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La Revolución francesa: un análisis de sus principales detonantes y de los

hechos más relevantes acaecidos entre 1789 y 1794

Javier Esteve Martí

De forma demasiado habitual, la Revolución francesa (1789-1799) se estudia como


un fenómeno único, sin precedentes ni parangón. Pero lo cierto es que, entre 1770 y 1850,
se produjeron revoluciones que, fuera de las fronteras francesas, dieron lugar al nacimiento
de nuevas naciones, el derrocamiento de monarquías y la creación de regímenes liberales.
En la nómina de sucesos revolucionarios previos o paralelos a la Revolución francesa
puede incluirse la insurrección que dio lugar a la creación de los Estados Unidos de
América (1770-1783), graves tumultos en Irlanda e Inglaterra (1780-1783), la revolución
de las Provincias Unidas (1783-1787), los hechos revolucionarios en los Países Bajos
dominados por Austria (1787-1790), la revolución en una Confederación Polaco-Lituana en
plena desintegración (1788-1794), la rebelión de los esclavos en Haití (1791-1804) o la
extensión de las ideas revolucionarias a Bélgica (1792-1795), Renania (1792-1801) e Italia
(1796-1799). Además, entre 1805 y 1815 el avance de los ejércitos imperiales franceses
supuso la aplicación de algunos de los principios revolucionarios en espacios tan distantes
entre sí como España o Rusia. Por último, tras la derrota de Napoleón tuvieron lugar las
revoluciones que emanciparon a las colonias ibéricas (1810-1825) y los importantes ciclos
revolucionarios de 1820, 1830 y 1848.

Por tanto, la Revolución francesa no fue un fenómeno aislado y, de hecho, muchas


de las ideas que tuvieron un papel protagónico en la Francia revolucionaria ni siquiera
encontraron su primera aplicación práctica en Europa. En realidad, esto no debería causar
sorpresa, pues su principal inspiración –la Ilustración- fue un fenómeno trasatlántico. La
interconexión de diferentes regiones también se hizo patente en el hecho de que la caída de
la monarquía española frente a los ejércitos napoleónicos y el avance de las ideas
revolucionarias estimularon la revuelta de las colonias hispanomericanas o en que, en
aquéllas de estas últimas que contaban con un volumen de población esclava significativo,
las élites criollas actuaron sin perder de vista lo ocurrido en Haití. En consecuencia,
historiadores como Christopher Bayly han defendido que ya a finales del siglo XVIII sería
posible hablar de una suerte de “globalización arcaica”. Ésta habría surgido en el contexto
del primer periodo de globalización capitalista, centrado en el comercio de plata y esclavos,
pero en buena medida respondía a procesos que se remontaban a la Antigüedad y la Edad
Media. Es decir, a intercambio de mercancías de origen remoto, a la difusión de
conocimientos científicos en áreas como la medicina, a la extensión de planteamientos
intelectuales como la filosofía aristotélica e incluso a la existencia de núcleos de
peregrinación –como Roma, Jerusalén o la Meca- que favorecían intercambios de todo tipo.

En cuanto a los factores que explicarían un suceso histórico tan decisivo como la
Revolución francesa, resulta evidente que éstos han de ser múltiples. En el plano
económico no debe olvidarse que, en el año 1788, Francia sufrió una cosecha nefasta, que
implicó un dramático aumento del precio del pan. Además, los años anteriores a la
Revolución habían estado marcados por el hundimiento del precio del vino, hecho que
arruinó a numerosos agricultores. En realidad, la mayor parte de los problemas económicos
de Francia estaban relacionados con el incremento demográfico que, en la segunda mitad
del siglo XVIII, llevó al país a pasar de 18 a 26 millones de habitantes. En contraposición a
lo que hicieron los historiadores afines al materialismo histórico, no parece recomendable
señalar los factores económicos como únicos detonantes de la Revolución. Sin duda, la
tentación es fuerte, pues resulta difícil olvidar que la toma de la Bastilla se produjo,
precisamente, el día en que el precio del pan alcanzó el máximo histórico registrado en la
ciudad de París durante todo el siglo XVIII. Ahora bien, historiadores como John Komlos
han recordado que durante casi todo el siglo XVIII una parte importante de la población de
Europa central sufría de malnutrición. En consecuencia, el caso francés no sería
excepcional y, por tanto, sería necesario tener en cuenta que otros factores también
debieron contribuir a detonar la Revolución.

Sin abandonar el terreno de la economía, no debe olvidarse que la coyuntural crisis


de subsistencia coincidía con una crisis de la Hacienda francesa que, esta vez sí, tenía
carácter estructural. No obstante, durante décadas los ingresos del Estado francés fueron
menores que sus gastos. La importancia de esta cuestión es innegable, pues los intentos de
la monarquía absoluta de esquivar la bancarrota a través de un aumento impositivo en las
ciudades y de la extensión de la fiscalidad a la aristocracia agravó una tensión social a la
que haremos referencia algo más adelante. Pero antes de cambiar de tema, resulta necesario
preguntarse a qué se debía la crisis hacendística francesa. Para historiadores como William
Doyle, el Antiguo Régimen estaría marcado por una confusión de poderes y competencias
que, en términos fiscales, se traduciría en una falta de capacidad operativa del Estado.
Desde luego, este tipo de planteamientos parecen razonables si se tiene en cuenta que, a
finales del siglo XVIII, la Rusia zarista contaba con una plantilla de apenas 16.000
funcionarios, incapaces de abarcar un imperio cada vez más vasto. Pero William Beik ha
demostrado que, al menos en Francia, la monarquía absoluta era eficaz recaudando
impuestos, especialmente en las regiones próximas a París.

Por tanto, es necesario buscar otras razones que puedan contribuir a explicar la
quiebra de la Hacienda francesa. En este sentido, parece evidente que las guerras que las
potencias europeas libraron en el litoral asiático y norteamericano durante el siglo XVIII
aceleraron la crisis financiera de los estados del Antiguo Régimen. No obstante, en la
segunda mitad del siglo XVIII los estados europeos libraron conflictos que bien pueden
calificarse como globales, tales como la Guerra de los Siete Años (1756-1763). Y lo cierto
es que, en realidad, estas monarquías no contaban con recursos suficientes como para
abordar empresas imperialistas de tal magnitud, pues los efectos de la Revolución
industrial, que algo más de un siglo después sí permitirían una expansión imperial global
europea, aún eran demasiado modestos. En muchos casos, el déficit provocado por estos
conflictos internacionales llevó a los déspotas ilustrados a reformar las viejas maquinarias
estatales, pero los nuevos ejecutivos reformistas únicamente pusieron en marcha reformas
superficiales y, además, las aplicaron de forma errática. A la postre, esto no sólo no alivió
la crisis financiera, sino que generó dudas sobre la capacidad –y, por tanto, también acerca
de la legitimidad- de los gobernantes.

En el caso de Francia, la intervención en favor de las Trece Colonias durante la


Revolución que alumbró a los Estados Unidos de América se saldó con enormes deudas.
Además, el lema norteamericano de “ningún impuesto sin representación” tuvo eco en el
territorio francés y precisamente por ello, la monarquía absoluta se vio obligada a reunir
una instancia de representación para poder negociar unas reformas fiscales que eran
necesarias para afrontar las crecientes deudas. En este caso, el organismo elegido fueron los
Estados Generales, una institución que, en la práctica, no se reunía desde 1614 y cuyo
arcaico funcionamiento contribuyó a agravar las tensiones sociales preexistentes. Tiranteces
que, evidentemente, también tienen relación con el estallido de la Revolución francesa.
Entre ellas puede mencionarse la creciente enemistad entre el príncipe y la aristocracia,
enfrentamiento que condujo a la crisis política que inspiró los primeros pasos de la
Revolución francesa. En todo caso, las principales tensiones sociales eran las que
enfrentaban al Tercer Estado con el resto de estamentos privilegiados. La desigualdad en
cuanto a funciones y derechos, característica fundamental de las sociedades estamentales,
cada vez era más difícil de aceptar para la burguesía, enriquecida por el comercio.
Asimismo, al campesinado dependiente, afectado por el aumento de los impuestos y del
precio del pan, cada vez le resultaba más difícil tolerar que los terratenientes, muchos de
ellos privilegiados, aumentasen continuamente las rentas sobre la tierra.

Aunque resulta indudable la importancia de los planos económico, financiero y


social, muchos de los episodios de la Revolución tampoco pueden entenderse sin tener en
cuenta factores ideológicos que, en buena medida, estaban ligados a la Ilustración. De
hecho, la historiografía ha recordado que algunos de los principios formulados por ésta,
tales como la separación de poderes enunciada por Montesquieu o el principio de la
soberanía nacional instituido por Rousseau, se trasladaron de forma fidedigna al texto
fundacional de la Revolución francesa: la Declaración de los derechos del hombre y del
ciudadano. En otro orden de cosas, los estudios de Jürgen Habermas sobre la sociedad civil
y la opinión pública han puesto sobre la mesa la posibilidad de que el surgimiento de un
público crítico también sea fundamental para comprender la disolución del Antiguo
Régimen. Pese a los límites de la sociabilidad del siglo XVIII –lastrada por la exclusión de
la gran de la mayoría de las mujeres y de todos esclavos-, esta centuria estuvo marcada por
la proliferación de espacios de encuentro, debate y conversación o por el creciente uso de la
imprenta.

En la actualidad, la historiografía ha aceptado que la difusión de ideas disolventes


en lugares de encuentro, debate y conversación, pero también a través de periódicos,
panfletos y opúsculos fue clave para la formación de un público escéptico con las
autoridades del Antiguo Régimen. Tanto en la cultura escrita, como en los espacios de
sociabilidad elitista y los centros de expresión de la cultura popular, la incompetencia
financiera de la monarquía francesa se interpretó como consecuencia de su degeneración
moral. De hecho, fue frecuente que, en los discursos y las representaciones del Tercer
Estado y de la aristocracia crítica con la monarquía, la economía y la moral fuesen de la
mano. Es decir, se consideraba que, si la Corte administraba mal el reino, ello se debía a
que los príncipes eran avariciosos y pervertidos. De hecho, Robert Darnton ha demostrado
que entre las lecturas preferidas de los franceses durante los años inmediatamente anteriores
a la Revolución proliferaban los libros prohibidos, en muchos casos escritos satíricos y
procaces que atacaban la legitimidad de la aristocracia, de la Iglesia y de la mismísima
monarquía francesa.

Terminado el sintético repaso de algunos de los posibles detonantes de la


Revolución francesa, cabe señalar que fue en 1789, con la reunión de los Estados
Generales, cuando ésta dio sus primeros pasos. Inicialmente, todo parecía una maniobra de
la aristocracia para recuperar parte de su antiguo poder, perdido en el contexto de la
creación de la monarquía absoluta. Pero lo cierto es que la rápida movilización del Tercer
Estado, galvanizado por el “partido patriota” y que se plasmó en la proliferación de
periódicos, panfletos y cuadernos de quejas, pronto privó a la rebelión de su primigenio
carácter elitista. Cuando el 5 de mayo de 1789 el monarca Luis XVI inauguró la primera
reunión de los Estados Generales, los 1.139 diputados reunidos traían consigo más de
40.000 cuadernos de quejas, algunos de los cuales hacían patente la radicalización de los
principios ilustrados. En las primeras reuniones, los cerca de seiscientos representantes del
Tercer Estado defendieron que los Estados Generales debían acordar resoluciones en base
al voto individual de los diputados. Pero la aristocracia y el clero, conscientes de que el
Tercer Estado contaba con más de la mitad de los diputados, se decantaron porque cada uno
de los tres estamentos emitiese un único voto.

En principio, todo apuntaba a que el Tercer Estado había sufrido una nueva derrota,
pues fue obligado a reunirse por separado y se resolvió que los Estados Generales no
funcionarían de acuerdo al voto individual. Pero, de forma inesperada, éste tomó la
resolución de romper con la legalidad y declarar su espacio de reunión –que pronto se
trasladó a la sala del Juego de la Pelota- como la única y verdadera Asamblea Nacional. En
consecuencia, lo que parecía una revuelta aristocrática se convirtió rápidamente en una
rebelión burguesa, pues la mayoría de los diputados de la Asamblea Nacional –a la que se
unieron algunos clérigos y aristócratas- pertenecían a dicha clase social. Ahora bien, pronto
había de aparecer otro de los principales actores de la Revolución. No obstante, la
constitución de la Asamblea Nacional fue acompañada de la insurgencia de masas de
trabajadores urbanos que, agobiadas por la carestía del pan y temerosos de un movimiento
contrarrevolucionario, protagonizaron acontecimientos tan emblemáticos como la toma de
la Bastilla (14 de julio de 1789). A estos incipientes proletarios pronto se les unieron los
campesinos, que durante el verano de 1789 protagonizaron una serie de asaltos a fincas y
palacios señoriales que tenían por objetivo destruir los listados en que se inscribían las
rentas y obligaciones feudales. Este movimiento, conocido como el Gran Miedo, no sólo
paralizó la maquinaria estatal y agudizó el carácter radical de la Revolución francesa, sino
que prácticamente destruyó el sistema feudal, aunque éste no fue legalmente abolido hasta
la proclamación de la Constitución de 1793.

Dada la coyuntura, la Asamblea Nacional, rápidamente convertida en Asamblea


Constituyente, no podía dejar de lado la cuestión agraria. De hecho, algunas de sus
primeras medidas fueron la supresión de privilegios estamentales tales como la jurisdicción
señorial, los derechos de caza o el diezmo eclesiástico. Aunque evidentemente, más
importante aún fue la decisión de la Asamblea Constituyente de aprobar la igualdad de
derechos y de universalizar el pago de impuestos y el acceso a los empleos públicos. Este
espíritu igualitario, que implicaba el socavamiento de los principales pilares del Antiguo
Régimen, terminó inspirando la Declaración de derechos del hombre y del ciudadano, que
definió como principios fundamentales la libertad, la igualdad, la propiedad y la resistencia
a la opresión. Ahora bien, la exaltación de la libertad de este documento pronto entró en
contradicción con algunas limitaciones que, la propia Asamblea Constituyente, impuso a
sus medidas. Así, la esclavitud fue prohibida en Francia, pero se permitió en las colonias y
el derecho a sufragio quedó restringido a una minoría, la de los varones adultos que
pagaban una contribución anual directa igual o mayor a tres días de salario.

En consecuencia, las tesis favorables a la igualdad quedaron limitadas por el


establecimiento de prácticas que, en realidad, reconocían una desigualdad dependiente de la
fortuna o la condición natural. En todo caso, no sería justo minimizar la obra de la
Asamblea Constituyente, pues las diversas libertades aprobadas por ésta estimularon el
debate político en las calles, los teatros, los cafés o los clubes y también favorecieron la
proliferación de periódicos abiertamente revolucionarios, entre los que puede citarse a
L’Ami du Peuple, Le Patriote Français o el Journal des Debats. Por otro lado, el código
penal promulgado por la Asamblea Constituyente fue el primero que, en la historia de
Francia, estableció la igualdad ante la ley, abolió la tortura y puso término a la
consideración del sacrilegio como un delito. Además, los estrechos márgenes del cuerpo
electoral previsto en la Constitución de 1791 fueron superados gracias a la creación de
instancias políticas que reunían electores y no electores. Ello permitió que muchos
franceses, incluso si no podían votar, sintiesen que representaban al pueblo y que formaban
parte del proyecto revolucionario. En consecuencia, el periodo posterior a 1791 constituyó
la primera experiencia política para millones de franceses. En el plano religioso, la
Asamblea Constituyente puso a subasta bienes que anteriormente pertenecían a la Iglesia,
procedió a extinguir las órdenes regulares que no se desempeñaban en los campos de la
enseñanza y de la caridad y votó la Constitución civil del clero. Ésta establecía un sistema
de elección de obispos y párrocos dependiente del Estado y, en la práctica, convertía a los
religiosos en una suerte de funcionarios públicos que, a cambio de recibir su paga del
Estado, debían jurar la nueva Constitución.

En gran medida, la obra de la Asamblea Constituyente y la Declaración de los


derechos del hombre y del ciudadano supusieron la consagración de los intereses de la
burguesía. Y es que las reformas políticas ponían término a los privilegios y las jerarquías
sociales del Antiguo Régimen, pero no defendían una sociedad verdaderamente igualitaria.
De hecho, no es casualidad que la propiedad privada fuese elevada a la categoría de
derecho fundamental e inviolable. Y es que, de hecho, el programa económico de la
primera etapa revolucionaria fue marcadamente liberal. Ello se evidencia, por ejemplo, en
que favoreció el cercamiento de las tierras comunales y la abolición de las corporaciones
gremiales. En realidad, la única medida económica que favoreció a las clases populares fue
la secularización de parte de las propiedades eclesiásticas y la venta de las propiedades de
los aristócratas huidos, aunque no cabe duda de que la burguesía sacó aún más rédito a
estas subastas. En términos políticos, la Constitución de 1791 instauró una monarquía
constitucional en que las riendas del poder quedaban en manos de una oligarquía de
propietarios que, debido a las limitaciones en el acceso al voto –relacionadas con el sexo y
con la raza, pero también con el nivel económico-, monopolizó las instancias
representativas.

Por tanto, sería un error calificar el régimen instaurado por la Constitución de 1791
como una democracia, pero también sería problemático dejar de lado que, en la práctica,
éste instituyó el constitucionalismo, las libertades civiles y la separación de poderes. No
obstante, dicha Constitución preveía que la monarquía retendría el poder ejecutivo, pero
también que la Asamblea quedaría investida del poder legislativo y que el monarca había de
renunciar a sus antiguas atribuciones judiciales. Por otro lado, también quedó asentada la
idea de que la fuente de toda soberanía era la nación. Y lo cierto es que la rápida
identificación de la nación con el pueblo se convirtió en un factor que, en cuestión de
meses, pondría en jaque la preeminencia de la burguesía. Y es que ya entonces resultaba
evidente que la Revolución no era un proyecto coherente, pues en la Asamblea convivían
los constitucionalistas de Mirabeau y La Fayette, los girondinos de Brissot o los jacobinos
de Danton y Robespierre. La coexistencia, que siempre fue difícil, se tensionó aún más
cuando, en abril de 1792, estalló la previsible guerra entre la Francia revolucionaria y las
principales monarquías absolutas europeas. El conflicto, que convirtió la Revolución en un
fenómeno europeo, contribuyó a radicalizar la Revolución. Pese a que la monarquía fue la
primera en alimentar la guerra, confiando que la derrota de Francia supondría la reposición
de la monarquía absoluta, el conflicto bélico favoreció un segundo impulso revolucionario
que se saldó con la caída y posterior ejecución de Luis XVI, el nacimiento de la República
francesa, el predominio político de los jacobinos y una escalada represiva que ha pasado a
la posteridad con el nombre del Terror.

De forma demasiado habitual, el Terror ha sido caracterizado como un periodo


excepcionalmente violento. Aunque, en mi opinión, dicha caracterización del Terror olvida
que la represión, bien fuese practicada por el Estado, bien fuese protagonizada por
particulares a los que las instituciones dejaban libertad de acción, fue un fenómeno presente
en todas las fases de la Revolución y que no se desvaneció cuando el gobierno de la
República recayó en las facciones más moderadas. De hecho, la represión como recurso
gubernamental no desapareció con el fin de la Revolución. No obstante, no conviene
olvidar que el mismo gobierno francés, casi un siglo después, ahogó en sangre la
experiencia revolucionaria de la Comuna de París (1871). En consecuencia, habría que
considerar el Terror como una respuesta drástica a una situación desesperada, en la que no
sólo se temía la derrota de la Revolución, sino la misma desintegración de la nación.

En primera instancia, la invasión de Francia unió en un mismo empeño a la


burguesía, a los agricultores favorecidos por la Revolución y a los sectores populares más
radicales. Ello permitió el alistamiento masivo de voluntarios y la primera de las grandes
victorias francesas en la batalla de Valmy, que tuvo lugar en septiembre de 1792, cuando
Francia aún era una monarquía constitucional. El problema es que, a mediados de 1793, el
gobierno jacobino no sólo tenía que enfrentar la invasión del territorio nacional por
ejércitos extranjeros y una gravísima crisis económica. No obstante, en el interior de
Francia estallaron rebeliones federalistas en regiones periféricas que, pese a compartir el
espíritu revolucionario del gobierno parisino, abominaban de su carácter centralista. Con
todo, el conflicto interno más grave fue la conocida como guerra de la Vendée (1793-1796),
estimulada por el disgusto de buena parte del mundo rural francés ante la escasez de
alimentos, la oposición a las levas forzosas y el rechazo a la agenda religiosa de la
Revolución, que los sectores más católicos de la población calificaban de anticlerical. Si la
guerra internacional estimuló la radicalización de la Revolución, la guerra civil endureció la
represión. Lo cierto es que, si entendemos el Terror como una respuesta que, si bien era
despiadada, buscaba garantizar la supervivencia de la República, entonces habría que
calificarla como una política exitosa. De hecho, cuando el Terror terminó el gobierno
francés volvía a controlar la totalidad del territorio nacional, había expulsado a las
potencias extranjeras de éste e incluso ocupaba Bélgica. Además, la República contaba con
un ejército tres veces más numeroso y su papel moneda gozaba de una estabilidad que no se
repetiría ni siquiera durante el Imperio.

En términos políticos, la implantación de la República supuso el nacimiento de una


nueva asamblea: la Convención. En ésta se encontraban representados los girondinos, que
ahora conformaban la derecha parlamentaria y los jacobinos, que capitaneados por
Robespierre, Marat y Danton formaban la izquierda de la Cámara. En todo caso, la mayoría
de los diputados conformaban lo que en la época se conocía como la Llanura, formada por
hombres sin una filiación política clara. Además, puesto que la Revolución no sólo se
libraba en el parlamento, no hay que olvidar a un actor político de primera magnitud: los
sans-culottes. De extracción social eminentemente popular, estos partidarios de que la
igualdad jurídica promulgada por la Revolución fuese acompañada de medidas –como la
distribución gratuita de bienes de primera necesidad y la asignación de responsabilidades
sociales a la propiedad privada- que limitasen las desigualdades económicas hicieron una
de sus primeras apariciones relevantes en el asalto al palacio de las Tullerías y, al menos de
forma puntual, fueron representados en la Convención por los jacobinos más radicales.
Aunque los sans-culottes protagonizaron algunos de los episodios más sangrientos de la
Revolución e hicieron constante apología de las bondades de la represión, lo cierto es que
muchos de sus reclamos hoy son asumidos con naturalidad por los movimientos políticos
progresistas. Este es el caso del derecho al trabajo, a la asistencia estatal o a la instrucción
pública gratuita.

En un contexto crítico, en que los sans-culottes exigían la radicalización de la


Revolución y la guerra polarizaba las posturas políticas, los jacobinos promovieron
proyectos emblemáticos como la leva masiva que, al menos en teoría, convirtió a todo
varón soltero de entre 18 y 25 años en soldado de la República. Asimismo, la Convención
experimentó con el control estatal de la economía, fijando el precio máximo de los
productos básicos y regulando los salarios, al tiempo que perseguía la especulación.
Además, la Convención encabezó una mejora significativa de los servicios asistenciales e
incluso trató de introducir un sistema público y gratuito de instrucción primaria. En el plano
socio-cultural, se reformó el calendario y se potenció el culto a la Razón y al Ser Supremo.
Por otro lado, la Constitución de 1793, redactada por la Convención, estableció el sufragio
universal masculino, declaró que el bien común era la finalidad del gobierno y afirmó que
la enunciación de los derechos del pueblo no había de limitarse al plano teórico, sino que
debía ser operativa. Además, los jacobinos también suprimieron los últimos derechos
feudales y abolieron la esclavitud no sólo en la metrópolis, sino también en las colonias.

La caída de los jacobinos, capitaneados por un Maximilien Robespierre que, en


buena medida, puede considerarse una de las últimas víctimas del Terror, se debió a una
progresiva pérdida de apoyo. Aunque muchas de las reformas económicas introducidas
fueron inicialmente populares, el racionamiento y la congelación de los salarios terminó
restándoles el apoyo de muchos obreros. A su vez, el intento de garantizar el
abastecimiento de las urbes mediante la requisa de alimentos causó disgusto en el
campesinado. Además, la espiral represiva, que inicialmente había afectado a los
contrarrevolucionarios, terminó golpeando a los girondinos, a los jacobinos que se oponían
al programa económico y social de la Convención e incluso a los sans-culottes que
denunciaban la concentración del poder o exigían medidas más radicales. A la postre, el
alcance universal de la represión terminó por aislar a los seguidores de Robespierre, que
además eran observados con creciente desconfianza por sus campañas favorables al culto al
Ser Supremo. Cuando llegó el momento en que cualquier político francés podía sentir
legítima preocupación ante la perspectiva de ser el próximo en ser conducido al cadalso, lo
único que mantuvo a Robespierre al frente de la República fue la emergencia bélica.
Precisamente por ello, un mes después de la victoria francesa en la batalla de Fleurus (junio
de 1794) y justo cuando los ejércitos enemigos escapaban hacia los Países Bajos,
Robespierre y su camarilla fueron detenidos y ejecutados.

En realidad, el golpe de Estado conocido como reacción termidoriana significó


mucho más que la ejecución de Robespierre. De hecho, supuso un golpe mortal a la
democracia popular patrocinada por los jacobinos, pues devolvió a las clases adineradas el
control de los principales órganos políticos gracias al restablecimiento del sufragio
censitario. Además, los intereses económicos de la burguesía también fueron favorecidos,
pues la caída de la Convención supuso el divorcio del régimen revolucionario de las
principales demandas de justifica social. De hecho, no es casualidad que la Constitución de
1795 no sólo enumerase los derechos del ciudadano, sino también sus deberes, convirtiendo
el orden en un principio tan importante como la libertad y la igualdad. Ciertamente, debe
reconocerse que la nueva Constitución profundizó en una división de poderes que, en la
práctica, se había debilitado durante el periodo jacobino. En esta línea, se estableció un
sistema judicial independiente del poder político, se introdujo un legislativo bicameral y se
organizó un ejecutivo compuesto por cinco directores. Además, el régimen de Termidor
puso término a la situación de continua excepcionalidad que había posibilitado el Terror,
suprimiendo el Tribunal Revolucionario, aboliendo la ley de sospechosos y relegando a un
segundo plano a los principales comités revolucionarios. En todo caso, el régimen de
Termidor, cuya corrupción causó una grave crisis económica que culminó en la bancarrota
de 1797, adoleció de una perpetua falta de apoyo: sus instituciones nunca sumaron
demasiados adeptos y acorraladas por realistas y jacobinos contrajeron una fuerte
dependencia respecto al ejército. No obstante, el ejecutivo dependía de la milicia para atajar
las numerosas conjuras y levantamientos que tuvo que afrontar e incluso para equilibrar las
cuentas, pues sólo los botines de guerra le permitían afrontar los compromisos económicos
de la República. En buena medida, este creciente protagonismo del ejército ya anticipaba la
implantación del Consulado (1799) y del Primer Imperio Francés (1804).
La insurrección de las Trece Colonias demuestra que muchas de las ideas que influyeron en la
Revolución francesa también encontraron arraigo en América. Además, fue vista por los propios
franceses como un fenómeno que podía encontrar eco en Europa. De hecho, Nicolás de Condorcet
afirmo: “El espectáculo de la igualdad que impera en los Estados Unidos… será útil para Europa”.

En Haití, la revolución (1791-1804) no sólo liberó a los esclavos, sino que convirtió al país en la
segunda colonia americana en alcanzar la independencia. El camino fue difícil, pues hasta el
comienzo de la etapa jacobina la metrópolis se opuso a la emancipación de los esclavos y Napoleón
envió una expedición para reconquistar la isla en 1802. El resultado fue la muerte de decenas de
miles de haitianos y el empobrecimiento del oeste de la isla de La Española.
La imagen representa el sitio de Arcot (1751), enfrentamiento que se produjo en el contexto de las
Guerras Carnáticas. En éstas, la Compañía de las Indias Orientales británica y su homónima
francesa se enfrentaron, en alianza con distintas facciones locales, por el control de la India. En la
segunda mitad del siglo XIX fue cada vez más frecuente que las potencias europeas librasen guerras
a lo largo y ancho del globo.

El HMS Victoria fue el buque insignia de la flota británica durante la batalla de Trafalgar (1805) y
hoy se conserva como museo. La inversión requerida para su construcción equivaldría a más de
ocho millones de libras actuales y superaba por mucho el coste de construcción de los primeros
polos fabriles que, en el contexto de la Revolución industrial, se establecieron en el Reino Unido.
La conexión entre la Revolución francesa y la Ilustración se hizo patente en el edificio conocido
como Panteón. La asamblea francesa decidió que este templo, cuya construcción se había iniciado
en 1764 y no concluyó hasta 1790, fuese destinado a albergar los restos de las figuras más ilustres
de la patria. Pronto se trasladaron al Panteón las sepulturas de Montesquieu y Voltaire.
Mona Ozouf ha señalado que las representaciones que hacían referencia a la corrupción política –y
moral- eran frecuentemente expresadas en términos de género. Así, las críticas atacaban de forma
predilecta a la reina María Antonieta, a la que se tachaba de egoísta e inmoral. Tales ataques, que
también denunciaban el gusto de la reina por el lujo y el juego no eran banales, pues minaban la
legitimidad de Luis XVI y de la institución monárquica. Años después, las principales sátiras contra
José I, hermano de Napoleón, se centraban en su supuesto abuso del alcohol. El objetivo era
visibilizar una supuesta degradación moral que le convertía en incapaz de ser un buen gobernante.
Las mujeres tuvieron un papel crucial en muchas de las movilizaciones populares de la Revolución
francesa. De hecho, fueron el género predominante en tumultos como los que obligaron a Luis XVI
a abandonar Versalles y fijar su residencia en París, donde sus movimientos podían ser más
fácilmente vigilados.

Las limitaciones de la obra de la Asamblea Constituyente y de los textos fundacionales de la


Revolución ya fueron señaladas por personalidades de la época. Es el caso de Olympe de Gouges,
que como respuesta a la Declaración de derechos del hombre y del ciudadano redactó una
Declaración de derechos de la mujer y la ciudadana de carácter feminista. A lo largo de su carrera
como dramaturga y política, que terminó abruptamente durante el Terror, Olympe también defendió
la abolición de la esclavitud, el acceso de las mujeres a la vida política o el derecho al divorcio.
La etapa conocida como el Terror difícilmente puede entenderse sin tener en cuentas que la
Revolución había de lidiar con los desafíos internos que suponían los distintos movimientos
federalistas o la existencia de una poderosa fronda absolutista y, al mismo tiempo, dar respuesta a la
amenaza conjunta de los ejércitos austriacos, prusianos, ingleses y españoles.

En un contexto de emergencia nacional, el Comité de Salvación Pública terminó siendo la


institución con mayor poder en la Francia jacobina y se convirtió en el principal animador de la
represión política, que no sólo acabó con las vidas de Luis XVI y María Antonieta, sino también
con las de Brissot, Danton u Olympe de Gouges. A la postre, también fueron conducidos al cadalso
sus principales protagonistas: Robespierre y Saint-Just.
Los sans-culottes, que protagonizaron algunos de los episodios más sangrientos de la Revolución
francesa, se caracterizaban por portar largas picas, tal y como se puede observar en esta imagen. De
extracción eminentemente popular, eran uno de los grupos más radicales durante el periodo
jacobino e inspiraron –al menos en parte- el programa de François Babeuf y su “Conspiración de los
iguales” (1796).

Quienes caracterizan el Terror como un periodo de crueldad sin parangón olvidan que los miembros
de la conocida como jeunesse dorée no sólo se caracterizaron por sus vestimentas extravagantes,
sino también por reprimir violentamente a jacobinos y sans-culottes durante el periodo posterior a la
reacción de Termidor.
En su empeño por terminar con el Antiguo Régimen y crear una nueva sociedad y una nueva
Francia, los jacobinos no sólo potenciaron una nueva religión civil: también transformaron
radicalmente el calendario. En esta línea, dispusieron doce meses de treinta días –cuyos nombres
tenían relación con la naturaleza- e incluso los dividieron en semanas de diez días cada una.
El prestigio de Napoleón, que había triunfado en escenarios como Italia o África, le permitió volver
a Francia como el héroe que salvaría una República en crisis. Bajo el pretexto de una supuesta
conspiración jacobina, Napoleón protagonizó el golpe de Estado del 18 de Brumario de 1799, que
estableció el Consulado, régimen a medio camino entre la República y el Imperio.

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