Está en la página 1de 2

EL ÓBOLO DE CARONTE

Y llegará la hora
en que las manos se pondrán a temblar en el borde de la barca
cuando las pupilas miren sin ver
y solo tengamos cuencas en lugar de ojos,
garras en vez de manos,
esquirlas en vez de pies.

Entonces una descarnada mueca asomará en nuestro rostro,


mientras un sueño de carne se deslizará en nuestros miembros,
perezoso y sensual, como un recuerdo amargo
o una ingrata quimera que no volverá a vestirse
con un quitón ensangrentado.

Llegará la hora, sí,


en que dejaremos atrás a los que ignoran
-aquellos que vendrán después-
el camino que miles de pisadas hollaron antes que nosotros.

¿Cómo podíamos saber, nosotros que no somos dioses,


ni hijos perdidos de un titán delirante,
que la planta de la vida eterna tenía espinas en su tallo
y sangre humana en sus voraces hojas,
o que una serpiente se desliza siempre entre las hierbas
para arrancarnos el secreto de nuestra divinidad
y poder mudar así su áspera piel?
No vale la pena mirar atrás
—la estatua de sal de nuestras dudas—
murió hace ya mucho tiempo.

Amé musas sin cuerpo y pálidas sombras


que encogieron mi corazón.
Viento. Viento vano que sopla y que copula
con las cenizas que arrastra a su paso.
Viento y arena seguirán mi rastro.

Árboles de piedras rojas y azules me darán sombra,


osos y leones caerán bajo las flechas de mi arco
y al final del camino la hospedera de los dioses
me dejará cruzar sus riberas lejanas.
No seré un extraño a sus ojos.
La otra orilla me estará esperando, muda, serena,
tras un velo de bruma que, inquieta y voraz,
me enseñará el rostro de una luna extraña
que habla con los muertos en el mar.

Allí un millar de espíritus batirá sus palmas,


espíritus que abrirán sus bocas para beber la brisa
y que me verán poner el pie en la otra orilla.
La hospedera me estará esperando con una promesa
en los labios,
con vida y muerte
en sus pálidas manos.

Joven y vieja en un solo cuerpo,


doncella para el amante, mujer para el iniciado
hechicera para el viajero.
Horribles senos cuelgan de su pecho,
un millar de sierpes adorna su tocado.

Sus ojos de jade taladran diez mil almas,


engullen el ocaso.
Pondré plata en su regazo de seda.
Pagaré mi deuda. ¿Qué importa ahora
o dentro de un año?
Pues en el umbral de sus portales quiero dormir.
A su sombra no podré quejarme.

Pero al bajar de la barca miraré por última vez


a la embozada figura
que se aleja corriente abajo.
Y entonces el barquero sonreirá
con una sonrisa de espanto.

Francisco José Blanco Torres

También podría gustarte