
hablar de cualquier cosa, era una mujer de mente abierta, clara y
coherente con sus palabras y sus actos. Y cuando se despertaba
derrotada o abatida por el cansancio, yo le leía un libro —de los
muchos que Ricardo había ido almacenando en las estanterías a
lo largo de la vida—. Por esa razón, tan lógica como necesaria,
mi relación con Oliver estaba en Stand by. Yo lo había hablado
con él, y él lo había entendido y aprobado, diciéndome:
«Ya la retomaremos, por mi no te preocupes que estaré bien,
céntrate en ella y en sus necesidades. Te esperaré el tiempo que
haga falta, y de vuelta ya me compensarás por tu ausencia».
Después de quince larguísimos días, con sus catorce eternas
noches, Violeta mejoró considerablemente y mi sexo salió del
aturdimiento; había hibernado y se había mantenido al margen,
insensible, adormecido y a la espera de tiempos mejores para
poder dejar atrás la sequía en la que vivía. Y ahora despertaba y
se desperezaba, ávido de cariño y muerto de hambre, deseoso de
que Oliver lo alimentara con sus nutrientes.
Salí corriendo en busca de Oliver, estaba carente de mucho y
necesitada de todo.
Claudio me vio entrar por la puerta y se quedó blanco como
la leche, eso me dio que pensar, y me puse tan nerviosa que me
titilaban las piernas —me imaginaba la peor de las escenas—, y
ellas se oponían a mi necesidad de caminar sin responder a mis
órdenes.

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Cuando pude, arrastré mi cuerpo y llegue hasta la trastienda.
Me asomé a la puerta, y la escena, como ya me la esperada, no
me sorprendió —la cara de Claudio me lo había dicho todo—.
Oliver retozaba dentro del culo de una chica, la tenía en posición
perrito y arremetía contra ella una y otra vez. Me dejé caer de
rodillas —no porque quisiera quedarme a contemplar aquél
espeluznante espectáculo sino porque mi voluntad prescindió de
mí y me abandonó— y caí doblegada y sin fuerzas para salir
corriendo de allí.
Ellos seguían dale que dale, totalmente entregados y ajenos a
mi presencia. Y gemían y se regocijaban en cuerpo a cuerpo que
me habían arrebatado a mí.
Yo lloraba y les maldecía en silencio, a la espera de recuperar
algo de fuerzas para poder levantarme y salir por patas; y nunca
mejor dicho. Quería desaparecer de la vida de él para siempre.
Y cómo mis lágrimas sí podían correr, así lo hacían, velozmente
hasta llegar al suelo y desintegrarse. Por un instante las envidié.
—OHHH… AHHH… UYYY… Me voy a correr dentro de
tu prieto culo. AHHH… mi amor, ¡Pero qué gusto me va a dar
cuando derrame toda mi leche en tu lindo trasero! —chillaba
Oliver.
No podía creer lo que estaban viendo mis ojos, y menos aún
lo que estaba oyendo. «El modosito, educado, discreto, calladito,
ese que… el muy cerdo es cómo todos los tíos», pensé con cierta
amargura mientras intentaba ponerme en pie.
—EH, AH, UYYY… —empezó a decir nervioso. Lo último
que él esperaba, al correrse dentro de aquella foca, era verme a
mí allí, observando la escena—. ¿Qué haces aquí? Oye, Aruba,
esto no es lo que piensas yo… Ella…
Se levantó de un impulso y corrió hacia donde estaba yo.
Parecía descompuesto y algo arrepentido. La rubia de pecho
blando y culo grande con la que follaba hundió la cara en el

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colchón del suelo —como si por no vernos a nosotros dejase de
ser vista ella—.
Oliver me ayudó a incorporarme; llevaba todo el merengue
goteándole por la punta del capullo. Me dio mucho asco y sentí
repulsión hacia él, pero me dejé ayudar. Qué otra cosa podía
hacer en la situación en la que me encontraba.
El pasado es personal e intransferible, y cada individuo tiene
el suyo propio. Esa fue la razón que me movió a no preguntarle,
el día que lo conocí, por qué tenía un colchón en aquel lugar; no
lo hice porque me era indiferente si retozó, coqueteó o se folló a
millones de chicas antes que a mí. Eso no me suponía ningún
inconveniente. No le juzgaba —no tenemos permiso para sentir
celos de los fantasmas—.
Salí de allí con la dignidad de la que fui capaz de aparentar,
es decir, con ninguna; es muy difícil simular que tienes lo que te
acaban de arrebatar ante tus narices.
Encajando el nuevo y doloroso golpe que me daba el destino,
cogí un taxi y volví a mi casa a refugiarme en ella; dónde sí me
querían y no me dañarían nunca.

Los meses que siguieron los dediqué a mis estudios y a lograr


el codiciado carnet de conducir. Violeta me pidió; más bien fue
una exigencia, que me quedara con su vehículo (un Mazda MX-
5 Miata) que hacía más de un año Ricardo le había regalado por
su cumpleaños. Ella estaba enamoradísima del coche y, cada vez
que lo veía en televisión, decía: «Qué pena que ya no pueda
conducir porque me lo compraría ahora mismo, es el coche
de mis sueños…». Y Ricardo se lo regaló porque la amaba y
porque bebía los vientos por ella. Y, aún a sabiendas de que
nunca lo conduciría, no le importó comprárselo «Todo lo que
quieras, mi niña», le decía siempre. «Y si hace falta te bajo la
luna, quiero que seas feliz». Ésta era otra frase que Ricardo

106
usaba a menudo con su mujer. Ahora era yo la que lo disfrutaba;
iba de casa a la universidad y de vuelta a casa.
Una mañana se despertó y se encontraba mal, realmente mal.
Violeta se estaba muriendo, estaba en la recta final. Pero, lo más
duro y más difícil de asumir era que Violeta era completamente
consciente de ello, ella sabía que ya no había marcha atrás, que
le quedaba un breve suspiro y que la vida se le escapaba en cada
respiración. Me mandó llamar y acudí con celeridad, angustiada
porque me temía que en breve nos abandonaría.
Al entrar en la habitación, Violeta me pidió que me pusiera
cómoda, que necesitaba hablar conmigo sobre un asuntillo que
teníamos pendiente. Desconcertada, me acosté a su lado. Lo hice
con sumo cuidado, procurando no mover mucho la cama para no
hacerle daño. Cuando le cogí la mano comprobé que la tenía
rígida y helada. Me conmoví y pensé: «Qué cruel es la vida, no
hay derecho… se ensaña con las mejores personas». Me la llevé
a los labios y la besé.
—Aruba ¿estás a gusto con nosotros? —preguntó sin más.
—Sí, sabes que sí: sois unas personas muy generosas, buenos
y desinteresados para conmigo. Estoy contenta de estar aquí y de
haberos conocido.
—Contenta… Qué palabra tan ambigua. No has dicho feliz y
nunca he percibido que lo fueras. Me gustaría que antes de irme
tú… —No voy a poder —la interrumpo, imaginando lo que me
intenta sonsacar—. Sí, si puedes —replica ella—. Puedes y me
lo debes: necesito saber qué te han hecho y qué te atormenta. Tú
crees que no me doy cuenta, pero cada vez que das una cabezada
en el sofá, mientras velas por mí, algo perturba tus sueños y
abres los ojos de golpe y te sobresaltas. Intentas disimularlo lo
mejor que puedes pero... ha llegado la hora de dejar que salga
todo, anda, cuéntamelo: quiero que dejes de ser esclava de tus
sueños y los compartas conmigo. Eso te ayudará y te sentirás

107
aliviada, te lo aseguro. Y para eso tienes que explicarme de qué
está hecha la loza que aplasta tu corazón, esa enorme piedra que
un día te machacó dejándote hecha añicos.
—Violeta, ya sabes de dónde provengo y qué me trajo hasta
aquí.
—Sí, quizá salieses de tu casa huyendo de un matrimonio
concertado, ese fue el principio pero, cuando llegaste aquí ya no
huías, te refugiabas de alguien o de algo. Lo sé: me costó tiempo
romper el enorme iceberg que nos separaba a ambas; rechazabas
mis caricias y te tensabas a cada roce. No tienes vida social, vas
de aquí a la universidad y de la universidad aquí. Y los fines de
semana te escusas con un: «Estoy cansada. No, hoy no me
apetece salir. Me quedaré estudiando o viendo la televisión
o…». ¿Me lo vas a contar, o tendré que cargar con esta aflicción
para los restos? ¿Querrás que me marche en paz, no?
Aquello era un chantaje emocional en toda regla y, aunque lo
hacía por afecto, me sentí coaccionada e incómoda.
—Está bien, lo voy a hacer pero… no te alteres, la cosa no va
contigo y ya pasó. Yo tendría yo unos…, trece años, sí, creo que
eran trece. Un sobrino de mi madre vino a nuestra casa a pasar
unos días. Maher, así se llamaba mi primo. Él era cinco años
mayor que yo y tenía la cabeza muy bien amueblada para su
edad. Y mis padres le habían seleccionado para ser mi futuro
marido: en nuestra cultura eso es de lo más normal. La primera
impresión fue concluyente para ambos, o eso creímos. No nos
gustábamos lo más mínimo, más que atracción, lo que sentíamos
era repulsión el uno por el otro. Él era un soberbio, un arrogante
y un aburrido; un estirado. Y yo era una… ¿Cómo me dijo? Ah,
sí, ya me acuerdo: insolente y malcriada. Una estúpida niñata.
En fin, que aquella impuesta relación no auguraba nada bueno
para ninguno de los dos.

108
Los recuerdos se agolpan en mi mente y me llegan retazos de
conversaciones con Maher. Y veo un borrón que quiere emular
su cara, ya casi no la recuerdo. Tuve que dejar atrás sus fotos, al
igual que dejé atrás mi vida anterior.
—Aruba, mi niña ¿estás bien? ¿Qué te pasa…?
Al oír su voz me doy cuenta que estaba abstraída en mis
recuerdos y que había dejado de contarle mis vivencias. Tengo
la cara mojada por mis lágrimas. Le quito importancia y digo:
—Sí, estoy bien, solo eran recuerdos —malditos recuerdos,
pienso—. No te alarmes que estoy bien; y no estoy llorando, son
lágrimas que se han anticipado a lo que viene a continuación.
Sólo ha sido eso, el preludio de... Cómo te iba diciendo: cada
vez que él y yo nos veíamos, yo acababa llorando. Él disfrutaba
haciéndome rabiar, y me exasperaba hasta lograr sacarme de mis
casillas; sabía cuáles eran mis debilidades y me atacaba por ahí.
Pero un día dejo de venir, así, sin más. Y las estaciones del año
fueron pasando y el no aparecía ni llamaba. Yo estaba feliz. «Se
ha olvidado de mí, que no vuelva nunca, no quiero verle»,
rogaba en cada oración. Pero un día de verano apareció, y al
verme quedó totalmente deslumbrado; el desarrollo había tocado
mi pequeño cuerpo y lo había transformado dándole curvas: ya
era cómo soy ahora. Bueno, pero… con unos años menos —nos
reímos. Ella hace un intento de frotarme la mano y hacerme una
caricia, pero la enfermedad no se lo permite y lo hago yo. Se la
agarro, me la llevo a los labios y la beso. Al cabo, continúo
contándole—: Empecé a exhibirme ante él, quería que se fijase
en mi cuerpo recién formado, atraer su atención: ya era una
mujer y quería que él fuese consciente de ello. Maher era un
chico muy guapo, guapísimo, con unos ojos verdes tan intensos
y penetrantes que me dejaban paralizada y me aturdían cada vez
que me miraban. El tiempo fue pasando y todo iba de maravilla
pero, él era muy confiado y ese fue el detonante de la desgracia;

109
su exceso de confianza nos arrebató el futuro. Maher se jactaba
y vanagloriaba, sin ningún atisbo de pudor, de lo inteligente que
era. O así lo creía él —Aruba, cariño, todo eso muy lindo pero
no tengo tiempo, estoy a las puertas de... —interrumpe ella—.
Te pido por favor que vayas al grano y me cuentes qué pasó, qué
te trajo hasta aquí y quién…
Sin añadir una palabra más entrecerró los ojos. Me fijé en sus
manos, colocadas a los costados de su cuerpo, eran tan pálidas y
delgadas que se me encogió el pecho. Hasta ahora no la había
visto tan frágil ni tan desprovista de vida. Intenté por todos los
medios, contener las lágrimas que atenazaban mi garganta a la
espera de que yo les permitiera salir. De repente, sentí un amor
incontenible hacia ella y temí que pudiera morirse sin conocer
mi historia.
Ya había abierto el arcón, que era lo más difícil y doloroso
que había hecho en mucho tiempo, pero ahora tenía que liberar
al espectro que habitaba dentro y debía hacerlo con premura;
tenía custodiado, bajo llave y con varios candados, lo que me
ocurrió en el maldito camión. Ahora faltaba poco para llegar a
esa escalofriante escena y se me encogió el estómago al recordar
qué me hizo Saúl allí. Cómo detestaba a aquél miserable, cómo
puede alguien ser tan ruin y tan... Busqué en un bolsillo y toqué
y acaricié un clínex, y me aferré a él, pronto lo sacaría de allí
porque lo iba a necesitar.
Empecé a hablar y retomé la historia.
—Es cierto, Violeta, todo empezó muy lindo pero… el final
fue duro, amargo como la hiel, y causó estragos en mi cabeza y
en mi cuerpo: en mi vida en general —me era difícil olvidarlo, e
imposible no recordarlo—. Voy a abreviarlo todo lo que pueda,
pero aún así, me llevará un tiempo —respiro profundamente y
digo—: Ahí va: cuando estábamos en compañía de mis padres,
se comportaba como un autentico capullo y una tras otra iba

110
inventando tretas para fastidiarme; desde que aparecía por la
puerta de mi casa, hasta que nos quedábamos solos en el cuarto
de estudios, me mortificaba sin descanso. Parecía un grano en el
culo y era insufrible e inaguantable. Pero, después, a solas, era
totalmente diferente; salía su verdadero yo y era un primor, un
autentico galán. Me decía y repetía, miles de veces, que estaba
enamoradísimo de mí hasta la médula. Yo sentía lo mismo que
él, o más. Bebía los vientos por él y sólo deseaba tenerle cerca
de mí. ¡UY…! Perdona, que me pierdo en los detalles y me voy
del relato —la miro, y ella sonríe y hace un gesto para que yo
continúe hablando. Y así lo hago—: Maher se acercaba a mí y
buscaba mi boca, me la devoraba con sus carnosos labios. Al
cabo, bajaba una de sus manos y rozaba mis partes impúdicas,
por encima de la ropa, por supuesto. Yo sentía el calor de su
mano y me estremecía; me gustaba aquella forma tan inocente
que tenía él de excitarme. Entonces, yo le ofrecía mi boca y él
engullía mi lengua y la hacía suya. Y yo me deleitaba y derretía
por igual. Y Poco a poco, y mes a mes, mi cuerpo le pedía más:
mis necesidades iban creciendo a la vez que crecía yo. Maher
me trataba como una princesa y me daba todo aquello que una
mujer puede soñar o desear. Y me amó y deseó mi cuerpo. Yo
me volví loca, y eso me hizo bajar la guardia, relajarme y
entregarme al deseo carnal; a esa necesidad limpia y pura que
abrasaba nuestros cuerpos. Estábamos en una constante nube.
Mis padres me habían prometido que me permitirían acabar los
estudios antes de entregarme a Maher. Pero, una mañana de un
domingo cualquiera, su madre se rompió un brazo y llamó a mi
casa para que él acudiera rápido. Nosotros, como de costumbre,
estábamos en el cuarto de estudios: él me estaba ayudando con
un tema muy difícil de entender para mí, o eso pretendíamos
aparentar ante mis padres; que eran sus tíos. Y mi madre entró
inesperadamente, de sopetón y sin llamar. Yo sentí un leve

111
mareo y cerré los ojos; creí perder el mundo de vista y el pánico
se apoderó de mí: nos había sorprendido sin ropa, totalmente
desnudos y entregados a la pasión. Tumbados en un sofá rosa
palo con chaise lounge; era un regalo de él para que estudiara
cómodamente sentada, relajada y sin tensión en la espalda: esa
era la teoría, pero la realidad era muy distinta. ¿Lo utilizábamos
para estudiar? Totalmente cierto, pero nos estudiábamos el uno
al otro en profundidad. Nuestros cuerpos estaban encendidos,
calientes como nunca, sudorosos e inmersos en una ardiente
refriega sexual, en una lucha cuerpo a cuerpo, en un de tú a tú.
No te puedes ni imaginar lo embarazoso de aquella situación, ni
la cara de desconcierto y angustia que se nos quedó a los tres;
fue una pesadilla horrible. Mi madre se giró con una brusquedad
inusitada y tropezó con un cojín que andaba tirado por el suelo.
Eso hizo que su cuerpo se desestabilizara por completo y cayera
sentada, golpeándose el trasero. Me quería morir o que la tierra
me tragase, me daba igual. Me faltaba el aire; mi corazón latía a
galope, temerario y asustado. Me mordí el labio inferior; estaba
avergonzada y muy arrepentida pero, lo hecho, hecho estaba. Yo
sabía que aquello me costaría caro y que habrían represalias,
pero nunca imaginé que tendría el nefasto desenlace que tuvo;
me había saltado la ley, la nuestra, y los preceptos de la religión
de mis padres, de la mía, de la de Maher y de la de sus padres:
esa que me tocó, por suerte o por desgracia, a la hora de nacer.
Nuestra ley decía que mi familia debía entregarme virgen y pura
cómo la nieve recién caída, y yo ya no lo era. Y, volviendo a lo
que pasó: mi madre, cómo pudo se levantó y se recolocó las
ropas, estaba irreconocible, parecía abrumada, angustiada por la
bochornosa situación. Se mordía los puños y daba vueltas por la
sala de estudios. Luego se detenía y nos miraba con expresión
severa y daba otra vuelta, y otra… Sus ojos se inyectaron de
odio, de ira hacia Maher. Y cuando por fin habló, dijo:

112
—¡¡¡La pedirás en matrimonio el fin de semana que viene!!!
Y en cuanto esté todo organizado, ni un día después, os casareis.
Maher no discutió la orden recibida y se quedó en silencio, a
la espera de que lo echase de allí. Y mi madre dirigió su mirada
hacia mi cuerpo y yo me eché a temblar. Estaba tan asustada que
ni pestañeé: creí que iba a darme una paliza, o peor aún, que iba
a llamar a mi padre para que me la diera él. Pero no, ni me pego
ni llamó a mi padre.
—Aruba, tú… —empezó a decir ya más sosegada—, has
deshonrado y avergonzado a tu familia. Y lo que es más grave
todavía, a la de él.
Mi madre se queda callada, parece que está pensando.
—No voy a decirle a nadie qué ha pasado aquí; por respeto
y vergüenza callaré y esto no saldrá de esta habitación. Yo no
contaré… No, cómo podría reproducir lo que han visto mis ojos.
Se sentó en una silla, se frotó las manos y le dijo a Maher:
—De camino a tu casa ya puedes ir pensando cómo nos vas a
compensar y cómo piensas resarcir o reparar el desagravio que
has cometido. Lo que tú has hecho no tiene nombre y no puede
quedar impune. No, ha de ser compensado y remunerado.
Él la miraba sin comprender. Y ella le reprendió:
—Sí, no me mires así: ya no me vale. No es suficiente, ya no
me basta con que te cases con mi pequeña. No, la restitución del
honor perdido será económica. Tu familia vive holgada. Ellos
son pudientes y nosotros…
Maher asentía y apretaba el cojín con el que se tapaba el arma
del crimen. Y cuando mi madre acabó de decirle todo lo que le
exigía a cambio del ultrajado y destrozado himen de su hija, le
explicó el contratiempo que la había hecho llegar hasta el cuarto
dónde nosotros dos trabajábamos. Después, ella se levantó toda
digna, recompuesta, al menos en apariencia, y salió despavorida
de allí. Maher me miró profundamente mientras se vestía en un

113
completo silencio que a mí me mortificaba. Y un intenso rubor
coloreó mis mejillas; yo acababa de vivir el peor momento de mi
vida y pensaba que Maher saldría escopeteado de allí en cuanto
estuviese vestido. Aquello de: —pies para que os quiero—.
Pero no, no fue así.
—Yo… lo siento mucho —empezó a decir—. Lo siento y no
lo siento, entiéndeme; lo siento por ti y por el embolado en el
que te he metido, pero me alegro por mí y por nosotros. Voy a
ver qué le ha pasado a mi madre y después… me pongo raudo
con el tema de la boda. Estoy entusiasmado. Te quiero y te haré
feliz. Tienes mi palabra.
Era la primera vez que mi corazón galopaba sin frenos,
descontrolado por amor. Y supe que aquél era el hombre de mi
vida y el amor de mi vida. Que estaríamos juntos para siempre;
qué ingenua. Me abrazó y nos besamos. Y al cabo se marchó. Y
nunca imaginé que sería el último beso y el último abrazo; la
última vez que nos veríamos, o mejor dicho, que él me vería a
mí, porque yo sí que lo volví a ver pero… —respiro hondo pero
no encuentro aire, el ambiente se ha contagiado de mi desgracia
y de mi dolor. Necesito un impulso para poder seguir contándole
mi drama. Y poco a poco voy dejando ir el aire de mi boca hasta
que creo que debo seguir hablando—. Un desafortunado día, la
desgracia desgarró mi vida dejándola sesgada y aplastando mis
sueños y esperanzas de un futuro junto a Maher, mi amor…
El dolor de revivir aquello golpea mi pecho con fuerza y me
oprime la garganta. Trago saliva.
—¿Estás bien? Si ves que no puedes seguir nos damos unos
minutos.
—Sí, estoy bien y voy a continuar. Quiero acabar y dejarte
descansar lo antes posible —vuelvo a tomar aire. Estoy a punto
de vaciarme de dolores y angustias, de despojarme de todo lo
malo que he vivido, o al menos intentarlo—: En el barrio dónde

114
yo residía y con el que soñaba que abandonaría en un corto
espacio de tiempo, habían enfrentamientos de bandas día sí día
también; era algo con lo que había que convivir procurando que
nos afectase lo justo, y lo lográbamos; que a todo se acostumbra
uno. Pues, cómo te iba contando: unas semanas antes de la boda,
Maher venía hacia mi casa; nos íbamos a ver por primera vez
desde aquel incidente, porque él quería concretar unos pequeños
detalles con mis padres. Pero, a escasos metros de mi casa una
bala erró el trayecto, con tan mala fortuna que impactó en su
corazón y mi niño murió al instante.
Me escuecen los ojos, me paso la mano por ellos y seco las
lágrimas que aún seguían pegadas a mí. Intento recomponerme
para poder seguir adelante.
—Quedé destrozada, mutilada, arrancada de la mejor parte de
mí. No comía, ni dormía y solo lloraba. Deambulada por casa
presa de la desolación, del desconsuelo y de la falta de ganas por
vivir. Y un día, mi madre en un acto de desesperación, reveló a
mi padre el secreto que ambas guardábamos. Él se enfadó tanto
que dijo:
—Ahora que ya no estás sellada, y has perdido la garantía, ya
no eres nadie, no tienes valor porque te has dejado desprecintar,
tu cuerpo se ha depreciado y no tiene ningún valor: eres como
un refresco que al perder todas las burbujas ya no produce
cosquilleo: ni le apetece tomarlo a nadie ni es excitante, y ni tan
siquiera refrescante. Entonces, desdichada hija mía, ¡¿a quién le
va a apetecer algo así?! Dime, ¿a quién…? —gritaba alterado—.
Ya te lo digo yo, así, sólo a un tipo de hombre, al que está
desesperado, al que no espera grandes cosas de la vida, al que ya
todo le da igual. Y ese es Abul Khayr, el primo de tu madre. Sí,
ya está decidido; hablaré con él y te ofreceré en matrimonio. Él
restituirá tu honor y el nuestro.

115
Yo le rogué, por activa y por pasiva, que no me casara y que
me dejara sola y en paz con su recuerdo: quería ser la viuda de
Maher, no había llegado a ser su esposa pero me sentía viuda.
Decidieron que me dejarían un tiempo para llorarle, para estar
de luto y pasar el duelo. Pero, en cuanto ellos creyeron que era
el momento oportuno, me concertaron el matrimonio con Abul:
él era un viudo cincuentón al que tan solo había visto dos veces
en toda mi vida. No tenía hijos, porque durante el parto murió su
mujer y el niño que intentaban traer al mundo. Yo era una niña,
tan solo tenía diecisiete años y no iba a enterrar mi vida junto a
aquel viejo de piel flácida al que ni quería ni me gustaba. No, yo
no estaba dispuesta a amargarme la vida ni amargársela a él.
Y… un buen día, escapé y aparecí aquí.
Necesitaba salir de la habitación y caminar un poco; tenía el
cuerpo entumecido y con una extraña sensación de hormigueo.
Se me ocurre que podría ir a buscar algo fresco para las dos. Sí,
esa es la excusa perfecta para concederme una tregua.
—Voy a buscarme una limonada que tengo la boca seca:
¡igual que si me hubiera tragado un sapo! ¿Quieres que te traiga
alguna cosa? ¿Necesitas algo?
Ella negó con la cabeza y yo desaparecí.
Cuando volví a la habitación el viento azotaba las ventanas y
Violeta dormía. Parpadeé un par de veces —deseando que la
ventisca arrasara mi espíritu llevándose la parte podrida—. Me
senté a su lado y le tomé su ya débil mano. Y con dificultad, y
mucho dolor, le fui contando todo lo que me hizo Saúl en la
cabina de su camión.
Mis manos estaban mojadas, sudadas de dolor y lágrimas.
Las sequé contra mis piernas y el temblor se batió, sacudiendo el
resto de mi cuerpo. Y cuando concluí el relato, Violeta abrió los
ojos y dijo:

116
—Ay, niña mía, lo hubiera dado todo de haber podido por
librarte de…
Las lágrimas inundan sus ojos y no puede seguir hablando.
Yo se las enjugué y me ovillé junto a ella. Y me desmoroné
llorando a moco tendido.
—Ricardo se encargará de Saúl, ya verás, él… —dijo casi en
un susurro.
Ella intentaba acunarme y apaciguar mi dolor. Pero ya todo
era inútil, sus manos no funcionaban y mi dolor no tenía cura.
La besé y le dije:
—Te quiero, eres la mejor persona del mundo: ojalá hubieras
sido tú mi madre, hubiese sido todo tan… distinto y mejor. Pero
lo que te he contado no debe saberlo nadie, ¿me oyes? Eso debe
quedar entre tú y yo. Ni Ricardo ni nadie puede ayudarme: es mi
batalla y yo la libraré. Estoy bien, no debes preocuparte. En mis
noches negras, que son muchas más de las que me gustarían, me
aferro a Maher y a sus recuerdos. Él me hacía tremendamente
feliz, y le echo tanto de menos que… ¿Y por qué me tiene que
abandonar toda la gente que me quiere? ¿Qué habré hecho yo
para que me pase a mí?
—La vida te pone siempre en tu sitio, siempre, no lo olvides.
Y aunque no te devuelve lo que te quita, eso es imposible, se
restablece la calma y la paz y el sosiego regresará a tu vida:
mírame a mí, ¡¿sabes cuánto y cuántas veces maldije al que yo
llamo “El Creador”?! ¿Y por qué yo…? ¿Y por qué a mí y no a
otra persona? Con el tiempo asumí que debía ser así, que todas
las bolas estaban en el bombo y yo había sido la elegida. Eso me
lo hizo más soportable y menos doloroso. En definitiva, más
llevadero. Yo no te abandonaré. No, ¡nunca lo haré! Velaré por
ti allá donde vaya y estaré contigo, siempre, mi niña. Te lo juro,
o te lo prometo, o las dos cosas.
Lloramos juntas hasta quedarnos dormidas

117
118
Violeta se marchó y ardió Troya

Violeta se aferraba a la vida igual que yo me aferraba a mis


recuerdos. Día a día se marchitaba y se apagaba un poco más.
«Era como una margarita que va perdiendo los pétalos poco a
poco, hasta que un nefasto día cae el último y deja de ser flor».
Y así murió ella, engullida y devorada por la enfermedad. Y tan
deteriorada que estaba irreconocible. Pero Violeta me prometió
que viviría hasta el día de mi graduación y así lo hizo; la pobre
mujer se aferraba a las sábanas con uñas y dientes para no irse y
para no dejarnos desamparados a su marido y a mí. Ella era
consciente que, incluso desde su cama, llevaba las riendas de la
casa y de nuestras vidas.
Cuando llegó mi gran día la enfermedad la tenía consumida
por completo, ya no se podía mover de la cama. Ricardo decidió
que se quedaría en casa y, que a través de Skipe, me verían los
dos, juntos y cogidos de la mano. De esta manera, Violeta pudo
cumplir con su promesa pero, al día siguiente ya no despertó. Y
sin hacer ruido, igual que vivió, se nos fue para siempre.

Ricardo parecía un ánima en pena. Había dejado de acudir al


trabajo y ya llevaba quinces días en pijama y con el mismo, que

119
ya olía a rancio. Yo ya no sabía qué decirle ni cómo actuar. Y
luchaba con las pocas fuerzas de las qué disponía porque aquella
situación no nos arrastrase y nos dejase anclados en el dolor y la
dejadez. Yo ya sabía lo que era un duelo —para mi desgracia, lo
tenía marcado a fuego en mi cuerpo—. Sí, yo mejor que nadie
comprendía su desgarro y su soledad. Y a menudo, cuando él
parecía perdido, más de lo que habitualmente estaba, yo le
recordaba las sabias palabras que continuamente que nos decía
su mujer: «Cuando sube la marea, y encuentra un barco que
se ha hundido, lo ayuda a emerger; lo agarra del fondo y lo
deja en la superficie, a flote sobre una tabla, a salvo hasta la
siguiente tormenta».
El nuestro se fue hundiendo con su pérdida. Y yo intentaba
por todos los medios que se aferrase a esa tabla de salvación.
Debía rescatarlo, metafóricamente hablando, y sacarlo a flote.
—Ricardo, he estado pensado que tú y yo —empecé a decir,
pero él no levantó la vista, no me escuchaba. Seguí hablando—:
deberíamos salir a cenar para que nos dé un poco el aire fresco,
aquí ya no queda, o está viciado: hoy corre brisa y no pasaremos
calor. Ricardo, ¡mírame, te lo pido por favor, hazlo! —Levantó
la vista, pero estoy segura que no me veía, seguí intentándolo—:
Debemos ser fuertes y salir adelante, así lo quería ella y lo dijo
mil veces, ¿no querrás defraudarla, verdad? La vida continúa y
el tiempo calma el dolor. Y sé de lo que te hablo. Sí, lo sé.
—No me apetece salir, no estoy de ánimo para encontrarme
con nadie. Además, tu idea no me parece buena. Pero, si tú
quieres, te propongo otra: podríamos cenar en la casita de la
piscina. Aquí todo me recuerda a…
No pudo pronunciar el nombre de su mujer, se le veía abatido
y sin ganas de nada, ni siquiera de seguir viviendo. Acepté su
oferta; en ese momento me pareció una buena idea, realmente

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era la mejor en mucho tiempo. Y no tardaría en arrepentirme,
pero aún no lo sabía.
—¿Pescado o carne?
Cuando formuló la pregunta me miró a la cara y sus ojos
desprendieron una extraña luz, un brillo tan antinatural que me
sobrecogió. Y no era por exceso de lágrimas, todo lo contrario:
parecía que tenía ganas de seguir adelante y plantarle cara al
futuro. ¿Había vuelto a la vida? Ojalá. Yo esperaba, como agua
de mayo, que los días de dolor y duelo quedasen atrás para
siempre y que dejase de caer y caer en aquél pozo sin fondo y
comenzase a subir. Y pensé. «Aunque esto solo sea el principio
de un largo camino, tengo la esperanza de que quizás sea un
buen comienzo».
—Lo que tú quieras, me da igual, ya sabes que tengo buena
boca —dije para que llevase la iniciativa y empezase a tomar
decisiones.
Cogió el teléfono, buscó en su agenda y marcó el número de
una empresa de catering muy conocida: «Comidas y cenas a
domicilio».
Cenamos sin intercambiar una palabra, estaba concentrado en
el plato y parecía ausente. Yo sabía que no era así y que algo
rondaba su mente y bullía en su cabeza; algo tramaba, y cuando
Ricardo pensaba en algo que le preocupaba excesivamente, y sin
ser consciente de que lo hacía, emitía un sonido gutural molesto
y desagradable: era algo muy parecido al ronroneo de un gato.
Pero en el gato es un signo de bienestar o felicidad y se produce
cuando se siente seguro. En el caso de Ricardo no, era todo lo
contrario; daban ganas de salir en sentido contrario.
—¿Tú harías cualquier cosa por mi?
Me sorprendió la pregunta. Lo dijo cuando ya no quedaban ni
las migas en su plato. Desde la muerte de Violeta era la primera
vez que había comido en condiciones, y eso prometía.

121
—Sí, le prometí a Violeta que cuidaría de ti y así lo haré:
estoy en deuda con vosotros y haré lo que me pidas.
—¿Estás segura…?
—Ponme a prueba.
Se levanta de la silla y veo que una sonrisa le ilumina la cara.
Me mira de una manera que, éste no es Ricardo, parece poseído.
Y sin saber por qué, mi vello se eriza y se pone tieso como la
cola de un pavo real. Y siento como, si de repente, una corriente
de aire se filtrase por las juntas de las ventanas y aullase a mí
alrededor.
Se sienta en el sofá y pone en funcionamiento la televisión,
deja el mando sobre el reposabrazos y me hace un gesto con la
mano.
Me levanto. Y él dice:
—Ven, arrodíllate ante mí, que vas a empezar a demostrarlo
aquí y ahora.

122
—Caramelito… ¿Qué pasa? ¿Por qué estás llorando?
—No, no es nada. No te preocupes, serán las hormonas que
están revueltas. Acércate.
No, no eran las hormonas y yo lo sabía. Eran mis recuerdos y
mis sufrimientos: «Cómo podía ser que un mar en calma total, o
eso parecía, o aparentaba porque así lo necesitaba yo, podía
volverse tan intranquilo y turbado como para transformarse en
un gran tsunami que lo arrasaba todo a su paso sólo con unos
simples recuerdo».
—UMM… ¡Qué bien hueles! —dice mientras su mano roza
mi mejilla.
«Tú sí que hueles bien», pienso mientras el aroma a gel que
desprende su cuerpo impregna mi nariz. Estoy apoyada en la
balaustrada que tiene la terraza, mirando el vaivén de las olas.
Me enjugo las lágrimas y le miro; se ha cambiado de ropa y se
ha engominado el pelo. Está distinto, pero ese look le favorece
mucho. Va sin afeitar y me recuerda a un actor. Pero, por más
que pienso, su nombre no me viene a la cabeza y le doy vueltas
y vueltas: ah sí, ya sé, se parece a Zac Efron.
—¿Me cuentas qué te pasa o jugamos al billar?
—Buena idea, juguemos al billar. Enséñame a tocar bien las
pelotas.

123
—También puedo enseñarte a tocar el palo y las pelotas con
ambas manos.
—No me provoques que estás casado: eres fruta prohibida. O
un campo con vallas eléctricas al que no puedes acceder. Sí, eso
eres para mí.
—No hay mayor amor que el amor prohibido: lo lícito no es
grato y lo prohibido excita mi deseo. Si tú me dices ven, lo dejo
todo. Te lo digo en serio: me gustas mucho, más que comer con
las manos. ¡Y mira que eso me gusta!
—Anda… embaucador, tira… vamos adentro y muéstrame tu
destreza en el billar.
Nunca había jugado a este juego, y por más que lo intento no
toco la bola; ni siquiera la rozo por muchos intentos que hago.
Él ríe y se mofa de mi estilo. Y va acomodando una a una las
bolas para meterlas en la tronera. Me mira y me pierdo en su
mirada.
—Hay que ver, Caramelito, te ves con un palo en las manos y
no sabes que tienes que hacer con él —me decía mientras se reía
de mi torpeza—. ¿Quieres aprender a coger bien el palo y darle
a las bolas? O… quieres seguir dando palos de ciego.
Le paso el taco y, rozando sus dedos, digo:
—Soy una patata para esto, lo sé y lo admito. ¿Qué piensas
hacer al respecto?
—Averiguarlo.
—¿De verdad quieres averiguarlo?
Al decirlo, me puse roja como un tomate. Sexualmente me
atraía mucho, aunque hasta este momento me lo hubiera estado
negando: ¿qué era lo que realmente sentía por aquel hombre tan
sensual y enigmático? ¿Era deseo, lujuria o curiosidad, qué era?
O sencillamente era una sugestión provocada por la absorción de
unas copas de más. Aún no lo sabía, pero estaba dispuesta a
comprobarlo hoy mismo. Quería ir deshilvanando los entresijos

124
de su desconocida personalidad. Y aunque ya tenía una imagen
preconcebida, basada en lo que se decía de él en el hospital. No
quería equivocarme, pero me resultaba difícil tener un concepto
acertado sobre él —es un hombre reflexivo y pensativo pero,
también tiene la facultad libidinosa de llevarte a su terreno con
adorables y tiernas palabras, o con un simple gesto; yo misma lo
estaba sufriendo en mis propias carnes—.
—Deseo averiguar todo sobre ti, y cuando digo todo… es
todo: tus aficiones, posturas, tus gustos, posturas, inclinaciones,
posturas, tu intereses, posturas, anhelos, posturas, afinidades,
posturas —Vale, vale, para el carro que con tanta postura me
voy a contracturar —digo, impidiendo que siga por ese tortuoso
camino—. Aclarado, ya veo a dónde quieres llegar.
—A las posturas, creo que lo he dejado clarito —Sonríe y
dice—: Ahora en serio: tú no sabes lo que quiero, y no tienes ni
la más remota idea de mis intenciones, que son buenas. Lo que
quiero es abrazarte y besarte y meterte mano. Arrastrarte hasta la
cama y enseñarte a usar mi palo.
—Y quién dice que yo no… —no me dio tiempo a contestar;
Milá me agarró la cara y buscó mi boca.
Yo intentaba mantener una mínima distancia entre su cuerpo
y el mío. «Que corra el aire entre los dos o estás perdida».
—Por favor… Caramelito… No me niegues un beso cuando
lo deseas tanto como yo: tu cuerpo tiembla y no es de miedo, tu
vello se eriza y no es de frio, tu boca se abre y no bostezas. No,
no es nada de eso, es mucho más simple; mi cuerpo te reclama y
el tuyo grita desesperado por acudir a su encuentro, déjalo ir.
Déjate arrastrar. Abre la boca y deja que mi lengua transite por
ella, que la recorra lentamente y que se llene de ti.
Me encontraba en tal estado de excitación que mi corazón se
desbocó, emitiendo fuertes y latentes vibraciones de euforia. Y
mi sexo se hidrató de inmediato y cerré los ojos y abrí la boca.

125
Su lengua entraba y salía en un continuo vaivén, como bailando
un tango con la mía. Y estaba logrando que perdiera la razón. El
deseo hormigueaba en mi vagina provocándome unos dulces
espasmos. Me estaba perdiendo; o tomaba el control ahora o ya
no habría marcha atrás.
—Lo siento yo… Esto no puede continuar, no debe ir a más
—me temblaba la boca porque en realidad yo no quería parar.
Necesitaba de sus caricias al igual que necesitaba respirar.
Un bulto amenazaba bajo su pantalón de lino beige. Los dos
nos encontrábamos en el mismo estado de excitación y eso me
causó un gran regocijo, un placer tan grande que me alborocé.
—Caramelito, eres una chica malvada, tan despiadada y cruel
que, ¿no pensarás dejarme así, con este tremendo calentón? —
Señaló la hinchazón de su pene y dijo—: No puedes dejarme así,
la tengo que me va a estallar de un momento a otro y me duele
de la presión. Esto es inhumano e inmoral y tú no eres una mujer
desconsiderada. Debes compensarme por lo que estoy sufriendo.
Anda, Caramelito, dame un capricho y permite que tonteemos
mientras te enseño a jugar, no te pido más: no voy a penetrarte,
si tú no lo permites, claro. Mira, con unos roces por aquí y otros
por allá, me conformo. No te pido gran cosa, ¡concédemelo!
Me quedé pensando, me gustaba el juego que nos traíamos.
Él aprovechó el descuido y volvió a besarme, asaltando mi
boca con decisión y con la osadía del que sabe vencedor.
Mi cuerpo temblaba mientras yo me abandonaba a él. Y cedí,
renunciando a todo aquello que yo creía que estaba bien, o no,
ya no sabía nada, únicamente sabía que mi corazón se salía del
pecho cada vez que él se acercaba a mí. Estaba tan aturdida que
no podía discernir lo que quería de lo que debía, lo que deseaba
de lo que valoraba. Mis manos volaron hasta su nuca y enterré
mis dedos en su pelo engominado. Mi sexo palpitaba húmedo de
deseo y se deshacía, había perdido la batalla. Estaba derrotado,

126
vencido; ahora era un prisionero a la espera de que su centinela
lo sometiera y manipulase a su libre albedrío. Separé las piernas,
ofreciéndome desvergonzadamente a él.
—Lo primero es lo primero, Caramelito; para que arremeto
contra tu cuerpo y… —me dijo al despegar su boca, sedienta de
la mía—. Pero esa pose es perfecta, no te cierres.
Se coloca detrás de mí. Agarra el taco de billar y lo pone en
mis manos.
—Tienes que hacerlo con suavidad, pero con decisión —
empieza a explicarme cómo debo coger aquél chisme para jugar
bien—, con destreza pero con firmeza: como si tuvieras entre las
manos un miembro masculino. ¿Sabes de qué te hablo?
—Estoy licenciada en esa materia y saqué un excelente.
Me río.
Él me abraza por detrás, y restriega su sexo contra el mío
haciendo círculos con mis caderas. Me gusta. Y con sus manos
apoyadas en mi cintura van marcando el ritmo. Es un momento
sensual, erótico, lujurioso…
Nunca me había planteado nada así, ni tampoco creía que
pudiera pasarme a mí. Aunque admito que en sueños, sí: —en
ellos, había dejado que él, con su cuerpo seductor e irresistible,
me hiciera el amor en incontables ocasiones—. Él acababa de
desplegar sus dotes para el cortejo y me había atrapado en su red
mientras yo me debatía entre lo lógico y lo irracional. Lo lógico
sería irme a casa, y me decía a mi misma: «Milá está casado,
eres un entretenimiento más, un juguete nuevo, vete, ahora estás
a tiempo. Después ya será tarde y te arrepentirás de no haberlo
hecho». Y lo irracional era quedarme con él. «Que me empotre
contra el billar y que me asalte con su taco», me pedía el cuerpo.
Yo intentaba blindar mis emociones para no ceder a aquella
locura. Pero él las ablandaba, las anulaba con aquel movimiento
tan erótico.

127
Giró mi cabeza buscando mi boca. Su lengua se abrió paso
entre mis labios y yo correspondí con la mía. Se ensortijaron y
conectaron de tal manera que sentí un cosquilleo recorrer todo
mi cuerpo. Él lo percibió rápidamente y apretó su sexo contra mi
culo. Se agarró a mis caderas y tumbó mi cuerpo en la mesa de
juego. Su sexo bailaba y se restregaba alrededor de mi trasero
pidiendo marcha.
Yo estaba acalorada y muy agitada. Mi cuerpo ardía en deseo
codiciando el suyo. Y sabiendo a ciencia cierta, de que para él
era un revolcón, un mero polvo y otro trofeo más del que poder
fanfarronear y coleccionar, coloqué mis nalgas hacia arriba para
poder facilitarle la embestida.
Cuando roza mi clítoris con sus gordos dedos, me muerdo
fuerte el labio inferior porque lo que me provoca es inexplicable
y casi inaguantable. Y los hace girar en círculos, tocando todo el
perímetro. Al cabo, desliza uno de los dedos hasta que queda
dentro de mi vagina. Me contraigo. El dedo entra y sale mientras
otro dedo toquetea mi clítoris.
Cuando ya todo mi ser se ha derretido, y me tiene a su entera
disposición para lo que él quiera, agarra mi barbilla y la eleva
hasta que nuestros ojos quedan a la misma altura. Nos miramos.
—Quiero que me la chupes, Caramelito, lo necesito. Quiero
que se deshaga dentro tu boca: me he contagiado de una grave y
peligrosa enfermedad. No sé si habrás oído hablar de ella porque
es novedosa y aún se desconoce la causa que la provoca. Amén
de los estragos que puede hacerle a un cuerpo como el mío: el de
un macho Alfa —frunzo el ceño; de qué me está hablando—. Se
llama Caramelito, ¿te suena el virus? —Asiento—. Y estoy mal,
terriblemente mal; cachondo como una manada de renos en la
época de berrea. Y al notar cómo tu culo se ofrecía a mí, se me
ha puesto más dura que un mástil y más fuerte que un pino. Te
quiere, te necesita y desea aliviarse en tu boca.

128
Le bajo los pantalones para liberar su cautivo prisionero, y
éste salta como un resorte pegándome en una mano. Me parece
muy hermoso, y grande, y recto y potente. Lo acaricio, y me lo
llevo a la boca arrastrando mi lengua por todo el glande para
saborearlo.
Agarra mi cabeza con ambas manos y utiliza mi boca como si
la hubiera introducido dentro de la mejor vagina del mundo. Y
arremate y sale, arremete y sale, arremete y…
—Ohh… Caramelito, ¡cómo me reconforta tu ávida lengua!
Muévete tú que, a poco que le des, la corres. Y méteme un dedo
en el culo que me encanta. La combinación de ambas cosas me
excita mucho y me ayudan a liberar la carga que llevo en el
escroto. Pero, chúpalo primero para que resbale bien; no me lo
metas en seco que duele mucho.
Empecé a sentirme mal y a ser consciente de que no debería
estar aquí con él. Esto no nos llevaba a nada. Sí, a mí me llevaba
a un lugar dónde estaba en completa desventaja y en el que no
debería estar participando.
Milá intuye mi malestar y me incorpora, me pone a su altura
y me besa. Me relajo un poco. Me toma de los hombros, me gira
y me tumba de espaldas a él. Me abraza y me muerde el cuello.
Me enciendo como una vela en un día sin electricidad. Me sube
la falda, recogiéndola en la cintura y dejando al descubierto mi
trasero.
—¡Dios… qué culo más hermoso!
En un intento de hacer diana, pone la punta de su verga en la
entrada de mi trasero. Yo me resisto —no quiero que pase, por
ahí no vamos bien—. La agarro con una mano y se la retiro de
un solo movimiento, mostrándole así mi disconformidad. Y me
siento abochornada, sofocada, azorada…

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—¡¡Eres un hijo de puta…!! —le grito. Acababa de recordar
la humillación, la ofensa y la vergüenza que se siente al ser el
juguete sexual de alguien al que ni perteneces ni te pertenece.
—¿Qué te ha pasado? ¿A quién quieres engañar? ¡Ahora te
haces la estrecha y la ofendida! Vamos… ¡No me jodas! Pero si
lo que quieres es que te haga mía y que te ponga a cuatro patas y
te rompa el culito, que por cierto; llevas ofreciéndomelo un buen
rato.
—No sabes una mierda —contesto toda indignada—. ¿Nunca
te has preguntado qué hago aquí, sin familia y sin amigos? No
soy nada social, no me relaciono bien con nadie o casi nadie. Me
gusta estar sola; porque la soledad ni te pregunta ni te exige
nada, tan sólo te acompaña. Y no te traiciona porque nada te ha
pedido. Lo que me parece más grave, y menos perdonable, es
que nunca me lo has preguntado. Tú solo eres un follador nato y
te importa un bledo el resto de la humanidad: ¡solo te quieres a ti
y a tu polla! Y el día que lo que tienes entre las piernas te falle,
que te fallará, te encontrarás viejo y más solo que la una: eres
tan pobre, tan despreciable y miserable, que solo tienes dinero.
¿Sabes que dicen de ti, eh; tienes la menor idea de lo que corre
por el hospital sobre ti y sobre tus gustos? —Milá negaba con la
cabeza mientras su cabreo iba en aumento. Yo me vine arriba,
quería hacerle daño como él me lo estaba haciendo a mí—. Pues
te lo voy a decir, te voy a contar lo que se dice a tus espaldas: en
el hospital corre el rumor de que te has beneficiado, follado o
agenciado a media plantilla, que te van todas y no le haces ascos
ni a las escobas.
—¡¿Y dónde queda la presunción de inocencia?! ¡¡Pensaba
que todos tenemos derecho a ella!! —Decía a voz en grito—. Y,
si hacemos caso de los rumores que oímos, tú tampoco quedas
libre, sobre ti también circulan, y no pocos. ¿Quieres saber qué
dicen y en qué concepto te tienen algunos de tus compañeros?

130
Esos con los que no sales porque no están a tu altura. ¿Acaso te
crees mejor que los demás? ¿Mejor que yo? ¿Es eso, díme?
Mientras hablaba, la mandíbula le había estado temblando
levemente y, aunque era casi imperceptible, yo me percaté de
ello. La culpa era mía, yo le estaba retando, le desafiaba con una
mirada provocadora y dura a la vez.
Él estaba sulfurado y apretaba fuerte los puños a la espera de
mi respuesta.
—¡Sorpréndeme! ¿Qué se dice en mi ausencia? ¿Qué o quién
soy yo? Y no, te equivocas, no me creo más que nada ni nadie
sino muy al contrario, pero no es asunto tuyo. ¿Y bien…?
—Pues, según las chicas: eres una guarrilla de cuidado. Pero
yo pienso que es envidia: envidia por tu forma de vestir y por el
cuerpazo que tienes. Y, según los tíos: eres una estrecha que por
tu religión debe llegar virgen al matrimonio.
—Y según tú, ¿qué soy?
—Creo que eres una mujer sensible, delicada y emotiva que
espera a que llegue su príncipe azul pero que solo le salen sapos
y culebras: cómo puedes ver, lo rumores son solo eso, rumores.
Y cada uno cree lo que quiere creer. Tú puedes cerrarte al amor,
estás en tu derecho. Pero no permitas que el amor se cierre a ti,
no lo hagas nunca, porque eso sería morir en vida: y hoy te he
sentido viva como nunca. Tú tienes mucho para ofrecer y que te
ofrezcan y no puedes reprimir tus sentimientos, no es bueno. No
te hagas eso, por favor; no te niegues a ti misma la verdad que te
dicta el corazón.
Su dialéctica, oratoria, razonamiento o sentido común, me
deja indefensa, desarmada, despojada y sin argumentos de toda
lógica o razón. Me agacho y recojo mi pantalón. Me lo pongo. Y
acto seguido me quito la falda y se la devuelvo.
Aquellos hermosos ojos se habían oscurecido y me miraban
suplicantes: «Quédate junto a mí, deja atrás tu desconfianza y

131
tus miedos y recelos. Estoy loco por ti. Y te quiero, Caramelito»,
en realidad no tenía ni idea de lo que pasaba en ese instante por
la cabeza. Pero eso era lo que yo necesitaba que dijeran aquellos
perturbados ojos.
Mientras la situación me superaba poco a poco, el malestar
aumentaba; me alisé el pantalón con una mano, en un gesto de
timidez, y la imagen de las cosas que Ricardo me había obligado
a hacer al quedar viudo aparecieron en mi mente como un gran
fogonazo, un chispazo que explosionaba, me abrasaba y me
consumía lentamente. Empecé a sudar, y era una transpiración
fría; síntoma de que algo no marchaba bien en mi organismo.
Unas gotas resbalaron por mi frente y me las sequé con el envés
de la mano.
Él me miraba, observándome descompuesto. No entendía qué
era lo que me estaba pasando y parecía no saber si hablarme o
callarse, acercarse o alejarse de mí.
Nunca imaginé, ni en la peor de mis pesadillas, que mi vida
transcurriría de una manera tan dolorosa, cruel e inhumana. Tan
descarnada que, cuando era una niña y pensaba en mi futuro, me
lo imaginaba de color rosa pastel. Me veía felizmente casada y
con cuatro o cinco chiquillos pululando por casa. Milá me atraía,
y lo hacía de una manera ilógica, bestial e irracional. Y deseaba,
con lo poco que quedaba indemne en mí, que me cogiera fuerte
por los brazos y me zarandease y dijera que me quedara con él,
que me quería para siempre a su lado, que él nunca me dañaría.
Echando por tierra la maltrecha dignidad que me quedaba, y
con la poca sangre fría que me quedaba, le miro fijamente a los
ojos mientras apoyo una mano en su hombro.
—Quiero los papeles de tu divorcio, a cambio, seré tu esclava
sexual —«Hala… ahora sí que se te ha ido la olla», gritaba mi
conciencia.

132
—Mira, Caramelito; lo mismo te sorprende lo que te voy a
decir pero, no eres la única que me ha hecho esa proposición.
—Pues mire, doctor Milá, lo mismo le sorprendo pero… yo
ya lo fui.
Él permaneció en silencio, mirándome de hito en hito. Creo
que intentaba digerir mis palabras, o averiguar si eran verdad o
me estaba marcando un farol.
Debería sentirme victoriosa y hacer la ola: le había derribado
en el primer asalto dejándole offside. Pero él me miró con los
ojos llenos de ira, de rabia y de exasperación extrema. Y me
avergoncé por lo que le estaba haciendo y el rubor coloreó mis
mejillas. Me sentí mal y, para rematar la incomodidad que se
había instalado en mí, noté un cosquilleo electrizante que me
recorría toda la espina dorsal y confluía entre mis piernas. Y a
punto estaba de contarle la verdad, cuando oigo:
—¡¡Dame dos meses y seré tuyo!!
Pum pum, pum pum… Mi corazón golpea con fuerza al oír
aquellas palabras.
—Sí, si, por supuesto, te doy dos meses, ¡pero ni un solo día
más! —digo toda chula.
Él se quedó inmóvil, asombrado, atónito y con la boca abierta
en forma de O.
«¿Quieres decir algo…? No, claro que no, señor Milá; lo que
te pasa es que te has hecho caquita encima y estás urdiendo un
plan de salida», pensé mientras le miraba. Siento rabia, enojo,
inquina y hasta exasperación; la ira me araña, me muerde y me
devora hasta que me desborda. «Anda, pídeme que me quede,
atrévete e invítame a hacerlo; una palabra tuya bastaría para
quedarme y otra para entregarte mi cuerpo y mi vida». Pero eres
un maldito cobarde, un temeroso de perder tu vida —esa tan
cómoda, agradable y confortable que llevas—. Nunca la dejarás,
ni por mí ni por nadie: tu eres de los que se comen los filetes

133
fuera de casa pero, al final del día, vuelves al redil como el que
no ha roto un plato en su vida».
Descuelgo mi bolso del perchero, que era el lugar donde lo
colgué al entrar, y salgo de allí a toda velocidad. Cierro la puerta
tras de mí, rogando y deseando que él me de alcance antes de
llegar al ascensor, antes de que me derrumbe.
Al entrar en el ascensor me dejo caer con la espalda apoyada
en la pared. Y cómo ya temía, ni se asoma ni aparece. Me río, y
lo hago con una risa histérica, de las que dicen: «Pero… ¿Qué
has hecho? ¿Qué le has propuesto? ¿Te has bebido la razón, el
entendimiento, o acaso has perdido el juicio por completo?
Tranquila, Caramelito; como te diría él, no soy de los que se
separan, soy un cobarde y nunca dejaré a mi mujer. Tú puedes
ofrecerme la luna, que la tomaré y la haré mía. Y luego volveré
a ella, a mi mujer, y lo haré sin ningún sentimiento de culpa o
remordimiento; algunos hombres somos así, aunque, por el bien
de la humanidad, no todos».
Al llegar a casa Príncipe viene a mi encuentro y se frota entre
mis piernas. Esa es su forma de darme la bienvenida, de decirme
que se alegra de verme, que me ha echado de menos y que él sí
me quiere en su vida. Me agacho, lo acomodo en mi regazo y le
digo:
—¿Qué te pasa? Tú también necesitas que te den mimos,
¿verdad? Lo sé —suspiro mientras le acaricio la cabecita—, y
quién no. ¿Quién puede prescindir de eso? ¿Quién? Ven, que
vamos a buscar una empresa de contactos para que nos manden
una linda gatita para ti y un Latin Lover para mí. ¿Cómo lo ves?
Príncipe maúlla y se tira de mis brazos, corre y se sube al
sofá. Y allí espera pacientemente a que le llegue su trocito de
jamón york; ese es el premio que recibe cada día a mí vuelta a
casa.

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—¡Con qué poca cosa eres feliz! ¡Cómo te envidio! A veces,
me gustaría ser tú y vivir la vida de esa manera tan simple.
Mi mira sin entender de qué le estoy hablando ni por qué. Me
doy la vuelta y me dirijo a la cocina en busca de su golosina. Al
menos, uno de los dos dormirá feliz.

Un vistazo al reloj y compruebo que es tarde y que ya no falta


mucho para levantarme. Estoy desvelada y no he podido pegar
ojo. Y siento necesitada de sexo, o eso indica la humedad que he
notado al meterme el dedo. Se me ocurre que podría… Sí, puede
estar bien y calmará la quemazón que siento entre las piernas.
Abro los contactos de mi teléfono móvil y busco el número
de Izan López Gutierrez; un compañero de trabajo —el celador
de veinte añitos que me lanza la caña cada mañana—: Izan le
proporcionará desahogo a mi caliente cuerpo, apagando las
llamas encendidas. Y con un poco de suerte, endulzará la mala
leche que tengo.
Al tercer tono, descuelga.
—¿Sí…?
—Hola Izan, ¿te molesto…? ¿Estabas dormido?
—Hola, no: tú nunca molestas. Y sí, sí dormía, pero para ti
estoy de guardia las veinticuatro horas, si hace falta.
—¿Te hace un polvo?
—¿Qué…? ¡¿Con quién, contigo?!
—Pues claro, ¡no va a ser con mi vecina!
—No he tenido el placer de conocerla pero, si está tan buena
como tú, me parecería bien: estoy muy necesitado y no digo no a
casi nadie. Pero ahora en serio: quieres qué yo… ¿O te estás
quedando conmigo?
—Sí.
—Me estás volviendo loco: ¿sí, a qué?
—A todo lo que quieras, ven.

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En menos de lo que canta un gallo, ya lo tenía llamando a mi
puerta —es cierto que vive en la calle de arriba pero, aún así, ha
debido venir corriendo—.
Qué decepción y qué pérdida de tiempo: el gallo ha cantado
poco y mal, desafinado y a destiempo. Ha sido un fiasco, me ha
hecho una chapuza, ha sido una castaña monumental. Y lo que
me ha hecho podría llamarse de cualquier manera menos apaño.
—no sólo es un imberbe, también es un torpe y un novato—. Y
cuando he logrado echarle, después de decirle mil veces que se
ha comportado como una fiera salvaje y que ha sido increíble y
asombroso; cuando la verdad es que se ha montado sobre mí,
posición misionero, y se ha movido hasta que se ha corrido sin
apenas darse cuenta. Y aunque ya era tarde para lamentaciones,
me he arrepentido de mi gran estupidez —He tenido “la genial
idea” de llamar a un picha floja y me he dejado peor de lo que
estaba—.
Me meto en la ducha. Estoy frustrada y sigo cachonda. Dejo
que el agua templada corra por mi cuerpo y me lavo bien, a
conciencia; no quiero que quede rastro, ni olor a error. Necesito
relajarme antes de volver a ver a Milá. «Si me hubiera dejado
llevar por la excitación que ambos sentíamos, habría aplacado y
extinguido el fuego que me abrasaba por dentro y por fuera y no
hubiese cometido el disparate de llamar a Izan».
Quiero lograr que sea para mí. Milá debe ser mío y sólo mío.
«La partida ha comenzado y debes jugar bien tus cartas», pienso
mientras me seco el cuerpo y peino mi melena.
Abro el armario y escojo la ropa con la que quiero lucirme,
con la que pienso dejarle con la boca abierta, con la que quiero
que me haga suya después de quitármela.
Llevo un pantaloncito corto de color beis, un jersey ajustado
negro y unos botines de tacón alto; de esos llamados de vértigo.

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Príncipe me está observando, muy atento, a la espera de que me
despiste un solo segundo para rozarse contra mis piernas. Me
gusta que lo haga; esa es su manera de decirme que lo que llevo
puesto le gusta y que me desea un buen día. Eso me da ánimo y
me reconforta, y aunque luego tenga que pasarme las manos
para quitarme la cantidad de pelos que ha dejado en mi ropa, es
muy divertido. Yo le hago creer que no me gusta nada, y le grito
y le regaño. Él sale corriendo, sin saber dónde ponerse a salvo
del diluvio de reproches y en busca de su propio paraguas.
Al pasar por el pasillo, me observo en el espejo y me doy un
último vistazo; y aunque ya lo había hecho un par de veces en el
que tengo en mi cuarto, no puedo resistir la tentación de volver a
hacerlo. Me gusto. Sí, vestida así estoy atractiva y sexy; que es
justo lo que pretendía, el pantaloncito hace resaltar mis largas y
esbeltas piernas (heredadas de mi madre). Y la redondez y
esplendidez de mi culo es herencia de mi padre —que para ser
hombre lo tiene muy respingón—. Mi cuerpo ha adquirido lo
mejor de cada uno y el resultado es notable y deseable.
Abro la puerta y me veo de refilón en el espejo de la entrada,
y ya me iba a trabajar pero decido rematar mi look y abro el
cajón y saco las pinturas. Unos brochazos en las mejillas, la raya
negra en los ojos y una pincelada de color rojo en los labios. El
resultado es agradable y altamente satisfactorio —y sé que voy a
tener que desmaquillarme antes de entrar en el quirófano, pero
quiero lucirme ante él—: ese cirujano ha perturbado mi vida, la
ha revuelto y desordenado hasta dejarla en un estado caótico. Un
tanque me ha pasado por encima, aplastándome, y necesito una
venganza por pequeña que ésta sea. Quiero que sufra; si logro
ponerle los dientes largos, me doy por satisfecha.
Entro en el hospital, es más tarde de lo que es habitual en mí,
y oigo risitas entre mis compañeros. «¿A quién estarán pelando
hoy…? ¿A quién le habrán cortado un traje a la medida? O ¿a

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quién habrán elegido como saco de boxeo?», sin permitir que
este pensamiento afecte a mi propósito, me dirijo a las taquillas.
Al abrir la mía me quedo atónita, patidifusa y gratamente
sorprendida; me encuentro un ramo de rosas rojas y un tarjetón.
Al cogerlo me tiembla el pulso y se cae la tarjeta. La recojo, me
encierro en el baño y leo:
Es cierto que han pasado muchas mujeres por mi vida, no
quiero engañarte. Pero ninguna me llenó como para que yo
lo dejara todo. Contigo es diferente; estoy coladito hasta las
trancas. Pediré a Rosa el divorcio, y cuando lo tenga te ataré
al cabezal de la cama y tendrás que cumplir con todo lo que
me has prometido. Me gustaría quedar hoy en el mismo sitio;
tú ya sabes dónde. Estoy ansioso y deseoso de poder probar
la mercancía que estoy dispuesto a comprar. Siempre tuyo;
Milá.

Le veo entrar en quirófano. Le sonrío. Me mira fijamente y


sin decirme nada se entrega a su labor. Le he estado esperando;
primero vestida y más tarde sin bragas, hasta que me he cansado
de andar con el culo al aire y que él no apareciera por la puerta.
No, hoy no ha venido a verme, no ha entrado en los vestidores a
tirarme los trastos. Sus oscuros y penetrantes ojos lo dicen todo;
está enojado conmigo, pero, por qué. Le interrogo con los ojos
inquiriendo su atención, quiero una respuesta al malestar que me
demuestra, a ese enfado incomprensible. A cambio, recibo una
bofetada en forma de una mirada llena de reproches, de crítica y
de amonestación. «¿Qué te he hecho…?», le preguntan mis ojos.
Él esquiva mi mirada, rechazando cualquier encuentro visual.
Me indigno y suelto un exasperado y sonoro bufido, diciéndole:
«Yo también estoy muy enojada, ¡entérate capullo!».
Me centro en la intervención que realizaremos en breve y me
preparo todo lo que voy a necesitar. Quiero tener la cabeza bien

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despejada y estar por lo que debo estar en estos momentos; en el
quirófano, el paciente, aún estando preparado para ello, entra
con aprensión, y ver al cirujano o a sus ayudantes con inquietud
no le ayuda sino todo lo contrario.
Tenemos que colocar una prótesis de rodilla y es algo fácil, si
no se nos complica nada, por supuesto. Y le voy facilitando al
cirujano (en este caso a Milá) lo que a medida que va avanzando
la operación él va necesitando; «Toma bisturí…». «Te paso la
pinza con dientes…». «Te falta la tijera de disección…». Nunca
espero a que él lo pida, siempre lo tengo preparado de antemano.
Y como tengo claro que hoy no nos va a soltar ninguna de sus
gracias porque está de mal humor o muy mal follado, pienso en
mis padres, y el dolor y la rabia se apoderan de mí y oprimen mi
corazón: ellos son los verdaderos culpables del rumbo que tomó
mi vida, ellos me abocaron a ser lo que soy y a estar como estoy.
Y, pese a prometerle a Violeta que volvería y me arreglaría con
ellos, nunca les perdonaré. Ni puedo ni debo; si, ellos me dieron
la vida, cierto es, Pero la lógica me dice que debieron cuidarme
y protegerme y, sin embargo, fueron los que me la destruyeron.
Y eso no tiene perdón alguno —yo pensaba, que traer un hijo al
mundo era un acto de amor, de entrega y de generosidad pero,
visto lo visto, estaba totalmente equivocada y no siempre es así.
Y esa es la razón que me impulsó a renegar de mis padres, de mi
religión y de mis creencias. ¿La respeto? Sí, yo respeto todas las
religiones y a todas las personas, indistintamente de la creencia
que tengan o a que Santo le recen. Y dicho esto, lo que no me
parece loable sino inaceptable y repugnante, es que unos padres
traigan al mundo a un ser humano con la pretensión de satisfacer
sus propios intereses o necesidades. Y ese era el imperdonable
pecado que habían cometido mis padres al ofrecerme y querer
entregarme en matrimonio, cuando todavía ni había nacido, al
hombre que más les convenía a ellos. Y el hecho de entregar a

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una hija por unas convicciones absurdas, amorales y poco éticas,
no tiene nombre. Por consiguiente, jamás les podré perdonar. Y
esta es la causa que me llevó a comer carne de cerdo y a beber
alcohol: necesito sentir que les mortifico de alguna manera, que
les castigo, devolviéndole así un poco de todo aquello que…»,
no, no puedo seguir recordando, el dolor es insoportable y se me
empaña la vista. Estoy a punto de llorar y no estoy en el lugar
indicado para poder desahogarme. Respiro hondo y me centro
en el paciente.
Al acabar la operación, Milá me mira a los ojos; ya era hora
que se dignase a hacerlo. Estamos tan cerca el uno del otro que
nuestros hombros se rozan y nos quedamos quietos. Aunque ha
sido un breve instante, fugaz como un rayo, la imagen de sus
manos sobre mi cuerpo cruzan mi memoria y un chispazo de
fuego ha prendido en mi yo más interno. Le miro y le sostengo
la mirada, examinándole detenidamente e intentando dilucidar
qué o quién ha provocado su enfado. Y me empiezo a preocupar
un poquito, porque un cosquilleo agradable envuelve mi cuerpo
y va acelerando el ritmo de mi corazón, provocando un zarandeo
que contrae mi sexo —le deseo ardientemente, y es ese deseo es
el que domina mi cuerpo.
—¿Qué has hecho? —me preguntó al fin.
—Yo nada por… ¿Qué te ocurre? ¿A qué vienen esos malos
modos?
—¿Y me lo preguntas tú…? —Susurra en mi cogote mientras
hacer ver que está recogiendo cosas por aquí y por allá.
Sigo a lo mío y espero a que se vuelva a acercar para que me
aclare de qué va la movida.
—Ayer, cuando tú te fuiste, me alivié con las manitas, con las
dos, pero con las mías y sin la ayuda de nadie —dice al pasar de
nuevo junto a mí. Parece irritado—. Te dije que sería solo tuyo y
llegué a casa y no toqué a mi mujer, ¿entiendes lo que te digo?

140
Sigue paseándose por el quirófano y sigue cabreado, parece
una fiera enjaulada. Vuelve a mirarme fijamente, con esa mirada
penetrante que ayer me derretía y hoy hace que me tiemblen las
rodillas porque no entiendo nada.
—¿Qué necesidad había…? Defiéndete, si es que en verdad
puedes hacerlo.
Agarro la caja de gasas esterilizadas que hemos abierto hoy
—después de cada intervención tenemos que hacer recuento y
cuadrar las gasas usadas con las que quedan en la caja sin usar,
para poder certificar y garantizar de que no ha quedado ninguna
en el interior del paciente intervenido—, y la aprieto contra mí
con fuerza, para infundirme un poco de valor y preguntarle:
—¿Cuál ha sido mi error? Ese tan grave que te tiene en este
estado ¿Me lo vas a decir, o voy a irme sin saber qué crimen he
cometido?
Mira a nuestro alrededor, aún queda parte del equipo y me
hace un gesto.
Le he captado. Dejo caer la caja al suelo y digo fuerte y para
que todos puedan oírlo:
—¡¡Qué torpeza la mía, la que he liado…!! —me agacho a
recogerlas. Él me imita, haciendo ver que me ayuda.
—El error ha sido mío. Nunca debí echarle el ojo a una mujer
como tú. Y he cometido dos torpezas: una al hacerlo y otra al
enamorarme.
Se acerca una enfermera y los dos nos callamos de golpe. El
silencio que sigue es largo, tenso, inquieto y la situación atípica
por completo. Se me seca la boca y mi saliva se convierte en una
fastidiosa pasta blanca. Necesito un trago de agua. Me levanto.
Y voy en busca de una botella cuando un pensamiento atraviesa
mi cerebro y repiquetea en mi corazón: «Milá ha dicho que está
enamorado de ti. Sí, lo ha dicho, lo he oído, estoy segura».
—Espérame delante de mi coche —masculla en mi oreja—.

141
—¿Por qué voy a hacerlo, a qué viene tanta historia?
—Porque te lo pido por favor: tenemos que hablar de cosas
serias. Me has puesto en una situación muy delicada y…
Mi intuición me decía que Izan había ido boqueando nuestro
encuentro sexual. ¿Qué otra cosa podía ser? Otra parte de mí, la
más sensata y menos peliculera, no quería creer que ese niñato
fuera tan estúpido; me negaba a pensar que fuera un necio y un
gañan.
Voy caminando hasta el lugar de encuentro, más bien arrastro
los pies; no he dormido nada y tengo mal cuerpo y peor ánimo.
Las lágrimas se acumulan en mis ojos porque me temo lo peor.
Para cuando llega Milá, que seguro que se ha estado haciendo
el remolón mientras que yo me he cambiado en un visto y no
visto, llevo un rato sentada en el capó de su coche haciendo ver
que miro el móvil y que me escribo con alguien. La realidad, es
que no paro de darle vueltas en cómo afrontar y asimilar nuestra
primera crisis. Y verle llegar no disipa mi desazón, la aumenta
—si no hemos empezado nada y ya estamos en crisis, ¿cómo ha
podido pasar?—. Y pienso: «Hablo yo, me anticipo y le cuento,
o le dejo hablar y a ver qué pasa». Los nervios me hacen jugar
con las piernas y las cruzo y descruzo mecánicamente.
Se para. De un salto me bajo del coche y me coloco a su lado.
Me agarra en brazos, y me aferro a su cuello aspirando su olor.
—Ummm… Qué bien hueles —suspiro junto a él. Su aroma
prende en mí y deseo que me bese.
Silencio por respuesta.
Me sobrecojo y tiemblo como un flan. Tengo la sensación de
que la camisa no me llega al cuello —el asunto es bastante feo y
me mosquea mucho—. Y cada vez lo veo con más claridad: sí,
ha sido Izan, le ha patinado la lengua. Estoy segura de que lo ha
largado todo… No pienso amilanarme. No, eso nunca, —si nada
me has dado, nada te debo—. Intento tragar la saliva que se me

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ha ido acumulando en la boca pero no me pasa por la garganta;
un amargo y premonitorio pensamiento sobrevuela y se posa en
mi cabeza: «Aruba… esto es el principio del final».
—Bájeme, por favor, doctor Milá, déjeme en el suelo: así no
quiero que me lleve a ningún sitio. No soy de su propiedad y lo
sabe. Bájeme, se lo suplico, no quiero que crea que yo… Milá…
No me da tiempo a reaccionar y pasa lo impensable.
—¡¡Milá, sáqueme de aquí, por su madre se lo pido, sáqueme
ya…!! ¡¡Milá…!!
Grito histérica. Su reacción me ha cogido por sorpresa y me
ha dejado confundida; estoy tan despistada como húmeda —me
ha metido en el maletero de su coche y lo ha cerrado—.
Oigo el ruido del motor. Lo ha puesto en marcha, pero no sé
dónde me lleva ni para qué. Busco mi móvil, lo enciendo y le
doy a la función linterna. Se ilumina el maletero y me relajo un
poco. Enfoco a un rincón y veo una bolsa de papel. La cojo. En
el envoltorio puedo leer: Victoria´s Secret; para la mujer de tu
vida —la curiosidad mató al gato, y a mí me dio por indagar en
el interior del paquete—. «Ah, qué cosa más bonita: seguro que
lo ha comprado para mí y para él, para los dos. Y ahora me lleva
a estrenarlo, a que me lo ponga para que él me lo quite», pienso
al ver el picardías rojo, tan sexy cómo espectacular, que acabo
de encontrar. «Ya sé a dónde te lleva, y el camino del picadero
va a ser eterno, ponte cómoda».
El tiempo pasa y yo sigo aquí, encerrada en el maletero. Y el
regalo me va hablando: «Sácame de la caja, úsame y envuelve tu
piel conmigo; tú y yo formamos un buen equipo. Atrévete a salir
así del coche, le volverás loco, se abrasará al verte conmigo y se
derretirá por tus curvas y se colará en tu vida y se quedará».
«¿De verdad lo crees así...? Yo no: no sé adónde me lleva ni que
intenciones tiene. Y si al salir de mi encierro me encuentro en
plena calle y vestida así; casi sin vestir, me da un síncope, un

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chungo que me muero al instante». Oye, dejemos esta absurda
conversación que me parece increíble que esté hablando con un
trapo.
Cuando por fin se abrió el maletero, le sonreí: estábamos en
el garaje del piso de su amigo, reconocí el lugar. «Lo ves, ¿te lo
dije o no te lo dije? ¡Pues claro que te lo dije! Deberías haberte
vestido conmigo». «Deja ya de hablarme, que me estás sacando
de quicio. Estoy segura de que él me lo dará, y entonces, sólo
entonces, me lo pondré: déjame ya que está a punto de sacarme
de aquí y hacerme el amor, contigo o sin ti; no te necesitamos
para nada».
Tira de mí para ayudarme a salir del maletero. Y sin abrir la
boca vuelve a cogerme en sus brazos y cierra el coche.
«Milá, coge el regalo, no te lo dejes en el maletero. ¡Qué te lo
dejas…! ¡No te lo olvides...! ¡OH NO, NO ERA PARA MÍ!».
El ascensor nos llevaba hasta el piso del amigo y yo me iba
haciendo la indignada y le evitaba, a él y a esos ojos de pupilas
dilatadas que me buscaban y exploraban intentando adivinar si
estaba enojada o encantada por la rocambolesca situación.
De repente se acerca. Y con una mano me atrae hacía él y con
la otra, la que llevaba en un bolsillo, mete mano entre mis ropa.
Sus dedos tientan hasta que encuentran mi sexo. Lo agarra con
firmeza y me sonríe ampliamente, luciendo dentadura y con una
expresión relajada. Hundo mi cabeza en su pecho y aspiro su
fragancia; me empapo de su olor y me aturdo. Me embriago y
pierdo el norte y el sur: mi mano cobra vida y se mete en su
pantalón y toca su miembro que está empezando a salir del
letargo. Él muerde mi cuello, y lo chupa y lo vuelve a morder…
Percibo una agradable enajenación mental. Él se da cuenta, es
plenamente consciente de que estoy preparada y dispuesta para
él. Milá desliza un dedo lentamente y lo hunde en mi humedad.
Yo separo las piernas y me abro bien, quiero facilitarle la labor.

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Cierro los ojos y pienso: «Caray… ¡Cómo me pones! Se me van
a hacer eternos los cuatro pisos que nos separan de la cama».
Abre la puerta y me hace un gesto para que yo pase delante
de él. La cierra y me quita el bolso. Y lo deja junto a sus cosas
sobre el mueble que hay en el recibidor.
«Ya le tienes; y no quiere que el sonido de nuestros teléfonos
estropee el momento. Estoy súper excitada», pienso mientras él
me lleva agarrada por las caderas hasta la habitación.
De un suave empujón, me tira a la cama y se tumba junto a
mí. Me huele el pelo —esa manía suya me hace perder la razón
y me vuelve loca, loca de atar—.
Le sonrío. Y espero que él me devuelva la sonrisa pero me
quedo con las ganas, su semblante es serio y no me corresponde.
Me acurruco junto a su pecho, me ovillo y me hago pequeñita.
«Te deseo, y mi cuerpo está en estado de ebullición. Tómalo ya
que es todo para ti, únicamente para ti». Pero, espero y espero…
Al cabo de unos minutos, que no han sido muchos pero a mí
se me han antojado eternos, dice:
—Quítate toda la ropa y túmbate girada hacia la ventana. ¡Y
vuela, que no tengo todo el día para ti!
La situación, por atípica, me tiene perpleja pero le obedezco,
aunque solo a medias; me he dejado puesto el escueto tanga que
he elegido para lucirme hoy. «Si le estorba, que me lo quite él, y
si lo hace con la boca, mejor que mejor», pienso mientras me
tumbo de nuevo.
Milá, se quita todo, quedándose completamente desnudo; no
lo he podido ver porque estoy de espaldas a él pero, al abrazarse
a mí, nuestros cuerpos se han rozado piel con piel, a excepción
de lo poco que cubre mi braguita.
Su mano se mueve y mete los dedos en la fina tira del tanga y
los enreda. Tira fuerte hacia él y el tanga se ciñe a mi sexo tanto
que, el borde se mete entre mis labios genitales.

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—UMM… ¡Cómo me pones!
Me muerdo el labio inferior, sintiendo la enorme y urgente
necesidad de que se apodere de mi cuerpo y que introduzca su
pene en todo lo que encuentre disponible.
Él sigue jugando con mi braguita, sin premura y sin urgencia.
Y el tanga va rozando, penetrando y mojando mi sexo cada vez
más.
—No puedo esperar a que te divorcies; creía que sí pero no
puedo con el magnetismo que ejerces en mí, atrayéndome cada
día un poco más ¡Hazme todo lo que tu cuerpo te pida! Te lo
doy sin barreras, sin ninguna objeción ni prohibición, te deseo
más que a nada en la vida. ¡Tómame ya, te quiero dentro de mí!
Recordé que, en la universidad, había leído una novela de
Aquiles Tacio —un escritor de la época bizantina—, en la que
decía: «¿Es que el amor tiene tanto poder que puede abrasar
hasta los pájaros?». Sí, así es, y yo podía dar fe de ello porque
así me tenía él: abrasada por dentro y por fuera. Con un fuego
que no podía controlar porque las llamas se avivaban en décimas
de segundos.
Hace ver que no me ha oído y, en lugar de penetrarme, me
besa. Recoloca mi cabeza en la almohada y mete su cara en mi
entrepierna. En un par de gestos ha acomodado su miembro en
mi boca y estamos haciendo un 69, pausado, largo, rico… «No
lo habías hecho nunca y te gusta, eh», resuena una voz en of en
mi cabeza. «No, no te molestes, no puedes contestarme porque
tienes la boca llena», me habla de nuevo. Y como no quiero que
nada pueda distraerme, sostengo su pene con una mano y le doy
fuertes lametones.
Su lengua jugaba con mi clítoris.
Yo tenía un increíble cosquilleo que me cubría toda la zona,
desde la vagina hasta la entrada del culo.

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—Métemela ya: no te hagas de rogar que me vas a matar de
la excitación. Acaso no ves lo mojada que estoy por ti… —le
ruego cuando ya he liberado su pene de mi boca pero aún lo
sostengo entre mis manos.
Su respuesta fue inmediata. Me la arrebató de las manos y la
devolvió a mi boca —cómo si mis necesidades no fuesen su
principal prioridad—, y empezó a moverla a su capricho, a su
ritmo y sin ninguna consideración hacia mi persona.
Le gustaba tanto que el movimiento se repetía y se repetía. Y
después de una larga consecución de gemidos y jadeos, me llenó
la boca con su viscoso semen.
Suena la melodía de un teléfono y presto atención. Es el de
él; es su móvil y espero que no se le vaya a ocurrir levantarse e
ir a cogerlo. Un tono, dos tonos, tres tonos… Y al quinto hace el
ademán de levantarse.
—¿No iras a cogerlo?
—Claro que sí, puede ser una urgencia.
—¿No lo dirás en serio…? ¿Tú has visto en qué estado me
tienes?
No dice nada más. Se levanta.
Yo voy detrás de él; quiero saber quién llama y qué quiere.
Cómo se vaya, no se lo perdonaré en la vida.
—¿Qué hay nena? ¿Cómo estás…?
No sé qué le contesta ella, pero yo lo interpreto a mi manera
y digo muy bajito:
—Cómo quieres qué esté, pues con principio de cuernos, no
te fastidia.
—Sí, si te iba a llamar ahora mismo —dijo él.
—Mentiroso, si tenías la boca ocupada —susurraba yo
—Ya, ya lo sé guapa. Seré puntual —le contestaba él.
—Si de mí dependiera, hoy no te marcharías de aquí —le
replicaba yo por lo bajini.

147
—Sí, confía en mí, allí estaré. No te preocupes…
Milá parecía que quería quitársela de encima cuanto antes.
Yo seguía con mi jueguecito:
—No te preocupes, guapa, pero tómate un ibuprofeno para la
inflación de frente que vas a tener por lo que tu marido me está
haciendo aquí —me dio la risa y me tapé la boca.
—Sí, gracias por recordármelo —dijo él.
Yo me había retirado unos metros. Estaba exultante y no me
podía permitir el lujo de que ella intuyera que él no estaba solo.
—Yo no puedo decir lo mismo, todo lo contrario ¿para qué le
llamas zorra? ¡Déjanos follar en paz! —decía yo.
—Sí, yo también, ya lo sabes.
Imaginé que ella le había dicho que lo quería.
—Sí, será verdad que te quiere pero está a punto de follarme
a mí. Entonces… tanto, tanto, no te querrá —volví a reírme.
—Ah, se me había olvidado: te he comprado una cosita. Es
una sorpresa pero…, espero estrenarla esta noche.
—Serás cabrón, el picardías no era para mí, era para Rosa, tu
mujer. ¡Qué boba soy…, si es que no tengo remedio! —esto lo
digo en un tono más alto porque voy camino del baño.
Entro y me enjuago la traición, la villanía, el engaño de ese…
«Odio a los hombres, en general, y a los casados en particular»,
pienso cabreada. Me ha sacado de mis casillas y me va a oír: de
mí no se ríe nadie, y menos un mierda como este. O nadie más.
No puedo ni debo tolerarlo. Así, poco a poco, pensamiento tras
pensamiento me voy encendiendo hasta que ardo en rabia.
—¡¿Me has traído hasta aquí para que te haga una felación?!
—le chillo, estoy colérica, herida en lo más profundo de mi ser.
Estoy tan decepcionada que tengo que hacer un verdadero
esfuerzo para no venirme abajo.
—¿Ahora va de digna la señorita? ¿Y qué cara crees que se
me ha quedado a mí esta mañana cuando…? Y cómo se jactaba

148
y fanfarroneaba ese asqueroso cretino de todo lo que habíais
estado haciendo. Y al principio no le creí. No, no podía ser. Me
negaba a creerle y hasta me reí en su cara. Pero, cuando nos dijo
a los que estábamos allí presentes: «Podéis preguntarle a ella
si no me creéis a mí. Ah, y tiene un lunar en el culo con forma
de corazón en una nalga, en la derecha para más detalles. ¡Y
qué culo tiene…! Desnuda es una diosa».
Me jodió tanto qué, casi me tiro a su cuello y le ahogo allí
mismo.
Me quedo lívida, más blanca que la leche.
Me acerco y, en un acto de desesperación, le beso
Él se queda impávido, como si fuera un mero espectador y no
el receptor de mi lengua.
Al no corresponderme, su boca me sabe a sal y me causa más
dolor que placer. Me tumbo sobre la cama y empiezo a decirle:
—Yo… lo siento mucho. ¡No sé cómo se me pudo pasar por
la cabeza!
—Que se te pase por la cabeza tiene un pase: todos tenemos
fantasías y eso no tiene la menor importancia. Pero…, que te lo
pases y repases por tu cama… Eso sí que no tiene perdón, no.
Eso ha sido lo más fuerte y más —¡¡¡Y me lo dices tú…!!! ¿Te
crees inocente, es eso? Tú también me has engañado —le espeto
a un palmo de su cara. Estoy totalmente indignada. Y sigo con
mi réplica—. Y además, al final lo has logrado: ahora soy toda
tuya: ¡mírame, aquí me tienes! Ahora ven; acaba lo que has
empezado y llévate otro trofeo a casa, que debes tener la vitrina
emocional llena.
Necesito tirar por tierra sus argumentos, vacios de contenido
y llenos de odio. Quiero desenmascararle de una vez por todas.
Cojo aire y digo:
—Me dijiste que no la tocarías y… ¡¿Le has comprado un
provocativo, sugerente, estimulante y carísimo picardías?! Eres

149
un… Mejor me callo lo que le sigue: estoy indignadísima y soy
muy peligrosa cuando se me calienta la lengua —desafiándole,
pego mi cara a la suya.
—Qué equivocada estás. El regalo era para ti y para mí; para
nosotros. Hace varios días que lo llevo en el maletero del coche.
Estaba esperando el mejor momento para entregártelo, ponértelo
y quitártelo después —Yo te… —intento disculparme pero no
me deja continuar—. Calla y escucha: acepté tus normas y le iba
a pedir el divorcio a Rosa incluso sin probar la mercancía; esa
que según tú es tan valiosa y merece todo mi tiempo. Pero ahora
las cosas han cambiado y las pautas las impongo yo: o jugamos
con mis reglas o no hay juego. O todo o nada, ¿cómo lo ves?
Recoge su ropa del suelo y empieza a vestirse.
—¿De qué vas ahora, dime? Sigo caliente —intento meter mi
lengua en su boca, besarle y llevarle a mi cuerpo. Enfadado me
pone más.
—Precisamente va de esto… —me empuja con suavidad y
caigo sentada en la cama—. Ahora soy yo el que tiene la sartén
por el mango, el que manda y el que establece las normas, el que
ordena y determina. Y tú…, tú has quedado relegada a simple
peón —sonríe con cara de triunfador, y dice—: Ésta es la orden
que vas a acatar, y sin rechistar que no tienes derecho a réplica:
nos veremos aquí cada tarde y veré las aptitudes que tienes en la
cama. Y si quedo contento y satisfecho con los servicios que me
prestes, abandonaré a mi mujer; pero, francamente, lo veo muy
difícil porque ella ha logrado dejar el listón muy alto.
Sus palabras me golpean, me indignan y me hieren. Pero yo
me lo he buscado y soy la única culpable de lo que me pase a
partir de ahora. El mundo se me viene encima, me cae de golpe.
«¿Por qué tuve que hacerlo? ¿Por qué toda mi vida ha sido un
cúmulo de errores? Uno tras otro y sigo sumando pero, ¿hasta
cuándo? ¿Cuándo voy a dejar de ser así?», el pensamiento me

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provoca una hiposa llantera. El desconsuelo me derrota y me
abate. Y me dejo llevar, cubriéndome los ojos con ambas manos
y abandonándome al llanto.
—Me tengo que ir. Me están esperando —dice mientras abre
un cajón—. Ten, una copia de las llaves: cuando te vayas, échala
con doble vuelta.
—Pero… ¿me dejas aquí, sola y en este estado de calentura?
Cuando crees que tu vida ha cobrado sentido y que por fin va
en la dirección correcta, de golpe se da un batacazo o impacta
contra alguien o algo y la hace cambiar de rumbo e ir de nuevo a
la deriva —y esa era mi situación actual—, sin saber adónde me
conduciría aquel nuevo viraje, tan violento como inesperado.
Tira en la cama un billete de cincuenta euros y enseguida se
me dispara la mala leche —si crees que puedes pagarme por mis
servicios, apañado vas—.
Cuando voy a expresarle lo que pienso, dice:
—Cógete un taxi. Nos vemos mañana; te besaría pero, no me
queda tiempo para ñoñerías.
Se marcha.
Me quedo tan confusa, y tan hecha polvo que me agarro las
rodillas y me hago una bolita.
Me despierto. Abro los ojos y me siento en la cama; ni estoy
en mi cama ni esta es mi casa. Miro el móvil, son las dos de la
mañana. Me levanto y tecleo el número de la central del taxi. Y,
mientras espero que me recojan, me doy una ducha e intento
recomponer los trozos rotos.
Suena el timbre, y corro hacia la puerta pensando que puede
ser Milá. Acabo de salir del baño y estoy envuelta en una toalla;
no creo que sea el taxista, no ha podido darle tiempo.
—¿Sí…?
—¿Ha pedido un taxi? Llevo un par de minutos esperándola.
—Deme uno más, por favor.

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«Esto sí que es rapidez, y no lo de Fernando Alonso», pienso
mientras me visto con celeridad.
Al llegar a casa me encuentro a Príncipe echado a los pies de
mi cama. Al verme, salta al suelo y maúlla. Me da la bienvenida
rascándose contra mi calzado. Qué cariñoso es. Me escuecen los
ojos y no puedo evitar derramar unas lágrimas.
—Lo siento, guapo. No pensaba entretenerme tanto, pero ya
sabes cómo van estas cosas —qué va a saber si solo es un pobre
gato—.
Me dirijo a la cocina a buscar su paquete de pienso. Le lleno
el plato hasta arriba. Le acaricio el lomo, y le digo:
—Come, al menos uno de los dos dormirá con el estómago
lleno.

Al llegar al hospital, corro. Me dirijo ansiosa a los vestuarios.


Sé que a esas horas no me encontraré con ninguna compañera y
necesito ver a Milá. Me urge hablar con él; lo de ayer escapa de
toda lógica.
Estaba casi en pelotas cuando apareció él y se abalanzó sobre
mí y sobre mi boca, devorándola cómo si no hubiese un después
o cómo si la vida le fuera en ello. Me separa las piernas mientras
sigue besando mi boca y mordiendo mi lengua. «Cuánto te he
echado de menos, canalla. Ayer me dejaste cachonda, con ganas
de una buena tarde de sexo, de ese que aún no he probado pero
que ansío tener en este momento y en este lugar: hoy no te me
escapas vivo. Prepárate, porque hoy no te vas a ir de rositas.
Además, vas a tener que ser muy habilidoso porque quiero que
me lo hagas muchas veces. Y hasta que el fuego de tu amor, que
abrasa mi cuerpo y silba mis oídos, quede reducido a cenizas, no
te dejaré marchar», mis pensamientos humedecen y alteran mi
vagina.

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Sus manos, grandes, suaves y depiladas, acarician mis muslos
con delicadeza. Suben escalando peligrosamente hasta mi sexo y
lo rozan. Me excita y me enciendo como la llama olímpica. Me
contraigo y me aprieto contra él.
«¿Qué diablos estoy haciendo…?», una llama de sensatez se
enciende en mi cerebro y lo ilumina.
—Espera… Stop, para un momento —me separo un poco
guardando las distancias—. ¿Qué soy para ti, eh, acláramelo?
Él está ahí, frente a mí, increíblemente bello. Y aunque su
cara expresa confusión, sé que soy un capricho más y que se le
pasara. Y cuando eso ocurra la única que saldrá escaldada seré
yo. No puedo permitirme ese lujo. Todo lo que envuelve mi vida
es engaño, dolor, aprovechamiento de otros y traición.
—Te lo dije ayer y te lo repito hoy: un producto novedoso
que está pasando las pruebas de calidad. Necesito verificar que
vale el elevado precio al que estoy dispuesto a llegar a pagar por
ello —me muerdo el labio inferior porque me tiembla y me
avergüenza que se dé cuenta de ello. Me gustaría hablarle sin
tapujos, decirle que no soy una mercancía y que no me gusta que
nadie mercadee con mi cuerpo, aunque ya lo hicieron otros —,
si veo que es un engaño, estafa, o me quieren dar gato por liebre,
lo vuelvo a dejar donde lo encontré porque yo arriesgo mucho.
Rectifico; lo expongo todo. Dispongo de una vida, de un mundo
para ofrecerte pero, quiero comprobar qué es lo que recibo a
cambio: y si lo que tú me ofreces vale la pena o es simplemente
bisutería —se le ensombrece la mirada, y dice—: Creo que es lo
lógico, es loable y lícito: me tiré a la piscina sin saber si había
agua y me di una leche. Ahora, hasta que no vea que está llena
hasta los topes no pienso meter ni un pie.
«Te lo has buscado, es culpa tuya, ¡¡¡reacciona!!!».
—No estoy de acuerdo con lo que dices, para nada, y menos
con lo que tramas pero, como no me dejas otra salida, acepto

153
aunque no de muy buen grado: nos vemos esta tarde en el piso
de tu amigo. ¿Eso es lo que quieres…? Pues te lo concedo, allí
estaré dispuesta para ti —abro mi bolso, saco su billete y se lo
tiro a los pies—. ¡Toma, lo que me anticipaste ayer! Y mientras
esté a prueba no quiero que me pagues nada. Y no te confundas:
que no soy ninguna fulana. Todo lo que hago, lo hago por deseo
o por amor y no por dinero. ¿Ok…?
Me mira desconcertado, le ha dado un golpe bajo. Me alegro.
Y cuando va a abrir la boca para decirme algo, le disparo la bala
que guardaba en la recámara.
—No quiero que vengas aquí nunca más; ¿lo entiendes…?
Yo también tengo mis reglas y el acoso se ha terminado. Ahora
ya me tienes; y no sé cómo he podido dejarme embaucar pero
eso ya no importa. Ah, y muchas gracias por las flores de ayer,
son preciosas. Me emocioné mucho, pero con toda la movida…,
me olvidé.
«Si no esperase nada de nadie no me lastimarían, ni habrían
decepciones ni burlas; nunca estaría al borde de la desolación »,
pensar esto me lleva al punto de necesitar una respuesta. Y digo:
—Quiero hacerte una pregunta —me mira con extrañeza pero
sonríe serenamente—. No temas, es totalmente inocente —ahora
soy yo la que le sonrío, pero mi sonrisa va cargada de malicia,
quiero ver la culpabilidad reflejada en sus ojos—. Ahí voy, y
quiero la verdad: estoy harta de mentiras piadosas y mezquinas.
¿Te follaste a tu mujer anoche?
—Eso ha sido un golpe bajo, cicatero y ruin. Y me muero por
explicarte lo que pasa por mi mente pero, ¿te he preguntado qué
tal se te dio con Izan? No, no lo he hecho. Y me he mordido la
lengua a pesar de que me ha dolido y de que no me ha hecho ni
puñetera gracia: necesito tiempo, ya te lo dije y te lo vuelvo a
repetir ahora. Tú solo tienes que tener paciencia y comprender
mi situación.

154
—¿Para qué? En cuanto te lo dé todo volverás a ser el mismo
de siempre: un ligón, un don Juan, un caza chochos y… Dime
que andas buscando y te lo daré. ¡Acabemos cuanto antes con
esta farsa!
Estaba disgustada, enfadada, alterada y todo lo que acabase
en ada. Una congoja y un desasosiego irrefrenable borboteaban
en mi interior y podía notar cómo me hervía la sangre.
Me miró con rabia, frunciendo el ceño. Estaba muy serio y
parecía distante. Su ego andaba herido y su orgullo pisoteado. Y
por un instante temí su reacción.
Cuando se acercó a mí ya estaba recompuesto. Me miró de
frente, con determinación. Estaba cerca, demasiado, y peligroso
y osado; me lo decían sus ojos. Me guiñó un ojo en un gesto de
complicidad, y dijo:
—Venga, Caramelito, que estaba deseando verte: ¿no te has
dado cuenta de cómo está mi flauta? Esa reacción, tan rápida e
intensa, sólo lo hace en tu presencia, ¿algo querrá decir, no?
Me agarró por los hombros y mi enfado se disipó como se
desvanecen las nubes tras una fuerte tormenta.
Aborda mi boca y la hace suya, la devora. Chupa mi labio
superior y muerde el inferior. Me gusta tanto que creo que voy a
perder el sentido. Roza mi cuello con su lengua y lo acaricia, lo
lengüetea, lo besa y lo chupa nuevamente. Va deslizándose con
parsimonia hasta llegar a mis senos. Aprieta uno con los dientes
y lo suelta. Chupa un pezón y tira suavemente de él, lo suelta y
vuelve a acariciarlo.
Estoy en una nube de algodón. En mi interior se desata un
torbellino de sensaciones que chocan contra ellas y me hacen
arder en deseo. Y pienso: «No sé si estaré haciendo lo correcto o
lo que se espera de mí. Pero tampoco sé muy bien si lo correcto
o incorrecto lo es para mí, para él, o para los dos». Mi pulso es
fuerte, acelerado, y me recuerda lo que es sentir otra cosa muy

155
distinta al dolor, la culpa o el desprecio por mí misma. Me tiene
aturdida, sin fuerza moral y borracha de deseo. Y ni puedo ni
tengo energía para cavilar o razonar en estos momentos. Ahora
solo quiero su amor y su cuerpo dentro del mío.
Agarra mis glúteos con ambas manos, los atrae hacia él y
frota sexo contra sexo.
Esbozo una sonrisa traviesa; quiero besarle, empaparme de su
sabor. Pero el dolor que me causaron antaño me lo impide y la
desconfianza no me deja avanzar.
—O sales inmediatamente, o grito.
Mete una mano en mi braga y roza mi clítoris. Su habilidad
me enerva, me debilita y me deja fuera de juego.
Abro la boca, queriendo gritarle todo lo que una vocecita va
dictándome desde el fondo de mi cabeza. Pero Milá es hábil, y
rápidamente la ha obstruido con la mano que tiene libre.
—SHH… Ya me voy. Me tienes loco, loquito, diosa mía. Si
me dejaras…
Sus dedos no dan abasto entrando y saliendo de mi interior.
Estoy al borde de un orgasmo, de un chisporroteo monumental.
Pero una lucha inesperada, dura e involuntaria, ataca mi cerebro
y desciende a mi boca para morir en mis labios. «Ahora no es el
momento para tener un debate interior. Sabes lo que tu cuerpo te
pide y lo que no le debes dar bajo ningún pretexto. Ataca ya.
Habla. Te está cercando y comiéndote el terreno».
—Uyy… ¡Cómo me gustas! —Me tiembla todo el cuerpo de
ganas—. Vete, que…, caeré rendida en tus brazos y no puedo
permitírmelo.
—Ok…, ya me voy, pero esta tarde antes de pasarme por el
piso, a lo que tú ya sabes, tengo que hacer unas gestiones. Me
llevará poco tiempo, así que… ¡espérame desnuda! Bueno, no,
déjate el tanga. Se me ocurre que podríamos… Ay, ¡se me eriza
el vello sólo con pensarlo!

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Me agarra de los mofletes y nos deshacemos en un denso
beso. Mi cuerpo se convierte en una gran bola de mantequilla. Y
va ablandándose, perdiendo la forma y deshaciéndose, por el
calor que me transmitía él.
Sus manos han bajado hasta mi cintura y se han quedado ahí,
agarrándome con energía mientras me mira libidinosamente y se
relame con una sensualidad abrumadora.
Me pilla abstraída, embebida contemplando aquellos ojos y
aquella boca carnosa y apetitosa, cuando se deja caer al suelo y
tirando de mí acabamos revolcándonos y riéndonos como dos
chiquillos después de hacer una trastada.
Pasada la euforia, —y después de haberle tapado la boca para
que dejara de reír por miedo a ser escuchados—, me sienta sobre
sus muslos y me vuelve a besar.
Cuando el beso acaba yo quiero más; ha despertado en mí la
imperiosa necesidad de ser asaltada, abordada y embestida por
su arma. Pero recuerdo dónde estamos y que de un momento a
otro puede abrirse la puerta y armarse el Tole-Tole —recuerdo a
Sol Mar; esta frase la usaba ella a menudo—.
—Echa el freno que te estrellas —sonrío pícaramente.
Empuja mis glúteos hacia arriba, ayudándome a levantarme.
Aún sigue sentado sobre el suelo y besa mis muslos y asciende y
cata mi sexo, libándolo y devorándolo con frenesí. Mi cuerpo
responde raudo a su llamada y unos electrizantes espasmos me
conducen al clímax.
Cuando ha calmado mi desasosiego, se pone en pie. Me coge,
me da dos vueltas al aire y luego vuelve a besarme.
Noto algo diferente en mí cuerpo, se ha abierto una brecha y
estoy distinta —es como si él le hubiera dado a mi interruptor
interno, apagando el miedo que no me dejaba creer en nadie y
encendiendo una pequeña luz a la esperanza—. Y, por pequeña
que ésta sea, me ofrece una oportunidad: se me ha presentado un

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desafío, o un reto o lo que sea. Y esta vez pienso ganar. Sí, serás
mío y solo para mí.
—Hasta luego, Caramelito. ¡Prepárate para una maratón de
sexo! —dice cerrando la puerta al salir.

Antes de pasar por nuestro refugio, me había ido de compras


y había escogido un vestido de color negro anudado al cuello y
con un esplendido escote en la parte de atrás, que acababa donde
la espalda pierde su casto nombre.
Excitada por la nueva situación, y por lo que esperaba de ella,
abro el grifo para que se llene la bañera de agua y le añado unas
gotas de espuma con olor a frambuesas. Y mientras espero a que
mi baño esté listo para sumergirme en él, me preparo un Gin
Tonic.
Entro de nuevo al baño, llevo la bebida en la mano y dejo la
copa sobre el rincón de la bañera, al lado del grifo. Me desnudo
y me meto poco a poco en el agua, al completo, tapándome la
nariz para enterrar la cabeza en aquel reconfortante baño.
Para cuando me acabo el Gin Tonic estoy relajadísima, pero
el agua se ha quedado más fría que los cubitos de hielo y decido
que ya ha llegado el momento de salir de allí. Quito el tapón e
intento ponerme en pie, pero estoy tan relajada que no puedo
levantarme.
El agua ha desaparecido, dejándome a mí y a las paredes de
la bañera llenas de espuma. Abro el grifo y la hago desaparecer.
Una vez que ya me he secado y me he arreglado el cabello,
me pongo el exuberante vestido con el que le pienso dejar con la
boca abierta, para poder cerrársela a besos después. Y cómo mi
generoso e insinuante escote no permite llevar sujetador, me he
vuelto loca y me he comprado un tanga; tan impresionante como
caro —está confeccionado con una suave tela de encaje blanco y

158
es totalmente transparente—. Quiero que se muestre mi sexo tal
y cómo es, sin dejar cabida a la imaginación.
Le espero hasta bien tarde pero ni aparece ni da señales de
vida —su teléfono se encuentra apagado o fuera de cobertura—;
me la ha vuelto a jugar, no gano para decepciones.
Me tumbo en la cama y dejo que su ausencia me afecte tanto
que las lágrimas me devoran y lloro con aflicción.
Me despierto en mitad de la noche después de una larga y
angustiosa pesadilla, estaba con Saúl en su camión reviviendo
todo lo que me hizo. «Un día te encontraré, aún no sé cómo ni
cuándo pero así será y, entonces, te devolveré con creces el mal
que has causado en mi vida», pensé mientras bebía un poco de
agua, necesitaba calmar mi angustia.

Al entrar en quirófano veo a Rafael, es uno de los mejores en


cirugía general —no es muy usual que trabajemos juntos; codo
con codo, únicamente estamos en el mismo equipo en las pocas
veces que Rafael no tiene cobertura o que Milá se encuentra
ausente, ya sea por baja o por vacaciones.
Me sonríe, se alegra de verme, y nos saludamos con un gesto
de cabeza.
Es evidente que Milá no está, pero aún no sé por qué no ha
venido hoy. Y me pregunto a qué se deberá su ausencia y la falta
de noticias. «¿Le habrá pasado algo a mi amor? Espero que no,
que el abandono de ayer no se deba a nada grave; si le pasara
algo no podría soportarlo». Estoy tan desconcertada que me falta
el aire, me ahogo y no puedo respirar. Y siento que la bata me
oprime el pecho y me está pequeña, pese a lo amplia que es.
Alguien se acerca, le veo algo difuminado y sin rostro.
Me agarran del brazo.
—Chica… ¡estás lívida! ¿Te encuentras bien? —es Rafael el
que habla, no le veo, pero es su voz la que escucho.

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—¿Y el doctor Milá? ¿Por qué no ha venido? ¿Le ha pasado
algo? —pregunto un poco aturdida.
—No sé nada. Me han comentado que…
Duda si decirme o no lo que sabe. Le conozco bien y puedo
oler su malestar.
—¿Y bien…?
—Se ha anulado todo lo que tenía programado para hoy. No
puedo decirte más: y sabes que te aprecio mucho, pero no tengo
otra alternativa.
Me quito la bata, el gorro y los peucos. Y de mala gana lo tiro
todo al cubo.
—¡Me voy a mi casa! Lo siento pero, no me encuentro muy
bien y he dudado si venir o quedarme en casa porque he tenido
febrícula toda la noche. Pero ahora lo he visto claro; será mejor
que abandone el quirófano.

Los días corren y yo sigo sin noticias de Milá. En el hospital


circula el rumor de que se ha pedido unos días libres por asuntos
propios. Pero nadie sabe, o no quiere decirme el por qué ha sido.
Estoy tan cabreada, apesadumbrada y soy tan inconsciente, que
vuelvo a cometer una torpeza más. Y van sumando.
—Eres más guapa al natural que en tu foto de perfil.
Me dijo Mateo después de darme dos besos en las mejillas. A
éste le he conocido a través del chat “Adopta un tío” —es un
trampolín para personas que buscan una cita sin compromisos ni
explicaciones—. Y lo que ocurra después de la primera cita
dependerá de las expectativas que tenga cada individuo.
En mi casa, había ido eliminando uno a uno a todos los que
querían conocerme en persona; mi pretensión no era quedar con
ninguno de ellos, porque yo no necesitaba una cita, únicamente
quería tontear un poco y que me subieran la moral que la tenía
arrastrándose por los suelos.

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La verdad es que me lo pasé muy bien. Sobre todo con uno
de ellos, cómo me reí —sí, ya sé que eso no está bien, pero no
siempre hacemos lo correcto y yo también soy humana—: esa
alma cándida se vino arriba, se envalentonó cuando le dije que
no, que no quería quedar con él, que no era mi tipo y que no
quería perder el tiempo. Y el muy salido, me mandó una foto de
su pene con un mensaje en letras enormes que decía así: «Tú te
lo pierdes NENA, otra se lo comerá». Y para hacer honor a la
verdad, el muchacho tenía una buena tranca. Pero me pareció un
grosero, un ordinario, un palurdo y mil descalificaciones más.
Mateo fue inteligente, mucho más hábil. Él supo cómo debía
entrarme, diciendo las palabras adecuadas en el momento más
oportuno para que yo picase el anzuelo y acudiese a la cita. Y
aquí estoy.
—Gracias Mateo. Tú tampoco estás nada mal.
Le miro profundamente, estoy haciéndole una radiografía al
fornido cuerpo que gasta. El tipo medirá… ¿metro setenta? Sí,
por ahí andará, tiene unos enormes ojos de color marrón oscuro
tirando a negros, un hoyuelo en la barbilla que me parece de lo
más sensual. Total, que es un morenazo apetecible al que no le
haría ascos ninguna mujer.
—¿Qué te apetece tomar? Puedes pedir lo que quieras, ¡invito
yo! —dice cuando aparece el camarero.
—Una piña colada, por favor.
—¿Con alcohol o sin? —pregunta el camarero.
—Que esté cargadita, gracias.
El camarero mira a Mateo.
—Para mí un destornillador, gracias.
—Gracias por invitarme —digo cuando el camarero ya se ha
ido.
—Soy un chico moderno a la antigua usanza: de los de antes,
de los que se lo pagaban todo a su pareja.

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—Pero si tú y yo no nos conocemos de nada.
—Eso es hoy, puede que mañana… Mañana seremos novios,
o prometidos, ya iremos viendo.
Lo dijo tan serio que no me atreví a reírme; aunque estuviera
partida por dentro.
Después del segundo coctel, Mateo me devora con la mirada
y yo me siento perdida, voy cachonda. Su compañía me relaja y
estoy a gusto, y su personalidad me atrae, me fascina y me hace
sentir cosas que no debería. Es un chico ocurrente y gracioso. Y
tiene una seguridad tan apabullante que me deslumbra —es un
provocador nato pero no zafio, lo hace con mucha educación—.
Y tengo tantas ganas de él que no sé cómo voy a salir indemne.
—Bueno, cuéntame, ¿a qué se debe que tengas un nombre tan
sensual y tan poco corriente?
—Mi padre es comercial y de soltero viajaba a menudo a las
Antillas holandesas, allí hay una isla que se llama Aruba; punto
y final, ahí acaba toda la historia.
He mentido. Mi padre se dedica al estraperlo o contrabando
de tabaco —además de a otros trapicheos que ni me ha contado
ni yo quiero saber—. Mi nombre se le ocurrió un sábado, de una
semana cualquiera, que dijeron en las noticias que en esa isla se
había hundido un barco pesquero y que estaban buscando a toda
su tripulación. Y mi padre quedó fascinado por el nombre de esa
isla y decidió ponérselo a la primera hija que tuviera; a mí.
—Nombre curioso para una chica musulmana, árabe o…,
como os guste que os llamen: yo soy una persona respetuosa,
tolerante y condescendiente. Y a mí me importa poco quien seas
o de donde vengas, me gustas y punto; yo valoro a la personas
por lo que son, y no por lo que me gustaría que fueran. Bueno, y
cambiando de tema: ¿quieres que vayamos a algún sitio donde
pueda meterte mano por debajo de la ropa?

162
—Ya me gustaría pero…, sintiéndolo mucho, mi religión no
me permite licencias de esa índole tan abierta y tolerante: yo no
puedo practicar sexo hasta que no esté casada.
Me mira incrédulo, evaluando mi respuesta.
—Sí, y no me mires así que te estoy diciendo la verdad; no
puedo ser estrenada hasta la noche de nupcias, aunque me muera
de ganas, que me estoy muriendo. Y puede que te suene a chiste
pero no lo es; aún soy virgen. Me mantengo pura e inmaculada
para mi futuro marido.
Mateo abre todo lo que dan de sí sus enormes y bonitos ojos
—seguramente, era lo último que esperaba que saliera por mi
boca—; se ha quedado pasmado, aturdido y bastante confuso. Y
creo que le gustaría salir corriendo y dejarme aquí plantada.
Cuando se recompone del susto, se pasa las dos manos por la
frente, primero una y luego la otra. Mientras se las seca con una
servilleta de papel, me mira de nuevo y puedo oír como intenta
tragarse la saliva que se le ha quedado atascada en la garganta.
—Pero… ¡Si estás bebiendo alcohol! Yo creía… Pensaba que
eras una chica moderna, de las de hoy, de las que se ponen el
mundo por montera y pasan de lo que puedan pensar o decir los
demás.
Hace una pausa y le da un trago a su bebida, está sudando.
—En teoría lo tenéis prohibido, ¿no? Me refiero a las bebidas
con alcohol; por eso estaba seguro de que tú también… Vamos,
de que te va el sexo y por eso estás aquí.
—Bueno, tomar la primera copa es muy fácil, pero lo otro…
—entorno un poco los ojos, haciéndome la inocente—. Lo otro
son palabras mayores, y yo…
—Ah, por eso no te preocupes que yo te lo puedo solucionar:
te prometo que no se lo contaré a nadie. Y lo haré encantado y
con doble gusto: el que te daré y el que sentiré al hacértelo; ¿qué
me dices, te hace mi propuesta? ¿A qué te tienta…?

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Sonríe con malicia. Solo de pensarlo se le ha puesto firme, y
no es que lo esté viendo, pero lo intuyo.
—No puedo entregarte mi bien más preciado, compréndelo;
ya te he dicho que lo reservo para el que me pida en matrimonio.
Qué bien me lo estoy pasando —necesitaba desconectar y lo
estoy logrando—, qué mala soy; la cara de Mateo es un poema.
«Si crees que me vas a follar, vas listo».
—Creo que te has equivocado viniendo a la cita: las personas
que nos apuntamos a este tipo de chats es para quedar y follar.
Follar y volver a quedar hasta que uno de los dos se cansa y… ¡a
otra cosa mariposa!
Estoy partida de la risa, aunque trato que mis facciones no me
delaten. Y es una ardua tarea y nada fácil de llevar a cabo. Pero
tengo la intención de llevarle hasta el límite, quiero ver qué está
dispuesto a hacer para arrebatarme mi preciada virginidad —esa
que cree que guardo como oro en paño—. Sonrío y le digo:
—Bueno, tampoco soy una estrecha y a un par de morreos y
una buena metida de mano no le hago ascos. Si eso te basta…
Durante unos segundos nos miramos sin decir nada, el parece
confuso y que las dudas le asaltan.
—¿En mi casa o en la tuya? —pregunta él.
—Tú mismo, yo aún vivo con papá y mamá.
Qué cruel que puedo llegar a ser. Pero hacía tanto tiempo que
no me desinhibía que me importa un bledo. Me muerdo el labio
de arriba, luego lo suelto y paseo mi lengua de un extremo al
otro y viceversa, recreándome mientras él me mira ilusionado.
De repente se remueve inquieto en la silla, está poniéndose
nervioso, o cachondo, o ambas cosas.
—¿Qué te parece si lo hacemos en mi coche? Yo también
vivo en casa de mis padres: y te confieso que me daba un poco
de vergüenza admitirlo pero, uff… ¡ya está dicho! Conozco un

164
sitio dónde nos podemos enfriar el uno al otro a salvo de las
posibles miradas indiscretas de los viandantes.
—De acuerdo, llévame.
Paró el coche en un descampado, y aquello me puso nerviosa
y me inquieté un poco —no me gustan los sitios apartados, ahí
no tengo margen de maniobra en caso de necesidad o de peligro
inminente—. Sabía que no estaba siendo sensata, que jugaba con
fuego y las llamas podían alcanzarme y abrasar todo lo que hasta
ahora llevaba superado a fuerza de dolor y lágrimas. «Si cuando
le digas a Mateo hasta aquí hemos llegado, él no para y quiere ir
más allá, ¿qué harás? ¿Lo has pensado bien? Te estás metiendo
en la osera del oso: hablar con él ha resultado fácil, entretenido,
divertido y hasta agradable, pero la realidad es que no sabes una
mierda sobre este tipo».
Decidida a no seguir escuchando lo que mi sensatez estaba
diciéndome, acerqué mi boca a la suya demandándole un beso,
tenía sed de aquellos labios rosados y carnosos —me estaba
acostumbrando a hacer caso omiso a la cordura, aún a sabiendas
de que me estaba metiendo en tierras movedizas—.
Mateo puso cara de sorpresa, pero sin perder un segundo me
besó. Era un beso caliente, pasional, de los que anuncian que
aquello no va a quedar ahí y que después del beso llegaran las
manos y después el resto.
El primer beso llevó a un segundo y agarrándome de la nuca
enterró su lengua en mi boca. Y la fogosidad con lo que lo hizo
subió mi temperatura unos grados más.
Este beso fue largo, intenso, agradable, sabroso y exquisito
—el chico besaba de maravilla y su boca me sabía a gloria—. Y
nos volvimos a enganchar una tercera vez, lengua con lengua
enzarzándose, confundiéndose y fundiéndose la una con la otra.
Y los besos dieron paso a la necesidad carnal; yo quería un buen
revolcón.

165
—¡Besas de fábula, chica guapa! No te lo vas a creer pero…
Esas palabras fueron suficientes para entregarnos a otro beso.
Y el vello de mi cuerpo se reveló y se erizo alzándose al cielo
porque los besos de Mateo estaban a la altura de los besos de
Milá: que eran los que yo hubiera preferido saborear de haber
podido elegir. Aún así, seguía pensando que no estaba preparada
para ser penetrada por éste.
Nos abrazamos.
Mi cuerpo y el de Mateo se atraían como lo hacen los imanes
cuando los acercas, pero yo necesitaba averiguar si lo mío con
Milá tenía futuro o se había acabado antes de empezar. Y toma
mi boca otra vez y con sus labios enganchados a los míos tumba
el respaldo del asiento en el que yo estoy sentada. Me mira, y
sonriéndome como si fuera Drácula —luciendo colmillos—, se
abalanza sin previo aviso sobre mi cuerpo y se sube encima de
mí, quedando nuestras bocas tan cerca que se rozan.
Yo, para esta cita había elegido una falda corta y unas medias
negras de red, de las que llegan hasta los muslos y van sujetas a
un liguero —uno maravilloso que estrenaba para la ocasión—, y
una camiseta tan ajustada que acentuaba la evidente talla de mi
sujetador.
Sus manos se convirtieron en tentáculos y me sobaba con una
habilidad soberbia, magistral. Mi cuerpo pedía a gritos el suyo y
yo lo acallaba como podía —a base de decirme y repetirme que
no me dejase arrastrar por la fogosidad de mi cuerpo—. Pero no
tenía ni la menor idea de cuánto tiempo más me podría resistir a
aquel encantador de serpientes.
Mi voluntad ya se había echado a dormir y me tenía vencida;
sus diestras y calientes manos habían recorrido cada centímetro
de mi cuerpo y lo habían hecho vibrar, agitándolo de una forma
tan placentera que me confortaba y me sentía muy a gusto entre
sus brazos. Mi cuerpo había convulsionado de ganas, de hambre

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acumulada a lo largo de los días de ayuno, que no eran pocos. Y
yo quería que se acomodase en mi interior, que se fundiera en
mis carnes y me doblara de gusto —o me asaltaba o le asaltaba
yo, era así de simple—.
Cuando ya estaba a punto de penetrarme, y yo de permitirlo,
sonó mi teléfono móvil. «Uf, menos mal, al fin, aleluya», pensé.
Había puesto la alarma para que sonara justo a esa hora, pero ni
calculé ni medité lo que da de sí el tiempo y por poco no ocurre
lo inevitable.
Mateo creyó que alguien me estaba llamando.
—No lo cojas, ahora no, por favor… Es nuestro momento, te
tengo a puntito de… Hazme caso y no lo cojas: ya mirarás quien
es y le devolverás la llamada, te lo suplico.
Me sabía mal dejarlo en ese estado. Y yo no estaba mejor que
él, mi sexo tampoco quería abandonar.
—Es mi madre y debo cogerlo. Y lo siento mucho, pero si no
descuelgo mi madre insistirá hasta que lo haga; y cómo soy hija
única, es pesadísima conmigo: supongo que eso es lo que llaman
padres protectores.
Mateo aprieta los puños con mucha fuerza. Está enrabiado y
cachondo y no esperaba esta contrariedad.
«Pobre iluso. Ay machote, que ya te veías desvirgándome»,
pienso mientras simulo descolgar.
—Si… Hola mamá, dime…
Dejo pasar unos largos segundos, haciéndole creer que estoy
escuchando lo que mi madre está diciéndome. Al cabo, digo:
—Lo siento, me he entretenido y no he visto la hora —Mateo
señalaba el reloj y me hacía gestos. Él quería que retrasara mi
vuelta a casa, «Media hora, dame solo media hora», decían sus
labios. Continué con mi película, estaba metida de lleno en mi
papel—: Ya voy, no tardaré.

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Mateo sonrío, pensaba que le estaba concediendo el tiempo
que me había pedido.
Sentí remordimientos por mi travesura, porque él me parecía
un buen chico y ni se le había pasado por la cabeza que lo de mi
móvil podía ser un truco barato —este móvil no tiene tarjeta y
sólo lo uso para que suene la alarma en casos como el que ahora
me ocupaba; el que evita el riesgo se ahorra el peligro de darse
una torta—. El verdadero, lo tengo en el bolso y en silencio. Me
gusta ser cauta y tener la situación bajo control; me han pasado
demasiadas cosas y la gran mayoría ha sido culpa mía, ya sea
por confiada, ingenua, pardilla o inexperta. No me pasará nunca
más: la primera vez le puede pasar a cualquiera porque suele ser
por falta de experiencia en la vida. La segunda es por exceso de
confianza, pero la tercera y más es que uno es tonto de remate y
yo no quería ese título colgado en mi pared.
—Me tengo que ir, llévame, por favor.
—Pero, ¡esto no puede acabar así, me debes un final feliz! ¿A
qué hora te va bien que te recoja mañana?
No contesté, me limite a recolocarme la ropa.
Durante el trayecto no me habla, ha colocado su mano sobre
mi muslo izquierdo y se ha limitado a conducir.
Para el coche y ataca de nuevo.
—¿Dónde quieres que te recoja mañana? A mí me va bien en
cualquier lugar; si tengo que ir al fin del mundo, iré.
—No lo sé, tengo muchas cosas que hacer: me organizo y te
llamo, ¿estás de acuerdo? —le miro dedicándole una sonrisa,
quiero que me crea aunque le esté mintiendo. Y pienso: «Si en
breve no tengo noticias de Milá, me dejaré llevar por mi voraz
apetito sexual y te llamaré»—. Me pirran los chicos como tú; y
no salgo nunca con desconocidos pero, aunque nos acabamos de
conocer, creo que puedo confiar en ti.
—Yo no lo haría: anda tanto depravado suelto que...

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Me río.
—¿De veras…? A mí me ponen los chicos honestos. ¿A qué
hora has dicho que te va bien? Bueno, mejor te llamo yo —uf,
suspiro aliviada, menos mal que he rectificado a tiempo.

Voy llegando a casa y miro el reloj; son casi las dos de la


mañana. Se me ha hecho tarde pero no me importa, han pasado
las horas sin ser consciente de ello. Después de despedirme de
Mateo me fui a dar un paseo por el puerto; necesitaba sentir la
brisa por mi cuerpo y que el olor a mar embriagara mi nariz,
subiera hasta mi cerebro y me recordase que tengo que tener los
pies sobre la tierra. Ese olor me hace bien a la vez que me hace
mal; me recuerda la crudeza, la barbarie de lo que puede llegar a
hacer el ser humano; pero ahora soy una mujer curtida y echa a
mí misma, aunque he de estar siempre vigilante y al acecho para
no volver a caer bajo los pies de nadie.
Maniobrando para aparcar, miro por el espejo exterior y veo a
un hombre apostado frente al portal de mi casa. En la calle hay
poca luz pero, todo y con eso, esa silueta me es familiar. «Es
Milá. ¡Mi querido y añorado amor!», digo en voz alta y sin salir
del asombro. «¿Qué haces por aquí a estas horas?». Con mucho
esfuerzo acabo el aparcamiento; no me aclaro si tengo que girar
el volante hacia la derecha o hacia la izquierda: estoy nerviosa,
sorprendida, emocionada, excitada como cuando era una niña en
la víspera de la festividad de la Ashura.
Me bajo del coche e intento aparentar normalidad, cómo si no
le hubiera visto —necesito actuar con la mayor naturalidad del
mundo aunque me va a resultar muy difícil—, y simulo que voy
atenta al móvil mientras camino dirección a mi casa.
Meto la llave en la cerradura de portal y oigo a mis espaldas:
—Caramelito… ¡Espera, que soy yo!

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Corre hasta mí. Me agarra de un brazo y evita que entre en el
portal.
Me giro. Y en cuanto nuestros ojos se miran él desvía la vista
a mi falda y a mis piernas.
—¿Se puede saber de dónde vienes vestida así?
Pongo los ojos en blanco.
—¿Así cómo…? ¿Y desde cuándo te debo yo a ti algún tipo
de explicación? ¿Acaso eres mi padre o alguien de mi familia?
¿O tal vez te he preguntado yo por qué me has hecho el vacio
todos estos días? No, tú y yo no nos debemos nada. ¡¡¡Nada de
nada!!! —digo gritando y alterada—. Ahora vete; vuelve con tu
mujercita que te estará esperando con el picardías puesto. Vete,
¡no quiero volver a verte! Tu presencia me hace daño.
Tengo un pie dentro del portal cuando oigo:
—¿Te refieres a éste?
Al girar la cabeza veo que se lo está sacando del bolsillo. Me
lo entrega. Tiene la etiqueta puesta y aplaudo mentalmente. No
está estrenado; ahora sí que no entiendo nada de nada. Estoy tan
descolocada como ilusionada. Intento hablar pero no lo consigo.
—Pero yo…, creía qué…
—Yo creía, yo creía… Mujer de poca fe. ¿Cuántas veces te
he dicho que confíes en mí?
Me agarra en brazos. Me aliso la falda y la coloco de modo
que no me quede con el culo al aire.
—No te molestes, no hace falta que te esmere en taparte que
en cuanto lleguemos al piso te la pienso arrancar de un bocado:
estoy más encendido que la antorcha durante las olimpiadas.
—Estoy pensando y… ¿cómo has sabido dónde vivo?
—Recursos que tiene uno.
—No estoy para guasas y te hablo muy en serio; no me gusta
que me vigilen, ni que me sigan ni que acosen.
Me besa en la frente.

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—Recursos humanos, Caramelito: tengo una colega, amiga o
conocida; llámala X, que trabaja en el hospital. Es Maite, ¿la
conoces?
—No, aunque imagino que a estas alturas ya lo sabías. Y esa
tal Maite ¿qué te ha pedido a cambio?
—Nada que no pueda permitirme.
Ponga cara de manzana agria.
—Tranquila, que no es lo que tú piensas. Me ha pedido que le
agilice el tiempo de espera para la operación de su padre. Llevan
meses pendientes de que le llamen y yo puedo darle celeridad;
ya sabes cómo funciona el sistema
—Oh… claro. ¿Cómo he podido dudar de un destroyer como
tú? —rápidamente me arrepiento del rumbo que están tomando
mis palabras y suavizo la voz intentando arreglarlo—. Lo que he
querido decir, es que llevo varios días sin saber nada de ti. Ni
has acudido a nuestra cita ni me has llamado, ¿qué esperas de
mí, dime? Estoy tan desconcertada, que no sé qué pensar ni que
esperar de lo nuestro.
—Mi mujer está ingresada en el hospital Clínic, en la unidad
coronaria y —¿Qué le ha pasado…? —interrumpo asustada—.
Le dio un infarto aquel mismo día, el último que tú y yo nos
vimos: cuando llegué a casa me la encontré tirada en el suelo,
completamente inconsciente y con la temperatura corporal muy
baja. Intuí que podía tratarse de un infarto y active el protocolo.
—¿Y cómo está, se encuentra bien?
—Está algo mejor, pero lo más importante es que su vida ya
no corre peligro.
Me besa, nuestras lenguas chocan y se enlazan, se enredan y
desenredan, se recrean, ninguno de los dos tenemos prisa para
que termine.
Al entrar en casa, el reloj deja de funcionar y se ha detenido
para nosotros, para que podamos deleitarnos con el reencuentro.

171
Me aprieta fuerte contra su cuerpo, con necesidad, me ha echado
de menos y yo estoy que no me lo creo. Pero está aquí y estoy
encantada.
—Estos días me han servido para poder reflexionar. —Sonrío
para ocultar el nerviosismo que me come por dentro—. Y me he
dado cuenta de cuáles son mis sentimientos hacia ti, los reales:
no he tenido ni un solo un segundo de paz, mi mente te buscaba,
recreándose una y otra vez en nuestro encuentro. Mi cuerpo se
volvía loco y anhelaba el tuyo y lo pedía a gritos. Y aunque esos
gritos solo los escuchaba yo, me angustiaban y me hacían estar
retraído, como ausente.
—¿Y cómo estás tú, que tal estás llevando…? Ya sabes qué
quiero decir.
Sus ojos están apagados, tristes y sin vida. Me preocupa que
esté sobrepasado por los últimos acontecimientos. Pero ahora
está aquí y pienso endulzarle la noche haciéndole gastar muchas
calorías.
—Un poco cansado pero, por lo demás, bien.
—Siento haber dudado de ti y de tus buenas intenciones. Y te
agradezco las atenciones hacia mi persona; te creo y creo en ti.
Perdóname, yo…
Busco su boca para ahogar la vergüenza que me corroe. «Si
supieras lo que he estado a punto de hacer».
—Ahora lo que me urge es poseerte y lo voy a hacer. Tengo
toda la noche.
Frunzo el ceño —cómo va a tener toda la noche para mí si su
mujer está ingresada—, no entiendo a este nuevo Milá.
—Explícame eso de que tienes toda la noche para mí; ¿hay
alguna novedad más que yo desconozca y deba saber?
—Una íntima amiga de mi mujer, Toñi, ha insistido mucho
en quedarse a vigilar a Rosa. Me ha pedido que me vaya a casa a
darme una larga ducha y a dormir. Lo primero ya lo he hecho:

172
vengo limpio, reluciente para ti. Y dormir, lo que se dice dormir,
no es lo que tengo en mente en estos momentos.
Me da la risa, es una risa de quinceañera y me entristece esa
desagradable sensación —había olvidado el tiempo que hacía
desde la última vez que me había reído de alegría y felicidad—.
Pero no pensaba dejar que ese repentino sentimiento amenazara
con empañarme el momento.
—Eres una joya: tienes una risa preciosa, una voz melodiosa
y un cuerpo portentoso. Qué digo… ¡de escándalo! Es ideal para
todo lo que se me está pasando por la cabeza.
—Entonces, ¿tú y yo tenemos un compromiso? —realmente
lo que le estaba preguntando era si me quería.
—De momento, y hasta que Rosa no esté del todo bien y en
casa, tenemos un compromiso platónico.
—Un compromiso platónico… —arrastrando la última sílaba,
le miro a los ojos—: Me gusta la idea; platónico… me suena a
poema.
Sonrío con malicia mientras camino hacia mi habitación. Le
oigo caminar detrás de mí, persiguiéndome. Eso me excita y me
turba y hace que le desee más que a nada en el mundo.
Para provocarle, me voy quitando la ropa prenda a prenda,
sin prisa pero sin pausa.
Él me observa. Se ha sentado en el borde de la cama y está
haciéndome gestos obscenos con la boca.
Me pongo el picardías, me meto en la cama y apago la luz.
La enciende y dice:
—¿Me vas a dejar así…? ¿Tú me has visto bien?
—Es lo que tiene las relaciones platónicas, que no hay sexo:
ni implícito ni explícito.
De nuevo, apago la luz.

173
—Ok, lo he captado. ¡Qué le vamos a hacer! Me esperaré a
que pase de platónico a materialista. O a interesado o como a la
señorita le vaya bien.
Oigo como va quitándose toda la ropa, sigue sentado sobre la
cama. Espero ansiosa, estoy deseando que me tome a la fuerza.
Cuando ya le tengo bajo las sábanas, se coloca junto a mí en
posición cucharilla. Una pícara sonrisa cruza mi cara; creo que
me va a penetrar.
No ha ocurrido, qué decepción, me ha abrazado y en menos
de un minuto estaba roncando como un elefante —uno cree que
podrá esperar y esperar, pero hay veces que por mucho que uno
se empeñe el cuerpo no lo consigue—. Me meto un par de dedos
y me aprieto entre sus brazos llorando de felicidad.
Me despierto y busco con el pie, me ha dejado sola. Enciendo
la lamparilla. Su ropa tampoco está, se ha marchado y no se ha
despedido. Me levanto y voy al baño. Me siento en el inodoro y
pienso: «No recuerdo el tiempo que hacía que no dormía tanto y
tan bien. ¡Y eso que no tuve sexo!».
Me preparo un café. Cuando voy a sentarme, dispuesta a
tomármelo tranquilamente, veo que hay un papel doblado por la
mitad. Lo cojo, lo desdoblo y grito emocionada:
—¡Me ha dejado una nota! Ay…, qué majete es y cuánto le
quiero. —la leo:
Cuando duermes tienes carita de Ángel y estás preciosa.
Estaré con Rosa en el hospital y con el móvil desconectado.
En cuanto pueda me hago una escapada y vengo a verte, te lo
prometo, cuenta con ello, Caramelito. Me ha gustado mucho
dormir abrazado a ti. Eres “el amor platónico de mi vida”.
Qué tengas un buen día: el mío será eterno, tedioso y ansioso
por volver a tu lado.

Siempre tuyo: Milá.

174
Me ha dibujado un corazón a bolígrafo. «¡¡Me quiere!!», beso
el corazón y me vengo arriba. Cojo una hoja de papel y escribo:
Mi querido doctor. Tu corazón ha ganado al mío
y ahora solo late por y para ti. Anoche me quedé
con unas ganas de lo que tú ya sabes y el día se me
hará eterno. Siempre tuya; para lo que desees y necesites,
Caramelito.
Doblo el papel y me lo guardo dentro del bolso. «Ya sé cómo
puedo hacérselo llegar», se me acaba de ocurrir una idea genial,
sublime, extraordinaria… El corazón me late tan acelerado que
hasta tengo un tic en un ojo.
Salgo de casa y me dirijo al hospital donde está ingresada su
mujer.
Hay poco tráfico y casi todos los semáforos me reciben con
su color verde esperanza. Llegaré con tiempo de sobra para mi
propósito.
Doy unas cuantas vueltas por los alrededores hasta que por
fin diviso su coche. Acelero y me paro en paralelo al suyo. Me
bajo y miro en derredor; quiero colocar la nota sin que nadie me
vea; se la voy a poner en el parabrisas.
Ya he lanzado la caña. Ahora debo esperar a que pueda leerla
y venga a darme lo que necesito.
El día está pasando más lento de lo que me gustaría o de lo
que necesitaría; la realidad es que las horas no avanzan porque
los minutos no corren, apenas si se mueven; se recrean para
poder martirizarme. Las manecillas del reloj parecen caracoles
que se arrastran pero que nunca logran llegar a la meta.
De nuevo controlo el reloj, lo voy a gastar de tanto mirarlo. Y
como creía que al menos habían pasado un par de horas y no ha
sido así, me vengo abajo, me desmoralizo por completo y me
agarro un cabreo monumental —tan solo ha pasado tres cuartos
de hora desde la última vez que lo miré—.

175
Hoy estoy con Ramón, el cirujano con el que me estrené en
esta profesión, le tengo un cariño muy especial: siempre ha sido
muy bueno y generoso conmigo y me ha dado un trato especial.
Él me dio la clave para ser buenísima en mi trabajo. Siempre me
decía: «Si eres mediocre no llegas a ningún sitio: si quieres
que te tengan en cuenta, has de destacar y ser la mejor». Y
según él, he alcanzado el objetivo.

Creí que no acabaríamos nunca.


Estoy terminando de acondicionar el quirófano cuando un
recuerdo asalta mi mente, es tan fresco como el día que sucedió:
era mi primer día aquí, en el hospital. Mi primera intervención
sin supervisión; esto ya no eran prácticas y la responsabilidad
me presionaba, jugándome una mala pasada. Ahora, al evocarlo
me rio, pero en aquél momento quedé como una tonta, como la
estúpida e ignorante novata que era, o como la pava que no se
entera de nada y que está en el mundo porque tiene que haber de
todo. «Fidel, el paciente, tenía diabetes y le iban a amputar una
pierna a la altura de la rodilla. El cirujano empezó a seccionar, y
yo estaba tan cerca que la sangre inundó mis ojos y tuve que
salir a lavarme y a cambiarme. Y por qué no admitirlo, si pasó, a
vomitar todo lo que llevaba en el estómago esa mañana.
Ramón me había ofrecido, antes de empezar la intervención,
una mascarilla con pantalla. Él siempre la usa pero yo la rechacé
porque la había probado en alguna ocasión y se me pegaba a la
frente y, a veces, hasta se me empañaba.
Cuando entré, Ramón me colocó la pierna de Fidel —por mil
años que viva, nunca olvidaré el nombre de aquél paciente—, en
mis manos. Esa pobre, inocente e incauta que era yo entonces, le
dijo: «¿Qué quiere que haga con esto, doctor? ¿Dónde quiere
que la lleve?». Ramón me contesta: «La coges y la llevas a la
cocina para que hagan hamburguesas: y eso es lo que habrá

176
hoy de menú para los pacientes». Me bloqueé de tal manera
que me quedé parada, pasmada e indecisa. No sabía qué hacer
con aquello sangrando en mis manos. A Ramón le dio un ataque
de risa, se descojonaba a mi costa. Luego, me miró todo lo serio
que podía y dijo: «Ay… ¡pobre chiquilla inocente! Nena, te voy
a espabilar. O eso o aquí te meriendan en dos días».
Y lo cumplió. Me espabiló y de qué manera.
—Oye, Aruba, ¿qué te parece si espero a que acabes y nos
vamos a comer? Conozco un local ideal: hace tanto…, desde la
última vez que ni lo recuerdo. ¿Y cómo te va todo? Te veo muy
bien.
—Me encantaría, de verdad. Me apetece mucho, pero he de
irme a casa: estoy esperando un paquete y me lo van a traer en
un ratito. Te llamo un día y quedamos para que me lleves a ese
sitio tan especial —me mira contrariado, esperaba que aceptara
su invitación. Me sabe muy mal porque este hombre me quiere
como a una hija—. Ramón, de verdad que quedaremos; hoy me
has pillado más liada que la pata de un romano pero… Me ha
dado una inmensa alegría verte de nuevo, de verdad; te llamo en
unos días.
El paquete es un regalo grande, sin envolver pero de los que
te envuelven y te hacen el lazo. Es cariñoso como mi gatito y se
llama Milá. Y debo estar en casa por si puede escaparse un rato,
necesito que me dé mucho cariño. Estoy deseando verle. Verle y
tocarlo y tenerlo entre mis sábanas; sí, justo ahí es donde quiero
tenerle.
Llego a casa y me doy una ducha, recreándome bajo el chorro
de agua.
Me visto con ropa sugestiva, sensual, atrevida y escandalosa;
muy escandalosa.
Me dejo caer en el sofá, impaciente por su visita.

177
Cené sola, arreglé la cocina sola, miré la película sola y me
acosté más sola que la una. ÉL no ha venido, ni tampoco me ha
llamado ni ha contestado a mis… ¿veinte? Sí, esa son las veces
que habré tecleado su número de móvil y que he escuchado: «El
teléfono al que está llamando está apagado o fuera de cobertura.
Inténtelo más tarde». Y un poco más tarde: «El teléfono al que
está llamando está apagado o fuera de cobertura…». Y así, una
tras otra, las veinte veces. Mañana, o cuando me eche a la cara a
ese cruel inhumano: —a ese necio, estúpido engreído, egoísta y
caprichoso; como dice la canción de Rocío Jurado «La más
grande»—, le pienso dar puerta y mandarlo a hacer gárgaras.
Con mis sentimientos no se juega; no pienso permitirle a ese
gañan que se ría de mí.
La noche no quiere acabar, no amanece. Estoy irritada y eso
me provoca insomnio, y la falta de sueño más irritación todavía;
es como la pescadilla que se muerde la cola.
Pongo la televisión y me amodorro un poco.
Cuando creo que el sueño me va a vencer, apago la tele. De
nuevo me asaltan las dudas, el pánico a lo peor y… vuelta a
empezar.
Me despierta la alarma del móvil; son las siete.
Me despierta la alarma del móvil; son las siete y cuarto.
Me despierta la alarma del móvil; ya son las siete y media
pero me la pela. Y después de abrir los ojos, para comprobar qué
hora es, los vuelvo a cerrar y decido que no puedo ir a trabajar.
No, no estoy nada bien de ánimo y así no puedo presentarme:
tengo sueño y un horrible dolor de cabeza. Y cuando tenga que
pasarle el separador autoestático, lo que le pasaré no será eso,
sino el bisturí, y cuando deba darle la tijera de disección, a saber
qué le tendré preparado. Sí, no hoy puedo asistir a nadie; soy un
peligro para mí y para los demás.
El timbre suena. Y suena y suena…

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—Voy. ¡¡Que ya voy…, impaciente!! —grito desde la cama.
Miro la hora: las diez y veinte. Me levanto con parsimonia,
con la pachorra y la desgana de la que no ha pegado ojo en toda
la noche.
—Cómo seas tú… ¡Te vas a enterar!
Voy diciendo mientras camino hacia la puerta. Ese va a tener
que oírme; voy a cantarle las sesenta. Sí, las sesenta, porque las
cuarenta se le han quedado pequeñas y le aprietan.
El timbre vuelve a zumbar.
—Voy, ¡ya estoy llegando! —vuelvo a decir.
«¿Ahora te entran las prisas, mamón?», me pregunto con el
pomo de la puerta en la mano y a punto de abrirle. Pero me doy
cuenta de que estoy casi desnuda. Miro por la mirilla y veo a un
chico con un paquete envuelto; qué decepción, menudo chasco
me acabo de llevar.
Seguramente será para mi vecina Piedad, que la pobre trabaja
por cuatro y no para nunca en casa, pienso mientras le digo:
—Perdona, pero no encuentro las llaves: dame un momento.
Debo ponerme algo encima, más adecuado y menos atrevido;
no estaba preparada para recibir a otra persona que no fuera
Milá.
—Te daré una buena propina pero será en cuanto encuentre
esas dichosas llaves; te compensaré por todo el tiempo que estás
perdiendo, espera unos segundos más y me lo agradecerás.
—De acuerdo, pero no tarde, se lo ruego, hoy tengo muchos
paquetes para entregar.
Me visto con lo primero que encuentro y abro la puerta.
—Uff…, lo que me ha costado poder encontrarlas: Príncipe,
mi gato, ha estado jugando con ellas y las ha metido debajo del
sofá. Es muy travieso, pero me hace mucha compañía.

179
Me mira con cara de: «Y a mí qué me importan sus historias,
bastante tengo con las mías, que me topo con cada personaje que
es para flipar».
Me entrega el paquete y le doy veinte euros —sí, ya lo sé, me
he pasado de espléndida—, qué otra cosa podía hacer si sólo
tenía dos billetes y uno de cinco y otro de veinte. Si le daba el de
cinco quedaba como una autentica rata; y después de lo que ha
esperado…, qué menos.
—Gracias por su generosidad. Que tenga un buen día.
Cierro la puerta. Me siento en el sofá y lo abro:
—¿Y esto…? ¿Qué broma es ésta?
Es un consolador de color negro, largo, gordo y de látex.
Busco en la caja, debe haber alguna nota o algo. Pegada al borde
encuentro una tarjeta.
«Para que lo uses en mi ausencia. Hoy te prometo que iré
a verte. Y no te mando besos. Te los pienso dar en cuanto te
vea: tengo ganas de ti, muchas, tantas que me estremezco
solo con pensarlo.
PD. Lo he elegido de color negro porque el negro es el
color del luto, de la ausencia y de la soledad. Y eso es lo que
siento cuando no estás junto a mí».
Me quedo sin habla y doblemente muda, por el artilugio y por
sus palabras. Me vuelvo a la cama con un tremendo dilema y
con dos opciones o alternativas: ¿Lo estreno…? Me apetece, y
además, quiero explicarle que se siente con algo así dentro de mi
cosita.
Estoy en el baño, desinfectando a mi nuevo amigo y decidida
a intimar con él, cuando…
—Sí, dime… —digo descolgando el móvil que ya iba por el
quinto tono.
—Aruba, ¿va todo bien?

180
Es la chica de recursos humanos; alguien le habrá dicho que
hoy no he ido.
—Sí, no me encontraba muy bien pero… —Si pudieras venir
ahora mismo —interrumpe. Parece alterada. Seguramente, deba
haber una emergencia. No suelen llamarnos por no acudir un día
al trabajo—, te lo agradecerían. Siento importunarte y no es cosa
mía: pero han insistido mucho en que seas tú. Por lo visto, hay
poco personal y muchas urgencias que atender.
—Vale, no me demoraré más de lo necesario —doy al botón
de colgar y me dirijo a mi habitación.
Me arreglo en un visto y no visto.
Abro la nevera. Saco un tapper con macarrones y un poco de
fruta. Me lo guardo en el bolso y salgo pitando para el hospital.
El tráfico es fluido y eso me relaja, no tengo que conducir tan
atenta y me permitirá llegar en pocos minutos.
Estoy lavada y preparada para la operación. El paciente es un
hombre que se ha roto el calcáneo del pie derecho.
Según nos ha indicado el cirujano, tendrá que insertarle unas
agujas. Le he preguntado si la intervención será larga y que si va
a necesitar muchas agujas. Él me ha contestado que, hasta que
no abra y vea el desastre no podrá saber cuántas serán, por tanto,
todo dependerá de lo destruido que éste esté. Luego, con el paso
del tiempo (cada paciente es un mundo) y con otra intervención,
se las extraerán.
Izan nos trae al paciente. Me saluda y sonríe.
Le niego el saludo, lógicamente, no quiero ni verle. «Podría
decirle que lo que hizo estuvo mal, feo, horrible. Tanto, que me
ha ocasionado problemas con la persona que más me importa.
También podría decirle que ha sido una falta de educación por
su parte, que es un ingrato y que me ha hecho quedar como una
autentica guarrilla, porque ha ido haciendo comentarios a diestro
y siniestro —como si yo fuera una follatodo—. Es un grosero,

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un impertinente y un mentiroso tramposo (como algunos de los
que juegan al parchís); se comen una, mal comida por cierto, y
se cuentan veinte como si fueran unos fieras o algo de serie. El
muy miserable…», el pensamiento me escuece. Me digo: para,
para que aún irás a darle una patada en los huevos, que se la
merece pero que no le voy a dar ese doloroso placer —me haría
parecer peor aún ante los ojos de los demás—. Aunque se lo
merezca, y ganas no me falten, debo comportarme como una
señorita. Bueno, él es un cretino y lo sabe, o debería saberlo: eso
sí, que tenga claro que pagará por la humillación a la que me ha
sometido. La energía que mueve el mundo —cada uno lo llama
como cree o quiere— le hará pagar: a cada cerdo le llega su San
Martín.
El cirujano es Víctor Manuel; tiene cincuenta y dos años y es
medio calvo. En su larga cara destacan los ojos, que son de color
miel. Mide metro sesenta y seis de altura —muy bajito para ser
hombre—. Es un nombrado traumatólogo con una dilatada y
exitosa carrera. Y su reputación es sinónimo de éxito.
Se disponen a trasladar al paciente a la mesa de operaciones.
Agarran de la sábana y… Un, dos, tres y colocado.
Ando distraída, despistada, enamorada pensando en Milá y en
el inconcebible regalo que me ha hecho. Estoy hecha un mar de
líos: últimamente le he visto poco y me ha tocado menos y, para
colmo, hoy me manda a un sustituto, a un colaborador o como él
quiera definirlo. Tengo ansiedad, deseo, nervios y excitación por
sentirle cerca, porque me bese y me haga el amor. Y reconozco
que no estoy en mi mejor momento pero espero que Víctor no se
percate de ello; me sustituiría sin pestañear.
El paciente está anestesiado y preparado para la intervención.
Me acerco, quiero ponerle cara a la persona a la que le vamos a
arreglarle el pie.

182
PLAF… PLOF… La bandeja que llevo en la mano se me cae
y arma tal estruendo que, si no lo ha oído el paciente es porque
se encuentra fuera de juego.
—¡¿Qué ocurre, niña?! —Dice Víctor—. ¿Qué ha sido eso?
¿Te encuentras bien? Está lívida y sudorosa.
—Sí. Estoy bien. Dame un minuto —me apoyo en la pared.
No me puedo creer lo que han visto mis ojos, debe haber sido un
espejismo y me habrán jugado una mala pasada. Sí, seguro que
será eso. Intento relajarme y respiro hondo.
Cuando ya he recogido el desastre, me incorporo. Me acerco
y vuelvo a mirarle —se parece demasiado—. Me acerco un poco
más. Tengo miedo y me aproximo despacio, con recelo aunque
con determinación; tengo que estar segura de que mi cerebro me
ha traicionado y que es una ilusión de mi retina. O un trastorno
transitorio; lo que sea menos la verdad.
—Aruba, ¿estás bien? —dice Víctor mientras va quitándome
el gorro y la bata.
Va haciéndome aire con la tapa de la caja de las gasas.
—Lo estaré. Dame un minuto: creo que ha sido una bajada de
tensión, pero no pasa nada, enseguida estaré a full.
—Tienes la frente sudada y sin embargo… ¡estás helada! Qué
cosa más rara. ¿Seguro que estás para trabajar?
La tensión, la glucosa, el color de las mejillas, el ánimo y
todo lo demás, andaban por los suelos.
El paciente es Saúl. Sí, es Saúl y aún no me lo puedo creer.
«Ahora está aquí, en mis manos, indefenso e inofensivo bajo los
efectos de las drogas que le ha suministrado el anestesista. Este
es mi gran momento», pienso.
Por fin se encuentra subyugado a mí.
Mi cabeza se puso en marcha, rápido, a tanta velocidad que
temí que me diera un amarillo y cayese inconsciente al suelo.

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Acabada la intervención —el paciente aún estará dormido por
un largo espacio de tiempo—, me dirijo a mi taquilla.
Estoy tan nerviosa que no atino a meter la llave a la primera.
Busco en el interior de mi bolso: tenía la certeza que con las
prisas lo había metido dentro. Aquí estás, me digo mientras lo
cojo y lo beso. «Cómo me alegro de tenerte entre mis manos, me
vas a venir de perlas. Vas a ser mi mejor aliado: como no puedes
hablar, no te irás de la lengua. Jamás revelarás a nadie que yo he
sido tu cómplice, o tú el mío; tanto me da que me da lo mismo».
Milá, ni sabe ni puede imaginarse que me ha hecho el mejor
regalo del mundo. «Te quiero. Sí, solo por esto ya te mereces mi
amor incondicional», me dije mientras me metía en el bolsillo a
mi ayudante.
Me dirigí a la sala dónde le teníamos aparcado dispuesta a
que pagase por su maldad; lógicamente, Saúl no estaba aparcado
en ninguna sala ni en ningún lugar. Es una manera de describir
la situación.
Me acerqué y aún estaba offside.
Cuando desinfecté la polla de goma y se la metí en el trasero,
arriba, muy arriba, Saúl ni se inmutó. Sonreí satisfecha. Luego
pensé: «Eso es lo bueno de la anestesia, que uno no se entera de
nada; le puedes maltratar, o matarle si quieres —que no era mi
intención. Y aunque ganas y motivos no me faltaban, no soy una
asesina y no pensaba hacerlo—, que el paciente se queda tan
pancho.
Cuando despierte se va a cagar. Bueno, no, cagar, lo que se
dice cagar, no podrá. Pero pensé: «Te van a tener que intervenir
para sacarte eso de ahí; ¿a qué te gusta…? No… Que no te hace
gracia dices. Lo sé; a mí tampoco me la hizo y no te importó. No
atendiste a mis súplicas. Ahora lo sufres y te jorobas. Y lo mejor
de todo esto, es que nunca sabrás cómo llegó esa cosa a tu culo
pero sí sabrás lo que costó que te la sacaran. Eso, sumado a la

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vergüenza que pasarás el día que te hagan la placa y que vean
semejante artilugio en tu interior, me provoca burbujas de placer
en el estomago. Y no, por si te lo estás preguntado; no siento ni
siquiera un atisbo de culpabilidad. Eres merecedor del castigo y
lo sabes».
Desaparezco antes de que el desgraciado pueda abrir los ojos
y reconocerme. O que alguien me vea pululando aquí y pueda
relacionarme con él y con lo que he hecho. No debo dejarme ver
y acelero el paso, salgo a la velocidad del rayo.
Estoy contenta y muy satisfecha: he aplicado la ley del talión;
vejación por vejación. En cuanto llegue a casa pienso descorchar
una botella de Cava y bebérmela entera, el momento lo merece y
lo necesito. Por otra parte, creo que no se puede quejar; he sido
generosa y considerada con él. Para empezar, él estaba dormido
y no ha sido consciente de lo que se le venía encima o de lo que
se le metía dentro —muy al contrario de lo que me hizo él—.
Segundo, he lubricado el cacharro para metérselo por donde más
duele; aunque él estaba dormido, y no se iba a enterar, no he
querido hacerle ninguna fisura. Y tercero y último: nunca sabrá
quién le ha hecho semejante ofensa o quién se ha atrevido a tal
ultraje. Aunque, para ser sincera conmigo misma, me hubiera
encantado dejarle una nota. Diría así:
Hola mamón. ¿Qué tal estás? Supongo que no muy bien,
me puedo poner en tu lugar. Ah, por cierto, me han contado
que se te ha colado algo en el culo: ¿cómo lo llevas? Imagino
que no muy bien. Te entiendo, como te he dicho, me puedo
poner en tu lugar y saber lo que duelen esas cosas. Lo tuyo
es doblemente peliagudo; me estoy partiendo de la risa. ¡Qué
vergüenza cuando te lo encuentren ahí…! ¿Qué vas a hacer
para justificarlo? Esta vez no quiero ser yo la que esté en tu
lugar. No, te mereces lo que te ha pasado. Ahora ya sabes que
las pollas por detrás son muy dolorosas, y más cuando no

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son consentidas, a las bravas y sin vaselina. Que te sea leve, o
no, me importa un comino. Te deseo lo peor de lo peor. ¡Nos
vemos en el infierno! Porque después de lo que te he hecho
también voy a ir de cabeza. Pero estoy feliz de haberte dado
tu merecido.
Sonrío plácidamente. Hacía tiempo que no me sentía tan bien
ni tan… ¿realizada? Sí, justo esa es la palabra que mejor define
lo que siento.
Dispongo de hora y media, minuto arriba minuto abajo, antes
de entrar a la siguiente operación.
Me voy a la cafetería; comeré rápidamente y así prepararé el
siguiente quirófano sin estrés.
Saco un refresco de la máquina, me caliento los macarrones y
me siento en una mesa que está bastante apartada del bullicio,
dispuesta a comer en paz y armonía.
Dos compañeras se acercan, vienen hablando animadamente.
Aún no he acabado de comer pero quiero estar de incognito. Me
escondo detrás de una revista que he encontrado sobre la mesa y
hago ver que la ojeo mientras sigo comiendo.
—¡Mírame! No soy nada guapa. Y puede que ni agradable a
la vista y hasta incómoda de ver; o eso dicen de mí las lenguas
viperinas y malvadas. Soy consciente de que no soy de las que
llaman la atención, pero ni falta que me hace: vas a flipar con lo
que he hecho.
Con mucho disimulo, miro por encima de la revista y veo que
su amiga la observa detenidamente mientras ella sigue hablando.
—Me fui de crucero y fue genial, bestial. Me ha pasado algo
increíble e inaudito: imagínate lo que pueden dar de sí diez días
con sus diez largas noches. ¿Qué si he ligado…? No, tampoco lo
pretendía —Azucena se pregunta y Azucena se contesta. Parece
que esté soltando el pregón de fiestas—. Pero he follado todas y
cada una de las noches.

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La compañera la mira con los ojos muy abiertos y yo estoy
flipando en colores.
—He ido con Miriam y Cloe. Si, esas, las mismas en las que
estás pensando. Esas que se reían de mí en el post grado —su
interlocutora la mira, asiente pero no dice nada. Y Azucena cree
adivinar lo que le ha querido preguntar, y le suelta—: ¿Qué por
qué? Porque sí, porque se lo debía a ellas y porque me apetecía
demostrarles que las que somos feas follamos más; a tutiplén. Y
que nos tiramos a los tíos buenos como y cuando queremos. Y
mira, se me está ocurriendo…, que te lo voy a contar como si
estuviera pasando ahora mismo y simularé las conversaciones.
Empiezo:
«Nos vamos de crucero. A uno de singles tan guapis: no te
quieres apuntar, ¿verdad que no?».
—Decía Miriam con cara de suficiencia.
«Somos guapas y estamos muy buenas. Y por esa razón nos
vamos a follar a todos los tíos diez que encontremos en el barco.
¡Vamos a estar con el Top Ten de los tíos macizos!».
—Soltó la otra. Yo me dije: no querrás sentirte el patito feo,
feo e infollable. Qué pensaran esas zorras de ti. Estaban riéndose
y burlándose de mí. Me habían tocado la fibra y habían querido
hacerme daño, mucho. Y qué fácil es ser la guapa y la más guay;
la favorita de los grupos. Seréis hija de..., pensé yo. Y me dije:
os voy a demostrar que lo que me falta en belleza me sobra en
destreza, que lo que es probable para ti es loable para mí, y que
mientras tú tanteas el terreno yo ya lo he corrido y metido en mi
cama. Puede que sea incómoda de mirar, no lo sé, pero soy
agradable de satisfacer y de follar. Además, soy ágil como una
gacela y tengo la vista mejor que la un halcón: yo oteo rápida el
horizonte, tiro de mi poder de seducción y acaban donde yo
quiero; en mi cama y bajo mis garras de felina total. Y mientras
mi cabeza elucubraba todo eso, le contesté: Sí, me hace mucha

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ilusión poder acompañaros. Gracias por haber pensado en mí
que, seguro que no ligaré ni la mitad que vosotras pero no me
importa, siempre hay un roto para un descosido y yo hago unos
bordados maravillosos. Ellas se rieron de mí, abiertamente y en
mi jeta. ¡¡¡Qué cacho de perras!!!! Pensé, pero no me importó; el
que ríe el último ríe mejor. Así que…, les devolví una sonrisa
envenenada y me puse a pensar cómo les iba a devolver tanta
maldad.
—¿Lograste tu objetivo? —preguntó Marga.
«Eso, eso: bien por tu pregunta. También estoy interesada en
saber el devenir de la historia», pensé yo, que seguía detrás de la
revista.
—Embarcamos en el puerto de Lisboa —Azucena retoma su
aventura—. Hasta allí habíamos viajado en avión. El crucero iba
a hacer escala en las siguientes ciudades: Vigo, Bilbao, Dover
(Reino unido), Ámsterdam (Holanda), Copenhague y por último
en Rostock (Alemania). Y desde allí, volveríamos en avión hasta
Barcelona. Por delante teníamos nueve días. Y tres de ellos, no
seguidos sino intercalados, el barco navegaría sin tocar puerto.
Mi único propósito era escarmentarlas y hacerles ver que la
belleza no es imprescindible para ligar, aunque ayuda bastante.
Quería demostrarle a esas zorras de que era capaz la fea, la
indeseable y la que nadie querría tocar; evidentemente según sus
criterios. Ya sabes que Miriam es una chica guapa, alta, rubia y
con los ojos de un color verde intenso, como el mar cuando está
embravecido, generosa de caderas y un culo respingón: lo que se
dice un pivón que le gusta a cualquier hombre. Y Cloe, pues ya
sabes cómo es: delgada, morena, ojos marrones y con mucho
pecho; una cien por lo menos. Y con esas facciones de muñeca
que…, hasta yo me la cepillaría. Bueno, voy a contarte ya mi
aventura en el barco: la primera noche saqué del armario la ropa
que pensaba ponerme; eso era lo que pretendía que pensaran mis

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dos “amigas” —va abriendo y cerrando comillas en el aire con
los dedos—. Y cuando Miriam vio mi vestido de monja, dijo:
«No pretenderás salir vestida con esas pintas de… Ten, te
dejo una falda: esto es ropa para chicas con clase y no ese trapo
que tú has traído».
—Yo la cogí y, al tenerla en mis manos, pensé: no es corta
sino lo siguiente. Cloe no quiso ser menos generosa y me dejó
un top con un escote de vértigo. Cuando me lo pasó, dijo:
«No te pongas sujetador, que a ti no te hace falta. Tienes tan
poco pecho que los dos caben en una mano».
—Se burlaron, jactándose de que ellas tenían dos buenas…,
ubres, porque todo lo que no cabe en una mano no es pecho sino
ubre. Ambas reían como hienas. Me cabreé como una mona, y
les dije: ¡¡¡JA, JA, JA y JA!!! Me parto la caja muñecas. Y les
hice un gesto con el dedo corazón apuntando al aire.
—¡Tú tampoco eres ninguna santa! —le espetó Marga.
—Bueno, no machaques las hojas caídas —replicó Azucena.
Luego se echó a reír, para que Marga supiera que estaba de
guasa. Continuó—. Después de cenar nos fuimos a la discoteca.
Ellas iban maquilladas en exceso, parecían dos puertas. Y yo
con mi cara lavada y recién peinada, como dice la canción.
Lógicamente, ellas intentaron por todos los medios que me
maquillara como ellas. Pero por ahí no iba a pasar y no lo hice,
tenía mi plan pensado, elaborado al milímetro y el maquillaje de
momento sobraba, no era necesario. Se acercó un camarero y
preguntó:
«¿Qué desean tomar las señoritas?».
«Tres gin tonic, por favor. Gracias»
—dijo Cloe. Yo me imaginé que eso era lo que bebían ellas
cuando salían; ni se molestaron en preguntarme qué bebía, para
qué, si les importaba un bledo. Había unos chicos allí, sentados
en la mesa de enfrente. Y les estaban mandando señales a mis

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amigas; era un grupo de cinco chicos, muy majos todos ellos,
parecían de anuncio. Ellas les miraban y reían, les volvían a
mirar y volvían a reír.
«Ya hemos ligado, qué buenas somos».
—Decía Miriam.
«¡¡¡Qué guapo es el de azul!!! A ese me lo tiro yo esta noche
—Vacilaba Cloe, agitada por la emoción.
«Ja, Ja, Ja, qué bien lo vamos a pasar esta noche».
—Reía la pava de Miriam, mientras me miraba y se mesaba
el cabello.
—¿Y tú qué hiciste? —preguntó Marga.
—Tras haberme bebido tres gin tonic; los que me hacían falta
para llevar a cabo mi estratégico plan, separé disimuladamente
las piernas de cara al chico de azul y dejé entrever mi rosado y
fresco jardín. No llevaba bragas, pero ese detalle solo lo sabía
yo. Bueno, el muchacho de azul lo acababa de descubrir. Hasta
ese momento no había reparado en mi, lógico. Pero después de
mostrarle el bacalao, ya no dejaba de mirarme con los ojos muy
abiertos. Se te van a rasgar de tanto forzarlos, pensé yo.
«Viene hacia nosotras, ¡que viene, que viene!».
—Exclamaban mis amigas, las muy miserables…
«A quién le tirará los tratos, ¿será a ti o será a mí? ¿Quién
pillará primero?».
—Dijo Cloe, excitada como una gata en celo.
«Hola soy Florens, te apetece bailar».
«Claro, claro. Encantada».
—Dijo Miriam, levantándose rápidamente.
«Perdona si me has malinterpretado, pero ni es a ti a quien
me he dirigido ni es a ti a quién quiero invitar a bailar».
—Contestó Florens, con una sonrisa de oreja a oreja. Luego
agarró mi mano y dijo:
«Señorita… ¿acepta mi oferta?».

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—¡¡Toma, toma y toma!! Ala, chupaos esa, pensé mientras
me ponía en pie y le acompañaba a la pista de baile.
«Bueno, bueno. Supongo que…, además de tener un conejito
rosado, apetecible y con ganas de marcha, también tendrás un
bonito nombre».
—Dijo Florens, mientras apretaba su pedazo de cuerpo contra
el mío, bailando y excitándome con la sensualidad de sus lindos
movimientos. Y yo le contesté: Azucena, así me llamo y ese es
mi bonito nombre. Espero que no haberte decepcionado.
«Eso ya te lo diré mañana, porque… ¿Imagino que me darás
lo que me has enseñado?».
—Todo depende de ti, empecé a decirle mientras a él se le
descolgaba el labio inferior. Y sólo de ti. Bésame y, si mojo las
braguitas... Anda, ¡pero si no llevo…! Exclamé divertida. Él se
contagio y reímos los dos. Mientras reíamos, yo miraba de reojo
a mis compañeras de camarote y de viaje; porque esa era la
realidad, eso era lo que significaba para ellas; simple compañera
de viaje, o peor aún, yo era una pobre víctima a la que la habían
invitado con el exclusivo propósito de ridiculizarla, de zaherirla
y menospreciarla. Pero el chico bailaba de miedo, me hacia girar
y se separaba y tiraba de mi y nos volvíamos a unir. De nuevo
me hacía girar y se agarraba a mis caderas. Estábamos siendo el
centro de atención, y teníamos a todo el mundo pendiente de lo
que hacíamos, cuando oí:
«¡El bello y la bestia!».
—Voceaba una chica que bailaba con su pareja y que estaba
cerca de Florens y de mí. Me quiero ir, dije yo sonrojada por la
vergüenza.
«¿Por qué? Porque eres la envidia de todas. ¡No, no te vas!».
—Dijo Florens antes de darme el beso; ese que yo le había
pedido un rato antes. Yo cerré los ojos, quería saborearlo. Metió
su lengua en mi boca y me gustó mucho, la tenía carnosa, jugosa

191
y juguetona. Me imagine lejos de todas las miradas y me sentí
bien: el pez estaba en la red, ahora quería saber si era un atún
luchador o un pez payaso. Miré a mis queridas compañeras y no
paraban de cuchichear ni de quitarnos los ojos de encima. Las
volví a mirar, y me permití el pequeño lujo, el pequeño placer y
la gran venganza de hacer la señal de la victoria con los dedos.
Les dediqué un guiño de ojos que venía a decir: jodeos zorras,
sois unas perras indeseables. JA, JA, JA, recuerdo que me reí al
pensarlo. Según ellas, a mi no me desearía nadie en la vida, y en
aquel momento estaba a punto de liarme con el más guapo de la
discoteca ¿Quién es ahora la indeseable, o no deseada por nadie?
Me dije llena de orgullo y satisfacción.
—¿Lo ves...? Si al final tengo toda la razón del mundo: eres
tremendamente perversa—. le regañaba Marga agitando el dedo
índice delante de la cara de Azucena.
—Cada cual recibe lo que merece. Y para eso estaba yo allí;
para darle a cada una lo suyo. Pero vamos a lo que importa, no
me desvíes del tema: aquel chico era peor que un cefalópodo.
Iba deslizando su mano, desde mi cintura y por dentro de la
falda, adentrándose en un terreno vedado, prohibido para esa
clase de pulpos. ¡¡Quieto, bicho!!! Dije tirando de su mano hacia
arriba.
«No pretenderás que te asalte así, sin más ni más. No sé si
sabes que, lo que te estoy haciendo se llama prolegómenos o
preliminares, como más te guste».
Yo me reía detrás de mi revista, Azucena cada vez que hacía
el relato de una persona diferente cambiaba la voz, la modulaba
intentando imitar al, o a la del turno. Seguí escuchándola.
—Al decirme esto, me volvió a meter la mano y agarró mis
nalgas con fuerza, apretándome contra él. Yo me resistía como
podía. Le dije: Ehh..., tú, quieto; alto el fuego o te declaro la

192
guerra. Le mordí el lóbulo de la oreja apretando con todas mis
ganas. Él emitió un ruidito y luego dijo:
«Cuidadito, cuidadito… Que si muerdes ahí se me pone el
barrote como un mástil: largo, duro y luchador».
—Me reí por su ocurrencia. Volvió a apretar mis nalgas y de
nuevo invadió mi boca con su traviesa e inquieta lengua. Voy
mojada, muy mojada, le dije. Y él paseó la mano que tocaba mi
culo y la llevo hasta mi sexo. Metió un dedo, y dijo:
«Se ha deshecho, vas cachonda y eso me encanta. ¡Te voy a
follar! ¿Me oyes? Te voy a meter mi mástil hasta dejarte rota de
placer».
—Se pegó aún más a mí, y dijo:
«Te voy a follar duro, muy duro: primero me afilaras el lápiz
con la boca, le sacarás una buena punta. Después escribiremos
una bella historia de sexo».
—Me mordió el cuello y solté un gemido: AHHH... OHHH...
Cómo me ponía aquel desconocido.
«Esto no es nada, voy a hacer que toques la luna y la pises
por primera vez: soy de los que no creen en la historia que nos
quieren vender. Y lo único que me gusta de esa mentira es el
año que eligieron para vendérnosla; 1969. El 69 es mi número
favorito. ¿Cuál es el tuyo?».
—No contesté, estaba demasiado abrumada por lo que sentía.
Bailando, me llevó hasta un sofá que estaba bastante apartado de
la pista. Se sentó y me colocó sobre él con las piernas abiertas,
colgando sobre las suyas.
«Tápame con tu falda, que me la voy a sacar y te voy a meter
la puntita. Y no acepto un no por respuesta».
La cosa se estaba poniendo caliente. Yo debía irme a preparar
el quirófano pero…, no podía levantar mi culo, se había pegado
a la silla y quería seguir escuchando lo que Azucena narraba.

193
—Mientras lo decía liberaba su miembro. Y yo le imploraba:
No…, aquí no, por favor… Aquí no puedo, qué vergüenza. Pero
me podía más el deseo que el decoro y empecé a hacer lo que él
me pedía.
«Aquí sí, el primero lo vamos a echar aquí mismo».
—Para cuando acabó de decirlo ya la tenía dentro. Me tenía
penetrada, llena y doblega a su voluntad. No recordaba haber
estado tan cachonda en años. Creo que lo que más me ponía era
que la gente adivinara lo que estábamos haciendo allí. La tenía
gorda, larga y gorda; así era yo como la sentía en mi interior. Me
movía, me restregaba, subía y bajaba, y me movía y restregaba y
subía y bajaba. Gemía, jadeaba, gozaba. Miré a mis compañeras.
Subí y baje, clavándomela hasta el fondo y regodeándome. Me
sentía triunfal: mirarme todos. EY, mirar; me estoy beneficiando
al guapo, al tío bueno, al bombón. Me siento endiosada, mirar.
Mirarme bien que la tengo dentro, entera y toda para mí solita.
Mientras pensaba todo esto, con mucho descaro, provocación y
desvergüenza miraba a izquierda y derecha, vacilándoles a todos
del bombón que me había ligado.
«Quiero que me la chupes ya: vayamos al baño que no puedo
esperar ni un segundo más».
—Le dije que sí, que me parecía perfecto y que aceptaba su
petición. Camino del baño pasamos junto a mis compañeras de
viaje y, toda orgullosa, les dije: No hace falta que me esperéis
levantadas, no sé si dormiré en el camarote, o cuando llegaré, si
es que voy. Me subió la adrenalina y fue increíble, bestial; me
vine arriba. Luego me agache a la altura de sus caras, y dije: La
fea se va a dar un homenaje y un gran festín. ¿Qué vais a hacer
vosotras? Parece que las guapas no habéis tenido tanta suerte.
Ellas, las pobres ilusas, no dijeron nada, pero yo casi me corro
del gusto. Nunca olvidaré la cara que se les quedó. Y me giré
hacia el chico y dije: Vamos Florens, ¡que me enfrío! Me abracé

194
a él y echamos a andar. Me llevo al baño de caballeros. No había
nadie, menudo alivio el que sentí. Se acerco al lavamanos. Se
bajó el pantalón y, con el jabón líquido que había allí, se la dejó
impoluta, brillante y comestible.
«Ven, corre».
Esto se está poniendo muy, pero que muy interesante, pensé
yo mientras pasaba la hoja de la revista.
—Me dijo tirando de mi brazo. Y así, aferrado a mí, me llevo
hasta el interior de uno de los retretes. Yo reía, me divertida. Él
me tapó la boca y echó el cerrojo; quería estar completamente
seguro de que estábamos aislados de las miradas indiscretas y de
que nadie podía inmiscuirse o interrumpirnos. Y con la mano
que le quedaba libre, cortó unos trozos de papel y los pasó por la
tapa del inodoro. Me liberó de la mordaza, y dijo:
«Siéntate y abre la boca, te la voy a llenar de la mejor esencia
que has probado en tu vida, lo mío es delicatesen, la flor y nata
de las leches masculinas».
—Volví a dejarme llevar por el cosquilleo de mi sexo y la
abrí todo lo que daba de sí.
«Cógela y dame placer, morena, trágatela entera; tienes una
boca grande y eso me gusta».
—La agarré, y le di a piñón fijo hasta que estaba a punto de
correrse y noté los latigazos de su semen queriendo salir a toda
leche; y nunca mejor dicho.
Le da la risa. Y aunque se tapa la boca se la oye igualmente.
Marga también se ríe, aunque es menos escandalosa.
Yo sonrío, y espero a que se le pase para que continúe.
Parece que se ha calmado. Y va a seguir con lo que nos tiene
en ascuas.
—No quería que aquello saliera propulsado, liberado al fin de
su encierro, y le hice un gesto para que parase; lo último que me

195
apetecía era su leche en mi boca. Él fue galante y la sacó. Me
besó. Y fue un beso intenso, caliente, abrasador como pocos.
«¡Quítate el top!».
—Exigió, sonriéndome después del interminable beso. Me lo
quité con parsimonia, mordiéndome el labio inferior y dejándole
ver lo excitada que me tenía y cuánto le deseaba. Su mirada me
aturdía, me urgía que me penetrara. La pasión que imprimió en
el beso me había atolondrado, estaba conmocionada. Metió su
mástil entre mis pechos y dijo:
«Son pequeñitos, pero muy bonitos, preciosos: su redondez y
su tersura…. Y esos pezones, tan pequeños y rosados como tu
conejito, son de lo más. Me voy a correr entre ellos. Cuando yo
te diga, retira rápido la cara o no vas a necesitar crema de noche
en una semana».
—Le hizo gracia su propio chiste y empezó a reírse. Y reía y
reía, mientras restregaba su considerable miembro entre mis
pechos. Cuando por fin se corrió, le dije: Anda, llévame a tu
habitación. Me iba limpiando los restos de su corrida mientras le
decía: Necesito sexo como necesito el aire para respirar: soy una
chica muy ardiente y vas a tener que trabajártelo para dejarme
satisfecha. Luego me coloqué el top. Y él, con el mástil a media
asta, contestó:
«En tu habitación o en la mía».
—Comparto camarote con las dos chicas con las que estaba
sentada. Sí, ya sé que es incomprensible pero así es. ¿Y tú, te
alojas acompañado o estás solo? Le pregunté impaciente.
«He venido acompañado de unos amigos, pero todos tenemos
camarotes individuales, por si acaso… Ven, acompáñame que te
voy a dar manduca de la buena, de la que sé que te gusta; lo noto
en tu cara. Y no te enfades pero, tienes una cara de vicio que no
puedes con ella».

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—Le miré un poco molesta, ni se merecía mi cuerpo ni lo iba
a tener, pero él aún no lo sabía y yo me partía por dentro. Y le
pregunté: ¿Qué vas a hacerme, zorruno?
«Te voy a colocar en posición perrito, a cuatro patas y...
¡Mira, se lo está imaginando la muy viva! Se ha vuelto loca de
alegría y se ha venido arriba, de vuelta a la vida queriendo más».
—Mientras me decía estas cosas, agarraba su pene que ya
estaba erecto, dispuesto a seguir disfrutando de mi cuerpo. Nos
vestimos y salimos del baño. Nos dirigíamos hacia su camarote
y andábamos abrazados. Él intentaba meterme mano y yo le iba
conteniendo. Le decía que guardara las formas hasta llegar a la
cama. ¡Qué faena me estaba dando el chico! Me faltaban manos
para tenerle quieto. Al llegar a la cubierta trece, dijo:
«He cogido un camarote con terraza y con vistas al mar».
—Ay nene, me parto contigo. Adónde las va a tener si no, si
solo hay agua a nuestro alrededor, dije yo, haciéndole creer que
me hacía gracia la tontería que acababa de decir. Florens ya no
me caía bien, pero era una pieza necesaria para llevar a cabo mi
terrible venganza; ni podía descartarle ni debía dejarme llevar
por mis impulsos.
«Quiero meter mi velero en tu lindo puerto, echarle el amarre
y dejarlo anclado durante días».
—El guarro me la quería meter… Ya sabes por dónde. Todo
a su tiempo, le dije yo. Poco a poco muchacho; las cosas buenas
hay que saborearlas sin prisas.
Abrí mucho los ojos; la cosa se estaba poniendo interesante.
Y debía irme, de hecho hacía rato que debería haberlo hecho, mi
sitio estaba en quirófano pero…, quiero saber un poco más.
«¡¿Vas a darme lo que quiero?! Madre mía, no me lo puedo
creer. ¡Soy un suertudo!».
—Le sonreí mientras un pensamiento cruzaba por mi mente:
Ah…, la fea no está tan mal. Me sentí orgullosa de mi cuerpo,

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incluso de mi cara, y me permití meterle un gol por la escuadra,
diciéndole: Te voy a dejar que entres por donde tú quieras y que
te corras donde mejor te parezca. Pero primero me subo yo y me
doy placer y, cuando esté saciada. me entrego a ti sin reservas.
Ten, que vamos a brindar por los orgasmos venideros, que serán
muchos y buenos. Le entregué un cubata que le había preparado
con la bebida del mini bar. El mío me lo bebí de un solo trago, y
él, que no iba a ser menos, imitó mi bravuconada y también se lo
acabó de un solo sorbo. La máquina se había puesto en marcha
minuciosamente y todo estaba calculado y orquestado, hasta el
último detalle. Y lo mejor del asunto, él ni se imaginaba la que
se le venía encima.
«Estás deseosa de que te folle el culo y eso me gusta: odio a
la tías que hay que regalarle los oídos para echar un polvo. Tú
eres guarra y eso me la pone dura como un pepino. Anda, date
brío; acaba pronto que voy a arremeter contra ti y te la voy a
hundir dentro».
—No dejé que acabara el sermón. Me subí y me la metí. Y mi
sexo mojado se alegró y le recibió con los labios abiertos de par
en par, deseoso y ansioso por un orgasmo. Y galopé hasta llegar
al éxtasis. Una, otra, y otra vez, así hasta cuatro veces. Mi sexo
se sacudía en descargas eléctricas, se mojaba, se contraía, latía y
se corría. Al acabar me tumbe junto a él y todavía jadeaba, mi
corazón estaba acelerado al máximo y la vagina incómoda de
tanto darle y darle. Mi misión estaba casi cumplida, faltaba...
«No sé qué me pasa, estoy como si…».
—Me dijo Florens, emitiendo un prolongado bostezo, luego
se mantuvo en silencio durante unos segundos y volvió a hablar.
«No puedo mantener los ojos abiertos. No, yo no…».
—Eso fue lo último que me dijo. Emitió un ronquido largo y
fastidioso, tres segundos muy placenteros, y de vuelta a roncar.
Ésta vez fueron tres cortos seguido de otro largo, otro suave, tres

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cortos y… ¡Al fin liberada del moscón! En la bebida, le había
puesto un rico coctel de medicamentos que cogí de aquí, de este
hospital.
Marga enarcó las cejas, mirando a su amiga con extrema
dureza. Azucena intenta justificarse y, rápidamente, aduce:
—No, no hace falta que me mires así… Soy inocente, Marga,
y no era mi intención causarle ningún daño, ni se lo hice, por
supuesto.
Marga la miraba de hito en hito, alucinando, tanto o más que
yo por las peripecias que contaba. Yo seguía atenta, escuchando
y observando la escena preservada por la revista, haciendo ver
que pasaba las páginas y que las leía. Ella retomó el hilo de la
conversación.
—Me abracé a él y me quedé dormida como un tronco. Y a
las siete me desperté, me levanté y me dirigí con cautela a mi
camarote; ubicado en la planta ocho y con el número 8169. Metí
la tarjeta, y abrí la puerta haciendo el menor ruido posible. Mis
compañeras aún dormían. Entré y me fui directamente al baño.
Desde allí las escuchaba roncar, y pensé: parecéis focas marinas,
me dais asco; mucho asco y un poco de pena. O un mucho, no
sé, estaba despreocupada y no recuerdo qué pensé. Me quité la
ropa que me habían prestado la noche anterior y me metí en la
ducha. Me enjaboné todo el cuerpo que me olía a choto, a polvo,
a satisfacción y a objetivo cumplido. Y después de salir de la
ducha, cuando me estaba vistiendo en penumbra total y apenas
distinguía el derecho o el revés de mi ropa: estábamos alojadas
en un camarote interior, de lo más baratos, y no era mi propósito
despertar ni molestar a nadie, pero oí:
«Me has despertado».
—Era Cloe y estaba molesta conmigo.
«Y a mí también».

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—Ladró Miriam. Ay, lo siento; dije yo. Aunque lo que me
apetecía de verdad era decirles: ¡¡¡Que os jodan!!!
«Bueno, bueno, bueno… Me parece increíble, ¡vaya con la
mosquita muerta!».
—Me decía la arpía de Miriam.
«Ha tenido la suerte de la principiante».
—Dijo Cloe, haciéndome evidente su enojo.
«Pero… ¡Cuéntanos! ¿Qué has hecho? ¿Cómo te ha ido?».
—Exclamaron ambas, sentándose en la cama a la espera de
que yo me explayase. Chicas, ¡qué pasada de hombre! Empecé a
mentirles: ha sido… increíble, maravilloso, exultante, pletórico
y triunfal. ¡Cómo me ha mimado y besado! Ha sido muy dulce,
halagador y considerado conmigo. Florens; que así se llama el
semental, me ha hecho el amor y ha sido asombroso, bárbaro.
Con unas interminables sesiones de zumba: ya me entendéis. En
diferentes posiciones y de mil maneras diferentes; todas únicas y
excepcionales. Ese chico me ha hecho sentir que estoy viva, que
soy guapa y deseada: exclusiva, esa es la palabra que lo define
mejor. Ah, y quiere que volvamos a quedar. Pero me da miedo
que se quede colgado de mí y de mi cuerpo. No quisiera hacerle
daño, solo busco un polvo fácil: acabo de descubrir que puedo
acostarme con el que yo elija y ya no quiero quedar dos veces
con el mismo tío. ¡Para qué! Me agaché a untarme las piernas
con mi aceite autobronceador. Sonreí por lo que pensé: la suerte
de la fea, la guapa la desea. Luego, les dije que no iba a poder
desayunar porque estaba petada, en el sentido literal de la
palabra, y que ya nos veríamos en la piscina. Cuando ellas se
marcharon me subí en la cama y salté. Salté y brinqué como la
triunfadora a la que le acaban de dar una medalla de oro. Al
cabo, abrí mi maleta y busqué todo lo necesario para el segundo
asalto. Saqué de ella una peluca larga y rubia, pestañas postizas,
maquillaje oscuro, una barra de labios rojo chorizo, colorete,

200
eyeliner, perfilador y rímel. Salí del camarote, y caminando por
el pasillo me encontré con el chico del servicio, el que limpiaba
y arreglaba el camarote. Le saludé y me miró extrañado. No me
reconocía, y me dije: es perfecto, soy una crack. Subí a la planta
quince y salí a la terraza, hice un barrido visual y ahí estaban; el
que me empotré y sus amigos. Y me dije: vamos a ver si te
reconocen o vas bien caracterizada. Me senté en la mesa de al
lado, llevaba gafas de sol y maquillaje para tres caras, una falda
ancha y larga y una blusa con cinturón: con aquellas pintas no
me reconocería ni mi madre. Puse el oído y escuché:
«Madre mía… ¡qué noche, que tía más guarra! se la metí por
donde quise, del culo a la boca, de la boca al conejo, del conejo
al culo, vuelta a la boca, un empujón y al culo, toma, dale, dale
toma. La tía no tenía fin. Yo me corría, me la chupaba, se ponía
dura y me la follaba de nuevo: boca culo, culo conejo, conejo
culo. Culo, culo, culo. Como ya sabéis, tengo un buen tamaño,
pues no veas como la engullía el culo de esa guarra. Tengo el
palo agotado de tanto que le di y tanto que se corrió».
Marga ya no sabía dónde meterse, se la veía incómoda. Y yo
estaba con el alma en vilo porque, de seguir mucho tiempo ahí,
me iban a despedir. Azucena la agarró de un brazo y le dijo:
—Ya…, el canalla de Florens mentía como un bellaco, pero
era justo lo que esperaba de él; ni yo misma hubiese escrito un
guion mejor. Todo estaba saliendo rodado, por el momento. Su
compañero, uno que llevaba un jersey a rayas de color verde,
dijo:
«¡Joder con la fea…! Es una pena que sea tan fea, porque la
verdad es que tiene un tipo deseable. ¡Esta noche le entro yo! Le
voy a dar manteca de la buena. Ya veréis, ya: ¡la pienso tener
toda la noche comiendo almohada!».
—Y el compañero que estaba sentado a su derecha, uno que
llevaba un polo de Ralph Laurens rojo, terció:

201
«Pues, para mañana me la pido yo. Y la voy a... Me he puesto
tan… Que me voy al baño a hacerme una paja. Ahora vuelvo».
—El que estaba sentado a su izquierda también intervino, y le
dijo:
«Podemos entrarle los dos».
Yo ya no estaba a salvo ni detrás de la revista. Azucena les
iba imitando cada vez con más exageración. Y yo temía que me
diera la risa y se descubriera el pastel. Me tapé la boca con una
mano y seguí escuchándola:
—El del jersey a rayas verdes intervino de nuevo, y dijo:
«Si es tan guarra, como fea, le podemos hacer un mixto, ¿qué
te parece? ¿De acuerdo Rubén?».
—Te vas a quedar afónica de tanto cambiar de voz —dijo
Marga—. ¿Y qué contestó Rubén? Acelera y haz que avance la
movida.
—Pues, Rubén dijo:
«Me parece muy bien, por mi perfecto. Pero yo me pido
retaguardia. Soy más de entrar por la puerta de atrás; la del
servicio suele ser más estrecha».
—Poco a poco, conversación a conversación, fui conociendo
los nombres de todos ellos. Y todo resultó tal y como yo había
previsto; cómo les iba a contar que se había quedado dormido y
que solo me echó uno, o mejor dicho, ninguno, porque todo me
lo hice yo. ¿Qué iban a pensar de él los amigos? Que era un
papanatas y un picha floja que, teniendo una tía al lado dispuesta
a todo, se había quedado dormido. Y al día siguiente, conocimos
un chico oscurillo de piel.
Marga frunce el ceño, parece no entender a qué se refiere
Azucena. Y ésta, rápidamente, se decide a aclarárselo.
—Pues, que el mozo era negro como un tizón. Pero tenía un
cuerpo de escándalo, me pongo con solo recordarlo. Y unos ojos
de color verde botella que te hipnotizaban, te acaparaban y no te

202
soltaban. Y Cloe, lógicamente, se enamoró de él nada más verle.
Y dijo:
«Éste es mío, éste es mío. Es mío y solo mío: hoy pillo, fijo
que pillo. Chicas, ya podéis buscar dónde dormir esta noche que
a ese chocolate me lo voy a merendar. Uf, voy enchufada. Solo
de pensar en lo que me puede hacer, se me hace la boca agua».
—Por mí no hay problema, yo ya me buscaré dónde dormir.
Y seguro que camas no van a faltarme; todo lo contrario, les dije
vacilando, chuleando y haciéndome la interesante. Y no pensaba
liarme con ningún chico del día anterior. No, eso lo tenía muy
claro, no me interesaban: ninguno admitiría que se durmió en el
primer polvo, ni que ese polvo se lo echaba yo a ellos y no ellos
a mí. Al final, todos dudarían de todos y aquello no me atraía.
No había venido a eso y no estaba para perder el tiempo. Hice lo
mismo de la noche anterior y me abrí de piernas mostrándole mi
mercancía de primera, extra o superior; no voy a ser modesta ni
remilgada, es absurdo y ahora no procede. En dos segundos, el
oscuro, moreno o negro, es indiferente el adjetivo, porque para
mí era una rica chocolatina de cacao cien por cien a la que me
iba cruspir; bueno, que me vengo arriba y me pierdo en detalles.
Como te iba contando: él estaba junto a mí, arrastrándose como
una babosa, regalándome los oídos y ofreciéndose para sacarme
a bailar, y para meterme mano, por supuesto. Y mis compañeras
no daban crédito. Seguro que estaban pensando: ¿Qué tendrá la
fea y qué les da…? Tiene revolucionado a todo el barco. Anda y
qué os den, jorobaos, pensé yo.
Azucena hizo una pausa y bebió agua.
Y yo me dije: «Aruba, cómo Azucena no acabe pronto con la
historia, tendrás que marcharte sin poder escuchar el final».
Hacía un rato que en mi plato no quedaba comida. La obligación
me llamaba y debía volver al quirófano. Mi tiempo se agotaba y,
o Azucena acababa inmediatamente con su relato porno o yo

203
llegaría con el quirófano en acción; ganándome así una bronca
monumental, y no menos merecida. «Por lo que más quieras,
Azucena, acaba de una vez y cuéntanos el final de tus andanzas
por los diversos camarotes». Me arrellano en la silla, me estaba
poniendo caliente, la temperatura de mi sexo había subido como
sube la espuma de la cerveza mal tirada, y todo debido a unas
aventuras en el barco; aquello sí que eran vacaciones en el mar.
Me reí por lo bajo y seguí escuchando. No me podía marchar sin
saber el final de aquella bacanal, de aquel festín de desenfreno
carnal.
—El negro se llamaba Dembo y era natural de Gambia. Los
tíos, por lo general, no se cortan un pelo, y yo llevaba una falda
negra, excesivamente corta que me había comprado en Dover, y
un jersey ajustado y con un generoso escote: mis compañeras
me habían amenazado con no dejarme su ropa. Y Cloe me dijo:
«Si eres cutre, eres cutre. Te pones lo que te hayas traído para
estos días: eres una insolente y no respetas nada nuestra amistad.
Y te aprovechas de nuestra buena fe y bondad».
—Y si sois unas zorras, sois unas zorras; contesté yo para
mis adentros. Bueno, como iba diciendo… que estaba muy sexy
y provocativa con mi ropita nueva. Dembo parecía Eduardo
manos tijeras; una mano por aquí, un toque por allá, un apretón
de trasero, un restregón de pecho, un roce de dedos contra mi
sexo, besitos por el cuello, bocado por la espalda en los giros de
baile, una pierna entre las mías, un roce de rodilla con clítoris,
manos dentro de la escueta falda y un dedo en la entrada de la
puerta de atrás. Creo que ha llegado el momento, pensé antes de
pasar a la acción. Y le propuse: ¿Vamos al ascensor? Y no tuve
que repetírselo dos veces, rápidamente me cogió por la cintura y
nos metimos en el primero que llegó. Me arrodille y le saqué el
bastón de mando. ¡Madre mía…! Exclamé en voz alta. ¡Esto
parece un Morcón ibérico! El dijo:

204
«No, no me enorgullece el calibre de mi Morcón; como tú lo
llamas, para nada, todo lo contrario: suelo tener problemas a la
hora de la penetración y, lo que para mis colegas es una envidia,
para mí es un marrón, un obstáculo enorme, colosal. Esto no le
cabe a ninguna señorita; es difícil que una chica quiera probar si
le va a doler o le va a entrar sin ninguna dificultad. Nadie quiere
introducírsela así como si nada. Y las pocas que acceden a ello,
terminan dejándome solo y Morcillote».
—Yo quería intentarlo y abrí la boca todo lo que pude, aún a
riesgo de que la mandíbula se me encallara: aquel pene era tan
gordo como un vaso de cubata. Lo agarré con ambas manos y
metí aquella generosidad en mi boquita de piñón. Apenas podía
chuparla, su miembro ocupaba todo el espacio. Y, si me movía
un poco, me llegaba a la garganta y tocaba la campanilla. Me
cansé rápidamente, aquello no había Dios que la retuviera un
rato en la boca. La quiero dentro, le dije. Él parecía asombrado
por mi petición, y dijo:
«¿Tú sabes lo que dices, insensata? Pero… ¿Tú la has visto
bien? ¿Quieres que te parta en dos?».
—Una pícara sonrisa le delató, estaba encantado de que yo
quisiera hacerlo con él. Le metí un dedo en la boca y dije: No sé
si sé lo que me digo, pero si sé lo que quiero. Y la quiero dentro,
y toda, aunque hazlo poco a poco, que no se te vaya la olla que...
Paramos el ascensor y me quité toda la ropa. Le pedí que se
tumbase de costado para facilitar la penetración. Se desnudó y…
¡¡Menudo torso!! Allí había más fibra que en una caja de avena.
Pero él no se tumbó, se sentó con la espalda apoyada en la pared
y agarró mi culo con ambas manos, y dijo:
«Acércalo a mi boca, voy a hacer que se abra con mi lengua y
con la ayuda de mi mano. Quiero que se humedezca tanto que,
entre sin hacerte ningún desgarro. Voy a tratarte como a una

205
princesa y quiero que los gritos sean de placer y no de dolor; y
verás cómo, en unos días, se la merendará de un empujón».
—El cachas me divertía, era gracioso y tenía mucho morbo.
Me agarré al pasamano y cerré los ojos. Dejé que aquella boca,
junto con aquellas grandes manos experimentadas, se hicieran
paso en mi vagina. Me gustaba lo que me hacía. AAY... UUY...
BUFF..., gemía yo.
—Shh… Calla loca, habla más bajito —le recrimina Marga.
—Perdona, con la emoción no me he dado cuenta de que he
alzado un poco la voz. Bueno, déjame seguir: él tenía una mano
entera dentro de mi vagina y yo gemía de placer. Abrí los ojos
un instante y el pánico se apoderó de mí. Dije: ¡MADRE MIA,
MADRE MIA! No me podía creer lo que estaba viendo y grité:
¡¡¡Dembo, Dembo para…!!! Él no escuchaba, y volví a gritarle:
¡¡¡Para, para de una vez por todas y mira hacia fuera!!! Estaba
terriblemente avergonzada. El rubor había subido a mi cara y
estaba más colorada que el polo que él se acababa de quitar. No
me podía creer lo que estaba pasando, y pensé: cómo has podido
dejarte arrastrar a esto; bueno, a día de hoy sigo sin entenderlo.
Yo no soy así pero… nos dejamos llevar por las circunstancias y
pasa lo que pasa.
Azucena coge el vaso y bebe agua.
Marga se lo quita de las manos, y dice:
—Azucena, ¡ve al grano y déjate ya de tanta paja! No te pares
ahora, por tu madre, que estamos en la mejor parte de la historia.
—Ok… ya sigo, pero deja que beba un poco más.
Le quitó el vaso a su amiga, que aún lo sostenía en una mano,
bebió, y lo dejó sobre la mesa.
—Dembo, por fin me obedeció. Sin perder un segundo más,
se levantó con todo morcón apuntando a los espectadores que se
habían unido a la fiesta. Aquello era un despropósito: había más
gente congregada que en el teatro por las noches. Y desde todas

206
las plantas del barco, tanto las inferiores como las superiores, la
gente estaba mirándonos. Unos divertidos, los menos, porque la
mayoría estaban escandalizados y con la boca abierta. Con tanta
pasión, ninguno se había percatado de que el ascensor era de
cristal; se veía con total claridad el homenaje que nos estábamos
dando. Y Dembo me dijo, riéndose a pecho abierto:
«Agáchate, corre, agáchate ¡Qué pasada, pero cuánta gente,
qué vergüenza!».
—Al colega le divertía aquella rocambolesca situación. Yo le
miré con cara de pocos amigos, no le encontraba la gracia por
ningún lado. Se puso serio, y dijo:
«Vamos a mi habitación, esto no puede quedar así, la fiesta
no ha acabado todavía. No hemos pasado del aperitivo y el plato
principal te parecerá el mejor de toda tu vida. Te garantizo que
querrás doble ración».
—Para cuando se abrió la puerta del ascensor, ya estábamos
decentes y modositos pero… ¡qué fuerte! Estaba esperándonos
el director del crucero y empezó a amenazarnos con un dedo al
aire. ¡Menuda reprimenda nos dio el pavo! Y contarlo me hace
gracia pero vivirlo, aquello fue otra cosa, daba miedo el tono
que empleaba al hablarnos. Era algo así como:
«Respeto, respeto y vergüenza señores. ¿Se han dado cuenta
de que no viajan solos? Y a la próxima queja de usted, señorita;
sepa que ya hemos recibido alguna que otra, la desembarco sin
pestañear. ¿Me entiende, le hablo lo suficientemente claro para
que usted lo entienda?».
Por lo visto, el capitán debía tener bigote; Azucena imitaba su
voz con un dedo puesto debajo de la nariz. Consulté el reloj y
me dije: «Tres minutos y me voy, aún puedo apurar un poco y
saber cómo terminó todo».
—Cristalino, contesté. El capitán me repasaba con un descaro
exagerado. Era evidente que me deseaba. Le sostuve la mirada y

207
pensé: ¿A ver quien aguanta más rato, si tú o yo? En tu cama te
gustaría que desembarcase, baboso asqueroso, y limpia el charco
de babas. Al final, bajo la mirada al suelo y se fue. A partir de
esa noche intenté comportarme con discreción y un poco más de
prudencia; llegué a ese crucero con un propósito determinado y
lo estaba logrando. Y no debía tirarlo todo por la borda por un
simple calentón. Las noches que siguieron fueron un poco más
de lo mismo. Mis compañeras le echaban la vista a uno y yo me
lo llevaba a la cama. Las relaciones eran a mi entero capricho,
para darme placer a tutiplén y saciarme yo. Siempre seguía las
mismas pautas, aunque el tío me gustase más de lo normal. Y
después de una rápida e inevitable pérdida de conocimiento, el
pardillo de turno quedaba fuera de juego. Y cada mañana ídem
de ídem: le he dado por aquí, me la ha chupado por allá, qué
guarrilla, cómo folla, qué culo para partir frutos secos, que si he
atracado por aquí y que si he fondeado por allá. Pero como era
de esperar, ninguno reconoció la verdad. Y la verdad, la única y
real, era ésta: los pobres cándidos se habían quedado dormidos
después de un pésimo y corto polvo, con un pequeño frote entre
genitales y poco más allá. Ellos iban de duros, de machotes y de
folladores natos; unos fuera de serie, vamos. Y yo únicamente
me aproveché de sus debilidades y me hice selfies con todos los
ligues; abrazada a uno, sobre otro, o besándonos o de cualquier
forma que se me ocurriera en el momento. Con eso les vacilaba
a mis envidiosas y amargadas compañeras, diciéndoles: Después
de innumerables e incontables polvos, con sus correspondientes
corridas; tantas que estoy exhausta y sin aliento, hemos dormido
abrazaditos toda la noche: esto es maravilloso, jamás pensé que
en un crucero se ligara tanto. Y todo gracias a vosotras dos, sois
geniales y os quiero tanto que, nunca os olvidaré. Me burlaba sin
compasión. Ellas no decían nada, pero las caras que ponían eran
la mejor respuesta que podía esperar, sus caras lo decían todo:

208
yo me sentía muy especial, y ellas, especialmente mal. Y no se
comieron un colín, porque cuando se extendió el rumor de que
yo me las metía dobladas; ya sabes cómo va esto, cría fama y
échate a dormir, los tíos se peleaban por entrarme. Y ahora ya
me voy al final, que el resto fue más de lo mismo.
—¡¡No…!! ¡Quiero saber más! ¡Quiero saberlo todo! —dijo
Marga, que se removía inquieta en la silla.
«Si, acaba ya… Me van a despedir por culpa tuya pero, me
encantan tus cochinadas. Sigue, te lo pido por tu madre o por lo
que más quieras, pero explícanos cómo acabó todo», pensé yo.
Azucena no hizo caso a los ruegos de su amiga, y dijo:
—Cuando aterrizamos en Barcelona, les dije: Ha sido genial,
chicas, esto hay que repetirlo. Lo hemos pasado de miedo. ¡Qué
digo de miedo! Me quedo corta, ha sido de vicio total: ¿a que sí,
chicas? Ahí me regalé, lo reconozco. Y me merecí la respuesta
que recibí por parte de ellas.
«Si, si, estupendo. Ya te avisaremos».
—Dijeron a la vez. Pero seguro que pensaban: ni muerta, no
volveremos a contar contigo en la vida. En fin, que mi cuerpo se
lo ha llevado. Han sido las mejores vacaciones de mi vida, con
diferencia.
—Has sido un poco cruel con ellas, ¿no crees? No digo que
no lo merecieran, pero… —le recriminó Marga.
Azucena acabó su relato y yo salí escopeteada. Había estado
esperando hasta escuchar la aventura al completo, algo me había
tenido pegada a la silla y no me permitió marchar. Me alegré de
que hubiera escarmentado a esas dos brujas; aunque Azucena y
yo no nos hablábamos, no se merecía tal trato.
Mientras corría hacia el quirófano recordaba qué pasó entre
nosotras dos, y qué nos convirtió en acérrimas enemigas: fue el
mismo día en que nos presentaron, en segundos ya tuvimos una
fuerte discusión; ella era muy chula, y yo aún estaba arañada por

209
mi pasado. A veces, las rencillas afloran por cosas tan absurdas
como decirle a alguien tu nombre. Al decirle yo el mío, Azucena
sintió una gran curiosidad. Y le explique quién era y de dónde
venía. Y ella dijo:
«Ah, ¡si eres mora!».
Musulmana, le aclaré yo.
«Llámalo como quieras. ¡Eres mora y punto!».
El tono era de mofa, y me molestó tanto que no filtré lo que
me quemaba en la boca. Y lo solté de un tirón y sin respirar: «Y
tú fea; eres muy desagradable de ver y también puedes decirlo
como quieras. Eres de las que debería pagar un impuesto muy
alto por la contaminación visual a la que nos sometes al resto de
los mortales: no deberías salir nunca de tu casa, allí no pones en
riesgo a la población. Corre, desaparece, que me escuecen los
ojos de mirarte». Un segundo después me había arrepentido pero
ya era tarde; habíamos sembrado la semilla de la discordia y la
habíamos abonado y regado. Lo bueno, o positivo de la disputa,
por encontrarle algo, fue que a partir de ese mismo instante no
hubo una mala mirada ni un simple mal gesto entre nosotras. Y,
aunque no intercambiamos una sola palabra más, simplemente,
manteníamos la compostura cuando nos tocaba trabajar codo a
codo. Y, como dijo James Howell (escritor y poeta inglés): «Si
respeto a una persona, ella me respetará también».

La tarde ha sido tranquila. Ha pasado rápida y sin ningún


contratiempo. Saúl ya debe estar en planta. Pero aún es pronto y
no estará despierto del todo, a estas alturas, aún andará un poco
aturdido. Y no sabe lo que está por venir porque todavía no ha
podido enterarse de lo que, sin saber cómo, lleva metido en el
trasero.
«Qué gusto da repartir a cada uno lo que se merece», pienso
mientras me cambio de ropa. Una calma deliciosa me consoló,

210
sellando un poco mis heridas. En pocas horas, el culo le dolerá
como si le hubieran estado dando durante toda una noche. Se
retorcerá de dolor sin razón aparente. Y hasta puede que tenga
síntomas de que algo falla y pensará que algo no ha ido bien. O
quizás, empiece todo con un poco de febrícula. En ese instante
comenzará su odisea y mi tranquilidad de haberle castigado por
lo que me hizo. Hoy, cuando salga por la puerta de este hospital
empiezan mis vacaciones, doble alegría. Tendré todo un mes por
delante para intentar olvidarme de todo lo malo que me hizo. Y,
quiero suponer que, mi pequeña venganza ayudará a lograrlo o
mitigarlo.
Salgo del hospital con una sensación agridulce, no estoy todo
lo contenta que debiera. Las dudas me asaltan y me mortifican;
supongo que mañana lo veré desde otra perspectiva y me sentiré
mejor.
Pulso el mando de mi coche y abro la puerta. Me siento y me
abrocho el cinturón. Me pongo música clásica y cierro los ojos.
«Vacaciones, estás de vacaciones, no pienses en nada más. Has
hecho lo correcto, ese tío es un violador, un cerdo, un canalla sin
escrúpulos y se lo tenía bien merecido». Respiro profundamente,
pero no me lo puedo quitar de la cabeza: ¿de verdad he hecho lo
que debía hacer? Sí, creo que he hecho lo que debía pero, si el
jura y perjura que no llegó allí con tremenda cosa en el culo y
las pistas apuntasen hasta mí; porque sabe que trabajo ahí, estoy
segura de ello. Pues, en el terrible caso de que pasara, no sólo
perdería mi puesto trabajo sino que me inhabilitarían de por
vida.
No sé cuanto rato habrá pasado, pero ya estoy más tranquila.
Enciendo el móvil, éste emite un pitido y la melodía me indica
que es un mensaje. Miro y veo que es de Milá. Sonrío. Lo abro y
leo:

211
Hola Caramelito, lo siento pero no he podido acudir; sabes
que si pudiera te bajaría las ☆☆☆ Me has robado el ♡ y
ahora te pertenece sólo a ti. Y tengo unas ganas locas y
desesperantes de besar tu Si puedo escaparme, aunque
sea media hora, te invito a comer. Ah, y cuidado con lo que

haces que te estoy…

Me emociono. Y contesto:

Hola ♡ Yo también quiero contigo. Lo estoy

deseando. Y a todo te digo Eres el mejor, y por eso te

doy un largo y caluroso

Enteramente tuya:

No encontré ningún emoticono con forma de caramelo, pero


seguro que él lo entendería —la piruleta simbolizaba el nombre
que él me dio el día que nos conocimos; Caramelito—. Soy su
dulce, su bombón y lo que él quiera que sea. Y él es mi vida, mi
ilusión, un paréntesis entre lo que deseo y lo que necesito.
Me gusta cómo ha quedado. Le doy a enviar. Levanto la vista
y me abrocho el cinturón de seguridad. Mi corazón se sobresalta
y empieza a latir rápido; Milá estaba allí y no me lo podía creer.
Sí, mi chico había venido y me estaba esperando con una sonrisa
en los labios y un ramo de orquídeas de color rosa en las manos
—había leído que, cuando te regalan orquídeas rosas es símbolo
inequívoco de una declaración de amor—. Guau… ¿Será a eso
a lo que ha venido? Me quedo allí sentada, paralizada y con una

212
sonrisa de oreja a oreja y sin saber qué hacer. No sé si esperar a
que él entre o salir yo y lanzarme a sus brazos.
Abre la puerta de detrás y deja las flores; yo no me he podido
mover. Luego, abre la del conductor y me quita el cinturón. Me
saca del coche, y me besa sin soltarme de sus brazos. Me aprieta
tan fuerte que me da un ataque de tos.
—Chico, ¡qué efusividad! Pero si parece que me has echado
de menos; si ha sido así, yo encantada de la vida.
—Estaba loquito por verte: he ido a quirófanos pero ya no
estabas, he ido a taquillas y ni flores, he ido a farmacia y hoy no
te habían visto. Total, que he estado de aquí para allá y nada,
siempre llegaba tarde. O no te habían visto en toda la mañana o
ya te habías marchado. Uf… me falta la respiración; he venido
corriendo como un galgo. Pero al fin te he encontrado y eso es
lo que importa. Trevor Black, el de las barreras, era mi último
recurso. Y le he dicho: si no encuentro a la persona con el coche
matricula tal..., dile que me espere, que no se marche que tengo
que comunicarle algo muy importante. «Sí, vale, ok; haré lo que
pueda», dice él. Me enervo por su pachorra, y le digo: No me
falles Trevor, ¡por tu madre te lo pido! Me urge encontrarla.
—Ah, si… ¿Y qué urgencia tienes…? ¿Qué puede ser eso tan
apremiante? ¿Qué es lo que no puede esperar y te ha obligado a
perseguirme por el hospital como si fueras un psicópata?
—A ver, Caramelito, tengo que darte una buena y una mala
noticia: ¿cuál quieres oír primero?
—Umm... ¡Pues no sé yo! Creo que… —adopto la aptitud de
chica interesante. Pero una duda me asalta y me inquieta; ¿no
habrá pasado nada malo? Necesitaba saberlo ya. Me deje del
teatrillo y dije—: La mala, que me has puesto muy nerviosa.
Sonríe.
Eso es que no es nada malo, pensé.

213
—Va, te voy a dar la buena: Rosa está mejor, increíblemente
mejor. Pero la mala es muy mala y no te va a gustar nada.
Me rasco las manos, me pican de la angustia que siento. Pero
él me mira mordiéndose el labio. ¡Y cómo me pone de tonta! Si
por mí fuera, me lo agenciaría aquí mismo. «Chica, lo primero
es lo primero», me dije antes de preguntar.
—¿Qué…? Habla ya, me va a dar un sincope.
Me tiemblan las rodillas. Él se da cuenta de mi estado, y me
abraza.
—Caramelito, ¡¡¡ya tengo los papeles del divorcio, mira…!!!
—se separa un poco de mí, busca dentro de su camisa, los extrae
y me los entrega.
Estoy leyéndolos. Esto es del todo absurdo, no doy crédito: le
ofrece lo que sea —en el estricto sentido literal de la palabra—.
Solo le pone una condición; que debe devolverlos firmados en
un plazo inferior a una semana. De no ser así, no habría acuerdo
y lo tramitaría por la vía legal; solo le daría lo que los abogados
acordaran entre sí.
Estoy alegre y me siento muy dichosa. Y es tanta la emoción
que me embarga que las lágrimas me atosigan queriendo salir. Y
aunque intento sosegarme para eso que no ocurra, no lo logro.
—Caramelito, ¿estás bien…?
—Perdóname, soy una idiota, lo siento. ¿Es verdad? ¿Le vas
a entregar esta petición de divorcio tan disparatada?
—Sí, y lo voy a hacer el mismo día que le den el alta —seca
mis lágrimas y sonríe.
«Tienes una sonrisa preciosa y cautivadora, te comería…»,
pienso mirándole embobada; antes se me caían las lágrimas y
ahora se me cae la baba. Le atraigo hacia mí en un intento de
comerle la boca. Pero estamos dónde estamos y me contengo.
Hoy tenía una luz especial que le envolvía y le hacía parecer
más joven. Estaba radiante, eufórico. Y pensé: «Será verdad que

214
este cuerpo imponente, maravilloso y sensual, va a ser para mí
sola». Al fin la vida me ofrecía un amor verdadero —ya era hora
de que un atisbo de futuro se desplegara y se abriera ante mis
infinitas súplicas—. Debo aprovecharlo. Ese será ahora mi único
propósito: me lo merezco tanto o más que cualquiera porque he
pasado mucho (mi vida ha sido un tortuoso camino plagado de
insalvables obstáculos). Ahora tengo que aferrarme a Milá, que
ha venido a rescatarme del monstruo que me atrapó y se quedó a
vivir en mí.
Me urgía una vida ebria de alegría. Dejar atrás las oscuras
sombras para entregarme a un interminable y húmedo beso que
inevitablemente nos llevaría al paso siguiente, a ese que aún no
conocía de manos de él. Me estremezco. Hace tantos días que le
deseo que una corriente atraviesa todo mi cuerpo; «necesitas una
buena sesión de sexo», me dije. Cerré las manos y apreté fuerte
los puños, quería retener los sentimientos para siempre.
—Ahora quiero que vengas conmigo —me sobresalto, su voz
me ha pillado desprevenida—. Quiero mostrarte algo. Vamos en
mi coche, deja el tuyo aquí y luego te acerco a recogerlo
Se coloca a mi lado y me pasa el brazo por la espalda para
enlazarme por la cintura. Mi cuerpo se agita en sacudidas desde
los pies hasta la nuca —es como una descarga eléctrica que llena
mi mente de imágenes lujuriosas; todo lo que pienso hacerle y
todo lo que deseo que me haga él.
Saca las orquídeas y me las ofrece. Las cojo con una mano y
cierro el coche con la otra.
Intercalo mis dedos a los suyos, aferrándome a la mano que
me abraza, no quisiera tener que despegarme nunca de él. Me
digo: «Si esto fuera un sueño…, no querría despertar jamás». Se
encendió en mi mente una bombilla: me di cuenta de la situación
irregular en la que nos encontrábamos. Y dije:

215
—¿Y si nos viera alguien? Oficialmente, aún eres un hombre
casado.
—No me importa. Me gustas y quiero estar contigo: hoy será
el principio de algo. Y lo que suceda después solo dependerá de
nosotros; soy un hombre que, cuando quiero, y a ti te quiero más
que a nada —mi corazón amenazaba con salirse del pecho—,
soy fiel.
—Pero, Rosa... —no entiendo nada. ¿Ya no la quiere? ¿La
quiso alguna vez? ¿Qué soy yo?—. ¿Te puedes explicar un poco
mejor? Es que no te capto.
—Rosa y yo nos conocimos en la universidad; en la cafetería,
para ser preciso: era la mejor camarera de todas, la más rápida y
simpática. Una cosa llevo a otra y nos hicimos buenos amigos,
íntimos; lo que ahora se viene llamando follamigos. Y, de tanto
voy y vengo, un día ya no se fue. Se quedó a vivir conmigo en
mi apartamento: «Para qué tanto ir y venir, se me va el día en el
camino y no vale la pena», se justificó ella. Un día, empezó con
las típicas nauseas matutinas. Compró un test de embarazo y se
confirmó lo que ninguno de los dos deseaba; estaba embarazada.
Después de darle muchas vueltas al tema, decidimos darle una
oportunidad a aquella extraña y atípica relación, y nos casamos.
Dos semanas después de la boda empezó a sangrar, y perdió al
bebé y el interés por mis cosas, todo en el mismo día. A partir de
ahí compartimos piso y... poco más. Pero no te quiero engañar,
cuando el hambre aprieta, y de tanto en tanto lo hace, echamos
un polvo, o los que se tercien para qué voy a negarlo. Y hasta el
siguiente apretón cada uno sigue con su vida y sus historias. Lo
que tengo claro, es que ella también tiene sus escarceos fuera de
casa.
Se para. Me coge la cara y su boca me busca. Me besa y mete
su lengua. Y la mueve tanto y tan bien que, le agarro de la nuca
para que no acabe, para que sea un beso eterno; me apasionan

216
los besos ardientes y enérgicos. Mordisquea la mía. Al apoyar
sus manos en mis glúteos, mi sexo reacciona y se estremece —
con lo que ha contado Azucena, y esto, estoy excitada—. Y si no
me lo hace pronto me saldrán ampollas en toda la boca por culpa
del sobrecalentamiento al que estoy expuesta; el calentamiento
global/terrestre a mi lado es una insignificancia, una nimiedad.
Sus necesidades van paralelas, unidas a las mías con un lazo.
Su miembro crece poco a poco, lo noto impetuoso y llameante,
buscando una salida para llegar hasta mí y pidiendo a gritos que
lo liberen de la mazmorra en la que se encuentra atrapado.
Mete sus dedos en mi boca. Los lamo, los beso y los saboreo
uno a uno. Estamos desesperados por entregarnos; el fuego nos
quema por dentro y por fuera, cada poro de nuestra piel reclama
al otro. Desliza una mano dentro de mi pantalón. «Me pierdo».
Acaricia mi clítoris y yo me contraigo. Me humedezco y vuelvo
a contraerme. Me muerde el cuello y mi sexo se abre para él.
—Hum… —un tímido gemido escapa entre mis labios.
—Calma, un poco de calma… —dice él, sacando la mano de
mí entrepierna.
Me mira a los ojos intensamente, y me da la sensación de que
está desnudando no solo mi cuerpo, sino mi alma también. No
puedo apartar la vista de su boca, me siento como hipnotizada y
contengo la respiración, me siento tan turbada, tan agitada y tan
deseada. «Bésame, bésame de nuevo, amor. Tengo tantas ganas
de tenerte sobre mí, y debajo de mí, y detrás de mí, y en tantas
posiciones que me voy a quedar doblada».
Estoy deseosa de que me lleve a un lugar recóndito en dónde
solo seamos él y yo, dos corazones solitarios en un mundo lleno
de gente.
Coge mi mano. Me la aprieta atrayéndome hacia su cuerpo,
mientras con la otra me sujeta por la nuca echando mi cabeza
hacia atrás.

217
Le miro encandilada.
—Caramelito, no nos torturemos más: ¡estoy muriéndome de
necesidad de ti y de tu amor! ¿Se puede morir de eso? Si no nos
vamos, inmediatamente de aquí, no me hago responsable de mis
actos ni de sus consecuencias.
Sus labios rodean mi boca. Los busco, los beso con un ansia
devoradora e insaciable. Hoy por fin me hará suya, y dejará que
yo le haga mío y para mí. Nuestras lenguas se examinan como la
primera vez que las presentamos, y se estrechan enroscándose y
desenroscándose a la perfección. Meto mi mano en el interior de
su pantalón y le palpo el tesoro que está a punto de compartir
conmigo. Está firme, preparado para satisfacer mis necesidades.
El fuego crece y crece entre nosotros y ha prendido la hoguera.
Mi instinto, el más primario y primitivo, se exaspera y no me
permite soportarlo ni un segundo más. Tiro de él y echo a correr.
Él me sigue y aumenta el ritmo. Enseguida me adelanta. Yo
acelero la marcha pero, es imposible, ya no puedo alcanzarle y
me quedo rezagada.
Llego a su coche. Estoy exhausta y con la lengua fuera.
Él ya está sentado en el asiento del conductor. Me apoyo en
el capó, y doblo mi cuerpo dejando la cabeza mirando al suelo.
—Ahhh… ¡Qué fastidio, me ha entrado flato!
—Espero no hayas agotado tu energía, que te quede alguna
aunque sea poca; porque el deporte no ha acabado todavía. Esto,
solo ha sido un pequeño calentamiento, un sprint, pero sin final:
ese me lo reservo para cosas mayores.
Hablaba relajado, como si acabáramos de dar un breve paseo.
Yo tenía un dolor insoportable en un costado, me puse la mano y
me froté la zona afectada.
—Caramelito, no me asustes. ¡¿Estás bien, qué te pasa?! ¡¿Es
por mi culpa?! —decía alarmado—. Lo lamento, perdóname: he
sido un autentico gilipollas. Fui corredor de fondo en mi época

218
universitaria. Aunque hace mucho que ya no compito salgo a
correr, siempre que mis obligaciones me lo permiten, claro.
—¿Hay algo más que deba saber sobre ti y que pueda poner
en peligro mi mala salud de hierro? —digo con cierta ironía.
—Sí, hay algo que aún no te he dicho y que igual no te gusta:
nunca te fíes del hombre que te regale los oídos. Algo busca de
ti, y no es precisamente tu amistad.
Abre la puerta del acompañante. Me siento y la cierra. Con
toda la pachorra del mundo rodea el coche y se sienta al volante.
Esperaba que él siguiera hablando, pero no lo hizo. Metió la
llave y arrancó. La radio se puso a funcionar automáticamente.
Y estaba tan alta que pensé: «¿Pretendes dejarme sorda o, acaso
te crees que eres un niñato de veinte años?». La bajo, dejándola
casi al mínimo. Él no rechista.
Tomamos la C32, tiene el volante agarrado con las dos manos
y no me dirige la palabra.
—¿Ha pasado algo…? ¿Qué me he perdido y a qué viene este
cambio de actitud? —todo es tan raro, e insólito, que me tiene
confusa.
Me mira y se encoge de hombros. Vuelve a subir el volumen.
Lo bajo de nuevo. Él me pica en la mano y lo vuelve a dejar
como lo llevaba al principio; con un ensordecedor ruido.
A la altura de Castelldefels cogemos un desvío. Sin quitar la
vista de la carretera, dice:
—Ya queda poco, unos minutos más y sabrás qué se espera
de ti.
«Cuánta intriga», pienso mientras miro por la ventanilla.
Estamos en el Port Ginesta. Él pasa una tarjeta y se abre una
barrera. Entramos con el coche. Se dirige hasta la zona de los
aparcamientos.
Se baja del vehículo y yo me quedo sentada, a la espera. No
sé qué quiere, por lo tanto, no me muevo.

219
—Vamos, hemos llegado.
Me ayuda a bajar.
Andamos por el embarcadero y me lleva cogida de la cintura.
Quiero demostrarle que no me ha gustado su comportamiento y
que estoy molesta con él. Y por eso llevo las manos metidas en
los bolsillos.
—¿Y bien? ¿Qué es eso que aún no me has contado? Habla,
que me tienes en un sin vivir.
—Eres una mujer demasiado impaciente. Las cosas buenas de
la vida llevan su ritmo y su tiempo. Soy una persona que lo que
más valora es la sinceridad, y te voy a ser franco: me gustan las
mujeres experimentadas y guarras en la cama, muy guarras. El
sexo blando no está hecho para mí; no soy de vainilla, sino de
chocolate y de relaciones turbias y oscuras. Te lo aviso antes de
llegar al lugar, al que te quiero llevar, para que no te lleves a
engaños. Si accedes no habrá marcha atrás. Te llevaré a mi lado
oscuro y no habrá un posible retorno.
Para cuando acaba de hablar, ya estamos en la zona dónde
están atracados todos los barcos; un velero allí, un yate allá, un
catamarán y un…
«Lado oscuro, mujeres muy experimentadas. Lado oscuro,
relaciones turbias. Lado oscuro, chocolate sí, vainilla no. Lado
oscuro, guarras en la cama. Oscuro y…», las palabras martillean
mi cabeza, golpeando mi cerebro. Me las repetía una y otra vez
como un mantra. Y un segundo de lucidez fue suficiente para
darme cuenta que de nuevo caía en la trampa de complicarme la
vida. No puedo evitarlo: es un agujero negro e inmenso que veo
de lejos y me atrae poderosamente. Soy de naturaleza curiosa y
me voy acercando hasta que me engulle, llevándome a un punto
de no retorno. Y lo que me parecía maravilloso se convierte en
nefasto.
De repente, la vida se desvanece ante mis ojos.

220
Juegos peligrosos
No puedo controlar los temblores de mi cuerpo. El miedo es
como una espada de acero en mi estómago —gélida como un
tempano y cortante como un bisturí—. Estoy a punto de cometer
un grave error, otro de tantos, pero esta vez soy consciente de
ello; lo sé y permito que pase. Aprieto las manos y los párpados
y recuerdo la sonrisa de Maher. «Me voy contigo, amor, voy a tu
lado, espérame. Veo la luz y voy hacia ella». Mi estómago se
retuerce y se contrae. La sangre acude a mi cabeza y el mundo
se para, todo se detiene a mí alrededor. Empiezo a ver en blanco
y negro. No puedo respirar, me ahogo; mi vida pasa a cámara
rápida, son como flashes, como destellos o descargas; me queda
menos de lo que pienso y más de lo que deseo. Aún así, lucho y
trato de coger aire para llenar mis pulmones e intento, por todos
los medios, que mi respiración vuelva a la normalidad y que no
me abandone. Soy cobarde, lo sé y lo admito, pero no quiero
dejar este mundo, no así, de ésta manera.
Mi Ángel parece estar escuchándome y decide concederme el
deseo.
Me sobreviene un ataque de tos. Y toso y toso… hasta que
respiro con un poco menos de dificultad. Me froto el cuello con
las dos manos, me duele horrores. Tengo la sensación de que
mis cuerdas vocales han sido aplastadas por un tren de los de
alta velocidad.
—¿Estás bien…? —pregunta Ricardo.

221
Me pone una mano en el hombro para darme ánimo, como
diciéndome: ha acabado todo y has salido ilesa. Pero, si casi me
mata y ha ido de un pelo que no lo consiga. Si no tenía intención
de matarme, ¿a qué ha venido el numerito que ha montado?
Asiento con la cabeza.
—Ven, deja que te ayude a levantarte.
Me agarra por los hombros y me deja sentada, desmadejada,
tirada en el suelo y sin apenas fuerzas. Se agacha junto a mí.
—Perdona por lo que te he hecho. Me imagino que, cuando te
dije que te arrodillases, pensaste que era un cerdo, como tantos,
y que te iba a follar la boca —exactamente, eso lo que pensé—.
No, yo nunca te haría eso: te quiero como querría a una hija de
sangre. Le prometí a Violeta que jamás te miraría como se mira
a una mujer, que nunca te desearía, o no lo haría evidente, y que
te respetaría y te trataría como si fueras mi hija, que lo eres; mía
y de Violeta. Eres la niña que nunca tuvimos pero que siempre
anhelamos. Ahora estoy seguro y lo sé; estás preparada y puedo
confiar en ti. Y sé que harás todo lo que te pida que hagas —se
ríe—. Aunque… tenerte como esclava sexual tampoco era mala
idea —intento regañarle, pero no puedo y arrugo la frente—. Es
broma, tranquila mujer. Pero seguro que lo has pensado: si a mí
un tío me pregunta que si haría lo que fuese por él, y luego me
pide que me ponga de rodillas… Pero no, lo que te voy a pedir
es más fácil. Quería saber de qué pasta estás hecha, nada más. Y
si me he excedido, que seguro que lo he hecho, te pido perdón
las veces que haga falta.
Me quedo mirándole, sin comprender nada. Lloro, y recuerdo
como empezó todo… Llevaba días apático, y ni comía ni vivía.
Yo me desvivía por animarle; y por eso le dije que haría lo que
fuera por él.
Estaba arrodillada, muerta de vergüenza y esperando a que él
se sacara el pene del pantalón y lo metiera en mi boca. Me miró

222
en silencio. Tenía los ojos llenos de ira y le temblaba levemente
la barbilla, pero parecía eufórico, contento aunque no feliz. No
sabía si el causante había sido la cantidad de alcohol que había
ingerido, o acaso era deseo hacia mí, o quizás ambas cosas. Y no
tenía ni la más remota idea de lo que ocurriría a continuación, ni
tampoco me importaba mucho, esa era la realidad; Violeta había
muerto, y con ella se había ido una parte importante de mí.
—¡Túmbate boca abajo! —me ordenó.
«Quiere darme por el trasero. Es igual que todos y quiere lo
mismo que todos. ¿Qué tendrá ese agujero, sucio y oscuro, que
todos los hombres pierden el norte por hacerlo suyo?», no me
dio tiempo a pensar en nada más. De repente, su pie presionaba
mi cuello tan fuerte, y con tanta precisión, que creí que mi vida
acababa allí.
—Bebe un poco, te sentará bien —oí que decía Ricardo.
Me había dejado en el suelo recuperándome y volvía con un
vaso de ron lleno hasta arriba. No había percibido su ausencia,
andaba recordando qué me había llevado a aquella situación. Y
no hice la más mínima intención de cogerlo.
Puso el ron en mis manos y las cerró para que lo cogiera.
—Lo que te he preparado resucita a un muerto, hazme caso y
bébetelo de un trago.
—Gra… gra… gracias —me costaba encadenar una sílaba
con otra.
Respiré hondo, llenando los pulmones del poco aire que en
aquella sala había. Cogí el vaso con ambas manos y me lo acabé
de un trago; tal y como él me había ordenado. «Al menos puedes
hablar, tu voz sale, aunque todavía no lo hagas bien parece que
no te has quedado muda», pensé mientras sufría otro ataque de
tos.
—Dame el vaso.

223
No me sentía con fuerzas para poder mover un solo músculo.
Aún no sabía qué esperaba Ricardo de mí, pero había superado
la prueba de acceso y estaba contenta.
Él me lo quitó de las manos y lo dejó sobre la mesa. Volvió,
y agachándose junto a mí me cargó en sus hombros; tal y como
si yo fuera un simple saco de patatas. «Al menos eres algo a lo
que se le puede sacar provecho», pensé. Y haciendo un esfuerzo
titánico, se levantó y me llevó hasta la habitación. Allí me sentó
en la cama y me fue quitando poco a poco la ropa. Yo me dejé
hacer, ni tenía fuerzas ni me molesté en buscarlas.
—Ven, vamos a la ducha.
Abrió el grifo y lo fue graduando hasta que le pareció que la
temperatura era la idónea para mí. Me lavó con delicadeza, sin
apenas mirar, ni de reojo, y sin detenerse en ninguna parte de mi
cuerpo —como el que lava a un enfermo o a una persona que no
puede valerse por sí misma—. Y con esa misma consideración,
secó mi cuerpo y me puso el pijama, sin ropa interior. Me secó
el pelo y me peinó con una cola alta.
Me tomo de nuevo en sus brazos; pero esta vez lo hizo como
si fuera su bebé. Me llevó de vuelta a la habitación y me tumbó
en la cama.
Se quitó los zapatos y los calcetines y se tumbó a mi lado,
vestido. Me dio un beso en la mejilla y apagó la luz.

Me desperté de madrugada y estaba abrazada a él. Ricardo


dormía de cara a la puerta y de espaldas a mí. Pero era yo la que
le había pasado el pie por encima y mi brazo tocaba su hombro
buscando su protección. Sí, me sentía protegida y a salvo; aquél
hombre no me haría daño y, aunque no sabía qué quería de mí,
sabía que no era sexo y eso me bastaba.
Ricardo despertó de buen humor, estaba más animoso, más
comunicativo y menos triste. Hoy se cumplían quince días de la

224
muerte de nuestra querida Violeta y por fin íbamos a cumplir su
última voluntad.
Desayunamos zumo de naranja, churros, que él mismo había
ido a comprar, y café con leche. Cuando entré en la cocina, él ya
me esperaba sentado con todo preparado sobre la mesa.
—¿Nos vamos? —preguntó Ricardo.
—Cojo el bolso y estoy lista —le miro y digo—: ¿Estás bien?
Si quieres, esperamos unos días más.
—Estoy relativamente bien. Ha llegado el momento; no voy a
posponerlo por más tiempo.
Llegamos al lugar indicado.
—Adiós, mi amor, ahora vuela libre, en paz: para ti ya no hay
dolor ni enfermedad ni tristeza, solo descanso. Siempre te querré
Violeta, has sido lo mejor de mi vida.
Ricardo besa la urna funeraria y libera las cenizas.
—Ya está mi amor. Aquí acabó todo para ti. Ves, y espérame
allá donde vayas que yo te buscaré —pasa los dedos por la urna,
llevándose lo poco que queda de ella, y lo introduce con sumo
cuidado en un colgante de oro con forma de corazón. Se lo pasa
por la cabeza y lo deja caer sobre su pecho.
Me mira.
—¿Quieres decir alguna cosa?
—Siempre te llevaré en mi corazón. Has sido fundamental en
mi vida. Me has dado tanto que…, estaré en deuda contigo de
por vida. Hasta siempre, guapa.
Meto la mano en la urna y rescato lo poco que queda en las
paredes. Me froto los brazos con sus cenizas; quiero que mi piel
se impregne de ella, que penetre en mí y que de alguna manera
se quede conmigo.
Sus cenizas descansarán aquí para siempre, en el Tibidabo; su
lugar favorito y el que ella eligió para tener un eterno descanso.

225
Ricardo me contó un día que, cuando a ella le detectaron la
enfermedad empezó a venir aquí todas las tardes, hiciera frio o
calor, lloviendo o bajo un sol de justicia; ya nada la asustaba. Y
se sentaba justo aquí, donde acabamos de liberar su alma, a leer,
o escuchar música en su MP3. Pero llegó el día en que ya no se
valía por sí misma y decidió no volver. «No voy a ser una carga
para ti, eso nunca; ni para ti ni para nadie», le dijo a Ricardo
cuando él se ofreció a seguir llevándola cada tarde.
Ricardo se acuclilla y se viene abajo. Se tapa la cara y llora.
—Recomponte, por lo que más quieras, por Violeta —trato
de animarle—. Hoy es el principio de una nueva vida. Acabas de
dar el primer paso y ha sido el más difícil de dar —las lagrimas
me impiden que siga hablándole. Voy maquillada, tal y como
Violeta me había pedido que le diera el adiós, al limpiarme el
rímel emborrona mi cara.
Ricardo se levanta. Busca en uno de sus bolsillos y me ofrece
un paquete de pañuelos de papel. Saco uno, le devuelvo el resto
y le sonrío agradecida.
—Vamos, pequeña. Se acabaron las penas. Alegra esa carita
que te pones muy fea —me acaricia y me sonríe. Y aunque es
una sonrisa forzada, y creada por la necesidad del momento, lo
agradezco; al menos lo intenta.
Suelto el aire que me estaba ahogando, es un resoplido lleno
de dolor y rabia —la persona que más he admirado y querido, la
que me lo ha dado todo a cambio de nada, ha desaparecido para
siempre—.
Me entran náuseas y pasa lo inevitable.
—Menos mal que te he recogido la melena a tiempo. ¡Madre
mía, qué desperdicio de desayuno! Con lo rico que estaba y lo
que me ha costado prepararlo. Tranquila, solo te has llenado los
zapatos y eso es fácil de limpiar.

226
Levanto la cara y le miro; debo estar horrible porque así me
siento. La acidez quema mi garganta y carraspeo. Él, dice:
—Lo arreglo, no te preocupes; yo haré el trabajo sucio y tú
no te moverás de aquí.
Me quita los zapatos. Se los lleva agarrándolos con dos dedos
por los tacones.
Saca una botellita de agua del maletero del coche y la abre,
bebe un poco y vierte el resto sobre una gamuza.
Vuelve con mis zapatos. Me los enseña y están más limpios
que cuando he salido de casa. Me ayuda a ponérmelos.
«Uf, qué alivio, huelen muy bien», pienso al comprobar que
ya no queda ni rastro de ese olor tan desagradable a vomitona.
Ricardo es genial, un espécimen único; después de lavarlos
con el trapo y el agua los ha rociado con el perfume de rosas que
lleva en la guantera del coche —Violeta se mareaba a menudo y
le gustaba aspirarlo, porque decía que la recomponía y la hacía
resucitar—. «Ya no resucitará nunca más», pensé con amargura.
—¿Comemos…? —Dice Ricardo—. Tenemos un restaurante
a dos calles de aquí.
—Sí, por mí perfecto. Sé cuál es y era el favorito de Violeta:
Casa Andrea. Ella me lo contó, le gustaba hacerme partícipe de
sus gustos y aficiones.
El restaurante está hasta la bandera. Llevamos unos minutos
esperando y Ricardo comienza a impacientarse. Y apoya todo el
peso de su cuerpo sobre un pie, lo mantiene unos segundos y lo
deja sobre el otro. Nadie acude a atendernos y la cara de Ricardo
se va descomponiendo segundo a segundo.
—Si quieres compramos un pollo y nos lo comemos en casa
tranquilamente sentados mientras conversamos —parece que no
me ha oído y sigue cambiando el contrapeso de un pie a otro.
Miro a mi alrededor buscando al camarero, difícil localizarlo
entre tanta gente, le veo y le hago señas con la mano.

227
Me hace un gesto para que le espere un momento.
—Sí, dígame señorita: ¿qué desea? ¿En qué puedo ayudarla?
Siento la tardanza pero…, como puede ver estamos a full y no
damos a vasto. Pero no se preocupe, estaba al tanto; la he visto
entrar y no he podido evitar fijarme en su belleza —una mirada
feroz me bastó para que él se diera cuenta de su patanería—.
Perdone mi insolencia: enseguida les acomodo en la única mesa
que queda libre. Necesito un tiempo pero…, les prometo que lo
haré lo antes posible.
—Queremos comer y hay una mesa libre. Y no, no queremos
esperar ni darle ningún margen de tiempo. Y, o comemos ya, o
nos vamos sin comer y ponemos una reclamación por el pésimo
servicio y la dejadez mostrada por parte del personal —digo en
tono amenazador.
El chico no se amilana, sino todo lo contrario, me mira con
insolencia y descaro, tomándose licencia de echarme un vistazo
al escote y dejando ahí clavados los ojos. Ya no era una simple
mirada disimulada en segundos, era intensa, prolongada.
Estaba asombrada, sus ojos chispean llameantes de deseo. Y
pensé: «Que vas a quedarte bizco de tanto mirar, bobalicón», el
pensamiento no sosegaba mi malestar. Necesitaba descargarme
un poco, y le dije:
—En el tiempo que estás empleando en mirarme el pecho ya
te habría dado tiempo a tomarnos nota y servirnos la comida.
Ricardo sonríe con sinceridad, de motu propio. Y eso es una
caricia para mi alma; está orgulloso de que yo haya asumido el
control de la situación.
Un hombre con traje oscuro y corbata a rayas se dirige hacia
el lugar dónde esperamos de pie y a punto de salir por esa puerta
para no volver. Le hace un gesto al camarero y éste desaparece a
la velocidad del rayo.

228
—Perdona Ricardo pero… Siento tanto lo de tu mujer. ¡Qué
dios la tenga en su gloria, era una bendita! —Se persigna, y
dice—: Ni me atrevía a saludaros. Perdonarme, pero esto es un
caos: hoy no ha venido Luís porque su mujer ha dado a luz. Y
Pepín está de baja con gripe; no damos abasto, nos faltan manos.
Me mira, sonríe y me dice:
—Imagino, que tú serás Aruba —me ofrece su mano y me
saluda enérgicamente—. Violeta me habló tanto…, y tan bien de
ti, que creo conocerte sin haberte visto.
Me da la impresión de que se ha quedado colgado, evocando
felices recuerdos. Y durante unos segundos se queda callado. Al
cabo, aún tiene mi mano entre las suyas, se la acerca a la boca,
la besa y, al soltarla, dice:
—Encantado de conocerte, Aruba. Me gusta tu nombre, es
melodioso, musical. En fin, no quisiera que me malinterpretaras
pero es un placer poder contar con tu presencia; a pesar de haber
elegido el peor día para estrenar mi casa.
—Gracias, igualmente —contesto medio ruborizada.
—Voy a acompañaros a la mesa. Tomaré nota de la comanda
y, mientras preparan en la cocina, iréis abriendo boca con unos
entrantes caseros y una botella de vino: cortesía de la casa, por
supuesto.
—Gracias, Ginés. Estábamos a punto de marcharnos. Hoy es
un día aciago para nosotros; acabo de dejar ir a Violeta —deja ir
una lágrima, y dice—: A lo que más quería en el mundo.
—No, gracias a vosotros por elegir mi casa en un día como
éste: compensaré la espera.

229
230
Días más tarde…
Estoy corriendo por el parque Güell y me paro frente a un
banco. Llevo el pelo recogido en una cola alta, un top de color
rojo y negro, de los de deportista, y unos leggins negros cortos,
cortísimos: de esos que, si me doblo para atarme los cordones,
se me salen los cachetes del trasero y me quedo con el culo al
aire, a la vista de todo el que esté paseando cerca de mí. Y eso
es, precisamente, lo que me dispongo a hacer. Doblo mi cuerpo
para recolocarme las lengüetas de las bambas —que no es que
las tuviera mal colocadas—, esa era mi misión en aquel preciso
instante.
—Madre mía… ¡Eso es un culo, lo demás son tonterías! Hoy
ya me ha compensado la caminata que he hecho hasta aquí. Me
has alegrado la vista: la vista, el día, la semana y, si me apuras,
hasta el mes. Quiero imaginar que, a una chica con un trasero de
infarto le acompañara una cara bonita ¿no…?
Me piropeaba un tipo de unos cuarenta años, alto, con el pelo
rizado y moreno, impactado por la visión. Estaba sentado en un
banco deslucido, limado por el exceso de sol, que quedaba a mis
espaldas.
—¡¡Perdón… no le he oído!! —exclamo girando la cabeza y
sin dejar la postura en la que estaba. No quiero apartar mi culo
de su radio de visión.
Soy consciente que, al agacharme, ha quedado visible medio
culo. Eso además de transparentarse la tirilla del tanga, porque
el tejido de mi pantalón, cuando se tensa, es como una media de
cristal y el efecto visual es como si no llevara nada puesto sobre

231
mi piel. Pero quiero ponerle cachondo —mi cometido es sacarle
de sus casillas—. Necesito saber qué es lo que está dispuesto a
ofrecerme por disfrutar de lo que está viendo
Él se relame los labios. Y sin desviar la mirada de mi trasero,
vuelve a la carga.
—Digo, que me gustaría oír cómo jadeas entre mis brazos.
Quiero tenerte atrapada entre mis piernas: ni te imaginas lo que
te haría. Has encendido la chispa y ha prendido en la parte baja
de mi cuerpo, justo en la entrepierna.
Ha mordido el anzuelo y me felicito, pero ahora debo hacer
que muerda el polvo.
Sonríe complacido. Y eso que aún no le he dado la respuesta
que está deseando oír. Debo admitir que el hombre tiene una
irresistible sonrisa y el encargo va a ser fácil, mucho más de lo
que esperaba, y me va a llevar menos tiempo del previsto.
Con discreción, me fijo bien en los detalles de sus facciones.
El tipo es agradable a la vista, guapetón, e incluso diría que muy
atractivo. «Puede que me guste el sacrificio que estaba dispuesta
a hacer y que al final no resulte tal», pensé.
—¿Y qué hacemos ahora…? —empiezo a decirle—. Tienes
algo en mente o…
Me acerco. Me chupo los labios y me recoloco el pantalón.
Veo que mis gestos le excitan y le brillan los ojos de deseo. «Te
tengo en el bote, mamón».
—Tengo una idea: se me ocurre que… Si tú quisieras…
Se calla de golpe, imagino que está calibrando si lo que va a
decir es demasiado para ofrecérselo a una desconocida.
Le miro descaradamente, esta vez sin disimulo alguno. Tiene
unos hoyuelos en las mejillas y, cómo está sonriéndome, se le
han acentuado y le favorecen aún más. Le desafío con la mirada,
echándole un breve pulso: «Venga guapetón, a ver quién resiste

232
más o se rinde primero», eso era lo que pensando, pero mi boca
me traiciona.
—Si quieres que te coma la minga, nos vamos detrás de esos
arbustos y me la meriendo toda. Me parecería un crimen dejarte
así de… —señalo el incipiente abultamiento de su pantalón.
Sé que he ignorado las pautas que me han dado y he ido a mi
bola, a mi puta bola. Espero que salga según lo previsto porque
me la estoy jugando a base de bien.
—Lo que es un crimen es que ese culito pase hambre. Tengo
una barra de pan caliente, ¿quieres hincarle el diente?
Se levanta y se acerca a mí, tanto, que no hay un centímetro
entre nuestros cuerpos. De momento, mira y no toca, no intenta
nada pero respira tan cerca de mí que, al coger aire, su tórax
fricciona mi pecho.
—Mi nombre es Nicolás. ¿Y el tuyo es…?
Me siento confusa. Hay algo en él que me tiene embelesada,
totalmente hechizada. Me siento azorada: este juego me gusta y
me altera por igual. Y me ha susurrado tan cerca que, su grave
voz, me ha puesto el vello en alerta.
—Aruba, mi nombre es Aruba.
—Agua fresca de manantial, ¡eso es tu nombre para mí!
Acaricia mis pechos por encima del top y mis pezones se
endurecen en una milésima de segundo. Sus manos descienden
hasta mis muslos. Hundo mi cabeza en su pecho y le huelo. El
ligero olor a virilidad, mezclado con el perfume en el que se ha
bañado antes de salir de casa, me desordenan los pensamientos y
busco su labios, su boca. Él me la entrega rápido, sin reticencias.
De rodillas, detrás de los árboles y a salvo de las incómodas e
inoportunas miradas de los paseantes, tengo al sujeto jadeando
incesantemente; he usurpado su sexo con mi boca y lo desbrozo
con ganas: ni era mi intención ni estaba planeado así. Se me ha
ido de las manos y estoy fuera control. Mi vagina se ha mojado,

233
está hambrienta y quiere tragarse la barra de pan que tengo en la
boca chupando a destajo. Estoy segura de que no me importaría
hacérmelo con Nico. Me tiene obnubilada, desconcertada por la
inesperada respuesta de mi cuerpo
Sus ágiles dedos se cuelan dentro mi pantalón, abriéndose
paso entre la tela de la braguita hasta tocar mi sexo.
Mi boca se desahoga y gime. Él la acalla metiendo su lengua.
Dejándome llevar por la excitación, froto mi sexo contra sus
dedos y me masajeo el clítoris, que se hincha de gozo.
—Me estás volviendo loco… Y si sigues por ahí, no habrá
quien me detenga y será culpa tuya lo que suceda.
—Aruba, abandona el nido. Aborta, ¿me estás oyendo…? Ya
está, tengo toda una colección de fotos. ¡¿Oyes lo que digo?!
Ricardo me hablaba a través del pinganillo que llevo metido
en la oreja y regreso a la realidad. Y tomo conciencia de que me
he excedido en mi papel, y digo:
—¡Mierda! Lo siento, me tengo que ir —le dejo con el palo
apuntando a colón.
Mientras me voy recolocando la ropa, él me está observando,
no pierde detalle pero parece que se lo está tomando bien.
Empiezo a caminar y sus musculosos brazos me lo impiden.
—¡¡Suéltame, que me estás haciendo daño!! —digo a voz en
grito.
—El daño lo tengo yo aquí. ¡Míralo! ¿Crees que me lo vas a
dejar así? Ni lo sueñes, putón; acaba lo que has empezado o…,
te arrepentirás de haberme conocido.
Empecé a temblar y tuve la impresión de que iba a forzarme.
Necesitaba pensar con rapidez. Él había montado en cólera y yo
estaba muy asustada.
—Dame una hora y espérame en el banco donde nos hemos
conocido: mi padre es corredor y, a estas horas, debe andar por
aquí, cerca —relaja el semblante. Aprovecho la pequeña tregua,

234
y digo—: Hace un rato que deberíamos habernos encontrado y
no quiero que se preocupe y llame a la policía; cómo has podido
comprobar, no llevo teléfono móvil. Por favor, yo también me
he quedado con ganas de más…
—Una hora, no te doy ni un minuto más —decía mientras se
subía el pantalón.
«Uf… menos mal que has sido avispada, bien por ti», pensé
mientras salía de escena.
Ricardo estaba sentado en su coche, muy enfadado. Entré y
cerré la puerta con suavidad, con sumo cuidado —siempre que
se me escapa, y cierro dando un golpe, me llama la atención—.
Me puse el cinturón y bajé la ventanilla, mis mejillas ardían
de vergüenza.
—¡No vuelvas a contradecir una orden directa bajo ninguna
circunstancia! ¡¿Te ha quedado claro…?! Mientras formes parte
de mi equipo no improvisarás nada o, de lo contrarío, vas fuera.
—Mis acciones fueron necesarias aunque no apropiadas. Lo
siento mucho, de verdad, he cometido un error pero no volverá a
pasar, te lo garantizo. Quería que todo pareciera creíble. «Pero si
no te lo crees ni tú», pensé mientras lo decía.
—Basta con que parezca que le haces… Tú ya sabes...
Se le veía incómodo en el papel que desempeñaba. Para él era
desagradable tener que tirar de mí para salir del atolladero en el
que se encontraba sumergido. Y todo le había pasado por amor.
Por amor y devoción hacia Violeta, ahora no le quedaba otra que
jugar sucio.
Ricardo hacía meses que no iba trabajar. Salía de casa y se
sentaba en un parque; Violeta se moría, y él no podía soportarlo
porque le desgarraba el alma. Tampoco podía quedarse en casa,
verla en ese estado minaba su ánimo y le sumergía en una pena
que le asfixiaba. Los cimientos de su vida se tambaleaban y él se
sintió perdido. Regodeándose en el dolor, y revolcándose en la

235
pena perdió muchos clientes, a los mejores. Pero ahora íbamos a
recuperarlo todo, su vida, su trabajo y su status social.
En cuanto entramos en casa, le pedí ver las fotos.
—No, no hace falta que tengas que pasar por esto. No quiero
que sientas vergüenza de lo que has tenido que hacer. Yo… no
me siento orgulloso de…
—He accedido por voluntad propia y quiero que las veamos
juntos.
Me miró con cara de circunstancia.
Le arrebate la cámara y me senté, invitándole a que se sentase
a mi lado para visionar conmigo el trabajo realizado.
—¡Son perfectas! Y ya podemos decir que hemos recuperado
a uno —dijo Ricardo.
Se había comprado una cámara Alfa 7 de Sony para poder
fotografiar y chantajear a los clientes casados y a los que aún no
daba por perdidos.

Mi siguiente presa está en el bar “La Paloma”. Y según los


estudios realizados, acude cada mañana, de lunes a viernes, sin
faltar ni un solo día a desayunar. Es un personaje de costumbres
y rutina varias.
Entro. Saludo efusivamente al camarero que está detrás de la
barra —que no le conocía de nada—. Y me voy directamente al
aseo, pero pasando por delante de la mesa de mi objetivo para
hacerme notar.
Me siento en una mesa, que está frente a la de él, y espero a
que venga el camarero mientras le vacilo con el generoso escote
que llevo, mostrándole pecho. Me agacho y me toco una pierna
desde el tobillo hasta el final del muslo, que es donde acaba la
media; para que vea lo que puedo ofrecerle. Y subo un poco más
la mano, con desvergüenza, y le muestro que bajo la falda llevo
un liguero que sujeta las medias.

236
Me mira, y parece no dar crédito a lo que está pasando; es tan
feo y, está tan gordo que, en su penosa vida se habrá visto en
semejante situación. «Hoy es mi día de suerte», habrá pensado
el insensato. Sabe que es a él, y únicamente a él al que me estoy
insinuando, porque no hay nadie más en la diana que disparo mi
dardo envenenado. Se le ve turbado, superado por una situación
que le viene grande. Aún así, debe sentirse halagado —los ojos
le delatan, tienen un resplandor nuevo e intenso—.
Coge aire, suspira y lo expulsa. Traga saliva y se sonroja. Me
aprovecho del estado en el que le he puesto y me agacho para
subirme la falda un poco más, dejando al descubierto parte de
mis glúteos. Le arde la cara, ahora está abrumado, apabullado y
abochornado.
Me muestro resuelta, juguetona y traviesa. Me divierte ser el
centro de su atención. Y me desabrocho el liguero y deslizo con
lentitud una de mis medias hasta llevarla al tobillo.
La nuez de su garganta sube y baja y vuelve a tragar saliva:
está en el bote.
Media hora después, ya me lo había llevado a su coche y lo
tenía bajo mis pies y acatando mis órdenes. A éste tan sólo le
había ofrecido un poco, justo lo necesario para tener la foto que
le comprometía, la que nos daría lo que Ricardo le pidiese.

Llegó el siguiente candidato. A éste me lo tuve que trabajar


un poco más, pero no me importó —reto se estaba convirtiendo
en mi primer apellido y misión imposible era el segundo—. Y a
mí me gustaban los desafíos.
Éste era bastante más joven y atractivo, esa era la parte fácil.
Pero hacía poco más de un año que se había casado e imaginaba
que no querría jugarse el matrimonio por un polvo, y menos con
una simple desconocida, como lo era yo para él. Me tendría que
poner las pilas, aún así, no pensaba dejarle escapar indemne.

237
Le asalté en un cajero automático.
—Hola, soy Rita. ¡¡Qué calor hace!! ¿Te apetece tomar una
copa conmigo? Había quedado con un amigo pero… —me mira
con cara de pocos amigos. Continúo con mi monólogo y dándole
la brasa—. Y no me gusta beber sola. Bueno, ni beber ni otras
cosas; ya me entiendes. Mi amigo Zaca me prometió una sesión
loca de sexo. Me dijo que me iba a poner mirando aquí y allá.
¿Y ahora qué…? ¿Quién va a enfriar mi calentón? No se puede
prometer sexo a una mujer para luego dejarla tirada y húmeda,
como una colilla gastada. Una mujer caliente y sola es…, muy
peligrosa. ¿Tú qué dices?
No dice ni mu. Me chupo el labio con lascivia. Y, mientras
me recoloco el pecho en el top negro y rojo de lentejuelas que
llevo, a él le cambia la cara y se tensa, parece enojado. Su gesto
es serio pero… Hay pillín, que se te ha tensado algo más. «Otro
al bote», pensé.
Cómo me estaba costando. El bicharraco, estaba siendo duro
de pelar y se resistía a mis encantos. Me dijo mil veces que no
podía ser, que yo era una chica muy guapa y que estaba muy
buena; que era una autentica hermosura. También me dijo que se
sentía muy halagado, pero que no estaba bien que su mujer le
esperara en casa mientras él fornicaba con la primera guarra que
se le pusiera a tiro. Que estaba muy enamorado y, aunque yo le
ofreciera la luna, me rechazaba.
Aunque me ha faltado al respeto, no pienso tirar la toalla. Me
levanto la falda y me echo sobre la máquina que unos minutos
antes le había dado sus billetes. Me doy un fuerte y sonoro azote
en una nalga, mostrándole así la firmeza de mis glúteos.
—¿Aquí o en tu coche? Dime, ¿dónde me vas a dar lo que mi
cuerpo pide?
Mantiene la mirada fija en mis glúteos, tanto que ni parpadea.
Está hipnotizado, seducido por la generosidad del ofrecimiento.

238
—¿Seguro que vas a dejar esto así…? ¡Tócame, mira cómo
me pones! Estoy húmeda, caliente y dispuesta a todo lo que tú
quieras ¿Me rechazas, estás seguro…? ¿Vas a ser capaz de dejar
pasar una oportunidad única? —separo mis nalgas con ambas
manos, mostrándole la mercancía, ofreciéndosela.
—No puedo hacerlo. Estoy casado; ya te lo he dicho. Y no
debería…
No debería… Sí, sí, mucho yo no puedo y no debo pero, sus
manos van por libre y me tiene cogido el trasero. Lo magrea con
suavidad, paseando la mano de un extremo a otro —qué rápido
se ha olvidado de la fidelidad y del deber para con su mujer—.
Y ahora quiere lo que erróneamente piensa que le voy a dar.
—Estoy terriblemente excitado; verte ahí, echada con el culo
en pompa y ofreciéndomelo… Uf, caray, la verdad es que eres
una linda tentación y mi pene se ha puesto más duro que el
mármol.
Le echo mano al ciruelo.
Él cierra los ojos, entregándose al placer.
—¿Te gusta, a que te gustaría penetrarme?
—Sí, la verdad es que lo estoy deseando, aunque…, me da un
poco de miedo encapricharme contigo y después… Sería tan
fácil que yo… Y luego…
—No titubees tanto: me gustan los machos ibéricos y ahora
pareces un pelele. ¿Te asusto?
—No, no es eso. Es que cuando te enamoras de verdad crees
que ya no puedes caer en ninguna red, que nadie más te puede
echar el lazo —hace una pausa, acerca su dedo a mi entrada y lo
deja quieto—. Y ahora llegas tú y no me puedo resistir a tu culo:
si mi mujer se enterase…, la mataría del disgusto.
—Te voy a decir algo que dijo un gran dramaturgo: William
Shakespeare. Es una frase idónea para este momento. «En la

239
amistad y en el amor se es más feliz con la ignorancia que
con el saber».
Me mira sopesando lo que he dicho.
—Al cuerno con todo, ¡venga, alegría! Ese trasero es para mí.
¡Acompáñame!

Y así uno tras otro hasta completar la misión.

Estamos sentados en la cocina, tomando una copa de vino


blanco y unos berberechos frescos que yo misma he preparado.
Ricardo alza su copa y dice:
—Bueno, lo prometido es deuda y soy un hombre de palabra:
primero quiero decirte que estoy muy orgulloso de ti. Y aunque
no me siento orgulloso de lo que te he obligado a hacer para que
me ayudes, estoy satisfecho con los resultados. Lo que trato de
decirte es que, Leo Gutiérrez Navarro, el notario, ya tiene listos
los papeles de mi testamento y en media hora nos espera en su
despacho. ¿Preparada para la nueva vida?
No entiendo qué ha querido decir con lo de la nueva vida,
pero tampoco le doy importancia, será una tontería de las suyas.
—Dame un minuto, que me subo a los tacones, cojo el bolso
y salimos.
Llegamos a la notaría y nos recibe un hombre con un porte
elegante, señorial. Y aunque es calvo, y mayor que Ricardo, da
gozo verle.
—Señorita Aruba, hola. Yo soy Leo; encantado de conocerla
—nos estrechamos las manos—. Ricardo me ha estado hablando
de usted, y muy bien, por cierto. Pasen a mi despacho, por favor.
Lo tengo todo sobre la mesa, preparado para la firma de ambos.
Le seguimos por un amplio y largo pasillo. Su despacho es el
último, el del fondo a la izquierda.

240
Entramos y nos encontramos a un chico. Está sentado en la
mesa contigua.
Al oírnos hablar, levanta ligeramente la cabeza y le echa una
miradita a mi pecho. Al cabo, la eleva del todo y me sonríe con
picardía —tiene unas facciones muy similares a las del notario e
intuyo que puede ser hijo suyo—. Su inesperada presencia me
incomoda un poco. Me voy hacia el otro extremo del despacho.
Me asomo a un gran ventanal que ocupa toda una pared del
despacho, la vista es indescriptible e increíblemente maravillosa;
ofrecía una panorámica de media Barcelona.
—Siéntese, por favor —oigo a mis espaldas.
Me doy la vuelta. Leo está indicándome una silla.
—Perdone, no he podido resistir la tentación de asomarme.
Soy así, que le voy a hacer; cuando veo una ventana, me pierdo
en ella —bromeo.
El chico vuelve a sonreírme.
—Su despacho tiene las mejores vistas del mundo —digo
acercándome a la mesa. Me siento y cierro la boca.
—Estaba comentándole a Pablo, mi hijo mayor —«ves, si lo
he adivinado», pensé—, que aquí, mi gran amigo Ricardo —le
señala mientras dice—: quiere dejárselo todo a usted, señorita.
Ricardo mueve la cabeza de arriba abajo, asintiendo. Y Leo
baja el dedo y vuelve a hablar.
—Yo le tengo en buena estima. Y, por eso, me he atrevido a
decirle que esto es una locura y que no estoy de acuerdo con él.
—¡¡Ya te he dicho que esa es mi decisión y eso es lo que voy
a hacer!! —replica Ricardo en un tono poco amigable. Y dando
un manotazo en la mesa, dice—: Te agradezco tu amistad y tu
interés, pero respeta mis decisiones aunque no las compartas: el
dinero lo he ganado yo. Y sabes que no tengo familiares directos
a quien poder dejarles todo el patrimonio. Y, aunque los tuviera,
estoy en mi pleno derecho a dejárselo a quien me plazca —se

241
pone en pie y continúa—. ¡¡Ella es merecedora de todo y no se
hable más!! —esta vez ha elevado demasiado la voz y el notario
se ha incomodado. Ricardo vuelve a tomar asiento.
Leo miraba a su hijo, supongo que buscando complicidad y
un poco de apoyo, pero no encontró una respuesta satisfactoria.
Pablo se limitó a encogerse de hombros y seguir a lo que fuera
que estuviera haciendo. «Ésta historia no va conmigo, apáñate
tú solito», debió pensar el chico. El padre no dijo nada más, me
pasó el testamento y un bolígrafo.
Ricardo me nombraba su heredera única. Todo aquello que
tuviera en su haber, el día de su defunción, pasaría a ser mío. Él
ya no podría cambiar ni una sola coma sin mi consentimiento.
Al pasar las hojas veo un documento anexo cogido con un
clip. Me sorprendo, Ricardo no me había puesto al corriente de
ello y empiezo a leerlo para mí:
Punto 1:
Ejerzo una influencia negativa sobre ti y eso ha de acabar:
la relación que mantenemos actualmente es tóxica y dañina.
Por lo cual, y para tu bienestar, por tu salud física y mental,
es mejor poner distancia entre ambos; esto no es negociable.
Punto 2:
Te concedo un plazo máximo de dos meses y, concluido
ese tiempo, debes dejar la casa de la piscina y…
No daba crédito a lo que decía aquel documento. Ricardo se
ofrecía a pagar el alquiler de un piso en la zona que yo eligiera;
eso decía el punto tres. Le miro interrogándole con los ojos: ¿De
qué vas, qué broma es esto?
—Acaba de leer y firma, ya lo discutiremos en casa.
Sigo Leyendo:
Punto 4:

242
Yo continuaré haciéndome cargo de todos los gastos: los
Postgrados, los cursillos, los Másteres o cualquier otra cosa
relacionada con tu educación. Y...
Punto 5:
Cada uno de cada mes, y hasta que acabes los estudios y
encuentres trabajo, te haré un ingreso de mil euros. Y…
Me cabreo. No sigo leyendo más, cada punto acaba diciendo:
—Y esto no es negociable—.
—¡¿Qué carajo es esto…?! —Lanzo los papales al centro de
la mesa—. ¡¿Has perdido la razón?! —chillo como una histérica.
Estoy sulfurada, indignada y me siento comprada.
—Es lo mejor para los dos y tú lo sabes también como yo.
Firma, por favor: esto no es un adiós, es un hasta siempre, un
nos vemos pronto; podrás venir de visita siempre que tú quieras.
Las puertas de mi casa; perdón, quiero decir de la tuya, Aruba,
estarán siempre abiertas para ti.

Estamos en mi casita de la piscina, a punto de celebrar mí


nueva posición y, según él, mi libertad. Me está diciendo que
pertenezco a un status social elevado y que está feliz porque voy
a tener una vida mejor; la que merezco por ser como soy. Dice
que mi bondad, y mi inagotable generosidad, le acompañaran el
resto de su vida.
Ricardo ha recuperado a todos y cada uno de sus clientes.
Echo la vista atrás, y creo que para mí ha sido fácil, divertido y
agradable. Y ahora, gracias a eso, soy la futura dueña de un gran
imperio.
Cuando acabamos con el último pájaro, Ricardo compró el
champán que le gustaba beber a nuestra querida Violeta (Moët &
Chandom Nectar Imperial).

243
Ricardo se levanta y se dirige a la nevera. Saca el champán y
lo agita un poco. Al abrirlo nos llueve, se vacía media botella. Él
ríe, llena dos copas y me pasa una.
—Por una amistad limpia, bonita y eterna, por lo que nos une
y nos desune, por lo que ha llegado y por lo que está por llegar;
que será todo bueno para ti. Y por último, quiero brindar por la
mujer que más he querido y la que más querré siempre: por ti
Violeta —eleva la copa al cielo mientras sigue hablando—: una
mujer impresionante y excepcional, como pocas.
Cuando él acaba, le imito.
—Por ti, mi querida Violeta: por la persona que consiguió
convertir en fácil lo difícil, en agradable lo desagradable y en
vivible lo insufrible. UY… —el inesperado sonido de un móvil
me sobresalta. Es el de Ricardo.
Lo coge, aprieta el botón de descolgar y dice:
—Dime Fabián.
Fabián ha sido víctima de nuestros chantajes, uno de tantos:
fue la presa más fácil de conseguir y con la que menos me tuve
que emplear. A éste, sólo le gustaba mirar lo que yo me hacía a
mí misma: me iba desnudando poco a poco, para luego tocarme
en su presencia. Y al cabo, cuando ya no resistía más, se aliviaba
con sus dos manitas. Para lograr una fotografía, en la que él se
viera comprometido, solo tuve que meter mi boca en su verga lo
que dura el disparo de un flash.
—Tengo que proponerte un negocio. Buff… es increíble; el
súper negocio, le llamaría yo —dijo Fabián.
—El negocio ya está hecho y ahora ya no hay nada que tú
puedas ofrecerme. La cosa es sencilla: yo pongo las fotos a buen
recaudo, asegurándome que nadie les eche el guante ni las saque
a la luz, y tú vuelves a hacerme los encargos de siempre, así de
sencillo.

244
—No, escúchame un momento, te gustará mi proposición. Es
beneficiosa para ti, bueno, sacaremos tajada los dos.
—Te escucho, pero habla rápido que estoy muy liado.
—Serán dos minutos y no te arrepentirás, lo sé.
Escucho como toma aire, luego lo expulsa. Vuelve a coger y
a exhalarlo, respirando hondo. Creo que lo que va a decir no es
fácil para él. Pero espero que haya calibrado las consecuencias;
Ricardo no está para tonterías.
—Si tú me dejas a tu chica —Fabián habla de nuevo—, una
sola noche, te garantizo que, como mínimo, te consigo a cinco
clientes más. ¿Qué dices?
—Pero… ¡¿tú estás enfermo o eres un enfermo?! —le grita
Ricardo.
Le agarro el brazo para que me mire. Cuando lo hace, le digo
sí con un movimiento de cabeza.
Él tapa el auricular, y dice:
—¡Por encima de mi cadáver! ¡No, no, y mil veces no!
Voy a decirle que me deje hacerlo, que a mí no me importa.
Y cuando voy a despegar los labios, él se adelanta y me dice:
—¿Qué parte del no, no has entendido?
—Escúchame, déjame decirte sólo una cosita —parece algo
más relajado—: Fabián sólo es un pajillero, un picha floja y un
voyeur. Y hasta un salido si quieres; puede ser todo lo que tú
quieras, menos peligroso. Te estoy muy agradecida. Has hecho
mucho por mí, ahora déjame ayudarte.
—De acuerdo pero… —le contestaba a Fabián sin mucha
convicción—. Si te atreves a tocarle un pelo, ¡Te mato! ¿Me
oyes? ¡Te mato sin pestañear!
—Te prometo que lo cumpliré. Tienes mi palabra.

Estoy en el Puerto de Barcelona, parada delante del barco de


Fabián, esperando a verle. El velero se llama Abura. Cuando me

245
dijo a qué barco debía ir, me hizo mucha gracia; era mi nombre
escrito al revés. «Tengo el presentimiento de que va a ser una
velada muy divertida».
Veo a Fabián. Él también me ve y hace gestos con la mano.
Me acerco.
—Hola guapa, ven a mi nidito, a mi escondite, a la cueva de
Alí Babá y sus cinco mamones —me da la mano, ayudándome a
subir a bordo.
Trago saliva, y me digo: «Tranquila Aruba, esto va a ser un
paseo por las nubes: con toros más bravos has lidiado y te has
llevado las orejas y el rabo. Y has salido por la puerta grande, no
lo olvides». Aún así, estoy un poco atacada de los nervios; éste
voy a torearlo sola, en una corrida privada en la que Ricardo no
estará vigilando detrás del objetivo. Fabián le prometió que, él
mismo me llevaría de vuelta a casa al acabar la faena.
Me he comprado una mini falda roja, mi color favorito, una
camisa blanca transparente con un sujetador negro con ribetes de
blonda y lentejuelas, sin relleno; quiero ponerle pocas trabas, o
ninguna, que lo que no vea lo intuya y que se corra pronto.
Me recibe con una copa de champán bien frio. Parpadea un
par de veces, clava la vista en mi pecho y los ojos se le abren
como platos.
Un escalofrío recorrió todo mi cuerpo —una premonición, un
mal augurio aunque aún ni imaginaba lo que sucedería—. Y me
auto convencí de que no pasaba nada y que debía relajarme,
aquello era pan comido, igual que la vez anterior.
—Estás preciosa, increíble, bárbara, deseable y apetecible.
—Gracias, no me merezco tantos elogios.
—Te propongo que brindemos —levanta su copa y dice—:
Porque tú y yo tengamos muchas noches inolvidables como ésta.
Dejo que su copa entrechoque la mía y que suene el cristal.
Seguidamente, me llevo la copa a la boca y le doy un pequeño

246
sorbo. Está frío, demasiado. «Se parece más a un granizado que
a una bebida líquida», pensé mientras le daba otro sorbo.
Bebemos y nos ponemos a charlar. Y charlamos y seguimos
bebiendo durante un rato; estamos sentados en la cubierta y la
temperatura es agradable, pese a que corre un poco de brisa. El
tipo es bastante divertido. Explica los chistes como nadie, con
una gracia natural que es innata, de naturaleza propia. También
me habla de sexo, pero no es nada pedante, lo hace con estilo y
con elegancia. Es entrañable, una buena persona; diría yo.
—Bueno, creo que ya hemos bebido bastante y aún no me
has explicado nada sobre ti.
Enciende un canuto y me lo ofrece. Le doy varias caladas y
pienso: «Ni recuerdo el tiempo habrá pasado, pero hace mucho,
desde la última vez que me fumé un peta de marihuana». Decido
que no le voy a contar nada sobre mí, ni es mi amigo, ni quiero
que lo sea.
Me distraigo observando el estrellado cielo. Y me imagino a
la Osa Mayor, y a la Menor, y…
—Bueno, veo que no te apetece hablar de ti: llegó la hora de
que conozcas los planes de esta noche. Se te acabó el recreo.
¡¡Manos a las obras!! —dijo bastante exaltado.
Creí que se le habían colado las eses. E imaginé, que quizás
sería por el efecto del porro; no le di mayor importancia. Miré el
reloj. Tan sólo había pasado media hora desde mi llegada, pero
estaba pasándomelo bien y eso era lo que contaba.
—De acuerdo. Me haces sentir cómoda y estoy muy relajada;
cuando quieras empezamos. Y como dice aquel dicho: «Lo que
bien empieza, bien acaba».
—Primero léete esto, rellénalo con todos tus datos y después
me firmas el contrato: soy un hombre al que le gusta las cosas
bien hechas y quiero total transparencia en las transacciones que

247
hago. Aunque esto es un negocio más, no quiero dar lugar a un
posible equívoco ni…
Dejé de escucharle y me puse a leer. No estaba interesaba en
que me diera la chapa, no era ese mi cometido.
«Me llamo… con domicilio en… DNI… Soy adulta, y por
tanto responsable de mis actos, y he venido a esta fiesta por
voluntad propia, consciente de a qué venía. Y, suceda lo que
suceda en este barco, no emprenderé ninguna acción legal
contra Fabián Reinaldo, ni ahora ni en lo sucesivo. Estoy
acostumbrada a este tipo de verbenas: ya sea a solas o en
grupo. Acabada mi labor, y no antes, me iré a casa. Allí, y solo
allí, me curaré las heridas; en el caso de que las hubiera, que
mis contrincantes me hayan podido ocasionar. Siempre
involuntariamente, por supuesto. Y no acudiré, bajo ninguna
excusa o pretexto, a un centro médico, mutua, hospital…
Y para dejar constancia de mi acuerdo, firmo la presente
de mi puño y letra.
Sonrío, aunque no me queda claro de qué va la movida, creo
que me divertiré. «¿Qué se le habrá ocurrido a este tarado?».
—Sígueme y procura ser una buena actriz. El futuro de
Ricardo depende de lo bien que lo hagas hoy —dijo en cuanto le
estampé mi firma en aquel papel.
Echó a andar hasta la puerta. Bajó las escaleras y, mientras
descendía, sus ojos recorrían todo mi cuerpo. Al llegar al último
peldaño oí un murmullo y empujé a Fabián al interior del salón.
Estaba muy oscuro, no veía a nadie pero intuí que no estábamos
solos. Me inquieté bastante, pero intenté disimularlo como pude.
Fabián dio una palmada en el aire y se encendió una lámpara
roja que colgaba de la pared. Tenía forma de una espeluznante
calavera.
Me quedé confundida y helada ante lo que veían mis ojos.
Abrí la boca, pero de nuevo la volví a cerrar. Estaba en shock,

248
muda de la impresión. Y no podía verbalizar lo que martilleaba
mi mente; me acababa de dar cuenta de que me había metido en
un tremendo lio.
—¡¿Pero… qué tipo de fiesta es esta, cabrón?! ¡Me has traído
engañada! —reaccioné agarrándole de la camiseta, por la parte
del pecho. Grité—. ¡¿Por qué no he sido debidamente informada
sobre lo que iba a firmar?! ¡¿Y quién son estos tipejos?!
Aquello era una encerrona y yo había caído a cuatro patas. El
canalla lo tenía todo planificado, urdido al detalle. Sí, nos había
engañado a Ricardo y a mí: Fabián había montado una fiesta en
grupo, pero privada a la vez. Y ahora no sabía qué debía hacer:
en el barco hay cinco tipos con máscaras, cada una de un animal
distinto. Y están sentados en el sofá a la espera de su presa, que
debo ser yo. Doy un paso atrás, hay una parte de mí se quiere ir.
Aunque, pensándolo fríamente, que más me dará que mire uno,
o que me estén mirando cien: «Si son amigos de él, serán de la
misma condición e irán del mismo palo; una paja y a correrse»,
el pensamiento me reconforta.
—Tenías toda la razón, esta zorrita está buenísima —dijo el
que llevaba la máscara de perro.
—Yo lo suscribo —terció cara de caballo.
—Tranquilos, chicos, la vais a asustar antes de tiempo. No
querréis que salga corriendo antes de que… ¿Verdad…? —dijo
Fabián.
Va acercándose a mí, muy lentamente, recreándose a cada
paso que da. Me agarra de un brazo y me sonríe con picardía;
como hace el gato con el ratón antes de merendárselo. Suelta mi
brazo. Pellizca mi nariz con delicadeza. Y luego, dice:
—Ahora estás a tiempo: ¿te quedas, o te llevo a casita con tu
papá postizo? —acerca sus labios a mi oído. Me susurra—. Nos
vamos a divertir mucho, ya lo verás. Esto me excita mucho más.
¿Te atreves, o simplemente eres una puritana?

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¿Que qué hice? Pues por supuesto que me quedé: entre el
champán y el porro andaba subida en una nube, y pensé: «Para
chula yo, estos imbéciles no me van a amilanar. Total, si me van
a mirar y se van a hacer unas cuantas pajillas en mi honor. Y
mientras no traspase la fina línea que separa la decencia de la
deshonra, Ricardo no podrá enfadarse. Él no quería que aceptase
la oferta y, si me viera ahora…».
—Ya podéis poner la pasta encima de la mesa: el telón está a
punto de subir y el show va a empezar. Vamos, chicos, ¡tenéis
barra libre de sexo! Debéis recordar las normas: a esta gatita no
se la puede marcar. Me la han prestado, y le he prometido a su
dueño que iba a devolverle la mercancía sin ningún cardenal ni
magulladura; inmaculada, tal y cómo ha llegado.
—No te prometemos nada, simplemente, haremos todo lo que
podamos —intervino el cara de pez.
—He venido aquí a darlo todo. Y cuando digo todo, es todo;
esto es algo insólito que no pasa cada día. Debemos sacarle el
mayor partido y pienso hacerlo: quiero navegar por el mar de su
piel, aunque sea una vez. Debo castigarla con mi palo azotador
aunque no haya hecho nada —amenazaba el cara de búho.
Quedaba cara de lobo; éste estaba sentado y no decía nada.
Se conformaba con mirar y escuchar lo que decían los demás.
Iba a ser muy sencillo, o eso pensaba yo.
No ha pasado un minuto y la sangre se me ha congelado en
las venas. Si me pincharan ahora no encontrarían una gota de
sangre: cada participante está dejando sobre la mesa un montón
de billetes.
Fabián se ha puesto a contarlos uno por uno, chupándose el
dedo para separarlos —qué guarrada—. Los va ordenando y los
vuelve a dejar sobre la mesa. Y contados y ordenados los pone a
buen recaudo; en una caja metálica y cerrada con un candado.

250
—Perfecto, está todo correcto: tres mil euros cada uno, tal y
como quedamos —dice al volver de dónde quiera que haya ido a
guardar el dineral.
«De qué va esto, en qué me habré metido esta vez», no me
dio tiempo a pensar en nada más. Sobre la mesa del salón había
droga —papelinas de cocaína—. Aquel polvo blanco empezó a
circular de una nariz a otra, hasta que llegó a la mía.
—No gracias; no he llegado a ese nivel.
Uno de ellos me tapó la boca, obligándome a respirar por la
nariz. Me resistí cuanto pude pero, cuando me quise dar cuenta,
aquello corría garganta abajo invadiendo mi cuerpo.
En pocos minutos era otra, me había venido arriba. Me sentía
eufórica, deseable e importante. (Qué daño hacen las drogas, y
qué inconsciente es el que las toma).
—¡¡Qué empiece la diversión!! —exclamé fuera de control.
Uno a uno, me iban besando todos; ordenadamente y por
turnos. Cada personaje tenía asignado el suyo —igual que en
una pescadería, frutería o carnicería—. Y sus alientos se habían
ido mezclando con el mío, en un coctel agridulce y salado.
La sala se había ido caldeando y hacía un calor bochornoso e
insoportable. Fabián intuyó mi malestar, y dijo:
—Creo que deberíais desnudarla. Suda deseo y vicio por los
poros de su piel.
Cara pez tomó la iniciativa y desabrochó mi blusa, liberando
mis pechos para poder manosearlos. Uno a uno los fue lamiendo
y saboreando, deleitándose a cada pase de lengua que daba. Fue
del izquierdo hasta el derecho y volvió al izquierdo, paseando su
lengua de un pezón al otro sin detenerse.
Mis garbancitos estaban duros y apuntando al frente cuando
él se cansó de jugar con mis peritas. Entonces metió su mano
bajo mi falda y rozó los labios de mi entrepierna. Me contraje en
un acto involuntario, tenía palpitaciones y me hormigueaba la

251
piel —era evidente que aquello me gustaba—. Seguidamente,
rompió mi braguita y se colocó entre mis piernas. Sacó a pasear
su lengua y comenzó a libar mi jugo, al tiempo que metía sus
dedos en mis vergüenzas.
Otro personaje se unió al juego. Me sujetó la cabeza. Le miré,
era cara caballo. Agarró su verga y mientras la paseaba por mi
cara, de oreja a oreja, se paraba un instante en mis labios, como
si pretendiera asaltar mi boca.
En un acto reflejo —alguna neurona aún me funcionaba—,
apreté los dientes y mantuve la boca cerrada, sellada con fuerza.
Mi designio no era chupar penes.
Otro actor, el tercero, me agarró de las nalgas y me tumbó
sobre él, quería frotar su sexo contra el mío. Abrí los ojos. Le
miré unos segundos y pude comprobar que era cara búho.
«En este barco hay más tentáculos que en una caja llena de
pulpos», pensé.
Se nos agregó un cuarto, y ahí ya me angustié. Esto se salía
de madre —desequilibraba la balanza, dejándome en un estado
de inferioridad absoluta—. Me mordí el labio superior, y pensé:
«Demasiadas patas para un sólo banco». Y yo estaba claramente
en desventaja; me mostraba tal y como era, a cara descubierta
mientras ellos iban de incognito, ocultando sus identidades tras
unas máscaras.
Mis sentidos no están en su mejor momento, y no sé si ya lo
había pensado antes pero, debería marcharme —una retirada a
tiempo siempre es una victoria—. Sí, y debería hacerlo antes de
perder algo que sea irrecuperable, mi instinto de supervivencia
así me lo sugería. Pero el orgullo porfiaba, diciéndome todo lo
contrario. «Si esto fuera una batalla, tú debes ser la vencedora».
Me centro en el nuevo contrincante y descubro que es cara de
lobo; ha dejado de ser un simple espectador para salir al terreno
de juego. Y empieza a jugar. Corta las tiras de mi sujetador y lo

252
deja caer al suelo. Cuando quiera marcharme no podré ponerme
la ropa interior porque ha quedado inservible.
Cara de lobo posa su dedo corazón en la entrada de mi trasero
y ahí lo deja. Y con la otra mano, la que le queda libre, pellizca
mis pezones.
—No aprietes, que me haces un daño innecesario —digo al
tiempo que aprieto los glúteos con todas mis fuerzas.
Me inquietó un fugaz pensamiento, fue como un destello, una
chispa de autoprotección: «Ahí no pienso dejar entrar a nadie,
bajo ningún concepto. Aquello no puede volver a pasarme».
Llega el quinto elemento, este es cara de perro. Se sienta en
una silla. Y me exige que me suba a caballo sobre él y que me
restriegue con lo que se la ha puesto firme. Lo hago y, mientras
noto su falo rozando mi monte de Venus, me animo: «Otra tanda
y te irás para casa, esto está hecho; estos tíos son voyeurs y poco
más». Por ahora, y para mi tranquilidad, ninguno de ellos me
había obligado a nada que yo no quisiera. Bueno, excepto a otra
tanda de lo que se estaban metiendo por la nariz.
Otro de los rivales se acercó a mí. Y me desnudó tirando mis
ropas con un poco de chulería y bastante arrogancia; con aire de
suficiencia. Éste atufaba a mandamás, a líder de la manada.
El tiempo transcurría y la química iba haciendo mella en mí.
Sentí como un chute de adrenalina invadía todo mi cuerpo y el
corazón me latía con irregularidad, haciendo arritmias. «Seguro
que esto es debido a la mezcla de drogas y alcohol que corre por
mis venas. Espero y deseo, que mi cuerpo sea sabio y lo elimine
sin problemas ni secuelas; no me gustaría salir del barco siendo
una adicta a la cocaína», pensé. Respiro hondo, intentando que
los latidos se normalicen. Quiero volver a ser yo misma, la que
bajó las escaleras pensando que Fabián se haría una paja y me
dejaría en casa.

253
Los minutos se han ido volando. Me siento imbuida por un
ser extraño que quiere dominarme y está mareándome. Los ojos
se me cierran y los párpados se enganchan. Hago un esfuerzo, y
nada, un gran esfuerzo y no logro nada, un sobreesfuerzo y… uf,
lo logré. Ahora necesitaba mantenerlos abiertos, era mi principal
prioridad. «Si te desvaneces, todo este zoo se te echará encima y
abusarán de ti sin contemplación: mira la excitación que hay a tú
alrededor. Parecen fieras hambrientas, o aves carroñeras y por
eso no puedes bajar la guardia. O estás alerta o te comen viva».
Echo un vistazo a la manada. Veo a perro, a lobo, a pez, a
búho, a caballo y a Fabián que están castigándose y meneándose
sus partes prominentes.
Mi ropa andaba por los suelos y yo pasaba de unas manos a
otras —como la pelota pasa de un jugador a otro hasta que al
final uno de ellos chuta a portería y mete el gol de la victoria —,
sin tener ni la más remota idea de qué pasaría en el siguiente
minuto o, en qué acabaría aquella reunión de sedientas alimañas.
Hasta el momento, todo era inocente y bastante soportable; entre
comillas. «Y qué gracia le pueden encontrar algunos hombres a
este tipo de perversión. La respuesta la debe tener el pecador»,
pensé frustrada.
Uno de los anfitriones me tumba en sus rodillas. Pongo toda
mi atención. Me dejo de cavilaciones que no me llevan a ningún
sitio y que además me hacen perder la concentración a lo que se
está cociendo aquí. Es fundamental, y necesario para mí, saber
qué pasará en los próximos minutos; hay demasiada testosterona
junta —las feromonas de estos tarados iban emitiendo señales de
deseo a la vez que sus comportamientos cambiaban—. Esa era la
razón por la que éste me estaba azotando el culo. Y Aunque no
se excedía en la fuerza que imprimía al dejar caer la mano, me
picaba un poco. Le miro, pero ya no sé de qué animal se trata
porque estoy algo confusa y su fisonomía me desconcierta; va

254
desfigurándose y desdibujándose poco a poco ante mis ojos. Eso
es porque sigo bastante mareada, o colocada. Por esa razón ya
no sé ni quién soy ni qué hago aquí. Sin dejar de darme en el
trasero, le hace una señal a otro de ellos. Éste se coloca delante
de mí; tiene un torso musculoso, duro como un ladrillo y sin un
ápice de grasa. Está muy bronceado. Me da la impresión que lo
ha logrado a base de acudir a un centro de rayos Uva, el color es
excesivo, antinatural. Acerca su verga, me la muestra. La agarra
con ambas mano y la pasea ente mis ojos.
—¿Te gusta lo que ves, muñequita hinchable? ¿Quieres que
la ponga dentro de tu madriguera o en la cueva del hurón que es
más estrecha? —debe notar que estoy como ausente, perdida. Y
por si no he entendido el argot, repite—: Que puede ser como tú
quieras y por dónde tú quieras, bombón, sólo tienes que pedirlo.
A mí, o a cualquiera de los que estamos aquí. Rectifico; a todos
no. A Fabián no te molestes en pedirle nada de eso: Fabián es de
los que hay que echarle de comer aparte. A él le gustan más los
solitarios; las manualidades son su fuerte. Él es autodidacta y
aprende mirando. Y es de los que le gusta jugar al cinco contra
uno; imagino que sabes de qué te hablo, ¿verdad?—se ríe fuerte.
Tiene una risa espantosa, aterradora y bronca—. Estamos aquí
únicamente para complacerte. Todos, y cada uno de nosotros,
hemos venido a eso, no lo olvides. Yo puedo darte tanto placer
como afligirte un castigo intenso y doloroso. Por el momento…
Separa los labios y prueba mi mercancía.
Los abro un poco nada más, manteniendo los dientes juntos y
apretados.
Se sienta y me tumba sobre él.
—Te he dado a elegir entre susto o muerte ¿Y eliges muerte?
De acuerdo, pues no me dejas otra alternativa: azotarte el trasero
también me pone duro el lápiz. Y preferiría que me lo afilases tú
pero… Deja caer la mano, y ésta vez el azote es fuerte, intenso.

255
A continuación lo frota en círculos, lo masajea. De nuevo deja
caer la mano para luego volver a frotarlo y azotarme otra vez.
Intenta pellizcarlo pero le cuesta, lo tengo prieto y lo aprieto con
toda la fuerza de las que dispongo.
—No puedo agarrarlo bien, lo tienes más duro que una roca.
Deja caer de nuevo la mano. Me queman las nalgas y suplico:
—No me des tan fuerte, ten piedad, por favor. ¡Dame todo lo
que quieras pero no me dañes!
—¿De verdad no quieres que te entre alguno de nosotros?
¿Estás bien así…? Te han puesto el culo más rojo que un campo
lleno de tomates en tiempo de recogida —dicen Fabián mientras
se masturba a dos manos.
—No, estoy bien, gracias.
—Respetaremos tus deseos.
Se acerca otro, tampoco sé quién es. Empieza a acariciarme
la espalda mientras el primero azota mi trasero. Un tercero me
levanta la cabeza e intenta meter su glande en mi boca. El
azotador separa mis nalgas y el acariciador posa un dedo en la
entrada. Mi clítoris palpita y se hincha como un globo, no era mi
intención pero estoy muy excitada, tanto, que me arqueo para
facilitarle el acceso a mi trasero. Inspiro y expiro, y me relajo
preparándome para que su dedo entre en mi retaguardia. No lo
hace. Y me sorprendo gratamente cuando dibuja círculos en la
entrada de mi culo con varios dedos, estimulando toda esa zona.
El fustigador sigue a lo suyo; palmada va, azote viene. Ha
aflojado el ritmo y lo hace más suave. Me gusta. «No, si al final
lograrán que sea tan enferma como ellos», pensé.
El tipo que estaba jugando con mis nalgas, acariciándolas y
dibujando círculos, se retira y se va a un rincón a meneársela. Y
el que pretendía follarme la boca se va a la mesa a meterse más
coca por la nariz.

256
Llegó otro animal, relevando a uno de los que me han dejado
en paz.
—Déjamela a mí un rato que tú has jugado bastante: egoísta,
pásame el juguetito antes de que lo rompas y quede inservible.
Trae un trapo en las manos.
Me estoy preguntando para qué será cuando lo pasea por mis
nalgas. Está mojado y frío. Y es un gran alivio para esa zona.
El azotador, que es el que me encantaría que se fuera a tomar
por culo de una vez —pero no por el mío—, me coge en brazos
y me deposita sobre el del trapo, que se ha sentado en el sofá. El
del trapo busca mi boca con un dedo y me lo introduce en ella.
Lo pasea por mi lengua y me hace cosquillas. Le miro a la cara
intentando adivinar qué animal es éste, pero le veo azul como un
pitufo. Me vuelvo hacia el azotador y también es azul, le veo
igual que al otro: «O han mutado, o la coca me está produciendo
alucinaciones». Me río de mi ocurrencia. Le cojo la mano y la
muevo; dedo dentro y dedo fuera, dedo dentro… Mis lametones
son rápidos, eróticos y sensuales. Le gustan. Está encantado y
gruñe como un chacal. Me coge la otra mano y la coloca sobre
su miembro. Y con su mano cogida a la mía se da masajes en el
pene.
—Así, ¡dale así y no pares!
Suelta su mano. Sigo el ritmo que él me ha marcado. Cierra
los ojos y saca la mano de mi boca. Yo también los cierro. Me
concentro en correrle a la mayor brevedad posible.
Alguien me agarra de los pezones. Abro los ojos y veo que es
el azotador; ¡es cara de búho, qué alivio, ya veo con claridad! Se
arrodilla, y los chupa haciendo círculos con su pastosa lengua.
Después, cuando ya se ha cansado de dejármelos llenos de sus
babas, los muerde. Y los chupa y los muerde a un ritmo alocado.
Viene un tercero, el que me lamió el sexo y había participado
menos, es cara de caballo.

257
—Nena, agarra también la mía: córrenos a dos manos. ¡Dale,
dale fuerte! ¡Así, tú puedes con dos!
En pocos meneos se han ido los dos. Búho me besa y caballo
le imita.
—Eres un sueño —dijo uno.
—Hecho realidad —ratificó el otro.
—Ahora dale a un poco a la mía, está muy celosa y te quiere.
¡Córremela, sácale el jugo! Al igual que has hecho con las otras
—reclama el azotador.
Su lengua, que además de húmeda está muy caliente, recorre
despacio mi cuerpo haciéndolo temblar involuntariamente —la
idea es que sean ellos los que tiemblen de placer, y no yo—. Se
detiene en el monte de Venus y pasea la lengua de delante hacia
atrás. Lame mi trasero y vuelve al clítoris y, vuelta a empezar.
—Quiero darte cuatro azotes más, ven. Quiero hacerte daño,
me pone palote.
Posa una de sus manos en mi nuca y besa mi frente. Se sienta
tirando de mí. Me tumba sobre él y me acaricia las nalgas. Y
cuando me confío, el cuero de su cinturón choca violentamente
contra mis carnes; lo ha quitado de su pantalón, y correazo va y
correazo viene sin descanso ni compasión. Y Uno, y dos, y tres
latigazos más y él se corre sin mi colaboración.
—Quiero meterla en el trasero de esta increíble y maravillosa
chica. ¿Puedo? —pregunta perro a Fabián.
—No, primero la quiero yo —patalea búho.
—Luego voy yo, me pido el tercer turno —dijo el follabocas,
que parecía haber vuelto a la realidad.

Han pasado unas horas, pero no sé cuántas. Y he perdido la


noción del tiempo, la razón y la decencia. Tengo las nalgas
incandescentes, ardiendo de dolor. Se me ha debido desplazar el
corazón a esa zona porque tengo palpitaciones, o tal vez hayan

258
liberado a millones de hormigas y las tengo bailando zumba en
mi trasero. No importa, sea lo que sea estoy bien. Bueno, creo
que la verdad es que estoy para la rastre. Son las cinco de la
madrugada y estoy tirada en el césped del jardín de la casa de
Ricardo, cerca de mi casita de la piscina. Mi situación es crítica;
ninguno se ha empeñado en penetrarme y ser el juguete de esos
dinosaurios ha sido… ¿Tolerable? Sí, así se podría definir. Pero
esas bestias me han vapuleado, magullado y humillado hasta
hacerme perder el conocimiento. Después me han traído y me
han dejado aquí tirada, medio vestida —sin ropa interior y sin
fuerzas para levantarme—. Estoy resentida por mis actos y por
la poca cabeza que he demostrado tener. Ricardo tenía razón; no
debería haber acudido a esa cacería. Nunca me perdonará, y yo
jamás entenderé lo idiota que puede llegar a ser el ser humano;
en este caso, yo. Necesito ayuda. Miro mis manos. En una tengo
el contrato de la vergüenza y en la otra el móvil y las llaves.
—Sol Mar… ¿Puedes venir?
—No te entiendo; deja de susurrar y habla más alto.
—Ven, te necesito —digo con la voz quebrada y a punto de
echarme a llorar.
—¿Qué te ha pasado y dónde estás, adónde me dirijo, has
tenido un accidente, estás en un hospital? —dijo de un tirón.
Hablaba tan deprisa que yo apenas entendía qué me estaba
diciendo. Tenía miedo a desvanecerme antes de que ella supiese
mi ubicación.
—Aquí… estoy delante de la casita de la piscina. Ven sola.
No llames a nadie, prométemelo. Me verás en cuánto entres por
la puerta, estoy tirada en el… —no me dio tiempo a nada más, la
casita se evaporó ante mis ojos.

Me encuentro tumbada en una cama que huele a azahar, es la


mía, tiene que serlo, porque ese es mi aroma favorito. Abro los

259
ojos y estoy acostada boca abajo, me duele todo el cuerpo y los
vuelvo a cerrar: si estoy en casa, y metida mi cama, es que todo
ha pasado.
—Hola, ¿cómo estás? Bienvenida a la vida.
Abro los ojos, alguien está tocándome la cara.
—Soy yo.
—Hay Sol Mar, si supieras… —un tembleque por todo el
cuerpo me impide seguir.
—Tranquila, estás conmigo y a salvo. Soy yo, tú amiga. No
debes preocuparte por nada: has estado sedada y esa es la razón
de que tu cuerpo tiemble así.
—¿Sedada?
—Hemos tenido que inducirte un coma farmacológico; por
los dolores y para evitar un posible estado de ansiedad.
—¿Qué…? —siento mucha confusión, no sé de qué me está
hablando.
—Cuando llegué, y te metí en la cama, con mucha dificultad
por cierto; porque no tengo ni la mitad de fuerza que un hombre.
Abriste unos segundos los ojos y las pupilas estaban dilatadas.
La temperatura corporal te había subido bastante y la frecuencia
cardiaca la tenías disparada. Si es blanco y en botella… Estabas
drogada. Y espero que no te moleste pero… —parece dudar,
sopesando si debe contármelo o callárselo.
—Debo saberlo todo. No te guardes nada, por favor.
—Cuando recibí tu llamada de socorro estaba con Eloy; el
médico ese con el que salgo de vez en cuando —la reprendo con
la mirada—. Tranquila, cuando te vio ya estabas acostada; se
quedó esperándome en el coche hasta que Ricardo me pidió que
le llamase.
—¿Ricardo también lo sabe? —Me enervo, y le grito—: ¡¡Si
te parece, coge un megáfono y grítalo a los cuatro vientos!!

260
—No seas tan dura conmigo que no lo merezco; Eloy es muy
discreto y no contará nada. Y Ricardo llegó cuando ya te estaba
arropando. Me contó… ¿Esto te lo ha hecho un hombre? ¿Qué
era, un bárbaro?
—Un día te lo contaré todo. ¿Qué dijo Ricardo, y dónde está
ahora?
—Ricardo maldecía a gritos, deambulando por la habitación
y rompiendo cosas. Decía que todo era culpa suya y que mataría
a no sé quién… Me contó el asunto un poco por encima. Le dije
que un amigo mío era médico y que me estaba esperando en el
coche. Que le necesitábamos y que por favor me dejase ir a
buscarle. Al contarle la situación en la que te había encontrado,
Eloy me pidió que fuera al hospital a coger una serie de cosas
que necesitaba para atenderte. Llamó a una colega que tiene en
farmacia y ella me lo dio sin hacerme una sola pregunta. Por tu
trasero no debes preocuparte, quedará perfecto como el de un
bebé.
—¿Eloy ha visto mi culo así de…?
—No, tranquila —está mintiendo, la conozco bien. Supongo
que no quiere hacer leña del árbol caído—. Personalmente me
he encargado de ponerte y quitarte los apósitos reparadores y
cicatrizantes en la toda esa zona. Nadie más se ha asomado ahí.
—Gracias, ¿cuántos días hace de…? —recuerdo que no me
ha dicho nada sobre Ricardo y me pongo nerviosa—. Aún no me
has contado dónde está Ricardo, estoy muy preocupada por él,
¡dímelo ya!
—Ricardo va de su casa al trabajo y del trabajo a su casa,
pasando por aquí para verte. Y cada vez que tiene un segundo
libre llama interesándose por tu estado. Todo está bien. Ah, y ya
hace cuatro días que duermes como un Angelito.
Dejo de escucharla, me pesan los párpados y me dejo llevar
imbuida por la medicación.

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Me despierto y abro un poco los ojos. Por las rendijas de la
persiana se filtran los rayos del sol, entra demasiada claridad y
pienso que debe ser media mañana —no tengo ni la más remota
idea de qué día es ni cuánto tiempo llevo fuera de circulación—.
—Hola bella durmiente. Santo Cielo, ¡cuánto te ha costado
despertarte! Claro, cómo te ibas a despertar sin un príncipe que
te coma la boca. ¡Así no quiero despertarme ni yo!
Sol Mar ahora está a mi lado y sonríe. Acaricia mi frente.
Sigo acostada boca abajo, tal y como me dejó ella. Noto algo
sobre la nuca y me la toco. Alguien me ha puesto una compresa
mojada, lo cual, me lleva a pensar que he debido estar bastante
mal
—¿Qué me ha pasado, Sol, no estoy bien? —tengo la mente
espesa y molestias en una mano. Me la miro y veo que llevo una
vía, además de un gotero de suero que cuelga del soporte.
—Estás bien, tranquila, lo peor pasó: llevas algunos días en la
cama pero Eloy —¿Cuántos? —la interrumpo.
Intento sentarme. Ella me frena y no me deja.
—Ni se te ocurra moverte. Te subió bastante la fiebre pero ya
estás mejor. Eloy se ha ocupado y preocupado de administrarte
lo necesario para tu recuperación. Bueno, todos hemos aportado
nuestro granito de arena.
—¿Y Ricardo?
—Hoy es domingo y está en su casa. No hace ni media hora
que pasó por aquí —traga saliva—. Hemos estado preocupados
por ti, mucho; sobre todo Ricardo. Él decía y repetía que todo
era culpa de él y que si te pasara algo no se lo perdonaría nunca.
Cierro los ojos y los presiono fuerte hasta que no aguanto el
dolor, quiero olvidar, pero no lo consigo. Mi mente viaja hasta
el velero para revivir la amarga experiencia y el recuerdo llega a
mi cerebro fresco, y tan vivo que aún dolía: Estábamos hasta

262
arriba de drogas; cocaína y diversas sustancias químicas más.
Sus comportamientos dieron un giro de ciento ochenta grados,
tan inesperado como perverso; como viene siendo la constante
en mi vida. La euforia les dominaba y gritaban:
«Dale duro, azótala bien, que no olvide jamás esta noche».
«Qué gusto apagarle la colilla en el ombligo a una puta,
era mi sueño».
«Guarra, abre la boca que me sobra leche».
«Estos son los tres mil euros que mejor he invertido en mi
vida».
«Chicos… dejadme un trozo de culo que voy a darle con
mi fusta hasta partirla».
«Chupa princesa, escúrremela en tu boca».
«Ahora me toca a mí, agarrarla por los tobillos que le voy
a meter el mango del látigo por la boca».
«Creo que en esa boquita le caben dos, ¿probamos?».
«Oye… búscate otra para la semana que viene que ésta no
quedará en muy buenas condiciones».
«Madre mía… Fabián ¿seguro que no quieres azotarla y
darle tú? Ésta tiene culo para todos».
«¿Qué os parece si le doy por la boquita y uno de vosotros
le mete la zanahoria en el conejo?».
«Aguántale las piernas y ábremela bien, que le voy a dar
con mi fusta en el monte de Venus».
«Ven zorrita, ven: te voy a dar tantos latigazos que te voy
a dejar el culo impracticable. Y olvídate de sentarte, tendrás
que comer arrodillada».
«Tampoco os cebéis, no la marquéis por Dios: Ricardo me
conoce y sabe dónde vivo. Me matará si se la devuelvo en un
estado lamentable».

263
«Tú mátate a pajas, cabronazo. Y no nos cortes el rollo que
te hemos soltado una cantidad indecente de pasta por ésta…
¿Y ahora pretendes que nos portemos bien?».
«Espera a que me la beneficie yo, que cuando le meta mi
hurón en su pequeña madriguera se le va a encallar».
«EYY… EYY… yo también quiero entrar en ese jardín. No
lo deis mucho de sí que a mí me gustan estrechos».
«Creo que, con mi dedo mágico, he encontrado uno de sus
puntos erógenos. ¡Mirad cómo se curva de placer y cómo se
le vuelven los ojos!».
«EY…, escucharme bien: no le hagáis nada de lo que luego
deba arrepentirme. No seáis capullos que me estoy jugando
demasiado».
«Anda, no nos fastidies. Tú a tus cinco dedos, picha floja:
no puedes ofrecernos una golosina y dejar que la chupemos
para luego quitárnosla de esta manera. Si quisiéramos algo
normalito ahora estaríamos en el club la sirenita rosa, ¿no te
parece?».
«Eso, eso, aplaudo lo que has dicho. Y además, tendríamos
una para cada uno de nosotros y le podríamos dar por
detrás. Déjanos disfrutar y no seas aguafiestas».
«Mira que carita tiene la guarrilla. ¡Está falta de palos! ¿Le
damos unos cuantos más?».
«Espera, primero quiero apagarle el cigarrillo en la lengua
para que se le hinche y me la meta en el trasero. ¡Abre la
boca putita!».
«Oye Fabián, ¿cuánto has pagado por traer a esta fulanita?
Es buena, realmente buena y se deja hacer… Es la mejor con
diferencia; otras han salido huyendo despavoridas en cuanto
hemos empezado a azotarlas sin piedad».
«Otra ronda, ¡circulando que me toca a mí! Casi no la he
tocado».

264
«Calla, que tú ya le has dado varias veces y con ganas».
«Chicos, chicos, una bacanal como ésta… Ni en nuestros
mejores sueños ¿eh…?».
«Le voy a dar en toda la pepita con el cinturón y no quiero
que chille, sujetadla y tapadle la boca».
«Mira como se retuerce la indecente. ¿Cuánto habrá
cobrado por dejarse hacer todo esto?».
«A ésta le gusta más en grupo. Hacerme sitio que le pegue
yo también».
Cuando un incidente nos afecta demasiado a nivel emocional
necesitamos encontrar un mecanismo de protección para poder
sobrevivir a esa situación. Y, generalmente, creamos bloqueos
emocionales para no sentir dolor por ello. Estas reacciones son
lógicas e instintivas; nos sirven para darnos el tiempo necesario
para adaptarnos a lo acontecido. Y eso creía que había hecho yo
con mi mente: recordaba los azotes y obviaba las penetraciones.
¿Habían ocurrido y quería olvidarlas a toda costa, o realmente
nadie me había penetrado? De momento, mi cabeza daba vueltas
como una noria. Siento nauseas y…

265
266
—Caramelito… ¡¿Nena, qué te ha pasado?!
Abro los ojos y veo a Milá que me está mirando con cara de
angustia, está preocupado por algo, pero por qué. De repente, un
desagradable olor impregna los orificios de mi nariz. Es un olor
extraño, ácido. Huele a…
—¿He vomitado yo? ¿Qué me ha ocurrido?
—Sí, has sido tú. Y al principio me pareció que era un ataque
epiléptico pero los síntomas no eran del todo evidénciales sino
más bien confusos. Y… no sé qué decirte. ¿Eres epiléptica?
—No, no ha sido eso. Yo… —levanto la vista y me doy de
bruces con la realidad y con el motivo de mi reacción: he sufrido
un ataque de pánico y me he hecho pipí encima. Sí, él no se ha
dado cuenta pero así ha sido. Y sé cuál es la razón que me ha
llevado a este estado, la que ha perturbado y desestabilizado mi
cuerpo y mi mente, dejándome hecha un guiñapo. No podía ser
más triste ni más amarga que ésta: estamos delante del velero de
Fabián; lo reconocería entre un millón de ellos, pero ahora no se
llama Abura sino Aruba.
—¿Qué broma es ésta…? ¿Y por qué me has traído aquí?
Precisamente aquí...
Milá sonríe. No se ha dado cuenta de lo que he dicho ni de la
cara que se me ha quedado.
—¿Te gusta…? Lo he comprado para ti. Me ha pasado una
cosa muy curiosa, era como una señal: entré en una página web
que se llamaba Tengo un barco para ti. Éste estaba a la venta y

267
algo hacia que yo no pudiera dejar de mirarlo, reclamaba mi
atención, hablándome sin hablar. Al fin me di cuenta y supe qué
era lo que me tenía pegado a aquella pantalla; era tu nombre, tu
nombre escrito al revés. Me dije que eso era por algo, que debía
comprarlo porque… —¡¡¿Y quién eres tú para decirte nada?!!
—le chillo interrumpiéndole. Sin dejar que pueda continuar, me
pongo de pie y echo a andar.
Él viene hacía mí y dice:
—Párate un momento, por favor, para —me agarra del brazo
y me detengo. Pero ni me giro para mirarle—. ¿Qué he hecho
mal? ¡Dímelo! ¡Háblame por favor!
Giro la cabeza, le miro y vuelvo a gritarle.
—¿¡Habías estado antes en este barco!? ¡Claro que habías
estado! Tú y tus… Déjame marchar, no quiero verte nunca más.
¡¿Me oyes?! ¡Nunca más!
—¿Por qué me gritas. Qué se supone que he hecho yo en ese
barco? ¿Y con mis quién…? Se te ha ido un poco la pinza. ¿Qué
ha pasado aquí? No, si va a ser verdad eso que dicen sobre ti:
eres más rara que un perro verde. No he hecho nada. ¡¡Que te
quede claro, nada!! —ahora era él el que gritaba. Estaba furioso,
desconcertado y fuera de control.
Yo estaba sobrecogida, bastante asustada. Porque realmente,
¿qué sabía yo de él?
—Mejor me voy a callar; no quiero decir nada de lo que deba
arrepentirme después —resopla exasperado. Se mete las manos
en los bolsillos y dice—: Los dos estamos nerviosos. No sé qué
ha pasado hoy aquí, pero te juro que soy inocente de lo que sea
que me quieras acusar; y lo que iba a ser una velada idílica,
increíble e irrepetible para ambos, ha terminado convirtiéndose
en… —deja escapar una risa histérica—. ¿Inolvidable? Sí, eso
no me lo puedes discutir, al menos, en eso coincidiremos. Pero
no ha sido, ni mucho menos, como yo la había planeado. De lo

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único que puedes culparme es de sentir algo especial por ti. Si
eso es un crimen, lo admito. ¡Arréstame, llévame detenido! En
fin, te voy a llevar a tu casa que va a ser lo mejor. Aquí ya no
hay nada que hacer.
Le escuchaba, pero a la vez mil pensamientos hacían estallar
mi cabeza. «Era cierto, él no podía ser ninguno de aquellos… Su
cuerpo no se parecía al de ninguno de aquellos; los había tenido
desnudos junto a mí. No, no podía ser él. Además, su voz, esa
tan varonil y sensual, nunca me recordó nada. No, él no estuvo
allí, ahora estaba convencida de ello. Él no formó parte de aquél
despropósito, de aquel dislate o disparate. Pero ya era tarde para
lamentaciones.
—Sí, creo que eso será lo mejor. Llévame a casa, por favor.
Lamento mucho lo ocurrido —susurré más para mí que para él.
Fue a sacar las llaves del bolsillo de su pantalón y un paquete
pequeño se le cayó al suelo. Le dio una patada, enviándolo unos
metros más allá. Lo que había dentro ya no le interesaba, pero a
mí sí. «BMW X6, matrícula 3555 JGT», la memoricé. Tenía la
intención de volver a por el paquete en cuanto él me dejara en
casa.
Me abrió la puerta del coche y subí. No podía con el peso de
mi cuerpo y sentía como si una pesada losa se hubiera colgado a
lomos de mi espalda. Le dio al volumen de la radio, a tope. El
sonido era demasiado alto y estridente como para mantener una
conversación; dejaba claro que, ni quería hablar ni que yo le
hablase.
No podía ni mirarle a la cara, estaba… No sé ni como estaba,
no encontraba la palabra que definiese mi estado. Fijé la vista,
perdida en un punto indeterminado, mis ojos querían llorar y yo
quería que no lo hicieran. Los cerré y deseé estar en casa en el
menor tiempo posible.

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Llegamos en tiempo record, mi deseo se había cumplido y no
había tráfico. Pisó el acelerador a fondo y se encontró con todos
los semáforos abiertos, en verde. En circunstancias normales no
le habría dejado correr y le hubiera reprendido, obligándole a
aminorar la marcha, pero hoy me daba igual lo que nos pudiera
pasar; si había que morir, mejor hacerlo juntos. No sabía cómo
reconducir aquella situación, ni si quería hacerlo, estaba en un
momento que dudaba de todo y de todos. No podía explicarle
qué me hicieron en su barco; se volvería loco. Y mucho menos
justificar por qué permití que ellos me lo hicieran. Aquello era
inconcebible e injustificable a los ojos de cualquier persona que
se considerase normal.
A tres edificios de mi domicilio para el coche en una entrada
de parking, lo pone en punto muerto y activa el freno de mano.
Se quita el cinturón de seguridad y se baja del coche. Le sigo
con la mirada y veo que lo rodea, espero sentada. Tarda, se toma
su tiempo para hacerlo, pero yo no me muevo. Abre la puerta y
me mira serio. Me bajo. Me doy cuenta que me tiemblan las
rodillas; nuestra realidad era muy desafortunada y sentí rabia,
una furia que me impulsaba a salir corriendo y dejarle allí, fuera
de mi vida para siempre. El tembleque se hace evidente y me
agarra del brazo, aunque no me mira a la cara. Me gustaría dar
un tirón y arrebatárselo. Me contengo y cuento hasta diez.
—¿Necesitas ayuda para llegar hasta tu casa, o ya no soy
bueno ni para eso?
Me miraba con gesto desafiante. Le sostenía la mirada, no me
iba a amilanar a estas alturas de la película. Aún me tenía cogida
por el brazo; ni él hizo el intento de soltarme ni yo le pedí que lo
hiciera. Deseaba que me dejase libre, libre y en paz. Aunque
seguramente sería para siempre, pero era lo mejor para los dos.
Al final fui yo la que se rindió y desvió la vista hacia el suelo,
la afrenta visual me estaba resultando incómoda e insoportable.

270
Decido explicarme, aunque ni yo misma entienda lo que voy
a decirle. Antes de hacerlo dejo ir el aire acumulado en mi boca
en un intento de controlar los nervios. Mis palabras deben ser, o
al menos, parecer coherentes y serenas.
—Lo siento, siento todo lo ocurrido esta noche.
—No, no tienes que sentir nada. Toda la culpa ha sido mía y
sólo mía —uf…, la cosa va bien, pensé mientras él cogía aire—.
Pero si ya me lo decía mi madre —continuó hablando—: el que
se acuesta con críos amanece meado, o cagado o hecho unos
zorros, qué más da de qué manera se levante: el caso es que eso
es lo que me ha pasado a mí.
Las rodillas me flaquean, se doblan. Intento en vano controlar
mi cuerpo, no me responde. Me acuclillo y me abrazo a ellas, las
aprieto. Mi corazón llora sangre a raudales y siento una mezcla
de sensaciones y de sentimientos contrapuestos.
—Me gustaría contarte algo muy importante. Te robaré poco
tiempo, lo prometo. ¿Me acompañas arriba?
—No, no te acompaño —dice con dureza—. Te voy a ayudar
a llegar y luego me marcharé. Tú y yo… Ya no queda nada de
qué hablar —sus ojos me lloraban sin lágrimas y su boca destila
hiel—. Está todo dicho entre nosotros. Fuiste un error; el mayor
error de mi vida. Pero estoy a punto de ponerle remedio.
—No, Milá, no te equivoques conmigo. Yo no…
—¡Yo, yo, y yo, y siempre yo! Contigo siempre es yo. Estoy
cansado y me quiero ir a casa, con mi mujer —aquello fue un
golpe bajo, un mazazo dado a conciencia—: Te levantaras y
estarás vacaciones, pero otros tenemos que trabajar.
Me sentía culpable, muy avergonzada. Y pensé: «Por qué no
podemos darle a las manecillas del reloj y volver el tiempo atrás
para poder arreglar el daño que acabamos de hacer». El calor
ascendía por mi cuerpo encendiendo mis mejillas y, sin poder
hacer nada, me ruboricé.

271
—¿Sabes que era lo que más me gustaba de ti? —dice con
voz melancólica pero segura.
Cuando voy a contestar él pone un dedo sobre mis labios,
acallando mi voz y abortando cualquier intento de justificación.
—No, deja que sea yo el que hable —despega el dedo de mis
labios, pero mi boca ha quedado sellada de palabras contenidas,
de secretos que queman en lo más profundo de mis entrañas—.
Tú ya has dicho bastante. ¿No crees…? —asiento. Creo que sí,
que es mejor que no diga nada más, quizás no sea el momento y
deba esperar a que las aguas sean un remanso de paz y vuelvan a
su cauce natural—. La seguridad en ti misma: esa es la cosa que
más me gustaba de ti; la que mostrabas en mi presencia y la que
intuía en tu ausencia, echándote de menos a cada segundo y
sintiendo tu falta como algo inaceptable e insoportable. ¡Qué
bobo, cómo anhelaba tu compañía! ¡Pero qué ingenuo he sido!
¡Maldita sea, qué incauto he podido llegar a ser! —Su voz era
temblorosa, en ella había resentimiento y pena—. Como dice la
canción: «Qué ciego fui, tonto de mí, hoy lo siento así».
Sus palabras me desgarran el alma. No quiero separarme de
él. No, lo que quiero es lanzarme a sus brazos y fundirme en su
boca, decirle que soy suya, enteramente suya, para siempre. Pero
sé que ahora no serviría de nada bueno, sino todo lo contrario, él
sabría cómo darle la vuelta y usarlo en mi contra.
—Puedo llegar sola hasta casa, gracias. No… No volveré a
molestarte nunca, cuenta con ello. Voy a liberarte de ese yugo
tan desigual que nos unía: tú eres el casado, el que traiciona y el
que debe explicaciones. Y yo ya estoy harta, agotada de vivir
oculta tras una coraza que me oprime y se estrecha cada día
más: ni tú estás preparado para saber ni yo para explicar. Voy a
procurar, con todos los medios a mi alcance, encontrar trabajo
en otro hospital y en otra ciudad. Con un mes por delante y un
buen curriculum, no creo que me sea muy difícil lograrlo. Ya

272
ves, estás a punto de despertar de tu pesadilla. Tengo que darte
la enhorabuena, felicidades, la mía no acabará nunca.
Va a despegar los labios, pero se queda con la boca medio
abierta. Intuyo que está calibrando si lo que va a decir merece la
pena, o no. Los cierra de nuevo, guardándose para él el alivio, o
el dolor de la despedida.
Aún me tenía sostenida del brazo. Y el calor de su mano me
quemaba, arañándome el alma y mordiendo mi corazón que ya
sangraba por la herida. «Esto no puede acabar aquí y ahora, no
es justo. No puede haber un final cuando ni siquiera ha habido
un principio», pensé con un hondo pesar. El infortunio de mí día
a día estaba minándome y quería gritar, llorar y desahogarme.
«Ahora no, contente, que no te vea llorar, sé fuerte», mientras
me voy diciendo esto lucho contra mi voluntad y sentimientos.
Respiro hondo. Me revuelvo y me suelto de su agarre.
Él deja caer los brazos a lo largo de su cuerpo y me mira con
desdén. Y yo quería fundirme con la tierra y morirme del todo,
que una parte de mí ya lo había hecho.
El viento se levantó y, de repente, las nubes pactaron entre
ellas y se aliaron a nuestros sentimientos y resentimientos. Y en
décimas de segundos se tornaron oscuras y espesas. El ambiente
se volvió húmedo, frío, desapacible e irrespirable. Y las nubes
nos desafiaban con disparar sobre nuestros cuerpos toda la furia
contenida hasta el momento. Me estremecí con una sacudida que
me recorrió entera y decidí que había llegado el momento, que
debía hablar antes de marcharme y desaparecer para siempre.
—Ver ese barco ha sacado la peor parte de mí, una que tenía
adormilada o anestesiada, a caballo entre el dolor y el olvido.
Pero ya ves, el dolor duele y el olvido no olvida.
Milá permanecía estático, en silencio y con la mirada puesta
en la mía. Me estremecí. Murmuré un «Hasta luego» y me di la

273
vuelta dispuesta a irme. Él no intentó retenerme, me dejó sola y
rota de dolor.
Al entrar en casa vi que aún tenía las persianas subidas. Me
fui hacia la ventana. Con mucha prudencia me asomé y miré
hacia abajo; quería comprobar que él ya no estaba, que se había
marchado a casa con su mujer. No era así, él seguía allí, de pie y
con el teléfono en las manos. «¿A quién le escribirá? Ojalá sea a
mí». Llena de esperanza, voy rauda a coger el mío. Y con él en
la mano me vuelvo a la ventana. «Estoy arrepentida y te deseo.
La respuesta es sí, sube, que te espero con los brazos abiertos y
el sexo húmedo. Necesito que me hagas tuya y sentirte mío». Es
lo que le hubiera contestado en el caso de ser la destinataria del
mensaje.
Pasan los minutos y mi móvil no ha sonado. Disgustada y
decepcionada tomo conciencia de que no era yo la receptora de
sus mensajes y, por esa razón, mi deseo no se ha materializado.
Y una vez más, abofetean y golpean mi maltrecho y deteriorado
corazón. No tengo tiempo que perder y busco ropa más cómoda,
menos llamativa. Me desvisto y me visto rápida mientras espero
nerviosa a que el taxista me indique que está abajo; tengo que ir,
lo antes posible, a recoger el paquete que él ha abandonado.
Suena el timbre y me alarmo. Al preguntar quién es, el taxista
me dice que, está esperándome abajo y que no tarde. Intento que
los nervios no me dominen; va a llevarme al rescate del tesoro.
Por enésima vez me asomo a la ventana y… «Uf, ¡qué alivio! Te
has ido ya», expreso en voz alta.
Con el bolso bajo el brazo y bajo corriendo por las escaleras,
estoy demasiado nerviosa para esperar el ascensor. Salgo a la
calle y miro a derecha e izquierda, ni rastro del coche de Milá.
Cojo aire por la nariz y lo expulso por la boca.
Me subo al taxi. Le indico el lugar al que me debe llevar y me
acomodo en el asiento trasero.

274
Miro el reloj. Hemos tardado doce minutos en llegar. Estoy a
punto de descifrar el enigma y saciar mi curiosidad.
—Puede esperarme aquí, por favor. No tardaré mucho: he de
recuperar una cosa de vital importancia.
El hombre mira el taxímetro, levanta la vista, y dice:
—Son treinta euros, señorita: si me los abona ahora, apagaré
el taxímetro y la esperaré diez minutos. No quiero que usted me
malinterprete; no es desconfianza hacia su persona pero, por las
noches, me encuentro con cada espécimen que…
—Por supuesto. Le entiendo. Ya le pago, no hay problema.
Abro mi cartera y saco un billete.
—Tenga, cincuenta euros, espéreme aquí, por favor.
En un despiste del chico de la garita, me cuelo y corro para
llegar al BMW X6. Cuando ya estoy delante del coche, me paro
y respiro profundamente hasta recuperar el aliento.
Al agacharme y ver que aquello sigue allí, digo en voz alta:
—Estás aquí, qué alegría verte de nuevo, ven paquetito, ven
con tu mami.
Meto el pie debajo del coche para alcanzar mi objetivo. Está
lejos. Pongo una mano en el suelo y arrastro todo lo que puedo
la pierna hasta lograr alcanzarlo. Lo guardo en el bolso y camino
hacia la salida con la misma cautela con la que entré.
Llego a casa hecha un manojo de nervios. Aún lo conservo
cerrado y en el bolso, a la espera de estar a solas con él.
Era increíble cómo podían cambiar las cosas en unas horas:
esta mañana me había levantado sin ganas de nada, con la única
intención de no ir al trabajo y quedarme aquí, en casa, a esperar
a tener alguna noticia de él. Pero no fue así: tuve que acudir al
hospital a desgana, pero, caprichos del destino, la venganza hizo
que mejorara sustancialmente el día y que mereciera la pena el
esfuerzo. Después, la inesperada y agradable visita de Milá, fue
la guinda del pastel, la culminación. Y ahora me encuentro aquí

275
sola, triste, compungida, llorosa y con un espléndido anillo de
brillantes en el dedo anular —si no lo hubiera estropeado, con
mis paranoias, me lo habría entregado él y ahora estaríamos de
celebración—.
Al leer la inscripción había estado llorando a lágrima viva, a
moco tendido hasta quedar deshidratada y agotada. Y ahora, más
calmada, volvía a leerla: «Cásate conmigo, Caramelito», rezaba
en letra diminuta. En lo más profundo de mí resucitó un pellizco
de esperanza, una pequeña luz a tanta oscuridad; aquello aún
podía arreglarse, no era tarde. Un rayo de optimismo me hizo
sonreír.
Me siento física y mentalmente agotada. Me meto en la ducha
y me quedo bajo el chorro de agua; necesito envolverme de algo
que me de calor —por qué me equivoco tanto en la elección de
mis relaciones, por qué persigo a los errores y por qué ellos me
acompañan—. La carga emocional y sentimental me arrastra y,
pesa tanto que, estoy a punto de hundirme bajo ella.
En la tele están emitiendo una película de Woody Allen, y no
es que sea un actor con el que me identifique mucho pero lo que
ofrecen los demás canales no despiertan mi atención.
Me había pasado media película llorando, y cuando acabó me
alegré de haberme decidido por ella. Al darle una oportunidad
—la primera que veía de este actor/director—, había oído una
frase suya que, pensaba hacerla mía y aplicarla a partir de hoy:
«Me interesa el futuro porque es donde voy a pasar el resto
de mi vida».
Me despierto angustiada. Me asusto; creo que me he quedado
dormida y que voy a llegar tarde a trabajar.
—Uff…, qué susto y qué alivio a la vez —suspiro mientras
me desperezo y pienso: «Estás de vacaciones, Aruba. Te tomaste
un Lorazepan acompañado de un chupito de mar de cava, o dos;
estabas tan deprimida que ni te acuerdas. Y te costó mucho, pero

276
al final caíste rendida, o más bien fulminada». Me hago un poco
la remolona, no me apetece levantarme y darme de bruces con la
realidad. Quiero seguir durmiendo, porque puedo soñar con una
vida perfecta, y cierro los ojos.
Cuando me levanté lo hice con desgana. Me lavé la cara y me
miré en el espejo. Tenía unas profundas ojeras debido a la noche
pasada medio dormida, y medio despierta que deformaban mi
cara.
Entro en la cocina y Príncipe me sigue maullando. Le lleno el
comedero. Pongo en marcha la cafetera, necesito una sobredosis
de café para aclarar mis pensamientos e intentar reconducir mi
vida.
Mientras desayunaba, o mareaba lo que me había servido en
el plato; se me había cerrado el estómago, me dio por pensar en
todo lo que me había pasado en las últimas horas y sentí como,
en mil pedazos, se había fracturado y fragmentado mi vida. No
quería decir adiós a mis ilusiones, a mis anhelos y esperanzas y
debía arreglarlo, recomponerlo nuevamente; aunque no sabía si
existiría un pegamento tan fuerte para ese propósito ni se me
ocurría cómo y por dónde empezar. Decidí que, lo primero que
me convenía era una ducha, olía a pesimismo, a desencanto y a
frustración.
Tengo un humor de perros y me ha dado por la limpieza: he
adecentado el baño, la cocina, he descolgado las cortinas, las he
lavado y las he vuelto a colocar en su barra. Y después de haber
cambiado todos los muebles del sitio, no solo había empeorado
mi estado de ánimo, sino que, además, me dolía la cabeza y me
sentía agotada. Me dejo caer en el sofá, y pienso en Milá: por
qué ni me llamas ni me escribes, dime algo, necesito saber de ti.
Ha pasado el día y no has respirado, o sí, pero no ha sido por mí.
«Llámale. Llámale tú, boba, no esperes. No pierdas un segundo
más tirada en el sofá lamiéndote las heridas». Lo hago, sigo lo

277
que me dicta el corazón, pero la respuesta me deja la moral por
los suelos:
«Lo sentimos mucho, pero, el teléfono al que usted está
llamando no se encuentra disponible en estos momentos. Si
quiere dejar algún mensaje, espere a oír la señal. Bib… bib…
bib…».
Decepcionada cuelgo. Y decido que lo mejor será escribirle.
Hola mi amor. La respuesta es... Si quiero.
Mensaje recibido y leído, me indica el móvil.
Espero… Espero… Espero… Espero y me canso de esperar.
Y le escribo de nuevo.
Admito la culpa, es toda mía, castígame como quieras, lo
acepto todo menos tu indiferencia.
Un segundo, dos, tres, cuatro… Sigo esperando y de nuevo el
teléfono vuelve a indicarme: su mensaje ha sido recibido y leído.
«A la tercera va la vencida, ya lo verás, esta vez te contestará,
seguro que lo hará, debe hacerlo. Muchacha, que no decaiga el
ánimo», dicen que el que no se consuela es porque no quiere, y
eso intentaba yo. Y volví a la carga:
Ven a verme, tenemos que hablar de cosas serias. Tengo
tanto que confesarte… Me han pasado tantas cosas… Ven,
por favor: si me permitieras que pudiera explicarme, no te
arrepentirías. Siempre tuya, Caramelito.
Recibido y leído.

Después de quince días sin tener ninguna noticia, vuelvo a


intentarlo y tecleo su número. No se oye nada, no marca tonos.
Espero unos segundos y oigo:
«Actualmente no existe ningún teléfono con el número
que ha marcado».
No conforme con la respuesta, vuelvo a insistir. Y oigo:

278
«El número que ha marcado no existe o el abonado se ha
dado de baja».
No ha pasado ni una hora y vuelvo a intentarlo, por enésima
vez:
«Actualmente no existe ninguna línea con ese número».
Miro las llamadas recientes.
—No, no me he equivocado. Y lo he marcado correctamente
pero… —me quedo mirando el teléfono con ganas de estrellarlo
contra la pared. Milá se ha cambiado el número. Se ha cansado
de mi, de que intente comunicarme con él veinte veces al día. Sí,
eso es lo que ha pasado: está con su mujercita, con su Rosa del
alma y se ha olvidado de mí, o al menos lo está intentando. «No
seas plasta, no insistas más que no quiere saber nada de ti. Te lo
está dejando claro, nítido y cristalino. ¿Qué no lo ves…? Y tú
deberías hacer lo mismo; ¡olvídate ya de él!», después de pensar
todo esto y deprimirme, decido que voy a tomarme un coctel de
Lorazepan y chupitos de ron.
Al meterme en la cama, pensé: «Ojalá no despierte mañana».
Era evidente que él no quería saber nada de mí, ahora lo sabía.
Eso me hacía daño y, el cargo de conciencia, no me dejaba vivir
—la mala suerte nos persigue y nos azota, o nosotros vamos a
buscarla y nos revolcamos en ella—. El amor había llegado a mi
vida y yo no le había dado la oportunidad de quedarse; le había
dado un puntapié, alejándolo de mí y negándome la posibilidad
de ser feliz.
Me levanté agotada, tanto física como mentalmente. Y una
frase, de no recordaba quien, martilleaba en mi cabeza: «Lo más
triste en este mundo es querer a alguien que antes te quería a ti».
Al pensar en Milá mi amargura aumentó. Me encerré en el baño.
Me dejé caer de rodillas con la cabeza enterrada entre las piernas
y en el suelo lloré de amor, de desamor y de infelicidad.

279
Algo arañaba mi estómago revolviéndolo como un calcetín
doblado; había pasado el día sin apenas probar bocado, amén de
lo mucho que había bebido. Eran las seis de la tarde y decidí
que, o salía de casa o me volvía loca.
Recorrí varias tiendas pero nada me hacia el peso, nada me
llenaba el vacio que sentía en mi interior. Vi una cafetería y me
fui hacia ella. Me senté en una de las mesas que quedaban libres
y me pedí un chocolate bien caliente. Mientras esperaba a que la
camarera, una chica con mechas rubias y marrones intercaladas,
de metro setenta de estatura, generosa de pecho y con caderas
anchas, me lo sirviera. Me fijé en el escaparate de la tienda de
enfrente y vi un vestido que podía encajar con mi estilo. Decidí
que en cuanto me acabara la bebida me acercaría a echarle un
vistazo.
Al final salí de la tienda bien cargada, me llevaba el vestido,
un pantalón y un par de camisas. Me faltaba algo para completar
el gasto que tenía previsto hacer y entré en una perfumería.
—¿Puedo ayudarte en algo? —preguntó solicito el chico que
trabajaba allí.
—Quisiera un perfume fresco, aromático aunque suave —me
acerco y le susurro—: Realmente lo que quiero es morirme, pero
como no vendes veneno, búscame algo que huela a vida.
Después de probar varios; el chico se deshacía por ayudarme
y alegrarme un poco el día, le compré uno al azar. Me sentía tan
mal que ninguno me gustaba, pero el chico no tenía la culpa de
mis desgracias, y me sabía mal el tiempo que había empleado en
mí. Y sobre todo, lo bien que se había tomado mis palabras.
Callejeando, me parecía ver a Milá por aquí y por allá. Mi
corazón se excitaba y me venía arriba, al cabo, al comprobar que
no era mi amor perdido, mi corazón se aplacaba y yo me venía
abajo. Estaba tan obsesionada…

280
Me notaba cansada y bastante débil. Busqué una terraza en la
que poder sentarme a tomar algún refrigerio.
Una vez sentada, me incliné para coger la carta de bebidas y
mi silla se tumbó y caí al suelo. En un momento me vi rodeada
de gente. No quería levantar la cabeza, me moría de vergüenza.
De repente, y salido de la nada, unas fuertes manos se agarraron
a mis brazos para ayudarme a ponerme de nuevo en la silla. Alcé
la vista y me encontré con unos ojos azules tan intensos como
grandes.
—¿Te has hecho daño? —preguntó el dueño de aquellos ojos.
—No, estoy perfectamente, gracias; es que soy bastante torpe
—digo violentada por la situación.
—¿Qué vas a tomar? Invito yo.
—No, gracias. No bebo con desconocidos.
—Perdona, soy Fran. ¿Y tú?
—Aruba.
Me da dos besos, uno por mejilla, y dice:
—Ahora ya no somos dos desconocidos. ¿Qué te apetece?
«Que desaparezcas o te pierdas de mí vista, eso es lo que me
apetece», quise decirle.
—Agradezco la invitación, y me siento halagada, pero quiero
estar sola.
—Me pregunto… Si tu caída no habrá sido obra del destino.
Abro los ojos como platos, pensando: «¿De qué va este tío?».
Él intuye mi desconcierto.
—Para conocernos. Digo yo que, si ha pasado, será por algo.
—Tú… ¿no te cansas nunca?
—No me doy por vencido, que es muy distinto: cuando una
mujer me gusta, y tú me gustas muchísimo, no puedo dejar pasar
la oportunidad de conocerla a fondo.
—Lo siento Fran, pero acabo de salir de una relación un tanto
traumática y no me apetece ni hablar ni conocer a nadie.

281
Me marcho, dejándole allí plantado y confundido. Y por qué
no decirlo, humillado.
Llego a casa y me dirijo directamente al baño. Abro el grifo y
dejo que vaya llenándose la bañera. Y mientras espero a que mi
baño esté listo, me preparo un ron cola y le voy dando sorbos
hasta dejar el vaso vacio. Me lo he bebido tan rápido que los
cubitos están intactos y me da pena que se vayan deformando
lentamente, tirados en la fregadera. Para aprovecharlos, me hago
otro y me lo llevo al baño.
Cuando ya estoy desnuda, echo gel a la bañera y meto un
pie. Está perfecta e introduzco el resto del cuerpo y me sumerjo
en el agua caliente, humeante y relajante.
Cuando la tensión comenzó a aflojar y fue liberando huesos y
músculos, comencé a sentirme mejor, al menos en apariencia. Y
me salí y sequé mi piel que parecía haber envejecido diez años;
tenía los dedos más arrugados que las uvas pasas pero el relax lo
compensaba con creces.

282
Encarando miedos
El mes de vacaciones se había diluido. Y aunque mantenía la
esperanza; Violeta me enseñó que eso es lo último que debemos
perder, el miedo no ha dejado de acosarme, amenazándome cada
día, minuto a minuto sin descanso.
Hoy tengo que volver a quirófano y volveré a verle; lo sé, le
prometí que iba a buscarme otro trabajo y que desaparecería de
su vida, pero mi indeterminación y la falta de arrojo me lo ha
impedido —soy de condición cobarde, con poco temperamento;
así me crearon mis padres en un encuentro de amor y placer—.
En cuanto he salido de la cama he vomitado hasta la bilis. La
sensación ha sido asquerosa y me ha dejado un sabor amargo y
desagradable. Me he lavado los dientes tres veces y, las mismas,
me he enjuagado con el colutorio. Supongo que ya no me huele
el aliento a vomitona pero a mí me sabe asqueroso.
Subiéndome al coche tiemblo de arriba abajo. El corazón me
late tan fuerte que creo que va a salir disparado de mi pecho de
un momento a otro, y me sube un sufrimiento al cuerpo que me
penetra de dolor como si de una navaja se tratara. Doy volumen
a la radio e intento no pensar en lo que se me viene encima.
Me miro en el espejo de los vestidores: estoy bastante más
delgada. Tengo la mirada triste y sombras de ojeras; nada que no
solucione un buen revolcón. Si logro conseguir camelármelo de
nuevo, por supuesto. En un alarde de desesperación; cuando me

283
vea quiero decirle sin palabras: —Mírame, estoy aquí, he vuelto
y ahora soy otra persona: no permitas que el imperceptible hilo
que nos une se rompa desapareciendo sin más. Estas semanas
atrás, cuando creía que ya no volvería a verte, te he echado de
menos y me he sentido muy sola y muy triste. He cambiado para
bien, y he vuelto buscando tu calor—. Pues eso, que ayer salí y
me corté el pelo al estilo garçon; totalmente despuntado y con el
flequillo bastante espeso. Con mucho acierto, me aconsejó la
peluquera que me lo hiciera: «Ideal para ti», fueron las palabras
que usó. Y me explicó que ese corte destacaría mi angulosa cara.
Ahora estoy aquí, con mi look nuevo y el estómago revuelto. He
llegado prontísimo, como viene siendo costumbre en mí.
Él debe estar al tanto de que me he reincorporado hoy y, por
eso, le estoy esperando con ansia e ilusión. «Ojalá aparezcas por
esa puerta para decirme que me has echado de menos, que se te
extravió el móvil y no te sabías mi número de memoria, que por
eso no me has llamado, que no has osado en presentarte en mi
casa por todo lo que pasó en nuestro último encuentro».
Espero… Espero… Me consumo esperando y él no aparece
por los vestuarios. Y, pese a que lo intuía, no por esperado duele
menos.
Camino hacia los quirófanos y voy con la mirada puesta en el
suelo, no me apetece ver a nadie; quiero imaginarme que si no
los veo, no me ven.
Nada más cruzar la puerta nuestros ojos se encuentran. Me
acerco y murmuro:
—Buenos días, ¿qué tal todo? Yo de vuelta a la rutina.
Ni siquiera se digna a devolverme el saludo. Y niega con la
cabeza mientras aprieta con fuerza la mandíbula adoptando una
actitud de defensiva y esperando a saltar sobre mí a la mínima
que yo le dé un motivo, que no va a suceder. Y con una norme
pero fingida sonrisa me entrego al trabajo.

284
Él no está atento a lo que hace. Anda mirando las musarañas
para no tener que fijarse en mí y asegurarse de que no tengamos
un encuentro visual. Sé que ha visto mi corte de pelo porque me
he paseado delante de él sin gorro y he visto cómo me miraba de
soslayo.
Cuando le hace la incisión al paciente, cómo está a por uvas,
ha errado unos milímetros en la trayectoria y se agarra un cabreo
monumental porque la sangre le ha salpicado en toda la cara. Y
me grita:
—¡¡Límpiame, no veo nada!!
Quería enfrentarme a él pero me faltó el arrojo y mi mente se
bloqueó. Me quedé paralizada, y él gritó de nuevo:
—¡¡Límpiame…!! ¡¿Pero dónde leches tienes la cabeza?!
¡¡Las vacaciones se han acabado, aquí se viene a trabajar y, si no
estás por la labor, vete a tu casa y no vuelvas!!
Estaba muy enfadado, tenía sus motivos y eso no lo discuto,
pero tampoco le daba derecho a tratarme con tanto despotismo.
Le limpio la cara con mucha precaución; no quiero otra lluvia de
reproches pero pienso: «Si utilizaras la máscara con pantalla no
te ocurrirían estas cosas». Y me centro en mi quehacer, en la
tarea que tengo encomendada para hoy: tenemos a una paciente
de cincuenta años con una congelación de hombro, o también
llamado rigidez del mismo —o como decimos nuestro argot: una
inflamación de caballo que impide la movilidad del brazo—.
Azucena acaba de entrar en estos momentos. Lo hace tarde y
por eso corre a saludar, llega sudada, sofocada y pide disculpas.
—Está todo bajo control. No te preocupes que me he apañado
bien, no tiene importancia: hoy por ti y mañana por mí —dije
yo.
Milá la llama a su lado y le suelta un rapapolvo monumental.
«Pobrecilla», me compadezco, casi se ha echado a llorar sobre el
paciente.

285
Cuando la operación está finalizando y lo que queda es pura
mecánica, Azucena, me dice:
—Estás muy guapa y extremada con ese nuevo corte de pelo.
Luego se dirige su mirada a él.
—¿Se ha fijado lo guapa que está, doctor Milá? —pregunta
con retintín y dejando salir un poco de la rabia contenida por la
bronca que le ha echado al llegar.
—Los elogios los dejáis para cuando acabemos: después del
trabajo podéis hartaros de decir todas las tonterías que os vengan
en gana —contesta en un tono bastante airado e irritado—. Y a
ser posible, ahora os estáis por lo que tenéis que estar, que no es
otra que lo que yo necesite y mande.
Me mira con los ojos llenos de ira, de una rabia almacenada
y alimentada por la espera. Pero también hace evidente que le
gusta mi nueva imagen porque no deja de mirarme. Hasta ahora
lo había hecho con discreción e intentando disimular que yo no
era el objetivo de su radar. Pero me percaté en el mismo instante
que lo hizo por primera vez porque mis ojos buscaban los suyos,
aunque también fuera de reojo.
Al acabar la cirugía salió del quirófano a toda velocidad y sin
el acostumbrado: «Enhorabuena, chicas, habéis estado genial.
Todo ha ido rodado gracias a la inestimable colaboración del
fenomenal equipo del que me envuelvo a diario».
Azucena y yo nos miramos unos segundos en silencio.
—Chica…, no sé qué le habrás hecho pero…, lleva así de
insoportable desde que tú…
—¿Desde que yo qué…?
Estoy alucinando, ¿qué saben por aquí, qué ha ido boqueando
de mí el muy…? Y lo que más me preocupa es que, si sumo lo
que haya podido ir contando éste, a lo que contó Izan; ¿en qué
concepto me tienen ahora?

286
—¿Qué…? ¿Te apetece o no te apetece? —oigo que me dice
Azucena.
Si me apetece qué, ¿acaso me había preguntado algo?
—¿Qué? No entiendo. ¿Qué es lo que me tiene que apetecer?
—Te he preguntado que si nos vamos a tomar algo. Tú y yo
solas. ¿Y bien?
Acepté, qué otra me quedaba.
Me lleva a un pub que suele frecuentar; dice que es asidua a
este tipo de locales porque aquí hay un ganado de primerísima
—imagino que se refiere a chicos—, y las copas son excelentes.
Al entrar, lo primero que llama mi atención son las paredes
pintadas por grafiteros —auténticas obras de arte que ocupaban
las paredes convirtiéndolas en extraordinarios murales—. Está
ubicado en una de las mejores zonas de Barcelona; por esa razón
no permiten la entrada a cualquiera que pase por allí. La puerta
exhibe un gran letrero naranja que dice: «Reservado el derecho
de admisión». Y aunque los confluentes son seleccionados y
selectos, un público variopinto desfila por aquí relacionándose y
mezclándose la flor y nata de la sociedad —los humoristas con
gente de la política, los futbolistas con chicas modelo, o toreros
con actores—. Todo vale en un mundo concebido a base de
billetes.
Azucena me ha contado que tiene carta blanca y barra libre.
Me ha presentado a Eneko, es el chico encargado del local y el
mismo que nos ha recibido al entrar; fueron íntimos amigos (con
derecho a roce durante una temporada), ahora han perdido la
calidad de íntimos pero ha quedado una bonita amistad entre
ellos. Por esa razón, ella sigue conservando el carnet que le da
derecho a entrada y bebida.
Eneko nos coloca en una mesa de las tantas que hay en los
espacios VIP, o reservados, que es como a mí me gusta llamarle.
Desde este privilegiado rincón puedes controlar quién entra y

287
sale del local con total discreción. También te permite estar de
incognito, si es esa tu pretensión.
Cómodamente sentadas en uno de los sofás, esperamos a que
nos sirvan unos Cosmopolitan. Hoy era todo nuevo para mí: mi
primera salida con Azucena, mi primera visita a un pub de altos
ejecutivos y mi primer coctel tan… Chic.
—Es un coctel de vodka con un cierto matiz a fruta acida. Se
prepara con vodka triple seco, zumo de arándanos y zumo de
lima recién exprimidos. Y se presenta adornado con corteza de
lima.
Dejé que me fuese detallando los ingredientes de la bebida,
parecía feliz de tenerme a su lado y eso me hacía sentir bien. Al
cabo, me ofrece el cuenco con las olivas y añade:
—Son gordal y están buenísimas: además de a cazar elefantes
—dice abriendo y cerrando comillas con los dedos en el aire—,
vengo aquí porque soy una forofa de estas olivas.
¿A qué elefantes piensa cazar? La fulmino con la mirada.
—Quería romper un poco el hielo antes de pasar a las cosas
serias. Primero: quiero pedirte perdón por mi mala actuación,
que aunque no fue deliberada, no estuvo bien; es que a veces no
filtro, lo llevo en el ADN. Son los genes heredados de mi madre.
La miro, y pienso: «¿Qué película me estás contando?».
—No me malinterpretes que no me estoy justificando; es mi
triste realidad.
—Yo también tengo parte de culpa. ¡Cómo no iba a tenerla!
—me sorprendí dando una respuesta espontánea; no salía de mi
intelecto, ni era pensada ni razonada, simplemente salía de mi
corazón. Y, ya que me había sincerado, le solté otra verdad que
me quemaba—: Para mí es muy difícil tener empatía con el resto
del mundo. Ni conecto ni simpatizo; soy un raro espécimen.
—Todos somos raros a nuestra manera. Y además, mucha
gente, entre la que me incluyo yo, no entiende vuestra cultura.

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Ya sé que no eres mora y que esa palabra es un tanto despectiva
y malsonante. Y lamento haberla usado con tanta ligereza, sin
detenerme a pensar que eso te hacía daño. Tú eres árabe, y no
todos los que son como tú practican la religión musulmana, o sí;
no tengo ni idea. Soy una total indocumentada en ese tema y lo
lamento mucho, te lo digo con toda la sinceridad del mundo. Te
aprecio mucho. Pero vivimos a una velocidad y con un ritmo tan
frenético qué sólo miramos nuestro ombligo. Te pido disculpas
nuevamente, y mil veces si hiciera falta.
—Acepto las tuyas y te pido las mías. Y ahora que estamos
en paz, dime qué es lo que sabes, ¡ya…!
—Vale, voy directa al desbroce y te diré que quieres saber:
un día oí que estaban hablando Nicanor y Milá —frunzo el ceño
y entrecierro los ojos; no tengo la menor idea de quién me está
hablando—. Niqui, ¡el vejete de neurología!
—Ah, sí, ya. ¡Ahora sí…! —exclamé, dándole pie para que
continuara.
—Lógicamente, ninguno se percató de mi presencia y por esa
razón hablaban abiertamente sobre ti —¿Y qué era lo que decían
sobre mí? Me tienes en ascuas —no puedo evitar apremiarla.
Estoy de los nervios. Ella pone su mano sobre la mía, y dice—:
Si no me interrumpes cada dos por tres, te lo cuento —hago el
gesto de cremallera cerrada sobre mi boca. Ella sonríe y sigue
hablando—: Milá llevaba unos días raro, más bien insoportable
diría yo; no se aguantaba ni a sí mismo. Niqui le preguntó qué le
pasaba, si era que su mujer había empeorado, porque creía que
estaba casi recuperada. Milá le dijo que afortunadamente estaba
mejor. Y Niqui, que ya no entendía nada, le preguntó cuál era el
problema y que si le podía ayudar.
Azucena hace un descanso para beber. Se seca los labios y
dice:
—Ahora voy a imitar a Milá y su respuesta:

289
«Aruba, Aruba es mi problema. La que me quita el sueño;
creo que ha estado jugando conmigo. La quiero, y casi dejo a
Rosa por ella. No sé, la realidad es que no entiendo nada; la
cuestión es que creo que aún es demasiado joven, o que
todavía no sabe qué es el amor verdadero. Pero tú tranquilo,
Niqui, en unos días estaré bien, te lo prometo: me voy a
centrar en Rosa y en mi matrimonio. Y en cuanto esté
recuperada me la voy a llevar de viaje a cualquier lugar del
Caribe. Le quiero proponer que adoptemos un bebé, quizás
eso nos ayude a ambos».
Se aclara la garganta, y dice:
—Cuando escuché esto, de boca de Milá, recé todo lo que
sabía para que no me descubrieran. Bueno, lo he sintetizado un
poco, tampoco quiero amargarte la noche.
—Gracias, muchas gracias, Azucena.
—No las merece. ¡Espabila o lo pierdes!
—¿Cómo…?
—He observado cómo le miras; eso es amor y lo demás son
tonterías. ¿A qué estáis jugando? Es que andáis concursando
para ver cual es más torpe ¿o qué?
Suspiro profundamente. «Visto lo visto, eso parece», pienso
mientras golpeteo la mesa con los dedos.
—¿Qué debo hacer? Está todo perdido ¡Dame un hilo del que
pueda tirar!
—Exactamente no lo sé.
Parece estar pensando y la dejo hacer —Ojalá se le encienda
una lucecita que pueda sacarme de la oscuridad en la que me
encuentro sumida—.
—Aunque creo que eres suficientemente espabilada, te voy a
echar un cable: estaría bien que le abordaras a la salida. Milá es
un hueso duro de roer pero… —se ríe y señala mis pechos—. Tú
tienes unos dientes grandes y con potencial. Ah…, una cosa de

290
vital importancia; no se lo des todo en la primera cita. Al género
masculino les van las fáciles, a todos sin excepción, pero sólo
para pasar un buen rato. Si quieres comprometerlo, y retenerlo a
tu lado para siempre, que se coma las migajas. Con el tiempo, si
ves que la cosa funciona y vais en serio, ya le darás a comer la
molla entera. ¿Entiendes por donde voy?
Cojo la copa y me la acabo de un trago.
Le hace un gesto al camarero para que nos traiga dos más.
—Supongo que sí, que te entiendo.
Después de varios Cosmopolitan más y otros tantos cuencos
de olivas, mi estómago reclama mi atención y se queja.
—Se me ha revuelto el cuerpo. Algo no me ha sentado bien.
—Estás demasiado delgada, eso es lo único que no te sienta
bien. Has ingerido demasiado alcohol para lo poco que pesas:
mucha bebida y poca chicha. Anda, ven, que te llevaré a casa.
Desde el primer día habíamos construido una barrera entre
nosotras, invisible pero insalvable a la vez. Sin embargo, el gran
iceberg se iba resquebrajando y se deshacía sin dejar huella de
su existencia. Aquella chica, poco a poco, se estaba convirtiendo
en un bálsamo para mis múltiples heridas.
Me coge de las manos para ayudarme a ponerme en pie. Y
aunque soy una persona que está acostumbrada a la soledad y a
la indiferencia, no me sorprende su dulzura y cuidado al hacerlo.
—Gracias, eres muy amable conmigo.
—Qué dices, ¡qué boba eres! Eres tan humilde… No hago
nada que tú no harías por mí.
Le hace una señal al camarero para que traiga la cuenta.
Mientras ella paga, yo medito sobre lo que me ha dicho. Y
después de marcharse el camarero, digo:
—Pues, sinceramente, no creas que estoy muy convencida de
ello.

291
—De camino al coche te voy a contar algo que nunca le he
contado a nadie.
En la puerta de salida del Pub ya me llevaba enlazada por la
cintura. «Por tu seguridad», me había dicho.
—Una vez tuve un novio especial, parecía diferente del resto
de los mortales —empezó a decirme mientras caminábamos—.
Parecía serio, todo un galán: era tan distinto a lo que yo estaba
acostumbrada que me deslumbró por completo. Soy una mujer
moderna, de mente abierta. Y supongo que lo sabes: de las que
suelen follar sin compromisos ni ataduras. Nunca he escondido
como soy; con mi cuerpo hago lo que me da la gana. Perdona,
que me estoy yendo del tema.
Se para. Me lleva casi en volandas y necesita un respiro.
No noto el suelo bajo mis pies y susurro:
—No te enrolleeeessss… —se me traba la lengua, la siento
gorda, pastosa y tengo la sensación de que no me cabe en la
boca.
—¡Cómo vas…! ¡Madre mía! Si voy a tener que llevarte a
casa y meterte en la cama.
Caminamos unos pasos más, y dice:
—El chico era muy guapo, guapísimo —sonríe mientras lo
recuerda—. Se llamaba Leonel y era un brasileño con un cuerpo
diez sobre diez. Me trataba muy bien, demasiado para como me
suelen tratar los chicos: era todo un romántico. Un día me pidió
vernos en su casa y, como no era la primera vez que iba, no me
extrañó. Yo quería sorprenderle. Paré en una tienda y compré un
par de botellas de champán. Mientras me dirigía eufórica a su
casa, pensé: celebraremos lo unidos que estamos y lo bien que
nos va juntos. Ay, cándida de mí, qué equivocada estaba aunque
no lo sabía. Me había montado mi propia película: beberíamos
hasta coger el punto alegre, una vez entonados, nos meteríamos
en la cama y pasaríamos la tarde practicando sexo. Pero, cuando

292
abrió la puerta y entré, la película había empezado y el guión no
estaba escrito por mí. Leonel no estaba solo; había dos chicos
con él. Me quedé más blanca que el quirófano. Y Leonel, al ver
mi cara, soltó una risotada y dijo:
«Esta mañana, cuando hemos hablado por teléfono, me has
dicho que harías lo que fuera por mí, que me querías más que a
nada en el mundo y que me lo ibas a demostrar. Quiero que lo
cumplas, que no seas de las que te regalan los oídos para nada».
Esta vez no ha imitado la voz de ese capullo. Y, aunque no
estoy en mi mejor momento, noto su afección del ánimo; aún le
duele lo que pasara aquél día.
—¿Qué pasó…? —pregunto despacio, intentando que mi voz
sea lo más clara posible.
—Le miré sin entender de qué puñetas me estaba hablando.
Él me agarró del brazo, y dijo:
«Te vamos a iniciar en el sexo de grupo».
—Estupefacta abrí los ojos. No podía creérmelo. Esto debe
ser una broma de mal gusto; recuerdo que pensé. Él me acarició
el mentón y dijo:
«Tranquila mi amor, no hay prisa e iremos con mucho tacto,
sin presiones ni agobios. ¡Verás que bien lo vamos a pasar los
tres! Te voy a presentar a mis ayudantes: Matías y a Ernesto».
—Me estamparon dos besos en cada mejilla y me las dejaron
húmedas, calientes… Y Leonel continuó explicándome:
«Matías nació en Ecuador pero lleva muchos años aquí, ya es
uno de los nuestros. Ernesto es natural de Uruguay, lleva tiempo
viviendo en Barcelona y está feliz en nuestro país. Y pese a que
nunca te había hablado de ellos, son mis mejores amigos. En la
universidad nos llaman el trío calavera. Estudiamos lo mismo;
ciencias políticas».

293
—Le dije que no me parecía bien, que era un despropósito y
un insulto a mi persona y a mi inteligencia. E iba a marcharme
para siempre.
«¡¡Tú no me quieres, no…!! Por eso no harás lo que deseo
¿verdad? Quiero follarte, ¡qué digo quiero, voy a hacerlo ahora
mismo!».
—Me arrastró hasta la habitación tirando de mis muñecas, me
hacía daño. Yo le gritaba que me dejase, que parase, que aquello
no tenía la menor gracia, que le quería pero que no me apetecían
aquellos chicos, que quería ser para él pero sólo para él. No me
escuchaba. De un empujón me tiró a la cama. Luego se sentó a
horcajadas sobre mí y empezó a hacer algo que me volvía loca:
se humedeció los labios y paseó la lengua de un extremo al otro.
Me besó, y me comió la boca con un ímpetu que me puso a cien
o más. Cuando ya me tenía vencida; sabiendo que haría lo que él
quisiera, me dijo:
«No hay nada perverso en lo que te he pedido. Te quiero,
guapísima, te deseo y me gusta que te deseen los demás; eso no
significa que te quiera menos, sino que te quiero más. Esto es un
amor generoso, entregado y sin egocentrismos convencionales.
En mí no encontrarás egoísmo, sino libertad. Mi forma de amar,
al entregarme y recibir, ni entiende ni concibe reglas en lo que a
la sexualidad se refiera: si rechazas mi inocente propuesta, estás
rechazándome a mí. ¿Eres consciente de ello…?».
—Asentí. Le quería a él, pero mi sexo gritaba el nombre de
todos y cada uno de ellos. Me besó durante unos minutos, y
luego dijo:
«Ahora les voy a ir llamando uno por uno, iremos por partes
como “Jack el destripador”. Eres la mejor y te quiero».
—Volvió a besarme una y otra vez hasta provocarme un
cosquilleo entre las piernas. Mi vulva estaba húmeda y ansiosa

294
por lo que en breve ocurriría allí, en aquella casa y con aquellos
“Lovers” tan increíblemente guapos.
—A ver, Azucena, ¿qué me estás contando…? —la melopea
se me estaba pasando de golpe.
—Todo fue muy romántico. Nos entregamos a la lujuria, al
pecado, al placer de lo prohibido bajo las tenues luces de unas
velas blancas. Y rebozados en los pétalos de rosas que Ernesto
había ido esparciendo por la cama. Matías me mordió el lóbulo
de la oreja y unos calambres suaves e intermitentes sacudieron
todo mi cuerpo de arriba abajo, encendiéndome. Leonel notó mi
necesidad, mi repentino calentón por la novedad. Metió su mano
entre mis muslos, buscando y acariciando mi húmedo sexo. El
primer orgasmo me llegó casi de inmediato, prácticamente sin
moverme. Yo… —¡¿Cómo…?! —la interrumpo—. ¡No sigas!
Por ahí no vayas que… —busco un eufemismo para suavizar lo
que mi cuerpo esconde. La realidad es que he mojado las bragas,
me he excitado. Su historia ha disparado mi libido, ausente de
días. Encuentro uno que puede servir y lo suelto—: Algo se ha
removido en mi interior.
Al llegar a casa, la invité a que subiera y aceptó. No dejaba
de sumar errores, pero éste no lo vi llegar. Dicen que las mujeres
tenemos un sexto sentido —el mío debe haberse atrofiado sin ni
siquiera haberlo estrenado—.
Nos preparamos un tentempié de pechuga de pavo y una rica
ensalada. Tenía mucha hambre. Y por lo visto, ella también; en
un par de bocados no dejó ni las migajas.
Recogiendo la mesa su mano roza la mía.
—Te deseo, Aruba —pone cara de gatita, coge un mechón de
mi pelo y me lo pasa por detrás de la oreja.
—Te deseo, Aruba, me gustas mucho: eres una tía tan sensual
y tan…

295
Entre nosotras se hizo un silencio incómodo, tenso como un
cable de alta tensión. Era todo tan extraño y tan atípico —era
como pensar con los pies y andar con la cabeza—. Me quedé
helada, pasmada en medio del salón sin saber qué hacer o decir.
—Por favor, déjame rozarte con mis labios, tocarte con mis
suaves y expertas manos.
Me agarró del mentón y lo levantó, buscando que nuestros
ojos quedaran a la misma altura. Yo no podía ni hablar, estaba
alucinando, o soñando, o lo que era peor, a punto de enrollarme
con una mujer.
—Si no te gusta, lo dejo inmediatamente, te lo prometo.
Me cogió por la cintura y me violó con los ojos. Yo me sentía
incómoda, confundida y atraída a la vez. Pensé: «Qué es lo que
tiene esta chica para poner mis valores en pie de guerra».
—Mmm… ¡Estás muy bien…! Solo tienes un pero: que estás
muy flaca para mi gusto. Ah, y por cierto, me pido el papel de
hombre: te voy a tratar como a una Reina, nunca nadie te habrá
tratado mejor.
Seguía en estado de shock, aturdida. Un súbito acaloramiento
me invadió cuando sus manos empezaron a trabajar mi cuerpo
recorriendo mis curvas con una suavidad extrema, delicada y
exquisita «Ella es mujer, ahí está la diferencia», pensé mientras
dejaba que su mano fuera haciendo estragos por mi cuerpo.
Mi intuición me decía que podía confiar en Azucena, que
entre sus brazos me sentiría abrigada y segura. Posiblemente,
puede que fuese fea a la vista de lo demás, pero en su interior
habitaba un ser excepcional. Y creo que eso es lo que buscamos
en nuestros congéneres; la bondad es una cualidad que abunda
poco en nuestros días.
A las seis y media suena el despertador. Aún estoy dormida y
me remuevo entre las sábanas. Noto un cuerpo desnudo, caliente
y suave pegado al mío. Me giro y abro los ojos.

296
—Hola guapa, buenos días corazón —se despereza y me besa
en la mejilla.
—Buenos días. Lo de ayer… —me muero de la vergüenza y
no sé bien cómo abordar el tema.
Se sienta en la cama y me mira fijamente. Me ruborizo al
instante, y pienso: «¿No serás una de esas pavas que se quedan
colgadas a la primera de cambio? Cómo me toque un pelo, la
mato».
Me agarra de un moflete, pellizcándomelo y tirando de él.
—Lo de ayer, cómo tú lo llamas, no fue nada de lo que debas
avergonzarte. Pasó esto: dos buenas amigas quedaron para tomar
unas copas. Se pasaron siete pueblos bebiendo, se acostaron en
la misma cama y pegaditas durmieron toda la noche. Aquí acabó
la historia de amor; sin más penas ni glorias. Ya ves… todo muy
inocente, pequeña —suelta mi mejilla, y añade—: Ahora, si no
es mucha molestia, quisiera darme una ducha, estoy sudada. O a
lo mejor tú… ¿Prefieres que nos duchemos juntas?
Me sonríe pícaramente. La miro con expresión dura. Y me
entran unas ganas locas de cogerla por el cuello y apretar hasta
borrarle esa estúpida sonrisa de la cara.
Consciente de mi cabreo, tensa el rictus y dice:
—EY… paz y amor, amiga, paz y amor. Es una broma: chica,
¡qué mal carácter tienes al estrenar el día!
Está molesta. Se levanta y recoge sus cosas apresuradamente.
—Azucena, quédate, no te vayas por favor. Yo…
Se gira y sonríe.
—No pensaba ir a ninguna parte. Bueno sí, a darme la ducha;
ya te lo he dicho antes, necesito refrescarme.
Mientras ella se duchaba yo preparaba el desayuno. No sabía
qué le gustaba e hice café y zumo de naranja para las dos.
—Tienes un piso muy bonito, ¿es de propiedad o alquilado?
—Alquilado. No me gusta tener nada a medias con el banco.

297
—¿Y cómo que puedes permitírtelo, si euro arriba o abajo
ganamos lo mismo?
—Es una larga historia.
—Vale, de camino al hospital me la cuentas.
—No, ni lo sueñes, no te lo voy a contar: hay parcelas de mi
vida que solo me pertenecen a mí, y no las comparto.
—Encontraré la llave de esa parcela, que seguro que la tiene.
Sí, tú dame un poco de tiempo que te abriré todo lo que tengas
cerrado —me dedica una mirada de complicidad y sonríe.
Tanta atención turba y perturba mi cuerpo. Sacudo la cabeza
intentando no pensar en nada.
Pone su coche en marcha y le suena el móvil.
Cuando da por concluida la conversación con la interlocutora,
no sé de quién se trata, me mira y empieza a hablar con el móvil
en la mano.
—Ayer había quedado con Sara, una colega muy maja. Y La
llamé y le dije que había que posponer nuestro encuentro porque
me había surgido algo importante, que ya le contaría.
—Te sugiero que no le expliques nada de lo que pasó en mi
casa. Ni a ella ni a nadie, por supuesto.
—¿Por quién me tomas? Soy una tía muy legal. Y si aún no
lo sabes, lo sabrás.
Devuelve el móvil al bolso y un objeto llama mi atención.
—Esa cosa… ¿La llevas siempre en el bolso?
Un calor inaguantable sube por mis mejillas, me ruborizo de
inmediato —voy de mujer moderna, pero no estoy preparada
para abordar temas delicados—.
—¿Fede…? Fede es un amigo, un compañero de viaje: nunca
sé cuando le voy a necesitar y me gusta saber que siempre está
ahí, accesible, esperando su turno. No debes avergonzarte por lo
que pasó, si es que pasó algo; tengo algún lapsus de memoria.

298
Todos necesitamos que nos acaricien. Y lo de ayer fue eso, un
mimo entre compañeras de trabajo.
—Pero… ¿eres bisexual?
—Soy curiosa. Me gusta probar lo que llama mi atención, tan
sencillo como eso. ¿Te gustó?
—¡Mucho! —el pensamiento se descolgó de mi cerebro, bajó
a la boca, y ésta a traición lo expulsó.
Uf… el calor me ahoga. Extraigo mi abanico del bolso y con
fuerza lo agito hasta que se me pasa y puedo seguir hablando.
Necesitaba explicarle que solo he cometido el pequeño desliz de
olvidar lo que debo para tomar lo que quiero.
—Fuiste extremadamente delicada conmigo, te lo agradezco.
Me hiciste gozar más de lo que me gustaría admitir: como mujer
me pareces una engreída, una arisca muy terca y hasta un poco
malota. Pero… el papel de hombre lo bordas; eres lo mejor de lo
mejor. Has sabido perfectamente cómo hacerme sentir bien, qué
zonas debes tocar, o no tocar. En todo momento me he sentido
cómoda, a gusto con la anómala situación.
—Me alegra que lo admitas, no todo el mundo es capaz y eso
dice mucho de ti. ¿Quieres saber cómo acabó la historia con los
tres chicos?
—Nooo… ¡¡Basta!! Ayer con tu historia me calentaste y dejé
que apagases el fuego: eso es lo que pasó, nada más. Reconozco
que estuvo bien, realmente bien, pero no se repetirá jamás. Yo
no soy curiosa, ni morbosa ni me van las chicas.
—Eso no es lo que me pareció ayer, muy al contrario, estabas
curiosa, ansiosa, deseosa y entregada en el papel de mujer contra
mujer.
—Vale… ¡Está bien, para ti el duro! —Tapo su boca con una
mano y la presiono con fuerza—. Me gustó mucho, muchísimo,
¿contenta?

299
Pone una mano en mi pierna y la desliza hacia el interior de
mis muslos. Los contraigo, aprieto, no quiero que me toque más.
Mi gozo en un pozo. Para mi desesperación, un instante después
un horripilante hormigueo recorría mi columna despertando el
deseo, por y para ella.
Totalmente abrumada y sobrecogida, me remuevo inquieta en
el asiento.
—No me subestimes mi poder de convicción y atracción. Ni
te atormentes, que colmaré todas tus carencias. Volveré a tenerte
entre mis brazos. Mírate… ¡estás cachonda, qué viciosilla eres!
Tú y yo lo vamos a pasar en grande: necesitas saber que cuentas
para alguien. Y para mí no sólo sumas, sino que multiplicas.
La sangre se arremolina en mi cara, me arde. La privación
constante de amor era la que me había llevado a ésta situación.
Me agobio y retiro su mano. Disimulo mi turbación mirando por
la ventanilla.
—Mira, bonita, te voy a ayudar a recuperar a tu doctor y, a
cambio, serás mía por un tiempo; si hubo satisfacción en lo que
hicimos es porque ambas lo deseábamos ¿no?
No contesto y hago ver que estoy abstraída, lejos de aquí o
mimetizada con el tráfico de la carretera.
—Ya ves que he dicho solo por un tiempo. Creo que tampoco
pido nada que sea inadmisible. Además, será satisfactorio para
las dos y lo sabes: has gozado de mis artes amatorias —insiste.
Con mi silencio acepté someterme a ella y dejar mi moralidad
en un segundo plano. Si el centro de mi vida era él, mi prioridad
era recuperarlo.
Azucena sube el volumen de la radio y se pone a cantar.
«Esta tía es más feliz que una perdiz», la miro y sonrío.

Nuestra amistad se afianzaba a la velocidad del rayo. Y a la


misma velocidad crecían mis problemas. Azucena se instaló en

300
mi casa. ¿Qué cómo lo logró? Como dijo Maruja Moragas en su
libro “El tiempo en un hilo”: «Cuando un ciego pide ayuda a
otro ciego, los dos caen a la fosa».
Un día, a la salida del hospital, Azucena me invitó a tomar
unas copas en aquel pub al que ya me había llevado una vez..
Cuando íbamos por la tercera copa de Cosmopolitan, dijo:
—Te propongo un juego.
La miré con desconfianza y temor, a estas alturas ya me había
explicado muchas batallitas de su vida —así era como llamaba
ella a los encuentros de un sólo día—.
—Sorpréndeme, ¿qué juego se te ha ocurrido?
—Ves aquellos chicos, los de allí, los de la mesa que hay a tu
derecha —señala con el dedo—. Sí, efectivamente, aquel grupito
que lleva la camiseta de España.
—Sí, claro que les veo y… Son unos imberbes incluso para
nosotras, ¿no lo ves? Son demasiado jóvenes y están sin hacer; y
la carne poco hecha me causa rechazo.
—No, si no es para meterlos en nuestra cama. No temas, que
no vas a tener que asaltar ninguna cuna.
—Y entonces, ¿qué pretendes?
—Jugar, ya te lo he dicho, un juego inocente.
—Especifícame un poco, no te capto. Aunque… viniendo de
ti, me da miedo hasta escucharlo.
—He insistido para que te vistieras así por una sola razón:
vamos a poner calientes a los chicos, a todos. Van a salir de aquí
con el pene ardiendo: ¡verás qué bien lo vamos a pasar! Y para
cuando acabe el juego estarán tan… Que volaran hacia el baño a
hacerse unas pajas en nuestro honor.
Ahora entendía su empeño, su cabezonería para que yo me
pusiera una falda tan corta y unas medias de red negra hasta los
muslos. Amén de los doce centímetros de tacón de los zapatos
que ella me había dejado.

301
—¿Qué hay que hacer? —acabemos cuanto antes, pensé.
—Te acercas a la mesa de ellos y te quitas las braguitas.
—¿Y…?
—La dejas sobre la mesa.
—¿Eso es todo…?
—De momento, me vale.
—Ya decía yo… ¡Miedo me das!
No había llegado a la mesa y ya era el centro de atención de
los chicos. Me miraban con cara de viciosos, cuchicheando entre
ellos.
Me acerqué y dije:
—Chicos, aquí hace bastante calor. Uf… ¿No os parece que
es sofocante? Esto no se puede aguantar, estoy derritiéndome:
mi sexo parece una urna llena de mantequilla. Está húmedo y,
tan pegajoso que…, no sé qué necesita.
Metí las manos bajo mi falda y agarré las tiras de la braguita.
Poco a poco, con un improvisado baile, me la fui bajando hasta
tenerla en mis manos. Ellos, pobres ingenuos, no daban crédito a
lo que estaba pasando. Sus ojos activaron el zoom y se abrieron
como platos soperos.
Superados por las circunstancias ni pestañeaban, solo movían
la boca que, de tanto en tanto, se les descolgaba el labio inferior
quedándoles cara de bobos.
Antes de dejarles las braguitas sobre la mesa, se me ocurrió
una gracia y me tome la licencia de pasearla cerca de sus caras;
pobres incautos, cómo nos estábamos riendo de ellos. Y qué mal
me sabría después.
—Misión cumplida —dije al volver a la mesa.
—Bien hecho. Ahora te toca a ti. ¿Qué quieres que haga?
—Quiero que te coloques encima del más feo —me mira para
que le dé alguna pista; la perspectiva de la fealdad, o guapura,
cambia en cada individuo—: Aquél, el de la camisa azul celeste

302
con el símbolo Tommy Hilfiger. Quiero que te restriegues contra
su entrepierna; esa va a ser tu misión, por el momento.
—Eso está hecho —dijo levantándose con rapidez.
Azucena iba vestida igual que yo, en otros tonos. O yo igual a
ella, porque toda la indumentaria era suya.
—Hola chicos, ¡pero qué guapos sois todos! Umm… ¡Cómo
me pones tú! ¿Cuál es tu nombre? Muero por saberlo.
—Yo, yo, yo...
El chico estaba nervioso, tanto, que no atinaba a completar la
frase.
Ella insistió:
—¿Te llamas yoyó?
—Yo no, yo no…
—Se llama Serafín y es un poco tímido, eso es lo que le pasa
—intervino un compañero, echándole un cable.
Azucena le dio un piquito. Fue un simple roce de labios, pero
bastó para que al chaval se le pusiera más dura que un martillo.
Ella le sonrío. Y antes de que él pudiera reaccionar, ya estaba en
sus rodillas, sentada y con la espalda pegada al pecho del pobre
niño, frotándose contra la impetuosa erección.
Serafín parecía encantado de tenerla sobre él. E incluso, hasta
flipando porque un bombón de aquella índole quisiera tener algo
con alguien tan corto, tan retraído como lo era él. La tomó por la
cintura y la hacía bailar, moviéndola hacia delante y hacia atrás
con ímpetu. Restregando su sexo contra el de ella, con tal ahínco
que, los ojos le quedaron vueltos por la satisfacción causada.
Al cabo, cuando ella dio por finalizado el fregoteo e intentó
incorporarse, para dejarle allí empalmado y abandonado, Serafín
tiró fuerte de ella, obligándola a sentarse de nuevo, quería más;
su pene pedía guerra y él no quería negarle la batalla.
—Ay, mira que me sabe mal pero, no está hecha la miel para
la boca del asno —dijo Azucena liberándose—. Vete al baño y

303
colabora un poco, pon algo de tu parte —el chico la miraba sin
entender—. Acaba tú, lo que he empezado yo. ¿No pretenderás
que lo haga todo yo? —el la miraba de hito en hito, con gesto de
incredulidad—. A ver, chico corto, si te lo explico de la manera
que tú lo puedas entender: yo la he puesto dura y tú la pones
blanda; la vida es un fifty fifty ¿no?
Por suerte, y gracias al azar, Serafín estaba con un grupo de
jóvenes tranquilos y educados, la cosa quedó ahí, no fue a más.
Azucena no conocía límites —era un pozo sin fondo, y sin
cuerda a la que agarrarse en el caso de caer en el—, le iba el
morbo como a nadie (una combinación explosiva y peligrosa). Y
las peticiones dejaron de ser un simple juego para convertirse en
un desmadre que, poco a poco y sin darnos cuenta, se nos fue
escapando de las manos.
—La última payasada y se acabó el jueguecito. Y ya sabes: si
pierdes, me voy a vivir una temporada a tu casa y a tu cama.
—A ver… ¿cuál es la última gamberrada?
—Vas, te metes detrás de la barra, le bajas los pantalones al
que nos ha atendido y te la metes en la boca.
—¿Cómo…?
—Que se la meriendes.
Azucena me miraba fijamente, calibrando si me rendiría o no.
Ella deseaba que yo tirara la toalla, que dijese basta, hasta aquí
hemos llegado. Y me hacía burla con la lengua, mientras con las
manos en el aire imitaba un redoble de tambor.
—¿Vas fumada o qué pasa contigo? Ni muerta, ¿me oyes? Ni
muerta le hago yo eso a nadie, así, por el morro; esto se sale de
madre; de madre, de padre y de toda la familia. ¡¡Eres de lo que
no hay, no pienso hacer nada más!!
Estaba más enfurecida que nunca, dominada por una ira que
me hacía montar en cólera. Cansada ya de tanta patochada, me
levanté y me fui corriendo. Siguió mis pasos. Me alcanzó y…

304
Si no lo intento…

La gente dice que el tiempo lo cura todo. Yo les diría: o no os


queda tiempo o no tenéis nada que curar; el tiempo amortigua el
dolor, como mucho. En mis largos ratos de reflexión, que eran
muchos, pensaba que los astros estaban en mi contra y que me
negaban todo aquello que yo quería y necesitaba —lo que no me
arrebataba la muerte, me lo robaba la vida—.
También había oído decir mucho: «la mancha de mora con
otra verde se quita». Y había probado otras moras, diversas y
de distintas variedades; verdes, moradas, maduritas, negras... Mi
mancha ni se iba ni se aclaraba. Y por mucho que yo intentase
frotarla, ni si quiera se desdibujaba. Seguía ahí, recordándome y
machacándome cómo me la había ganado a pulso.
Hacía unos meses del incidente con él y no me sentía mejor.
Mi estado de ánimo no había mejorado —entre nosotros todo
iba de mal a peor—. Él seguía inamovible, en sus trece, y apenas
si me dirigía la palabra. Y, para colmo de males, comparto piso
y cama con Azucena, me ha liado de nuevo. No tengo remedio;
lo mío es de juzgado de guardia.
—Te dije que no debía venir, que no era buena idea. ¡Mírale!
Se ha sentado en el otro extremo de la mesa. Ya no quiere nada
conmigo, y lo hace evidente ¿no lo ves? ¿Eres la única que no se
da cuenta? Soy una idiota, no sé por qué me he dejado llevar por
ti y por tus sueños imposibles.

305
—Cálmate, Aruba. Dame tu mano por debajo de la mesa: te
prometí que te ayudaría y así lo estoy haciendo, déjame hacer.
No era el momento de discutir, pero eso no era verdad. Hasta
ahora no había obtenido ningún resultado. Si bien era amable,
cariñosa, generosa, considerada y entregada conmigo, también
se metía en mi cama en cuanto me descuidaba. Y no era para
dormir, precisamente; en cuanto me veía triste, o de bajón y en
picado —ya procuraba ella que me diera muy a menudo—, me
decía:
«Hoy te voy a dar mimitos, que lo necesitas: te voy a hacer
una limpieza de bajos, que lo vas a flipar, te voy a dejar nueva.
Aunque me gusta más como lo dice Thiago, un íntimo amigo. Él
lo dice de esta manera: destensada y orgasmada te voy a dejar
cuando acabe con lo que voy a hacerle a ese cuerpo».
Al decirlo imitaba la voz del tal Thiago, y lo hacía con tanta
gracia que, a mí no me quedaba otra más que reírme
—Estoy súper calmada. Déjame respirar un poco que… ¡me
asfixias con la presión que ejerces sobre mí! —dejo que me coja
la mano por debajo de la mesa, accediendo a lo que ella quería,
como siempre—. Hemos venido a perder el tiempo, y te lo dije.
«Qué inocente eres, no aprenderás nunca», me reprendo a mí
misma.
Se suponía que, hoy lograría sentarlo a mi lado; me lo iba a
servir en bandeja. Pero su plan no estaba funcionando y era un
fiasco, como toda mi vida. A punto de salir corriendo, porque
quiero llorar, pienso: «Qué arte tiene para enredarte, no tienes
remedio».
Estamos en el restaurante La venta del Garraf, en Vilanova y
la Geltrú. Se casa una compañera y hemos organizado una cena.
Azucena me juró y perjuró que esta noche me lo iba a servir en
bandeja. Y no sólo lo ha incumplido, sino que, además, me hace
sentir más pesimista que de costumbre.

306
—Mujer, dame un voto de confianza. Tú come y bebe que…
¡lo demás llegará solo!
Acabados los postres, empiezo a encontrarme realmente mal.
Me pica la garganta. Carraspeo una y otra vez, pero no alivia mi
malestar.
—¿Te encuentras bien…? ¡Me estás asustando mucho! Estás
un poquito morada, bastante. Y para qué negarlo, das miedo…
¡Un médico, que venga un médico inmediatamente! ¡¿Hay algún
médico en la sala?! —Gritaba histérica Azucena—. Perdóname
—empezó a susurrar pegada a mí, mientras me propinaba suaves
golpes en la espalda—. Qué ganas tenía de decir esta frase: la he
oído en tantas películas, que me moría por decirla aunque solo
fuese una vez en la vida. ¡Un médico! —chilló de nuevo.
«¿Qué tonterías está diciendo ésta pava? Si aquí los que no
son médicos somos enfermeros. Ésta ha perdido el…», no acabé
de pensarlo porque llegó Milá.
—¡Mírame! ¿Qué te pasa? ¡Se te ha hinchado la lengua! Que
alguien llame a una ambulancia. ¡Por el amor de Dios, hacedlo!
—gritaba descompuesto.
—No lo sé: soy alérgica a los frutos secos pero…, no los he
probado.
Intento respirar pero me falta el aire, estoy un poco asustada.
Me entra un agobio que no puedo controlar, y pienso: «Si no me
ayuda alguien, rápidamente, moriré en tus brazos, amor».
—Le he dado a probar mi tarta de avellanas. Yo no lo sabía.
Yo…
Dejo de escuchar y me centro en poder respirar despacio. Ella
estaba muy asustada y, frotándose las manos, le iba explicando
la situación.
«Serás zorra. ¡Qué mala persona eres! Sí, lo sabes; recuerdo
perfectamente habértelo contado», fue mi último pensamiento.

307
La ambulancia no tardó en llegar. Había venido a mi recate
en tiempo record. Me sentía realmente mal, no recordaba haber
estado así nunca. De niña había tenido otras intoxicaciones, pero
no tan a lo bestia.
El médico me reconoció en el restaurante. Me administró un
chute de adrenalina y me tumbó en la camilla.
—Tranquila, te recuperarás —dijo el médico, mientras entre
varios me introducían en la ambulancia para llevarme al hospital
más cercano.
Quiero despertar y no puedo, cierro los ojos y desaparezco de
nuevo. Vuelvo a intentarlo, quiero abrir los ojos pero me cuesta
mucho; debo tener los párpados hinchados. Me molesta la luz.
«¿Dónde estoy…? Ah sí, creo que ya lo sé». Los recuerdos poco
a poco van aflorando, llenando mi mente de pequeños flashes y
retazos de una noche inacabable. Y voy tomando consciencia de
lo que pasó: ni estoy en mi casa ni esta es mi cama. La almohada
es dura, el colchón incómodo y me han dejado más sola que la
una.
—Hola, ¿cómo estás?
Me asusto pero me alegro; es él el que pregunta. ¿Qué hace
aquí? Recuerdo que fue él el que me acompañó en mi viaje en la
ambulancia, el que me dio la mano y me dijo que todo iría bien,
que solo había sido un pequeño susto, y que me pondrían una
inyección de vida y me mandarían para casa. También recuerdo
haber pensado que él me dejaría aquí, que se iría a casa con su
esposa. La verdad es que no recuerdo que se fuera, tampoco que
se quedase porque tengo grandes lagunas. Mi última lucidez fue
que me pincharon un Urbason en una nalga y que me dolió lo
indecible.
—Supongo que horrible; juzga por ti mismo.
—No soy de los que se dejan llevar por la primera impresión,
ni tampoco una persona influenciable. Mi veredicto es éste: los

308
ojos achinados embellecen tu cara. Sinceramente, creo que estás
sencillamente arrebatadora.
—Te burlas de mí y no tiene la menor gracia.
—No, no, para nada… ¡Te lo digo de corazón! Casi los tienes
normales. Estás guapa, guapísima: si te hubieses visto anoche…
Ahí sí que dabas miedo. ¡Estás guapísima, créeme!
—Mi bolso… ¿dónde quedó? No sé si lo traje o lo dejé: no
recuerdo gran cosa de anoche, pero os agüé la fiesta y lo siento
enormemente: llamaré a la anfitriona para pedirle perdón. Sí, se
lo debo.
Se levanta y abre un pequeño armario.
Vuelve con mi bolso entre las manos. Sonríe. ¡Qué guapo es!
Estaba ahí… Y por más que me estrujo el cerebro no recuerdo
haberlo metido. ¿Qué más hizo por mí este hombre?
—Toma, aquí lo tienes.
—Ábrelo y busca tú mismo. Hay algo en su interior que, ni es
mío, ni lo quiero porque nadie me lo ofreció aunque era lo que
más deseaba. Mi deber es devolvérselo a su dueño y así lo hago,
entregándotelo a ti.
Me miraba sin comprender, e imaginé que no sabía de qué le
estaba hablando.
—Haz lo que te he dicho, lo entenderás todo.
Abre el bolso y exclama:
—¡Anda, ya podía estar buscándolo que…!
Se lo pone en el dedo meñique. Me mira serio, y dice:
—¿Se puede saber cómo llegó a ti? ¿Volviste a buscarlo?
Me sonrojo mientras asiento con la cabeza.
—Regresé a la mañana siguiente, bien temprano, pero ya no
estaba. Pensé que alguien lo habría encontrado y… Nunca se me
pasó por la cabeza que podías tenerlo tú.
—Volví en cuanto me dejaste en casa; lo vi caer y me pudo
más la curiosidad que la sensatez. Aquél día yo…

309
Pone un dedo sobre mis labios, abortando mis disculpas.
—Ya hablaremos cuando salgas de aquí.
—Bésame —susurro pegada a él.
Me mira fijamente y dudo que lo vaya a hacer. Supongo que,
si se ha quedado ha sido en un acto humanitario y no por amor.
—Voy a posar mis labios tiernamente sobre ti, quiero sentir
como se estremece tu piel ante mis caricias.
Me besa en la frente, en los ojos y en la nariz. Cuando por fin
llega a los labios, nos fundimos en un cálido y apasionado beso.
—Ayer me diste un susto de muerte. Estaba tan preocupado
que pensé en lo peor —dice al desprenderse de mis labios.
—Recuerdo poco. Creo que llegué muy alterada y supongo
que me dieron algo para dormir.
—No, qué va… No hizo falta: ibas de antihistamínicos hasta
el culo. ¡Perdón por la expresión!
Se ríe y me vuelve a besar.
Mil mariposas revolotean en mi estómago y mil hormigas en
mi sexo. Estoy feliz. El amor ha aflorado de nuevo. No podemos
encubrir por más tiempo lo que arde en nuestros pechos. Y si el
destino; llámesele destino o llámesele Azucena, ha querido que
nos demos otra oportunidad, no debemos desperdiciarla. Voy a
decirle todo lo que siento por él, me está quemando y necesito
compartirlo.
—Voy a ir a desayunar algo, estoy hambriento —acaricia mis
labios con su dedo pulgar, paseándolo de un extremo al otro—.
Necesito una buena dosis de cafeína: he descansado poco y mal.
No tardaré y, en cuanto pase el médico, te llevo a casa.
Aparqué la confesión que le iba a hacer, y dije:
—¿A la tuya o a la mía?
Me agarra del mentón.
—Necesito hacerte una pregunta y que me digas la verdad —
frunzo el ceño intrigada: «Qué es lo querrá saber ahora, espero

310
que no estropee lo que está a punto de resurgir»—: El juguetito
que te regalé… ¿lo has estrenado?
—¿Quieres franqueza? Pues ahí va: acabó en el culo de un
indeseable. Lo siento, me hubiera gustado conservarlo pero…
Si tengo una oportunidad, por pequeña que ésta sea, no la
voy a desperdiciar con mentiras que no nos llevan a ningún sitio.
Sus ojos se abren como las hojas de un gran ventanal, de par
en par.
—¡¿Fuiste tú…?! ¿Qué te había hecho ese pobre hombre?
Voy a hablar, quiero explicarle el por qué de lo que hice. No
me deja. Y vuelve a poner un dedo en mis labios mientras sisea:
—Shh…, no quiero que me cuentes; es mejor así: no quiero
ser cómplice de nada ni de nadie. Prefiero no saber. Y, aunque la
ignorancia no sea sinónimo de inocencia, quiero quedarme al
margen de lo que sea que ha ocurrido entre Saúl y tú.
Le miro atónita.
—Sí, conozco a Saúl desde hace años —mi cuerpo entra en
rigidez, me tenso. «Qué me está contando, no puede ser verdad;
no resistiría otro enlace con el pasado», pensé. Él continuaba
hablando—. Sé que no es trigo limpio, que la bondad no es una
de sus virtudes. Y es amigo de un amigo, pero…, si me entero
que te ha puesto una mano encima… —aprieta los puños—: Lo
mato; juro que acabo con él.
—Quiero que me lleves a tu lado oscuro. Quiero estar contigo
a toda costa, a cualquier precio, por alto que éste sea. Ponme a
prueba: pídeme lo que quieras y te lo entregaré.
—¿Qué…? ¿Estás bajo los efectos de la medicación?
—Fue lo último que me dijiste aquel día —me mira con cara
de sorpresa. Sé que se acuerda y, aún así, formulo la pregunta—.
Lo recuerdas, ¿no?
Me besa, y juega con mi lengua envolviéndola con la suya.
La arrastra hasta su boca y la muerde.

311
Estoy sensible. Me pongo blandita, tierna. No puedo contener
el torrente de lágrimas y las dejo ir; por ésta vez no me importa.
Mientras ellas resbalaban hacia su destino, yo me acordé de mi
amiga y no pude evitar dedicarle éstas bien merecidas palabras:
«Gracias, Azucena. Amiga mía, todo esto te lo debo a ti y solo a
ti; tu ingenio ha logrado atraer la atención de mi amor. Quizás se
te fuese la mano; que se te fue. Pero ha merecido la pena. Te
quiero, amiga».
Me mira a los ojos y me sonríe.
Me impresiona y me conmueve; en ellos aprecio un poco de
tristeza con tinte melancólico. También están cargados de deseo
carnal, de culpabilidad y arrepentimiento. El corazón me da un
vuelco. Un placentero fuego invade mi sexo, e iba tan cachonda
y tan mojada que, me ruboricé.
Sus ojos cambiaron. Sus pupilas se dilataron, observándome
con intensidad. Y yo me deshacía mientras él me desnudaba con
la mirada. Me sentía vulnerable, manipulable y con ganas de ser
utilizada.
Le agarré de la nariz y lo acerqué a mí. Fui a darle un beso,
pero me quedé parada a un centímetro de su boca; había mutado,
ahora tenía cara de depredador, parecía un lobo a punto de saltar
sobre su presa. Era algo eléctrico y excitante a la vez. Mi cuerpo
quedó a la espera, expectante y temblando de ganas de colocarse
entre sus piernas.
—Perdona, pero tengo que hacer una llamada y aprovecharé
para desayunar mientras la hago: será solo un momento. Ahora
vuelvo.
Sus dedos rozaron mis sienes, y tuve que hacer un esfuerzo
enorme para no lanzarme sobre él.
Desde la puerta me lanzó un beso.
«Te desea tanto como tú a él», pensé mientras le veía cerrar
la puerta.

312
Todavía sentía un poco de somnolencia. Estaba cansada y un
poco aturdida.; esto último supuse que era por Milá, por lo que
estaba por venir o por lo que yo deseaba que llegara. Y pensé:
«Cómo podía cambiar la historia, a qué velocidad nos vamos de
un extremo a otro en la vida». Todo lo acontecido en las últimas
horas me provocaba un volcán de sensaciones, un mar de olas
que me subía a las nubes y me bajaba a la tierra sin darme un
respiro.
Me tocó un muslo y me inquieté. No le había oído entrar.
—¿Estabas dormida? Lo siento…, no estaba en mi ánimo
despertarte.
Deslizó su mano por todo mi cuerpo.
—He hablado con Rosa. Tengo todo el día entero para ti —
dijo mientras me acariciaba.
—¿Y cómo has justificado pasar la noche fuera de casa? —
dije estremeciéndome, temblando mientras hundía mis manos en
sus cabellos.
—Con la verdad. No necesito mentirle.
—¿Y qué verdad es esa…?
—La única que hay: le he contado lo que te ha pasado, punto
y final.
Que fuera tan escueto no me hizo mucha gracia.
—Pero… exactamente qué le has dicho: cómo has abordado
el tema.
Saca el móvil del bolsillo y se lo acerca a la oreja.
—Hola, ¿Qué tal estás?
Hace como que está escuchando la respuesta que su mujer le
está dando
—Sí, yo también estoy muy bien, gracias: tengo que contarte
algo.
Me sonríe mientras su ficticia interlocutora le habla.

313
—No… es una chica de mi equipo que durante la cena ha
sufrido una intoxicación alérgica bastante severa. Me voy al
hospital, debo acompañarla y asegurarme de que está fuera de
peligro. En cuanto sepa que está bien regreso a casa. Un beso.
Hace ver que cuelga, y dice:
—Eso fue lo que le dije ayer. Hoy…
Vuelve a colocarse el teléfono sobre la oreja.
—Hola… ¿estás bien? Espero que sí.
Finge que presta atención
—Sí, yo un poco cansado pero bien, gracias por tu interés.
Ella ya está fuera de peligro.
Se relame el labio superior.
—.Sí, claro, yo también me alegro. Iré a casa más tarde; aún
no sé a qué hora pero, en cuanto me sea posible, ahí estaré.
Guarda el móvil y dice:
—Lo que dijo ella no te lo reproduzco porque no hace falta.
¿Contenta? ¿Quiere esta señorita curiosa saber algo más?
—¿Estoy a salvo contigo?
Me muerdo el labio superior y le pongo ojitos; se va a quedar
conmigo y me muero de la impaciencia por llegar a casa.
Se abalanza sobre mí y me siento perdida, no sé qué hacer.
La realidad era que sí lo sabía. Los dos sabíamos que yo estaba
dispuesta a todo, y a él le urgía comprobarlo.
—No es el momento, ni creo que éste sea el lugar. Pero más
tarde… —le hablo tan cerca que puedo oler su necesidad—. Te
lo pienso dar todo. Sácame de aquí, y llévame, cuanto antes, al
hotel más cercano —no me reconocía en aquellas palabras; era
la cachondez la que hablaba, una ansiedad por tenerle que me
devoraba y consumía.

A media mañana me dieron el alta. Un segundo más, y ya no


hubiera respondido de mis actos. Él no había parado de hacerme

314
carantoñas; besándome y tocándome por todos los recovecos de
mi cuerpo, despertando todas mis fantasías. Mi cabeza no había
parado de elucubrar con cosas como éstas: «Le habría cogido el
sable para afilárselo con la lengua. O le hubiera tumbado en la
cama del hospital y le habría hecho el amor lenta y sensualmente
para que pudiera saborear y apreciar cada rincón, cada poro de
mi cuerpo. O le habría agarrado de los glúteos mientras se corría
y gemía por el placer que yo, y sólo yo, sabía darle».
Un celador me acompaña hasta la calle y va empujando la
silla de ruedas. Yo sigo divagando, jugando con mi imaginación;
¿acaso estoy enferma? Sí, pero de amor.
Al salir a la calle, le veo con su coche y recuerdo una cosa:
«Me acompañaba en la ambulancia. Y dos compañeros; uno con
su propio coche y otro con el de Milá, venían detrás». Esa es la
razón que me llevó a pensar que se marcharía nada más dejarme.
Al verme se baja del coche.
—Sube, guapetona.
Me humedecí los labios y le respondí con un gesto pícaro. Y
me acomodé lentamente, sabiendo que él no dejaba de mirarme.
Eso me excitó aún más.
Llegamos al hotel. Y una vez que tenemos la llave, y nadie
puede vernos, me besa con pasión. Sin dejar mi boca me coge en
sus brazos y sube las escaleras que separan el Hall del ascensor.
La habitación tiene terraza con vistas al mar y la cortina está
descorrida. Me acerco. No hay una sola nube, el cielo me sonríe.
Milá ha encargado, al servicio de habitaciones, que nos suban
un buen almuerzo. Me ha dicho que estoy en los huesos, y que a
él le gustan las mujeres con curvas, con tantas, que le provoque
un vertiginoso incremento de adrenalina. Después ha dicho: «Lo
primero es lo primero, que es comer. Y luego…».
Yo he suspirado y le he mirado anhelante.

315
Los nervios se me arremolinan en el estómago, me lo anudan
y lo cierran, impidiendo que pueda tragarme lo que tengo en la
boca. Entonces recuerdo que no he tomado nada desde anoche,
que he rechazado el zumo, el café y las tostadas con mermelada
y mantequilla que me han ofrecido esta mañana para desayunar.
—Si no te comes todo, te llevo a tú casa y me voy al trabajo;
y no es una amenaza, sino una promesa.
Me mojo los labios con la lengua y le pongo carita de pena.
—¿Y vas a dejar este cuerpo así, hambriento y sediento de ti?
—En serio, come solo un poquito, te lo pido por favor. Estoy
preocupado por ti: perdiste peso y no has vuelto a recuperarlo.
Y… lo que más me preocupa —dice con un tono más jocoso y
desenfadado—; ha desaparecido aquél culito que me traía de
cabeza, que me llevaba loco, que ponía firme mi pene en cuanto
lo tenía frente a mí.
Sonrío. Me siento halagada y hago un esfuerzo por acabarme
todo el almuerzo.
En el plato no queda una miga, lo he dejado tan limpio como
lo deja Príncipe. Y se lo coloco delante, para que me dé mi bien
merecido premio.
Está atendiendo a una llamada, pero lo mira y me sonríe. Y
mientras escucha, lo que quien quiera que sea le está diciendo,
me tira un beso con los labios.
Me coge en brazos y me lleva hasta la cama.
Nos desnudamos mutuamente, con prisas, con necesidad de
entrar el uno en el otro cuanto antes, de sabernos y reconocernos
como un sólo cuerpo.
Miro al suelo y veo toda la ropa arremolinada, desordenada y
tirada por doquier, dejada a la desesperada en un acto de amor,
de pasión e incluso de inconsciencia —había obviado algo muy
importante: él seguía atado, amarrado a unos papeles de los que
no sabía si pensaba desprenderse—. «No es el momento», me

316
dije, no quería pensar en tragedias. Ahora estábamos juntos, y
nos habíamos amado y entregado por igual. «Lo que tenga que
ser, será», me dije.
Al primer polvo nos habíamos entregado con celeridad, con
tanta urgencia que ni me había enterado; había sido un simple,
pero exquisito aperitivo. Y seguía muy hambrienta, anhelante de
ser penetrada de nuevo. Tumbados en la cama, en la posición de
la cucharilla, tiene un brazo echado por mi cintura y la mano
colocada en mi pecho.
—¡Siéntate! —exijo incorporándome. No puedo esperar más,
y decido tomar la iniciativa.
Me subo a horcajadas sobre él. Me penetro despacio mientras
mi lengua acaricia su boca. Le beso. Muevo mis caderas de un
lado a otro buscando la forma de tenerla toda dentro. Quiero que
mi sexo la engulla, la devore entera, quiero ese trozo de carne en
mi interior y gozarla a mi manera. Me muevo un poco rápida. Le
gusta. Nuestros cuerpos se templan, se arquean y se contraen
vibrando. Y se alargan recuperando la forma, transformándose
en una melodía celestial, en un baile pecaminoso al compás de
dos corazones furtivos.
En ningún momento tome consciencia de que era yo la que
me lo estaba beneficiando. Estaba encantada y gemía como una
gatita en celo. Y a cada espasmo contraía mi cuerpo, eufórica de
placer.
Me agarra el clítoris y lo aprieta con dos dedos.
—¡¡¡Dame… dame más, dame todo y dame duro!!! —grito
sin contención.
Acelera el ritmo.
—¡¡¡Sí… así…!!! —grité de nuevo.
Enterré mi cara en su cuello y aspiré su aroma varonil, ese
que tanto me ponía, y el mismo que me había faltado.

317
Gimiendo y jadeando me llegó un torrente de descargas. Fue
un desbordamiento de sensaciones que sacudió todo mi cuerpo.
—¿Quieres más…? ¡Tómala! ¡Recíbela y gózala que es toda
tuya!
—Ohhh… Ahhh… Si, si, ¡dame más! Llévame al paraíso.
—Córrete, Caramelito; déjate ir. Libera tu cuerpo de ataduras
morales. No hay nada que dos personas adultas como tú y yo, si
ambos lo desean, y nosotros lo deseamos, resulte indecoroso, ni
escabroso, ni indecente: es beneficioso y enriquecedor, créeme.
Entierra su dedo pulgar entre mis glúteos y lo va apretando,
encajándolo en el interior. Me besa.
—Si nos gusta… ¿tengo vía libre?
Mi respiración se aceleró hasta que noté que me faltaba aire.
Mi único deseo era que consumáramos el amor, aquella pasión
bajo las sábanas.
Su lengua vuelve a mi sedienta boca. Y ya estaba acelerada,
acalorada y receptiva cuando me giró para tomar las riendas de
lo que estábamos haciendo. Recolocó la almohada alrededor del
cuello, procurando que mi cabeza descansase cómodamente. Al
cabo, empujó con celeridad su miembro contra mi pelvis.
—Te voy a dar tan duro que…, cada vez que lo recuerdes, se
te va a poner el vello de punta y vas a desearme nuevamente. Te
voy a convertir en adicta a mí, a mis caricias: mi forma de follar
será tu evangelio a partir de hoy.
Hice oídos sordos, cerré los ojos y dejé que me empotrara. La
fuerza con la que imprimía los embates, y arremetía contra mi
sexo, me provocaba una agradable tensión en la columna, un
cosquilleo intermitente que ascendía y descendía hasta derretir
mi sexo y empapar su pubis con mis fluidos.
—Cuando te haga tocar el cosmos; lo tocarás en breve, quiero
follarte esa linda boca.

318
Su comentario me llevó hasta el orgasmo. Mi cuerpo tembló
en múltiples espasmos y me dejé caer sobre su cuerpo.
Él me abrazó fuertemente, como si no quisiera desprenderse
de mí, jamás. Me besó, y saliendo de mi interior se fue al baño.
Cuando mis ojos ya no alcanzaban a verle me coloqué boca
abajo, y abrí mis piernas para ventilar la zona.
—Mira que te traigo: está impoluta, reluciente y apta para el
consumo humano. Ah… y es muy rica en Omega 3 y no produce
colesterol.
Me giro de costado, apoyando la cabeza en la mano y con el
codo sobre el colchón. Bostezo —en los cuatro, o cinco minutos
que ha tardado en darse la ducha, me he quedado adormilada—.
Le veo arrodillado en la cama, sonriente. Me ha estado hablando
con su cosa a tan solo un palmo de mi cara.
—Ummm… —me relamo con lascivia—. Si de verdad es tan
saludable, y tiene tantas propiedades como me dices, no podré
rechazarla.
Se le iluminan los ojos. Me siento abrumada por tanta dicha,
aún no me creo que estemos juntos. Abro la boca para recibirla.
Estoy deseando que me la entregue. Quiero saborearla, retenerla
dentro hasta dejarla hecha un pingajo.
—Veo que tienes claro lo que quiero que hagas, chica buena.
Y… si te portas bien, te haré un regalo; el súper regalo.
En breves lametones la corrí, dejándola laxa y fuera de juego.
—Guau… guau… y requeté guau, Caramelito: eres una caja
de sorpresas. ¡Eres única! No soy de los que le gusta ir contando
intimidades; no me parece ético, pero eres buena, ¡muy buena,
joder! ¿Quién ha sido tu Maestro o Mentor?
Se ríe, dejando claro que la pregunta no es tal y que no espera
respuesta.
Aún así, decido contestarle:

319
—Tampoco soy partidaria. Me parece de muy mal gusto y no
tengo la intención de empezar a hacerlo ahora: valgo más por lo
que callo que por lo que cuento.
—Con que esas tenemos eh… Vale, acepto que la señorita se
guarde sus secretos para ella.
Me agarra de la cara y acerca sus labios a los míos. Me besa.
—Unos polvos más, como con el que me has deleitado ahora,
y te pongo un piso dónde tú quieras. Ah, y el anillo en el dedo.
«¿Qué significa eso de que te piensa poner un piso? ¿De qué
leche va la historia? ¿Únicamente te quiere para follar? ¿No va a
separarse», no dejé que el pensamiento, acertado o equivocado,
desbaratara éste mágico momento. Me tumbé, y le concedí unos
minutos para que se recuperase y me asaltara otra vez. Quería
que atropellase mi cuerpo con su potente y arrollador tanque.
Cuando llegué a casa, cansada, exhausta de tantos asaltos,
Azucena no estaba; ni ella ni sus pertenencias. No quedaba ni su
rastro, y la llamé. Al cuarto tono contestó:
—Dime guapísima, ¿cómo estás, ladina? ¿Qué tal ha ido con
tu Romeo? ¿Ha estado a la altura de las expectativas?
—Ha sido muy agradable. Estoy bien, en mi casa. Acabo de
llegar y ha salido a recibirme Príncipe, solito. Gracias por todo;
por estar aquí y por... Te quiero. Y volviendo al tema por el cual
te he llamado: has barrido toda huella de tu presencia. No queda
ni un rastro que evidencie que has estado viviendo aquí ni que
hayamos compartido cama y filete; a buen entendedor, pocas
palabras bastan. Te voy a decir una cosa que leí de no recuerdo
quién pero…, a ti te va al pelo: “Las buenas personas están
hechas de acero inolvidable”.
—Ohhh… Qué bonito. Me vas a hacer llorar.
—Pues… tengo otra que tampoco es mía, pero la voy a usar:
ésta te va como anillo al dedo.
—Estoy deseando escucharla, soy toda oreja.

320
—Conoces a cientos de personas y ninguna te deja huella, y
de repente conoces a una y te cambia la vida para siempre. Esa
eres tú. Gracias; nunca podré agradecerte, como te mereces, lo
que has hecho por mí. Nadie me demostró tanto… —me estoy
emocionando. Se hace un nudo en mi garganta y decido cambiar
el tema de conversación y llevarlo por otros derroteros—. Ah…
¿acaso has hecho una “espantá”? Al igual que hizo el tal Curro
Romero días antes de su boda con Carmen Tello.
—Te dije que era provisional, que te ayudaría a recuperar a tu
querido cirujano y después me iría por donde llegué; y eso es lo
que acabo de hacer. Te he demostrado, o así lo creo, que soy una
persona de palabra.
—Eres una mujer excepcional: casi me matas pero te quiero.
Gracias a ti he pasado el mejor día de mi vida.
—Entonces…, de ir a darte un buen revolcón, ni hablamos
¿no?
Se ríe. Tiene una risa escandalosa, estridente y contagiosa. Y
ocurre lo inevitable, acabamos riendo las dos.
Ella era plenamente consciente de que nuestra historia no iba
a ninguna parte; yo había sido su desahogo y ella mi consuelo. A
mí me gusta que la gente sea clara, que exprese lo que piense o
sienta. Azucena era mejor que eso; era nítida, transparente como
el aire.
—Bueno, bomboncito, nos vemos en el hospital y te cuento
—quiero despedirme. Príncipe me ha echado en falta y le tengo
ronroneando entre mis piernas. Debo cuidar de él y satisfacer
sus necesidades, que las mías están más que cubiertas.
—Ok, hasta mañana. Ya me cuentas y me dices más frases de
esas que me han puesto tontorrona. Ah, y si algún día tu doctor
no puede ir a ponerte la inyección, me lo dices, que desempolvo
a Fede y...

321
—Qué loca, esa puerta no la volverás a traspasar. Ah…, esas
frases tan bonitas, son las que circulan por whatsapp a diario.
«Menos mal que no estás aquí, que si no…», pensé. Azucena
había provocado una picazón en mi entrepierna.
—Ay, Aruba… Me conoces lo suficiente como para saber lo
que puede pasar si me lo propongo. Tranquila, de momento me
retiro a un segundo plano. Y seguro que, con nombrártelo, has
mojado las bragas. Yo también puedo decir que te conozco bien:
a mí no puedes engañarme, hemos estado piel con piel infinidad
de veces. Nos hemos dado placer mutuamente, deleitándonos y
saboreándonos hasta quedar saciadas. Y… —Tengo que dejarte,
besos corazón.
Colgué rápidamente. No podía seguir escuchándola; acabaría
viniendo aquí y no podía permitirme que irrumpiera de nuevo en
mi vida. «Uf…, de golpe, qué calor más tonto me ha subido».

322
Ni contigo ni sin ti
Milá me ha pedido tiempo y paciencia: el tiempo me sobra, y
la paciencia no me queda más remedio que hacerme a ella. Hace
dos meses que somos… ¿Qué somos? No tengo ni idea; es todo
es muy complicado. En mi casa no podemos quedar porque Milá
es alérgico al pelo de animal y se pone enfermo sólo con entrar a
esperarme en el recibidor. Luego está el hotel, pero ahí siempre
corremos el riesgo de que alguien le reconozca; y el caso es que,
por H o por B, no solemos quedar con la asiduidad que a mí me
gustaría.
El anillo; ese otro temita. Aún no me lo ha puesto en el dedo.
Estoy siguiendo la recomendación que me ha dado Azucena,
dice que es efectiva, pero ya veremos lo que pasa. En la cama no
le doy todo lo que quiere; me reservo lo que más le gusta y a lo
mejor ese es el problema. Siempre me veo en la tesitura de tener
que decirle: «Cuando seas únicamente mío, lo tendrás, nunca
antes». Él, que es muy listo, me lo rebate diciendo: «Cuando tú
me lo des, seré solamente tuyo, no antes». Intuyo que nuestra
relación es metafísicamente imposible, que no tiene intención de
dejar a su mujer. Estoy muy triste, mi cuerpo ha entrado en una

323
erupción de anhelos y emociones reprimidas y no sé qué hacer
con todo lo que siento en mi interior.
Sin saber cómo ni por qué, pienso en Fernando; un excelente
cirujano y una persona excepcional, como pocas. Y recuerdo las
sabias palabras que un día me dijo:
«La fidelidad no existe, es sólo cuestión de oportunidades:
te pondré un ejemplo para que lo puedas entender, y sería
éste; imagínate a un diabético. Él sabe que no debe comer
dulces porque que es peligroso para su salud y, si le ofreces
uno, lo rechazará sin más, eso es fácil. Ahora, imagina por un
momento que el individuo trabaja en una oficina y que cada
día encuentra encima de la mesa un trozo de tarta, una que
está buenísima y que además es la que más le gusta. Bueno,
pues pasaría lo siguiente: el primer día no la tomaría, y el
segundo puede que tampoco pero, el tercero se levantará de
bajón y se la comerá sin pestañear. Y sí, los remordimientos
llegaran después y se prometerá a si mismo que no volverá a
pasar nunca más —No ha estado bien y no se repetirá jamás,
lo juro—. Se dirá a sí mismo. Pero los días irían pasando y el
descubriría que no se ha enterado nadie y que nada ha
cambiado; que todo está bien a su alrededor. Y, lo peor, el
pastelito sigue estando a su alcance cada día y cada día le
sigue apeteciendo. Además, la culpabilidad se ha evaporado
—¿Y a quién le amarga un dulce?—. Eso es lo que se dirá a sí
mismo para justificar sus malas acciones. Y ahora es cuando
está perdido y el pastelito ha ganado la batalla; ha decidido
que se comerá el increíble dulce todos los días, que ese será
su pequeño secreto, que no comete ningún crimen, y que, en
lo sustancial, sigue siendo fiel a sus principios. Para justificar
lo injustificable, se dirá a sí mismo aquello de: «Ojos que no
ven, corazón que no siente».

324
Después de pensarlo mucho, y de haber estado refugiada en
casa de Ricardo durante unos días; desconectada del móvil y del
mundo que nos envuelve, al final, he tomado una determinación.
Espero no equivocarme: «el que no arriesga no gana». No quiero
decepcionarle; voy a darle lo que él quiere, eso que tantas veces
me ha pedido y le he negado. Y me he dicho: «Ya que lo haces,
hazlo a lo grande, con fuegos artificiales incluidos». Me voy a
hacer un tatuaje, sencillo pero contundente a la vez. Una simple
frase allí, justo donde la espalda pierde su casto nombre. Será
ésta: «Si estás leyendo esto, entra sin llamar; es para ti».
He quedado con mi amiga Sol Mar, quiero que me acompañe
a Castelldefels, al local de Oliver. He pensado: si alguien ha de
verme el culo, que sea él, que ya lo conoce.
Me recoge puntual. Estoy nerviosa por lo que me voy a hacer,
más aún, por lo que supone hacérmelo. También estoy deseosa
de enseñárselo al que en breve será mí marido. Ya… ya sé que
sueño, dejadme hacerlo.
—¿Estás segura de lo que quieres hacer? —me pregunta Sol.
—No sé, dímelo tú, ¿quién está segura de nada? —me encojo
de hombros.
Ella da la callada por respuesta, y yo me dejo absorber por el
tráfico observando a los conductores: «Aquél va hablando por el
móvil, muy mal. Aquella va pintándose los labios, qué loca está.
UY, pero qué asco, el hombre que conduce el jaguar rojo va
metiéndose el dedo en la nariz para buscarse las bolillas». Y, así,
buscando lo mal que nos comportamos al volante, llegamos a
nuestro destino.
—Pero… ¡Qué sorpresa más agradable! Hola chicas. ¡Cuánto
tiempo! —exclama Oliver al vernos entrar.
—Me alegro de volver a verte. ¿Qué tal, Oliver? —le saludo
estrechándole la mano y guardando las distancias.
Sol Mar le da dos besos. Se separa un poco, y dice:

325
—Estás genial, por ti no pasa el tiempo. Me voy. Te dejo a
mi amiga: trátala con mimo que enseguida vuelvo, chao.
Estaba él solo. Y pese a no ver a Claudio por ningún lado,
tampoco pregunté por él.
Me está tatuando la frase cuando me suelta de un tirón:
—Cuando acabe con la obra de arte podemos ir a la trastienda
y estrenarla.
Se le aceleró la respiración y la excitación que sentía se hizo
evidente. Deslizó su mano por mi piel, intentando meterla dentro
de mi braguita.
—El tren pasó una vez; y es verdad que subiste, pero también
te bajaste. E imaginé que o el vagón o el trayecto no eran de tu
agrado, y lo asumí como pude. Ahora es tarde y este tren tiene
dueño; el tatuaje es para él.
Me mira desconcertado.
—Recuerdo haberte dicho que soy mujer de un solo hombre.
—Cuando supe que vendrías, no pude evitar rememorar todo
el placer que me brindaste, e imaginé que podríamos repetirlo.
Te veía sentada a horcajadas sobre mí, desasiéndote en gemidos.
Sé que te he hecho daño, de lo cual me arrepiento: te quise, y te
quiero un montón. Te echo de menos, y cada día que pasa, más.
—Sí, sí; lo que tú digas. Y por eso corriste detrás de mí aquel
día, buscándome desesperadamente para disculparte. —Apoyo
la cabeza en el agujero de la camilla, y digo—: Ya sabes cuál es
tu trabajo; pues ponte a ello que estoy deseando que mi amor lo
estrene.

326
Si Mahoma no va a la montaña…

He quedado en el piso de Azucena. Ella está de vacaciones y


a mí se me ha curado la frase —puedo recibir guerra sin miedo a
la fricción de nuestros cuerpos—. Tengo que llegar antes que él,
debo prepararlo todo para la puesta en escena. Azucena me ha
pedido que le riegue las plantas y le ventile la casa; y he venido
a eso y a ventilarme a Milá.
Mientras la sorpresa se curaba, he ido de escusa en escusa
para no quedar con él. Diciéndole cosas tan variadas como éstas:
«Perdona, pero Ricardo está con fiebre y debo cuidar de él».
O esta otra: «Príncipe tiene diarrea y vómitos». Incluso le he
dado largas con ésta «Estoy con mi amiga la roja (la regla)». Y
podría enumerar mil más, pero tampoco vamos a perdernos en
nimiedades.
Le he metido una trola para hacerle venir hasta aquí. Le he
dicho que, al bajar una persiana se ha atascado, y ni sube ni baja.
Él ha asegurado que no entiende de esas cosas, que sus manos se
hicieron para otras, pero que, igualmente, se acercaría a echarle
un vistazo.
Abro la puerta envuelta en una toalla; al regar las plantas, lo
he hecho con tanto ímpetu que, me he salpicado de tierra y he

327
quedado impregnada de un desagradable olor a humedad. Y no
he sido consciente de lo tarde que se ha hecho hasta que he oído
el zumbido del timbre.
Ahí está él, cinco minutos antes de lo previsto y mirándome
mientras me sonrojo. «Me encanta que aún me haga sonrojarme
de vez en cuando; es sinónimo de inseguridad, de que nuestra
relación aún es novedosa. Me gusta», pensé mientras le sonreía
atolondrada y con el estomago lleno de cosquillas.
—¿Qué haces…? ¿Te acabas de dar una ducha sin mí? ¡Anda
que me has esperado! Te hubiera frotado todo el cuerpo y…
Mientras él me repasaba con la mirada, yo sonreía como una
boba —hace quince días que no nos hemos visto—. Cambié de
turno por razones obvias; las que vosotros ya conocéis y las que
él está a punto de descubrir.
Me estrecha en sus cálidos brazos. Huele mi pelo. Me besa;
es un beso agresivo, autoritario y dominante. Dejando claras las
bases del juego. Me muerde el lóbulo de la oreja izquierda —un
gemido brotó del fondo de mi garganta y tembló cada fibra de
mi ser—. Y me cuenta que ha pensado mucho en mí, que me ha
echado de menos, que me necesita más que a nada en el mundo.
Cuando me libera le miro atentamente. Tiene los ojos tristes,
apagados y con ojeras. Me agarra de la nuca y vuelve a besarme.
Su lengua se agarra la mía como un bebe lo hace al pezón de la
madre, con nerviosismo y un hambre voraz. «Pobre, ha sufrido
mucho. Eso es que te quiere, que ya no sabe vivir sin ti», me dije
mientras compartíamos fluidos. «Yo también he sufrido mucho;
infinitamente más que él. Le quiero, pero…». No, ahora no, me
dije. Ni quiero recordar recuerdos, ni voy a destrozarme así: voy
a reinventarme, a ser otra diferente.
—Quisiera darme una ducha porque…, supongo que vamos a
tener sexo ¿no? Y me gustaría tener “mis cosas” limpias.
—Supones bien. Adelante, te enseñaré dónde está el baño.

328
Estamos en la habitación de Azucena, sentados en su cama y
desnudos. Aún no ha visto mi espalda; me reservo la sorpresa
para la apoteosis final. Desde que hemos entrado no ha dejado
de besarme, primero la boca y luego el resto del cuerpo. Ahora
sus dientes están mordisqueando mi oreja, provocándome unas
descargas de placer y deleite que invaden toda mi zona erógena.
Otro gemido sube hasta mi garganta queriendo salir al exterior,
pero éste lo ahogo, tragándome la saliva y dejando que me siga
comiendo la oreja mientras va metiéndome mano. Y llega otro
beso, largo y apasionado, con apetito de un sexo inmediato. Su
ávida lengua pasea por mi barbilla y va bajando hasta llegar a mi
vulva. Allí se detiene y lame mi néctar. Me contraigo del placer
que me está dando. Y me acuerdo de… «Madre mía, cuando me
veas la espalda te va a dar algo».
Le da un descanso a la lengua y me agarra el clítoris con dos
dedos. Lo va masajeando como si abriera un monedero de los de
pellizco. Y me muerdo los labios para no gritar del gusto que me
provoca —también para no decirle que me dé la vuelta y que me
miré por detrás, que llevo premio y que es para él.
—¡Qué cosa más rica! No recordaba el sabor de tu piel —me
dice, mientras masajea con un dedo la entrada del tesoro al que
quiere acceder.
Sus dedos se paran en mi sexo. Lo penetran con un ímpetu
abrasador, mientras sus labios ardientes muerden mis pezones y
me transporta a un estado de excitación que no había sentido
antes. Mi cuerpo tiembla, recreándose en esa boca y esas manos
que tanto había anhelado.
—Quiero hacerte mía, entera y únicamente mía: ¡estás muy
buena! Perdona la ordinariez pero, no te puedes ni imaginar lo
excitante y halagador que es verte en ese estado de necesidad, de
cachondez hacia mí. ¿Quieres que te penetre ya?

329
Coge su miembro y lo aproxima a la entrada de mi mojado
sexo.
Asentí. Estaba loca porque lo hiciera.
No se hizo esperar y me penetró —quería darme su esencia,
compartir conmigo la sustancia de la vida—. Entró a las bravas,
con decisión e intrepidez; un solo empujón y tocó fondo.
Sentir como su pene me azotaba con embestidas implacables,
arrebatadas de un lógico raciocinio, me llevó a lograr mi primer
orgasmo. Sudaba vida por todos los poros de mi piel mientras él
se elevaba, para dejarse caer de nuevo, una y otra vez. Era tan
evidente que quería dejarse ir, para llegar al Zenit cuánto antes,
que me molestó un poco —me estaba dejando al margen. Sin
importarle si ardía o temblaba, si gemía o jadeaba de necesidad
por el fuego que él aún no había sido sofocado—.
Cuando aminoró la marcha me alegré. Sudaba y le latía fuerte
el corazón. Y aproveché el momento para decirle:
—¡Tómatelo con calma! Yo soy muy joven todavía pero…,
tú ya vas teniendo una edad que....
—Ah, sí. ¿Piensas eso de mí? —replicó él con un tono muy
sensual y sugerente—. Con que esas tenemos, eh… Pues te vas
a enterar, jovenzuela. ¡Prepárate!
Agarra mis caderas y entra y sale en una danza de embestidas
pausadas, lentas y graduales; dentro y fuera… fuera y dentro…
dentro y fuera…, a la vez que va mordisqueando el lóbulo de mi
oreja, y alternándolo con mis labios. Desciende a mis pechos y
los muerde con tal vigor y pasión que chillo; no sé si de placer o
dolor. Los deja estar unos segundos, pero vuelve a capturarlos, a
morderlos y a hacerme chillar.
Entré en un éxtasis continuo. Y no pude evitar darle libertad a
mis jadeos, y dejarles expresarse sin contención; sometidos y
coartados hasta ese mismo momento. Mis caderas cobraron vida
y se elevaron, uniéndose al ritmo que marcaba él. Me aferré a su

330
cuerpo con las dos manos, enganchándome y pegándome como
una lapa a una roca. A diferencia de las lapas, que se alimentan
de algas, yo quería alimentarme de su cuerpo, enlazándome con
doble nudo para que nada ni nadie pudiera separarnos.
Se excita y hace ruiditos. Le gusta cómo le busco. Me agarra
de las nalgas, me aprisiona entre sus piernas y acelera la marcha.
—Caramelito, ¿te gusta lo que te hago? Quiero ofrecerte dos
cosas y que te decantes por una de ellas: locura, o amor ¿qué te
pide el cuerpo en estos momentos?
«Me encanta como conduces mi cuerpo, como entras en mis
curvas y derrapas al entrar en contacto con mi humedad. Luego
das un acelerón, y al intentar parar te pasas de frenada y vuelcas
toda tu rabia en mi interior», pensé. Pero enseguida aterricé en la
realidad: ¿acaso no entendí la pregunta? Esperaba una respuesta,
o era una simple retórica; porque antes de que pudiera decirle de
que lo que quería era una locura llena de amor, me había cogido
la cara atrayéndola hacia la suya y buscando mi boca. Mientras
me besaba, convirtió los dulces abordajes en violentos ataques.
Su cuerpo chocaba contra el mío con una ferocidad increíble. En
una de esas, recibí un arañazo en medio de la espalda.
—Ahh… ¡¡qué daño me has hecho, ves con cuidado!! —dije
de mala manera.
Esperaba escuchar un: «lo siento mucho, amor, ha sido sin
querer. Discúlpame, me sabe muy mal. Tranquila, que no
pasará más». Pero no, además de no disculparse, me arañó
nuevamente. Esta vez a propósito, bruscamente y consciente de
lo que hacía, aún a sabiendas de que no me había hecho ninguna
gracia.
—¿Estás tonto…? ¡Si lo vuelves hacer, me voy!
No dijo nada. Simplemente sonrió y volvió a arañarme. No
le importaba si me estaba molestando o no. Parecía disfrutar con
mi dolor. Me ofusco. Una terrible escena vuelve a cámara lenta

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a mi mente, mi corazón late a mil por hora. «Vete, deja de vivir
en mí para que yo pueda vivir en otra persona». Con disimulo,
sacudo la cabeza para ahuyentar el miedo que habitaba en mí. Y
tengo la extraña sensación de que ha perdido el control; el placer
le vuelve un animal irracional, ¿era eso, o qué pasaba? ¿Acaso
era necesidad extrema hacía mí? Quería que no se repitiera, pero
le sentía tan profundo y tan intenso que no le recriminé.
Cuando ya me había tocado mucho las narices, decidí que me
iba a tomar una pequeña licencia —un poco de venganza nunca
está de más—. Agarré con mis dientes el óvulo de su oreja y
apreté con todas mis fuerzas.
—Así que, esas tenemos, eh… ¡Te vas a arrepentir de lo que
has hecho!
Se humedeció un dedo y acarició la entrada del regalo. Muy
despacio lo fue introduciendo hasta que entró todo. Apreté los
dientes hinchando mis mejillas; inhalando y exhalando, mientras
él trabajaba los dos frentes que tenía abiertos.
—Quiero violentarte esa boquita con mi súper espada laser.
Me sobran muchas descargas, la tengo… —me mira con ojos de
triunfador, del cazador que ha logrado la presa, esa que querían
todos los contrincantes pero que se ha llevado él. Y ahora, todo
orgulloso, la exhibe colgada del cinturón—. ¿Te doy miedo?
—No… ¿acaso debes dármelo? Si crees que es así, ponme a
prueba.
Le brillaban los ojos de una manera asombrosa. Parecía estar
gratamente sorprendido, fascinado a la par que desconcertado.
Le miré, fijándome bien y observándole con mucha atención. En
sus ojos intuí una parte oscura, un deseo peligroso —o era eso, o
yo tenía mucha imaginación, que también era probable—. Me
estremecí de pies a cabeza.
Se sentó en la cama con los pies en el suelo, esperando a que
diera el paso siguiente.

332
Sin pensarlo, me bajo de la cama y me arrodillo ante él. Me
temblaban las piernas por la excitación a la que me sometía mi
prometido; bueno, todavía no lo era pero, después de hacerle la
mejor mamada de su vida, y de regalarle la puerta de atrás, caerá
rendido y me lo pedirá. Sin darle tiempo de reacción, la tomo
con mi boca. Él exhala, se tensa y suelta un gemido. Succiono
lentamente su hinchado glande, se estremece. De su boca escapa
un ruidillo de satisfacción. Rodeo la erección con la mano y me
ayudo para liberar su carga. Acariciando su pene con mi lengua,
y agitándolo con mi mano en un intenso y constante vaivén,
recordé algo que leí de Ralph Waldo Emerson en mi época
estudiantil: «Es mucho mejor haber amado y haber perdido
ese amor que no haber amado nunca». Y eso me dio fuerzas
para ir más lejos. La emprendí con ella, dándole unos lengüeteos
rápidos y profundos hasta que llegó al fondo de mi garganta. Él
gruñía y yo aceleraba más.
—Guau, Caramelito, ¡qué boca tienes, por Dios! Que no se te
pase por la cabeza dejar de chupar hasta que diga basta.
Freno, me detengo en seco. Emerson, también dijo: «Ama y
serás amado/a». Yo amaba, y quería ser amada por él. Mi sexo
ardía, crepitaba y chisporroteaba igual que lo hace la madera al
consumirse en la estufa de leña.
Me agarra la cara con fuerza, hundiendo sus dedos en mis
mejillas.
—Ni se te ocurra parar ahora, te daré lo que me pidas pero no
pares —farfulla entre dientes.
Le sonrío. Él me sostiene la mirada y se oscurecen sus ojos
claros. Entonces digo:
—No, no quiero que te corras. ¡Fóllame! Hazme tuya.
Me incorporó y me dio un beso fugaz. Después la introdujo
de golpe. Me estremezco, o mi vagina estaba muy apretada o era
su miembro; demasiado duro, y excesivamente grande para que

333
entrase sin ningún preliminar. Me estaba molestando pero, aún
así, me lo callé porque pensé: «Lo otro será mucho peor, así que,
ve calentando motores».
Pasada la euforia del asalto, sus dientes atraparon mi clítoris
tirando de él, soltándolo y lamiéndolo mientras yo me retorcía
de gusto. Su lengua recorría mi sexo lamiéndolo una y otra vez.
—Ummm… —murmuré cuando me llegó el orgasmo. Unos
agradables espasmos sacudían mi cuerpo deleitando todos mis
sentidos, provocando que me contrajera y me mantuviera pegada
a él.
Él aún no había llegado a alcanzarlo. «¡¡Qué empiecen ya los
fuegos artificiales!!», pensé.
—Tengo algo para ti: es personal e intransferible —mira a su
alrededor buscando un paquete—. No, no busques que lo llevo
puesto —me mira sin entender una palabra; estoy desnuda—.
Espero que te guste, que lo disfrutes mucho y que te dure, que
no te canses y lo abandones; abandonándome a mí —me giro
para mostrarle el tatuaje.
La visión lo dejó ojiplático. Sonrió; no daba crédito a lo que
veían sus ojos.
—Ay… ay, mi amor. Si no sé ni que decir. Bueno sí: ¡cómo
no voy a quererte, si me tienes loco!
Se acerca aún más y pone cara de pícaro. Y le va cambiando
la expresión hasta que su cara es más de preocupación que de
alegría.
—¿Te lo has hecho para mí? Debe haberte dolido mucho: ¿te
lo has curado bien…? ¿Sabes que es muy peligroso y se infecta
a la primera de cambio?
—Respira, que te vas a ahogar. Hablas mucho y actúas poco
¿lo sabes…? Y la fuerza que deberías dejar para poder emplearla
en cosas más lucrativas, se te va escapando entre una palabra y
otra.

334
Vuelve a besarme, de la misma manera y siguiendo el mismo
ritual al que me tiene habituada; jugando con su sabrosa lengua,
paseándola por mi boca sin dejar un rincón libre de exploración
—tengo la sensación de que ha puesto la lavadora en marcha, en
el programa de centrifugado—. Con sus manos puestas en mis
nalgas, las aprieta como diciéndome: «Son mías, me las acabas
de regalar y ahora me pertenecen».
Me quedo quieta, y pienso: «Ahora la pelota está en tu tejado,
te toca mover ficha. ¿Qué vas a hacer?».
La respuesta es inmediata. Me abre las nalgas y me azota con
su miembro.
Me estoy imaginando lo que viene a continuación —cómo no
voy a imaginarlo, si es un obsequio mío—. Y aunque esta vez
estoy propiciando que pase, y creo que sí quiero dárselo, aunque
no esté muy segura de que me vaya a gustar, no puedo evitar
que los malos recuerdos martilleen la cabeza llenándola de unas
secuencias de imágenes, de flashback que no puedo olvidar por
mucho que me empeñe —y mira que lo intento con todas las
fuerzas de que dispongo—. Son unas diapositivas en blanco y
negro que van pasando una a una sin darme tregua. Son sucias,
inmundas, contaminantes y destructivas que están teniendo unos
efectos perniciosos en mi ya quebradiza y endeble salud mental.
Tiemblo y me estremezco de pies a cabeza. Me irrito. No puedo
más, estoy harta de los fantasmas que quieren dominar mi vida
arruinándome la huida hacia delante. «Hoy no habrá cabida para
vosotros. Os digo adiós; “bye, bye”. Ya es hora de soltar lastre y
decir hasta nunca».
Milá está tan… a lo suyo, que no se da cuenta de lo que me
está pasando. Se humedece los dedos y los acerca al juguete que
le he regalado. Lo acaricia y lo va lubricando con el jugo que va
dejando ir mi sexo. Cuando cree que está a punto, introduce un

335
poco su dedo. Lo mueve y lo introduce un poco más. Otro tanto
y lo mueve… Así va insertándolo centímetro a centímetro.
Noté que algo más grueso me entraba allí; me había metido
dos dedos y el modus operandi era el mismo; los introducía un
poco y esperaba durante unos segundos. Al cabo los apretaba un
poco más y los encajaba moviéndolos con suavidad.
—Estás lista. Caramelito, ¡túmbate!
El tiempo pasa y él sigue meciéndose dentro de mi sexo. De
momento no ha intentado conquistar mi retaguardia con su pene.
Abro los ojos, necesito verle. Contemplo su cara de placer, y me
doy cuenta de que me basta mirarlo para que se me acelere el
pulso y el corazón me aletee alegremente dentro del pecho. ¿Eso
es el amor, no…? Y según he oído decir: esa es la sensación que
produce el enamoramiento. No me acuerdo; ha pasado tiempo y,
tantas cosas que necesito borrar que, muevo mis caderas contra
su cuerpo de una forma frenética —dicen que un buen orgasmo
obra milagros, y voy a la captura del mío—.
Me agarra el clítoris y me lo pellizca suavemente mientras yo
sigo frotándome contra él.
Me llega el orgasmo y…
—Ahhh… Ohhh…
Poco a poco, los jadeos que en ese instante iban llenando la
habitación —me atrevería a decir que toda la casa retumbaba por
el eco que emitían nuestros sonidos—, se convierten en gritos de
puro y exitoso éxtasis. Sentía como la tensión que el placer me
causaba crecía y se iba concentrando en mi bajo vientre.
Una mano me sujeta con fuerza mientras la otra hunde sus
largos dedos en el interior del regalo.
Creo que ha llegado el momento, ahora sí. Me asaltan las
dudas. Me agobio, y digo:

336
—Amor, aunque voy a dejar que disfrutes de tu regalo, y con
esa intención me lo he dejado tatuar, tengo que pedirte una cosa,
una sola: no me hagas daño.
Sonreía socarronamente y se mordía el labio con lascivia. Sus
ojos me indicaban que haría lo que le viniera en gana, que estaba
acostumbrado a salirse con la suya, siempre.
Agarra con fuerza a mis caderas, desoyendo lo que he dicho
y…
Llegaron mis fuegos artificiales; un arcoíris a todo color me
recorría y corría. Y grité:
—Ohhh… Ohhh… Ahhh…
—Ves como no es para tanto, tontita. Si te ha gustado mucho;
¡sabía que sería así! Que mi cosa dentro de tu…
Me pellizca.
—¿Vas a reconocerlo, lo admites? Estabas encantada, ¿a que
sí? He mantenido los ojos abiertos y tú cara lo decía todo.
—Acaba, por favor. Me molesta un poco.
Para de moverse pero la mantiene dentro. Con las dos manos
separa mis nalgas y las abre bien, me gusta. Le sonrío. Me besa
mientras las mantiene así, separadas y con su pene dentro.
—Gracias, soy alérgica al dolor —digo con ironía.
—De nada, y no me las des que no las merece. No quiero
hacértelo; ni soy un crápula ni llevo una vida licenciosa. Pero he
dejado de bombearte porque estoy a un tris del orgasmo, a punto
de correrme y no quiero hacerlo todavía: no volveré a meterme
ahí —se le ensombrece la mirada y, muy serio, dice—: Creo que
puedo adivinar lo que estás tramando a mis espaldas y no lo vas
a lograr; no me gusta ser manipulado. El chantaje emocional no
va con mi persona: no soy marioneta de nadie, y mucho menos,
tuya.
—No eres justo conmigo, qué va, para nada. Si no todo lo
contrario, eres injusto y muy cruel: tú estás casado; por si no lo

337
recuerdas. Yo no me debo a nada ni nadie; soy un espíritu libre
entregándote lo que quieres, lo que dices que más te gusta de mí,
o de todas; ya no sé qué pensar de ti. Y puede que esté urdiendo
algo, no voy a negártelo, pero sé quién soy y que quiero. ¿Quién
eres tú, dime…? ¡¿Quién eres tú y qué quieres?! —chillo muy
indignada.
La respuesta fue un chupetón en el cuello. Estaba furioso y
descargó toda su frustración en mí; seguramente me quedará una
enorme y oscura marca.
—Tu dueño: soy tu señor y carcelero —dijo al cabo—. Me
gusta marcar lo que es mío, y tú eres mía, ahora y para siempre;
y eso me da derecho a hacerte lo que me plazca. Has venido por
voluntad propia, ¿debo recordártelo? Y te has hecho un tatuaje
tentador, incitador y provocador como él sólo. Es increíblemente
sexy, extraordinario, y con unas órdenes explicitas y especificas.
¿Crees que puedes enseñármelo, ofrecérmelo y quitármelo, todo
en el mismo día? No, no, no y no; rotundamente no.
Me mira los pechos. Se relame.
Su actitud me desconcierta, y pienso: «A qué está jugando».
Uf, pero esa manera de pasarse la lengua por el labio aviva mi
calentón. Debería haberme enfadado, demostrarle ipso facto que
no me conformaba con ser un trofeo más en su estantería, que
ser la única no era una opción, era una prioridad y lo primordial
en mi vida. Y eso me hizo tomar la decisión: «¡Cuánto antes me
largue, mejor!», pensé al tiempo que me deshacía de él y me
levantaba.
—¡Vuelve a la cama!
—¿Qué…?
—Que vengas aquí, a la cama conmigo, ¡ahora mismo! No
recuerdo haberte dicho que puedes levantarte.
—No necesito que tú me digas lo que tengo que hacer o dejar
de hacer: y no, no pienso volver a la cama. Me voy.

338
—Te he dicho que vuelvas a la cama, ya… —decía despacio,
intentando mantener la calma—. Podemos hacerlo a mi manera;
tranquilamente, o a la fuerza si me obligas. Dime: ¿qué método
prefieres? —dijo en tono imperativo.
Su actitud me parecía infantil; quería demostrarme que tenía
más fuerza física que yo; eso era obvio. Pero yo tenía un arma
más potente; el poder de seducción. Sabía que iba por el buen
camino y eso me excitó, y mi sexo se mojó de inmediato —qué
me hacía para que le deseara tanto—. La necesidad de tenerle en
mi interior era superior a las ganas de salir por patas. Quería
sentirle más cerca, tener su piel sobre la mía, dentro de la mía;
me estaba volviendo majareta.
—Ven, te lo ruego. Vas cachonda; puedo olerlo desde aquí.
Me sentí abochornada y me sonrojé —hasta el pelo se volvió
de color rojo—.
—Creo que será mejor que te marches; tú y yo no queremos
lo mismo. No estamos en la misma onda y no conectamos.
Suelta un bufido de exasperación.
—¡Olvídalo, ni lo sueñes! Ven, tú y yo tenemos que hablar.
Entorno los ojos y me acerco despacio.
—Vale, tienes dos minutos; dispara.
—Uff… me siento halagado. Tanta generosidad me abruma.
Me agarra de los pómulos —igual que hace el gato con su
presa antes de devorarla—. Me clava los dedos, hundiéndolos
hasta tocarme las muelas. Busca mi boca con los dientes y me
muerde el labio tirando de él, forzándome a abrir la boca para
meter su lengua.
Jugando y jugando, se le pone dura de nuevo. Está peleona y
con ganas de atacar el fuerte. Pellizca mis glúteos y empuja, y
empuja, y empuja, y empuja… Se mueve intensamente, gusto y
dolor, gusto, dolor, intenso placer…

339
Me llega otro orgasmo, pero este lo ahogo en la almohada y
la muerdo con fuerza. «Ohhh… Ohhh… Por Júpiter ¡qué gusto!
No quiero correrme, ¡aún no…!», pensaba.
Acerca sus labios a mi oído.
—Puedo sentirte. Te he dicho que no puedes engañarme; tus
músculos se han contraído de placer, no me lo niegues.
—Me siento presa de ti y de tus encantos, pero...
—Lo eres —murmuró anunciándome la inminente penetrada.
Separé aún más las piernas y levanté la cadera para recibirlo
profundamente en el interior de... —creo que no hace falta dar
detalles de la zona a la que él pretendía acceder—.
Él se entregó, y se perdió por completo en el fuego que ardía
entre ambos.
—Ah… Ah… Oh…—dice echándose a mi lado—. Ha sido…
—me mira, y dice—: Si te vieras la cara de placer que tienes
ahora mismo, te ruborizarías. Estás sensual, morbosa. Eres tan
bella y tan seductora que…
Me besa en la frente. Se aleja un poco, me mira fijamente y
se le escapa una carcajada.
—Un hilillo de saliva está delatándote. Aunque no te lo ves,
seguro que debes notarlo: va bajando lentamente por la comisura
de tus labios hasta morir sobre la almohada. ¡Estás para hacerte
una foto y colgarla en instagram!
—Arggg… Si me haces algo así, o parecido, te mato —digo
bromeando.
—Quiero confesarte algo…
Al oírle decir esto, mi cuerpo se sacude en algo parecido a un
temblor; seguramente, va a decirme que ha sacado lo que quería
de mí y que no volveremos a vernos, que él se debe a su esposa,
que todo ha sido muy bonito pero que lo nuestro es imposible,
que soy un ser maravilloso que me merezco algo mejor que él, y
que todo tiene un final y el nuestro nos ha alcanzado.

340
—¿Me estás escuchando?
No, no escuchaba. Había desconectado porque mi cuerpo se
debatía en un mar de dudas mientras mi corazón se aceleraba.
—Perdona, ¿qué me quieres confesar?
—Algo que un día omití, o no quise reconocer: ¿recuerdas la
mañana que entraste en quirófano con el pelo cortito?
Le miro extrañada, cómo no voy a recordarlo si estaba loca
porque él me viera.
—Sí, y…
—Estaba muy enfadado contigo, me dejé llevar y… —Sí, ¡lo
recuerdo perfectamente! Y también recuerdo que ni te dignaste a
mirarme —estaba irritada, no esperé a que él acabase de hablar y
le interrumpí, dejándole con la palabra en los labios. Sé que si lo
hizo; me miró y remiró, pero quiero que lo reconozca. Le hago
un gesto, y el empieza a decir—: Me puse más cachondo que un
mandril en primavera. ¡Mírala, ella también lo recuerda!
El asunto revive, recupera vigor.
—¿Dispuesta…? —pregunta. Eleva mis caderas sujetándome
por las nalgas y hunde su lengua en mi sexo.
—Ahhh… Ummm… —jadeo desbordada por el placer.
Después una la sesión de acoso y derribo, y dos orgasmos a
lengüetazos, le digo:
—Ven, pasa a coger tu regalo.
Me besa.
—Si estás dispuesta…
Me coloco boca abajo y me abro de piernas. Él se acomoda
poco a poco. Me quejo:
—Ah….
La realidad era que me gustaba, que me estremecía de placer,
pero no quería reconocérselo; prefería que él pensara que estaba
haciendo un gran sacrificio, y todo por él, para satisfacerle y
complacerle en todos sus gustos.

341
Mi cuerpo temblaba como una hoja en otoño cuando está a
punto de desprenderse de la rama, de decirle adiós para siempre.
Con los ojos cerrados busco la punta de la sábana y me cubro. Él
la retira y me separa las piernas, entrando aún más en mí. «Es
culpa tuya y solo tuya, eres tonta», me diría Azucena. Y luego
añadiría sin ni siquiera un titubeo: «Eh… ¿te lo dije o no te lo
dije? Sí, te lo avisé: te advertí que era contraproducente que le
dieras todo, que él no era libre y no lo merecía. De hecho, no te
merece ni a ti. Y tú vas, y se lo das; has perdido la cordura. Y le
has proporcionado un entretenimiento al que no va a querer
renunciar con facilidad. Lo usará hasta el día que se canse, o lo
reemplace por otro y, ¿qué harás después? ¿Qué pasará cuando
se canse de la novedad?». «Pues, cueste lo que cueste, pienso
averiguarlo», me digo.
Me agarra de la cara y la gira para él. Abro los ojos y me
sonríe. Le devuelvo la sonrisa y me muerde el labio superior.
Después hace lo mismo con el inferior. Lo lame, lo mordisquea.
Mis pezones se ponen más duros que el granito.
—Méteme dos dedos en la rajita, quiero tener otro orgasmo.
—Cierra los ojos, tengo algo mejor para ti.
Aferrado a su regalo, pegado cómo una lapa a él, busca algo
entre sus ropas.
—Abre bien las piernas, que yo también he traído un regalito.
No puedo créemelo; llevaba un pene de silicona en el bolsillo
del pantalón y me lo ha metido en vagina. Me ha explicado que,
éste, en concreto, tiene tres posiciones: la primera muy suave, la
segunda veloz y la última sin control. Está en modo suave pero,
me ha dicho dice que, al llegar a la última, me voy a tener que
agarrar fuerte a él o, de lo contrarío, saldré despedida a toda
leche de la cama. Me he reído como nunca. Y cuando se me ha
pasado, ha dicho en tono solemne y sentenciador: «El que avisa

342
no es un traidor. Ríete menos y agárrate más». Y ahí, sí que
ya me he descojonado de la risa.
—Bueno, Caramelito, creo que ya nos hemos reído bastante;
sobre todo tú —intento ponerme seria, y aprieto fuerte los labios
mientras él dice—: Muévete al ritmo de antes, que voy a hacerte
subir y bajar de la noria hasta que pierdas el sentido. ¡Verás que
pedazo de orgasmo te voy a regalar!
Mi cuerpo basculaba arriba y abajo. Y me sentía plena, llena
por completo. Mi cuerpo era atacado por todos los frentes —si
de una guerra se tratase, sería por mar, tierra y aire a la vez—.
El primer frente, atacado y conquistado, es un pene insaciable en
el regalo, seguido de un vibrador en mi sexo y, para acabar, una
lengua juguetona en mi boca.
Tras incontables movimientos, arqueándome a cada choque
de pelvis, mi cuerpo entró en desenfreno y perdí el control.
—Uhhh… Ayyy… Ohhh… Ahhh… Uyyy…
Él tampoco pudo controlar la situación y se dejó ir. Por fin se
había corrido; este hombre tenía más aguante que Rambo en sus
películas —espero que haya sido suficiente por hoy, o al menos
por un rato; me tiene exhausta, sin aliento y con principio de
agujetas—.
Cuando se dejó caer a mi lado estaba sudoroso. Su corazón se
debía oír en toda Barcelona; se lo había currado de lo lindo, era
un animal en la cama, una fiera con un hambre voraz.
Nos dimos una ducha larga y relajante, sin ninguna prisa. Yo
le enjabonaba el cuerpo con las manos, pasando por su parte
íntima y frotándola con esmero. Y cuando llegó su turno metió
sus dedos, previamente enjabonados, en mí. E inevitablemente
pasó lo que tenía que pasar; acabamos comiéndonos la boca y lo
que no era la boca.
Mi cabeza no paraba, necesitaba saber si había conquistado el
castillo, o yo misma me había hecho prisionera de él.

343
Para cuando regresamos a la cama tenía la cabeza a punto de
estallar de la presión que tenía sobre mis hombros. Tomé aire y
me vine arriba.
—¿Piensas divorciarte?
Me miró frunciendo el ceño. Debía estar preguntándose: «¿A
qué viene esto ahora?».
—No me has devuelto el anillo, ese que nunca me diste, por
cierto. Necesito saber en qué punto estamos ahora; no quisiera
presionarte pero…
—Y a mí no me gustaría convertir esto en una guerra sucia e
interminable que no nos lleve a ningún sitio —empleaba un tono
desagradable, bronco. Era evidente que le había cabreado con lo
que le había dicho—. Aunque ya te lo he dicho, te lo volveré a
repetir las veces que haga falta: hasta que no tenga las cosas
claras, no le entregaré los papeles. Y esto es innegociable. Y ya
puedes… regalarme la luna, si es que la consigues, que si no
resplandece como yo quiero no moveré un solo dedo. Me estás
poniendo de muy mala leche y no quiero seguir hablando de este
tema, me cansa y me aburre; me quita hasta las ganas de vivir.
Me contengo para no echarme a llorar. Tengo un nudo en la
garganta, y tengo que tragar saliva para poder decirle:
—Hace un rato me sentía entusiasmada, llena de amor y con
la esperanza de empezar un proyecto contigo lo antes posible.
Quería que viviéramos juntos y disfrutar de una vida en común;
una vida renovada y llena de chispa, de deseo y mucha pasión.
En definitiva: de ilusiones y anhelos compartidos. Pero creo que
he sido demasiado benévola contigo; me he vuelto a equivocar
por enésima vez. Pobre de mí, qué crédula, inocente y estúpida
soy —sonrío amargamente y añado—: Ahora ya puedo decir
que me la han metido doblada; ve con Rosa, tu querida mujer te
estará esperando. Aquí ya no te queda nada. Te he entregado lo
que querías; ¡vete, no pierdas más tiempo!

344
—Somos dos adultos y no ha pasado nada que tú no hayas
deseado. Tu culito parecía un besugo con la boca abierta en
forma de o, en mayúscula. «Quiero gambitas, dame gambitas,
más gambitas…», oía que estaba diciéndome. Por tanto, me dio
a entender que estaba encantado con la sesión de sexo que le
estaba regalando. Conmigo te has equivocado de punta a punta,
no soy de los que le gusta que le monten escenitas de celos; odio
las inseguridades. Me gustas mucho. Y creo que te lo he dicho
infinidad de veces, pero te lo repito por si lo has olvidado: me
gustas más que comer con las manos, y sabes que es mi mayor
debilidad. Y ahora voy a hablar de tu regalo: es lo mejor que me
han regalado en la vida pero…
Me di la vuelta dándole la espalda, estaba muy rabiosa y no
quería seguir escuchándole. ¿Me gustas mucho…, ha dicho eso?
¿Qué puñetas significa que le gusto mucho? No quiero gustarle
ni que me desee. Sólo quiero que me quiera y que me pida en
matrimonio.
Me agarra de un brazo. Me quedo quieta durante un instante
para calibrar qué es lo que más conviene en estos momentos.
Debo mirar por mí, por mi bienestar. Y sé cuál es su posición;
bien que se ha encargado él de dejármela clara. Está todo dicho,
todo hecho y acabado entre nosotros. Tiro fuerte y me suelto.
—Lo siento, no quería que esto acabara así: en realidad ni
quiero que termine, pero…, tengo una reputación. Un Status
que… —¡¡Ah… muy bien!! —Interrumpo a gritos—. ¿Y qué
soy yo…, tu fulana? ¿Tu juguete? ¿Un nuevo entretenimiento?
¿Otra de tantas? ¡Vamos…, no me jodas! —Alzo aún más la
voz, y digo—: ¡¡Vete!! ¡Piérdete de una puñetera vez! Sal de mi
vista que, no quiero volver a verte nunca más.
Me abraza y me coloca en posición cucharilla. Quise decirle
que me dejara, que no me tocase más, que me repugnaban los
tíos como él. Pero selló mis labios con los suyos y nos fundimos

345
en un ardiente beso. Cerré los ojos; le necesitaba tanto como el
pez necesita al agua para vivir. «Deja que te ame por última vez;
lo perdido, perdido está», pensé.
Muerde el lóbulo de mi oreja; me conoce bien y sabe que eso
me deja totalmente desarmada. Baja su mano hasta mi sexo y la
deja ahí, quieta y laxa. «Está esperando tu reacción. Te desea, es
evidente, pero le da miedo que le rechaces porque golpearías lo
más le duele, su varonía. No te muevas, que sea él el que tome la
iniciativa. Y si no es así, te levantas y te marchas». Me debato
entre lo que siento y lo que debería sentir.
Nos dimos un beso largo y jugoso. Me muerde la oreja y se
apretuja contra mí, junto a mi espalda. Su miembro cobra vida,
se muestra muy inquieto y apuntando a su juguete. La atracción
era tan fuerte que mi cuerpo deseaba que me hiciera el amor por
todos los rincones de mi cuerpo.
—Poséeme… quedémonos haciendo el amor. Hazme lo que
quieras, soy tuya.
Mi lengua busca su lengua, y se unen formando círculos.
La respuesta llegó casi de inmediato y pude notar su abrupta
erección contra mi espalda. Sus manos se deslizaron por toda mi
columna hasta mis nalgas. Las agarró con las dos manos y tomó
su regalo con un suave empellón. Los dos estábamos de lado y
eso le facilitaba las cosas. «Esta vez voy a currármelo, aunque
me quede sin aliento, y voy a dejarte el mejor sabor de boca de
tu vida. ¿Quieres juego? Pues adelante, juguemos, pero has de
saber que esta partida es mía».
—Caramelito, quiero hacerte una proposición —no me lo
puedo creer; está dándome mandanga y quiere proponerme algo.
—Soy toda oídos.
—El viernes, cuando salgamos del hospital, puedo recogerte
en mi coche y llevarte a mi casa; quiero pasar el fin de semana
contigo. Rosa no estará; se va a casa de sus padres, a Tarragona,

346
y dispondremos de todo un fin de semana para... Bueno, deberás
entrar en el maletero; si te viera algún vecino…
Me giro hacia él y le dedico una falsa sonrisa, enseñándole
todos los dientes. Al cabo, con toda la hipocresía del mundo, le
digo:
—Ya veremos, no lo sé; me han propuesto algo interesante
pero aún está en el aire. Ya te diré.
Fue deslizando su mano hasta mi clítoris, ejerciendo un ligero
masaje y marcando círculos con los dedos. Y a medida que iba
acelerando, mi respiración se entrecortaba y se erizaba mi bello.
—Me vuelves loco, Caramelito. Me gustas y no quiero que
esto termine aquí; quiero seguir viéndote, saber dónde nos lleva
tanta pasión.
—Yo también deseo verte más, mucho más. Y me muero por
pasar mi tiempo contigo pero…
Hizo un intento de besarme y le rechacé. Volvió a acercarse,
lamió mis labios y mi sexo reaccionó. Sentí un fuego abrasador
y se me escapó un gemido. Se apartó y me colocó mirando a la
ventana, de rodillas y de espalda a él. Y su cabeza se coló entre
mis piernas y su lengua entraba en mi vagina mientras yo gemía
y me movía buscando placer.
Me besó. Me penetró nuevamente. Cada vez se movía más
deprisa.
La adrenalina inundó mi cuerpo —era como estar al borde de
un precipicio decidiendo si saltar o retroceder—. Jadeábamos y
nos dejábamos llevar por una corriente eléctrica que pasaba de
mi cuerpo al suyo, y luego volvía al mío y notaba cómo nos
atravesaba a ambos. Era increíble, maravilloso…
Cuando llegamos al clímax, estaba a punto de enloquecer, fue
al unísono. Ambos, soltamos un largo e interminable gemido.
—Tengo una curiosidad: es algo que nunca he entendido por
más que me lo haya preguntado —empiezo a decirle después de

347
que mi cuerpo explosione junto al suyo— ¿Por qué los hombres,
en general; supongo que habrá excepciones como en todos los
aspectos de la vida, tenéis tanta obsesión con los traseros? ¿Qué
tiene poder entrar por la puerta del garaje, que no tenga la puerta
principal?
—¿Cuántos han entrado en tu garaje? Acaso…, lo vas dando
sin ton ni son.
—¿Te he preguntado en cuantos garajes has aparcado tú? Me
suena que no, que no te he sometido a un tercer grado. Se me ha
hecho tarde, o vuelo, o no llego a mi cita.
—¿Perdón…?
—No eres el único que tiene una vida paralela: he quedado
con unos amigos de Azucena para tomar unas copas y…, lo que
surja —me fulmina con la mirada. Sonrío y digo—: Te recuerdo
que yo soy libre. Lo siento, me voy a dar una ducha rápida y me
marcho. Ah, y cuando salgas, echa la llave con dos vueltas.
Me levanto, y toda digna me voy al baño. Lo hago despacio,
para que pueda apreciar mi trasero y su regalo, que ya no es tal.
Me encierro en el baño, y pienso: «Chúpate esa».
—¿No será verdad, no…? —dice en un tono elevado; quiere
que su voz traspase las paredes, que no se pierda con el ruido
que hace el agua al correr.
Aún no había entrado en la ducha, estaba mirándome en el
espejo, preguntándome qué paso era el siguiente. No tenía ni la
más remota idea de en qué punto estaba ahora mi relación. Al
pensar en lo desastrosa que era mi vida, resoplo.
Me acerco a la cama y digo:
—Lo pasamos muy bien juntos, requetebién, no te lo voy a
negar. Pero hasta que no me hagas entrega de mi anillo, y tengas
los papeles debidamente firmados, quedaremos cuando nos vaya
bien a ambos, sin ningún tipo de compromiso por ninguna parte;
no te pediré explicaciones pero tampoco te las daré.

348
—¿Y si nos quedamos aquí, a dormir juntitos y abrazados?
—Pues… —digo arrastrando la última sílaba para crear un
poco de suspense—. Llamo y desquedo —prosigo cuando ya lo
creo conveniente.
—Esa palabra no existe, eso es un barbarismo.
No estoy segura de que sea así, no lo recuerdo. Ha pasado
tanto tiempo desde que tuve que estudiar los verbos que, a saber.
Además, vivimos en un país en el que se abusa muy a la ligera
de ellos —nos gusta más los palabros que las palabras—.
—¿Qué, te quedas…, o te vas…? No tengo todo el día para
esperar una respuesta —diciendo esto, me doy la vuelta para
volver al baño. Le hago ver que su respuesta no me afecta lo
más mínimo. Me afectaba y mucho; el miedo silbaba en mi nuca
y me susurraba al oído: «Se va, ilusa, se va».
—No puedo.
«¡¡Ves, te lo he dicho!!».
Me agarra de los hombros y me gira hacia él. Y mirándome a
los ojos, me dice.
—No te vayas… ¡Una semana! Dame sólo una semana y seré
tuyo. Ah, y una cosa muy importante: el tatuaje del culito me lo
guardarás exclusivamente para mí, ¿verdad?
Es tal la indignación, y la vergüenza que siento, que le miro
furiosa mientras que intento zafarme de sus manos para salir
corriendo de la habitación. Pero intento serenarme, y le digo:
—Te voy a decir una cosa, es dura pero es la cruda realidad:
los hombres que han pasado por mi vida, de una manera u otra
me han hecho daño, mucho, más de lo que a veces he podido
soportar; todos, los que recuerdo siempre y los que a veces
olvido. Pero eso ha acabado, lo he dejado atrás. No voy a volver
a permitirlo, nunca más. Ahora quiero un hombre que convierta
mis lágrimas en sonrisas, mi dolor en placer y mis necesidades
en realidades. La pelota está en tu terreno y depende de ti: si hay

349
papeles y anillo, me da igual en qué orden lleguen a mis manos,
seré propiedad privada, tuya, tu coto de caza. Pero, si no hay
papeles y anillo, soy pública. Mi cuerpo es mío y puedo hacer lo
que me plazca; entregárselo a quien quiera o pegarle fuego.
Me suelta. Y creo que va a dejarme marchar y los ojos se me
inundan de lágrimas. Pero no es así, me agarra en brazos y me
lleva hasta el baño.
Sin más preámbulos, me pide que le enrosque mis piernas a
su cintura y me embiste con fuerza. Me agarro como puedo a la
pequeña mampara que cubre solo media ducha y gruño junto a
su cuello, enterrando mi rostro en su caliente y sedosa piel.
Me hace el amor de una manera salvaje, brutal, sin palabras;
está reivindicándome que soy de él y sólo de él.
Otra embestida salvaje de sus diestras caderas me lanzó a un
placer vertiginoso. Un leve grito de placer escapó a mi garganta
y salió por mis labios, entreabiertos por la acelerada respiración
del momento. Él todavía no se había corrido, pero interrumpió
sus embestidas para que yo recuperase un poco de aliento. Y me
fue meciendo contra su sudoroso cuerpo y enredando sus dedos
en mi corta melena mientras su majestuosa erección aún seguía
cimbreando en el interior de mi cuerpo.
Me tenía agotada. La situación me sobrepasaba, tanto física
como mentalmente. Con la poca energía que me quedaba, apreté
los músculos internos de la zona pélvica con la esperanza de que
se corriese de una vez.
Soltó un gruñido de aprobación y explotó en mi interior.
Cuando su respiración se normalizó buscó mi boca y me besó
con una pasión renovada y casi desconocida. Madre mía; estaba
siendo el mejor y el peor día de mi vida.
—Ahora vístete y haz lo que tengas que hacer, ves, eres libre
hasta el viernes.
Sacudí la cabeza para librarme de la rabia y me fui si más.

350
Para mirar hacia el futuro hay que estar en
paz con el pasado.
Por aquí poco o nada ha cambiado. Y a pesar de los años que
han transcurrido, el barrio me parece el mismo que dejé; como si
me hubiese ido ayer. Pero ahora vuelvo bastante influenciada
por los acontecimientos que, a lo largo de los años pasados, he
ido leyendo a través internet.
Sí, veo que ya lo habéis adivinado, estoy aquí, en mi antigua
ciudad y en mi antiguo barrio “El Príncipe” —para desgracia de
muchos de sus habitantes es un submundo donde gobiernan las
mafias del hachís y abundan las armas de fuego. Además, y a
diario, se perpetran ajustes de cuentas y bulle el extremismo
Yihadista entre los jóvenes sin trabajo ni esperanza—. Al andar
por la calle, el miedo late en los corazones de la buena gente;
que también la hay, y mucha, más de la que se cuenta en las
redes sociales o en los periódicos nacionales que sólo cuentan lo
negativo. Lo peor de vivir aquí es que esto es una olla a presión
que, cuando reviente, salpicará a toda la población: esa es una de
las razones por las que nuestros padres nos buscan maridos (ni
que fuéramos estúpidas), un poco por tradición y un mucho por
nuestro bienestar y seguridad. O esa es la única justificación que
te ofrecen al preguntarles. «Ojalá viviéramos en una sociedad en
donde la igualdad fuese la norma y la diversidad una constante».

351
Principalmente convive la cultura cristiana y la musulmana.
Aunque, según he leído recientemente, cada vez quedan menos
cristianos. Existe también una población de judíos y otra de
hindúes, pero esta última en menor medida.
Las casas de toda la zona son manufacturadas; hechas con
materiales de baja calidad y fabricadas por ellos mismos, los que
las habitan. Su chillón colorido, más allá de lo que se pueda
pensar o creer, sólo obedece a una razón; y es algo tan simple
como evitar que las manchas sean perceptibles.
Estoy nerviosa y tengo un fuerte dolor de estómago; sé lo que
dejé en mi huida, pero no lo que me voy a encontrar. He tenido
tiempo para meditar lo que quiero decirles; pensar es fácil, lo
difícil es volverle a dar la cara al pasado. Ese que dejé atrás con
la intención de no volver.
A lo lejos diviso a mi madre. Está sentada en la portalada de
casa, protegida detrás de unos gruesos cristales. Y la imagino
bordando o dando puntadas a alguna cosa; ellas, las mujeres de
nuestra cultura, acostumbran a hacerlo a diario. Esa es su labor
favorita —dicen que las relaja, aislándolas de la maldad que las
envuelve—.
Me quedo parada. La observo; lleva puesto un hiyab de color
verde esmeralda, su color favorito, aún conservo ese recuerdo.
Un mechón de pelo escapa a su vista y le asoma un poco. Lo
tiene canoso y sin vida, medio gris, medio blanco —las huellas
inexorables de que el tiempo transcurre y no perdona a nadie—.
Me acerco un poco más. Me quedo inmóvil. Vuelvo a mirarla y
mi corazón se desboca y relincha de alegría. Me muero de ganas
de abrazarla, y pienso: «Mi pobrecita madre, qué mayor estás y
cómo has envejecido; estás flaca y tienes bolsas alrededor de los
ojos. Y esas sombras oscuras…, ojeras por falta de descanso, de
ausencia de paz, de necesidad de hija». La culpabilidad azota mi
cuerpo inocente; sé que es una contradicción en sí misma, pero

352
los sentimientos no siempre son coherentes. «Os voy a sacar de
este barrio en cuanto pueda, te lo prometo. En cuanto logre la
vida que me ha traído hasta aquí; una de la que pueda sentirme
orgullosa, libre de culpa y sin reproches».
Levanta la vista pero no me ve, mira sin mirar —siempre tan
distraída, tan ausente de lo que pasa a su alrededor—. La levanta
de nuevo, parece que algo ha llamado su atención, y me ve. Se
levanta de la silla a tanta velocidad que, las labores ruedan de su
falda y acaban estrellándose en el suelo. Ni siquiera se molesta
en agacharse a recogerlas, corre agitando las manos y gritando
—puedo leer sus labios e imaginar lo que están diciendo: «Hija
mía, eres tú…, mi niña, mi pequeña, la luz de mis ojos».
Abre la puerta de cristal y corre hacia mí con las manos en
alto, gritando:
—¡¡Aruba, mi corazón perdido, mi vida!! ¿Eres tú…? ¿Eres
tú de verdad, o es fruto de mi locura y desolación?
Antes de que pueda contestarle se abraza a mí, y se funde en
un fuerte abrazo al que yo correspondo con la misma intensidad.
Las compuertas de mi memoria se abren y los recuerdos salen
poco a poco; recelosos de que aún puedan dañar y luchando con
el ferviente deseo de que llegara este momento.
Volver a estar junto a ella provocó en mí un sentimiento de
congoja, como un sollozo que no podía salir —necesitaba a mi
madre como se necesita respirar—.
Su llanto rompió el silencio y yo no sabía cómo consolarla.
Y lloramos juntas, abrazadas, dejando que nuestras emociones
saliesen a la superficie y fluyeran para ir liberándose de tantos
años contenidos por la falta de noticias, una de la otra y ninguna
de las dos.
Nos separamos y nos observamos durante un breve instante.
Las lágrimas volvieron a nosotras, a tropel, sin poder detenerlas.
Eran lágrimas antiguas, nuevas y futuras. Nuestros ojos parecían

353
una presa a la que le han abierto las compuertas para que liberen
el agua sobrante y desagüe en el mar —las dos éramos presas y
mar a la vez—. Mi llanto era su llanto y su llanto mi medicina.
Sí, oírla llorar me ayudaba a mitigar tantos años de soledad y
abandono —la soledad que sentí al tener que huir y el abandono
a su obligación para conmigo—. Ella, la que se decía mi madre,
a la que le habían otorgado ese título por haberme parido, había
decido traerme a un mundo al que yo no había pedido venir. Y
lo que era mucho más grave, e inaceptable para mí; negándome
el derecho a poder elegir a la persona con la que yo quería
compartir mi tiempo.
Mi madre sigue llorando, ruidosa y desconsoladamente. Para
colmo de males, le ha dado hipo. Le digo al oído que no llore,
que todo está bien, que he vuelto aunque no para quedarme, pero
que estoy aquí y eso es lo que cuenta. También le digo que la
quiero mucho, más que a nada ni nadie en el mundo —no lo
siento así, ni de cerca, pero ella necesita escucharlo y no voy a
defraudarla nada más llegar.
«La ausencia acentúa el amor o el desamor, o ambas cosas»,
pienso mientras intento calmarla en vano. Mis palabras no la
ayudan. Necesita canalizar tanta emoción y lo hace a través del
llanto. Mientras la balanceo en mis brazos dejo que todo vuelva
a su cauce natural, sin presión y a su debido tiempo.
Cuando ella lo cree oportuno, y pasada la angustia inicial, me
suelta, se separa unos pasos y se frota los ojos con los puños de
las manos. Me mira directamente a la cara. Me repasa de arriba
abajo y de abajo arriba, incrédula, escéptica de que su cachorrita
haya vuelto a casa sana y salva.
—Aruba, mi pequeña Aruba… ¿De verdad que eres tú y no
estoy soñando? —repite nuevamente.

354
Se pellizca la cara con fuerza. Y debe haberle dolido, porque
se queja; quiere asegurarse de que está despierta y que soy yo la
que está aquí, junto a ella.
—Lo siento mamá. Lamento tanto haberos hecho pasar por…
Perdóname mamá.
—Yo… Nosotros… Tu padre… —intenta buscar una excusa,
una justificación a lo que me hicieron, pero no la encuentra.
No la dejé continuar, para qué, era tarde. Eran culpables, y lo
sabían aunque quizás no lo admitieran nunca. Me abracé a ella.
Y ambas lloramos hasta quedar vacías, agotadas, devoradas por
el desgaste emocional.
Cuando recuperamos la calma, y cesó la llantera, me cogió de
la mano y entramos en casa.
—¿Quieres un vaso de limonada? Te la puedo preparar en un
momento —dijo al llegar a la cocina.
—No, gracias. Ya no suelo beber limonada.
Me miró extrañada; era mi bebida favorita.
—Mis gustos, como mi vida en general, han ido cambiando a
medida que lo hacía yo: y para bien o para mal, no queda nada
de aquella adolescente que tuvo que dejar su casa huyendo a la
desesperada de unos padres sin un mínimo de ética o moral.
Había ido alzando la voz, sin ser consciente de que lo hacía, y
la tensión entre nosotras se podía cortar con un cuchillo. Evité
su mirada, cerré los puños y los apreté; me encontraba a punto
de explotar y de vomitarle todo lo que quemaba en mi interior.
Mi madre intentó decir algo —justificar lo injustificable, esa
era su pretensión—, pero estaba tan abrumada que no consiguió
articular palabra. Abro la maleta y saco una botella de vino; no
creo que sea el momento de atacar, pero sí de sentar las bases y
dejar clara mi nueva posición. He traído varias de un Ribera del
Duero cosecha 2013. Sonrío. Le hago un ligero guiño de ojos;
quiero que comprenda que ésta es ahora mi vida y esta soy yo:

355
una víctima de mis circunstancias y una completa desconocida
para ella. También he traído un abridor multiusos que me regaló
Violeta el día que me instalé en su casa; para mi casita de la
piscina. Desde entonces, lo llevo siempre conmigo; o bien en el
bolso, o en un bolsillo o, como ahora, en la maleta. Hace que la
tenga presente, que la sienta cerca. Pongo la maleta patas arriba
rebuscando entre bragas, camisetas, pantalones y sujetadores,
hasta que aparece el abridor y las copas de un solo uso que he
traído —así puedo deshacerme de la prueba del delito antes de
que a mi padre le llegue el olor y se masque la tragedia—.
Descorcho la botella ante la incrédula mirada de mi madre;
mi padre no está, anda inmerso en sus historias, o eso ha dicho
mi madre al preguntar por él. Dispuesta a llevar mi deslealtad,
mi venganza y traición hasta el final, lleno la copa hasta el borde
y le doy un tiento, lo paladeo y me lo trago despacio.
Me observa atónita, pasmada y asombrada —sé lo que está
pensando; está escandalizada, avergonzada de su hija. Pero se lo
guarda para ella—. «Me la trae al pairo lo que puedas pensar de
mí, a estas alturas estoy curada de casi todo», pensé fugazmente.
Me encojo de hombros y empiezo a decirle:
—La vida no me ha tratado bien. No podrías imaginarte, por
mucho que lo intentaras, lo que algunas personas me han hecho.
Y, muchísimo menos, que ese motivo me ha arrastrado a tener
que hacer cosas que en una situación normal eran impensables
para mí —los recuerdos golpean mi cerebro, me duele la cabeza.
Aún así, sigo machacándola un poco más—: Ahora tomo de ella
lo que me da placer y rehúso lo que me disgusta; y al que no le
guste, que no me compre.
Coge una silla. Se sostiene en ella un instante y se deja caer
sobre el asiento mientras yo saboreo mi copa de vino. Me la voy
bebiendo a pequeños sorbos, despacio, con la misma calma que
llega después de una tempestad, saboreándolo, regocijándome

356
en su malestar —sé que lo que estoy haciendo es como darle una
puñalada trapera en el centro del corazón y lo hago plenamente
consciente, no me importa, no siento remordimientos; cada uno
recoge lo que ha sembrado—. Ha llegado la hora de que tome
conciencia de que el mundo ha evolucionado, que la vida ha ido
cambiando; para unos más que para otros, que la religión sólo es
un conjunto de creencias individuales o colectivas que reconoce
que existe una divinidad, llamémosle X —yo le he buscado un
nombre más adecuado para el siglo XXI, que es en el que nos
encontramos actualmente. Me suena más progresista y científico
“ciencias o fenómenos paranormales”—. Se le puede llamar
de mil maneras diferentes y darle infinidad de formas distintas,
pero lo que nunca se debe permitir es que condicione la vida de
los que tenemos a nuestro alrededor, si ellos no lo sienten, o lo
viven como nosotros.
Mientras ella prepara en la cocina, me doy una vuelta por la
casa. Entro en mi habitación y me llevo las manos a la boca; mi
madre no ha cambiado nada. Todo está en su lugar, tal y como
quedó la noche de mi huida. Me siento en la cama y cojo la que
era mi muñeca favorita, Hana, el nombre es de origen islámico y
significa “felicidad” “paz de espíritu”. Me abrazo fuerte a ella.
Cierro los ojos y aspiro su aroma. Un turbio recuerdo apalea mi
mente, es como un percutor que me golpea y me repite como un
mantra: «Esa muñeca fue uno de los regalos que te hizo… Sí,
ese que no puedes ni reproducir su nombre: tírala, deshazte de
ella, pégale fuego». Me levanto como impulsada por un resorte.
Con una rabia descomunal, desmiembro la muñeca hasta dejarla
hecha trizas —necesitaba que la muñeca sintiera lo que sentía
yo, todo el sufrimiento y toda la repulsión hacia lo que había
vivido—. Sabía que mi actitud carecía de lógica; era absurdo lo
que le había hecho a la muñeca. Pero me hizo sentir mejor y me
ayudó a liberar la tensión acumulada en el estómago. Una parte

357
de la rabia se diluyó dando paso a un llanto amargo, un llorar tan
lastimoso como consolador.
Cuando me calmé un poco, metí los trozos en una bolsa de
dos asas, la cerré con muchos nudos y la enterré en el armario,
detrás de la ropa de cama.
Al llegar a la habitación de mis padres recibo una bofetada en
toda la cara; me encuentro con dos camas de ochenta separadas
por una mesita de noche. «Mis padres no duermen en la misma
cama, ¿qué ha pasado, soy la responsable de sus desavenencias?
Sea lo que sea, no debo sentirme mal, yo no he hecho nada; todo
acto produce un efecto y, éste, tiene unas consecuencias. Y cada
individuo debemos asumir las que nos corresponda».
Estoy en el pasillo y miro hacia el cuarto donde yo estudiaba,
entre otras cosa. La puerta está abierta pero no me atrevo a dar
un paso hacia ella. No, no puedo entrar; esa habitación está llena
de amor, de placer…, pero también de dolor y sangre.
—¡¡Mis dulces favoritos!! —Digo entrando en la cocina—.
¿Sigues haciéndolas…?
Me sorprendo al ver en una bandeja las Ghribat. Están sobre
la mesa —son unas galletas hechas con harina de garbanzos y
bañadas en chocolate después—. Recuerdo los saltos de alegría
que daba el día que mi madre las preparaba.
—Sí, dime que soy una tonta pero…, no he podido dejar de
hacer todo aquello que me recordaba a ti. Yo…
Se abraza a mí. Me besa. Una lágrima resbala por mi mejilla,
pero no es mía, es de ella que ha vuelto a emocionarse.
—Me tuve que ir porque no me dejasteis otra salida. No me
quedo más remedio que hacer lo que hice: ¿lo entiendes mamá?
¿Entiendes...? Dime que me entiendes, que hice lo correcto, que
tú en mi lugar hubieses hecho lo mismo; no tuve otra alternativa.
Lo necesito mamá, siento la inmensa necesidad de oírtelo decir,

358
aunque sea una vez, pero que salga de tus labios, que sientas en
tu corazón que lo que hicisteis no estuvo bien.
—Has vuelto, para mí es lo único que cuenta. Pero tu padre…
Eso es harina de otro costal. Me da miedo la reacción que puede
tener al verte; su carácter se ha ido avinagrando con el paso del
tiempo y ya no es el mismo. Él…
—Lo sé. Sé que con él no será nada fácil; pero tampoco soy
la niña que salió corriendo, y tendrá que asumir, de una vez por
todas, que no soy una propiedad suya; ni de él, ni de nadie. Mi
vida me pertenece únicamente a mí y, por una vez, espero que
estés de mi lado.
Se lleva una pasta a la boca y la mastica en silencio. También
teme la posible reacción de mi padre, acabo de caer en la cuenta.
Y por eso no reconocerá, ninguno de los dos, que no hicieron lo
correcto.
—¿Por qué mi padre y tú no compartís cama? He estado en tu
habitación y… —pregunto con miedo. Pero mi padre no está en
casa y necesito respuestas.
—No ha pasado nada, pequeña mía, tu padre tiene un poco de
asma y da muchas vueltas en la cama. Y, al no parar quieto, no
me dejaba descansar a mí; decidimos que dormir separados era
lo mejor para ambos.
No sé si debo creérmelo, aún así, lo dejo estar. «Si duermen
los dos en la misma habitación muy grave no puede ser».

Hace una semana que llegué, y mi padre aún no ha dicho esta


boca es mía. No, con él no está siendo nada fácil —al verme, se
quedó gratamente sorprendido, parecía alegre, feliz de mi vuelta.
Pero, después de preguntarle a mi madre que qué hacía yo allí,
que desde cuando manteníamos el contacto a espaldas de él, y
que por qué le ocultábamos las cosas más importantes, la ira le
dominó. Y le espetó a mi madre: «¿Qué es lo que he hecho yo

359
para merecer tanto menosprecio por tu parte, dime? ¿Quién
eres tú para tomar ninguna decisión sin su consentimiento?
Y así, hasta que se le agotaron los reproches.
Recuperado del efecto que le produjo mi presencia, parecía
calmado. Se acercó y, contra todo pronóstico, me abrazó y me
pegó. Y me pegó y me abrazó mientras soltaba un improperio
tras otro. Me cubrí la cara, y recibí la lluvia de manotazos que él
me estaba propinando. Al cabo, con las manos rojas de absorber
los golpes y pensando que todo había acabado, me exigió que
me fuera de su casa, que no era bienvenida, que desapareciera de
sus vidas porque que no era hija de ellos; ahora era el pecado
personificado. La maldad habitaba en mí y era una vergüenza;
una deshonra para cualquier familia decente.
Tras un dilatado e intenso tira y afloja, mi madre le amenazó
diciéndole: «Si mi querida hija sale por esa puerta, me iré con
ella y no volverás a vernos nunca más; a ninguna de las dos.
Te pido, por una vez en la vida, que pienses en lo que quieres
tú y no en el que dirán». A mi padre no le quedó más remedio
que tragarse su orgullo y transigir por primera vez en su vida.
Supongo que no debió ser fácil para una persona como él tener
que agachar las orejas y permitir que yo me quedase en su casa;
mi padre jamás daba su brazo a torcer, aún a sabiendas de que se
estaba equivocando. Y en casa se hacía lo que decía él, única y
exclusivamente lo que a él le salía de… —imagino que no podía
permitirse el lujo de perder a su valiosa esclava, a ésta, ya la
tenía domada—. En ese instante me sentí orgullosa de mi madre,
inmensamente orgullosa, porque por fin había tenido el valor de
defenderme y lo había hecho con uñas y dientes. Pero no todo
eran satisfacciones, otra parte de mí seguía muy indignada y
decepcionada —hacer partícipe a mi padre de nuestro secreto
fue el detonante del rumbo que tomó mi vida—. Lo considero
coautor de lo que me hicieron y lo condeno por ello.

360
«Si es verdad que me quieres, ven a buscarme. Pero, antes
de que puedas cometer el mayor error de tu vida, quiero que
sepas en qué te vas a meter; si decides estar conmigo debo
hacerte partícipe de todas mis penurias, de las pocas alegrías
y muchos sinsabores que han determinado mi personalidad,
del por qué necesito que estés conmigo al cien por cien, y no
a medias tintas. Mi mayor deseo es que cuando termines de
leerlo entiendas el por qué de todas las cosas: estoy agotada
de ir dando tumbos por la vida, de caer y levantarme una y
otra vez, de que los hombres se aprovechen de mí sin ningún
tipo de escrúpulo o remordimiento; si hay una característica
verdaderamente humana y universal, es la estupidez, amén
de la ignorancia. Y yo, por estupidez e ignorancia…»
Así comenzaba la carta que le dejé en la luneta del coche de
mi amado. En cinco extensas hojas le relataba los avatares de mi
vida, desnudándome por completo, sin reservas.
Violeta decía: —Los secretos, te salvan el presente pero te
arruinan el futuro; por eso es muy importante decir siempre
la verdad, aunque ésta parezca fea e inasumible—.
Ahora las cartas estaban echadas, boca arriba y sobre la mesa;
lo que tenga que suceder, sucederá: Si él está predestinado para
mí, mío será. Y, si un día nuestros caminos se vuelven a cruzar
para unirse de nuevo, quiero que sea consciente de lo que va a
encontrar bajo el envoltorio.
Me había hecho el firme propósito de hacer las cosas bien, de
dejar de pensar en los intereses de los demás para pensar en los
míos propios, y lo estaba logrando; mi padre ya no salía de casa
en cuanto me levantaba, y aunque no me decía ni una palabra, al
menos, me miraba cuando yo le estaba hablando; y eso en sí, ya
era un avance. Y mi madre había rejuvenecido diez años desde

361
mi llegada, cómo mínimo. Estaba pletórica. La mujer se pasaba
el día besándome y abrazándome.
Mi día a día era una gran desdicha envuelta en una felicidad
ficticia que me ahogaba; a ratos les odiaba a ratos les quería.
Todo era muy difícil para mí; cómo olvidar, si estás cambiando
sueños por añoranzas y por las noches no puedes dormir porque
piensas y recuerdas, y lo que recuerdas reabre heridas y duele.
Mi padre era harina de otro costal, una causa que ya daba por
perdida; jamás comprendería sus sentimientos, y mucho menos
sus frustraciones. Tampoco él me comprendía a mí; ni siquiera
lo intentaba. A él solo le preocupaba una cosa; había dado una
palabra que, por mi culpa, había incumplido.
Tras tres largas semanas de espera y desespero, oigo que dice
dirigiéndose a mí:
—Aún lo podemos arreglar. Aruba, tú podrías... Sigue sólo;
siempre esperó tu vuelta.
Aunque sea para decir una estupidez, me alegra escucharle, al
fin ha dado el primer paso. Y esto supone un pequeño avance en
nuestra relación.
—Estoy casada con el señor Milá, el cirujano; recuerdo que
os lo conté el día de mi llegada.
Les había mentido y me odiaba por ello, pero lo hice por una
buena causa; debía cubrirme las espaldas. Mi visita era temporal
y no pensaba quedarme —si fuera soltera me obligaría a ello—.
—¿Eres feliz, hija mía? —pregunta mi madre.
La miro a los ojos, y digo:
—Soy muy feliz mamá, inmensamente feliz, todo lo feliz que
se puede ser con un marido increíble, maravilloso, una persona
excepcional como pocas: somos de esas parejas que se entienden
a la perfección con solo una mirada, sin la necesidad de emplear
más palabras de las debidas. Algún día yo… —me di cuenta de

362
que me estaba metiendo en un berenjenal, aún así, decidí seguir
adelante con la farsa—. Volveré con él.
Las mentiras, aunque sean benignas y piadosas, al fin y al
cabo, mentiras son. Yo las rechazo, y rechazándolas a ellas me
rechazaba a mi misma y a la gente que las utiliza con la misma
naturalidad con la que bebe agua. Pero desde mi llegada había
recuperado una parte importante de mí y, aunque supiese que lo
había logrado a base de construir una vida idílica e inexistente,
me hacía sentir bien conmigo misma.
Os preguntareis qué bola les había colado. Bueno, tanto si es
así, como si no, os lo voy a contar igualmente. Les dije que, mi
marido estaba totalmente volcado en una ONG muy importante,
“Médicos sin fronteras” —fue el primer nombre me vino a la
cabeza—. Y que, por razones humanitarias, estaba operando en
Nigeria y le era imposible llamarme, que en cuanto acabase su
labor allí, ni un día más tarde, nos encontraríamos de nuevo en
nuestro nidito de amor. Cuando empiezas a mentir entras en una
rueda, y una cosa te lleva a otra sin poder evitarlo. También dije
que había pedido una excedencia de unos meses para venir a
verlos, que estábamos planeando ser papás en breve, pero que
antes quería resolver el pasado para no tener que privar a mis
hijos de la existencia de unos abuelos —me quedó todo muy
bonito pero, esto último, lo de resolver el pasado para poder
mirar al futuro, eso era una verdad como un templo, la única, y
estaba dispuesta a todo para conseguirlo—.
En cuanto me metí en la cama empecé a darle vueltas a mi
mono tema favorito; Milá, al que ni podía ni quería quitarme de
la cabeza. No sabía nada de él pero, con todo y eso, albergaba la
esperanza de que ya no tardase mucho en resolver «el tema», y
venir a por mí.
Había oído decir que: «Mujer precavida vale por dos». Y yo
tenía un as en la manga, por si no aparecía; la idea me la había

363
dado Sol Mar. Me dijo: «Si él no da señales de vida, pídete un
traslado de hospital y vente a Mallorca conmigo y con Luís,
mi nuevo novio». Ellos ya están instalados, y preparados para
acogerme durante una temporada, si llegara el caso.
Me despierto de madrugada y voy al baño. Me estoy lavando
las manos, levanto la cabeza y me veo reflejada en el espejo. Me
observo detenidamente, y compruebo que lo que he engordado
repercute para bien en mi cara, ahora rebozo salud; me están
sentando bien tantos días de inactividad.
En la cama doy vueltas, y vueltas y muchas vueltas, pero no
puedo coger el sueño. Tengo en la memoria la última tarde que
pasamos juntos, el éxtasis vivido de lo que pudo ser y no fue.
Cambio la almohada de posición, girándola, me destapo y me
vuelvo a tapar; imposible, me he desvelado, estoy inquieta. Algo
martillea en mi cabeza, es como un run run que no para. Y sin
tomar conciencia paseo una mano por mi barriga, la acaricio.
«¿Quiero ser madre, es eso lo que me pasa? ¿Se ha despertado
mi reloj biológico…? Tic, tac, tic, tac», pensé mientras sonreía.
Y me dije: —Si es así, le querré como nunca me han querido a
mí; creo que ser padres es darlo todo sin pedir nada a cambio, o
así debería ser—. Aunque me parecía una idea descabellada, en
ese instante pude apreciar como nuevos sentimientos afloraban
en mí, era algo que iba más allá de lo razonable y me pregunté si
no sería una locura; no quería tener un hijo que fuese fruto de un
arrebato de excitación mental y, mucho menos, querer solapar lo
que me habían hecho a mí.
Me despierto y miro el reloj. Son las ocho de la mañana. He
dormido muy poco, pero me ha dado tiempo a pensar mucho y
he tomado una decisión: si mi relación con Milá no ha existido
nunca, y no viene a llevarme con él, me iré a Mallorca y me haré
una inseminación artificial. Sí, he decidido que quiero ser madre
y educarle desde la libertad y respeto para que ese niño/a pueda

364
desarrollar una personalidad, un carácter auténtico, propio y
natural; creo que es una crueldad, amparada y parapetada por
ideas erróneas, someter a alguien a la influencia de cualquier
estereotipo o religión.

365
366
Cuenta atrás

El calendario avanzaba muy despacio, en silencio, sin ningún


acontecimiento que alterase, modificase o marcase un día como
representativo o diferente del resto. Si tuviera que destacar algo
particular, positivo o novedoso desde mi llegada, destacaría que
la relación entre mi padre y yo va fluyendo despacio, día a día y
poco a poco, va normalizándose —pero eso no debería ser ni
positivo ni notable, ni siquiera remarcable o destacable, sino una
cosa natural y lógica entre un padre y una hija—.
Cada mañana, en cuánto pongo un pie fuera de la cama, lo
primero que hago es coger el móvil y mirar a ver si tengo algún
mensaje de él; mi suspirado, anhelado y deseado hombre. Estoy
enamorada. Sí, tan cierto y verdad como que si no respiramos
morimos por falta de aire en los pulmones. También estoy un
poco obsesionada y un tanto preocupada por lo que me pasa: me
ducho pensando en él, me visto pensando en él y me desvisto
con las ganas de tenerle a él; que se ha instalado en mi cabeza y
no puedo sacármelo por más que lo intente. Y mi corazón late
desbocado al recordar sus labios cerca de los míos, buscándolos,
deseándolos y tomándolos para besarme una y otra vez. Cuando
estoy en la cama lo imagino muy cerca de mí, desvistiéndome
apresuradamente, con urgencia por hacerme el amor una y otra
vez. Pero él no está aquí y mis sueños son húmedos; en la mitad
de la noche me despierto e imagino que viene a buscarme y me

367
lleva en sus brazos —a lo Richard Gere, en la película oficial y
caballero—.
Los días han ido pasando. Empiezo a creer, o tener la certeza,
que él no iba a venir a buscarme. Desbloqueo el teléfono y me
dispongo a leer lo que hasta el día de hoy llevo escrito para él;
aunque, quizás, él no llegue a leerlo nunca.
Acabo de llegar y ya te echo de menos: uf… qué larga se
me va a hacer la espera.
Esta noche he soñado que estábamos juntos, muy juntos;
¿entiendes, verdad…?
Hoy estoy afligida. No es que esperase una llamada tuya,
pero sí un mensaje: «Un hola estoy bien, o un me he puesto
manos a la obra, o un te echo de menos, o un no te preocupes
que no me he olvidado de ti, o un en breve nos vemos, o un
mil cosas parecidas».
Ayer no te escribí nada, y hoy no tengo nada que decirte.
No tengo ánimo ni energía para pensar; ni para eso ni para
nada. Y empiezo a dudar de ti y a creer que simplemente he
sido un cuerpo más en tus brazos, un triunfo más del que
poder vacilarle a tus amigos.
Hace días que no te escribo una sola palabra, y dudo que
vuelva a hacerlo, aunque lo esté haciendo ahora; he perdido
la esperanza, he tirado la toalla. Eres un borrón más en mi
vida, otro debo pasar página, otro no te convenía y lo sabías,
otro, ya te lo dije y otros muchos más.
Pongo un dedo en la tecla del móvil; esa que tiene el símbolo
de papelera. Y me pregunto: «¿Qué hago, lo tiro o lo conservo?
Lo conservo. Pero… ¿para qué lo quiero? No, mejor lo elimino.
Sí, eso es lo que voy a hacer ahora mismo, borrar los mensajes y
borrarlo a él de mi vida». A punto de pulsar la tecla, oigo pasos.
—¿Estás bien…?
Es mi madre.

368
—Sí, pero un poco mustia; tengo añoranza de...
—Ves a ver a tu a miga Blanca. Anda, coge un taxi y acércate
a su casa; se alegrara mucho al verte, hace tanto… Y te servirá
de distracción: necesitas que te dé el aire fresco, ventilarte. No
has salido desde que llegaste y eso no es saludable.
—No insistas, mamá, no seas tan pesada. Recuerdo habértelo
dicho el día que llegué, pero te lo digo nuevamente: ¡¡no quiero
ver a nadie!! He venido únicamente a recuperar lo que en su día
perdí, a vosotros, mis padres.
Recuerdo la cara de extrañeza y confusión que se le quedó a
mi madre al oír que no quería volver a ver a mi mejor amiga; era
la misma que tenía ahora. Le dije que había un porqué, que tenía
mis motivos y que eran más que suficientes para no encontrarme
con ella. Le rogué encarecidamente que me respetase, aunque
fuese una vez en la vida, que yo tomaba mis propias decisiones
y, equivocadas o acertadas, eran mías y sólo mías, y que si de
verdad me quería, como decía, no me hiciera más preguntas y se
mantuviese al margen —sería incapaz de mirar a mi amiga a la
cara y callarme el monstruo que tiene por padre—.
Me viene a la mente una película antigua que he visto en más
de una ocasión, porque es una de mis favoritas: “Las amargas
lágrimas de Petra von Kant” escrita y dirigida, si la memoria
no me traiciona, por el fantástico Rainer Werner Fassbinder.
La película va de una diseñadora de moda con mucho éxito y
demasiada arrogancia. Pero no quiero relatar el contenido, sino
una frase que me marcó: «Los seres humanos son terribles...
Lo aguantan todo…». Y seguramente, mi amiga lo aguantaría
aunque le partiera el alma. Pero creo que hay veces que es mejor
mantener las distancias con las personas a las que queremos que
causarles un daño gratuito e innecesario.
—Perdona hija, yo…

369
Se hizo un silencio largo, incómodo y tenso. Y como no tenía
ni idea de cómo reiniciar o reconducir esa conversación, se me
ocurrió qué…
—Oye, mamá…, en nuestra cultura… —la miro a los ojos y
creo que no ha sido una buena idea. Y me estoy replanteando si
seguir o no cuando ella sonríe, y me dice:
—Dime, hija mía, ¿qué quieres saber? Puedes preguntarme lo
que quieras; ¿lo sabes, verdad?
No lo sabía, claro que no. Lo que si sabía era que no le iba a
gustar la pregunta, que se sentiría incómoda, pero yo necesitaba
respuesta a algo que me producía rechazo.
—Bueno…, yo… Tú… Vosotros…, papá y tú…
Me agarra de los brazos, y dice:
—Vamos, sentémonos en el sofá.
Nos sentamos y me coge de las manos.
Miro al techo, tomo aire y lo voy dejando escapar lentamente.
—A ver, mi niña, ¡suéltalo ya! ¿Qué te atormenta?
—En la noche de bodas… —aprieto sus manos—. Bueno, ahí
va; es un poco violento pero necesito saberlo —respiro hondo y
lo suelto de un tirón—: He oído que el marido somete a su mujer
vejándola todas las veces que le apetece durante toda la noche
por…
—Hija... —resopla—. Tu pregunta me resulta muy incómoda
y desagradable; no acostumbro a hablar de cosas íntimas ni con
papá, y menos de hábitos extraños o desviaciones sexuales. Y no
sé qué harán los demás; no estoy entre sus sábanas, pero… sí
puedo decir que tu padre se comportó como un señor, como un
auténtico caballero. Me lo hizo con cariño, con mucha suavidad,
sin prisas por…
Se ríe a carcajadas. Se ruboriza. Coloca la espalda bien recta,
y añade:

370
—Con tanto respeto y parsimonia que casi me duermo de
aburrimiento; no sé qué es lo que te han contado, ni quién ni qué
extraña razón le ha llevado a hacerlo. Hay, mi pobre niña, desde
tiempos remotos las patrañas circulan de cultura en cultura.
Me mira. Me echa el brazo por el hombro y me atrae hacia
ella.
—Voy a explicarte algo que, quizá pueda servirte de ayuda
en algún momento de tu vida marital: cuando alguna noche, que
eran las menos, yo rechazaba las caricias de tu padre, él se sentía
menospreciado, ofendido, con la hombría arrastrándose por el
suelo —besa mi mejilla, y dice—: Y te preguntaras qué reacción
tenía tu padre ante mi negación —asiento, pero era una pregunta
retórica y no se ha percatado de mi gesto—: Tu padre mostraba
su enfado castigándome con lo que más me dolía a mí; con su
indiferencia. Y no me volvía a hablar hasta que yo buscaba su...
Ya me entiendes.
Se acalora, y el calor colorea sus mejillas nuevamente. Se
levanta. Coge un abanico azul que tiene sobre la mesa y vuelve a
sentarse junto a mí. Y dándose aire para aliviar el sofoco que le
ha sobrevenido, me cuenta.
—Una noche, cansada de tantas desavenencias por ese tema,
ideé una táctica para que tu padre no me buscara inútilmente,
para que no tuviera que sentirse rechazado ni ofendido, para que
no dejase de hablarme por una nimiedad —Sonríe—. Y digo que
funcionó: Esa idea cambió nuestra relación. La salvó de la rueda
en la que daba vueltas sin encontrar la puerta correcta para salir
de esa espiral. ¿Te interesa escucharla, o los jóvenes no tenéis
movidas por estos asuntos?
Cogí su mano y la apretujé con mucha suavidad contra la
mía, demostrándole así mi interés y enorme gratitud por lo que
me contaba. Claro que quería; el saber no ocupa lugar. Aunque,
me chocaba que esa información me llegara a través de la boca

371
de mi madre —era algo inaudito pero, a la vez, admirable—. Y
estaba deseando oír la táctica que había empleado para poder
resolver el conflicto con una persona tan retrógrada como lo era
mi padre. Por un instante, la envidié: «Yo no tenía la fortuna de
sentirme amada por el hombre que quería con toda mi alma, y
alimentaba un sentimiento que funcionaba en un solo sentido; de
mi mente a mi corazón». Pensar en él me dejaba sin energía. Me
la absorbía hasta el punto de echarme a llorar sin darme cuenta
de que lo estaba haciendo. Y así era como me encontraba ahora
—me dan ganas de salir corriendo, de meterme entre las sábanas
y llorar, hasta dormirme del agotamiento—.
Las madres tienen un sexto sentido; siempre había oído que
así era, pero ahora, lo estaba comprobando por mí misma. Pese a
mi disimulo, ella se había percatado del estado de ánimo en que
yo estaba. Sintió que se le partía el alma y me abrazó con fuerza,
acunándome entre sus brazos.
—Mi pobre Aruba. Ese hombre… ¿habrá sido bueno contigo,
verdad?
—Sí, es único, mamá; cuéntame tu estrategia.
Hundí mi cara en su hombro, cerré los ojos y permití que las
lágrimas siguieran su curso natural. Y, con el disimulo que me
permitía estar echada en ella, las enjugué en su ropa. Levanté de
nuevo la cabeza intentando disimular mi malestar, sonreí, y le
pedí que prosiguiera.
—Si nos acostamos y no encuentra una onza de chocolate en
su mesita, tiene vía libre, cuando no es así, respeto y paciencia.
Me reí por la ocurrencia de mi madre, me parecía un exceso
de genialidad para una mujer de su edad, de su cultura y de sus
obligaciones para con el marido. Y pasé de la risa al llanto, en
cuanto la euforia me abandonó; yo no tenía a quién ponerle una
onza de chocolate en la mesilla de noche, ni tenía con quien
discutir si hoy tocaba, o no, hacer el amor.

372
Mientras disfrutábamos de la cena decidí que mi misión allí
había concluido, que era hora de tocar tierra firme, de volver a la
realidad por dolorosa que ésta fuera. En dos días partiría; ese era
el tiempo que necesitaba para preparar mi vuelta y no pensaba
demorarlo ni un día más —mi no amor, o mi nuevo fracaso no
se había presentado, ni tampoco había dado señales de vida—.
Hasta esta mañana la esperanza cosquilleaba en mi cerebro, pero
ahora, los últimos acordes repicaban en mi cabeza. El aire olía a
despedida, y me dije: «Mañana se lo diré a mi madre, no quiero
entristecerla antes de lo necesario».
Cuando me retiré a mi habitación me dejé caer sobre la cama
y lloré hasta quedarme dormida, inconsciente de haberlo hecho.
Me despierto. Y me doy cuenta de que no he dormido entre
las sábanas; mi cama está hecha, y yo, estoy vestida con la ropa
del día anterior.
Mientras me daba una reconfortante ducha de agua caliente, y
jabón de aceite de Argán, no paraba de darle vueltas a la cabeza;
siempre la misma persona. Me reprendí a mi misma: «Necesitas
construir una barrera que sea insalvable entre los pensamientos
que ocupan y preocupan tu mente y los miedos que agitan tu
corazón y terminan por dominar tu vida», —la teoría siempre es
fácil, y parece aplicable pero, la realidad es la que es—.
Mi madre está preparando el desayuno, puedo olerlo. Entro
en la cocina y, está tan absorta en el papel de cocinera que, no se
da cuenta de que me he sentado a la mesa.
—Buenos días, mamá.
Se sobresalta. Se vuelve, la cara se le ilumina con una sonrisa
de oreja a oreja.
—Hola, qué tonta soy. ¡Me has asustado!
La pongo al corriente de mi partida, no puedo demorarlo más.
Se me abraza, llora desconsoladamente y no sé qué hacer.
—No es un adiós, sino hasta pronto, mamá.

373
No deja de llorar. Por más que lo intento no logro consolarla.
—¿Sabes, mamá…?
Intento llamar su atención, y lo logro. Se seca la cara y me
mira expectante.
—Me gustaría preparar una paella; ahora es mi plato favorito,
y quiero que la probéis papá y tú, ¿qué dices, mamá?
Mi madre me mira con los ojos bien abiertos, y exclama:
—¡¡Pero no beberás!! Ya sabes: ni se te ocurra mencionarle
a tu padre tus nuevos gustos y aficiones. Es muy bueno pero…
Me reí y me abracé a ella. La olí, quería registrar aquel aroma
en mi mente, archivarlo y retenerlo en la memoria. La verdad es
que no sabía si volvería o no; la bola había ido creciendo y era
tan grande que, a poco que bajase la guardia, me estallaría en las
narices. Además, ni aquel era mi hogar, ni aquella era la vida
que yo reconocía y admitía como propia. No, ahora pertenecía a
otro mundo, a uno muy diferente; y aunque no sabía si con el
cambio había salido ganando o perdiendo, lo que sí tenía claro,
porque lo había sufrido en mis propias carnes, era que el pasado
te infringe dolor dejándote cicatrices, tan grandes y dolorosas,
que te marcan como lo hace un tatuaje —una huella imborrable
e inolvidable marcada en mi sangre y en mi piel—.

374
Maleta llena, corazón vacio
Equipaje preparado para partir en breve. Unas horas más, y
estaré de vuelta a mi vida; cuando llegué traía una maleta llena
de esperanzas y cuatro trapos para vestirme. Ahora, me ocurría
lo contrario; mi madre había ido haciendo acopio de un sinfín de
cachivaches, y especies culinarias de todo tipo. Y me obligaba a
llevármelos, sí o sí. Resultado: tres maletas repletas de cacharros
inservibles y un corazón vacio, hecho girones.
Estamos en la cocina preparando la paella. El sofrito ya está
listo y, como mi padre aún tardará en llegar, nos dejamos caer
en las sillas blancas y negras que hay alrededor de la mesa roja.
—Aruba, creo que un té de menta fresca nos iría muy bien.
Nos refrescará un poco; ¿te parece bien?
No ha acabado de ofrecérmelo y ya está con el agua al fuego
—cualquiera le dice que no—. La verdad es que me apetece una
copita de vino, o varias; aún me queda una botella, escondida en
la habitación entre las sábanas y las toallas, y pienso llevármela
en el estómago.
Mi madre se acerca con el hervidor en la mano; la caja de té
verde y el azucarero, junto con los vasos con diseño florales y
una hoja de menta fresca dentro de cada vaso, lo había dejado yo
sobre la mesa a la espera del agua. A punto de verter el agua,
suena el timbre. Doy un bote, me sobresalto.
—Recuerda que no estoy aquí.
Ella asiente, deja la tetera y se dirige a la puerta.

375
—Hola, buenos días, señora —oigo que dice alguien. Esa voz
me recuerda a… Pero no, no puede ser, eso es imposible; estoy
delirando, debe ser producto de mi imaginación. Aún así, aguzo
el oído, quiero saber quién es ese hombre, qué le ha traído hasta
aquí—. Estará preguntándose quién soy yo y qué me ha traído a
su casa —imagino a mi madre, asintiendo con un leve gesto de
cabeza mientras él le dice—: Soy Milá Pessic; el marido de su
hija y yerno de usted. ¿Y usted es Alma, verdad…? Encantado
de conocerla.
Los imagino estrechándose las manos.
—Sí, así es. Esa soy yo: bienvenido a mi casa, desde ahora,
también la tuya. ¡Qué grata sorpresa!
—Supongo que Aruba le habrá hablado de mí, ¿no? Así lo
espero, y que haya sido para bien, claro.
Ríe nervioso, parece estar incómodo en un papel que no le
corresponde. Pero sigue hablando:
—¿Se encuentra en casa? Me gustaría verla enseguida; estoy
desesperado por abrazarla, besarla y achucharla hasta… ¡UY…,
lo siento! Perdóneme por verbalizar mis pensamientos, pero han
pasado demasiados días desde qué ella y yo…
Los poros de mi piel rezuman felicidad a raudales. Y tengo
que tragar saliva; intento contener la emoción y las lágrimas que
luchan por salir. Estoy anonada, y tan excitada que me tiemblan
hasta las pestañas. Me agarro al marco de la puerta y me voy
dejando caer hasta que mi culo toca suelo. Y una vez sentada,
me abrazo a las rodillas y meto la cabeza entre ellas.
—¡¡¡Aruba, hija, ven!!! ¡¡Mira quién ha venido!! —grita mi
madre.
Intento hablar, pero es misión imposible. No puedo; un nudo
en la garganta no me permite hacerlo.
—Aruba, ¿no me has oído?
—No puedo moverme, mamá.

376
Oigo pasos. Se me acelera el corazón. Una vocecita me dice:
«Ha venido, está aquí». Y me pongo más nerviosa, si cabe.
¡«Oh, madre mía, gracias; no es un sueño, es una realidad»,
pensé al verle.
Me mira detenidamente, y curva los labios y me dedica una
tierna sonrisa. Me siento turbada. «Qué guapo estás, ladino, te lo
comía todo ahora mismo», pensé. Se agacha hasta quedar a mi
altura sin dejar de sonreír. Me atrae hacia él y me besa el cuello.
Ahogo un gemido; la presencia de mi madre me cohíbe. Y busca
mis labios y los encuentra, los besa mientras va aprisionándome
contra la pared para devorarme la boca. Mi estómago se llena de
mil mariposas que revolotean al mismo tiempo. Al cabo, coloca
ambas rodillas en el suelo y agarrándome por las caderas me
ayuda a ponerme en pie. Se incorpora, y me besa de nuevo.
El beso fue largo, intenso y lleno de pasión. Mi lengua jugaba
con la suya, saboreando la dulzura del momento y olvidándome
por completo de que mi madre nos observaba de cerca.
—Ella es la dueña de mi corazón, la única: mi bella y dulce
esposa —dice a mi madre, señalándome a mí tras haber sacado
su deliciosa lengua de mi boca.
Me abraza por la cintura y me atrae hasta que no queda un
milímetro entre nuestros costados.
—No me acostumbro a estar sin ella, mi princesa. No puedo;
la espera me desespera.
Se vuelve hacia mí. y dice:
—Te necesito, ¡qué mal lo he pasado, mi amor!
Acerca su boca a mi oído, y me susurra:
—Estoy ansioso de quedarme a solas contigo, Caramelito. No
puedes hacerte, ni la más ligera idea, de lo que he sufrido al no
verte.

377
Se separa unos centímetros, pero me come con los ojos. Una
descarga eléctrica recorre toda mi espalda para acabar estallando
entre mis piernas.
Nuestras bocas se buscan de nuevo, y lo hacen como nunca
hasta ahora. Se reconocen y vuelven a entregarse la una a la otra,
obviando a mi madre que, al final, se ha sentado en una silla y
está tomándose el té mientras intenta desviar la vista para no
vernos. Nuestras lenguas se desenredan sin prisa, poco a poco.
Nuestros labios siguen pegados y necesito aire. Me ahogo; estoy
embriagada de emociones, borracha de amor y necesitada de
sexo. Y con mucha suavidad me libero de su boca, me separo y
le miro a los ojos. Le brillan de entusiasmo. Me conmuevo.
—Ven —dice tomándome de la mano—. Demos un paseo;
tengo que ponerte al día.
Camina hasta la mesa donde se encuentra sentada mi madre.
—¿Me permite que se la robe? Serán solo unos minutos.
—Tomaos el tiempo que haga falta; y si no estáis de vuelta a
la hora de comer, lo comprenderé.
De la mano, como dos enamorados y bajo la atenta mirada
de mi madre, salimos a la calle en completo silencio. Recordé
que no había pisado la calle desde el día que llegué, y empecé a
elucubrar, a especular sobre su inesperada visita.
Cuanto más nos alejábamos de la casa, más me agitada. Me
temblaban las piernas y tenía un mordisco en el estómago; era
un cúmulo de emociones. Tantos miedos contenidos que...
—¡Sentémonos aquí! —exclamó.
El sonido de su voz me sacó del letargo en el que me hallaba
sumida.
—Nadie puede oírnos, estamos lejos de todo y de todos —me
mira con cara de preocupación, y dice—: Eh, ¿estás bien, te pasa
algo, Caramelito? —Ha debido notar la flojedad de mi cuerpo y

378
me agarra por las caderas—: Chica, ¡estás lívida y temblando
como un pajarillo!
No contesto, pero enredo mis dedos en su cabeza liándolos y
desliándolos. Estoy a punto de llorar, y me pregunto: «Qué le ha
traído hasta mí». El resentimiento me corroe, y le suelto:
—¡¿A qué viene la farsa que le has montado a mi madre…?!
¿Qué haces aquí, a qué has venido y qué se supone que esperas
de mí?
—EY…, tranquila; tengo reservada una habitación cerca de
aquí, en el mejor hotel de la ciudad. Quiero que me acompañes
—hace redoble de tambor en el aire, y dice—: Hasta ahí puedo
leer.
Intenta besarme, no quiero que lo haga y le hago la cobra. Se
molesta, y suelta un exasperado bufido.
—Mira, chica, cuando lleguemos al hotel te daré todo tipo de
explicaciones, las que necesites, tienes mi palabra. Y… después
dedicaremos la tarde a hacer el amor sin descanso; hasta morir
exhaustos de placer.
Me aprieta fuerte contra su pecho. Me besa y huele mi pelo.
Eso me excita mucho, pero no pienso dejar que me tenga tan
fácilmente y pongo mis manos en sus hombros y, separándome
un poco, le propino un fuerte empujón. Se indigna, y alterado
me grita:
—¡¡Soy tu marido y me debes sumisión!! Si no me crees a mí
pregúntale a tu padre: él se encargará de aclararte cuales son mis
derechos sobre ti y cuales tus obligaciones para conmigo.
En la carta que le dejé, además de contarle todo sobre mí, le
dije que, a modo de escudo y para mi defensa, les diría a mis
padres que era una mujer casada y que mi marido era él; esa era
mi coartada, necesitaba algo verosímil para que no me obligaran
a quedarme; en el supuesto caso de que lo intentasen.

379
—¿A qué has venido, dime…? ¿Qué pretendes después de
tantísimos días, darme por el culo y reírte de mí en presencia de
mi familia? Pues no; eso no va a suceder, ¡ni lo sueñes! No me
has escrito ni una mísera palabra en todos estos días y ahora…
—¡¿Y tú, qué has hecho por mí?! —replica muy enojado—.
Creo que tampoco he recibido ni un triste: “Te echo mucho de
menos, ven pronto, te espero”. Y puede que no te haya enviado
nada; que no lo he hecho. Pero te he escrito a menudo.
Mete la mano en uno de sus bolsillos y saca el móvil. Me
coge una mano y me lo entrega.
—¡¡Mira en borradores!!
Con las manos temblorosas abro el email, y leo:
Acabo de leer tu carta y todos los músculos de mi cuerpo
se han tensado. He montado en cólera; quería salir corriendo
y asesinar a alguien. Luego la he vuelto a leer, y se me ha
encogido el alma y he sentido el impulso de volar hasta tu
lado para acunarte en mis brazos, para decirte que nadie te
volverá a hacer daño, jamás, que yo te protegeré y velaré por
ti. Pero la he leído una tercera vez, y esta vez lo he hecho
despacio, con mucha calma; intentando digerir las palabras
que tanto me herían, me engullían y atrapaban, devorando lo
poco de bueno que quedaba en mí ser. Y salí de casa decidido
a tomarme unas copas, muchas; o eso, o destrozaba mi casa a
puñetazos.
Cuando volví estaba ebrio. Me metí en la ducha y me caí. Y
no desperté hasta bien entrado el amanecer, pero entonces
lo vi claro y tomé una decisión: por una vez iba a hacer las
cosas bien. Lamento todo lo que has tenido que sufrir y por
lo que has tenido que pasar; también he sido artífice de ello,
también he puesto mi granito de arena. Siento y padezco por
todo lo que has tenido que pasar. Y lo que más me duele es lo
idiota que he sido al no habérmelo imaginado; no tenía ni la

380
más remota idea. Era evidente que eres una persona especial
y que algo te pasaba. Perdóname, siento mucho haber sido
tan ingenuo, tan estúpido e ignorante que me avergüenzo de
ello: no hay mas ciego qué el que no quiere ver, ni más sordo
qué el que no quiere oír. Y yo, ni veía ni escuchaba, sólo
quería llevarte a la cama; lo reconozco, y te pido perdón por
el daño que haya podido causarte. Voy a compensarte, eso te
lo garantizo; voy a darte la vida que te mereces, la que te ha
negado la humanidad.
Siempre llevo la carta junto a mi corazón, guardada en el
bolsillo de la camisa; y sólo me pongo las que tienen bolsillo.
Necesito tenerla pegada a mí, y sacarla para escribir, cuando
tengo algo nuevo que contarte; eso me da las alas necesarias
para hacer las cosas con premura y poder ofrecerte lo que tú
te mereces: un principio sin final.
Me he puesto manos a la obra, ya estoy arreglándolo todo.
Me llevará unos días. Va a ser dura la espera pero merecerá
la pena; ya lo verás, mi amor.
Estoy alicaído; creía que recibiría un mensaje de los tuyos,
con los emoticonos esos que tanto me gusta ver, esos que
tanto te gusta poner.
Por aquí todo bien: gracias por preguntarme. Perdona mi
ironía pero…, Mejor lo intento mañana.
Anoche soñé contigo; tú estabas completamente desnuda.
Desnuda de cuerpo y desnuda de alma. Y lamía una a una tus
heridas, libando el veneno y extrayendo el dolor. Y te insuflé
bienestar y te entregué una nueva y maravillosa vida; una
sin pasado y sin cicatrices. Llena de paz y del inmenso amor
que te proceso. Lo siento, tesoro mío, pero tengo que dejar
de escribir porque las lágrimas emborronan mis ojos, y las
letras del teclado se mezclan unas con otras y…

381
Hoy estoy triste, apático, y por qué no decirlo, bastante
decepcionado; no es que esperase una llamada tuya, que
también, pero sí un hola cómo estás, cómo llevas el tema,
echo de menos tus caricias y ansío tu llegada, el tatuaje es
sólo para ti… Ven a borrármelo con lo que tú ya sabes…
Llevo unos cuantos días sin escribirte. Y no sé qué pensar,
pero creo que te has olvidado de mí, que has encontrado un
sustituto; eres tan bella, que no te habrá costado lograrlo.
Seguramente sea uno de los tuyos, de tu raza, de tu casta y
de tu ideología. Creo que te va que te dobleguen, que te lo
hagan por la fuerza. Estoy mal, muy mal… Pero a ti qué
¿verdad…?
Uf…, menos mal que no lo envié. Lo siento; ayer no tuve
un buen día y me comporté como un indeseable. Lo lamento
tanto… Pero por aquí todo es difícil, y sin tu apoyo se hace
insoportable, insufrible e invivible. No te escribiré nada más:
las palabras reflejan el estado de ánimo de las personas que
la escriben. Y, lo que es peor, lo imbéciles y destructivos que
podemos llegar a ser. Mi ánimo no es malo, ni es pésimo, es
detestable y no quiero dañarte.
Hoy he leído algo que me ha parecido muy bonito. Y lo he
encontrado por casualidad, curioseando por internet. Es de
un tal “Abuelohara” o eso es lo que decía la página dónde lo
encontré: si es otro el autor, pido perdón por mi ignorancia y
le felicito por tan bellas palabras. Cómo te decía, que me voy
del tema sin darme cuenta; lo que he leído me ha tocado la
fibra porque refleja a la perfección mis sentimientos. Y podía
haber sido yo el autor, porque me identifico con todas y cada
una de sus palabras; pero soy cirujano, y no escritor. Por esa
razón lo he copiado y te lo dedico: a la mujer que me quita el
sueño y me da la vida.

382
Te echo de menos y lo llevo escrito en los ojos.
Recuerdo tu sonrisa, tu mirada, tu último abrazo. Busco
el momento de verte, de sentirte y de tenerte. Sueño con
romper ese maldito espacio que hay entre nosotros. Y que
desaparezca con un enorme y cálido abrazo que te haga
navegar en sueños y alcanzar la felicidad; esa que tanto
mereces. Estás en mí, en mis recuerdos, en mi cabeza y en
mi corazón. Eres parte de mi pasado, mi presente y el
camino a mi futuro. De tu mano quiero ir, de la manera
más simple y con el sentimiento más limpio, desde el
corazón. Un corazón que brille aún en la noche más
oscura, antes de cerrar los ojos, mientras te echo de
menos.
Ya sé que te había dicho que no iba a escribirte nada más,
pero… ¿A qué te has quedado sin habla? Lo sé, y me alegra
mucho, ese era mi objetivo; misión cumplida.
Sí, había logrado dejarme muda. Estaba atónita, anonadada,
perpleja, confusa y no sé cuantas cosas más me provocaban las
palabras escritas, dirigidas a mí. Llevaba toda la vida esperando
un momento así. Y ahora que parecía que lo había conseguido,
no sabía qué hacer o decir.
—¿Eoo… estás ahí? —dice en tono burlón.
—Sí, sí, aquí estoy —titubeé.
—Por favor, no me prives de tu compañía, no seas tan dura
conmigo; creo que no soy merecedor de tanta acritud. Y no ha
sido un camino de rosas lo que me ha traído hasta ti. No, que va,
para nada; ha sido un trayecto escabroso, lleno de zancadillas,
de chantajes emocionales, de manipulaciones, de risas histéricas
y llantos desconsolados, de insultos y reproches, de vete tú que
me quedo yo…
Le beso, ya he oído bastante por hoy. Ahora mi prioridad es
otra.

383
Si el mundo en ocasiones puede parecernos perfecto, éste era
uno de esos momentos. El tiempo estaba detenido para nosotros
que, abrazados, de pie y emocionados, intentábamos recuperar la
calma ofreciéndonos el camino para ser felices.
Sus palabras me habían cautivado, y una de mis manos se
deslizó descaradamente hacia abajo, acariciando tímidamente su
bragueta. Él se inquietó, notablemente perturbado. Le guiñe un
ojo; y cada poro de mi piel emanaba una avalancha de felicidad,
un torrente de descargas que ascendían y corrían piernas arriba
desbordando mi sexo.
—Gracias, no te arrepentirás —mi manoseo le dio a entender
qué iba a acompañarle.
Le miré a los ojos, y pensé: «Te acompañaría al infierno, si tú
me lo pidieras».
Un taxi nos esperaba a la salida del barrio —allí, por no
querer entrar, no lo hacían ni las ambulancias, aunque de una
extrema necesidad se tratase. Y la funeraria, más de lo mismo;
reacia a recoger el cadáver de una casa, o de la propia calle.
Lo que duró el trayecto no pudimos hablar. No quedaba lugar
para las palabras; teníamos los labios unidos y eso era música
para mis oídos. Me besaba con tanta ternura, que me iluminaba
el alma encendiendo una llama de fuego en mi corazón.
—¡¡¿Y bien… Ahora qué?!! —exclamó en cuanto llegamos a
la habitación.
«¿Qué ropa interior llevas hoy? Piensa rápido», me dije.
—Dame un segundo; tengo que ir al baño.
—¿Te acompaño?
—Creo que podré encontrar el camino, gracias.
Me bajo los vaqueros. Lo compruebo, y dejo ir un suspiro de
alivio —la braga apenas es un hilo dental con una estrella en la
parte que toca el monte de Venus. Me lavo con agua y un poco
de jabón. Me seco, y salgo del baño.

384
Le encuentro delante de la mesa escritorio con una carpeta en
las manos.
«Se había instalado en el hotel antes de venir a buscarme»,
pensé mientras él extraía unos papeles de la carpeta.
Vuelve hacia mí, y dice:
—Quiero tener la exclusiva de ese tatuaje, un contrato de por
vida; a cambio, he hecho los deberes: querías el divorcio, y lo
tengo, querías aquél anillo tan… ¡UY…! ¿Lo he olvidado? ¡No,
eso no puede ser!
Agarra mi cara, y entierra su lengua en mi boca. Mi sexo le
hace la ola, una gran ovación, baila una jota y se humedece. Se
enciende la luz de “Warning” y me quedo en modo alerta, a la
espera; mi clítoris parpadea como un fluorescente, avisándome
de la crítica situación en la que se encuentra: —Oye, que me he
hinchado como un garbanzo y no voy a poder esperar mucho
tiempo más. Mira, ¡mira como aleteo de ganas por él!—, intenta
decirme.
Llaman a la puerta. Libera su lengua. Me hace un guiño de
complicidad. Aún no la ha abierto, y alguien anuncia:
—Servicio de habitaciones. ¿Puedo pasar?
Milá abre y le saluda cordialmente. Luego dice:
—Ya lo entraré yo. Muchas gracias.
—¿Está seguro? Ese es mi trabajo y lo hago gustosamente.
Le sonríe, le da una propina y cierra la puerta.
—¿Y a qué viene todo este despliegue? —digo mientras voy
destapando la diversidad de platos que hay en la camarera de
ruedas.
—Toma —dice ofreciéndome una copa llena de champán—.
Brindemos por el futuro más próximo.
Cojo la copa, al llevármela a la boca veo que algo brilla en el
fondo.

385
—¡Guau, guau y requeté guau… ¡Pero qué pasada de anillo!
¿Y el otro, dónde está, qué le ha pasado? —debido a la emoción,
agito la copa y derramo la mitad del dorado líquido.
—El otro no lo he traído; ni era para una mujer como tú ni te
lo estaba dando un hombre como yo: éste es el que te mereces y
del que te hago entrega. Pero, una cosa; si te lo pongo en el dedo
indicado no habrá marcha atrás. Así qué, piénsatelo muy bien
porque quiero que me des una respuesta sincera, meditada.
Qué tenía que pensar, nada; se había materializado mi deseo,
tenía ante mí al hombre de mi vida.
—No veo el momento de llevarlo puesto —digo con el dedo
anular extendido, preparado para que él me lo colocara—. Mi
cuerpo vibra por ti, late por ti y siente por ti. Cada poro de mi
piel aplaude y elogia tu presencia. Estoy coladita por tus huesos,
fascinada por lo que representas en mi vida; eres una buena
persona, maravillosa, excepcional, lo mejor que se ha cruzado
en mi vida. Y no puedo evitar, ni quiero, estremecerme al evocar
la suavidad y la tibieza de tu cuerpo en contacto con el mío.
Estoy enamorada de ti. Profunda e irrevocablemente enamorada
de ti, mi amor.
—Shh…, calla —dice mientras introduce un dedo mojado de
champán en mi boca—. Calla que me estoy ruborizando y me da
vergüenza admitirlo. Y te confieso, aunque no soy hombre de
confesiones, que es la primera vez que me pasa. Ahora en serio
—dice cambiando de tema—. Voy a quedarme desnudo para ti.
Mi sexo le hace la ola; por fin voy a pillar. Le beso, y quiero
entregarme a él. Pero empieza a decirme:
—Soy un hombre enamorado hasta las trancas, y creo que
adivinas a quien le ha caído esa enorme Cruz; lo siento, pero ya
no concibo la vida sin ti. Y, para serte totalmente sincero, te diré
que yo no soy de los que creen en las medias naranjas, ni en las
almas gemelas, ni en ninguna chorrada de esas; pero creo en ti y

386
en lo nuestro. Y sólo con pensar que puedo pasar el resto de mi
vida a tu lado, me hace inmensamente feliz.
No cabía en mí de gozo, pero me hallaba sobre unas ascuas
de felicidad demasiado ardientes, tanto que me abrasaban en lo
más íntimo. A mí lo que me urgía era que me llevase a la cama
de una vez, para poder gozar incondicionalmente de una dicha
tan inmensa.
Busco sus labios, los beso, los muerdo. Abro un poco la boca
y recibo su lengua. Y mi sexo titilaba como un campo lleno de
amapolas en un día de brisa fresca. Me besa tiernamente, suave
pero con intensidad. Desliza su boca a mi barbilla y la muerde.
Y sube a la altura de mi oído y me dice que todo va a salir bien,
que va a hacer que me sienta segura, que quiere excitarme sin
prisa, pero sin pausa. Toca mis senos por encima de la ropa, y
siento una especie de energía que agudiza todos mis sentidos y
acelera mi respiración. Y tiemblo; tiemblo al sentir un alocado
impulso de ponerme boca abajo sobre la cama y dejar que me
haga lo que le apetezca. Pero me contengo, no quiero marcarle
el ritmo y busco su boca.
Estaba siendo toda una hazaña, una proeza resistirme a no
saltar sobre él mientras me tocaba por aquí y por allá. Estaba
húmeda, eufórica. Mi cerebro liberaba Dopamina por un tubo y
Adrenalina a raudales. Y quería, necesitaba entregarme al Ángel
de la lujuria y volver a experimentar su miembro por todos los
rincones de mi cuerpo.
Sus largos besos, y sus interminables caricias, estaban siendo
una tortura y un martirio insufrible e inaguantable para mi sexo
que le demandaba atención. Y era tanta la ansiedad de que me
poseyera, que le metí la mano dentro del pantalón y agarré su
miembro. Y así, con el mando dentro de mi mano, le llevé hasta
la cama.

387
Al cobijo de las sábanas nos íbamos desnudando para juntar
nuestros cuerpos anhelantes. Nos fundimos en un abrazo, luego
en un beso largo, intenso y sabroso.
Él recorría mi cuerpo y yo el suyo. Y sus caricias me volvían
loca transportándome al lugar dónde me gustaría quedarme a
vivir hasta el día de mi muerte; entre sus brazos.
Madre mía, qué atractivo es. Lo miro de arriba abajo mientras
él me busca y yo me entrego. Inhalo su aroma dulzón y exótico,
a la vez que me provoca un chisporroteo en la piel. Me hace el
amor como siempre había deseado; llenándome de gozo a cada
embestida, regalándome los oídos mientras empuja su pelvis
contra la mía.
—Te quiero, Caramelito mío. Y es tan fuerte lo que siento
que me duele al respirar. Pero sin ti me siento peor, porque sin ti
no hay aire, y me muero.
Me tumbo boca abajo, para que pueda volver a ver el tatuaje
y recuerde por quién y para quién me lo hice.
—¡Acerca tu goma y empieza a borrarlo! —le apremio.
—No, no quiero; por una vez en la vida voy a hacer las cosas
por su orden.
Desliza su cuerpo, y va bajándose poco a poco de la cama.
«Dónde irá», me pregunto.
Él clava una rodilla en el suelo, y yo abro mucho los ojos.
—Señorita Aruba… —dice en tono solemne, ceremonial—.
¿Me concede el honor de pasar el resto de sus días a mi lado? Sé
que soy un espécimen raro, poco común, pero le prometo que la
haré feliz —Sonríe pícaramente—. Y lo que es más importante;
la mataré a polvos. Pienso hacerle el amor por todos los rincones
de nuestro hogar.
Como puedo me siento en la cama. Estoy tan emocionada que
no puedo contener la alegría, y lloro. El llanto me produce hipo
y, entre hipidos, contesto:

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—Sí, hip… ¡Claro que quiero, hip…! Yo, hip…
Me coloca el anillo. Me mordisquea el labio y me besa.
Acabada la ceremonial pedida, brindamos, lo hicimos por el
amor recién estrenado y por el futuro, haciendo entrechocar las
copas. Acto seguido, le doy un pequeño sorbo al champán y le
devuelvo la copa.
—Ahora ven, que quiero darte tu regalo; lo hago porque sí,
porque hoy es un gran día, porque tú eres tú y porque te quiero.
—No… ¡no he venido a eso y no volverá a pasar nunca más!
Lo siento en el alma, he sido un imbécil: otro de los muchos con
los que has tenido que tropezarte en tu día a día. ¡Pero eso se
acabó! Quiero amarte y hacerte el amor a diario: he dicho el
amor, y no el sexo —me quedo de pasta de boniato—. Sí, y no
me mires así que me vuelves majareta; he comprado una casita
en Badalona, en una zona muy tranquila —ríe—. Gritas mucho
durante el acto y no quiero que nos echen del barrio. Ahora en
serio, Caramelito, quiero construir una vida plena de amor y de
hijos junto a ti.
Intento decir algo, pero él sella mis labios con los suyos. Al
cabo dice:
—Yo también he hecho una locura por amor. He sentido un
poquito de envidia; no he querido ser menos.
—Introducirme en tu vida ya es una locura en sí, ¡y de las
gordas! Estoy bastante tarada; y no sabes dónde te metes pero,
¡luego no podrás decirme que no te avisé!
Agarra mi mano y la pone en su miembro.
—Ponla dura, trae premio.
Un pensamiento cruza mi mente: «Cuando empiece mi vida
con él tendré que incorporar reconstituyentes en mi dieta diaria;
este hombre es insaciable, me encanta».
—Ya puedes empezar…

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Creí que quería que le metiera la boca. La acerco al miembro
sin hacerme de rogar y, cuando estoy a punto de introducírmela,
me eleva el mentón, y dice:
—Quita, golosa, que se te van a picar los dientes de chupar
tanto dulce. ¡Mira y lee!
Cómo no me había dado cuenta. Tenía tanta hambre y tanta
sed de su piel que ni me había molestado en mirar aquello que
tanto placer me proporcionaba —se había hecho un tatuaje en el
pene. Sí, por extraño que pudiera parecer, así era—. Y mientras
lo observaba pensé: «¡Madre del amor hermoso…, cuánto debió
dolerte!». Y, cómo si me adivinara el pensamiento, dijo:
—No, no me dolió nada de nada; está escrito con una tinta
semipermanente e innovadora. ¿Y bien…? ¿Qué le parece a mi
futura mujer el regalo que le he hecho?
—Que estás más loco que yo. ¡Y mira que eso es difícil!
—Léelo en voz alta, quiero oírtelo decir —me apremia.
—Amanece y apetece.
—Repítemelo, pero ahora con voz sensual.
—Amanece y apetece.
—Pues eso es lo que me inspiras tú y sólo tú: desde que abro
los ojos por la mañana, hasta que vuelvo a cerrarlos a la noche,
quiero anclarme a tu cuerpo y perderme contigo. Es pensar en ti,
y se avivan mis ganas y se pone traviesa, como lo está ahora.
Me levantó en volandas y, sosteniéndome con una mano en la
espalda y con la otra metida bajo las piernas, me volvió a besar.
Le rodeé el cuello con las manos y acerqué mi nariz a su piel.
Quería embriagarme de él y de su olor mientras era transportada
en sus brazos hasta la ducha.
Me besó de nuevo. Y a mis casi veintiséis años recordé lo que
era sentirse inocente y a salvo; era una sensación tan maravillosa
e indescriptible que se me erizó la piel. Y di gracias a la energía
que nos envuelve porque, al final, todo tiene un principio.

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