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La casa de los conejos de Laura Alcoba

Carlos Gamerro

En la historia de occidente al menos, los niños son un fenómeno reciente. Sin temor a exagerar se
podría decir que los niños fueron inventados por Dickens y Piaget.
En la literatura, al menos, la idea de narrar una historia, de ver el mundo a través de los ojos
de un niño, no aparece hasta el siglo XIX, con Dickens, Henry James, y por supuesto Freud. Luego,
como si compuertas largamente cerradas se hubieran abierto de par en par, asistimos a un desarrollo
exponencial de la perspectiva infantil en la literatura: Joyce, Virginia Woolf, Faulkner, Silvina
Ocampo, Cortázar, Salinger y tantos otros.
La casa de los conejos de Laura Alcoba agrega un capítulo lacónico y sensible a esta
reciente (en términos históricos) pero prolífica tradición de la literatura y la filosofía. Su planteo es
sencillísimo: a mediados de los años setenta, en la ciudad de La Plata, capital de la provincia de
Buenos Aires, una niña vive con su madre en una casa operativa de los Montoneros, la guerrilla
peronista, en la misma casa que buscan con fervor los militares, pues en ella se oculta la imprenta
de la organización clandestina. La niña se adapta perfectamente a la rutina de su mundo: debe usar
un nombre y documentos falsos, no debe hablar con los vecinos, no debe decir nada comprometedor
a sus compañeritos de juegos, incluso a los que, como ella, son hijos de otros militantes
montoneros; para ir al colegio debe tomar el colectivo ella sola, hasta la casa de los abuelos, que
luego la llevarán a la escuela para que nadie sospeche; debe jugar, en la calle, jueguitos infantiles
para poder darse vuelta sin llamar la atención y vigilar si los siguen; la mandan a comprar el pan
para descubrir posibles emboscadas de la policía. La educan con fábulas montoneras, apropiadas a
la situación en que vive: un niño de dos años señaló a la policía el lugar donde se ocultaban las
armas en una casa parecida, y ahora todos están presos: ella no debe ser como ese niño. Aun así, a
veces se equivoca: le señala a su mamá el negocio donde compraron la muñeca, cuando su mamá va
con los ojos cerrados para no reconocer el camino; para no revelarle a una vecina su apellido le dice
que no tiene ninguno y despierta sus sospechas; va al colegio con un blazer con el apellido de su tío
cosido en el bolsillo. Cada uno de esos errores desencadena retos violentos, sobre todo de parte de
los compañeros varones, y a cada reto la niña reacciona con miedo, mucha culpa y la promesa de
ser más cuidadosa en el futuro. La niña de la casa de los conejos es incapaz de cuestionar las
disposiciones de estos adultos: si alguien está en falta, seguramente será ella.
Éste es el acierto fundante de la novela de Laura Alcoba: el no salirse casi nunca de la
perspectiva de la niña, ofrecer como una infancia normal esta infancia abrumada por
responsabilidades de peso inaudito: nada menos que el riesgo de causar, a cada paso y por una
distracción mínima, la muerte de todos sus seres queridos, su propia orfandad, su caída en manos de
monstruos terribles. Con todo su realismo y aun realidad, ya que es un relato donde son verdaderas
hasta las direcciones de las casas y los nombres de los protagonistas, La casa de los conejos también
está escrita con la materia de las fábulas: la de la niña que abre la puerta prohibida, desobedece, o
meramente se distrae, y desencadena la catástrofe y la ruina. Todos pasamos nuestras infancias
acosados por tales fantasías: pero en el caso de la niña de la casa de los conejos, no se trata de
fantasías sino de certezas.
Henry James inventó para siempre la figura del narrador que no sabe, no entiende, y por eso
mismo genera el milagro de desencadenar la reflexión y la comprensión de los lectores de su
cuento. La casa de los conejos de Laura Alcoba es digna heredera de esa tradición admirable.

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