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En cuanto a los factores que explicarían un suceso histórico tan decisivo como la
Revolución francesa, resulta evidente que éstos han de ser múltiples. En el plano
económico no debe olvidarse que, en el año 1788, Francia sufrió una cosecha nefasta, que
implicó un dramático aumento del precio del pan. Además, los años anteriores a la
Revolución habían estado marcados por el hundimiento del precio del vino, hecho que
arruinó a numerosos agricultores. En realidad, la mayor parte de los problemas económicos
de Francia estaban relacionados con el incremento demográfico que, en la segunda mitad
del siglo XVIII, llevó al país a pasar de 18 a 26 millones de habitantes. En contraposición a
lo que hicieron los historiadores afines al materialismo histórico, no parece recomendable
señalar los factores económicos como únicos detonantes de la Revolución. Sin duda, la
tentación es fuerte, pues resulta difícil olvidar que la toma de la Bastilla se produjo,
precisamente, el día en que el precio del pan alcanzó el máximo histórico registrado en la
ciudad de París durante todo el siglo XVIII. Ahora bien, historiadores como John Komlos
han recordado que durante casi todo el siglo XVIII una parte importante de la población de
Europa central sufría de malnutrición. En consecuencia, el caso francés no sería
excepcional y, por tanto, sería necesario tener en cuenta que otros factores también
debieron contribuir a detonar la Revolución.
Por tanto, es necesario buscar otras razones que puedan contribuir a explicar la
quiebra de la Hacienda francesa. En este sentido, parece evidente que las guerras que las
potencias europeas libraron en el litoral asiático y norteamericano durante el siglo XVIII
aceleraron la crisis financiera de los estados del Antiguo Régimen. No obstante, en la
segunda mitad del siglo XVIII los estados europeos libraron conflictos que bien pueden
calificarse como globales, tales como la Guerra de los Siete Años (1756-1763). Y lo cierto
es que, en realidad, estas monarquías no contaban con recursos suficientes como para
abordar empresas imperialistas de tal magnitud, pues los efectos de la Revolución
industrial, que algo más de un siglo después sí permitirían una expansión imperial global
europea, aún eran demasiado modestos. En muchos casos, el déficit provocado por estos
conflictos internacionales llevó a los déspotas ilustrados a reformar las viejas maquinarias
estatales, pero los nuevos ejecutivos reformistas únicamente pusieron en marcha reformas
superficiales y, además, las aplicaron de forma errática. A la postre, esto no sólo no alivió
la crisis financiera, sino que generó dudas sobre la capacidad –y, por tanto, también acerca
de la legitimidad- de los gobernantes.
En principio, todo apuntaba a que el Tercer Estado había sufrido una nueva derrota,
pues fue obligado a reunirse por separado y se resolvió que los Estados Generales no
funcionarían de acuerdo al voto individual. Pero, de forma inesperada, éste tomó la
resolución de romper con la legalidad y declarar su espacio de reunión –que pronto se
trasladó a la sala del Juego de la Pelota- como la única y verdadera Asamblea Nacional. En
consecuencia, lo que parecía una revuelta aristocrática se convirtió rápidamente en una
rebelión burguesa, pues la mayoría de los diputados de la Asamblea Nacional –a la que se
unieron algunos clérigos y aristócratas- pertenecían a dicha clase social. Ahora bien, pronto
había de aparecer otro de los principales actores de la Revolución. No obstante, la
constitución de la Asamblea Nacional fue acompañada de la insurgencia de masas de
trabajadores urbanos que, agobiadas por la carestía del pan y temerosos de un movimiento
contrarrevolucionario, protagonizaron acontecimientos tan emblemáticos como la toma de
la Bastilla (14 de julio de 1789). A estos incipientes proletarios pronto se les unieron los
campesinos, que durante el verano de 1789 protagonizaron una serie de asaltos a fincas y
palacios señoriales que tenían por objetivo destruir los listados en que se inscribían las
rentas y obligaciones feudales. Este movimiento, conocido como el Gran Miedo, no sólo
paralizó la maquinaria estatal y agudizó el carácter radical de la Revolución francesa, sino
que prácticamente destruyó el sistema feudal, aunque éste no fue legalmente abolido hasta
la proclamación de la Constitución de 1793.
Por tanto, sería un error calificar el régimen instaurado por la Constitución de 1791
como una democracia, pero también sería problemático dejar de lado que, en la práctica,
éste instituyó el constitucionalismo, las libertades civiles y la separación de poderes. No
obstante, dicha Constitución preveía que la monarquía retendría el poder ejecutivo, pero
también que la Asamblea quedaría investida del poder legislativo y que el monarca había de
renunciar a sus antiguas atribuciones judiciales. Por otro lado, también quedó asentada la
idea de que la fuente de toda soberanía era la nación. Y lo cierto es que la rápida
identificación de la nación con el pueblo se convirtió en un factor que, en cuestión de
meses, pondría en jaque la preeminencia de la burguesía. Y es que ya entonces resultaba
evidente que la Revolución no era un proyecto coherente, pues en la Asamblea convivían
los constitucionalistas de Mirabeau y La Fayette, los girondinos de Brissot o los jacobinos
de Danton y Robespierre. La coexistencia, que siempre fue difícil, se tensionó aún más
cuando, en abril de 1792, estalló la previsible guerra entre la Francia revolucionaria y las
principales monarquías absolutas europeas. El conflicto, que convirtió la Revolución en un
fenómeno europeo, contribuyó a radicalizar la Revolución. Pese a que la monarquía fue la
primera en alimentar la guerra, confiando que la derrota de Francia supondría la reposición
de la monarquía absoluta, el conflicto bélico favoreció un segundo impulso revolucionario
que se saldó con la caída y posterior ejecución de Luis XVI, el nacimiento de la República
francesa, el predominio político de los jacobinos y una escalada represiva que ha pasado a
la posteridad con el nombre del Terror.
En Haití, la revolución (1791-1804) no sólo liberó a los esclavos, sino que convirtió al país en la
segunda colonia americana en alcanzar la independencia. El camino fue difícil, pues hasta el
comienzo de la etapa jacobina la metrópolis se opuso a la emancipación de los esclavos y Napoleón
envió una expedición para reconquistar la isla en 1802. El resultado fue la muerte de decenas de
miles de haitianos y el empobrecimiento del oeste de la isla de La Española.
La imagen representa el sitio de Arcot (1751), enfrentamiento que se produjo en el contexto de las
Guerras Carnáticas. En éstas, la Compañía de las Indias Orientales británica y su homónima
francesa se enfrentaron, en alianza con distintas facciones locales, por el control de la India. En la
segunda mitad del siglo XIX fue cada vez más frecuente que las potencias europeas librasen guerras
a lo largo y ancho del globo.
El HMS Victoria fue el buque insignia de la flota británica durante la batalla de Trafalgar (1805) y
hoy se conserva como museo. La inversión requerida para su construcción equivaldría a más de
ocho millones de libras actuales y superaba por mucho el coste de construcción de los primeros
polos fabriles que, en el contexto de la Revolución industrial, se establecieron en el Reino Unido.
La conexión entre la Revolución francesa y la Ilustración se hizo patente en el edificio conocido
como Panteón. La asamblea francesa decidió que este templo, cuya construcción se había iniciado
en 1764 y no concluyó hasta 1790, fuese destinado a albergar los restos de las figuras más ilustres
de la patria. Pronto se trasladaron al Panteón las sepulturas de Montesquieu y Voltaire.
Mona Ozouf ha señalado que las representaciones que hacían referencia a la corrupción política –y
moral- eran frecuentemente expresadas en términos de género. Así, las críticas atacaban de forma
predilecta a la reina María Antonieta, a la que se tachaba de egoísta e inmoral. Tales ataques, que
también denunciaban el gusto de la reina por el lujo y el juego no eran banales, pues minaban la
legitimidad de Luis XVI y de la institución monárquica. Años después, las principales sátiras contra
José I, hermano de Napoleón, se centraban en su supuesto abuso del alcohol. El objetivo era
visibilizar una supuesta degradación moral que le convertía en incapaz de ser un buen gobernante.
Las mujeres tuvieron un papel crucial en muchas de las movilizaciones populares de la Revolución
francesa. De hecho, fueron el género predominante en tumultos como los que obligaron a Luis XVI
a abandonar Versalles y fijar su residencia en París, donde sus movimientos podían ser más
fácilmente vigilados.
Quienes caracterizan el Terror como un periodo de crueldad sin parangón olvidan que los miembros
de la conocida como jeunesse dorée no sólo se caracterizaron por sus vestimentas extravagantes,
sino también por reprimir violentamente a jacobinos y sans-culottes durante el periodo posterior a la
reacción de Termidor.
En su empeño por terminar con el Antiguo Régimen y crear una nueva sociedad y una nueva
Francia, los jacobinos no sólo potenciaron una nueva religión civil: también transformaron
radicalmente el calendario. En esta línea, dispusieron doce meses de treinta días –cuyos nombres
tenían relación con la naturaleza- e incluso los dividieron en semanas de diez días cada una.
El prestigio de Napoleón, que había triunfado en escenarios como Italia o África, le permitió volver
a Francia como el héroe que salvaría una República en crisis. Bajo el pretexto de una supuesta
conspiración jacobina, Napoleón protagonizó el golpe de Estado del 18 de Brumario de 1799, que
estableció el Consulado, régimen a medio camino entre la República y el Imperio.