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"Es propio de la poesía humanizar algo que en realidad solo sabría nacer de agua y
barro". Zen, poesía y botánica: compartimos algunos extractos de Libro de las flores, la
primera publicación del sello cordobés Las Enredaderas, a cargo de Cecilia Afonso
Esteves.
Por Alberto Silva.
Mientras, nuestro lado ángel da brazadas, arraigadas sus alas en la brisa despierta, como
clavel del aire.
Es propio de la poesía humanizar algo que en realidad solo sabría nacer de agua y barro.
Sor Juana Inés de la Cruz se refiere a la rosa como amago de la humana arquitectura. Su
fragante sutileza (la de la flor, la de Juana) acaba impregnando el ámbito en que luego
surge y cobra forma a fin de constituir un mundo humano. Lleva razón la monja-poeta. Y, a
la vez, se queda corta. Porque siempre manca un poco el intento de pintar en palabras lo
que, amable y dispendiosa, Doña Natura nos regala.
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Si persiste hasta el final ese impulso de acercarse a las flores, son ellas las que arrastran
hacia shiki, mundo de «formas y colores». Allí se hermana lo viviente con lo sintiente, y lo
animado se entrevera con lo inanimado.
En la vida todo es shiki, apariencia real de lo que somos, de lo que son ellas también
(¿apariencia real?: o al menos realista, majestuosa, consciente, realizada). Comunidad de lo
creado inscripta en la significación profunda de lo superficial. Ámbito, este, poco
apreciado (por ignorancia). Pero único en que la razón acaba dando razón a la aparente
sinrazón de existir y ser «sin más» (shikan).
¿Podría ser ese el mensaje silencioso de las flores? Alguien lo escucha y decide tornarlo
lenguaje articulado, zaguán de poesía. No sin riesgos.
No existen flores en general. Solo capullos que aparecen y pugnan por revestir
dignamente su singularidad, hasta llegar a ser lo que aparentan.
La rosa que apenas tiembla ante nuestra mirada deja entonces de existir como flor
(pensada, clasificada, cosificada). Bajo esa expresa condición renace de a poco un capullo
vivido, que crece en su espontáneo y característico sin-pensar (hi-shiryo).
Hasta que el tiempo, que todo lo marchita, le brinda la belleza final propia de lo mustio, lo
ajado, lo sabio, y también lo feliz por haber realzado con gloria la naturalidad de su
periplo.
La existencia lozana (la de las flores, la de las personas) consiste en dirigirse hacia la alegre
plenitud de lo gastado, hacia lo gustosamente derrochado en el dispendioso y siempre
renovado oficio de vivir: con esta lozanía y dramatismo pasó sus días el italiano Cesare
Pavese, autor del hermoso lema que da título a sus memorias de poeta.
Posa la rosa con sinuosa y atractiva concreción. Suprema libertad la de la rosa, nunca del
todo abarcada.
Tal vez por eso muchos poetas le dedicaron sus asedios. Tantos que Juan Ramón Jiménez
los recrimina con severidad, lanzando una advertencia contra la demasía:
La cercanía de las flores nos deja en silencio. Al caer una tarde de otoño del siglo XVIII,
Ryôta Oshima (蓼太) compone este haiku viajero:
ni una palabra
el anfitrión, su visita
y el crisantemo blanco
ものいはず客と亭主と白菊と
Como es propio de aquello que llamamos «ámbito humano», al silencio de las cosas le
seguirán sin falta algunas palabras. Ojalá prudentes, sigilosas. Ojalá certeras, como estas
de Ryôta, restaurador del estilo de Bashô en el siglo XVIII.